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Esto no es la Sexta Extinción. Es el Primer Exterminio

Justin McBrien

Del «apocalipsis de los insectos» a la «aniquilación biológica» del 60 por ciento de todos los animales salvajes en los últimos 50 años, la vida está cruzando a toda marcha todos los límites planetarios que podrían evitar que experimentase de nuevo una «Gran Mortandad«.

Pero las atrocidades que se están desarrollando en el Amazonas, y por toda la Tierra, no tienen un análogo geológico: llamarlo la «sexta extinción» es hacer que lo que es una erradicación activa, organizada, suene como una especie de accidente pasivo. Esto no es un asteroide o una erupción volcánica o una lenta acumulación de oxígeno en la atmósfera debida a la fotosíntesis de cianobacterias.

Estamos en medio del Primer Exterminio, el proceso mediante el cual el capital ha empujado a la Tierra al borde del Necroceno, la era de la nueva muerte necrótica.

Durante unos 500 años, la lógica del capitalismo de acumulación eco-genocida ha presidido tanto la erradicación física de la vida humana y no humana como la erradicación cultural de idiomas, tradiciones y conocimiento colectivo que constituyen la diversidad de la vida. Necrotiza la biosfera planetaria, dejando tras de sí solo descomposición. Quema la biblioteca prácticamente irrecuperable de la vida y simultáneamente erradica sus futuras obras maestras. No solo ocasiona destrucción física, sino también daño psicológico y traumas a medida que la gente ve sus tierras hundirse bajo el mar, ser inmoladas por el fuego y ahogadas en barro. El Primer Exterminio ha producido ya tal mundo de pesadilla que hasta los mapas de temperatura gritan agónicamente.

El espectro del Primer Exterminio se nos podría aparecer a todos, pero lo hace con crueles disparidades, creando un mapa de la geografía de las desigualdades históricas del capital.

Los pequeños estados isleños formulan planes para reubicar a sus poblaciones ya amenazadas existencialmente por el aumento del nivel del mar. Sucesos climáticos extremos como los huracanes Katrina y María afectan desproporcionadamente a las comunidades de color y de bajos ingresos, produciendo índices mucho más altos de víctimas en comparación con otros desastres de su magnitud y cuyos efectos son a menudo doblemente desastrosos, puesto que casi la mitad de estas comunidades viven cerca de «zonas de sacrificio» tóxicas. Sequías y hambrunas, como en Siria y Yemen, exacerban los conflictos y fuerzan a migraciones masivas de gente -la gran mayoría mujeres y niños- mientras los eco-fascistas ponen en marcha una política afectiva del agravio para volver la «emergencia climática» en su propio beneficio, proclamando eslóganes como «árboles antes que refugiados» mientras hacen llamadas al asesinato masivo.

Pero el debate más popular sobre la sexta extinción sigue cayendo en barrer pronunciamientos catastrofistas sobre la evidente responsabilidad de la «humanidad», a menudo olvidando mencionar la palabra «capitalismo» y aún mucho menos considerar su centralidad en la producción histórica de la extinción masiva.

Los trabajos del historiador del medio ambiente Jason W. Moore han demostrado que el capitalismo no es meramente un sistema económico, sino una ecología-mundo que busca «naturalezas baratas» para su explotación, un proceso que debe reensamblar perpetuamente la vida para penetrar en más y más fronteras de beneficio potencial. El capital debe reproducir sus medios de producción mediante su perpetua destrucción.

La importancia fundamental de la búsqueda de naturaleza barata y trabajo no pagado para el desarrollo histórico capitalista ha sido bien explorada por los académicos. No fueron la revolución industrial y su producción del «doblemente libre» trabajador asalariado, sino la esclavitud racializada, las cazas de brujas masivas y la destrucción de pueblos indígenas y ecologías los que produjeron las condiciones para el progreso del capital.

Hasta el presente, la acumulación de capital ha procedido mediante la desposesión violenta o el total asesinato de pueblos, seguido por la extracción necrótica de recursos que destruye su ecología local en aras de la acumulación. El resultado acumulado de este proceso, replicado a lo largo de todo el globlo, ha llegado a afectar a la vida a escala planetaria con transformaciones en el tiempo profundo mediante su propio borrado.

Es así como el capital capitaliza sus propias catástrofes, manteniendo la producción de «vida» bajo su dominio cada día y acelerando la muerte de la vida por toda la Tierra. Esto no es «destrucción creativa«, es simplemente auto-aniquilación.

Por esta razón la atención mundial se ha dirigido hacia el Amazonas este año. Quizá estos incendios consumirán los últimos vestigios de la fantasía de un orden internacional liberal osificado capaz de detener esta crisis planetaria.

Una malsana facción de pequeños autócratas ocupa el escenario para el último acto, ejemplares de decadencia kakistocrática y la apoteosis de un fango tóxico de neoliberalismo pútrido, catástrofe climática, supremacía blanca y tontadas conspirativas. El presidente Trump y el presidente brasileño Jair Bolsonaro son caricaturas del Primer Exterminio. La tragedia de la historia transcurre hoy simultáneamente con su farsa: la sonrisa de superioridad del charlatán de la prensa sensacionalista, el nuevo rostro de la banalidad del mal. Pero, en realidad, son dos caras de la misma moneda.

El capital «verde» es simplemente la objetividad fantasma, fetichizada, de la necrosis absoluta del capital. No es un intento contradictorio de cuadrar el círculo de la acumulación infinita de manera «sostenible» o de «salvar al capitalismo de sí mismo», sino, más bien, otra forma de acumulación que ve que la destrucción de capital crea una oportunidad para más beneficios. Autodenominándose la solución a esta destrucción, impulsa aún más su continuación al existir solo como otra opción para la acumulación cuando otros caminos están cerrados. Dejaría de existir sin la entropía necrótica a la que debe su razón de ser.

A medida que su monstruoso apetito empieza a consumir a la gente que previamente se había beneficiado de sus maquinaciones, el capital debe buscar confundir, volverse incoherente, convertirse en conspirativo, señalar hacia la «regeneración» etno-cultural mediante la violencia, y comerse catabólicamente su cuerpo pedazo a pedazo para sobrevivir.

Como un secuestrado con una bomba adosada a su pecho, el capital exige nuestro consentimiento o apretará el botón de la autodestrucción de la Nave espacial Tierra. Pero sus amenazas son vanas: el capital no es mayor que la vida; nunca lo subsumirá completamente bajo su voluntad. Puede soñar con Marte y nanorobots para nuevas fronteras de la mercantilización, pero lo único que todo esto ha dejado para vender son búnqueres.

La urgente amenaza del Primer Exterminio abre un horizonte de posibilidades para destruir finalmente lo que la ha precipitado: el dominio del capital. El Primer Exterminio no es la historia de algún tipo de «ruina común de las clases en lucha», ni es inevitable que este sea el resultado final.

El permitirse una postura a la moda «chic apocalítica«, el lamento para aprender «cómo morir en el Antropoceno» y otras elegías lloronas que se miran al ombligo por la «civilización» (que significa «civilización occidental» porque, por supuesto, su colapso es lo único que importa): todo este tipo de literatura sobre nuestra crisis ecológica es la mayor victoria para la ideología del capital necrótico hoy.

Centrarse en un futuro distópico permite a los privilegiados ignorar el horror distópico que ya existe hoy para una gran mayoría de población de este planeta. Como escribe el filósofo y activista ecologista Kyle Powys Whyte, muchos pueblos indígenas llevan mucho tiempo viviendo un «Antropoceno» distópico: está aquí, ahora, ayer. También han luchado una larga guerra existencial contra él.

La gran lucha histórica contra el Primer Exterminio del capital ha sido, y es, la lucha por la tierra y los derechos por lo común. Las naciones indígenas suponen menos del 5 por ciento de la población mundial mientras protegen el 80 por ciento de su biodiversidad. Los Protectores de las Aguas y Tierras Indígenas, cuyas campañas a menudo son dirigidas por mujeres, se enfrentan a una tasa mucho más alta de asesinatos y violencia estatal que los activistas no indígenas en el Norte Global. Desde la victoria del pueblo Lenca deteniendo la presa hidroeléctrica del río Gualcarque hasta la lucha de los Lumad en Filipinas contra la expulsión de sus hogares ancestrales por la minería, los pueblos indígenas están en la línea de frente de la guerra contra el capital necrótico.

Son sus luchas las que han creado la teoría y la praxis de la lucha contra el Primer Exterminio. Cualquier «Rebelión contra la Extinción [Extinction Rebellion]» debe seguir su ejemplo.

14 de septiembre de 2019
Fuente: Truthout
Traducción de Carlos Valmaseda

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