Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Entrevista a Francisco Erice sobre En defensa de la razón

Salvador López Arnal

El profesor Francisco Erice es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Oviedo y miembro de la Sección de Historia de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM).

En los últimos años, ha centrado sus investigaciones en los problemas de la memoria colectiva, la historia del comunismo y la historiografía. Fruto de ello son libros como Guerras de la memoria y fantasmas del pasado. Usos y abusos de la memoria colectiva (2009) y Militancia clandestina y represión. La dictadura franquista contra la subversión comunista, 1956-1963 (2017), así como numerosos artículos en revistas y capítulos en obras colectivas.

En Siglo XXI de España, Erice ha publicado E.P. Thompson. Marxismo e historia social (2016, junto a José Babiano y Julián Sanz, (eds.) y un capítulo en Historiografía, marxismo y compromiso político en España. Del franquismo a la actualidad (2018, José Gómez Alén, ed.) y En defensa de la razón (2020). En este último libro centramos nuestra conversación.

Son muchas las cuestiones que sugieren tu último libro. Tendré de dejar muchas de ellas en el archivo de “Preguntas pendientes”. Sobre el título: “En defensa de la razón”. ¿Qué razón defiendes en tu libro?

No, evidentemente, la “razón instrumental” tal como la percibe Adorno, como mecanismo de opresión; ni la posición ingenua de quienes identifican razón con “diálogo” (Habermas, Rawls). El libro defiende la razón como instrumento de conocimiento (racionalismo gnoseológico) y como fuente de orientación práctica (racionalismo psicológico, frente a la emoción y la mera voluntad). Filosóficamente -si se me permite la petulancia, porque no soy filósofo profesional- se situaría en la perspectiva de Marx, heredero y superador del racionalismo ilustrado y defensor del conocimiento racional del mundo vinculado a la acción para transformarlo. Políticamente, estaría en línea con lo que Gramsci llamaba reabsorber “las pasiones elementales del pueblo”, sin ignorarlas, dentro de una explicación del mundo “científica y coherentemente elaborada”; o lo que Hobsbawm invocaba al hablar de una “izquierda racional”, capaz de sobreponer la “razón de izquierda” a la “emoción de izquierda”, analizando la realidad y planteando no sólo lo que es -emotivamente- deseable, sino lo que resulta -racionalmente- posible.

El movimiento socialista revolucionario siempre interpretó, tal vez ingenuamente, la emancipación social como triunfo de la razón; recuérdese aquello de “la razón en marcha” de la letra del himno La Internacional.

Recuerdo, recuerdo bien esa razón en marcha. ¿Y por qué hay que defender la razón en nuestros días? ¿Sigues la estela del Lukács de El asalto a la razón? ¿Algún paralelismo?

Defender la razón es defender, como decía Marcuse, la posibilidad de actuar sobre la base del conocimiento y de “dar forma a la realidad conforme a sus potencialidades”. Como se dice en la Introducción del libro, de Lukács creo que debe rescatarse la idea de la existencia de al menos “afinidades electivas” entre irracionalismos y reaccionarismo político, pero su crítica resulta -como es sabido- demasiado rígida y mecánica, con excesivas influencias del estilo de pensamiento de la “guerra fría”. Yo volvería de nuevo a Hobsbawm y su conferencia “El desafío de la razón. Manifiesto para la renovación de la historia”, que arremete precisamente contra el irracionalismo posmoderno en el campo de la Historia. O a la extraordinaria Vida de Galileo de Brecht, que defiende la realidad (al menos la necesidad o posibilidad) de que los que trabajan con sus manos comprendan mejor el porqué de las cosas (que “nada se mueve si no es movido”). La razón aparece aquí como solidaria de la emancipación intelectual y social.

Acabas de citar a Brecht. Abres el libro con una cita de la Vida de Galileo precisamente, hay mucho Brecht en tu libro. ¿Qué pueden aprender los historiadores del dramaturgo y poeta alemán?

Lo que en el libro se comparte con Brecht es la intuición -que también se matiza- de la solidaridad entre conocimiento y emancipación, de la necesidad del conocimiento para “los de abajo” y del materialismo básico de quienes “trabajan con sus manos”. Y también su idea -que enlaza con la propuesta de Bourdieu de una “realpolitik” de la razón- de que el triunfo de esta no es una cuestión meramente intelectual, sino política; como dice el Galileo brechtiano, “la victoria de la Razón sólo puede ser la victoria de los que razonan”. Fernández Buey subrayaba acertadamente esta aspiración marxiana de Brecht de fundir ciencia y proletariado, defendiendo “la suave violencia de la razón sobre los hombres”.

Por lo demás, no sabría decir qué otras cosas pueden los historiadores, en cuanto tales, aprender de Brecht, más allá del placer intelectual de su lectura y el disfrute de sus paradojas, su inteligencia y su humor crítico insuperable.

Sobre el subtítulo: “Contribución a la crítica del posmodernismo”. ¿Un guiño marxista? ¿Un homenaje al gran clásico con eso de la “contribución a la crítica”? ¿Cómo hay que entender aquí el concepto de crítica?

La expresión es obviamente un guiño a Marx, que por cierto también se burlaba de cierta “crítica crítica” o de la critica idealista (“el arma de la crítica” nunca puede sustituir a la “crítica de las armas”). Crítica se opone aquí a pensamiento vulgar que no cuestiona la realidad tal como está configurada, o a dogmatismo.

La crítica no es mera destrucción o nihilismo, sino que trata de rescatar el núcleo racional de las teorías o formas de pensamiento, pero sin canonizarlas.

El ser, decía Aristóteles, se dice de muchas maneras (José María Valverde, en broma célebre, añadía: ¡hasta una cadena radiofónica lleva su nombre!). Tampoco son pocas las formas de conjugar el término-concepto de posmodernismo. ¿Qué entiendes tú por posmodernismo?

Esta variedad es evidente, pero la diversidad de las especies no tiene por qué negar la unidad del género. Y tampoco debe obnubilarnos que destacados posmodernos nieguen serlo. Por posmodernismo podemos entender, citando textualmente la definición de Terry Eagleton, “un estilo de pensamiento que desconfía de las nociones clásicas de verdad, razón, identidad y objetividad, de la idea de progreso universal o de emancipación, de las estructuras aisladas, de los grandes relatos y de los sistemas definitivos de explicación”. El posmodernismo cuestiona el pensamiento racional y la ciencia considerándolos formas de dominación, es relativista y escéptico sobre las posibilidades del conocimiento, otorga al lenguaje un papel generador casi absoluto y defiende una visión del mundo basado en las diferencias, la contingencia, las fracturas y la discontinuidad.

Hablando del lenguaje… Haces varias referencias en el libro a lo que llamas ‘giro lingüístico’. ¿En qué consiste ese giro? ¿Cuáles serían tus principales críticas?

El posmodernismo se sitúa en la estela de la filosofía del lenguaje contemporánea que otorga a esta facultad humana el papel central en la construcción de la realidad, y en lo que, al menos desde los años setenta del pasado siglo, se empieza a llamar “giro lingüístico” en las ciencias sociales.

El reconocimiento de que el lenguaje es algo más que un mero instrumento comunicativo es, sin duda, importante, al igual que el papel de la retórica en la construcción de las identidades y prácticas colectivas, por ejemplo. El problema surge cuando se considera al lenguaje como un factor que funciona al margen de cualquier anclaje o soporte social o de las realidades “materiales”, independientemente de las condiciones sociales de su producción, reproducción y uso; o cuando se reducir la realidad a la pura comunicación o a un universo de intercambios simbólicos, que no deja de ser una forma, a veces extrema, de idealismo.

Aunque algunos piensen que simplifico o que ignoro la profundidad de las posiciones pan-lingüísticas, o que es una forma burda de decirlo, prefiero pensar, con Marx y Engels, que los pensamientos y el lenguaje no forman un mundo aparte, sino que son, con toda su complejidad, “expresiones de la vida real”.

Leyéndote es casi inevitable que no vengan a la memoria, y más de una vez, las Imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont. ¿Te has inspirado en las Imposturas? ¿Has pretendido seguir la crítica de estos autores centrándote, esencialmente, en asuntos historiográficos?

Coincido con ellos en el sentido de su crítica al posmodernismo por su renuncia al conocimiento científico y racional como factor emancipador y en lo que ello tiene de potencialmente reaccionario (al desarmar el pensamiento crítico). Creo que tienen razón en su denuncia del pensamiento posmoderno como estrategia de oscurecimiento voluntario y, por supuesto, resulta ilustrativa y a la vez divertida la denuncia de sus imposturas y charlatanería científica que supuso el falso artículo de Sokal imitando la terminología de autores posmodernistas, que fue tomado por bueno, elogiado y publicado enSocial Text, una prestigiosa revista de esa orientación. Pero el planteamiento de la influencia en la Historia o las ciencias sociales tiene también otras dimensiones (ruptura de la idea de causalidad o de referencialidad de las fuentes, fragmentación, etc.).

Algo poco frecuente, a día de hoy, en libros de orientación marxista como el tuyo: las numerosas referencias que haces a la obra de Gustavo Bueno. ¿Te sigue interesando su materialismo, su filosofía general, su concepción de la historia?

Mi admiración por Gustavo Bueno viene de mi época de estudiante, de mi primer deslumbramiento tras la llegada a la universidad. Aun hoy, sus textos me siguen deslumbrando, aunque de manera desigual y desde posiciones absolutamente antagónicas con sus orientaciones políticas de las últimas décadas. Me interesa el Bueno de los “Ensayos materialistas”, el que pretendía construir una filosofía materialista superando las limitaciones y estrecheces del Diamat, el de su teoría de la ciencia y también de algunos trabajos sobre la Historia, incluso su tesis -aunque no siempre coincida en sus conclusiones- de “vuelta del revés” del viejo marxismo. Es decir, el Bueno que se movía, en cierto modo, en el espacio de una reconstrucción del marxismo, o que creo que aún aporta elementos para ello.

Me interesa mucho menos o no me interesa su “idea de España” o su teoría de los imperios, su filosofía política, etc. Y me produce verdadera repugnancia ver sus tesis reproducidas parcial y sesgadamente -aunque el propio Gustavo contribuyó a ello- por una secta reaccionaria que, a lo mejor si pudiera y llegara al poder, quemaría alguno de sus libros por materialista y ateo.

¿Estás hablando de VOX?

Claro. Vox y todo el entorno de la derecha radical española y sus “think-tanks”, medios de comunicación afines, etc.

Divides el libro en tres partes. La primera lleva por título “El retroceso del marxismo y el auge del posmodernismo”. ¿Puedes explicar brevemente qué causó el retroceso del marxismo? ¿En qué ámbitos retrocedió? ¿Sigue estando en retroceso?

Creo que el retroceso del marxismo, tal como explico en el libro, tiene dos razones fundamentales. La primera es la derrota política, más que intelectual, de los proyectos de transformación social que en él se inspiraban. La segunda es la incapacidad de afrontar el análisis de nuevos fenómenos que surgen desde la década de 1970 (cambios en la composición de la clase obrera, transformaciones culturales, surgimiento de nuevos movimientos y contradicciones sociales, etc.). De esta incapacidad y esta derrota emerge el posmodernismo como una alternativa que, finalmente, no supera las limitaciones del viejo pensamiento marxista, sino que niega radicalmente sus potencialidades. Desde luego el retroceso ha sido fuerte en la Historia y creo que también -aunque quizás menos o más desigual- en las ciencias sociales. En todo caso, nunca ha dejado de haber un pensamiento marxista con figuras importantes, aunque no hegemónico. En los últimos años, se han formulado diversos planteamientos en el sentido de recuperar o reconstruir el pensamiento marxista en diversos campos; eso ha hecho mucho más fácil mi trabajo en este libro porque, gracias a ello, la mayor parte de los argumentos que manejo puedo tomarlos prestados de otros autores más solventes que yo.

Por la misma senda que la pregunta anterior: ¿qué posibilitó el auge del posmodernismo? Desde la opción marxista que defiendes, ¿algo que aprender de sus críticas?

Hay bastante coincidencia en que el posmodernismo surge de la crisis de los proyectos emancipadores y se encarna bien en una intelectualidad cada vez más escéptica o desentendida de la crítica al sistema económico-social y más exigente en cuanto a libertades personales y “estilos de vida”. El problema es que hace suya la lógica de esa crisis y nos sitúa ante un mundo inexplicable y caótico y adopta una actitud relativista en los valores y escéptica ante cualquier proyecto de cambio social. Hay al menos tres ideas (tal vez otras) que es importante apuntar en el haber de los posmodernos: la crítica a las teleologías del progreso; el cuestionamiento de las interpretaciones deterministas. y -sobre todo en Foucault- la constatación de las relaciones entre saberes y poderes. El problema es que la primera da lugar, en sus textos, a la negación de todo sentido del desarrollo histórico; la segunda a un indeterminismo absoluto (a la pura “contingencia”), y la tercera a un “constructivismo radical”, un escepticismo y un relativismo que niegan toda posibilidad de verdad objetiva.

Hay una referencia y comentario en tu libro, sorprendente para mí, sobre El queso y los gusanos de Ginzburg. ¿Este ejemplo de “microhistoria”, deslumbrante en mi opinión, alimentó también las críticas posmodernas en contra de los “grandes relatos”, de la macrohistoria?

El queso y los gusanos, que a mí también me parece deslumbrante, y la microhistoria en general, no se presentan como manifestaciones del posmodernismo, sino como reflejo de un clima historiográfico general en el que entran en cuestión los paradigmas estructurales y excesivamente deterministas. Los referentes teóricos de esta corriente son diversos y eclécticos. Pero Ginzburg no es un posmoderno; baste ver las diferencias en cómo trata a su personaje (Menocchio), ensanchando los límites de lo individual pero sin negar las reglas sociales, frente a un Foucault que, al tratar del asesino Pierre Rivière, excluye cualquier interpretación para no forzarlo -dice- reduciéndolo a la razón ajena.

Ginzburg tiene claro -y así lo recalca- que de la propia época y clase “nadie se escapa” y que los individuos pueden optar entre diversas posibilidades latentes, pero dentro de una “jaula visible e invisible” que construyen la lengua y la cultura, ejerciendo dentro de ella una “libertad condicionada”. Las críticas más importantes que pueden hacerse a la microhistoria van por otras vías; por ejemplo, por las dificultades de reconstruir el sentido de las acciones individuales sin el conocimiento previo enmarcador de los contextos sociales y culturales en las que se producen.

Te has referido a Foucault en dos ocasiones pero tengo que preguntarte: ¿también Michel Foucault, desde tu punto de vista, es un pensador posmoderno?

Lo es sin duda alguna. No por casualidad se le considera (junto con Derrida, Barthes, Deleuze y algún otro) una de las figuras fundamentales de lo que en Estados Unidos se ha conocido como French Theory, del posestructuralismo, eje central del posmodernismo. Pero, además, Foucault refleja como pocos algunos de los rasgos cardinales del pensamiento posmoderno, entre otras cosas por su conexión directa con Nietzsche: la fragmentariedad y la discontinuidad (piénsese en su teoría de las “epistemes”, sus libros sobre la locura o la prisión, etc.), la ruptura con la idea de causalidad y el descriptivismo (su seguidor Paul Veyne, lo califica como el primero historiador “totalmente positivista”), la negación de la objetividad, etc.

Otra cosa es que Foucault sea, dentro de los posmodernos, el mas interesante, al menos para los historiadores, con algunas aportaciones -y sobre todo sugerencias- importantes.

¿Nos puedes citar alguna de sus aportaciones importantes?

En realidad, más que aportaciones sólidas, yo diría intuiciones o incluso ideas-fuerza que han estimulado investigaciones históricas o sociológicas relevantes, aunque representen también factores de debilidad conceptual o desviación de los enfoques con respecto a otras posibilidades fructíferas. Pienso por ejemplo en su noción del “poder difuso”, la relación entre saberes y poder, su interés por los márgenes, el análisis de los “sistemas disciplinarios” o incluso -aunque a mí no me parecen especialmente interesantes- sus nociones de biopolítica, de gubernamentalidad o poder pastoral. Son ideas que han generado y generan debates. Aunque en una entrevista reciente convertían una frase incidental mía, donde afirmaba que probablemente Foucault estaba sobrevalorado, en titular llamativo, no pretendía con eso negar todo valor a su obra. Ni siquiera soy, en esto, la mitad de radical que Thompson, que decía que Foucault era “un charlatán”, o de Ginzburg, que lo reducía en gran medida a “una nota a pie de página de Nietzsche”; o incluso del gran marxista español, fallecido hace unos años, Juan Carlos Rodríguez, que relacionaba lo que denominaba “mito Foucault” con un cierto “antimarxismo sutil”.

Sobre estas cuestiones me remito al libro, donde se habla más extensamente de todo ello.

Ciertamente, le dedicas un capítulo entero, el IV, “Miseria y grandeza del foucaultismo”, título que de nuevo recuerda a Brecht, el del “Terror y miseria del Tercer Reich”.

Hablabas antes de Nietzsche: ¿por qué, como afirmas, Nietzsche y Heidegger son dos predecesores reaccionarios del posmodernismo?

Al hablar de ambos pensadores como precursores del posmodernismo no descubro ningún secreto, porque son las dos grandes figuras influyentes, en mayor o menor medida, en los autores posmodernos. Es bien conocido, por ejemplo, el fuerte influjo heideggeriano en Derrida, o el quizás aún mayor nietzscheano en Foucault. Del carácter política y socialmente reaccionario de ambos filósofos alemanes creo que no caben demasiadas dudas, por más que se haya intentado interpretar a “Nietzsche contra Nietzsche” o “Heidegger contra Heidegger”.

El rechazo al racionalismo ilustrado, las idas de diferencia o discontinuidad, el papel central del lenguaje, el relativismo y tantos otros elementos del pensamiento posmoderno se inspiran en gran medida en ellos. Al presentarlos, en el libro, bajo el epígrafe de “Dos precursores reaccionarios”, se intenta resaltar el llamativo contraste entre pensadores posmodernos sedicentemente de izquierdas y la influencia determinante en ellos de pensadores tan ultraconservadores como los dos citados, o la de Carl Schmitt entre los politólogos posmodernos.

Es difícil pensar que puedan separarse tan radicalmente sus opiniones políticas del resto de sus ideas. Visto así, hablar de “nietzscheanos de izquierdas” o “heideggerianos de izquierdas” va más allá de un simple oxímoron o una “contradictio in terminis”.

También incluyes a Laclau y Mouffe entre los pensadores posmodernos. Sin embargo, como sabes, no sé si con inconsistencias, algunas formaciones políticas de la llamada nueva izquierda reivindican su pensamiento, su concepción de la política y lo político. ¿Es posible entonces un posmodernismo político de izquierdas?

Laclau y Mouffe son claramente posmodernos; sus influencias declaradas y el desarrollo de sus esquemas de análisis son, en ese sentido, inequívocos. También lo son (aunque con más matices) Negri y Hardt en su teoría del Imperio. Y hay también un “posmodernismo desde el Sur” con muchas variantes (Boaventura de Sousa Santos, Dussel, Aníbal Quijano, etc.).

El posmodernismo ha influido mucho en los a veces llamados “nuevos movimientos sociales” y en los análisis histórico-sociales ligados a los mismos (Historia de género, Cultural Studies, Estudios poscoloniales, etc.). Eso significa que hay, evidentemente posmodernismo que se reivindica de la izquierda, y cuyos defensores son muchas veces firmes y consecuentes militantes de la izquierda. Por eso es importante el debate, la confrontación crítica con estas posiciones desde la izquierda de orientación marxista, para delimitar posiciones de manera clara, pero, por supuesto, entendiendo que estas diferencias no deben excluir las posibles y necesarias colaboraciones prácticas.

En el caso de Laclau y Mouffe, defensores de un “posmarxismo” teórico que se proyecta políticamente como “populismo de izquierdas”, creo que cabe reprocharles, desde posiciones marxistas, su remisión al campo lingüístico de las contradicciones sociales, la separación de lo social (que prácticamente se difumina) y lo político, la ambigüedad de sus posiciones sobre la transformación social o la concepción de la política como una movilización sobre la base de las emociones y los sentimientos, tremendamente peligrosa por su potencial irracionalismo, que condena objetivamente a los movilizados a una posición subalterna.

¿Ha habido aportaciones importantes, destacables y reconocidas, del posmodernismo en el ámbito de la historia, o sus reflexiones se han centrado más bien en la metahistoria o en la filosofía en general? ¿Hay historia posmoderna interesante por decirlo de algún modo?

Suele decirse que hay mucha reflexión teórica posmoderna en el campo de la Historia (Hayden White es un claro ejemplo), pero pocos historiadores posmodernos, y creo que es cierto, aunque con algunos matices. La razón está en que llevar a la práctica postulados posmodernos extremos supone atentar contra la misma lógica del oficio de historiador; no es de extrañar que uno de los defensores de estas tesis, Jenkins, llegue a pronosticar el fin próximo de la Historia (de la Historia como disciplina) y hable de futuras sociedades que ya no necesiten a los historiadores. Por eso lo que sí hay es una amplia gama de influencias parciales o de posmodernismo light o moderado. Y, sobre todo, un clima propicio a la difusión de este tipo de planteamientos, siempre mezclado con otros o matizado. La Historia posmoderna más completa, lo que sus cultivadores llaman, por ejemplo, la Historia postsocial, es hoy bastante minoritaria.

Pero esto que señalas del fin de la historia como disciplina científica o la consideración de que de hecho nunca lo fue, ¿no son también tesis o consideraciones próximas a Althusser o a sus discípulos o seguidores?

La proximidad de Althusser a algunos de estos autores es evidente (por ejemplo, su influencia en Laclau), aunque, en todo caso, Althusser tenía una concepción “cientifista” del marxismo y hablaba pomposamente de Marx como descubridor del “continente de la Historia”. A lo mejor parte del problema es qué entiende por ciencia o la contraposición ciencia-ideología.

Para los historiadores, creo que los dos principales problemas que plantea Althusser tienen que ver con el “anti-historicismo” y “anti-empirismo” por un lado, y el “antihumanismo” por otro. Thompson percibió bien -aunque no sé si lo formuló del todo correctamente- los efectos deletéreos para la Historia de un “anti-empirismo” que degenera en “teoricismo”, rompiendo el “diálogo” de la construcción teórica con el material empírico. El antihumanismo, además, degradando el papel de la acción humana, refleja el carácter “políticamente sombrío” del marxismo althusseriano, como decía Eagleton, reforzado por su noción de ideología, que subraya la opacidad necesaria de los procesos sociales incluso en el ámbito de una hipotética sociedad emancipada.

¿Cuáles serían tus principales críticas a lo que llamas historia de género?

La llamada “Historia de género”, y no digamos ya la Historia de las mujeres, noción más amplia pero estrechamente relacionada con ella, han hecho aportaciones verdaderamente sustanciales a la renovación historiográfica de las ultimas décadas. Lo que el libro critica no es este campo historiográfico, ni la noción en sí de género, entendido como construcción cultural de los roles atribuidos a hombres y mujeres. Más bien se cuestiona una determinada manera de definir el género, vinculada precisamente a las teorías posmodernas, que entiende las diferencias como mera construcción lingüística y se desvincula del estudio de las relaciones materiales y sociales que afectan a las mujeres.

Es esta Historia reductivamente “culturalista”, tremendamente peligrosa además para la misma legitimación de los movimientos feministas, la que debe ser teóricamente combatida. Hay, por el contrario, intentos de imbricación de género y clase o de explicación histórica materialista de la historia de las mujeres, ligada a las condiciones materiales de su existencia, sin olvidar -claro está- los factores culturales, que constituyen una vía de desarrollo historiográfico verdaderamente prometedora para el futuro.

La tercera parte de tu libro lleva por título “La historia marxista después de la tormenta. Propuesta para una reconstrucción”. Son muchas las sugerencias y tesis que en ella defiendes. Sobre algunas de ellas. ¿Qué fue Marx en tu opinión? ¿Un economista, un filósofo, un revolucionario, un historiador? ¿Todo en uno?

Humildemente, debo reconocer que esta tercera parte tiene quizás más sugerencias que tesis perfiladas. En todo caso, sin querer decir que en las dos anteriores se planteen los análisis de manera más sólida o afianzada, me pareció que era más oportuno subrayar, en esta parte final, el carácter abierto de los debates sobre cómo reconstruir un marxismo historiográfico que recoja lo mejor de la tradición materialista y a la vez no se repliegue sectariamente frente a las contribuciones del propio desarrollo de la Historia como disciplina.

Con respeto a la identificación “gremial” de la obra de Marx o en el encasillamiento de su figura, creo que posee todas esas dimensiones y alguna más. Pero todas ellas, lejos de superponerse, se integran en una visión unitaria, como Schumpeter supo ver bien a propósito de la Economía y la Historia. Creo que Marx absorbe y combina muchos ingredientes y perspectivas, pero nunca es “ecléctico”. Quizás la dimensión central más justificable de su obra sería la de filósofo, más que de científico. Y por supuesto, la de revolucionario, que asume la “crítica de las armas” como realización del “arma de la crítica”.

Desde luego, no es exactamente un historiador, pese a que Pierre Vilar le gustaba identificarlo como tal (las obras de Marx, si acaso, nos recuerdan a las actuales Sociología histórica o Historia del Presente), por su evidente y fundamental tendencia a “pensarlo todo históricamente”.

¿La teoría marxista de la historia es una disciplina científica? Si lo fuera, ¿qué tipo de ciencia sería?

Ni la teoría marxista es una disciplina científica ni el marxismo es una ciencia. Pero sí creo que la concepción marxista, racionalista, materialista y crítica, nos ayuda a la construcción de la Historia como ciencia. El marxismo lo que nos ofrece o nos permite construir es una teoría de la sociedad que funcione como un “horizonte metodológico” o “ideal regulativo” (tomo las expresiones de Moradiellos) para el análisis de los materiales históricos. Pero no hay una “ciencia marxista”, como no la hay “proletaria” o “feminista”.

Las ciencias, sin que ello implique sacralizarlas, representan el horizonte máximo de racionalidad metódica y sistemática alcanzado por las sociedades humanas. Hablar de la Historia como ciencia se sitúa en las antípodas del posmodernismo, que la identifica en lo esencial con la Literatura o la ficción, o que niega principios esenciales como el de causalidad, determinación o continuidad. Obviamente, la Historia es una ciencia “humana”, en la que el sujeto operatorio (el historiador) es imposible de neutralizar del todo (como sucede en las ciencias físico-naturales) en el proceso de construcción del conocimiento. Pero existen mecanismos que permiten alcanzar grados de veracidad significativos (la crítica rigurosa de las fuentes, los principios deontológicos del trabajo del historiador, la socialización “gremial” o el contexto institucional de los conocimientos, etc.), que permiten a la Historia figurar decorosamente en el campo de las ciencias humanas o sociales que se ha ido institucionalizando a lo largo de los dos últimos siglos. Creo que la teoría de la ciencia de Gustavo Bueno plantea correctamente el asunto, sin renunciar al análisis sociológico de la misma, pero no incurriendo en el sociologismo o el relativismo.

¿Por qué es tan importante la categoría “totalidad histórica”? ¿No es, de hecho, un objetivo inalcanzable, un idea regulativa en todo caso?

La idea de totalidad, que yo diría que comparten prácticamente todos los historiadores marxistas y muchos que no lo son, es importante para entender la historia como un conjunto de elementos jerárquica y complejamente interrelacionados. Todo esto confronta de nuevo con el posmodernismo, que niega la existencia de una lógica unitaria en la realidad histórica-social, lo cual nos impide entender su funcionamiento y actuar sobre ella. Por eso los posmodernos ven la realidad como pura fragmentación, una sucesión de “diferencias irreductibles”, y niegan cualquier dialéctica integradora.

Dicho esto, la dialéctica totalizadora marxista no debe ser vista como anuladora de las heterogeneidades, ni entendida en una perspectiva teleológica. Historia total significa, por ejemplo, interrelación entre lo social, lo político y lo cultural (cosa, que, por cierto, los posmodernos vuelven a negar). Historia total “no es decirlo todo de todo” pero sí, como decía Lukács, tener en cuenta que los acontecimientos o elementos históricos solo pueden entenderse en su profundidad dentro de la totalidad de la que forman parte. Si bien es cierto que, en términos prácticos, como señalaba Fontana, construir esquemas totalizadores que luego se apliquen al análisis de realidades concretas se ha hecho más complejo en nuevos tiempos, con la ampliación exponencial del campo temático de la Historia.

Citas en numerosas ocasiones dos grandes intelectuales marxistas: Thompson y Hobsbawm. ¿Son dos clásicos de la tradición que no debemos olvidar? ¿Podemos seguir aprendiendo de ellos?

Desde luego, son dos figuras cumbres, por otra parte bastante diferentes entre sí. Thompson nos ofrece un marxismo muy abierto, celosamente preocupado por el análisis empírico, el protagonismo humano y la dimensión cultural, sensible a las mejores influencias de la tradición empirista. Hobsbawm nos proporciona, a mi entender, una propuesta más equilibrada de análisis histórico (por ejemplo, entre lo estructural y la human agency, sin la brillantez y la capacidad de seducción de los trabajos de Thompson, pero seguramente desde posiciones marxistas algo más sólidas. Pero no se trata de elegir ni, por supuesto, de quedarnos reducidos a estos dos grandes historiadores que, por otra parte, no deben ser vistos -ni ellos ni cualquier otro- como modelos a seguir.

Lo mismo te pregunto sobre Gramsci y Benjamin que sin duda fueron dos grandes (o grandísimos) filósofos marxistas del siglo XXI. ¿Siguen teniendo mucho que enseñarnos?

Por supuesto que son dos referencias fundamentales. En todo caso, en lo que se refiere a la Historia, creo que su utilidad es diferente. Benjamin nos alerta lúcidamente sobre los riesgos de la idea de progreso, el tiempo “plano” de la manera positivista de hacer Historia, la importancia de algunos fenómenos culturales, etc. Sin embargo, el componente místico-religioso-utópico de sus tesis sobre la Historia y su idea de la ruptura y el salto histórico reducen, a mi entender, su utilidad para una reconstrucción del marxismo como sociología del pasado.

En cambio, la utilidad de Gramsci (por cierto abusivamente utilizado, incluso por los posmodernos) sigue siendo fundamental. Además de los campos en los que sus textos han incidido más (la política en sentido amplio, la cultura popular, los intelectuales…), leyendo a Gramsci uno tiene siempre la sensación de que, en la mayor parte de los dilemas sobre por dónde encaminar el análisis, casi siempre nos proporciona posiciones adecuadas y orientaciones valiosas. Por supuesto, tampoco hay que convertirlo en una especie de gurú, y menos en el emblema del marxismo crítico frente al dogmático, es decir, utilizar a Gramsci como ariete contra el marxismo, como hacen realmente Laclau o Mouffe o algunos exponentes de los Cultural Studies.

¿Qué opinión te merece aquel lema (althusseriano), tan de moda hace unos años, de que “la historia es un proceso sin sujeto ni fines”? ¿No somos los seres humanos los protagonistas de la historia? Si no lo fuéramos, ¿quiénes o qué entonces?

Como ya he señalado, el “antihumanismo” de Althusser (como, en otro sentido, el de Foucault) creo que conduce a callejones sin salida en el análisis histórico y tiene efectos políticos potencialmente demoledores. Marx decía que la historia la hacen los seres humanos, pero no a su libre albedrío, sino con las condiciones heredadas del pasado. Si para algo positivo han servido algunas de las nuevas corrientes historiográficas es para volver a plantear el papel de la acción humana (incluso los espacios y límites de la acción individual). Negar esta acción o el papel relativo y siempre condicionado de las acciones humanas nos conduce, se quiera o no, a una visión histórica mecánica y determinista; aunque subrayar esta acción en términos voluntaristas y negar los constreñimientos estructurales nos lleva también a lo que Marx llamaba “robinsonadas”, a la absurda idea posmoderna de la “pura contingencia” o al olvido de que el individuo no existe sino como producto y parte de la sociedad.

¿Hay o no hay progreso histórico en tu opinión? ¿Seguimos avanzando aunque sea por el lado peor de la Historia?

Actualmente, hay una amplia coincidencia -y yo la comparto- en que las visiones de progreso de matriz ilustrada, base de las visiones de la historia avanzando casi linealmente hacia una futura meta emancipadora (política o socialmente) inexorable son indefendibles. Es verdad que muchas teorías históricas talladas en gran medida sobre esos supuestos (incluido el propio marxismo clásico) no eran tan planos o unilaterales como se nos hace ver. Pero, en todo caso, la idea fuerte de progreso ha caducado. Hoy casi nadie piensa que el socialismo o el “fin de la historia” de base liberal sean resultados inevitables.

Pero eso no significa que debamos entender la historia como un campo de infinitas y no condicionadas posibilidades; si todo fuera posible o si la acción de los individuos se moviera en la más absoluta de las contingencias, no necesitaríamos la explicación histórica, sino la mera constatación a posteriori de lo sucedido. Tampoco podemos aceptar una Historia sin rumbo ni lógicas y regularidades (no leyes estrictas) detectables, sino de márgenes de acción o libertad “condicionados”. Podemos también manejar concepciones limitadas o sectoriales del “progreso”… El tema es, sin duda, muy complejo.

Cuarenta años después, ¿qué opinión te merece, a día de hoy, la obra de Gerald Cohen, La teoría de la historia en Marx. Una defensa?

El libro de Cohen me sigue pareciendo un verdadero monumento de erudición marxista y un impresionante y profundo esfuerzo clasificatorio y de organización de las ideas de Marx sobre la historia. Pero su interpretación “tecnológica” (primacía de las fuerzas de producción, etc.), más allá de su mayor o menor fidelidad filológica a los textos de Marx, me parece equivocada.

Más en general, ¿ha dejado huella en el ámbito de la historia lo que en su día se llamó marxismo analítico?

El llamado marxismo analítico creo que peca, en general, de demasiado academicista. Finalmente, su expulsión del hegelianismo y la dialéctica y el encaje de teorías económicas neoclásicas, microsociologías y teorías de la “elección racional”, probablemente “desmarxistiza” más al marxismo de lo que lo renueva y rejuvenece. Son interesantes las criticas que le hacía, en su momento Ellen M. Wood, que subrayaba la tendencia a converger de esta corriente (sobre todo la teoría de la “elección racional”) y otras teorías posmarxistas y posmodernas.

De todos modos, lo de “marxismo analítico” ha sido un rótulo bajo el cual se encuentran seguramente realizaciones de muy distinto pelaje y valor. Dejando a un lado a Cohen, me parecen menos interesantes, por ejemplos, las cosas que conozco de Roemer (su peculiar “teoría de la explotación”) o Elster (por ejemplo, su uso de la “teoría de los juegos”) que los espléndidos trabajos antiguos y más recientes de Eric Olin Wright sobre las clases, o los brillantes textos históricos y económicos de Robert Brenner.

Cuando se habla de economicismo marxista o pseudomarxista, ¿de qué se está hablando exactamente? ¿Cuáles serían tus principales críticas?

Estaríamos hablando, en origen, de la reducción del materialismo histórico a una “concepción económica” de la historia, tal como lo planteara Engels, por mucho que luego el compañero de Marx intentara inútilmente diluir la idea de determinación económica con aquello de “determinación en última instancia”. O de las visiones convencionales de la relación base-superestructura, dualidad realmente desgastada y hoy inservible, que tanto crispaba ya al mismo Gramsci, cuando criticaba ácidamente a quienes hacían de la estructura económica una especie de “dios desconocido”. No es cierto que la “base económica” lo determine todo, porque además la economía está también impregnada de elementos culturales (ya decían los clásicos que es siempre Economía política y trasunto de las relaciones sociales).

No puede ignorarse el peso de la producción de la vida material y la distribución de los recursos en cualquier sistema social, incluso la necesidad o la posibilidad de utilizarlo como “punto de partida” para el análisis de la totalidad social, pero materialismo no es economicismo. Me parece que la tesis central del materialismo histórico se formula mejor, dentro de su vaguedad, como “determinación de la conciencia por el ser social”.

El peligro de una guerra con armas nucleares, el cambio climático, ¿no lo cambia todo? ¿No debería cambiar también nuestra forma de hacer historia?

Cambia muchas perspectivas políticas, pero creo que no tanto la concepción de la historia en un sentido general. En primer lugar, las guerras y los problemas ecológicos nos muestran que la perspectiva de un futuro emancipado no responde a una “necesidad histórica”, sino que es una opción junto con otras mucho menos halagüeñas. Este ataque a nuestro viejo “optimismo histórico” es, sin duda, fundamental. Pero, en segundo lugar, ni uno ni otro problema están exentos de lógicas sociales. No debemos entender los factores ecológicos como puramente tecnológicos ni interpretarlos desde perspectivas místico-religiosas de rechazo de la acción humana sobre la “madre tierra”, sino como factores incardinados en procesos y sistemas sociales específicos. Del mismo modo que lógicas como la que supuestamente describía Thompson del “exterminismo” son también sociales.

La contemplación de estos grandes problemas civilizatorios debe enriquecer nuestra visión del pasado, pero creo que no anula los rasgos esenciales de la visión materialista de la historia.

El último capítulo del libro lleva por título: “La crítica de las armas: por una historia políticamente implantada”. ¿Qué características debería tener esa historia marxista que vindicas? ¿No es acaso un pelín inconsistente hablar de la historia como disciplina teórica y señalar luego que debe estar políticamente implantada? ¿No se introduce así la ideología en el seno de la práctica científica?

La “implantación política de la historia”, tal como se plantea en el libro, es una idea tomada casi metafóricamente -no sé si de manera afortunada- de tesis aplicadas a la Filosofía por Gustavo Bueno. Pretende señalar el anclaje objetivo de la disciplina en las relaciones políticas y sociales, su construcción crítica, pero a la vez su engarce en las contradicciones de la vida social. Engrana, como Bueno señalaba, con las tesis centrales del materialismo histórico. Se trata de rechazar la condición de la Historia como una disciplina suministradora de conocimiento “puro”.

En modo alguno pretende defender una Historia partidista, anclada en el activismo o instrumentalizadora. La visión gnóstica o supuestamente imparcial de la Historia tampoco obvia las condiciones de esa politización, aunque no se sea consciente de ella. Porque no es una cuestión básicamente subjetiva o un mero principio deontológico o ético. Aunque el tema es evidentemente muy complejo, no supone dejarse llevar por la ideología o defender el relativismo o la visión, a la manera zdanovista, de una “historia proletaria”. Supone, por el contrario, la idea de una solidaridad de fondo entre una Historia científicamente concebida, el desentrañamiento de las contradicciones sociales y la voluntad de coadyuvar a la intervención política sobre las mismas.

¿Quieres añadir algo más?

Creo que el cuestionario es lo suficientemente exhaustivo como para tener poco que añadir, salvo que explicara más extensamente lo ya dicho. En todo caso, me gustaría resaltar, en primer lugar, que En defensa de la razón está construido básicamente sobre (y a veces en contra de) argumentos de otros autores, entendiendo que el debate sobre los temas que en él se plantean es un debate colectivo. Y en segundo lugar, que estos argumentos se despliegan de manera abierta y escasamente dogmatizada, con la contundencia que exige la pretensión polémica, pero sin albergar en ningún caso la petulancia de dar nada por cerrado o asentado.

Doy fe de ello como lector. Muchas gracias por tu tiempo…y por el libro, por tus libros.

Fuente: El Viejo Topo, septiembre de 2020

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