Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Revolución Francesa y tradición marxista: una voluntad de refundación

Jacques Guilhaumou

(Actuel Marx, nº 20-Deuxième semestre 1996, Presses Universitaires de France, pp. 170-191

Desde hace unos quince años me he acostumbrado a llevar, en materia de investigación, un diario de campo. Allí dejo constancia, con más o menos regularidad, del estado de mis encuestas archivísticas, de las consideraciones metodológicas ligadas a mis campos de trabajo en curso, reflexiones problemáticas, consideraciones sobre los acontecimientos, anotaciones sobre la lectura cotidiana de la prensa, referencias literarias, visiones prospectivas, etc.[i]

El etnólogo Florence Weber señala el interés de una fuente como esta en los términos siguientes: “Este diario muestra, en cada etapa de la reflexión, las relaciones entre las hipótesis y los momentos de investigación en que han sido formuladas. Esto permitirá, en la medida de lo posible, un autoanálisis.”[ii]

En la vía así trazada, y aprovechando mi habilitación académica en 1992, empecé a reflexionar, con ayuda de los materiales personales, sobre mi propia subjetividad de investigador. Me apoyo por tanto en gran parte sobre estos materiales, citados en notas, para describir los mayores retos de mi itinerario intelectual.

De todas las repeticiones, de todas las constantes de este diario de a bordo, las más explícitas consisten en mi toma de posición a favor de la tradición marxista[iii] por un lado, y en mi distanciamiento respecto a la historiografía[iv] por otro. Mi presente reflexión busca el analizar la íntima relación entre estas dos tomas de partido en la búsqueda de una democracia actualizada bajo el prisma de una Revolución francesa siempre presente.

I. Lo más cerca del joven Marx

“Yo soy ciertamente un historiador marxista, o más exactamente, un historiador de tradición marxista. Mi mayor problema es distinguir tradición marxista y tradición historiográfica. El caso del Joven Marx es el más claro, en la medida en que François Furet ha hecho la mitad del trabajo, exagerando el lado historiográfico de Marx. Se trata por tanto de relativizar la relación del Joven Marx a la historiografía, insistiendo al tiempo en su inserción en la historia intelectual alemana y en su capacidad de traducción del lenguaje jacobino (Nota sobre mi inscripción en el marxismo, agosto 1989). Mis regulares esfuerzos por puntualizar mi anclaje en la tradición marxista se concretizaron en la publicación desde 1975 de una decena de artículos y de notas de lecturas sobre este tema[v]. Estos escritos constituyen jalones esenciales para la comprensión del horizonte teórico de mi andadura de historiador del discurso[vi]. Marcan momentos reflexivos esenciales en mis encuestas archivísticas: sitúan en efecto el núcleo de mis investigaciones concretas, desde el ángulo de una interrogación sobre las vías de la democracia revolucionaria.

Sin embargo, tal anclaje posee él mismo una historia. Se ha operado principalmente en tres etapas:

1.- Después de un primer contacto con el marxismo desde el sesgo del leninismo, en el contexto de actividades militantes en el seno del movimiento comunista, estuve fuertemente marcado, durante los años 1966-1971 y más concretamente en la coyuntura de los acontecimientos de 1968, por los trabajos de Althusser, cuya originalidad residía en su manera “sintomatológica” de leer El Capital de Marx y de aprehender, en nombre de una “ruptura epistemológica”, los textos del Joven Marx. Haciendo el balance, algunos años más tarde, con Régine Robin (1976), sobre la influencia de Althusser en mis trabajos de historiador, he podido identificar en ello un específico acceso a una “identidad reencontrada” en el seno mismo del continente historia, en la medida en que ésta se apoyaba en una lectura “abierta” de la tradición marxista.

2.- Pero el punto fuerte de los años 70 ha sido, para mí, la lectura de Gramsci, primero de manera sumaria a través de las Obras escogidas en francés publicadas por las Éditions Sociales, y después, profundizando con la aparición de la edición italiana integral de los Cuadernos de prisión en 1975. Desde entonces, no he abandonado el texto de Gramsci; nunca he cesado de profundizar mi conocimiento al hilo de los largos años que jalonan la publicación de la traducción francesa en Éditions Gallimard.

La aportación de la lectura de Gramsci a mis investigaciones se articula, primero, en torno a múltiples criterios metodológicos que nos propone en sus Cuadernos de prisión, referentes al tema de la “humanidad actuante y sufriente”. Nuestra obra sobre Marsella en el transcurso de los primeros años de la Revolución francesa da testimonio elocuente de ello[vii]. Pero el texto de Gramsci ha sido también una vía regia para la lectura de las obras del joven Marx, en particular en lo que se refiere a la Revolución francesa.

De este modo efectué, durante los años 80, una lectura recurrente de los escritos de Marx del periodo 1841-1845. Semejante vuelta a los textos fundadores de la tradición marxista, en ese momento privilegiado de traducción recíproca entre la política francesa, la economía inglesa y la filosofía alemana en un nuevo lugar de la política, se formulaba en mi diario de campo, desde 1980, a partir de una consigna que resonaba de modo extraño: “convocar la tradición marxista al plano textual”. Sin embargo, se trataba simplemente de marcar que mi acercamiento al marxismo se inscribe en primer lugar en una perspectiva hermenéutica en la que las fuentes de los textos del Joven Marx, situados en relación al proceso de traducción recíproca de lenguajes y culturas (según la fórmula célebre de Gramsci), importan más que las construcciones marxológicas posteriores, por mucho que estén justificadas[viii].

3.- Finalmente, preocupado de comprender la opción revolucionaria de Marx, lejos de todo intento de construir los elementos de un materialismo histórico llamado marxista por sus continuadores, me remonté, si se puede decir así, hasta el idealismo práctico contemporáneo de la Revolución francesa[ix], en particular Kant y Fichte[x].

Los innovadores estudios de Lucien Calvié me permitieron, a continuación, comprender mejor la apuesta del joven Marx sobre el futuro de la humanidad, su optimismo revolucionario más allá de todo pesimismo sobre el estado de las cosas[xi] mientras que elabora, en los años 1841-1844, una serie de categorías explicativas de la historia de la Revolución francesa.

Conviene pues volver a invocar la idea de construir una interpretación marxista de la Revolución francesa con ayuda de los conceptos de un necesario más bien volver al texto del joven Marx, en los que habla la lengua política (francesa). Es lo que yo he hecho varias veces, tanto en presentaciones enciclopédicas como en artículos eruditos (ver la bibliografía al final del artículo). Creo que así he puesto de manifiesto la importancia de las categorías explicativas de la historia de Francia, formuladas por el joven Marx, después reelaboradas por Gramsci. La existencia  de estas categorías en el seno mismo de la naciente tradición marxista ha orientado de manera decisiva, aunque no de manera mecanicista, mi problemática de aproximación a los lenguajes de la Revolución francesa, además de mis elecciones temáticas.

Me he esforzado en demostrar repetidamente (1983, 1988, 1989ª), que el joven Marx lee y traduce “la lengua de la política y del pensamiento intuitivo” propio de los jacobinos franceses en dos tiempos[xii].

En primer lugar, él se interesa, a través de la cuestión de la intuición de una subjetividad en acto que construye lo real en el sujeto crítico de la revolución, el pueblo francés. Insiste así, en la Crítica del derecho político hegeliano (1843) en el hecho de que “es el pueblo quien crea la constitución”, por tanto el que hace la ley.

Pero la postura crítica se asocia inmediatamente a la capacidad traducible de la nueva política revolucionaria. El enunciado fundador del sujeto real de la historia, portador de la “verdadera democracia”, es primero la traducción del actuar del pueblo bajo la forma de la ley: “El poder legislativo ha hecho la Revolución francesa”, precisa Marx, en el buen entendido de que “el poder legislativo no hace la ley: la descubre y la formula solamente”.

Nos encontramos así, en los términos propios de la lectura “marxista”, los enunciados fundadores del discurso robespierrista: “El pueblo hace la revolución / Los legisladores hacen la revolución para el pueblo”. Tal problemática sobre la actuación del pueblo, en sus efectos discursivos, impregna mis primeros trabajos sobre los discursos jacobinos[xiii]. Sin embargo sabemos que el joven Marx se desmarca, después de su lectura crítica de Hegel en nombre de la democracia revolucionaria, de la “revolución parcial, únicamente política” bajo el título de “revolución radical”.

En un segundo momento, y muy particularmente en La sagrada familia (1844), Marx ironiza sobre los hegelianos que quieren abolir la “lengua popular (francesa) de la masa” ¡para transformarla en “lengua crítica de la Crítica crítica”! Restituye entonces los elementos esenciales de la “gramática  no-crítica francesa, salida de lo real de la política, de las cualidades de la Masa. La “revolución de la lengua francesa” es un engaño, en la medida en que esta “lengua popular” posee ella misma sus propias fuentes interpretativas.

La traducción recíproca entre “igualdad francesa” y “la conciencia de sí alemana”, entre las significaciones de la “lengua de la política y del pensamiento intuitivo”, tal como se expresó en el discurso jacobino, y las expresiones de “pensamiento abstracto” tan específicas del idealismo práctico alemán, ponen en evidencia las fuentes de las categorías descriptivas de la historia de la Revolución francesa, aunque confiriéndoles, mediante la distinción entre dimensión orgánica y realidad coyuntural de los movimientos históricos, una dimensión explicativa que constituye la Revolución francesa en el largo plazo.

La lectura de los textos del joven Marx no me requirió el elaborar una teoría crítica abstracta para aprehender el valor conceptual de la Revolución francesa, sino que convenía más bien otorgar un valor orgánico a la inteligibilidad propia de los acontecimientos revolucionarios, a sus fuentes-testimonio.

De este modo, desde mi punto de vista, la naciente tradición marxista procede a una traducción del lenguaje jacobino en categorías explicativas. Estas categorías se organizan alrededor de tres parejas: lengua popular / portavoz, revolución permanente / Terror, movimiento revolucionario / movimiento popular. Cada pareja diferencia lo coyuntural de la organicidad, distinción muy presente en los análisis de Gramsci sobre las relaciones de fuerza en el seno del movimiento revolucionario[xiv].

Por ejemplo el valor orgánico del concepto de “revolución en estado permanente”, referido por Gramsci a los “principios de estrategia y táctica políticas nacidas prácticamente en 1789 y que se desarrollaron ideológicamente alrededor de 1848”, limita la inteligibilidad de la noción de Terror en relación a una coyuntura y sus contradicciones.

Paralelamente a esta lectura del Joven Marx, he intentado, en mis investigaciones sobre las prácticas discursivas durante la Revolución francesa, dotar a las categorías explicativas una dimensión descriptiva tan precisa como sea posible. De algún modo, la he tomado a contrapelo, remontándome del concepto a la acción, y a su dimensión reflexiva, al considerar que su inteligibilidad propia importaba tanto o más que su traducción ulterior en la historia orgánica de las revoluciones[xv].

Nunca he tratado de aplicar un armazón conceptual a una descripción archivística. Es precisamente el gesto de lectura hecho por el Joven Marx, lector a un tiempo de textos de la Revolución francesa y traductor de diversas tradiciones interpretativas con el objeto de elaborar una distinta concepción de la política, lo que ha retenido mi atención.

Identifico así la motivación profunda de mis investigaciones sobre las prácticas discursivas de la Revolución francesa a partir de la siguiente interrogación: si la Revolución francesa ha jugado un papel tan importante en asentar los fundamentos de la tradición marxista, ¿no es posible rehacer este gesto inaugural con el objetivo de refundar la Revolución francesa en la tradición marxista, dejando al lado las sedimentaciones marxológicas e historiográficas?

El incesante amontonamiento de las capas interpretativas sobre este nudo inicial, redoblado por la aparición en el siglo XX de una historiografía llamada “marxista” de la Revolución francesa, de Jaurès a Soboul, justificaba aún más mi empresa de refundación. Mi toma de partido antihistoriográfico, afirmado vigorosamente durante el bicentenario de la Revolución francesa (1989c), encuentra aquí su razón de ser[xvi].

Un compromiso tan fuerte con la postura inicial de Marx respecto al lenguaje político jacobino puede constatarse siempre en mi investigación sobre la Revolución francesa. Por otra parte, se ha enriquecido con la práctica de mi propia manera de describir los enunciados de archivo, de configurarlos en torno a un acontecimiento, de una temática, de un concepto, de un tema en la línea de los trabajos de Michel Foucault[xvii].

Cuando mi memoria de licenciatura (1971), mi interés recayó en la figura burlesca del Père Duchesne de Hébert. Más tarde, con el análisis discursivo del acontecimiento “muerte de Marat”, amplié mi encuesta sobre el movimiento revolucionario durante el verano de 1793, es decir, cuando el terror se puso al orden del día[xviii].

Al mismo tiempo he recorrido un trayecto temático, de la lengua del derecho a la lengua del pueblo, con la preocupación de medir el alcance intelectual de la noción robiespierrista de movimiento popular[xix]. Desde nuestros análisis discursivos del Père Duchesne de Hébert hasta la exploración minuciosa de los recorridos cívicos  de los “misioneros patriotas”, se trata también de describir, bajo la categoría de acontecimiento discursivo y el tema de la lengua del derecho, itinerarios de portavoz[xx]. A continuación, en torno a las nociones de “democracia pura” y de “relaciones populares”, he tratado, junto con otros investigadores, de volver a dar a los federalismos, y por añadidura al federalismo jacobino, una plena dimensión interpretativa en el horizonte de la revolución permanente[xxi]. Finalmente, mis investigaciones en curso sobre el itinerario intelectual de Sieyès[xxii] precisan la importancia concecida por el joven Marx en la Sagrada familia, a la obra de Sieyès  emblemática del radicalismo de 1789, Qu’est-ce que le Tiers-Etat?, en tanto que lugar teórico constitutivo de la política moderna[xxiii].

He aquí un resumen no muy atrevido y muy somero de veinte años de investigaciones, pero que tiene como objeto tan sólo el subrayar la relación consubstancial de mis investigaciones sobre los lenguajes revolucionarios con la lectura “marxista” inaugural de la Revolución francesa.

II.   Aproximación subjetivista de la tradición marxista

¿Por qué soy marxista? Esta pregunta me ha obsesionado toda la velada de ayer (6 de agosto de 1991). Sin embargo me produce cierta incomodidad la amplia deuda que tengo con el joven Marx, en la medida en que no lo he percibido nunca de manera esquemática. Tenemos por tanto el derecho de pedirnos el explicitar nuestra concepción de la tradición marxista.

Mi fuerte referencia a la tradición marxista no procede de un a priori filosófico en la medida en que yo comparto con otros la idea de que no existe, en el texto de Marx, una teoría del materialismo dialéctico[xxiv]. Lo que me importa es referir la filosofía de la libertad a un materialismo práctico, el aprehender la libertad realizada en la acción. Es por lo que, en la línea de los trabajos de Florence Gauthier[xxv], tengo en cuenta la filosofía práctica del derecho natural declarado como horizonte regulador de las doctrinas republicanas de la Revolución francesa[xxvi]. Por otra parte, no creo apenas en la existencia de un cuerpo de conceptos, bautizado como materialismo histórico, que me permitiera comprender la Revolución francesa mediante un simple juego de aplicación de los conceptos a la realidad histórica.

La actualidad del pensamiento marxista respecto a la Revolución francesa se nos muestra por el abandono de un constructivismo marxista, tan típico del siglo XX, y por la vuelta de la dimensión hermenéutica, inmanente, con demasiada frecuencia descuidada, de la tradición marxista naciente.

De este modo la referencia a la tradición marxista, tan fecunda en un sentido, se sitúa en mis investigaciones a mucha distancia del marxismo clásico: por una parte, queda limitada a una puesta en el texto mediante el recurso a la sola inteligibilidad de la descripción discursiva; por otra, me permite operar una retracción en relación a la interpretación historiográfica comúnmente recibida como marxista, o más simplemente de inspiración progresista.

Sin embargo, yo reivindico también la inscripción de mis análisis en una visión progresista de la política revolucionaria. Pero incluso en esto, el punto de vista subjetivo domina; es sólo en función de la propia manera en que los revolucionarios piensan ellos mismos su relación con el movimiento histórico en su práctica de la política cotidiana como considero la dimensión democrática de la Revolución francesa.

Para precisar mi posición, partiría de una serie de preguntas, planteadas en los debates actuales sobre la heurística de la tradición marxista[xxvii].

¿En qué es Marx el pensador por excelencia del acontecimiento revolucionario?

Contra el orden de las cosas, se trata de afirmar la inmanencia del acontecimiento revolucionario. En esta perspectiva, conviene abordar la Revolución francesa desde un punto de vista pragmático, es decir, mediante la valorización de la dimensión autoreferencial de los acontecimientos que en ella se desarrollan, y del actuar de los sujetos que se despliegan en la misma. Así, esta revolución a la vez singular y universal, constituye, según la fórmula de Habermas, un verdadero laboratorio de argumentos[xxviii]: importa pues, al respecto, tomar muy en serio los juicios, productores de argumentos[xxix], enunciados por los actores.

Los a priori de un marxismo fijado en una visión esencialista de la realidad histórica dejan paso desde entonces a una auto-aprehensión de las categorías explicativas de la historia de la Revolución francesa, en la que la dimensión estética, sobre el modelo kantiano de un juicio que reflexiona, se demuestra como decisivo[xxx]: abre efectivamente la posibilidad de traducir lo particular en lo universal, de pensar el acto revolucionario en su generalidad, y mediante ello acceder incluso a la dimensión orgánica del acontecimiento.

De este modo, el acto de juzgar, propio de la subjetividad revolucionaria, demuestra una multiplicidad de realizaciones pragmáticas (del acto de hacer hablar la ley al de enunciarla, pasando por el acto de pedirla, el acto de denuncia, el acto de soberanía, etc.) en el seno mismo de los discursos y de las prácticas de los actores. Produce argumentos tomados en serio por el observador-historiador. Precisa también el valor inmanente que hay en ellos, es decir, la dimensión orgánica, en contra de toda caracterización histórica en términos del estado de las cosas.

Más ampliamente, ¿en qué medida Marx lector de la Revolución francesa propone un pensamiento del momento histórico?

Al interesarse en los años 1930 en las “modalidades de la presencia”, buscando precisar la configuración del “acto libre” que libera la conciencia de su substancialidad, Henri Lefebvre aborda la noción de un “momento” no lineal que participaría de la totalidad[xxxi]. Precisa: “Pensaba por tanto introducir en el devenir (o el flujo heraclitiano) una estructura inteligible y práctica a la vez, real y normativa a la vez, sin trocearla por discontinuidades absolutas”; y añade: “Si desarrollara, definiría este momento más por la comparecencia que por la justicia. Este acto o este acontecimiento, como se quiera, abre el desarrollo o el proceso …”.

Así el momento revolucionario, es en sí mismo, en tanto que totalidad que abre la posibilidad real del reino de la libertad, una pluralidad de momentos esenciales en el que se despliegan la multiplicidad concreta de las actividades humanas[xxxii]. Cada ciudadano es allí juez, según los argumentos aportados y las modalidades circunstanciales, la conformidad de las acciones, desde los acontecimientos a la finalidad, el reino de la libertad, que él asigna al proceso revolucionario.

Finalmente, ¿fue Marx el pensador de lo “común” de la praxis?¿Por qué Marx se confronta, en su permanente actividad de traducción, con una multitud de textos y prácticas que refleja en un espacio común a la humanidad actuante y sufriente?

El filósofo Jean-Luc Nancy precisa que la obra de Marx es “la disposición común de una serie de discursos, indicados o ubicados en una exigencia de praxis, en una exigencia de “real” y de “historia” que empuja hasta el final (…) Este pensamiento emerge sobre todo como un trozo de acontecimiento (el acontecimiento) del común que se despliega durante mucho tiempo más allá de él. Lo real que el pensamiento exige lleva a éste aún más lejos de si mismo y nos pide el ir todavía más lejos de lo que pensamos”[xxxiii].

Al hacer comparecer permanentemente ante ellos los acontecimientos, los protagonistas de la Revolución francesa prueban en nombre del “sentimiento de humanidad” que somos en común, que la humanidad existe. Pero inventan también, mediante la experimentación política cotidiana, un lugar común de la política. Este lugar común lo sitúo del lado de un espacio público de reciprocidad relativamente autónomo en relación a la centralidad legislativa, lugar que se despliega en el seno de “poderes comunicativos” intermediarios tan específicos de la sociabilidad revolucionaria[xxxiv].

La revolución francesa se presenta, por tanto, sobre todo en su momento republicano (1790-1793), como un espacio público democrático particularmente propicio para engendrar un poder comunicativo (Habermas), con multiplicación de tomas de palabra cuya dosis democrática no es indiferente a nuestras interrogaciones contemporáneas[xxxv].

En una época en que los historiadores conmemoradores hacen uso de la memoria para descalificar la creatividad del acontecimiento, rehusando con ello el tener en cuenta su universal singularidad, su dimensión de sentido común, se trata de restituir la autenticidad y el impacto, en nuestro presente, de un pensamiento revolucionario ampliado a las formas más ordinarias de inteligibilidad mediante su despliegue en el acontecimiento. Un pensamiento así, con frecuencia inédito entre los historiadores clásicos, manifiesta el advenimiento (el acontecimiento) del común, la emergencia de una realidad inmanente que nos requiere más allá de lo que pensamos. Por su radicalidad fundadora, es decir, en calidad de su capacidad infinita de experimentación política, la Revolución francesa continua moldeando una alternativa política radical en la que la cultura política comunista ocupa un lugar central.

III.    El acontecimiento contra la memoria

Plenamente concernido por la coyuntura del Bicentenario de la Revolución francesa, tanto como simple ciudadano que como historiador del discurso, mi relación con la historia conmemorativa iba a estar profundamente marcada por mi toma de partido anti-historiográfica.

Alternando con mi producción científica ordinaria, principalmente centrada durante el Bicentenario en la historia de los lenguajes de la Revolución francesa, intervine más específicamente en el campo del discurso conmemorativo respecto a los siguientes temas: “Faut il bruler l’historiographie de la Révolution française? (1989d), “L’historiographie de la Révolution française existe: je en l’ai pas rencontrée” (1989c), “Gestes d’une commémoration: les ‘36.0000 racines de la démocratie local’” (1992), “La mémoire et l’événement: le 14 juillet 1989” (1994).

Estas intervenciones nutrieron el segundo tiempo de mi reflexión: dando cuenta de una toma de distancia respecto a la historia conmemorativa, marcada por el contraste entre una actividad limitada en la escena conmemorativa a una discreta presencia en el seno de los CLEF 89, y un fuerte compromiso en el terreno propiamente científico mediante la participación en una cincuentena de coloquios relativos a la Revolución francesa entre 1985 y 1993.

Incapaz de moverme en el “todo conmemorativo” que sumerge actualmente el mundo de los historiadores, cogido permanentemente por el rechazo de acomodarme a un presente que bascula, desde la caída del Muro de Berlín, en el pasado pese al rebrote de la referencia a los derechos del hombre, siempre preocupado en leer en el pasado un futuro acrecentado, creo que nada se ha acabado, ni está adquirido en nuestra relación con el pasado. Es por eso que he afirmado siempre una elección profundamente subjetiva, hermenéutica que se apoya en el “trabajo del negativo”, lo que el escritor llama “el amargo resorte de nuestras empresas, la modalidad subjetiva del movimiento”[xxxvi].

En la medida en que lo me interesa centralmente en mis investigaciones sobre los lenguajes de la Revolución francesa es la descripción de los acontecimientos históricos a la vez singulares y universales, al margen de su memoria historiográfica y lo más cerca del archivo, el Bicentenario me ha cogido de algún modo a contrapié. De cultura comunista, acantonado en la red asociativa durante este periodo conmemorativo, próximo actualmente de las asociaciones ciudadanas, mi reacción a los medios celosos de conmemoración ha sido más bien hostil.

Es un hecho que apenas me sintiera concernido por el juego del espejo, en la escena historiográfica, entre la corriente crítica (F. Furet), partidario de la vuelta a las intuiciones de los historiadores de la Revolución francesa del siglo XIX, y la corriente clásica (M. Vovelle), muy impregnada del pensamiento de los historiadores republicanos de la Revolución francesa[xxxvii].

Mi primera intervención en Le Monde de la Révolution française, con un título algo polémico, “Faut il bruler l’historiographie de la Révolution française?”, acuñaba entonces mi reflexión con una frase del cordelero Hanriot pronunciada en el momento de la puesta del terror al orden del día durante el verano de 1793 “Quememos nuestras bibliotecas. No tenemos más guía que nosotros mismos, ni fechamos más que a partir del año I de la República”.

He percibido por tanto el bicentenario como un verdadero “golpe de fuerza” que absorbía totalmente el acontecimiento revolucionario en el orden conmemorativo, recubriendo con un “baño impermeable” a la modernidad filosófica, las capas historiográficas ya desposeídas desde hace dos siglos, hasta el punto de afirmar, en la Raison présente, que “habíamos perdido la senda del sentido del acontecimiento revolucionario, su racionalidad propia”[xxxviii]. Sumergida por la frase historiográfica, la autenticidad de la Revolución francesa, me parece haber llegado, a lo largo del bicentenario, a ese punto problemático que incluso su rasgo archivístico se perdía por la ausencia de publicaciones de texto inéditas, a diferencia del primer centenario[xxxix].

“Desgraciado” en el sentido pragmático del término, no me quedaba más que testimoniar, mediante mis investigaciones archivísticas, la presencia “feliz” de los actores en el acontecimiento revolucionario.

Lo he hecho primero respecto a un acontecimiento invocado sin cesar por lo historiográfico, pero olvidado incluso en su mismo desarrollo, la muerte de Marat. Después, tras una inmersión en el archivo seguida de una gira de conferencias, durante el bicentenario, en las regiones francesas y bajo la égida de los Comités Liberté-Egalité-Fraternité, una figura acaparó mi atención: el portavoz, encarnado más específicamente en el “misionero patriota” provenzal. Se trata de un hombre de movimiento, quien despreciando el debate entre notables jacobinos en el seno de los clubes urbanos, se consagra a sus “recorridos cívicos” a través de la Francia profunda, privilegia las potencialidades del proceso constitucional, dando así una inteligibilidad nueva al curso de la acción.

De este modo, la marginalidad de mi experiencia en relación al centralismo conmemorativo debía desembocar en una obra relativa a la experiencia de un federalismo marsellés independiente de la centralidad legislativa[xl].

En una de sus ficciones titulada “la muralla y los libros”[xli], Borges se interroga sobre la peculiar significación de la actitud del emperador chino Chi Hoang-Ti, que primero hizo quemar todos los libros publicados anteriormente a su reinado, para después construir una muralla infinita en las fronteras de China. Para los sinólogos, la interpretación de estos gestos procede de la simple coyuntura: se trataba a un tiempo de asegurar la unidad del imperio, liberándolo de las sujeciones feudales, y de impedir a sus opositores invocar, alabándolos, la acción de los antiguos emperadores.

El escritor se pregunta entonces si estos hechos son “algo más que la exageración, incluso hiperbólica de medidas banales”. ¿Quiere decir que el emperador quería condenar a quienes se apoyaban confortablemente en el pasado en una tarea infinita de reconstrucción intelectual? Sin embargo, preso de una súbita angustia, de vértigo ante la apertura de algo tan ilimitado, decidió entonces circunscribir el nuevo universo. Y el escritor precisa: “El incendio de las bibliotecas y la construcción de la muralla son quizás operaciones en las que cada una, secretamente, se anula a sí misma.”

Por analogía, nos vemos confrontados, más allá de las implicaciones historiográficas, al enigma de la Revolución francesa que a la vez que funda un mundo nuevo inventa su negación con el Terror. Encontramos pues, en un primer momento, la aportación innovadora de la corriente crítica, nutrida de la tradición liberal y de su deconstrucción por el Joven Marx[xlii].

La reflexión del escritor va más lejos. Más allá del estremecimiento suscitado por la imagen de un Cesar que ordenaría la destrucción de una memoria respetada por toda una nación, “lo más probable es que la idea nos afecte por sí misma, independientemente de las conjeturas que permite (…). Generalizando semejante caso, podríamos sacar de él la conclusión de que todas las formas tienen su propia virtud y no la de un “contenido conjetural””.

Del mismo modo, la consigna del cordelero Hanriot (“quememos nuestras bibliotecas”), cuya reiteración puede parecer en la actualidad como la expresión de una voluntad iconoclasta respecto a la tradición republicana, no tiene otro objeto que el de proclamar el valor inmanente de la Revolución francesa, la irreductible originalidad del proceso de sus acontecimientos[xliii].

A decir verdad, los filósofos habían subrayado, desde el anuncio del Bicentenario, la necesidad, para la comprensión de nuestro presente, de aprehender la Revolución francesa como una realidad inmanente, disociada de toda trascendencia interpretativa, lo que conducía, en la línea de Kant, a la valorización de la dimensión estética del fenómeno revolucionario. No fueron escuchados por los historiadores, atrincherados en sus certidumbres conmemorativas. Sin embargo, su análisis merece ser retenido[xliv].

Muy pronto, presionado por la enfermedad, Michel Foucault fue el primero que preconizó la vuelta al juicio sobre el acontecimiento revolucionario en el horizonte de su universal singularidad, por mediación de la relectura de los textos kantianos[xlv]. La “vuelta a Kant” permite en efecto articular un sujeto (el espectador del acontecimiento revolucionario, distinto de los agentes constituidos), una categoría inmanente (“el entusiasmo” irreductible al estado de las cosas), y un juicio filosófico (allí donde el filósofo habla de una “disposición del género humano” para significar el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos).

Poco después, Jean-François Lyotard amplifica la vía abierta por Foucault al precisar el aporte de una reflexión sobre la categoría kantiana de entusiasmo para dar juego a lo político: se trata entonces de salir del mundo de las frases historiográficas, de los idiomas de los historiadores en beneficio de un campo argumentativo recorrido por frases heterogéneas[xlvi].

Igualmente Jürgen Habermas, celoso de hacer notar la aportación innovadora de Foucault, insiste sobre la emergencia de una modernidad que “se ve condenada a extraer de ella misma su norma y conciencia de sí”, una modernidad extendida hasta la revolución francesa[xlvii].

En cuanto a Vincent Descombes, concluye el capítulo de su libro Philosophie par gros temps sobre la filosofía de la Revolución francesa con la siguiente reflexión:

“Una filosofía de la Revolución francesa debería guardarse de usar precedimientos filosofistas. Tal filosofía no debería consistir en contar por segunda vez el curso de los acontecimientos. No tendría que doblar el relato a ras de tierra de los historiadores mediante otro relato de acontecimientos más exaltantes para el espíritu. La filosofía de la Revolución francesa da razones filosóficas, si es que hay, para preferir una versión histórica del acontecimiento a otra. ¿Por qué ciertas reconstrucciones del acontecimiento son preferibles a otras? Es en parte una cuestión de hecho, el decidir por un trabajo en los archivos, y en parte una cuestión de filosofía[xlviii].

Pero corresponde a Gilles Deleuze y Félix Guattari el haber llevado a cabo, sobre la base del análisis de Michel Foucault, una reflexión sobre la inmanencia del acontecimiento revolucionario en los siguientes términos:

“Como lo mostraba Kant, el concepto de revolución no radica en la manera en que ésta pueda conducirse en un campo social necesariamente relativo, sino en “el entusiasmo” con el cual es pensada en un plano de inmanencia absoluto (…) En este entusiasmo, no se trata tanto de una separación del espectador y del actor, sino de una distinción en la acción misma entre los factores históricos y el “enjambre no-histórico”, la revolución es autoreferencial o goza de una autoposición que se deja aprehender en un entusiasmo inmanente sin que nada en los estados de las cosas o lo vivido pueda atenuarlo, incluso las decepciones de la razón”[xlix].

Así, desde mi punto de vista, legitimado por las reflexiones de estos filósofos y por mis propias descripciones archivísticas,  los historiadores de la Revolución francesa presentes en la escena conmemorativa no han tenido en cuenta más que “el estado de las cosas” en detrimento de la aprehensión del proceso revolucionario propiamente dicho, es decir, los acontecimientos que en él se desarrollan[l].

Al demostrar la ausencia de Estado político, o sea, de Estado de derecho, en Alemania, el joven Marx, lector asiduo de los discursos de la Revolución francesa, dedujo de ellos, en contra del anacronismo alemán, una consigna: “Guerra al estado de las cosas alemán”[li]. Del mismo modo, el rechazo de los historiadores de tener en cuenta la emergencia de los argumentos que dan su inteligibilidad a los acontecimientos revolucionarios en el horizonte ilimitado del derecho natural declarado[lii] puede traducirse por el eslogan: “¡Guerra al estado de las cosas historiográfico!”.

Según yo, el aplastar la memoria conforta en general “el estado de las cosas” por el uso de un discurso moralizador que permite distinguir el buen republicano del “revisionista”. Sin embargo, la memoria se inscribe también y aún más profundamente, en la materialidad misma del lenguaje.

Estudiando, con Denise Maldidier (1944), los textos periodísticos respecto al 14 de julio de 1789, hemos podido mostrar que el enunciado “La toma de la Bastilla” era omnipresente, a través de sus diversas reformulaciones, bajo la forma de lo preconstruido, del ya-allí. De este modo, el peso considerable de la memoria histórica tiende a valorizar lo que podría llamarse un no-acontecimiento. La parte de innovación aparece aquí muy restringida. Por sí mismo, el uso de un nosotros (“El acontecimiento somos nosotros, el Bicentenario nos pertenece”) en Le Monde, cuando la invasión de los Champs-Elysées por la muchedumbre inmediatamente después del desfile Goude, precisa que el acontecimiento ciertamente no ha tenido lugar.

Pero más aún, Philippe Dujardin ha mostrado que la invención-Goude se percibió a la vez como una emergencia inédita, incluso para los periodistas más reticentes (“La ópera-ballet de los pueblos del mundo para el entusiasmo de los parisinos”, Le Figaro), y como la manifestación de un universalismo vacío (“La única dosis revolucionaria de Goude era su universalismo. El resto era una pizca ligera en política”, L’Humanité), a causa de no tener en cuenta el valor inmanente del entusiasmo[liii].

Tomar mis distancias respecto al discurso conmemorativo, sobre la base de un rechazo del juicio historiográfico, tal ha sido mi constante actitud. Tanto es así, que cuando Patrick Garcia me solicitó para participar en una publicación colectiva sobre los gestos de la conmemoración, propuse una aproximación filosófica de una acción banalizada por el Bicentenario: la plantation des arbres de la liberté (1992): no cabe duda de que se trata, en torno a la imagen del árbol, de la “guía de acción” propuesta en esta ocasión a los municipios de Francia, y de filosofía alemana. Aquí, el encuentro entre el enunciado ordinario sobre la acción y del enunciado filosófico, fuera de los argumentos conmemorativos, permite dar sentido, en un trayecto de lo estético a lo político, a un “bien común”, el Estado de derecho.

El “lugar común de la política” constituido por la realización cotidiana del derecho natural, o sea, de la libertad, y de su reciprocidad, la igualdad, ¿no es el observatorio que nos hace privilegiar en la aprehensión de la universal singularidad del acontecimiento revolucionario?

Kant precisa, en el Conflicto de las Facultades, que “los propagadores de las luces” deben ilustrar al pueblo sobre “los derechos naturales que derivan del sentido común”. Así el lugar común de la política o, en otros términos, el espacio público de reciprocidad inscrito en el horizonte del derecho natural declarado, proporciona, por la mediación del sentido común, fuentes interpretativas a los actores y espectadores del acontecimiento, permitiéndoles así producir una autointeligibilidad del acontecimiento.

Cuando se trataba, en 1982, de organizar un coloquio sobre “Lo ordinario del sentido” en el seno de la RCP “Analyse de discours et lecture d’archive”, proyecto abortado tras la trágica desaparición de Michel Pechaux, yo había propuesto significativamente retomar el problema del sentido común en la tradición marxista. En la medida en que se trataba del “núcleo duro” de mi andadura, me permito citar ampliamente un texto escrito para la ocasión y que nunca se ha publicado:

“¿En qué nos puede ayudar mi permanente interrogación sobre la cuestión del sentido común en la tradición marxista para nuestra reflexión común sobre lo ordinario del sentido? En primer lugar, Gramsci es el único marxista “clásico” que ha abordado de frente el problema del sentido común, que él sitúa del lado de los acontecimientos no repertoriados por la cultura académica, de realidades sociales no rígidas, de la heterogeneidad de las formas de conocimiento popular. Percibe así en el saber popular “una cierta dosis de experimentación y observación directa de la realidad”; insiste de algún modo en lo que nosotros llamamos, con los sociólogos, la observación que participa en medio indígena. Pero su aproximación del sentido común tiene un alcance más amplio en la medida en que constituye el punto focal de su posicionamiento de Marx del lado de la historicidad. Escribe al respecto:

“La alusión al sentido común y la solidez de sus creencias se encuentra a menudo en Marx. Pero él se refiere en este caso no a la validez del contenido de tal o cual creencia, sino muy precisamente a su solidez formal y en consecuencia, a lo que tienen de imperativo cuando producen normas de conducta”[liv].

Gramsci subraya pues el compromiso inmediato de la tradición marxista respecto a su capacidad de dar forma a la acción revolucionaria, y no a la repetición, en el orden conmemorativo, del orden de las cosas[lv]. Encuentra en Marx una voluntad de pensar la historicidad situándola lo más cerca de las normas de las actividades prácticas “propulsadas” por la intuición de una subjetividad en acto que construye lo real, verdadera voluntad actuante en lo concreto histórico.

Así la tradición marxista traduce a su manera creencias populares expresadas en un actuar creador de tradiciones múltiples: traducción que caracteriza en la medida en que “es portadora” de la intuición de lo real, equivalente de una cierta forma de actuar, que “es siempre un actuar político, precisa Gramsci, hacia su expresión, el concepto””.

Este propósito, ya antiguo pero producido en un contexto intelectual a un tiempo efímero y excepcional[lvi], yo lo retomo plenamente a mi cargo para caracterizar mi proyecto actual de investigación en sus motivaciones más profundas.

Referencias bibliográficas

-(1975), “Ideologies, discours et conjocture en 1793. Quelques réflexions sur le jacobinisme”, Dialectiques, nº 10-11, 1975.

-(1976), en colaboración con Régine Robin,  “L’identité retrouvée”, Dialectiques, Sur L. Atlhusser, nº 15-16.

-(1979), “Hegémonie et jacobinisme dans le Cahiers de prison de Gramsci”, Cahiers d’histoire de l’Institut Maurice Thorez, nº 32-33

-(1982), “Jacobinisme” en Dictionnaire critique du marxisme, Paris: PUF.

-(1983), “Die Rezeption der Französischen Revolution in den Texten des jungen Marx (1843-1848)” : ein vernachlässigter Aspekt der jacobinischen Tradition im Marxismus: das Probleme der politischen (jacobinischen) Sprache”, Der Diskurs der Literatur –un Sprachistoire, Wissenschaftgeschichte als Innovationsvorgabe, Cerquiglini B. und Gumbrecht H.U. (hrgs.) Frankfurt am Main: Surhkamp.

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-(1989A), “Le jeune Marx et le langage jacobin (1843-1846): lire et traduire ‘la langue de la politique et de la pensée intuitive’”, en Révolutions françaises et pensée allemande 1789-1871, contributions réunis et présentées par Lucien Calvié, Centre d’Études et de Recherches sur les Allemagnes et l’Autriche Contemporaines (CERAAC), Université Stendhal (Grenoble III), Ellug.

-(1989B), “Furet, lecteur de Marx. Marx lecteur de la Révolution française”, Actuel Marx, nº 6.

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-(1989D), “Faut-il bruler l’historiographie de la Révolution française?” Le Monde de la Révolution française, mars.

-(1992), “Gestes d’une conmémoration: les ’36.000 racines de la démocratie locale’”, Mots, nº 31, juin.

-(1993A), “Le républicanisme et la Révolution française: contribution à l’actualité de la tradition marxiste”, Réflechir la Révolution française. Histoire, historiographie, theorie. Publication du Centre de Sociologie Politique, Bruxelles.

-(1993B), “L’actualité de Marx: le retour aux textes”, M (Mensuel, marxisme, mouvement), décembre.

-(1993C), “Sieyès, Fichte et la liberté humaine (1774-1794)”, Chroniques allemandes, Rèpublicanismes, revue du CERAAC nº 2, sous la dir. de L. Calvié.

(1994), “La mémoire et l’évenement: le 14 juillet 1989”, Langages nº 114, juin 1994, en colaboración con Denise Maldidier.

 

[i] El presente análisis amplifica una doble reflexión llevada a cabo, una, con ocasión del coloquio sobre La Francia de los años 80 en el espejo del Bicentenario (París, diciembre 1994), y la otra, en el transcurso del Congreso Marx Internacional (Nanterre, septiembre 1995). Agradezco a los organizadores de estos coloquios el haberme proporcionado la oportunidad de tal apertura hacia la parte subjetiva de mi propia investigación.

[ii] “Diario de campo, diario de investigación y autoanálisis”, entrevista con Gérard Noiriel, Genèses, Nº 2, 1990.

[iii] Desde luego, mi voluntad de anclar mis investigaciones en la tradición marxista se desmarcaba del “marxismo vulgar” en los siguientes términos: “Los riesgos de mecanicismo en la visión marxista parten de una voluntad de aplicar un cuerpo de conceptos a una realidad histórica. Es necesario historizar el concepto (“¿marxista?”), es decir, explicitar el terreno en el que se ha formado, no para relativizarlo con meros fines eruditos, sino para situar los límites de su “aplicación”; mejor dicho, para determinar las condiciones de posibilidad de su traducción (Nota sobre Gramsci y el marxismo, agosto 1980)

[iv] Tal distanciamiento se ha concretizado por el predominio de la lectura de documentos de archivo sobre los textos de los historiadores: “El estilo referencial de los historiadores me repele, sobre todo en sus juicios. ¡Es indispensable el relato! Mis lecturas históricas están sobre todo orientadas hacia los textos documentales” (Nota sobre la descripción de la muerte de Marat, agosto 1981)

[v]Véase la bibliografía selectiva al final del artículo, que he asociado a mis intervenciones sobre la coyuntura del bicentenario de la Revolución francesa. Las referencias a mis otros trabajos citados están indicadas en las notas.

[vi] He presentado recientemente los resultados  de este trabajo, en parte colectivo en Discurso y archivo: experimentación en análisis del discurso, en colaboración con Denise Maldidier y Régine Robin, Liège: Mardaga, 1994

[vii] Marseille républicaine (1791-1793), París: Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 1992. Escribí en mi diario de investigación en marzo de 1990 “Trabajo continuamente sobre Marseille républicaine (…) Esbozo una vuelta reflexiva a los textos de Gramsci centrados en la noción de “lo traducible de los lenguajes y las culturas” que me interpela desde hace tiempo. Desde esta perspectiva, la actualidad del marxismo reside en su capacidad de dar cuenta de la idea de “humanidad sufriente”, y sobre todo en su aptitud para traducir a través de una expresión capaz de actuar en el seno de discusiones críticas y de experiencias concretas, su puesta en práctica, al lado de los “juicios historiográficos”.

[viii]

[ix] La permanente relación entre mi lectura de los filósofos alemanes y mis investigaciones sobre los lenguajes jacobinos, está formulada, desde 1982, en unos términos que no han cesado de precisarse: “La cuestión de la filosofía alemana relativa a la Revolución francesa que me parece más pertinente, concierne a la traducción filosófica de una experiencia discursiva inédita, la formación del lenguaje de la política. Esto nos orienta hacia una crítica de la visión jurídica de la Revolución francesa (ver el empleo de Gramsci de la noción de jurisdiccionismo jacobino). Se podría de este modo asociar la historiografía al jurisdiccionismo, con su corolario, el rechazo del pensamiento del proceso”.

[x] Fue sobre todo la lectura de Fichte, y del Fundamento de derecho natural (1796-1797), admirablemente comentado por Alain Renaut en Le système du droit. Philosophie et droit dans la pensée de Fichte (PUF, 1986), la que me iba a ayudar a “dar profundidad” a la lectura de la Revolución francesa en el seno de la tradición marxista, al tomar en consideración el actuar (revolucionario) en el horizonte del derecho natural (declarado). Mi reciente estudio (1993b) sobre “Sieyès, Fichte y la libertad humana (1774-1794)” muestra hasta que punto el horizonte filosófico permanece fecundo en mis investigaciones más recientes sobre la doctrina de los legisladores-filósofos. Sin embargo, la lectura kantiana del entusiasmo revolucionario cuenta mucho en mi aproximación a los acontecimientos de la Revolución francesa, como veremos a continuación.

[xi] Lucien Calvié escribe al respecto en su notable obra sobre Le renard et les raisins: la révolution française et les intellectuels allemands (1789-1845), EDI, 1989: “La opción revolucionaria del joven Marx, entre 1842 y 1844 (…) no procede, como se ha dicho a menudo, de su pretendido “descubrimiento” del proletariado como fuerza social autónoma y del materialismo histórico como “ciencia”; al contrario este doble descubrimiento es la consecuencia de una opción revolucionaria inicial (…). Esta opción es una apuesta sobre el porvenir, una opción existencial también, y no el resultado práctico, o político, de un descubrimiento teórico o científico”, p. 135.

[xii] Mi estudio más completo en este terreno es el publicado a cargo de Lucien Calvié (1989ª).

[xiii] Ver en la bibliografía mi artículo sintético de 1979, publicado significativamente en la revista Dialectiques.

[xiv] Ver el largo desarrollo sobre Análisis de situaciones-Relaciones de fuerza en el §17 del Cuaderno 13, Cahiers de prison, tome 3, Paris: Gallimard, 1978.

[xv] Escribo lo siguiente en agosto de 1992 en una de mis múltiples reflexiones sobre mi adscripción a la tradición marxista: “Tengo en cuenta el trabajo interpretativo del joven Marx sobre la revolución francesa que valora categorías explicativas (terror/revolución permanente, lengua política/portavoz, movimiento popular/movimiento revolucionario) susceptibles, mediante la vuelta al archivo, de ser traducidas en una descripción de enunciados de archivo. Una vez hecha la correlación efectiva entre la lengua política francesa y el idealismo alemán práctico, el necesario paso del argumento documentado en la coyuntura de la Revolución francesa al concepto de dimensión orgánica, se formula, fuera de toda determinación apriorística, en una solución estética al problema de la universal singularidad del acontecimiento revolucionario.”

[xvi] Tal toma de partido supone igualmente tomar distancia del “núcleo duro” de las disciplinas a favor de una atención privilegiada a la reflexión sobre los textos. Escribí en junio de 1984: “Mi grito de adhesión es: archivo, texto, corpus. Es precisamente “la experiencia del texto” que me introduce en las determinaciones del análisis. La consistencia de la disciplina no interviene más que en segundo lugar”.

[xvii] Preciso este decisivo punto en mi artículo “A propósito del análisis del discurso: los historiadores y el giro lingüístico”, Langage&Société, septiembre 1993.

[xviii] Ver mi colaboración en la obra colectiva, La mort de Marat, Flammarion, 1986 y mis obras 1793. La mort de Marat, Bruxelles: Coimplexe, 1989, Le club des cordeliers et le crise de l’été 1793: la mise à l’ordre du jour de la terreur, texte manuscrit, dossier d’habilitation, 1992. Esta investigación sobre el acontecimiento “Muerte de Marat” (1985) ha tenido un papel primordial en mi compromiso respecto a un acercamiento de la racionalidad histórica basada sobre la reflexión de las descripciones sociales, en el momento en que tuve conocimiento, tras la lectura de los trabajos de Bernard Conein, de la perspectiva etnometodológica sobre la realización práctica de los hechos sociales. El carácter particularmente innovador del itinerario intelectual de Bernard Conein está precisado en la obra de François Dosse, L’empire du sens: l’humanisation des sciences humaines, Paris: La Découverte, 1995.

[xix] En La langue politique et la Révolution française, Paris: Meridiens-Klincsieck, 1989, en particular el capítulo 3.

[xx] En julio de 1979, después de la ampliación de mis estudios sobre el Père Duchesne de Hébert hasta el análisis de las consignas de los Cordeleros, “porta-valores” de la tradición revolucionaria y bajo la influencia del estudio del sociólogo Bernard Conein sobe los portavoces de la justicia popular en las matanzas de septiembre de 1792 en París, escribo: “Reflexionar entre la distinción entre el agente político de la asamblea y el portavoz. Los agentes políticos enuncian argumentos constituidos al final del acontecimiento, una vez se ha formado el campo político. Le corresponde por tanto de nuevo al portavoz el enunciar, en la acción sobre el terreno, las formas constituyentes del campo político, las mismas condiciones de la puesta en práctica de la nueva lengua política. Ante todo, lo que importa es que lo  hacen a través de convenciones inéditas inscritas en un movimiento pragmático”. Acabé por proponer una visión de conjunto de este nuevo campo de trabajo sobre los portavoces en mi estudio sintético “Décrire la Révolution française: les porte-paroles et le moment républicain (1790-1793)”, Annales (ESC), nº 4, 1991.

[xxi] Ver mi estudio sobre Marseille républicaine, op. Cit., y el coloquio sobre Les fédéralismes: réalités et répresentations (1789-1874), Publications de l’Université de Provence, 1995.

[xxii] Anoto en agosto de 1990: “Después de poner el acento en el análisis de trayectos temáticos en torno a objetos (las subsistencias), temas (la lengua política) e itinerarios de sujetos (los portavoces), lo que supone un trabajo de configuración de enunciados a partir de una gran dispersión de archivos, vuelvo al estudio dinámico de obras captadas en su génesis (Qu’est-ce que le Tiers –Etat?) a la luz de los manuscritos del joven Sieyès, o en sus efectos de resonancia (la lectura fichteana del discurso teórico de los legisladores-filósofos)”. Un primer balance de nuestras investigaciones sobre el itinerario intelectual de Sieyès se presentó en “L’individu et ses droits chez Sieyès”, en Regards sur les droits de l’homme, P. Ladrière et M. Fellous (eds.). Cahiers du centre de sociologie de l’éthique nº 3, CNRS, 1995.

[xxiii] En La Sainte Famille (1844) Marx establece un paralelo entre Proudhon y Sieyès en los siguientes términos: “La obra de Proudhon, Qu’est ce que la propriété? es tan importante para la economía política moderna como la obra de Sieyès Qu’est ce que le Tiers Etat? para la política moderna. Paris: Éditions sociales, 1969, p. 42.

[xxiv] Ver en particular E. Balibar, La philosophie de Marx, La Découverte, 1993

[xxv] Ver más particularmente su obra Triomphe et mort du droit naturel en révolution (1789-1795)¸Paris: PUF, 1992

[xxvi] Ver sobre este tema mi balance crítico de los estudios recientes sobre la Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano en “Les enjeux du débat autour de la Déclaration de 1789” , Recherches sur la Révolution française, La Découverte, 1991.

[xxvii] Estas preguntas se han formulado a partir de la idea de que la necesidad histórica de los estados de cosas se confronta siempre, y de manera aguda durante el periodo revolucionario,  a la posibilidad histórica de su superación en un mundo de libertades reales. Ver sobre este tema la obra fundamental de Michel Vadée, Marx penseur du possible, París: Méridiens-Klincsieck, 1992, del que he dado cuenta en la revista M(1993b).

[xxviii] La mayor referencia en este campo es el artículo de Habermas, traducido al francés, sobre “La souveraineté populaire comme procedure: un concept normatif d’espace public”¸Lignes, nº 7, 1989. He propuesto una aproximación al mismo, desde el punto de vista de los trabajos recientes sobre la Revolución francesa en “Espace public et Révolution française: autour de Habermas”, Raisons pratiques, 3. Pouvoir et legitimité. Figures de l’espace public. Paris: Éditions de l’EHESS, 1992. Conviene también tener en cuenta la obra mayor de Habermas, L’espace public (1962), traducida en francés por Payot, y su reevaluación reciente por el propio autor en “Espace public, trente ans après, Quaderni, nº 18, 1992.

[xxix] Ver el ejemplo del laboratorio marsellés, confrontado al argumento de soberanía, en mi obra ya citada Marseille républicaine. La apuesta metodológica de este ejemplo se precisa en mi estudio “Un argument en révolution: la souveraineté du peuple: l’expérimentation marseillaise (1793-94)”, Annales Historiques de la Révolution Française, nº 4, 1994.

[xxx] Esta dimensión fundamentalmente estética de la aprehensión del acontecimiento discursivo se precisa en mi estudio “L’argument philosophique en histoire: le laboratoire Révolution française”, Espaces/Temps, nº 49-50, 1992.

[xxxi] La Somme et le Reste, París: Meridiens/Klinckieck, 1989, pp. 233-238.

[xxxii] He propuesto una aproximación sintética de esta pluralidad de momentos, para el periodo 1789-1795 (con estos cuatro momentos: el momento de la radicalidad de 1789, el momento republicano (1790-1793), el momento montagnard del año II, el momento thermidoriano) en el estudio “Les moments de la Révolution française et la synthèse politique (1789-1795)”, en colaboración con Françoise Brunel, Recherches sur la Révolution française, Paris: La Découverte, 1991.

[xxxiii] La comparation (politique) à venir, en colaboración con Jean-Christophe Bailly, París: Christian Bourgeois, 1991.

[xxxiv] Ver sobre este tema los trabjos de Raymonde Monnier, en particular su obra L’espace public démocratique, París: Kimé, 1993, que tengo en cuenta en mi artículo sobre “Prises de parole démocratiques et pouvoirs intermédiaires pendant la révolution française”, Politix¸ nº 26, 1994.

[xxxv] Ver sobre este punto el pertinente análisis de Dimitri Nicolaïdis, “Faire de la politique aujourd’hui: détour para la Révolution française”, M, n1 64, septiembre 1993.

[xxxvi] P. Bergougnioux, “Le tremblement authentique”, Quai Voltaire, nº 3, 1991.

[xxxvii] Liberado en 1990 de la corriente conmemorativa, escribo con un bello entusiasmo y una cierta ingenuidad: “La historiografía de la Revolución francesa ha quemado sus últimos resplandores con el bicentenario. Hemos asistido al último fuego artificial: el baile de los “liberales” y de los “jacobinos” ha cerrado la fiesta. Ahora empieza la empresa de deconstrucción, fuera del fantasma de la generación braudeliana de la historia total”.

[xxxviii] Un breve resumen de mi andadura, formulado en 1990, precisa la dimensión anti-historiográfica de tal voluntad de recuperar a las razones prácticas de los actores, y de su traducción abstracta en el idealismo práctico alemán, hasta el joven Marx: “El tener en cuenta la singularidad del enunciado del archivo, en la descripción del acontecimiento, me prohibe el uso de una sistemática historiográfica a priori. Así mi trayectoria está profundamente inscrita en la historicidad. De la descripción de la dinámica del acontecimiento a la puesta en evidencia de la historicidad de las consignas, adopto una posición hermenéutica en la medida en que contribuyo a la elaboración de una tradición interpretativa distinta de los juicios de saber de la historiografía. Por otra parte, valorizo la dimensión reflexiva de los lenguajes de la Revolución francesa, al lado de lo “traducible de los lenguajes” (políticos, filosóficos, económicos), pensado por Marx en el momento en que habla, en relación a la revolución francesa, de la “lengua de la política y del pensamiento intuitivo””. Y añado un año más tarde, respecto a mi historicismo: “La idea de “una saturación de ideologías” (Althusser) en relación a lo real me repele. Veo en ello la negación de toda autonomía interpretativa de las configuraciones del pasado. De modo inverso, la preocupación de la historicidad, tal como la concibo, mide todo con la vara de la reflexividad del acontecimiento, de la inteligibilidad del momento y también de la organicidad de lo real (el momento impreciso del concepto)”.

[xxxix] La reciente publicación de las obras de Billaud-Varenne, Marat, Mercier, Sieyès, y otros, tiende actualmente a llenar este vacío conmemorativo.

[xl] Marseille rèpublicaine (1791-1792), op. cit.

[xli] Oeuvres complètes, La Plèiade, tome Y, pp. 673-675.

[xlii] Ver al respecto la obra de Lucien Calvé y François Furet, Marx et la Révolution française, op. cit. De que hicimos la reseña en Actuel Marx (1989b).

[xliii] En la tradición marxista corresponde a Gramsci, lector del Joven Marx, el haber insistido en la importancia del concepto de inmanencia, ya presente en Hegel a través del “concepto unitario del mundo en su desarrollo concreto”, Cahiers de prison, 10, Paris: Gallimard, 1978, p. 49. Gramsci añade a esta cuestión central: “Me parece que el momento concreto unitario debe identificarse en el nuevo concepto de inmanencia. Este concepto, proporcionado por la filosofía clásica alemana bajo una forma especulativa, se ha traducido de una forma historicista con ayuda de la política francesa y de la economía clásica inglesa”. Se pregunta: “Cómo la filosofía de la praxis ha llegado, a partir de la síntesis de estas tres corrientes vivas, a la nueva concepción de inmanencia depurada de todo rasgo de trascendencia y de teología”. Id. pp. 53-54

[xliv] He intentado precisar al respecto la apuesta que suponía para mi investigación sobre los lenguajes de la Revolución francesa en “L’argument philosophique en l’histoire: le laboratoire Révolution française”, op. cit. Escribo sobre ello en julio de 1992: “Hablo desde entonces, desde la lectura de los juicios de los legisladores-filósofos franceses y de los filósofos prácticos alemanes del periodo revolucionario, en términos de argumentos filosóficos en la medida en que el discurso revolucionario, al igual que sus traducciones alemanas, está explícitamente inscrito, con ayuda de tal o cual expresión (derecho, constitución, libertad, soberanía, etc.) en el universo de los principios. No es necesario así el recurrir a modelos filosóficos subyacentes, preestablecidos al modo rousseauniano. En la misma línea, reteniendo el aspecto sólamente regulador del derecho natural declarado, he recurrido necesariamente a la solución estética (el juicio que reflexiona kantiano) para la determinación de la parte universal de lo singular, en contra de todo modelo a priori””

[xlv] En un curso sobre Kant publicado en el Magazine littéraire, nº 207, mai 1984, y retomado en sus Oeuvres complètes. Paris: Gallimard, 1994.

[xlvi] L’enthousiasme: la critique kantienne de l’histoire, Paris: Galilée, 1986.

[xlvii] “Une flèche dans le temps présent”, número spécial de Critique sobre Foucault, aout-septembre 1986.

[xlviii] Philosophie par gros temps, Paris: Les Éditions de Minuit, 1989, p. 50.

[xlix] Qu’est-ce que la philosophie? Paris: Minuit, j1991, pp. 96-97.

[l] Steven Kaplan ha demostrado bien en Adieu 89 (Paris: Fayard, 1993) que los historiadores conmemoradores, al banalizar el lenguaje dirigido a los medios, han renunciado al estudio del acontecimiento revolucionario en provecho de una “discusión sobre las diferentes formas de organización social normativa, sobre los valores de la democracia (p. 683), o sea, sobre el orden democrático de las cosas que nos gobierna.”

[li] Cf. Lucien Calvé, Le renard et les raisins: la Révolution française et les intellectuels allemands (1789-1845), op. cit.

[lii] Sobre “la apertura de un ilimitado: tras esta “entente nueva del derech”, ver la obra de Marcel Gauchet, La Révolution des droits de l’homme, Paris: Gallimard, 1989.

[liii] “La Marsellaise o la invención quimérica de Jean-Paul Goude”, Mots, nº 31, juin 1992.

[liv] Cahiers de prison, nº 11. Paris: Gallimard, 1978, p. 199.

[lv] Es bien conocido que Marx en el Dieciocho brumario, insiste sobre el hecho de que la simple repetición del gesto revolucionario impide la emergencia de una conciencia revolucionaria en el presente. Ver al respecto Paul-Laurent Assoun, Marx et la répétition historique, PUF, 1978.

[lvi] La memoria de dos años de existencia de la RCP “Analyse de discours et lecture d’archive”(1982-1983), acontecimiento intelectual excepcionalmente denso para sus participantes, se ha conservado gracias al trabajo de Denise Maldidier sobre Michel Pecheux en L’inquiétude du discours, Paris: Éditions des cendres, 1991. Ver en particular su introducción a los textos de Pecheux, “(Re)lire Michel Pecheux aujourd’hui”, p. 71 y siguientes.

©EspaiMarx 2003

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