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De la memoria militante como educación política: Sobre «Un viaje inútil, o de la política como educación sentimental» de Rossana Rossanda

Antón Corpas

Sobre «Un viaje inútil, o de la política como educación sentimental» de Rossana Rossanda(1)

 

inSurGente (Antón Corpas).- La noción de «realismo», por lo general, es confiscada por el pragmatismo de terciopelo y paso corto cuando no por la resignación. Lo real suele ser un pretexto que oculta el cuerpo de los intereses o la impotencia y el miedo y, en definitiva, es una buena cobertura para batirse en retirada o pasar al otro lado, para sentarse a esperar un tren sin pasajeros ni maquinista o acostarse donde el sol que más calienta. Habitualmente, quienes utilizan el «ser realistas» como una bandera útil en cualquier discusión, más que en la realidad se fijan en su ombligo o, más en profundidad, su estómago. No es extraño, además, que muchos de aquellos superhombres que conformaban la vanguardia obrera, y que tras entrar en una cabina y desnudarse amanecieron con la piel de Vittorio y Luchino, se educaran en la razón cínica de la cultura política stalinista, tan aficionada a apelar al «método dialéctico» y «las condiciones objetivas» para justificar decisiones a menudo subjetivas y contraproducentes.

Aún así, el realismo puede ser otra cosa. «Un viaje inútil, o de la política como educación sentimental», publicado por Rossana Rossanda en Italia en 1981 y luego en castellano en 1984 (ed Laia), es un tipo de realismo que no busca confirmar juicios previos ni encontrar pretextos, que no va en busca de apuntalar triunfalismos ni darle coartada a esta o aquella pesadumbre. Que sólo o nada más y nada menos, tiene la intención y la necesidad de interpretar qué ocurre en verdad sobre el terreno. Es difícil dar con una actitud militante e intelectual que, como en este caso, en lugar de confirmar lo sabido y lo establecido sea capaz de observar qué está ocurriendo más allá de la punta de sus zapatos.

Rossanda fue escogida entre los miembros del Comité Central del PCI para recorrer la España franquista -en concreto Barcelona, Madrid, Toledo, Sevilla, Donosti y Gasteiz­­- y recoger apoyos de la oposición interior al «congreso por la libertad en España» que más tarde se celebraría en Roma. Es un viaje que llevará a cabo la semana santa de 1962 bajo las indicaciones del entonces clandestino Federico Sánchez (Jorge Semprún), que no tardaría en ser expulsado del PCE junto con Fernando Claudín, por disentir ambos de la línea oficial.

Durante el mes que dura un trayecto en el que mal que bien trata de camuflarse como turista, la viajera se esfuerza para cumplir con su trabajo lo mejor que le permiten las circunstancias, pero también quiere comprender una realidad que, a medida que pasan los días, se vuelve oscura y resbaladiza. Rossanda se refiere reiteradamente a la «ambigüedad», la indefinición, de la situación pero también de las estrategias y las alianzas de cada uno de los actores, de sus intenciones y sus posibilidades reales de acción. Ve una realidad desdibujada donde, si está pasando algo, no hay nada que lo indique, donde es difícil saber verdaderamente quién es quién, que peso tiene cada cual, como se relacionan los actores entre sí, y cuales son las líneas de actuación comunes o diferenciadas. Se encuentra, pues, con un limbo, un tiempo estático, un silencio general que a ella misma le cuesta admitir porque se aleja demasiado del perfil heroico de «la revolución española» trazado durante la primera mitad del siglo XX.

En su primer destino, Barcelona, la italiana no consigue ningún encuentro con el PSUC; pero se entrevistará con José Agustín Goytisolo, el dirigente socialista Joan Reventós, algún miembro del Front Nacional de Catalunya, con Heribert Barrera de ERC, y con tres representantes de la diezmada CNT que no le ocultan el estado de muerte clínica de la organización. En Madrid ve a un desesperado militante del PCE, Javier Pradera (hoy columnista de cámara de El País) que le relata el estrepitoso fracaso de la Huelga General Política de 1959; se encuentra con militantes del incipiente Frente de Liberación Popular (FLP o Felipe); con el autor del «Cara al Sol», Dionisio Ridruejo, por entonces reconvertido en oposición tolerada; y con el viejo Gil Robles, líder de la CEDA durante la República, y que ya le anticipa algunos trazos elementales del futuro: «España debe entrar en el Mercado Común y en la Alianza Atlántica». En Sevilla, no consigue entrevistarse con los comunistas -maltrechos y asustados por un reciente golpe represivo- y sí con el catedrático Manuel Giménez Fernández, que tiene la intención de construir una democracia cristiana de centro izquierda a imitación del partido italiano. Finalmente, entre Donosti y Gasteiz, Rossana Rossanda contacta con Rocío Laffón y Luis Martín Santos -autor de «Tiempo de Silencio»-, y con Antonio Amat, abogado del PSOE y dirigente sindical.

Esta, como la mayoría de las expediciones políticas por el estilo, tiene un objetivo subyacente al objetivo declarado. Además de difundir la celebración del congreso y recoger adhesiones, Rossanda debía confirmar algo; ratificar lo que decían los documentos de la dirección exterior del PCE, que consideraban que en el país existía un clima propicio a la insurrección democrática contra la dictadura. En la misma línea, el viaje debería confirmar que los movimientos que se daban dentro del aparato franquista eran señales de una falla suficientemente abierta como para permitir un movimiento popular. De hecho, la convocatoria del congreso de Roma era fruto de esa percepción que, como se verá a lo largo del relato, tenía más de ilusión que de realidad.

La primera lección de realismo que ofrece este cuaderno de bitácora es, de hecho, un desmentido rotundo. Aunque, para no provocar asperezas con el PCE de Carrillo, Rossanda suavizará algunas consideraciones en el informe presentado al Comité de Exteriores del PCI, las impresiones transmitidas por la gente del interior resultan diametralmente opuestas a lo leído y lo escuchado por ella hasta entonces. Las personas que consigue visitar no indican, en ningún caso, un proceso de rebelión o insurrección más o menos incipiente o cercana, sino todo lo contrario. Salvo en Euskadi y en menor medida en Catalunya -donde existe una mayor actividad pero donde tampoco se distingue una atmósfera de revuelta-, la delegada italiana se encuentra con una situación de debilidad, desmoralización y aislamiento: «Toda la izquierda me ha parecido dislocada y en dificultades… Puede suceder que se me escape el potencial efectivo de la lucha y de rebelión que puede existir, y que una oleada revolucionaria supere estas incertidumbres; pero ciertamente, si existe, no está expresado por la articulación política y por los grupos dirigentes de la oposición democrática». En cuanto al régimen, su «descomposición» no indica un debilitamiento sino una transformación y más que grietas se ven movimientos y cambios en la correlación de fuerzas, pero nunca un monstruo que se tambalee.

La segunda lección de realismo es ya conocida pero obviada, una verdad embarazosa sobre la que los más notables dirigentes de la época prefieren echar pelillos a la mar, y que suele andar a la sombra de la imagen más o menos heroica del exilio. La dureza y las implicaciones del destierro no pueden ocultar el papel nefasto y miope que, según la inmensa mayoría de los estudios sobre la cuestión, jugaron las direcciones exteriores al concentrar el poder de decisión y al señalar unas u otras directrices, sin contar con la opinión de la militancia que tenía que desenvolverse cotidiana y clandestinamente bajo la dictadura. El de Rossana Rossanda es un testimonio más en esa dirección. El malestar de Javier Pradera, el mismo hecho de que tres años después de la huelga de 1959 aquella frustración fuera todavía el centro de la angustia del entonces militante comunista, es una estampa fiable del abismo entre las proyecciones de la dirección de Santiago Carrillo y las dificultades de los militantes del PCE en el interior, abocados a defender y aplicar una política imposible. Comparable a esa distancia es el contraste entre la espera pasiva y durmiente del PSOE de Rodolfo Llopis y los esfuerzos de Antonio Amat para tejer lazos y núcleos organizativos estables en el norte peninsular: «los obreros se desperezaban por todas partes y en cambio su partido hacía algo peor que dormir, dividía, se destruía. En esto Amat se parecía a los demás militantes o cuadros del interior con quienes me había entrevistado: nadie ocultaba, o muy poco, el mayor o menor resentimiento con respecto a las direcciones de su partido en la emigración».

Al respecto, la viajera también repara en que la relativa autonomía orgánica de catalanes y vascos supone una diferencia palpable, una relación entre la coyuntura y la acción política diferente y más apegada a la realidad. Ahí sí, algo se movía. En el caso vasco, se trataba de una correlación social e histórica distinta, una resistencia contenida pero latente, que ya el 1 de Mayo de 1947 había convocado una huelga general secundada por al menos 20.000 trabajadores de Bilbao y su cinturón industrial: «el País Vasco parecía más legible que otros: no sólo era una zona no integrada sino también no opaca. Resistente. Aquel dudoso margen en el que, en el resto de la península, se diseñaban democratizaciones limitadas y compromisos, aquí no existía». Y justo el dirigente socialista vasco Antonio Amat es el que señala a Catalunya como el otro polo de diferencia y referencia: «para reconstruir el PSOE había que escindirse, los de fuera y los de dentro, siguiendo el ejemplo de la autonomía del Movimiento Socialista de Cataluña, que era un partido de verdad con una base de verdad».

La delegada italiana también llama la atención sobre algunos conflictos que todavía son finísimas líneas sobre un paisaje sin demasiados accidentes, y que se producen fuera del ámbito de actuación de las siglas hegemónicas: «En los primeros años sesenta el movimiento nace fábrica por fábrica, como algo prohibido porque están prohibidos los convenios de empresa; pero nace y obligará al Gobierno, que no los puede impedir, a legalizarlos. ¿Nace dirigido por comunistas? No siempre. En el País Vasco nunca. En cada caso es distinto. Pero ¿se puede llamar simplemente sindical una lucha que puede costar años de cárcel? Sin embargo es una lucha que se intenta, que termina, que pide poco y obtiene poco como ‘generalización'». Ese agujero entre las organizaciones históricas y las luchas que salen a la luz, también indica una variación del territorio político, de la cultura política, de la estrategia y la táctica del comunismo y la socialdemocracía europea desde los años 30: «ni por arriba ni por abajo funcionaba ya el frentismo, porque las fuerzas del cambio pasaban por otros lugares, subterránea y paralelamente». La realidad que, a veces, supera a la normalidad.

La tercera lección de realismo en el recorrido de Rossanda son, por un lado la atrofia de la solidaridad antifascista europea, y por otro las expectativas y la dependencia de los factores externos incubadas por las organizaciones de la oposición a Franco. Ella lo ve vagamente, más desde su propio campo, haciendo un examen autocrítico sobre la implicación de los comunistas y los demócratas europeos en la lucha contra el franquismo. Comprende, a través de los fragmentos que apenas puede recoger y comprender por el camino, que el congreso que viene a difundir se funda sobre falsas esperanzas y que tiene una función detergente, que no resuelve el problema del mediocre apoyo ofrecido hasta entonces, y que no responde a una sola de las necesidades que tiene en ese momento la gente del interior. Esa revisión autocrítica, es replicada y completada por una reflexión de Antonio Amat nada complaciente con la actitud que reina en las organizaciones clandestinas o semiclandestinas: «Desde 1951 no hacemos más que esperar que alguien nos saque las castañas del fuego. Primero la guerra, luego el final de la guerra, luego la nueva administración americana, luego el Mercado Común. Así, nuestros problemas, que nadie podrá resolver por nosotros, quedan aplazados una y otra vez».

La última lección de realismo es la humildad de quien pese tener el antifascismo como una seña de identidad personal, política e intelectual, ha de reconocer, ya medio avanzada su ruta, la inutilidad de las certezas manejadas sobre el ser del fascismo europeo para comprender y abordar el fascismo franquista. Fuera por el abatimiento de la oposición, fuera por el arrinconamiento del populismo falangista y el sólido dominio del poder financiero y la burguesía agraria, fuera por la opción de Franco de no participar en la II Guerra Mundial, al régimen no le cuadraba el atributo de «furioso pero débil» aplicado hasta entonces al fascismo europeo. El estado franquista era una estructura, efectivamente «furiosa», pero también estable política y económicamente, frente a la que se producían movimientos internos y externos, pero que disponía de una notable capacidad estratégica y diplomática en el exterior; y que era capaz responder a los conflictos interiores incluso con mejor y mayor «sentido de la oportunidad» que sus enemigos.

Pese al duro retrato reniega Rossanda de cualquier resentimiento: «En esta trama, sector español, año 1962, he vivido menos de un mes. Inútil para España, decisivo para mí. Alguien ya lo ha clasificado rápidamente en la categoría, hoy muy de moda, del desentanto: desencantado será usted, me dan ganas de contestar. Fue una bellísima historia, de la que sales escurrido como si fueras un trapo en la lavadora y te tendieran luego para que te secaras. Si la vida no es esto, ¿qué es?»

En el postfacio, titulado «La muerte de las formas» Rossana Rossanda sitúa aquel recorrido decepcionante en un contexto que marcaría líneas de frontera en el seno de la izquierda. En aquel momento las organizaciones históricas del comunismo europeo viraban hacía la razón de estado. Se gestaba un movimiento atravesado de contradicciones pero que suponía un reto al orden y la prueba de fuego de una nueva generación militante europea, el movimiento del 68, y los grandes y viejos organismos obreros se iban desmarcando y atrincherando en el consenso parlamentario y la paz social. Ese cruce de caminos, que captura a una Rossanda aún viva y atenta a los acontecimientos dentro de una encrucijada histórica, política y generacional, terminaría en 1969 con su expulsión del PCI tras la fundación de Il Manifesto, uno de los periódicos de la izquierda europea que aún hoy sobrevive fiel a sí mismo, y que le da a Rossanda un fragmento de razón histórica y resistente.

El mismo postfacio vuelve al viaje reconociendo cómo «en 1962 no había visto un fantasma, una sombra que pasaba de una habitación de la historia a otra; sino algo que se había convertido en cuerpo, parte de verdad, continuidad de un modo de ser España». La cabeza gacha y el cuerpo inerte de los «veinticinco años de paz», como la democracia silenciosa de los actuales treinta años de normalidad, que no son una casualidad sino un resabío cultural por ahora inexpugnable, bien agarrado a la existencia, el terreno y los hábitos.

«Un viaje inútil, o de la política como educación sentimental» es una muestra de humildad, implicación y realismo. Es memoria sin nostalgia, memoria militante, memoria útil; un ejemplo de la memoria como educación política.

(1)(ed. Laia 1984)

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