Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La revolución inoportuna

Fernando Claudín

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El comienzo de la revolución española –la única revolución que tuvo lugar en Europa durante la existencia de la IC, aparte la efímera república soviética húngara de 1919­- cogió desprevenidos a los dirigentes del "partido mundial".

.En febrero, de 1930, Manuílskí, Informando ante el Ejecutivo de la Komintern, se explaya sobre "las vastas perspectivas que se abren de transformación del actual auge revolucionario de los países capitalistas avanzados y de las colonias en situación revolucionaria”. "Auge revolucionario" en los "países capitalistas avanzados" no existía en ese momento más que en la imaginación del representante de Stalin en la Internacional Comunista (IC), pero poco antes de la reunión del Ejecutivo había caído la dictadura de Primo de Rivera, y algunos de los presentes en la reunión se interrogaron sobre la significación del acon­tecimiento. Manuilski replicó: “No es en España donde se decidirá la suerte de la revolución proletaria mundial […] una huelga parcial puede tener mayor importancia para la clase obrera internacional que ese género de "revolución” a la española, efectuada sin que el partido comunista y el proletariado ejerzan su misión dirigente. “(1). Pero la revolu­ción "a la española” se empecinó en seguir adelante, pese a no estar en las previsiones de Manuilski ya la casi inexis­tencia del partido ungido por la historia con la “misión dirigente”. La sección española de la IC, en efecto, apenas contaba con 800 miembros cuando cae la monarquía, en abril de 1931. Más grave que su exigüidad numérica era su reducidísima influencia en el proletariado, y su extrema debilidad teórica (2). Rasgo, este último, común a todo el movi­miento obrero español. Ni socialistas ni anarcosindicalistas las dos grandes tendencias en que se divide el proletariado peninsular desde el siglo XIX- tenían ideas claras sobre la naturaleza del proceso revolucionario que se inicia en 1930­-1931.

Los primeros consideran que se trata de una revolución puramente burguesa y se atienen a su “programa mínimo”; la dirección de la república deben asumirla los partidos republicanos burgueses. Lo más que puede hacer el Partido Socialista es cooperar lealmente con ellos para realizar un programa de reformas que interesen también a la clase obrera española. Se dispone, en una palabra, a seguir las huellas de la socialdemocracia europea. Los anarcosindicalis­tas parten del mismo’ supuesto -la revolución es puramente burguesa- pero la conclusión operativa es radicalmente opuesta: ninguna colaboración con la república del 14 de abril. Hay que ir a la revolución social para instaurar el "comunismo libertario”. Los comunistas, faltos en los pri­meros meses de directivas claras del centro de Moscú, impro­visan guiándose por la línea general, ultraizquierdista, que sigue la IC en ese periodo. Su posición puede resumirse en las siguientes consignas: "¡Abajo la república burguesa de los capitalistas, los generales y el clero! ¡Por la república de los soviets de obreros, soldados y campesinos!”. Muy española, casi anarcosindicalista, la primera. Completamente exótica y fuera de lugar, la segunda (3).

En verdad, nadie sabía lo que iba a ser aquello, ni en Moscú ni en Madrid. A poco de ser proclamada, la “república del clero” parecía un crematorio de iglesias, y los generales comenzaban a conspirar contra la “república de los genera­les”. En un esfuerzo de clarificación, la nueva Constitución proclama que se trata de una "república de trabajadores de toda clase”. Pero los trabajadores de “primera clase” se apresuran a enviar sus capitales al extranjero, mientras que los de tercera declaran huelgas y ocupan fincas de terrate­nientes, con el notorio propósito de reducirla a república de una sola clase. La Constitución define a España como un “Estado integral”, pero admite las “autonomías”, y las nacionalidades periféricas, que soportan desde el siglo XVI el centralismo castellano, tienden a que el “Estado integral” se desintegre en tres o cuatro. Azaña anuncia la sorprendente nueva de que España “ha dejado de ser católica”, y las Cortes -que hacen a Azaña jefe del gobierno- eligen presi­dente de la república al muy católico Alcalá Zamora. Araquis­tain afirma con aplomo que “ningún pueblo es racialmente [sic] tan socialista como España”, y Unamuno sale por los fueros del “individualismo” español. Así, apenas venida al mundo, la república española ofrece mil perfiles, pero Ortega y Gasset dice muy sesudamente: “Es preciso rectificar el perfil de la república”. Todas las señoras leídas admiran la profundidad del filósofo, y mientras tanto la guardia civil comienza a “rectificar” ametrallando a los campesinos. En una palabra, la revolución “a la española” se presenta bastante embrollada, pero la IC la clasifica rápidamente en el tipo de revoluciones “democrático-burguesas” que encajan en la teoría elaborada por Lenin para… la Rusia de comienzos de siglo.

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