Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sujeto y trabajo

Arnold Kremer

Si uno lee la literatura social del siglo XIX, ve filmes como «Germinal», incluso a escritores de mediados de siglo XX como Elio Vittorini y la remata con la última novela de Saramago «La caverna»; si uno escucha a nuestros abuelos, casi centenarios, puede comparar las consecuencias de la segunda revolución industrial con los actuales resultados de la llamada globalización. No queremos decir que no hay nada nuevo bajo el sol sino que se confirma la tendencia del desarrollo capitalista enunciada y seguida por sus estudiosos críticos, desde «El capital» de Marx a «El imperialismo fase superior del capitalismo» de Lenin y «La integración mundial, ultima etapa del imperialismo» de Silvio Frondizi.

Empero la literatura tiene la ventaja de mostrar el dolor, el drama humano, psicológico, emocional, las catástrofes culturales, por encima de la lectura de un dudoso progreso justificado por las ciencias sociales.

Cierto es que frente a la escasez generalizada en el siglo XIX ha sido justo que Marx viese en el desarrollo capitalista, la acumulación de riqueza amasada en sangre que sería, no obstante, la base material imprescindible para pensar en una sociedad igualitaria. Sin embargo eso ya no parecía creíble a la segunda mitad del siglo XX a pesar que nosotros lo queríamos creer. Porque ese » queríamos creer» explica las revueltas mundiales de los sesentas, precisamente más fuertes en las generaciones de jóvenes bien alimentados, sea allá el mayo francés, acullá la primavera de Praga, ahí la masacre de Tlatelolco o aquí cordobazo llevado a cabo por las clases sociales populares, que habíamos disfrutado de la niñez peronista. Las cargas de caballería, los tanques, los gases, los garrotes y las ametralladoras nos demostraron que ya no era creíble, si alguna vez lo fue.

El hilo conductor en estos casi dos siglos ha sido el conflicto entre capital y trabajo, confrontación antagónica, irreconciliable por su propia naturaleza. Una historia tinta en sangre que puso la impronta sobre la historia de la vida del pueblo y está registrada en toneladas de páginas, en las ciencias, las artes y en la memoria colectiva. Un tema monumental, por cierto, del que aquí solo me propongo examinar la vinculación que en este proceso se ha establecido entre trabajo y sujeto, entre trabajo e identidad y cómo la historia de la modernidad – que es la historia del capitalismo – desarrolló una relación ambigua entre el culto y la humillación al trabajo. Desafortunadamente, el marxismo no escapó a esa influencia. Culto como forjador de la esencia humana y humillación en sus divisiones en jerarquías variables según exigencias de cada época, partiendo de aquella primogénita separación entre trabajo manual e intelectual y demás subdivisiones de acuerdo a las necesidades del mercado, incluso el socialista..

Hoy es evidente que el folleto de Engels «El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre» estuvo muy influido por el darvinismo, y un materialismo lineal que le atribuyó solo al trabajo la conformación de la conciencia y el lenguaje, otorgándole a la subjetividad una subordinación pasiva. De esa influencia entre un economicismo indeseado y un biologismo insospechado, debido al prestigio de las ciencias naturales en aquel siglo, viene la concepción marxista oficial que supone un sujeto sustancial, originado por las fuerzas productivas, materializado en el trabajador. En efecto: así como la evolución de las especies basada en la supuesta, al menos hoy cuestionada, supremacía de los más fuertes, la evolución del trabajo de sus formas presumiblemente menores a las mayores, artesanales a industriales, antiguas a modernas, etc. desarrollaría la clase social llamada a ser la emancipadora de la humanidad: los obreros industriales. El proceso industrial sería irreversible puesto que se identificaba acumulación y concentración capitalista con centralización productiva física..

La temprana descentralización productiva

Sin embargo, ya desde principios y a lo largo de toda la década del sesenta, pico más alto de la industrialización en Argentina, desde los sindicatos empezamos a lidiar con un nuevo enemigo: el contratista. Muchos luchadores de aquella época recordarán conmigo a alguien que quizás habían olvidado. ¿Quién era el contratista? ¿Quiénes eran? Fueron los villanos menores frente al gran explotador empresario cuando las grandes empresas comenzaron a derivar parte de su producción a «terceros» hoy llamados «proveedores»

Esto no había sido siempre así. Por el contrario, en el momento de su apogeo la industria tendía a producir en sus plantas prácticamente todos los elementos que componían su mercancía. Partía literalmente de la materia prima la que a su vez era perfectamente definida. . Por ejemplo, si tomamos un frigorífico de la década del treinta, era fama que de la vaca solo se perdía el mugido. Todo lo demás se manufacturaba directamente en sus instalaciones. Los frigoríficos tenían hasta sus propios talleres, la «tachería», por ejemplo, en donde fabricaban las latas en que se envasaban los picadillos y otros derivados de la carne. La racionalidad inglesa llegaba al extremo del aprovechamiento de destinar un par de carpinteros solo para que se dedicasen a desarmar los cajones de embalajes de maquinarias y otros insumos. recibidas, seleccionar la madera, y depositarla en orden para usos posteriores

Esa indiscutida racionalidad técnica que lograba el máximo de productividad frente a las formas anteriores y en la que Marx advierte la posibilidad de la creación de la base material para el comunismo tenía – como se sabe – una contradicción irreconciliable: la forma social de la producción con el carácter privado de la apropiación. Asimismo, al agrupar a los trabajadores en grandes establecimientos los capitalistas por un lado lograban la máxima eficiencia y por otro, a su pesar, fortalecían a su antagonista. En esas condiciones, al momento mayor de industrialización se correspondió el momento de mayor fuerza del movimiento obrero. Los estados de bienestar y los propios estados socialistas como reflejo de esa fortaleza. .

Por otro lado bajo la supuesta ley de la dialéctica de la transformación de la cantidad en calidad, se había desarrollado la idea que a mayor concentración humana volcada a un colectivo orgánico, mayor eficiencia y racionalidad. Esta ley supuestamente objetiva que a su vez acrecentaría cada vez más la fuerza del movimiento obrero, llevó a afirmar que el capitalismo monopolista sería el último peldaño de desarrollo después del cual sólo cabría el socialismo como un nuevo momento de la ley del «progreso por saltos». De ahí que los estados socialistas no dejaran en pie ni un modesto kiosco y crearan esos monumentales complejos administrativos o productivos que fueron caracterizándose por su falta de agilidad para adaptarse a la vida misma. Otro tanto ocurría con los estados de bienestar dándoles, sin querer, amañados argumentos al liberalismo, es decir al mercado, siempre en acecho a la maximización de las ganancias.

Pero parece ser que los capitalistas, atenazados entre la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y el progresivo poder de los sindicatos, estudiaron mejor que los marxistas a Hegel y comprendieron más rápidamente que existe, en cada situación, un punto que podría denominarse óptimo de concentración de personas organizadas. Dicho de otra manera y visto al menos desde la eficiencia, la actividad colectiva es superior a la individual, pero en determinado punto de crecimiento cuantitativo el proceso se altera y es como si empezara a retroceder. El ente se transforma en un paquidermo de lenta reacción. La pedagogía lo había desarrollado al encontrar el número óptimo de participantes a una clase: no menos de tantos y no más de tantos.

Por eso es que la ruptura con el llamado fordismo tiene varias causas. Por un lado las nuevas necesidades de la velocidad de circulación de la mercancía y las distintas formas que va adoptando la acumulación del capital siempre acosado por la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Por otro las especificidades del matrimonio entre la ciencia y el mercado desplegando la tecnología casi como un fin en sí mismo; pero por otro y sin dejar de señalar las interinfluencias, la necesidad de desarmar al movimiento sindical.

Y este proceso viene de lejos, fue paulatino y sus saltos estuvieron condicionados por la propia competencia capitalista y por la lucha política creando nuevas situaciones. Ahora se nos aparece como si hubiera salido de la nada. Como si de un día para otro la industria se desconcentrará Peor aún, como si ya no hubiera manos que produjeran. Como si los bienes de uso salieran milagrosamente por los ventanales de los grandes edificios administrativos, abandonaran el aire acondicionado, las moquetas y los ordenadores, se empacaran solos, volaran a los supermercados, y formaran fila en las estanterías a la espera de los alienados consumidores. Bien es cierto que los cambios tecnológicos han reducido la mano de obra empleada y esa es una de las causas de la desocupación. Pero ocurre que la tremenda agresión del desempleo relativiza un problema tanto o más grave: el deterioro de las condiciones de trabajo de la calidad de vida y del salario. Así se da la paradoja que en medio del aumento de la desocupación, los ocupados trabajan más intensamente y mayor tiempo.

Porque para el capitalismo, la llamada tercera revolución industrial – que los soviéticos anunciaban como la «revolución científico-técnica» y pensaban liberar, implantando por la vía pacífica el socialismo universal – ha sido una revolución para nada progresista. Revolución no suficientemente analizada por los marxistas. La revolución fue de contenido y de forma pero no de esencia. Se desarrollaron las técnicas a punto tal de transformarse en tecnología, se concentró la investigación a la que se la separó de la producción, se descentralizó el aparato propiamente productivo dispersando la mano de obra para darse el siguiente cuadro: a una hiper concentración del capital como nunca vista en la historia, se corresponde una descentralización productiva, tanto en instalaciones nómades, como en la distribución en cientos de micro fabricantes. Hasta los edificios son prefabricados, transportables. A este proceso suele llamársele desindustrialización

Nueva forma productiva para un mismo modo de producción

Cuestión de palabras, en todo caso podría llamarse neoindustrialización o pos industrialización, pues mientras ayer este proceso consistió en concentrar los trabajadores en grandes establecimientos sacando la gente de sus lugares naturales, destruyendo economías «primitivas», trabajos domiciliarios y todo eso que se ha conocido y que la literatura registra a veces hasta con nostalgia, hoy se reciclan los grandes edificios industriales para usos comerciales, en el mejor de los casos culturales y se desmenuza la producción en cientos de unidades, en partes de las cuales un número importante son trabajos domiciliarios.

Y eso – como dije más arriba – en el caso de nuestro país data de hace casi cincuenta años. . Poco a poco las empresas empezaron a mandar a hacer afuera las piezas secundarias de sus producciones. Y ese afuera eran talleres chicos en los que la debilidad de la fuerza sindical posibilitaba que esos pequeños patrones – las PYMES tan caras a los PC – pagaran menos salarios y en condiciones inferiores de trabajo. Cierto es también que obtenían menos plusvalía y eran aherrojados por los grandes. Pero para los trabajadores de la gran industria, incluso la imperialista, esos contratistas representaban el enemigo directo y sus trabajadores los esquiroles del movimiento obrero.

Con los años, las empresas despedían personal y se daba la paradoja de obreros que recibían una fuerte indemnización por despidos, compraban una máquina y pasaban a ser contratistas de la misma empresa. En muchos casos los patrones sumaron a las indemnizaciones préstamos para maquinaria con lo que finalmente los trabajadores que se habían especializado en la propia fábrica, hacían el mismo trabajo por cuenta propia, quizás ganando un poco más, trabajando más, pero sintiéndose emancipados..

Se puede observar entonces un proceso desde el inicio de la industrialización, en los albores del capitalismo, hasta nuestros días que recorre una gran parábola. En su parte ascendente la industria arranca cada vez más a la gente, hombres y mujeres, de sus hogares, los concentra en la producción y los proletariza. En las cercanías de las fábricas se establecían los conglomerados obreros y, de conjunto era como si las dos clases en pugna, el proletariado y la burguesía se alinearan ordenando sus divisiones para la guerra de clases. Sin embargo, llegado a ese punto y con centenares de combates y batallas, ganadas, perdidas o empatadas, el proceso comienza a invertirse en curva descendente hasta que las grandes instalaciones son demolidas o recicladas y los trabajadores se dispersan cada vez más en nuevos hogares, en las villas o entremezclados con la clase media para la producción domiciliaria. Práctica esta que – además de desarticular las fuerzas del trabajo – no solo implica un deterioro de las condiciones laborales y de salarios sino que extiende la explotación directa a la familia, puesto que para cumplir los pedidos y al costo requerido, los trabajadores, convertidos en cuentapropistas o autónomos, suelen con harta frecuencia incluir a sus cónyuges y sus niños en las fabricaciones.

Lo notable, realmente notable y muy lamentable, es que este proceso se dio sin que el movimiento obrero lo registrara como peligrosa tendencia y posterior magnitud. En realidad no se lo quería ver. Todavía no se lo quiere ver porque de verlo con profundidad nos haría reconsiderar todo el concepto del sindicalismo y de la propia lucha emancipadora de la clase trabajadora. Pero sobretodo porque la relación entre existencia y conciencia no es lo lineal con que se ha presentado. En términos de saberes populares suele decirse que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

En efecto. Fue tal al esquematización de la teoría social fundada en el siglo XIX apoyada en el portentoso desarrollo de las ciencias, que se estableció la idea de la conciencia como algo irreversible, soberbia, tan soberbia como ese pensamiento cientificista que niega la existencia de aquello que no comprende o que está fuera de sus presupuestos. Este el modo que la conciencia «precede» a la existencia. La realidad que no obedece a la teoría no existe, a lo sumo es la excepción, la anomalía.

Por lo tanto para esa conciencia de lo real, esas pequeñas derivaciones hacia los hogares – que estaban destrozando las fuerzas organizadas del trabajo – eran subproductos, excepciones sin importancia, intrascendentes, ya que no se correspondían a la teoría de la racionalidad capitalista. La industria seguía siendo la gran industria y proletarios solo podían ser los de los trabajadores de las grandes fábricas, porque así estaba escrito en los textos. . Esos contratistas, obreros pequeño aburguesados no contaban en las leyes del desarrollo social. A lo sumo como aliados circunstanciales en la lucha antiimperialista y serían finalmente barridos por el socialismo. No es necesario aclarar que por su parte esos obreros pequeño aburguesados se la creyeron y alimentaron el prejuicio. Eran «patrones», hombres libres, emancipados de la «esclavitud asalariada». En el caso de Argentina hubo que esperar el menemismo para crear la expresión «esclavos autónomos» que es la que corresponde sin ironías.

Anotemos bien aquí que estos cambios en los procesos productivos no se deben a una sola causa objetiva, la económica o la científico técnica. La lucha del movimiento obrero ha obrado con una determinación subjetiva no menos importante. Nadie puede asegurar que de no haber existido semejante fuerza sindical y política la conversión hubiera sido la misma. Y anotémoslo bien, puesto que ello nos da pié para pensar en las posibilidades de la potencia «material» de la subjetividad para modificar las supuestas leyes objetivas.

El sujeto sustancial

Ahora bien, la concepción de un sujeto sustancial, emánente del desarrollo de las fuerzas productivas y del mito del progreso, fijaba los siguientes presupuestos: («Presuponer» invita a pensar que la conciencia precede a la existencia. )

El carácter social de la producción industrial genera la conciencia colectiva, base del socialismo. Corolario por lógica formal: otros sectores sociales, campesinos, artesanos, autónomos, etc., no podría «engendrar» conciencia socialista, deberían ser «arrastrados» por el proletariado.

La disciplina fabril favorece la disciplina colectiva

La plusvalía, que expresa el concepto preciso de explotación, diferenciado pero no antagónico al de opresión, produce una contradicción innegociable puesto que la eliminación de la plusvalía solo es posible con la eliminación del capitalismo..

La única clase explotada es el proletariado. Las demás clases populares sufren la opresión. Las opresiones pueden ser negociables y hasta resueltas sin cambiar el sistema. La explotación no puede resolverse sin cambio revolucionario. Por lo tanto la única clase revolucionaria tiene que ser la obrera.

La concentración posibilita el cambio de cantidad en calidad. El sujeto proletario es el único sujeto posible con una contradicción irresoluble que sólo puede resolverse por negación de los contrarios y el devenir de un nuevo sujeto: la humanidad emancipada. La alienación del trabajo asalariado, la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, niega el papel del trabajo como esencia y por ende cosifica el humano. Contradicción también antagónica.

Con estas premisas, adoptadas como leyes objetivas inalterables, como supuestamente lo era la ley de la gravedad, puede explicarse por qué los partidos comunistas, la socialdemocracia y hasta populismos que abrevaban en la doctrina marxista, aferrados a una teoría del progreso lineal, no comprendieran el fenómeno social de los sesentas los cuales, excedieron en mucho los protagonista fabriles y fueron liderados por vanguardias «pequeñoburguesas» radicalizadas. (Oprimidas pero no explotadas) Puede observarse también que los jóvenes obreros participaron más en carácter de ruptura cultural generacional que en el de obreros y, en algunos aspectos tomaban contacto con el movimiento hippie.

Porque a despecho de los presupuestos atribuidos a la conciencia, la concentración fabril, la división del trabajo, la disciplina laboral, la cultura del trabajo, apoyadas por el sistema educativo y los medios de comunicación, impusieron las imágenes identificatorias de vida del orden burgués. Ese orden burgués en épocas de expansión de mercados de economías productivas, podía adaptar a sus necesidades un obrero bien pago y con reconocimiento social para que cumpliera el rol de productor y consumidor. A su vez ese obrero industrial bien pago, pero sobre todo reconocido por su cultura laboral, orgulloso de su lugar en la sociedad moderna, en el progreso de la humanidad, ignoró la alienación, ignoró su propio carácter como mercancía y aceptó el modelo identificatorio de la burguesía, aunque en muchos casos convencido que eso era la vía al socialismo. Así puede decirse que la burguesía y el proletariado, disputándose pacífica o violentamente la distribución de la riqueza avanzaban, no obstante, juntos, aliados en la constitución de la sociedad industrial. Las demás personas pertenecientes a otros sectores sociales, muy numerosos, pero desperdigados y fuera de ese esquema, los marginados, los campesinos (la producción rural no industrializada) las mujeres no profesionales, las domésticas, los artistas, los pensadores no orgánicos, los pequeños productores, los artesanos, los cuentapropistas, los locos, los vagos, los díscolos, los delincuentes, constituían una masa considerada parasitaria, en muchos casos mayoritaria, por un lado la escoria social llamada «lumpenproletariado» y por otro restos de clases precapitalistas que, como la nobleza (y la esclavitud, no olvidarlo) estaban destinadas al «basurero de la historia». Esta es la cuota de humillación del trabajo que el marxismo oficial debe asumir .

¿Y la tan mentada y ruidosa clase media? La llamada clase media no se define ni por el lugar en la producción ni por el nivel de ingresos. La clase media es una mentalidad. Exactamente esa mentalidad de identificación con los ideales de vida burgueses adoptados y sostenidos por la propia clase obrera. La clase media es «el hombre de la calle»,. «la gente», como se acostumbra a decir ahora. La clase media es el «hombre masa», ese que se cree igual a todos y hace centro en los derechos individuales. Como mentalidad, trasciende los estamentos y clases, la componen los obreros más estables, profesionales, empleados públicos, docentes, vendedores ambulantes, comerciantes en general, y sobre todo se autodefinen como modelo. En la actualidad la clase media es una masa autoasumida como tal, como clase media, que forma la mayoría de la población, principalmente asalariada, dependiente o autónoma. Esta clase media no existía en tiempos en que Marx desarrolló sus teorías y apenas si aparece algo difusa en los textos clásicos, mezclada con la aristocracia obrera. Por lo tanto, para el marxismo oficial no ha sido digna de estudio (no existía) con lo que le dejó el campo libre a ese notable liberal que fue Ortega y Gasset. .

La jerarquía laboral como injusticia social

Esa fue la etapa del capitalismo monopolista El orgullo por el trabajo, se superponía con frecuencia a los intereses económicos y los empresarios lo alentaron y aprovecharon eficazmente. Las ciencias sociales, salvo la psicología, casi no lo registraron en sus macro estadísticas y mensuras impersonales. . Sólo las vivencias «etnológicas» por así decirlo, mostradas por algunos testimonios y por el arte la han documentado. Recuerdo en mis años de sindicalismo, en una oportunidad que teníamos un largo conflicto por el incremento del trabajo incentivado en una gran empresa del grupo Techint. Había una gran combatividad y excelente disciplina sindical. Sin embargo la empresa persistía en sus objetivos y hubo que recurrir a las medidas de fuerza. Por ejemplo, trabajo a reglamento, a desgano, disminuir la producción, lo cual se hacia inevitablemente a costa de ingresos puesto que se perdían los incentivos. Ante esto alguien propuso invertir la medida: mantener los niveles de producción que garantizaban el cobro de los plus de incentivo pero desentendiéndose de la calidad. La medida no pudo prosperar porque la mayoría de los obreros, entre quienes me cuento, preferimos perder plata antes que elaborar un producto por debajo de nuestras capacidades profesionales. Otro ejemplo es el de un soldador de la industria naval que era el delegado de sección. En una muy violenta discusión con el representante de la patronal, defendiendo un compañero que padecía de alcoholismo. En un momento el ejecutivo le dice algo así como: «Bueno, bueno, señor Lamela, Ud. habla así porque es una persona de gran responsabilidad, uno de los mejores soldadores de la empresa, una garantía para el trabajo, pero este muchacho que Ud defiende es poco serio, bla, bla…» No puede decirse que el delegado dejó la defensa del compañero, pero fue evidente el impacto de las palabras que se ajustaban a sus concepciones con respecto al trabajo, de modo tal que perdió energías en la discusión. Este delegado defendía al compañero por que era su deber sindical, pero en el fondo lo repudiaba por «lumpen» y compartía con el patrón el criterio de papel en la sociedad.

Desde luego, esta cultura del trabajo, esta manifestación de «seriedad» o «responsabilidad» ese rechazo moralista al ocio como el peor de los vicios, frente a tendencias «aventureras» de «lúmpenes» y pequeñoburgueses disociadores – en el socialismo real se los llamaba «inadaptados sociales» – era parte importante de las consideraciones que signaban a la clase obrera como la única capaz de establecer y llevar a la práctica los parámetros de la nueva sociedad. Y eso tenía su lógica, sólo que hoy es evidente que dichas consideraciones eran la expresión más avanzada de la moral burguesa de su época de oro, la moral protestante, la sociedad eficiente, aséptica, económica, sana, en donde el trabajo era la identidad, la esencia del hombre, no muy diferente a la planteada por Tomás Moro en la novela «Utopía» y el ocio el más grave de los pecados inmoralidades..

Uno de los problemas no menores de esta moral burguesa decimonónica adoptada por el socialismo revolucionario y reformista es la jerarquización del trabajo, la reducción en su importancia sólo a los productores de «vanguardia», por así decirlo. En la Unión soviética fue paradigmático. Apología del trabajo manual, del proletario, pero siempre y cuando este sea un metalúrgico y sobre todo un tornero, ajustador o matricero. Los pobres diablos que estaban obligados a conducir tranvías, repartir correspondencia, barrer las calles, pintar paredes, limpiar vidrios, cuidar niños o ancianos etc. eran categorías inferiores. . Ni que decir la opinión social que merecía una mujer que aspirara solo a ser madre y cuidar su prole. El obrerismo del marxismo ruso reconocía el trabajo intelectual, después del manual y casi solo en su aspecto científico, los académicos, y dentro de estos, los de ciencias duras. Cierto es que se extendió el arte al alcance de las grandes masas. Sin embargo, además de profesionalizado, es decir desnaturalizado, se lo ubicaba en lugar subordinado y siempre ligado al mundo de la producción. Estos criterios más el dogmatismo político engendraron el célebre «realismo socialista» que no fue ni realismo ni socialista.

Merece la pena detenerse en el detalle de por qué se insistía tanto en el metalúrgico. Por una serie de reflexiones que se puede parodiar como un tratado de lógica formal: Socialismo es industrialización más ideología; industrialización, para aquella etapa, era siderurgia; Siderurgia implicaba desarrollo científico y obreros del metal; ideología implicaba sujeto portador de la misma: el obrero industrial y de este el metalúrgico y dentro del metalúrgico el tornero el ajustador o el matricero El herrero, que en última instancia es el padre de la metalurgia, pertenecía al precapitalismo, al basurero de la historia.

Conviene reiterar que para el mito del progreso la tendencia induatrializadora sería irreversible y todos los sectores marginales desaparecerían. A esa era se la ha llamado también «La cultura chimenea», porque la fábrica ponía la impronta a la cultura. El conjunto de la sociedad se ordenaba por la fábrica. Los trabajadores de cuellos blancos y servicios en general, los docentes y hasta las organizaciones empresarias se organizaban al modelo del sindicato obrero. Nótese que este se había disciplinado por la fábrica. Ese parecía el último escalón del capitalismo y para hacer el socialismo solo era cuestión de tomar el poder entendiendo como poder sólo el aparato del estado.

Pero ocurrió lo que está ocurriendo: de pronto (como hemos visto no tan de pronto) la industria se desconcentra, y los asalariados en forma de cuentapropistas pasan a ser mayoría sin tener muy claro que son asalariados, esclavos autónomos. El desempleo deja de ser, como había sido, un contingente de personas no ocupadas más o menos controlable para regular el salario con la oferta y demanda, para transformarse en estructural y creciente. Los marginados no son ya el «lumpenproletariado» compuesto por inadaptados sociales, sino los que «perdieron», los que «sobran», están de más. Las profesiones deterioran su calidad por la interminable división del trabajo en cientos de ridículas y alienantes, pero eficaces, subdivisiones. Esta fragmentación establece especializaciones que requieren mucho menores conocimientos que las anteriores pero que no se sabe bien por que misterioso milagro, dejan la ilusión de una mayor capacitación o que hay que ser más inteligentes para ejecutarlas. El mayor de los absurdos, no sólo no resiste la evidencia práctica sino que tampoco resiste la lógica. La informática ha simplificado geométricamente la producción, por lo tanto las tareas son mucho más sencillas y requieren menos inteligencia. Sin embargo el mito de la capacitación como solución al problema del desempleo actúa como una eficaz zanahoria delante del hocico. Una de las más burdas estafas. Ni siquiera puede admitirse que es un error de apreciación, de cálculo, es una grosera mentira. Porque la actual capacitación consiste en darle al futuro empleado unas nociones técnicas sobre sus tareas específicas pero lo fundamental es la preparación de tipo psicologico-social, por así decirlo, para las nuevas relaciones laborales en la que prima la competencia por sobre la cooperación. Cuando se afirma con total desparpajo, que una persona adulta, a la que llaman «vieja», está demasiado estructurada para aprender las nuevas técnicas, lo que se está diciendo es que posee demasiados lastres de una conducta laboral histórica que ay que destrozar. Dicho en criollo, son demasiado mañosos, para adaptarse a las nuevas formas de explotación.. .

Aquí hay un aspecto muy importante en la relación trabajo y capital que se oculta en la supuesta necesidad de capacitación. En pasado no solo la concentración numérica era una de las armas importantes de los trabajadores. También tenía enorme incidencia el caudal de conocimientos que trabajador era portador, sea por transmisión generacional, por escuelas o por la propia práctica industrial. En este juicio tiene poco valor el grado de «alfabetización», aunque incide, el valor esencial es lo que el cuerpo del trabajador poseía, no ya los meros brazos portadores de la «fuerza de trabajo», sino lo que esos brazos sabían hacer y no eran fácilmente reemplazables. Un herrero, carpintero, tornero, matambrero, albañil, etc significaba años de «entrenamiento» , como desdeñosamente la pedagogía norteamericana clasificaban las virtudes manuales para diferenciarlas de los conocimientos «intelectuales». Sin embargo ya Spinosa afirmaba que no es el cerebro el que piensa sino el cuerpo. El propio Marx había dicho algo así como «el hombre piensa porque tiene manos» No pocas huelgas se ganaron porque los trabajadores de esas industrias eran difíciles de remplazar.

Desafortunadamente hasta los propios sindicatos suelen no tener en cuenta esto y caer en la trampa de la supuesta capacitación como solucionadora del desempleo. El sindicalismo, instrumento de la era industrial, organizado como correspondía a aquellas pautas, o sea por rama de la industria, con sus huestes acantonadas en el propio interior de las fabricas, se vuelve impotente cuando los asalariados se dispersan en miles de domicilios y los concentrados son cada vez menos numéricamente, menos capacitados, menos indispensables a punto tal que ya son el componente más fácilmente renovable del proceso productivo. . La huelga, como instrumento principal de lucha en aquellos tiempos en que la mano de obra no era tan fácilmente renovable , es hoy un arma mellada y no será posible concebir otras armas si no se reconoce este cuadro de situación. Si no se reconoce que la organización sindical tradicional es obsoleta para enfrentar la actual organización del mundo patronal, los sindicatos están condenados a una creciente defensiva sin posibilidades de retomar la ofensiva. Si la fabrica se ha descentralizado y el capital se ha concentrado como nunca, habrá que pensar en una organización sindical capaz de enfrentar este nuevo proceso. Pensar que quizás no sirva más la organización piramidal concebida a la imagen de la rama de la industria, sino tal vez en forma de red intentando una total concentración de los objetivos comunes de todos los trabajadores, de todos, no de los «industriales» de todos, sin excepción con una descentralización de las estructuras que permitan actuar con eficacia en cada situación. No estoy proponiendo nada concreto, porque no podría hacerlo desde este teclado. Simplemente sugiero ejes posibles de debate para enfrentar los problemas concretos en situaciones concretas.

Pero este enfrentamiento cotidiano a la explotación responderá solo a la necesidad y no a la libertad si no va impregnado de una praxis liberadora. Debe contener en cada particularidad su universal, su creación de legitima igualdad. En esa búsqueda es fundamental una radical critica a la apología del trabajo como «esencia», la que llevó a su odiosa jerarquización y esta es fuente de desigualdad, casi tanto como la económica. El conocido adagio «no solo de pan vive el hombre» no es una trivialidad. La sociedad no es desigual solo por diferencias de ingresos económicos. Lo es también por diferencias jerárquicas como lo era la sociedad medieval en donde frecuentemente un noble poseía menos riquezas que un mercader y sin embargo era socialmente superior. . Desde luego que la mayor parte de las veces esos privilegios por categorías sociales van acompañados de ventajas económicas y de este modo ambas categorías se interinfluyen. Y así como el republicanismo burgués reprodujo los títulos nobiliarios en los títulos académicos, el socialismo repite la fórmula con las jerarquizaciones en el trabajo. Por eso es que aunque se hubiera buscado y aplicado la igualdad en la distribución de recursos, la sociedad socialista no podía ser igualitaria desde el punto de vista de la emancipación humana

Es posible admitir cierta diferencia en los ingresos ya que no todas las personas desean lo mismo ni tienen las mismas necesidades. Después de todo la fórmula del comunismo era : «de cada cual según sus posibilidades y a cada cual sus necesidades» El igualitarismo aritmético es una expresión infantil de comunismo. Una persona come más que otra, la que vive en el trópico necesita menos ropa o calefacción que la que vive cerca de los polos y así hasta el infinito. Del mismo modo el deseo laboral u ocupacional. ¿Quién dijo que a alguien no le puede gustar más ser taxista que ingeniero o cuidar niños en vez de diseñar muebles?. Alguien puede desear trabajar de tenedor de libros porque es más aliviado físicamente que de albañil, mientras otro quiere ser agricultor porque le gusta andar al sol.

El problema es que la desigualdad pasa por la jerarquizaron del trabajo. Si cuidar niños tuviese la misma consideración social y humana que diseñar edificios, ser docente, médico o decorador, etc., independientemente de los ingresos en cada caso, no habría desigualdad sino diferencias de lo múltiple.

Ahora bien, si seguimos adoptando la idea de un sujeto sustancial, es decir el que surge de la práctica laboral, concretamente el proletario y a la vez continuamos estableciendo las jerarquías señaladas en las diversas actividades humanas, el comunismo sería un contrasentido, una imposibilidad lógica: ayer en la sociedad soviética el tornero era superior al barrendero; hoy lo sería el informático. Para pensar la igualdad hay que pensar las personas en carácter de tales, en el sentido del ser, de seres sociales. La persona es María o Luis, tío, amigo, madre, padre, compañero, vecino. María trabaja de psicóloga, no «es» psicóloga, trabaja como psicóloga y «es» María. Luis trabaja de barrendero, no «es» barrendero, «es» Luis Extraordinaria ventaja nos da nuestra lengua que puede diferenciar el ser del estar. Porque deberíamos decir: María «está» psicóloga, es lo que está haciendo solo determinadas horas del día. ¿Nos hemos detenido alguna vez a observar esta absurda paradoja? María, que seis horas de cinco días de la semana trabaja de psicóloga, se encuentra en una reunión social con Luis y dirá muy naturalmente yo «soy» psicóloga. María regresa a su casa y todos los días limpia los baños, cambia pañales a los niños, barre los pisos y lava la ropa, es decir tareas muy parecidas a las de Luis. A su vez Luis, que todos los días durante seis u ocho horas barre las calles, regresa a su casa y toca el clarinete, pinta o cría palomas de raza. Pero en la reunión dirá a su vez: «Yo «soy» barrendero». Por eso, la igualdad pasa porque un barrendero tiene el mismo valor social que un psicólogo. En todo caso seria materia de discusión su valor económico, si de economía se tratase y en el sentido de cuánto cuesta a la comunidad la formación profesional de una u otra actividad. Pero como personas, como sujetos son iguales.

Sin embargo estas jerarquizaciones que criticamos no han sido caprichosas, provienen de una jerarquización del conocimiento y la visión unidimensional de la vida misma que se espanta ante lo múltiple, lo diferente y responde con valorizaciones identificatorias. No acepta que Luis, el barrendero no es «superior» ni «inferior» a María, es diferente. No admite que una persona pueda sentirse bien con una actitud más contemplativa ante las cosas, ante la vida, que otra que se sentirá bien en la investigación a fondo. Son diferentes. Ambos incursionan por vías distintas en la conciencia social. Porque Luis barrendero puede poseer conocimientos «mayores» que los de María psicóloga o «menores», pues quien lo dice. Lo que vale es Luis como sujeto constituyente de cada situación, como persona, como ser social, fiel al deseo, fiel a la libertad.

La «subjetivación» del sujeto»

Podemos comprobar hoy que la posición de privilegios no pasa solo por la acumulación de dinero sino también por la apropiación del saber, por supuesto científico. Y precisamente el saber conlleva apropiación de riquezas. Y no cabe dudas que es así. Ante esta evidencia, surgen tendencias desde el movimiento emancipador, desde muchos pensadores y sujetos sociales preocupados por la renovación del marxismo como teoría de liberación, que proponen redirigir la lucha de clases hacia la disputa de esos conocimientos. Se argumenta que, siendo hoy el conocimiento – el conocimiento científico – el factor principal de producción de riqueza, los detentores de dicho conocimiento serian el actual sujeto como ayer lo fue el productor manual. Esta línea de pensamiento no logra superar la noción de un sujeto sustancial, que deviene el desarrollo de las fuerzas productivas y por lo tanto nos llevaría a un nuevo callejón sin salida.

En primer lugar porque este juicio habla de un «nuevo» productor de conocimiento ignorando el insoslayable aporte del trabajador al conocimiento. Conocimientos constituidos por saberes heredados o adquiridos, pero sobre todo por la ejecución del único modo acabado de conocer: la investigación. La investigación, sí, solo que en vez de un plan predeterminado sobre una currícula teórica sé hacia sustancialmente en el propio proceso de producción donde cada individuo, desde el ingeniero jefe hasta el lingador, frecuentemente semianalfabeto, peón en la penúltima escala del salario, aportaba su cuota experimental al progreso tecnológico.

Repito, porque es necesario detenerse en este punto. No hago hincapié en el tornero, quien por saber dos o tres operaciones algebraicas que aprendió en la escuela técnica o las saca directamente del manual, para calcular los engranajes de una rosca pretende una «inteligencia» superior y. está más cerca de nuestros actuales «trabajadores del conocimiento». Hago hincapié exactamente en el peón, el menos calificado de los obreros porque los saberes que él aporta aparentan ser los más lejanos a los que producen la universidades. Me veo obligado a distraer al lector con un ejemplo: Cuando la industria construye un puente grúa, por tomar un caso, semejante maquinaria es diseñada por los ingenieros que extraen sus conocimientos de los acumulados por todos los antecesores y aportan su creatividad inventando algún nuevo modelo. Pero eso tiene que realizarse, tanto construirse como probarse su uso. Hasta el fin de este proceso no puede decirse que se sabe. Entre los problemas no menores a resolver, está la propia construcción, de acuerdo a los recursos disponibles. El tablero de dibujo o la actual computadora prevé todo lo previsible pero si hay creación hay elementos desconocidos, hay algo no previsible, hay un nuevo saber que devendrá del enfrentamiento experimental. Si se tratara de una pieza de cerámica, el diseñador lo ejecutaría con sus propias manos y aun asi, estaría experimentando, es decir diseñando, teorizando, hasta el acabado. Pero como se trata de una obra colectiva hay que imaginarse centenares de manos que experimentan, prueban, se equivocan, vuelven a probar, se golpean, se lastiman, salen callos….. Y cuando decimos manos decimos cuerpos, no solamente una pretenciosa maquinilla llamada cerebro. No son poco importantes en las fases constructiva de nuestro ejemplo los momentos en que a esa monstruosa construcción prefabricada hay que darla vuelta para trabajarla del otro lado. . Ello se lleva a cabo mediante poderosas grúas y un observador superficial se quedará con la boca abierta al ver como esas ingenios mecánicos hacen girar la bestia. Sin embargo quien está en la intimidad de las operaciones sabe que en esa delicada maniobra es tan grave la destreza del los gruistas como especialmente la de los lingadores para hacer las ataduras en los sitios exactos. Un error puede causar un desastre. Desde luego que un ingeniero dirige la maniobra y se hace responsable (no siempre) pero este hombre le reza a San Ingeniero para que no se vayan a equivocar los peones lingadores. Y también es cierto que hay ingenieros que pueden realizar ellos mismos la maniobra, pero en ese caso, tal conocimiento no provino del análisis lógico previsible sino de haber puesto y poner el cuerpo en la tarea..

¿Y qué conocimientos tan irremplazables posee el lingador? ¿En qué escuela los aprendió? ¿ Por qué ni el ingeniero ni nuestro orgulloso tornero lo pueden reemplazar? Porque este hombre posee el conocimiento del cuerpo que piensa. Porque ha ido experimentando y experimenta tanto en forma directa como indirecta. Es decir, no por casualidad los mejores lingadores venían del campo, de tareas agropecuarias y traían una serie de saberes impregnados en el cuerpo constituidos como teoría no «racional» por así decirlo, que los hacia más aptos para esa tarea. Por algo había lingadores buenos y malos. Sin embargo ni la patronal ni los sindicatos, dirigidos la más de las veces por obreros «calificados» se preocuparon demasiado por una compensación económica acorde. Si a esto le agregamos que por lo general estos operarios eran «cabecitas» cualquier argentino sano comprenderá de inmediato..

Desde luego, durante el auge industrial y el éxodo del campo a la ciudad, sobraban campesinos para hacer de lingadores y escaseaban los torneros y en ello radica la descalificación de la tarea. Por raro que parezca y por más que se crea un exabrupto, pensemos que no es muy diferente que en la actualidad. Sobran las personas con estudios terciarios de modo tal que se los puede entrenar en dos meses para hacer cualquier tarea productiva que dependa de la informática. Por lo tanto las calificaciones no están dadas, nunca los estuvieron, por la índole intrínseca de las especializaciones, por la densidad y profundidad de los saberes y conocimientos, por el esfuerzo que significa cada adquisición de los mismos, (quemarse las pestañas, horas de culo en la silla, y bla, bla, bla) como suele repetirse sin ton ni son, sino por una cuestión de oferta y demanda. Hoy un ingeniero civil maneja un taxi porque hay un arquitecto que hace su trabajo mientras un publicista realiza tareas de arquitectura.

Como queda dicho, una nueva teoría del sujeto que mantenga el criterio sustancial, necesario, inmanente del desarrollo de las fuerzas productivas, ahora llamado «trabajador intelectual», nos llevará a un nuevo callejón sin salida. Si ello se complementa con el criterio cientificista de un sujeto investigador separado del objeto de investigación, actuando impunemente, sin poner el cuerpo, ajeno a toda ética que no sea la «objetividad» del objeto de su estudio, sin involucrarse como constituyente en el problema, la encerrona histórica será completa.

Es imprescindible hacer un replanteo radical de la teoría del conocimiento lo que nos posibilitará una lectura creativa, superadora de la relación entre trabajo intelectual y manual, entre teoría y práctica. Tales divisiones existen sólo en la abstracción del análisis. El pensamiento racionalista pone el cenit en el análisis. El criterio empirista lo pone en la práctica. Y ambos procesos parecieran marchan separados suscitando interminables discusiones que recuerdan el asunto de la gallina y el huevo. Ahora se habla, cosa que no es nueva, de una «práctica teórica» y de allí estos hipotéticos nuevos sujetos sociales, los trabajadores del conocimiento.

Hay que salir de la trampa teoría-práctica, desactivar ese enciclopedismo que parece creer que conocimientos acumulados por la memoria, la escritura, el disquete o el disco rígido es la teoría. Esa acumulación es información que a veces nos informan sobre teoría y establecen lo que suele llamarse epistemología, gran palabra esta que con solo pronunciarla se terminan las discusiones. La absolutización del papel rector del cerebro como órgano del pensamiento y de todas las conductas humanas. Entender que por muy buena receta que nos den, por inteligente que seamos, para hacer un buen plato hay que quemar varios intentos.

Y en ese «quemar» está el quid de la cuestión. Porque de eso se trata, de «quemar» y sobre todo de «quemarse». Esa es la historia de la propia ciencia reconocida por los verdaderos científicos y no estos arrogantes «cientistas», creadores de la vaca loca y los «efectos no deseados», aprendices de brujos, sin el espíritu libertario de las brujas medievales, embriagados de soberbia que imaginan dominar el mundo por medio del análisis lógico previsible. . Por más promesas que nos hicieron los tecnócratas, desde Descartes en adelante, la razón no puede adelantarse a la experiencia, la razón marcha con la experiencia y a esa identidad le llamamos praxis. Así lo ha pagado la historia de la humanidad y, en nuestra búsqueda de la esencia a través de la existencia, estamos dispuestos a seguir pagando el precio de la aventura de comer del árbol del conocimiento. Repito, estamos dispuestos a seguir pagando pero a condición de blanquear la situación, de un sinceramiento, un «así son las cosas». No actuamos desde afuera, estamos involucrados porque somos constituyentes de la situación, incluso, parafraseando a Sartre, a pesar nuestro.

Es imprescindible sacudirnos de este equívoco en que nos metió la modernidad, particularmente durante la primera revolución industrial, mejor dicho su lectura iluminista, en donde creímos que el cerebro privilegiado de los James Watt, Juan Gutemberg o Jorge Stepensson fueron los milagrosos creadores. Y no lo tomo al azar, la máquina de vapor fue concebida muchísimo antes por Papín, un francés y no pudo llevarse a cabo porque en toda Francia no había un herrero capaz de construir el émbolo y el pistón con la precisión necesaria. Fueron los herreros de la más desarrollada Inglaterra quienes lo pudieron hacer y Watt se llevó la primicia.

Esta propuesta de un sujeto en base al productor de conocimientos establecería en segundo lugar una mayor y más odiosa división social entre «sabihondos» y «suicidas». En el mejor de los casos, un paternalismo por parte de los que posean el privilegio educativo formativo o especiales aptitudes para las ciencias sobre quienes no los posean; los primeros estarán destinados a dirigir a los segundos. Aun suponiendo que se hiciera la gran revolución, ultra radical y socialista que eliminara el trabajo asalariado y la propiedad privada de los bienes de producción, se establecería un nuevo tipo de clasismo entre los que saben y los que no saben.

Por eso es que ha llegado el momento de reformular el concepto e sujeto encontrando los fundamentos teóricos para actuar sobre las situaciones concretas ejercitando una crítica radical a toda la cultura del trabajo. No para negar el papel de esta vital actividad humana sino para intentar ubicarla en su justa posición junto a otras manifestaciones vitales del ser humano aunque no se dirijan a la satisfacción de las necesidades biológicas. El arte, el placer y el juego.

Y dejamos para lo ultimo algunas precisiones por no decir definiciones. Es obvio que cualquier actividad requiere «trabajo», La primera de todas el arte. Pero aquí hemos hablado del trabajo que responde a enfrentar la necesidad de la vida «biológica» Y esto no es una redundancia puesto que la vida humana excede la necesidad biológica. En tal prosecución el trabajo ha sido una maldición, una pesada carga que arrastra la humanidad desde el inicio de la civilización, la que ha costado sudor, lágrimas y sangre……pero no para todos. Después de ese larguísimo camino la capacidad de la tecnología permitiría satisfacer las necesidades vitales con poco esfuerzo humano suponiendo una sociedad igualitaria y con una revolución en los hábitos de consumo. . Pero de todos modos hay – y probablemente habrá siempre – tareas desagradables, que nadie o casi nadie desea hacer. Para ello no hay solución teórica la vista, la experimentación social será el camino de la solución en la medida que nos desprendamos de prejuicios jerárquicos. Podemos imaginar que todas las personas de la comunidad deberán aportar un tiempo de » trabajo social» por así llamarlo, del mismo modo que en ciertas culturas antiguas se trabajaba para el estado o como hoy en día se pagan los impuestos.

Será como habrá de ser, en todo caso es futuro y lo escrito en el párrafo anterior es pura imaginación solo para mostrar que es posible pensar de otra manera de la que nos ha impuesto la razón de la modernidad. Si es así, no podré ser acusado de «pecado de lesa idealismo» al sugerir un sujeto no por su «base material» por su estática sustancia social, sino por su existencia, por su praxis social en situación concreta, por su subjetividad enfrentada a la alienación del papel en la producción. Ciertamente las ciencias sociales no han logrado todavía de sistematizar un pensamiento en esa dirección a pesar de que la vida misma está sembrada de ejemplos de prácticas explorativas en tal sentido por sobre la conciencia de sus protagonista.

Por suerte la política como arte y el propio arte no se amilana y, pegados a la vida misma, enfrentan la incertidumbre con la convicción con alentadores resultados. Si nos salimos de la política espectáculo y nos introducimos en la sociedad profunda contactaremos este tipo de política que propiciamos. En el cine: «El tren de la vida», «Tierra y Libertad», «La mirada de Ulises», en la novela: «Mascaró» de Haroldo Conti, «La Caverna» de José Saramago. Lástima que para el pensamiento racionalista el arte aparezca también en el reino de la necesidad y no en el reino de la libertad.

» Yo aprendí más sobre lo que es la sociedad burguesa, el capitalismo, etc., leyendo las novelas de Balzac que con el conjunto de los historiadores, economistas e investigadores de estadísticas profesionales de su época». (Federico Engels)

(*) El autor Arnold Kremer utiliza el seudonimo de Luis Mattini. Fue dirigente del (PRT-ERP) de Argentina tras la muerte de Santucho.

arnolkremer@lafogata.org

La Fogata   http://www.lafogata.org/

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