Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Qué es la crisis de hegemonía?

Fabio Frosini

Revolución, revolución en permanencia, revolución pasiva

En sus escritos, Gramsci utiliza el término revolución en sentidos muy diferentes. Si consideramos el período turinés (es decir, el período que va de 1911 a 1921), en primer lugar la revolución es la historia misma. La historia es el terreno del perpetuo cambio: nada fijo existe en ella; en cada momento hay un aflorar de algún nuevo elemento social, que lucha por ser también él parte de la historia, y de esta manera revoluciona todo el sistema de puntos de referencia culturales, éticos, políticos o institucionales. Así, es con la civilización proletaria, que antes que nada es un impulso global a saturar la historia con una nueva visión del mundo, que en cuanto visión del mundo, y no simplemente método de investigación o ciencia de la política y de la historia irrumpe un elemento social en todos los detalles alternativo a la burguesía.

Por esta razón, la tarea del verdadero revolucionario es adherir lo más íntimamente posible a la historia, es decir, identificar su acción política con el momento revolucionario de la historia en su conjunto, sin rechazar nada de ella. La mentalidad del revolucionario es entonces una mentalidad historicista: ella consiste en la capacidad de ver en todo lo que hay algo que no es fijo, rígido, sino que se transmuta, cambia e incluso se desvanece. En un artículo famoso, La lengua única y el esperanto, de febrero de 1918, se lee que en la historia, en la vida social, no hay nada rígido, nada definitivo. Y nunca habrá. Nuevas verdades incrementan el patrimonio de la sabiduría, nuevas necesidades, cada vez más avanzadas, se crean por las nuevas condiciones de vida […] (Gramsci, 1982, p. 672). Y en el mismo mes de febrero 1918 Gramsci escribe a su amigo y camarada Leo Galetto:

¡Abajo el Esperanto! […] Yo soy un revolucionario, un historicista, y afirmo que son útiles y racionales sólo aquellas formas de actividad social (lingüística, económica, política) que espontáneamente surgen y se realizan a través de la actividad de las energías sociales libres. Por eso: abajo el Esperanto, así como abajo todos los privilegios, todas las mecanizaciones, todas las formas definitivas y rígidas de vida, cadáveres que enferman y agreden la vida en devenir. (Gramsci 2009, pp. 173-74). Y luego añade, en forma de posdata: ¡Panta rei! Heráclito ¡todo se mueve! (Gramsci 2009, pp. 173-74).

Estamos a comienzos de 1918, y estas afirmaciones forman un resumen de toda la elaboración anterior del joven periodista socialista.1 Sin embargo, con 1917, y sobre todo con noviembre de 1917, algo ha cambiado, necesariamente. La existencia, por primera vez en la historia (después de la Comuna), de un Estado obrero, cambia la perspectiva desde la cual hay que plantear la identificación entre la historia como revolución y la iniciativa política revolucionaria; o, si se quiere, entre la revolución como proceso indetenible (idéntico a la historia) y la praxis que se hace cargo de realizar políticamente este proceso.

Cambia la perspectiva, el punto de mirada se desplaza. Antes el problema consistía en la elaboración de una estrategia que lograra traducir el marco general de la historia en cuanto revolución en términos políticos concretos, apropiados al momento y al lugar. Sin esta traducción, la historia en cuanto revolución se convertiría en un fetiche sin vida y la revolución en un conjunto de frases vacías. El problema estaba entonces en la capacidad de encontrar lo que se puede llamar el punto crítico, en donde el movimiento de la historia (o la historia en cuanto movimiento) se encarna en una fuerza política determinada, en una fuerza real, en un movimiento social y político concreto; y por lo tanto la historia se convierte en verdaderamente, activamente, eficazmente revolucionaria.2 Es aquí que 1917 representa un punto de inflexión radical. Con la revolución de Octubre, la perspectiva cambia de manera muy notable, porque ya no se trata de buscar el punto crítico en donde historia y acción política confluyen y se unen. Porque este punto ya existe, es la Rusia revolucionaria. El punto de fusión entre tejido objetivo de los acontecimientos y fuerzas subjetivas organizadas ya se ha hecho historia, proceso político e institucional: se lo puede estudiar y hay que estudiarlo, porque todas las dificultades y los obstáculos que Rusia encuentra en su camino hacia el socialismo representan una ocasión para profundizar el marxismo y, por esta razón, son un avance teórico fundamental.3

A partir de 1921, con el estancamiento de los procesos revolucionarios en Europa, Lenin (1921/1967) da un giro radical a la estrategia en Rusia y en el exterior, pasando en ambos casos, en sus palabras, del asalto al asedio (cfr. Paggi, 1984, pp. 27-31). Por consiguiente, el lema revolución cambia también de manera sensible. En toda Europa las masas han retrocedido, frente a la violenta contraofensiva burguesa; pero, al mismo tiempo, la existencia de la Unión Soviética es la prueba de que la época es revolucionaria. De hecho, el Estado liberal está en crisis, y los intentos de reconstrucción de la hegemonía burguesa no pueden volver a la situación precedente a la guerra. Mientras la Unión Soviética siga representando a los ojos de las masas de los países europeos un proceso de construcción del socialismo, la crisis no podrá ser superada por completo, y se podrá incluso hablar de la persistencia, en Europa, de variaciones de procesos revolucionarios, que se identifican con los desplazamientos ideológicos de las masas hacia la formación de un bloque hegemónico alternativo al de la hegemonía burguesa.

Por supuesto, todo se vuelve más complicado e incluso cambia de forma. En los Cuadernos de la cárcel Gramsci resume este cambio en la alternativa entre guerra de movimientos y guerra de posiciones, dos expresiones que retoman la alternativa planteada por Lenin en la dicotomía asalto/asedio.4 La guerra de posiciones describe esta nueva situación, caracterizada por el carácter estratégico de la mentalidad de las masas como elemento de la disputa hegemónica. Cada desplazamiento, cada deslizamiento de esta mentalidad y a su interior, por mínimo que sea, implica un cambio en la situación de la crisis y, por ende, de la hegemonía. La lucha se vuelve molecular: ya no hay un evento central, sino una multitud indefinida de acontecimientos, de conflictos y disputas locales, de desplazamientos casi imperceptibles, que se trata de impulsar con una estrategia de nuevo tipo, ella misma molecular y difusa.

También la crisis de hegemonía -lo que Gramsci llama crisis orgánica- cambia de aspecto.5 No se presenta como una explosión repentina, sino que hay que estudiar su progreso como en 1977 escribió un gran intérprete de Gramsci, Franco De Felice «a través de las formas de su gestión. Bajo estas condiciones, la lucha ideológica se vuelve inmediatamente política, dado que la pérdida de la confianza en la posibilidad de construir el socialismo se vuelve parte integrante de la reconstrucción del aparato hegemónico de las clases dominantes sobre las masas que por la guerra y por el ejemplo ruso se habían movilizado» (De Felice 1977-1979, p. 176).

En los Cuadernos de la cárcel la perspectiva de análisis se enriquece y amplía de manera notable, porque Gramsci inicia todo un estudio sobre las estrategias de salida de la crisis. Esta parte de su trabajo de elaboración lleva a Gramsci, en un cierto punto, a acusar la categoría de revolución pasiva. Si se presta atención a la manera en que él va esbozando esta noción mediante intentos sucesivos, se puede constatar que ella, después de haber sido enunciada por primera vez solo en relación al Risorgimento italiano, se generaliza después hasta incluir todo el siglo XIX e identificarse, de esta manera, con el liberalismo en general. Más tarde, Gramsci propone incluso extender la vigencia de esta categoría al siglo XX, es decir, a los regímenes posliberales que se han ido formando después de la Guerra y de 1917.6

El elemento común entre la vieja y la nueva revolución pasiva es precisamente el hecho que son revoluciones, o sea, que ante la amenaza jacobina y, luego, comunista, la burguesía se ha hecho cargo de impulsar una serie de cambios revolucionarios en el entramado del Estado y, por ende, de la producción, con el objetivo de absorber, y por este medio pasivizar, las reivindicaciones de las clases populares. De ahí se sigue que, en su formulación más acabada, la revolución pasiva designa la manera en que la burguesía quita la iniciativa a sus adversarios, porque consigue ponerse del lado de la historia como revolución, exactamente en el sentido que hemos visto antes, de ser una encarnación subjetiva (práctica, política) de la historia en cuanto cambio permanente. Dicho de otra manera: a partir de la Revolución Francesa, la revolución burguesa ha estado principalmente (aunque no exclusivamente) caracterizada por una duplicidad de fondo entre transformación de las condiciones históricas y necesidad de controlar el proceso que así se desencadena, lo que ha hecho que el impulso al cambio nunca haya estado del todo exento de la preocupación de controlar a las masas para que no tomen la iniciativa, para que no consigan ponerse del lado de la historia, encarnar la historia, es decir, definitivamente, volverse hegemónicas.

Un aspecto importante de la revolución pasiva, que impide pensarla simplemente como un proceso de enfrentamiento entre fuerzas sociales que produce una serie de cambios moleculares en ambos lados de la disputa, es la relación orgánica que Gramsci establece entre ella y el Prólogo de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política, es decir, el tema de la transición. La revolución pasiva aparece entonces como la manera en que la burguesía se coloca en el marco de la transición, por un lado impulsando los cambios y así perfilándose como clase revolucionaria, es decir, como una clase que tiene la iniciativa política en sus manos; y, por otro lado, ampliando de manera desmesurada los organismos de control (véase Frosini, 2016a) de las masas subalternas, para que éstas no consigan desarrollar su propia posición política en este mismo marco. En síntesis, se puede decir que la transición es el revés de la revolución pasiva, como en una negativa fotográfica.

Filosofía de la praxis

En los Cuadernos de la cárcel se registra también otro elemento nuevo, de gran importancia: la elaboración del marxismo como una filosofía de la praxis. Por supuesto, elementos, indicios, premisas de esta concepción están ya en los escritos de Turín. Para este asunto elegiré uno de los primeros textos publicados por Gramsci: el artículo Neutralidad activa y operante, de octubre de 1914. Gramsci escribe:

Pero los revolucionarios que conciben la historia como creación de su propio espíritu, hecha por una serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, y preparan el máximo de condiciones favorables para el tirón definitivo (la revolución), no deben contentarse con la fórmula provisional de “neutralidad absoluta”, sino que deben transformarla en una “neutralidad activa y operante”. (Gramsci, 1980, pp. 11-12)7.

Lo que sobresale de este fragmento es, sin duda, la definición de la “historia” como una “creación de su propio espíritu”. Pero ¿qué quiere decir exactamente esta definición?

Por un lado, se trata de una referencia genérica al hecho de que la historia no refleja una regularidad de tipo natural, que en ella hay saltos abruptos, momentos en que surge algo imprevisible y nuevo. Hasta aquí, Gramsci comparte el frente con todos los críticos del positivismo (y del socialismo positivista de la Segunda Internacional)8. En su posición hay sin embargo también algo original, porque la manera concreta de ser de la historia en cuanto “creación del espíritu” es la “serie ininterrumpida de tirones operados sobre las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad”. Ahora bien, ¿qué son estos tirones? Nótese aquí que los revolucionarios “operan” los “tirones” sobre las demás fuerzas “activas” y “pasivas” de la sociedad, una expresión bastante singular para aludir al conjunto de las clases sociales, que en la definición se convierten en otras tantas “fuerzas”, o sea, lugares o puntos donde pueden actualmente o potencialmente originarse otros “tirones”.

Por lo tanto, la realidad social es pensada por Gramsci como una realidad de carácter esencialmente práctico, donde momentos de actividad y de pasividad se entrelazan y superponen por razones que se pueden en cada ocasión investigar y explicar (p. ej., la tradicional pasividad política de los campesinos), y se alternan de manera contradictoria (por lo cual existe la activación de una fuerza que lleva a una serie de “tirones”, es decir, que esta fuerza intenta salir de su condición de subordinación política y social). En este marco, los “revolucionarios” deben hacerse cargo de manera consciente de este carácter práctico y conflictivo, es decir, abierto, revolucionario, de la realidad social y, por lo tanto, volverse los intérpretes más coherentes de la historia. La conclusión política consiste en que hay que interpretar de esta manera activa, práctica, también la posición neutralista del Partido Socialista en el contexto bélico: la neutralidad no se puede pensar como el equivalente de un quedarse fuera del choque entre fuerzas a nivel nacional e internacional, porque de esta manera el partido se quedaría en una posición de pasividad, enfriaría toda su capacidad de modificar las demás fuerzas que, en contra, siguen dando “tirones”.

En este texto se puede vislumbrar lo que, mucho más tarde, sería la filosofía de la praxis. Vislumbrar, justamente, porque hasta los Cuadernos Gramsci no expresa la necesidad de reflexionar ex professo sobre la naturaleza práctica de la realidad, incluyendo en ella, y por ende en la práctica, también el pensamiento (en el sentido de las Tesis sobre Feuerbach), y por consiguiente no llega a pensar la posibilidad de una praxis que no solo no se reduzca al espíritu del idealismo, sino que sea la forma concreta, no especulativa, de ese mismo espíritu; es decir, su reducción crítica o traducción en términos político-ideológicos9.

Así se ve que la filosofía de la praxis posibilita pensar la manera en que las fuerzas sociales y políticas se identifican con la historia en cuanto revolución (es decir, de pasivas se tornan activas); y, por otro lado, permite pensar concretamente la identificación entre historia y revolución. La historia es revolución no porque sea un flujo indetenible, o, en sentido idealista, porque sea una especie de desarrollo de un principio inherente. La cuestión se desplaza, porque la identidad entre historia y revolución procede del hecho de que la realidad es práctica, es decir, un entrelazamiento abierto de relaciones prácticas, al fondo políticas, que siempre son inestables, justamente porque, en cuanto relaciones, suponen la presencia de fuerzas que todas son, al menos potencialmente, si no actualmente, activas. En otras palabras: la filosofía de la praxis implica, necesariamente, la traducción del proceso histórico en una sucesión de diferentes configuraciones de las relaciones de fuerzas en un determinado contexto nacional e internacional10.

Se trata entonces de identificar los que Gramsci llama los nudos históricos, es decir los puntos de una determinada situación, de una específica configuración de las relaciones de fuerzas, en donde algunas relaciones reciben, respecto a las demás, una relevancia decisiva para poder influir sobre el conjunto social11.

El análisis de la crisis y los nudos de las relaciones de fuerzas

En cuanto en ellos se condensa el aspecto dinámico de una situación, los nudos son los momentos que desencadenan las crisis y, al mismo tiempo, son momentos o formas de ejercicio de la hegemonía. De hecho, hegemonía y crisis nunca se pueden separar por completo: la hegemonía es siempre la gestión de una crisis latente o manifiesta, en curso o tan solo posible.

La imbricación estructural entre hegemonía y crisis se presenta, con gran claridad, en un texto intitulado Momentos de vida intensamente colectiva y unitaria en la vida del pueblo italiano del Cuaderno 9 (§103), donde Gramsci escribe:

Estos momentos, en las diversas fases históricas, pueden haber sido de distinta naturaleza, de distinto alcance e importancia nacional-popular. […] Estos momentos pueden haber tenido carácter y naturaleza distinta: guerras, revoluciones, plebiscitos, elecciones generales de especial importancia y significado. (Gramsci, 1981-2000, t. 4, p. 75).

La hegemonía está en lograr encarnar (en el sentido dicho antes) la historia, es decir, la dinámica de las relaciones de fuerzas en cuanto movimiento, desarrollo. En otras palabras, se conquista la hegemonía si se consigue colocarse desde el punto de vista de la vida nacional en su conjunto, incluyendo y gestionando los conflictos que necesariamente brotan del desnivel de poder que la hegemonía intenta instituir o consolidar. Pero, al mismo tiempo, la hegemonía supone que de los grupos sociales a los que el proyecto hegemónico se dirige, la clase dominante espera una respuesta, una forma de activa colaboración. De ahí las distintas etapas del proceso hegemónico, que son las guerras, las revoluciones, los plebiscitos, la elecciones, etc., es decir, otros tantos momentos en que el conflicto de las clases se condensa y se resuelve, se controla y se absorbe; en que, en fin, la clase dominante está obligada a pedir a las clases subalternas una respuesta a la pregunta relativa a su activa colaboración al proyecto de desarrollo de la vida nacional propuesto por la clase dirigente.

En un determinado momento, a este movimiento de control y absorción Gramsci le da un nombre específico: el de revolución pasiva. La revolución pasiva consiste en la capacidad de regular la dinámica social desencadenada por la lógica hegemónica, volviéndose parte de esta misma dinámica. De ahí el carácter contradictorio de la fórmula. En el siglo XIX la revolución pasiva es el largo ciclo de lo que en el Cuaderno 1 (§48) Gramsci llama jacobinismo de contenido (1981-2000, t. 1, p. 123), que permite a la burguesía hacerse con el poder del Estado, evitando el trauma de una revolución popular. En el siglo XX, la revolución pasiva, según la define en el Cuaderno 8 (§236), es el corporativismo fascista en cuanto parte de un proyecto de política totalitaria, que permite a la burguesía mantener el poder neutralizando la propuesta hegemónica alternativa del movimiento obrero (1981-2000, t. 3, p. 344).

En este sentido, la revolución pasiva cambia en el siglo XX su forma y su contenido respecto al siglo anterior. Si en ambos casos ella surge como contragolpe de una revolución popular la francesa y, ahora, la rusa, la situación no es la misma. En el primer caso se trataba de evitar los excesos jacobinos, pequeñoburgueses, democráticos, que brotaban desde el interior de la burguesía misma, y la respuesta fue una forma diferente –pasiva- de la misma hegemonía. Ahora, en cambio, se trata de enfrentar las consecuencias devastadoras de un desafío a la hegemonía misma de la burguesía. Este punto cambia las cosas de manera notable12. El factor desencadenante de las crisis son la guerra y la revolución de 1917, es decir, dos nudos del mismo tipo que hubo también en el pasado. La diferencia es que, por un lado, la guerra tiene unas proporciones, un alcance y una magnitud inédita; y que, por otro lado, la revolución proletaria tiene, por primera vez, éxito, logrando consolidarse en un nuevo poder estatal.

Guerra y revolución son la prueba de que otro proyecto hegemónico está listo. Este proyecto se basa en lo que Gramsci llama fenómeno sindical, una expresión en que él resume toda una serie de procesos que, por fin, con la guerra, han hecho bloque, desencadenando una crisis de hegemonía que la existencia de la Unión Soviética -a pesar de la dificultad que significa superar el nivel económico-corporativo de su estructura estatal- no permite cerrar por completo. En este sentido, la época de la posguerra se caracteriza por una serie de revoluciones pasivas a nivel regional (Estados Unidos, Italia-Europa), pero “el rasgo distintivo de la situación mundial […] es la crisis de hegemonía” (Vacca, 2017, p. 149)13.

La existencia de la crisis corresponde a la presencia viva y actual de una propuesta hegemónica alternativa a la de la burguesía. En consecuencia, el nudo de las relaciones de fuerzas habrá que analizarlo en relación con todos estos elementos: la crisis del Estado liberal y el nuevo nivel o tipo totalitario de la política; el desafío hegemónico representado por el sindicalismo; la revolución de 1917; la guerra mundial en cuanto producto del imperialismo.

La crisis del Estado liberal marca una tendencia general. Según Gramsci, el mismo desarrollo y expansión de la hegemonía burguesa a lo largo del siglo XIX empuja hacia la emergencia de otro tipo de política y, por ende, de Estado, dentro de la envoltura del Estado liberal. La entrada -aunque pasiva- de las masas populares en la esfera estatal despierta la posibilidad de que estas masas se organicen de manera autónoma, sindical. De ahí se sigue que, en el momento en que -en el siglo XX- este grado de organización alcanza una difusión nacional, los nudos se convierten en otros tantos desgarros en el tejido de la revolución pasiva liberal, porque dejan ver la presencia, de hecho, de otro tipo de ordenamiento jurídico dentro del ambiente representado por la estructura del Estado liberal; y este nuevo ordenamiento corresponde a una concreta alternativa hegemónica14.

La crisis del Estado liberal marca, como he dicho, una tendencia general. El punto de inflexión es, para Gramsci, 1871. Después de la Comuna y con el arranque del imperialismo, el rumbo de la hegemonía empieza a cambiar, en el sentido que se perfila un tipo en parte nuevo: a la necesidad de conquistar el poder, se añade -y toma cada vez más importancia- la de mantenerlo frente a las amenazas del proletariado.

La época del imperialismo, de 1871 a 1914, representa ya un momento cualitativamente diferente respecto a la edad clásica de la hegemonía burguesa. En este período, explica Gramsci entre el Cuaderno 1 (§48) y Cuaderno 13 (§7), se utiliza la expansión hacia el espacio exterior para poder reconstruir la base de la hegemonía en el espacio interior, y este hecho da comienzo a una dinámica en parte nueva, porque articula el nexo nacional/internacional como un instrumento de producción hegemónica al interior del Estado nacional (1981-2000, t. 1, p .123, t. 5, p. 22). O sea, se superpone el eje social de la hegemonía al eje nacional de la expansión colonial, creando la dicotomía entre naciones capitalistas y naciones proletarias que, a su vez, forma la base de masas tanto del anarco-sindicalismo como del nacional-socialismo (Giovanni Pascoli, Edmondo De Amicis), como, en fin, del nacionalismo tout court.15 En la expansión colonial se entrelazan y confunden, de hecho, dos dinámicas muy distintas, incluso opuestas: por un lado, el acaparamiento de las materias primas en las periferias (con la producción de amplias capas de aristocracia obrera en el centro) y, por otro lado, la idea de una emigración masiva del hombre-trabajo -como Gramsci le llama en un texto del Cuaderno 9 (§127) Gramsci 1981-2000, t. 4, p. 98- que tiene como una de sus consecuencias posibles el apoyo proletario al colonialismo de ahí surge el llamado nacional-socialismo italiano de principios del siglo XX (1981-2000, t. 4, p. 98).

Este proceso presenta, sin embargo, también otras implicaciones. Con el imperialismo, la dimensión internacional se torna inmediatamente decisiva para el poder hegemónico nacional, y el Estado nacional cambia su estructura, porque pierde gran parte de su autonomía a nivel internacional. En un texto muy importante del Cuaderno 9 (§99) Gramsci escribe: “La personalidad nacional (como la personalidad individual) es una abstracción fuera del nexo internacional (y social). La personalidad nacional expresa una distinción del complejo internacional, por lo tanto está vinculada a las relaciones internacionales” (1981-2000, t. 4, p. 70). Gracias al imperialismo, se hace evidente el hecho de que todo proceso nacionales la expresión específica, local, de un proceso global. Esta implicación del nivel nacional con el nivel mundial recibe con el imperialismo una forma concreta, una articulación política.

El imperialismo es, paradójicamente, una forma de integración mundial, que relativiza la dicotomía entre naciones proletarias y naciones capitalistas. El carácter de articulación política de las relaciones internacionales, que el imperialismo revela, pone en luz la existencia de una dinámica común hacia la reconstrucción de la hegemonía sobre una base nueva, en un contexto en que se van formando áreas de hegemonía a nivel global (en este sentido, el Risorgimento italiano es la expresión “pasiva” de relaciones internacionales, pero esto no excluye el hecho de que pueda ser una propuesta hegemónica a nivel nacional)16.

Sin embargo, en la gestión y reproducción de la propia hegemonía, la burguesía no puede evitar brindar continuamente a las clases hegemonizadas la oportunidad de formar una alternativa. Esta es una dinámica que abarca toda la edad moderna. Como señala en el Cuaderno 3 (§18), en el momento en que se empieza a desmontar el “Estado federación de clases” (Gramsci 1981-2000, t. 2, p. 30) -o sea, el Estado feudal que resulta de una pluralidad de ordenamientos jurídicos distintos y estructurado en estamentos bien definidos- y se comienza paulatinamente a delinear un bloque histórico homogéneo, unificado bajo un único régimen jurídico17, en este mismo momento tienen su punto de arranque los intentos de auto-organización por parte de las clases subalternas. Cuando estas pierden sus formas de vida feudales -formas dadas, estáticas- tienen la oportunidad de reconquistar formas de autonomía gracias al sindicalismo.

En este sentido, no hay hegemonía sin la formación, en el mismo acto, de una hegemonía alternativa potencial. El elemento nuevo que la revolución pasiva añade a esta dinámica consiste en el uso de la esfera de la privacidad (o sea, de la dimensión civil, de la sociedad civil como externa a la sociedad política) como un instrumento político para poder canalizar la capacidad de maniobra de las clases subalternas.18

Sin embargo, el conjunto formado, por un lado, por la crisis del Estado liberal y la formación de una política totalitaria, y, por otro lado, por el paso al imperialismo y la articulación política del nexo nacional/internacional, hace inevitable la producción de un vínculo nuevo entre la relación público/privado y la hegemonía. En la época de la política totalitaria el instrumento para poder controlar a la dinámica social ya no es la dimensión civil (en el sentido de una sociedad civil). La hegemonía deberá ser de nuevo tipo, porque tendrá que encarnar aquella tendencia a la superación de la dicotomía liberal-burguesa público/privado que se presenta con el sindicalismo, es decir, con la búsqueda de nuevas formas -no parlamentarias- de representación política por parte de las clases subalternas. En el presente italiano de los años 20 y 30, el corporativismo fascista intenta hacerse representante de esta tendencia: el corporativismo como, a la vez, método para la gestión de la fuerza de trabajo y nueva forma de mediación entre economía y política.19

Sobre la disgregación de un sistema hegemónico

La crisis de hegemonía tiene su origen en la existencia concomitante de una serie de condiciones actuales, que son en parte estructurales o relativamente permanentes y en parte coyunturales u ocasionales.20 La combinación en que estas condiciones producen una crisis no se puede determinar materialmente. Sin embargo, no cabe duda de que la crisis depende de la presencia de una propuesta hegemónica alternativa global, y este carácter global existe sólo si el proyecto en cuestión consigue articular, de manera coherente, todos los niveles de las relaciones de fuerzas, desde el económico-social hasta al militar, pasando por el estrictamente político. Esta articulación no es siempre, claro está, algo unívoco. Muchas veces la alternativa se perfila de manera borrosa, no del todo consciente e incluso casi sólo potencial. Sin embargo, la presencia de unas fuerzas que en la sociedad civil se organizan paulatinamente, intentando salir de su condición de subalternidad, es el principal y más importante elemento de crisis de la hegemonía dominante.

Esto llega a decir que, a pesar de las apariencias, en la dinámica hegemónica no hay espacios vacíos: la crisis no equivale a un vaciamiento o a un quitar, es decir, a una regresión a la pura fuerza. O, mejor dicho, la emergencia en primer plano de la fuerza es la manifestación de una situación de empate catastrófico entre dos fuerzas, que se enfrentan sin que una de las dos consiga prevalecer o mostrar de poder prevalecer. En este sentido, se trata de una situación muy peculiar, que no puede extenderse más allá de una fase de resolución violenta del conflicto. Esta situación de empate -que da lugar al cesarismo- no puede solucionar la crisis de hegemonía, sino de manera transitoria y provisional.21

La crisis de hegemonía consiste entonces en el hecho que una serie de dinámicas de diferentes orígenes se condensan y, de este modo, hacen visible a los ojos de las fuerzas subalternas el mismo dominio hegemónico, la existencia de la hegemonía. En el caso de la posguerra, la dinámica lenta pero continua de la política totalitaria se ha cruzado y sobrepuesto a la del imperialismo-colonialismo, que, a su vez, ha sido el principal factor de aceleración y condensación de las contradicciones en la guerra.22 La guerra ha disgregado la hegemonía en el plano nacional como en el internacional, con la crisis de las relaciones entre los Estados. El problema de la hegemonía (o sea, de su crisis), se plantea entonces sobre ambos niveles -el nacional y el geopolítico- y la clase obrera podrá ganar sólo si logra formular su propuesta en los dos planos.

Por esta razón, es un error representar la crisis hegemónica como un vacío de hegemonía, como un lugar político donde, entre un régimen hegemónico y el siguiente, aflora o se hace visible el entramado del poder que normalmente se esconde por debajo de la pátina de los discursos hegemónicos; y donde, por consiguiente, las relaciones se presentan no sólo en un estado más o menos puro, sino que ellas también pueden articularse o rearticularse nuevamente, en un vacío de determinación previa, que hace posible instituir un nuevo régimen de verdad. Esta es la posición que defiende Laclau en New Reflections on the Revolution of Our Time, cuando presenta la crisis de hegemonía como el efecto de una dislocación de la estructura, como un desajuste (maladjustment) que es irrepresentable en términos espaciales, en una palabra, como un evento (1990, p. 42). La crisis de significación, el colapso de las cadenas de la significación, equivale a un poner en cero la articulación hegemónica y a la apertura de un instante puntual de indeterminación absoluta, en el cual todo es posible.

De ahí se sigue que la crisis de hegemonía ser exclusivamente una crisis negativa, como elocuentemente explican los términos elegidos por Laclau: des-ajuste y dis-locación. Se trata pues de pensar la manera en que un orden determinado colapsa y cómo en el vacío, que de este acontecimiento resulta, una decisión puntual abre otro, nuevo y alternativo espacio de orden. Se trata de una decisión que, por esto, necesita presuponer a un sujeto, que sin embargo es un sujeto antes del momento de su sujetivación (Laclau, 2000, p .79), es decir, antes de cualquier organización de su continuidad por parte de un nuevo discurso -lo que Laclau llama mito– (Laclau, 1990, pp. 61-68).

Lo que me interesa recalcar de este modelo de explicación de la crisis hegemónica es que el colapso de lo que Laclau llama estructura (el discurso hegemónico, es decir, el sistema de significados instituidos por diferencia: el entramado de la objetividad) sólo se puede pensar de manera negativa. En sentido riguroso, ese colapso equivale a un vaciamiento, y es por esto que la decisión se hace posible.23

En términos gramscianos hay que pensar de manera muy diferente. En primer lugar, el colapso de un discurso hegemónico es más bien representado como una disgregación. Es decir, un discurso hegemónico siempre es un conjunto más o menos estable de discursos diferentes, a los cuales se consigue dar un orden determinado por un objetivo general. En este sentido, sería más correcto hablar siempre de un sistema hegemónico, para aludir a su carácter complejo y relativamente inestable. En segundo lugar, si se trata de una disgregación, la disrupción de un sistema hegemónico no deja aflorar sino sus pedazos, que son también ellos siempre proyectos hegemónicos que habían quedado subordinados al proyecto dominante. Estos pedazos no son necesariamente proyectos hegemónicos globales; de hecho, su subalternidad respecto al discurso dominante deriva de su escasa o insuficiente capacidad de universalizarse, es decir, de no haber formulado una posición coherente para todas las cuestiones cruciales de la vida nacional y de su proyección internacional. En tercer lugar, la crisis, es decir, la disgregación del sistema hegemónico, se determina por la elaboración de un sistema alternativo, en el sentido de un sistema global, que se presenta como alternativa total al pre-existente. El proyecto hegemónico es pues una visión de lo que es la civilización en todos sus aspectos.

Estas consideraciones se desprenden de un texto clave, escrito por Gramsci en el Cuaderno 13 (§23) bajo el título Observaciones sobre algunos aspectos de la estructura de los partidos políticos en periodos de crisis orgánica. La primera parte de este parágrafo, que reproducimos a continuación, se basa sobre una versión anterior (en el Cuaderno 4, §69) que se titulaba Sobre los partidos y que en la presente redacción resulta profundamente ampliada y enriquecida, dado que sólo ahora el tema de la crisis orgánica aparece con fuerza:

En cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, o sea que los partidos tradicionales en aquella determinada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. […] ¿Cómo se crean estas situaciones de oposición entre representantes y representados, que del terreno de los partidos (organizaciones de partido en sentido estricto, campo electoral-parlamentario, organización periodística) se refleja en todo el organismo estatal, reforzando la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública? En cada país el proceso es distinto, si bien el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce ya sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas (como la guerra), o porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeñoburgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución. Se habla de crisis de autoridad y esto precisamente es la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjunto. (Gramsci 1981-2000, t. 5, p. 52).

También en esta versión el centro de gravedad del texto reside en la vida de los partidos políticos y en la dinámica de su crisis. Sin embargo, se precisa que esta crisis, cuya forma general es dada por la separación y el conflicto entre representantes y representados (a nivel de partido como de Estado), se debe al hecho que las masas de los gobernados han entrado en una dinámica incompatible con la lógica que hasta la fecha ha sustentado las relaciones de fuerzas al interior del Estado. Esto puede pasar por varias razones. Lo que cuenta es sin embargo el hecho que, las clases dirigentes viéndose obligadas a involucrar las masas de manera activa (véase a este propósito el pasaje del Cuaderno 9, (§103) citado en el tercer apartado de este artículo), les ofrecen la posibilidad de potenciar su propio discurso hegemónico. De ahí que la crisis de hegemonía no se puede pensar como el cese de una creencia (p. ej. la creencia en la autoridad), sino todo lo contrario, este mismo cese es la expresión exterior de la formación de una alternativa hegemónica concreta.

Hegemonía, ideología y sentido común: la visibilidad de las hegemonías alternativas

Lo antes dicho nos lleva a considerar la relación entre hegemonía, ideología y sentido común. En efecto, si la hegemonía es una actividad que se ejerce sobre otros niveles, subordinados y parciales, de hegemonía, ¿qué son, donde se ubican y qué función tienen en este sistema la ideología y el sentido común? No es esta la ocasión para discutir detenidamente la extensión semántica de estas expresiones en los Cuadernos de la cárcel.24 Me limitaré aquí a dar unas indicaciones sobre lo que, en mi opinión, es la orientación fundamental del pensamiento de Gramsci al respecto.

El sentido común, exactamente como la filosofía profesional, son ideologías, es decir maneras más o menos coherentes y efectivas de organizar una visión del mundo. El sentido común, según el tratamiento que Gramsci hace en el Cuaderno 11 (§12) es entonces una actividad ideológica que se caracteriza por la falta de coherencia y efectividad en su labor de organización de la visión del mundo de los grupos sociales que se encuentran en cada ocasión inmersos en él (Gramsci 1981-2000, t. 4, pp. 256-58).

Sin embargo, el sentido común, en cuanto es una forma de ideología, no carece del todo de actividad: es un conjunto de creencias, opiniones, etc. en donde la pasividad y la actividad se entrelazan siempre. En un cierto sentido, se puede definir como un umbral entre el discurso coherente de la filosofía y los elementos dispersos que forman parte del sentido común. Estos elementos son de varios tipos: religión y folklore fundamentalmente; pero, aparte de eso, también ideas políticas, científicas, filosóficas, etcétera. Los elementos del sentido común tienen entonces orígenes muy diferentes: la religión y el folklore forman parte de la cultura popular, las ideas políticas no necesariamente, y las ideas científicas y filosóficas necesariamente nacen fuera de la cultura popular. Sin embargo, todos estos elementos se convierten en componentes del sentido común, en la medida en que se encuentran bajo el mismo régimen ideológico de falta de coherencia, es decir, de falta de elaboración crítica.

Este punto resalta con gran eficacia en un pasaje del Cuaderno 11 (§12), donde Gramsci nota que lo que en realidad caracteriza el sentido común no es el origen de sus elementos, sino el carácter acrítico de su combinación, y concluye afirmando que antes que todo es indispensable hacer un “inventario” de la “infinidad de huellas” que el “proceso histórico” ha dejado en cada uno (Gramsci 1981-2000, t. 4, p. 246). Ese inventario no implica la renuncia a los elementos locales, tradicionales, de la cultura de cada uno, como p. ej. el dialecto, las canciones y los cuentos populares etc., incluso la creencias religiosas. Gramsci no quiere destruir y escribir luego sobre una página blanca. Hacer un inventario de las huellas -es decir, de los elementos dispersos que forman el entramado del sentido común- consiste en un trabajo de restitución de estos elementos a su dimensión hegemónica. Se trata, en otras palabras, de reinterpretarlos a partir de su naturaleza fundamentalmente política, histórica, reorganizándolos a partir de la perspectiva y de las necesidades de las clases subalternas, cuya ideología ellos forman. Así lo que es una ideología disgregada puede convertirse en un proyecto hegemónico.

En cuanto es un umbral entre la filosofía y una gran serie de elementos de la cultura nacional, el sentido común es un lugar de lucha y de disputa, porque es criticándolo, reformándolo y reorganizándolo que la filosofía ejerce su función, que consiste entonces en producir una visión del mundo que otorgue coherencia a la ideología de la clase dirigente y que consiga articular alrededor de esta ideología toda una constelación de formaciones ideológicas menos coherentes pero relacionadas de forma subalterna a la ideología hegemónica. Y por otro lado, en cuanto se preocupa por criticar y reformar el sentido común, la filosofía tiene una estrecha relación con la hegemonía: ejerce una función hegemónica, es parte de una actividad hegemónica más amplia, incluso ocupa en el contexto del sistema hegemónico un lugar privilegiado, que deriva del hecho de que la filosofía -en cuanto es una actividad dirigida a los problemas de la sociedad en su conjunto y, al mismo tiempo, se caracteriza por un elevado grado de abstracción- es capaz de organizar ese mismo sistema también en sus partes no filosóficas, asignando, por decirlo así, a cada una su función. En efecto, se puede decir que en el momento en que el sentido común entra en contacto con la filosofía, se ve involucrado en una dinámica de tipo hegemónico; es decir, el carácter disgregado e incoherente del sentido común es -por lo menos parcialmente y, en medida variable, acorde a la época, al país, etc.- reformulado y reformado por una actividad hegemónica.25

Esta actividad de articulación del sentido común en base a una visión del mundo marca el cambio: en sí mismo, el sentido común se caracteriza por el predominio de elementos de espontaneidad. Sin embargo, la espontaneidad es aquí el signo no de la falta de un trabajo hegemónico, sino de su carácter total o parcialmente indocumentado, donde indocumentado quiere decir nada más que en el trabajo de organización hegemónica que aparece como espontaneidad, prevalece la falta de una visión del mundo global y coherente.26 De hecho, la espontaneidad pura no existe; lo que se da es la falta de control, el carácter asistemético de la actividad ideológica que se ejerce en el sentido común, el carácter semicasual de las influencias hegemónicas que se cruzan y chocan en este vasto campo.27

Por esta razón, se puede decir que en el espacio social no hay momentos del todo exentos de hegemonía, y que una crisis orgánica no se puede pensar como la desaparición -aunque sea sólo por un instante– de toda determinación hegemónica. La crisis es más bien la desarticulación (más o menos generalizada) de una determinada estructura hegemónica. Esta desarticulación deja ver a las masas populares las virtualidades hegemónicas que en aquella estructura quedaban incluidas y subordinadas, es decir, reducidas a funciones internas de aquella y por esta razón no se dejaban visualizar.

Hay que insistir sobre esta doble implicación recíproca, entre el carácter global de la hegemonía y la visibilidad de las capas de los discursos hegemónicos subordinados. Si la fórmula hegemónica dominante es global, es decir, si se relaciona con el conjunto de las relaciones de fuerzas a nivel nacional e internacional, el carácter contingente del sistema hegemónico no aparece como tal. La visibilidad del carácter hegemónico de sus elementos coincide con su crisis, con su disgregación. Todo lo que aparecía como obvio y evidente se vuelve expresión de una determinada manera de organizar las relaciones de fuerzas.

Esta visibilidad es un hecho ideológico de gran calado: no tiene nada que ver con una idea de convicciones subjetivas o, peor aún, de sugestiones. Expresa una nueva estructura práctica que se está consolidando en la sociedad y en el Estado, y que ha llegado a un punto crítico, porque ha cuestionado el carácter natural del sistema hegemónico. En este sentido, se puede decir que la visibilidad del carácter contingente de la organización hegemónica de la relaciones de fuerzas coincide con la existencia de formas de organización autónomas de las clases subalternas, de manera que, a partir de estas organizaciones, todos los discursos hegemónicos presentes en la sociedad conocen una redistribución orgánica.

 

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