Un punto de encuentro para las alternativas sociales

De Atenas a Salamina, de Hornachos a Salé

Nando Zamorano

De Atenas a Salamina

Explicaba Heródoto, el primero de los grandes historiadores de la antigüedad, refiriéndose a la batalla de Salamina1 que en la Segunda Guerra Médica enfrentó al imperio persa al mando de Jerjes con las polis griegas, que ante el avance imparable de los ejércitos persas y el peligro que significaba la invasión del Ática, Temístocles propuso que toda la población abandonara su ciudad y se desplazara hasta la isla de Salamina, diciendo estar dispuesto a fundar Atenas en otro sitio. Los atenienses habían sido abandonados por sus aliados que se habían retirado hasta la península del Peloponeso con el pretexto de preparar así mejor su defensa. El peligro de la invasión persa y la constatación de que se encontraban solos frente a un enemigo muy superior en número provocaron que la indignación y el desánimo se apoderaran de la mayor parte de la población de la polis. Temístocles llegó a convencer al demos ateniense, pero tuvo que enfrentarse a Euríbiades, el general espartano que mandaba la flota de la coalición griega, que pretendía levar anclas y poner rumbo al Istmo. En la discusión que mantienen ambos, Temístocles le dice: «Entérate, miserable, nosotros hemos abandonado nuestras casas y murallas, porque creemos que no vale la pena ser esclavos por unos enseres sin vida; pero lo que es la ciudad, tenemos la más importante de las griegas, los doscientos trirremes que ahora están con vosotros, para ayudaros si queréis salvaros con ellos; y si os marcháis y nos hacéis traición, todos los griegos sabrán inmediatamente que los atenienses han ganado una ciudad libre no inferior a la que perdieron.»2

Poco después, las tropas persas arrasaron e incendiaron la ciudad llevándose todos sus tesoros, pero no lograron acabar con la polis. Atenas, es decir el cuerpo de sus ciudadanos, continuaba viva y a salvo en la isla de Salamina, organizándose para la batalla. Aunque para las poleis griegas, especialmente para Atenas, el territorio sagrado, sin embargo, para salvaguardar la supervivencia de la polis, los atenienses están dispuestos a refundar Atenas en otra parte.

Este pequeño pasaje de la historia puede resultar difícil de entender en nuestros días, ya que la polis no era un Estado en el sentido moderno del término. Ni siquiera existe en el idioma griego antiguo la palabra que haga referencia al «Estado» tal y como lo conocemos en la actualidad. Cuando se hallaron ante la necesidad de encontrar una fórmula para nombrarlo, utilizaron el término kratos, que en griego antiguo significa «fuerza bruta». No ha de resultar extraño, ya que como sostuviera Cornelius Castoriadis, la idea de un «Estado» como institución distinta y separada del cuerpo de los ciudadanos habría sido algo incomprensible para un griego de la época3. Tampoco era la polis la ciudad física, con sus edificios, sus calles, sus plazas y sus monumentos. Al centro urbano físico, a lo que hoy llamamos ciudad, se la denominaba asty.

Otro historiador griego Tucídides vuelve a insistir años más tarde en el mismo sentido en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Cuando el estratega Nicias se dirige a los soldados durante la expedición a Sicilia: «pues son los hombres quienes hacen una ciudad, y no las murallas y las naves vacías de tropas». Por tanto, puede llegar a abandonar el territorio que ocupan si es necesario, sin que la polis desaparezca. Atenas estaba donde estaban sus ciudadanos, independientemente de donde estuvieran estos, si en Atenas o en Salamina.

Así pues, la polis no era un territorio, ni tampoco una institución política, ¿qué era entonces? La polis era la organización de sus ciudadanos. Eran los ciudadanos organizados en comunidad, que al menos en las ciudades democráticas, hacían sus leyes, juzgaban y gobernaban. Tres funciones fundamentales representadas a su vez por tres palabras para definir a una ciudad independiente: autónomos, es decir que se dan sus leyes ellos mismos ningún tipo de mediación externa al colectivo; autódikos, que se juzga a sí misma, y por tanto tiene su propios tribunales y autotelés, en la medida en que se autogobierna4.

Esta vieja tradición republicana y democrática, que se inicia con la democracia de la Grecia clásica, no considera posible que pueda existir una sociedad sin Estado. Sin embargo, su concepción del Estado dista muchísimo de la que conocemos en nuestros días. El Estado, la sociedad, estaba formado por cualquier comunidad de ciudadanos autónoma, es decir, que se auto organiza y se articula colectivamente para gobernarse. El orden social se recogía en todo un conjunto de normas, usos, costumbres y saberes, al que se denomina ethos y que los antropólogos acostumbran a denominar cultura material5. Todo ese conjunto de leyes no escritas organizan la actividad de la sociedad según unos principios o valores determinados, que se han ido estableciendo y que se modifican en el tiempo. Sirven para ordenar lo que la sociedad considera justo o injusto, bueno o malo, variando de una sociedad a otra. El otro elemento fundamental que junto al ethos constituye la polis, la ley escrita, se denomina nomos.

Para entender la importancia que los antiguos griegos daban al término cabe recordar que Aristóteles llegó a dedicar tres obras al ethos; la más conocida Ética Nicomáquea, pero también su Ética Eudemia y la Magna Ética. El ethos forma parte de la política, aunque aparentemente puedan parecer dos conceptos independientes y alejados entre sí, ya que al igual que esta su fin está en buscar la vida buena de los ciudadanos. Los ciudadanos participaban de manera activa en todos los asuntos públicos y en la toma de decisiones políticas de la polis. No se trataba de una participación activa ficticia, sobre el papel que diríamos ahora, sino que estaba alentada tanto por el ethos de la polis como por toda una serie de normas formales. Según el derecho ateniense, el ciudadano que se negaba a tomar partido en cualquiera de los conflictos civiles que pudieran agitar la ciudad o el oportunista que esperaba hasta ver de qué lado soplaba el viento corría el riesgo de convertirse en átimos6, que conllevaba el deshonor y la perdida de sus derechos políticos. Podemos encontrar un ejemplo de lo que significa la participación de los ciudadanos en los asuntos de la polis en la «Oración Fúnebre» de Pericles, recogida en la Historia de la Guerra del Peloponeso, donde al hablar sobre las cualidades del demos ateniense este sostiene que: «Somos los únicos en pensar que un hombre que no interviene en la política merece pasar, no por un ciudadano apacible, sino por un ciudadano inútil y sin provecho»7.

La ecclesía, la asamblea del pueblo y cuerpo soberano activo, era el principal órgano de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones. Participan en ella todos los ciudadanos, teniendo además el mismo derecho a tomar la palabra, defender su posición y hacer las propuestas que consideren oportunas (isegoría). Tienen además la obligación moral de hablar con absoluta franqueza (parrhesia) frente a la asamblea y si se hubiera de votar, todos los votos poseen el mismo peso. Finalmente las decisiones eran tomadas por todo el colectivo, después de haber oído a los distintos oradores. Existía además el boulé o consejo que estaba formado por 500 personas y era elegido por sorteo entre todos los ciudadanos de la polis. Al hacer referencia a los ciudadanos que forman parte de esta vieja tradición democrática y republicana no se añade el calificativo «libres», pues sería una redundancia. Para poder ser considerado ciudadano, era condición sine qua non ser libre y no estar atado a nada ni a nadie para. Se aseguraba de esta forma que la toma de decisiones fuera totalmente autónoma.

Un aspecto fundamental de este modelo es la importancia que da a la comunidad y la prioridad de los intereses colectivos frente a los particulares. Podemos encontrar su fundamento en Aristóteles, tanto en su Ética nocomáquea, como en su Política: «el hombre es por naturaleza un ser social», pues la polis es anterior a la casa y al individuo, ya que «el todo es necesariamente anterior a la parte». No se puede concebir al individuo al margen o aislado de la comunidad, este comportamiento sólo es comprensible entre los dioses o entre las bestias. La política, es decir, todas las cuestiones referentes a la comunidad, a la polis, constituye el bien del hombre. Pues «aunque sea igual el bien del individuo que el de la polis, es mucho mejor y más perfecto alcanzar y salvaguardar el bien de la ciudad, ya que el bien del individuo es deseable, pero es más hermoso conseguirlo para todo el pueblo»8.

La prioridad de los intereses colectivos frente a los de los individuos era tal que cuando la ecclesia había de deliberar sobre asuntos que pudieran derivar en un posible conflicto bélico con alguna polis vecina, los ciudadanos que viven en los límites de las fronteras no tienen derecho a tomar parte en la votación. De hacerlo, sus intereses personales podrían condicionar la decisión, relegando a un segundo plano los intereses del colectivo. Pero también al revés, se evita colocar al ciudadano ante la obligación que supondría votar sobre una decisión que pueda ir en contra de sus propios intereses. Como se habrá podido comprobar, se trata de una concepción de la política diametralmente opuesta a la actual. También en su concepción respecto de la libertad.

Frente a este modelo democrático y comunitarista del mundo antiguo, el liberalismo propone otro radicalmente opuesto que supone a un individuo dotado de derechos inalienables, independientemente y al margen de la comunidad, con la que establece una serie de relaciones contractuales. El individuo, dueño de sí mismo, pasa a ser el centro del discurso del liberalismo individualista. El papel de la comunidad y del Estado se reduce hasta convertirse en un mero instrumento que permita proteger ciertos derechos individuales, los de una burguesía en ascenso que, al menos desde el siglo XVI, lucha con la aristocracia por el control de la sociedad. También la libertad quedaría supeditada a sus necesidades, frente a las restricciones que hasta entonces le imponía el feudalismo. La libertad pasará a ser libertad de comercio y de inversión, de comprar y de vender tanto productos como fuerza de trabajo. El liberalismo desarrollará su propio ethos sobre la base de la desigualdad y la explotación de personas formalmente libres.

No es casual que Benjamin Constant, uno de los grandes ideólogos del liberalismo, afirmara en 1819, en su conferencia De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos que «la meta de los antiguos era el reparto del poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria. Era eso lo que llamaban libertad. La meta de los modernos es la seguridad en los disfrutes privados; y dan el nombre de libertad a las garantías acordadas por las instituciones a esos disfrutes»9. Libertades públicas, en forma de reparto del poder social y la participación política frente a la libertad como garantía que permite los disfrutes privados de unos pocos. En 1864, Foustel de Coulanges, otro de los más importantes ideólogos del liberalismo del siglo XIX, afirmaba que los antiguos griegos no conocieron la libertad individual frente a la omnipresencia del estado, ya que: «el Estado no permitía que un hombre fuese indiferente a sus intereses; el filósofo, el hombre de estudio, no tenía el derecho de vivir aparte. Era una obligación que votase en la asamblea y que fuese magistrado cuando le correspondiese.» 10

De Hornachos a Salé

Un ejemplo de ethos, mucho menos conocido que el de Atenas, pero no por ello menos interesante, es el de la antigua comunidad morisca de Hornachos.

Hornachos es un pequeño pueblo situado a los pies de la Sierra Grande, en el centro de la provincia de Badajoz. En el siglo XVI era el principal enclave morisco de Castilla. Su población estaba compuesta, casi en su totalidad, por musulmanes. Era un pueblo próspero que contaba con unos recursos hídricos provenientes de la Sierra que la laboriosidad y saber de los campesinos mudéjares había sabido explotar en forma de huertas, se explotaban algunas minas y seda. Además muchos hornacheros eran arrieros, dedicándose al traslado de mercancías de unos lugares a otros.

En 1234, Hornachos había sido conquistado por las tropas de la Orden de Santiago y el rey Fernando III donó todo su término a esta orden militar. Las autoridades musulmanas entregaron el castillo sin resistencia y se les permitió conservar sus costumbres a cambio del pago de impuestos. Después de la conquista de Granada se reconocerán una serie de derechos a los musulmanes que viven en la península, como el de continuar usando su lengua y transmitírsela a sus hijos. Pero los problemas para estas comunidades se darán a principios del siglo XVI, con la obligación de convertirse al cristianismo y con los consiguientes intentos de aculturación de las comunidades moriscas. En 1502 se publica un decreto que obliga a la conversión a cristianismo a todos los musulmanes del reino de Castilla. Deben elegir entre el bautizo o la expulsión, que significaba el abandono de sus bienes y sus tierras. La mayor parte de los moriscos opta por convertirse al cristianismo, aunque esta fuese sólo aparente, pues siguen practicando su religión en secreto.

En el siglo XVI Hornachos contaba con una población de unas 5.000 personas, siendo musulmana la mayor parte de esta. Muchos de sus pobladores se resistieron a acatar la conversión forzosa y siguieron practicando en secreto sus tradiciones. Las autoridades cristianas intentaron su conversión, en 1502 se comienza a construir la primera iglesia y poco después se trasladan a la población algunas familias de cristianos viejos para ayudar a la catequización de los moriscos. En el intento de cristianizar a la población, en 1530 se funda el convento de San Francisco a propuesta del inquisidor general Alonso Manrique. Tras fracasar en su intento por aculturar y convertir a los vecinos, los monjes franciscanos pasan a convertirse en los principales colaboradores de la Inquisición por medio de la delación de los vecinos que pudieran ser sospechosos.

Uno tras otro fracasarán todos los intentos por alterar de forma significativa la cultura material de la comunidad que llevarán a cabo las autoridades, tanto civiles como religiosas. A pesar de las prohibiciones, la mayor parte de la población continuó con su forma de vida, practicando las mismas costumbres, aunque de espaldas a la ley. Forzados a abandonar tanto la lengua como su vestimenta, que no pueden ser escondidas, serán obligados a llevar una doble vida. Una vida pública «oficial», que sigue los dictados, las normas del reino y las costumbres cristianas y otra alternativa, pero también pública aunque de espaldas a las autoridades, que mantiene tanto las formas de hacer de la comunidad como su organización política y social. Los hornacheros tienen un ethos propio distinto del de las otras poblaciones vecinas, son por lo tanto un Estado dentro de otro Estado. Forman una comunidad auto-instituida dentro, pero sin embargo al margen, de una sociedad con la que mantiene una difícil relación.

Durante este tiempo la comunidad estaba muy bien organizada. El concejo formado por un alcalde mayor y doce regidores estaba totalmente controlado por las familias moriscas. Este control político de facto fue de gran ayuda en la resistencia de la población frente a los diferentes intentos de aculturación llevados a cabo por las autoridades. La comunidad instituía una sociedad y con ella, un ethos y una justicia paralela a la oficial. Se toman represalias contra quienes delatan ante la Inquisición y cuando la comunidad se siente amenazada, llega incluso a asesinar a algunos frailes y cristianos viejos.

En 1568 estalla la rebelión morisca de las Alpujarras como protesta contra la Pragmática Sanción, edicto de 1567 que les obligaba a dejar su modo de vida y sus costumbres, reduciendo todavía más sus ya por entonces pocas libertades. Al acabar la guerra y una vez vencidos los moriscos, las autoridades ordenarán la dispersión de unos 80.000 moriscos del reino de Granada por todo el territorio. La convivencia entre cristianos y moriscos empeorará a partir de la guerra, lo que se traducirá en una mayor presión de las autoridades civiles y militares hacia las comunidades moriscas.

Finalmente, el 9 de diciembre de 1609 Felipe III decreta la expulsión de los moriscos de los reinos de Castilla y el 26 de enero de 1610, unos 3.000 moriscos de Hornachos inician un largo camino que los llevará al exilio. El puerto de Sevilla será su primera parada tras una semana de marcha en la que se habrán de soportar la ira de los cristianos viejos de las poblaciones por dónde pasaban. Tras 165 kilómetros de trashumancia obligada hasta el puente de Triana, se les hace saber que los moriscos que zarpen hacia un país no católico están obligados a dejar a sus hijos menores de siete años al cuidado de la Corona española.

La Inquisición informó el 4 de febrero de 1610 de que tres compañías de moriscos de Hornachos habían zarpado en seis navíos con destino a Tánger. Los 3.000 de Hornachos, con sus pocos bártulos y cuestas, veían por primera vez el agua del mar y se embarcaban hacía la costa africana.

Como un siglo antes hicieran muchos de los sefardíes que zarparan hacía Salónica, los hornacheros decidieron poner rumbo a un mismo lugar: la Berbería, el norte africano, cuyo pasaje costaba 50 reales. Como si Caronte, el barquero de Hades de la mitología griega, sellara tickets a la entrada de la última barca, los moriscos se vieron obligados a pagar el coste de su billete a ninguna parte. Tras varias semanas de cabotaje en marzo de 1610 llegaron a Salé, en la margen derecha del río Bou Regreg, donde fueron acogidos por las autoridades musulmanas de la ciudad. Los oficios de los nuevos moradores generaron una inmediata riqueza, pero no había forma de diluir a esos moriscos en la cultura morabita de los musulmanes ortodoxos que habitaban el norte del Magreb. Los moriscos expulsados de España vestían a la europea, sus mujeres iban descubiertas, los hombres gustaban de beber vino y la lengua en que se expresaban habitualmente era la castellana. Incluso había algunos que se proclamaban cristianos.

La peculiar forma de vida que habían llevado durante tres siglos les había permitido desarrollar una cultura material, un ethos propio, que les hace muy diferentes de los musulmanes que encuentran en el norte de África. Se enfrentan de nuevo a la misma cantinela, al doble exilio; extraños en los países de acogida y sospechosos en su lugar de origen. Serán nuevamente expulsados, aunque este segundo exilio fuera mucho más cercano. Cruzaron el río y se instalaron en una fortaleza abandonada, o ribat, que da nombre a la actual Rabat, y que entonces se llamó Salé la nueva. Con los años, la ciudad prosperó, consiguiendo los favores del sultán de Marrakech como defensores de la Casbah que controlaba la desembocadura del río y obteniendo así sus primeros navíos.

En 1617, diez años después de su expulsión de la península ibérica, aquellos hornacheros antes hortelanos y arrieros, la mayoría de los cuales nunca antes habían visto el mar, se lanzan a la piratería llegando a convertirse en el terror del Mediterráneo. La creatividad de la comunidad le permitió reinventarse y salir adelante. Es la misma creatividad que hizo que cuando los atenienses regresaran a su ciudad después de Salamina, y encontrando todos los templos de la Acrópolis incendiados y destruidos por los persas, no trataran de restaurarlos, sino que utilizaron sus restos para construir una nueva Acrópolis, más bella si cabe que la anterior, y una nueva ciudad11.

En un inicio cuentan tan sólo con cuatro embarcaciones, pero les bastan para comenzar su nueva empresa; dar caza a los barcos españoles y europeos que cargados de riquezas navegan por el Atlántico y el Mediterráneo. Pasan a ser parte de los temidos piratas berberiscos, saquearán cientos de navíos y llegan hasta las costas de la actual Islandia. En 1627, con una fortuna bien amasada y una nutrida flota compuesta por unos 50 barcos veloces y repletos de artillería, los hornacheros deciden liberarse de todos los yugos que les atan al sultán y fundan la República independiente de Salé, que llegaría a tener 25.000 habitantes. La fama de este pequeño Estado de un puñado de kilómetros, atraería tanto a corsarios europeos, que se emplearon como mercenarios, como a otros moriscos andaluces.

Unos años después intentarán negociar con Felipe IV la posible vuelta a su tierra de origen. A través del duque de Medina Sidonia le hacen llegar una propuesta de tratado en el que le proponen la entrega de la ciudad y la ciudadela de Salé, sus navíos de corso y una gran cantidad de oro a cambio de volver a Hornachos, que se les devuelvan los hijos de los que les habían apartado a raíz de su expulsión y que les dejen vivir según las costumbres que había llevado la comunidad. Pero la propuesta no madura. Algunos estudiosos han visto en este intento infructuoso de vuelta a su localidad de origen cierta aura patriótica12. Resulta difícil de entender que aquellos que fueron arrancados de su tierra y apartados de sus hijos tuvieran ningún amor a la patria que les había desterrado unos años antes. Su patria era Hornachos, la localidad donde se habían constituido como comunidad y que con el paso de los años se había instalado en su imaginario colectivo del grupo, como un recuerdo de un pasado feliz.

El individualismo liberal frente al ethos comunitario

Durante muchos años Salé continuaría siendo un importante emplazamiento dedicado a la piratería. Su nombre aparece en Las aventuras de Robinson Crusoe13, la novela que en 1719 publicase Daniel Defoe. El barco de su protagonista es atacado por piratas berberiscos cerca de las Islas Canarias y hecho prisionero, es conducido a la ciudad de Salé, que seguía siendo un conocido enclave pirata.

Resulta paradójico que sea precisamente Salé, la república creada por el esfuerzo colectivo de aquella comunidad, la que aparezca en una obra que durante muchos años hiciera bandera del individualismo antropológico. En la obra, el náufrago Robinson Crusoe es abandonado a su suerte en una isla deshabitada, sin más compañía que la del «salvaje» Viernes. Se trata de una metáfora sobre el valor del individuo, que desamparado es capaz de enfrentarse a la naturaleza, que pretende expresar el modelo filosófico de una burguesía en alza. Marx supo captar perfectamente las intenciones morales e ideológicas que sostiene el Robinson de Defoe y lo utiliza en varios de sus escritos. En una cita de su Contribución a la crítica de la economía política de 1858 afirmaba que «Las robinsonadas no expresan en ningún modo, como se lo figuran los historiadores de la civilización, una simple reacción contra un excesivo refinamiento y el retorno a una vida primitiva mal comprendida. Éstas anticipan más bien la sociedad burguesa que se preparaba en el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos agigantados hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia, el individuo aparece como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores de la historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado, delimitado».

Sin embargo, el individualismo fue ganando terreno hasta convertirse en el fundamento de la sociedad de nuestros días y más allá; en sentido común. El sueño del liberalismo fue mucho más lejos de lo que nunca hubieran imaginado los padres fundadores de esta doctrina. Si Adam Smith, Alexis de Tocqueville o Benjamin Constant pudieran contemplar nuestras sociedades, posiblemente quedarían horrorizados al comprobar hasta donde nos ha podido llevar el individualismo. La sociedad deja de ser una comunidad para convertirse en un mero agregado de individuos atomizados, que priorizan la obtención de sus propios deseos e intereses y donde «el otro» pasa a ser un mero competidor. Un individualismo narcisista y hedonista, donde la cultura gira alrededor del consumo y sus valores. A pesar de que las nuevas tecnologías multiplican las posibilidades de comunicación, vivimos un extraño modo de autismo social, donde todo el mundo está conectado y se multiplican las comunicaciones a través de la red pero casi nadie habla con su vecino. Los vagones de cualquier transporte público de nuestras grandes ciudades a primera hora de la mañana presentan un patético paisaje donde la mayor parte de los individuos están conectados a través del móvil, pero ajenos a los seres humanos que les rodean.

Sin embargo, es la comunidad la que crea todo aquello que sabemos hacer, toda la cultura material que hace posible la vida de cada ser humano. El individuo se forma, se auto construye y se educa gracias al saber hacer de la comunidad, siendo el ser humano el animal más dependiente de los miembros de su propia especie. Desde su nacimiento necesita de la comunidad y de sus conocimientos, de su ethos, para humanizarse. No es posible por tanto la humanidad sin comunidad.

Frente al autismo individualista que nos atomiza, se hace necesario tomar partido por lo colectivo. Y más allá, tratar de instituir comunidades radicalmente democráticas y que además puedan ser autónomas, es decir, que se autogobiernen en los hechos, ayudando así a la construcción de un ethos nuevo, deliberado y decidido por todos los individuos que la componen. Queda demostrado el valor y la importancia del colectivo tanto para los atenienses como para los hornacheros. La polis, la comunidad de ciudadanos organizados, no se ha de buscar en un determinado territorio o espacio físico. La polis, está allá donde estén sus ciudadanos.

1 Heródoto, Historia, VIII, 61

2 Plutarco, Vidas paralelas II. Solón-Publícola, Temístocles-Camilo, Pericles-Fabio Máximo. Biblioteca clásica Gredos, pág. 268.

3 Cornelius Castoriadis. La polis griega y la creación de la democracia. Puede consultarse el texto en https://espai-marx.net/es?id=6793

4 Cornelius Castoriadis. La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia 2. Seminario del 13 de abril de 1983, pág. 89-90; aunque se pueden encontrar referencias a esta misma cuestión en otros seminarios recogidos en el libro. Publicado en Fondo de Cultura Económica (2012).

5 Referente al ethos, pero también a otras muchas cuestiones de interés, se puede encontrar una magnífica explicación y desarrollo del concepto en el libro de Joaquín Miras Praxis política y estado republicano. Crítica del republicanismo liberal. Editorial El Viejo Topo (2016)

6 Aristóteles, La constitución de los atenienses, VIII, 5

7 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II. VII

8 Aristóteles, Ética nicomáquea, Libro I, 2 (1094b). Editorial Gredos

9 Benjamin Constant, Escritos políticos. Editorial Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid (1989)

10 Foustel de Coulanges, La ciudad antigua, capítulo XVIII. Editorial Porrúa (2003)

11 Cornelius Castoriadis. Transformación social y creación cultural, La exigencia revolucionaria, Acuarela Libros, Madrid, 2000, p. 220. Se puede encontrar una edición digital del texto en: http://www.omegalfa.es/downloadfile.php?file=libros/transformacion-social-y-creacion-cultural.pdf

12 Esto indica el título de un excelente documental sobre los moriscos de Hornachos realizado en 2012 por Producciones Mórrimer: El Amor de la Patria. Los Moriscos de Hornachos y la República de Salé.

13 Daniel Defoe, Las aventuras de Robinson Crusoe. pág. 40. RBA Libros (2013)

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