Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La revolución inoportuna

Fernando Claudín

(*)

El comienzo de la revolución española –la única revolución que tuvo lugar en Europa durante la existencia de la IC, aparte la efímera república soviética húngara de 1919­- cogió desprevenidos a los dirigentes del «partido mundial».

.En febrero, de 1930, Manuílskí, Informando ante el Ejecutivo de la Komintern, se explaya sobre «las vastas perspectivas que se abren de transformación del actual auge revolucionario de los países capitalistas avanzados y de las colonias en situación revolucionaria”. «Auge revolucionario» en los «países capitalistas avanzados» no existía en ese momento más que en la imaginación del representante de Stalin en la Internacional Comunista (IC), pero poco antes de la reunión del Ejecutivo había caído la dictadura de Primo de Rivera, y algunos de los presentes en la reunión se interrogaron sobre la significación del acon­tecimiento. Manuilski replicó: “No es en España donde se decidirá la suerte de la revolución proletaria mundial […] una huelga parcial puede tener mayor importancia para la clase obrera internacional que ese género de «revolución” a la española, efectuada sin que el partido comunista y el proletariado ejerzan su misión dirigente. “(1). Pero la revolu­ción «a la española” se empecinó en seguir adelante, pese a no estar en las previsiones de Manuilski ya la casi inexis­tencia del partido ungido por la historia con la “misión dirigente”. La sección española de la IC, en efecto, apenas contaba con 800 miembros cuando cae la monarquía, en abril de 1931. Más grave que su exigüidad numérica era su reducidísima influencia en el proletariado, y su extrema debilidad teórica (2). Rasgo, este último, común a todo el movi­miento obrero español. Ni socialistas ni anarcosindicalistas las dos grandes tendencias en que se divide el proletariado peninsular desde el siglo XIX- tenían ideas claras sobre la naturaleza del proceso revolucionario que se inicia en 1930­-1931.

Los primeros consideran que se trata de una revolución puramente burguesa y se atienen a su “programa mínimo”; la dirección de la república deben asumirla los partidos republicanos burgueses. Lo más que puede hacer el Partido Socialista es cooperar lealmente con ellos para realizar un programa de reformas que interesen también a la clase obrera española. Se dispone, en una palabra, a seguir las huellas de la socialdemocracia europea. Los anarcosindicalis­tas parten del mismo’ supuesto -la revolución es puramente burguesa- pero la conclusión operativa es radicalmente opuesta: ninguna colaboración con la república del 14 de abril. Hay que ir a la revolución social para instaurar el «comunismo libertario”. Los comunistas, faltos en los pri­meros meses de directivas claras del centro de Moscú, impro­visan guiándose por la línea general, ultraizquierdista, que sigue la IC en ese periodo. Su posición puede resumirse en las siguientes consignas: «¡Abajo la república burguesa de los capitalistas, los generales y el clero! ¡Por la república de los soviets de obreros, soldados y campesinos!”. Muy española, casi anarcosindicalista, la primera. Completamente exótica y fuera de lugar, la segunda (3).

En verdad, nadie sabía lo que iba a ser aquello, ni en Moscú ni en Madrid. A poco de ser proclamada, la “república del clero” parecía un crematorio de iglesias, y los generales comenzaban a conspirar contra la “república de los genera­les”. En un esfuerzo de clarificación, la nueva Constitución proclama que se trata de una «república de trabajadores de toda clase”. Pero los trabajadores de “primera clase” se apresuran a enviar sus capitales al extranjero, mientras que los de tercera declaran huelgas y ocupan fincas de terrate­nientes, con el notorio propósito de reducirla a república de una sola clase. La Constitución define a España como un “Estado integral”, pero admite las “autonomías”, y las nacionalidades periféricas, que soportan desde el siglo XVI el centralismo castellano, tienden a que el “Estado integral” se desintegre en tres o cuatro. Azaña anuncia la sorprendente nueva de que España “ha dejado de ser católica”, y las Cortes -que hacen a Azaña jefe del gobierno- eligen presi­dente de la república al muy católico Alcalá Zamora. Araquis­tain afirma con aplomo que “ningún pueblo es racialmente [sic] tan socialista como España”, y Unamuno sale por los fueros del “individualismo” español. Así, apenas venida al mundo, la república española ofrece mil perfiles, pero Ortega y Gasset dice muy sesudamente: “Es preciso rectificar el perfil de la república”. Todas las señoras leídas admiran la profundidad del filósofo, y mientras tanto la guardia civil comienza a “rectificar” ametrallando a los campesinos. En una palabra, la revolución “a la española” se presenta bastante embrollada, pero la IC la clasifica rápidamente en el tipo de revoluciones “democrático-burguesas” que encajan en la teoría elaborada por Lenin para… la Rusia de comienzos de siglo.

Según esa teoría -o más exactamente, según la dogmati­zación de esa teoría por la IC- a la revolución española tenía que aplicársele una estrategia en dos etapas, cuyo esquema conviene recordar. En la primera etapa habrían de resolverse las cuestiones dejadas «pendientes” por la inacabada revolución burguesa peto, como la burguesía ya no era revolucionaria, el proletariado debía asumir el papel, rector en la operación de liquidar las “supervivencias feuda­les” (latifundismo, dominio de la iglesia, castas militares, aristocracia, opresión de las nacionalidades.. etc.). Sólo cuando hubieran sido resueltos estos problemas, el proleta­riado podía pasar al ataque contra la propiedad privada capitalista de los medios de producción, es decir, pasar de la “etapa democrático-burguesa” a la etapa “socialista”, instaurando la dictadura del proletariado. Hasta mediados de 1934, esta estrategia fue aplicada por la IC en España en la forma táctica rabiosamente sectaria que correspondía al periodo del «socialfascismo”. En las elecciones legislativas de noviembre de 1933, por ejemplo, la plataforma del Partido Comunista español [PCE] llamaba a luchar por “la España de los soviets”, y declaraba que « los partidos de la demo­cracia burguesa, junto con los socialistas […] han sido y son el centro organizador de toda la contrarrevolución”. “Por consiguiente -dice el documento- para vencer al fascismo es preciso luchar implacablemente contra la sedicente demo­cracia burguesa que lo fomenta y estimula”. (4).

Afortunada­mente, el viraje de la Komintern en el verano de 1934 permite al PCE iniciar una política más acorde con las realidades españolas. Ingresa en las Alianzas Obreras y anuda relaciones con el Partido Socialista. Su participación des­tacada en la insurrección asturiana de octubre de 1934 eleva su prestigio revolucionario. En abril de 1935, siguiendo el ejemplo francés, el PCE postula la creación de un Bloque Popular Antifascista. La idea cuaja, pese a la resistencia de la izquierda del Partido Socialista acaudillada por Largo Caballero y del anarcosindicalismo, porque después de la insurrección asturiana la represión se abatía sobre el prole­tariado, y las fuerzas reaccionarias preparaban la instaura­ción de una dictadura, cuyas víctimas no iban a ser sólo las organizaciones obreras sino los partidos republicanos de «izquierdas”. La unidad antifascista era oportuna a fin de oponer un frente defensivo eficaz a esa amenaza y crear condiciones más favorables para la contraofensiva popular. Es poco probable, sin embargo, que hubiera cristalizado de no presentarse la coyuntura electoral de febrero de 1936.

La posibilidad de obtener en caso de ganar las elecciones el bloque obrero-republicano, la amnistía de los presos políticos y la anulación de otras medidas represivas, fue lo que decidió a los caballeristas e hizo posible la participación del Partido Socialista Obrero Español [PSOE] y la Unión General de Trabajadores [UGT] en el Frente Popular. y fue lo que decidió a una gran parte de la masa anarcosindicalista a votar por las candidaturas frentepopulistas (5).

Muy otra era la dimensión que la IC atribuía a la política de Frente Popular. “El frente popular antifascista -diría más tarde Togliatti- es la forma original del desarrollo de la revolución española en su etapa actual”, es decir, en su “etapa» democrático-burguesa (6). La concepción básica del carácter y el itinerario de la revolución española, a la que más arriba nos hemos referido, seguía en pie, pero la «forma original “ que ahora tomaba incidía sobre ella en un sentido que podría definirse como “moderador” o “suavizador”, si los acontecimientos no hubieran puesto de relieve que era, ante todo, un sentido ilusorio. Tendía, en primer lugar, a revalorizar el papel que las fuerzas sociales y políticas pequeño burguesas, e incluso ciertos núcleos de la burguesía (particularmente en las nacionalidades periféricas), podían desempeñar en la inevitable etapa democrático-burguesa de la revolución. Una primera expresión concreta de ese giro moderador fue el programa, electoral del Frente Popular (convertido en programa del gobierno después de la victoria), el cual no iba más allá de lo que habían sido los programas tradicionales del republicanismo pequeño burgués. No con­tenía soluciones efectivas para ninguno de los problemas básicos de la «etapa” aludida. La cuestión de la tierra, e! problema de los problemas, quedaba de nuevo en barbecho. El PCE se comprometió a respetar escrupulosamente el compromiso contraído, lo que implicaba subdividir en dos la tan traída y manoseada “etapa”: la primera, limitada al cumplimiento del programa indicado, en la que el partido apoyaría el gobierno (formado exclusivamente por los partidos republicanos pequeño burgueses y burgueses) encar­gado de aplicar dicho programa; la segunda, en la que el partido seguiría adelante con todas las fuerzas dispuestas?, llevar hasta el fin» la revolución democrática burguesa. Sólo después de ese » fin “ le llegaría su hora a la revolución proletaria. (7).

En contraste con el simplismo de la “acción directa» anarcosindicalista y con la vaguedad de la táctica caballe­rista, el plan táctico-estratégico confeccionado por los “his­panólogos” de la IC parecía un modelo de método: neta distinción de las etapas y fases; concentración de las fuerzas en cada una de ellas contra el enemigo principal; cataloga­ción correspondiente de los objetivos en un orden de radica­lismo creciente, etc. El PCE cuidaba de insistir en que no renunciaba, a ninguno de sus objetivos revolucionarios, y al final del trayecto se situaba siempre la dictadura del prole­tariado, que por supuesto no podía ser otro que el soviético.

Prima facie el plan parecía impecable. En realidad tenía un inconveniente de cierta importancia: iba a contrapelo de la dinámica profunda de la revolución española. Esta, en efecto, había recorrido un largo camino desde 1930-1931. Se había producido una polarización extrema de las fuerzas sociales y políticas. Los núcleos principales de la burguesía, incluyen­do la mayor parte de la burguesía media y capas importantes de la pequeña burguesía urbana y rural -fundamentalmente aquellas que explotaban mano de obra asalariada- formaban bloque, de hecho, con la aristocracia terrateniente, las castas militares y eclesiásticas, los grupos fascistas. Bloque hetero­géneo, sin duda, no sólo por su composición social sino por sus tendencias políticas, pero con un denominador común: el miedo a la revolución en marcha. Unido por la idea de que frente al avance de la revolución el único modo de salvar la propiedad, el orden, la familia, la religión, la patria, demás “valores eternos”, era la vuelta a un poder fuerte, dictatorial. y. el instinto de clase, cuando no la percepción ría de la situación objetiva: no engañaba a esos grupos sociales, porque en realidad el proletariado había pasado masivamente a posiciones revolucionarias extremas.

Decep­cionado hasta el tuétano de la república: parlamentaria instaurada el 14 de abril y de sus políticos liberales, ya no confiaba más que en sus propias fuerzas, en sus organizacio­nes clasistas; ya poco creía en programas “mínimos”, en las medias tintas. Puede decirse, sin exagerar, que su “programa mínimo” era la revolución social. Con toda la confusión ideológica, política y táctica que se quiera, pero con una idea fija muy clara: expropiar cuanto antes a los capitalistas y terratenientes, no sólo a los grandes sino a los medianos, e incluso a los “pequeños”. (No hay que olvidar que dadas las estructuras económicas de aquella España gran parte del proletariado industrial y agrícola era explotado por patronos pequeños y medios.) Tal era el estado de espíritu, a la altura de 1936, no sólo de las masas anarcosindicalistas sino de las socialistas y ugetistas que aclamaban a Largo Caballero como el «Lenin español”. Estimuladas por el ambiente revolucionario que impregnaba al país y atraídas por la resolución de que daba muestras el proletariado, otras capas sociales adoptaban también posiciones radicales: la gran masa de campesinos pobres, semibraceros, y parte de los pequeños campesinos que explotaban su mísero pedazo de tierra sin mano de obra asalariada; fraccione. importantes de empleados, funcionarios, profesionales, etc, es decir, de ¡las capas pequeño burguesas no explotadoras, así como un núcleo apreciable de la juventud universitaria y de la intelectualidad. También en estas capas había cundido la decepción respecto a los políticos republicanos liberales.

Si la socorrida imagen del volcán para caracterizar situa­ciones sociopolíticas suele aplicarse muy a menudo con excesivo subjetivismo, en la España de febrero de 1936 poseía una objetividad rigurosa. Apenas conocida la victo­ria electoral del Frente popular el volcán comienza a entrar en erupción. y enseguida se pone de manifiesto la inconsis­tencia de la primera “subetapa” prevista en el plan táctico­-estratégico de la IC, aplicado por el PCE. Los partidos repu­blicanos pequeño burgueses y burgueses que forman el gobierno dan pruebas inmediatas de que son los de siempre. Su política se asemeja como un huevo a otro huevo a la del periodo 1931-1933, que había provocado la decepción del pueblo y abierto camino a la contraofensiva reaccionaria. Las que han cambiado son las masas, que como dice el historia­dor soviético Maidanik, “confiadas ahora sólo en su fuerza se hicieron dueñas de la calle, y sin esperar las decisiones del gobierno comenzaron desde abajo, con métodos revolucionarios, a realizar el programa del Frente Popular”.

“Libera­ron a los presos políticos, obligaron a los patronos a readmi­tir los obreros despedidos por motivos políticos e iniciaron, en marzo de aquel año, la ocupación de tierras. A mediados del mismo mes comenzaron las huelgas suscitadas por la necesidad, el hambre, el paro y las provocaciones fascistas. El movimiento huelguístico creció de mes en mes. Se parali­zaban fábricas y talleres, andamios y minas; se cerraban comercios. En junio-julio se registró un promedio de diez a veinte huelgas diarias. Hubo días con 400 000 a 450 000 huelguistas. y el 95 % de las huelgas que tuvieron lugar entre febrero y julio de 1936 fueron ganadas por los obreros. Grandes manifestaciones obreras desfilaban por las calles exigiendo pan, trabajo, tierra, aplastamiento del fascismo y victoria total de la revolución. Se crearon las primeras empresas colectivas. Los mítines congregaban decenas de miles de personas y los obreros aplaudían con entusiasmo a los oradores que anunciaban la hora no lejana del hundi­miento del capitalismo y llamaban a hacer como en Rusia. De las huelgas se pasaba a la ocupación de las empresas cerradas por los propietarios. La ocupación de las calles, de las empresas y de las tierras, la incesante acción huelguis­ta, impulsaban al proletariado urbano y agrícola hacia las formas más elevadas de la lucha política.”

Descripción elocuente y verídica que confirman todos los historiadores de este periodo. Pero, ¿que tiene que ver esa explosión revolucionaria con la “realización del programa del Frente Popular”, que no incluía ni la ocupación de las tierras, ni la ocupación. de las fábricas, ni la liquidación del capitalismo?, sino que al contrario, trataba de preservar la propiedad privada a todos los niveles. Maidanik se ve obligado, sin duda, a conciliar el curso real de los acontecimientos con la “demostración” de que la política de la IC era justa. (8).

Entre febrero y julio existe en España, de hecho, un triple poder. El legal, cuyo poder efectivo es mínimo. El de los trabajadores, sus partidos y sindicatos, que se manifiesta a la luz del día en la forma descrita. y el de la contrarrevo­lución, que aunque se exterioriza en los discursos agresivos que sus representantes parlamentarios, en el sabotaje econó­mico, y en las acciones de los grupos de choque fascistas, actúa sobre todo en el secreto de los cuartos de banderas, preparando minuciosamente el golpe militar. Secreto de Polichinela, porque la conspiración de los generales era del dominio público, denunciada en el parlamento, agitada en los mítines. Cualquiera que estudie estos meses cruciales de la España de 1936 no puede por menos de preguntarse: ¿Por qué los partidos y organizaciones obreras no actuaron de manera concertada y decidida para aplastar en el huevo. El levantamiento militar e impulsar resueltamente el proceso revolucionario?. La respuesta que el proletariado dio a la sublevación, derrotándola en la mayor parte del país, pese a que los facciosos tenían de su parte la sorpresa y la iniciativa, demostró hasta qué punto la correlación de fuerzas era favorable al pueblo. ¿Por qué no se adelantaron los partidos y sindicatos obreros? Una rápida ojeada a las posiciones políticas fundamentales de éstos permite, si no un esclareci­miento total del problema, por lo menos discernir las razones esenciales.

En el periodo que estamos considerando los reformistas eran netamente minoritarios en el Partido Socialista y en la UGT, aunque conservaran la dirección del partido gracias al hábil manejo del aparato. Bajo la jefatura de Indalecio Prieto, propugnaban la participación en el gobierno para colaborar con los partidos republicanos en la reedición de la política de los años 1931-1933: lucha en dos frentes, contra la reacción y contra la revolución. Pero la oposición decidida de la mayoría de las organizaciones locales del partido les impedía poner en práctica esa participación. (9)

La gran masa de trabajadores afiliados a la UGT, así como la mayoría de los militantes socialistas, se agrupaban en la izquierda, dirigida por Largo Caballero. Las caballeristas formaban, de hecho, un partido independiente, y propugna­ban como objetivo inmediato la revolución socialista, criti­cando la idea de una etapa intermedia, democrático-burguesa­ antifascista, defendida por el Partido Comunista. Hay que ir –decían-, a la instauración directa de la dictadura del prole­tariado. No definían con precisión la estructura de tal “dictadura”, pero sí que su dirección debía ser asumida por el Partido Socialista, en tanto que principal partido político de la clase obrera española.

Sin embargo, postulaban al mismo tiempo la unificación con los comunistas en un solo partido marxista. Proponían también la unificación de las dos grandes centrales sindicales, UGT y CNT [Confederación Nacional del Trabajo]. El caballerismo expresaba la radica­lización revolucionaria de la gran masa del proletariado industrial y agrícola agrupado bajo las viejas banderas del socialismo español; su voluntad decidida de acabar de una vez con el régimen de los capitalistas y terratenientes. La debilidad principal del caballerismo es que carecía de una táctica eficaz de lucha por el poder. Esperaba que el des­gaste y el fracaso del gobierno republicano haría. caer el Estado en sus manos como fruta madura y subestimando la amenaza del otro poder que fraguaba el asalto contrarrevo­lucionario (10).

La otra gran corriente tradicional del movimiento obrero español, organizada en los sindicatos de la CNT, se encontraba en la misma disposición revolucionaria extrema. Pero sus fundamentos ideológicos hacían muy difícil que pudiera concertarse con los partidos marxistas, e incluso con los sindicatos de orientación marxista agrupados en la UGT. Las continuas represiones de que había sido objeto el anarco­sindicalismo por los gobiernos republicanos con participación socialista, habían exacerbado su desconfianza no sólo hacia los partidos políticos en general, sino hacia los partidos obreros en particular. La idea de un Estado de dictadura del proletariado inspiraba a los anarcosindicalistas casi la misma repulsa que el Estado burgués. y en relación con este último hacían poca diferencia entre que tuviera la forma democrática parlamentaria o fascista.

Lo que les llevaba, por razones diferentes a las de los caballeristas, a sub­estimar la amenaza fascista. La evolución sufrida por el Estado. soviético, la suerte que, bajo él había corrido. el anarquismo, así como la reducción de los sindicatos soviéticos a simple apéndice burocrático del Estado, contribuye­ron no poco a endurecer las concepciones apolíticas y anti­estatales de la masa anarcosindicalista española, y en particular de sus cuadros dirigentes. No obstante, la expe­riencia de los fracasos sufridos en sus anteriores intentonas revolucionarias, y la comprobación de que la UGT pasaba del reformismo a la revolución, determinaron un cambio importante en la CNT: su congreso de mayo dé 1936 propuso a la UGT concluir un “pacto revolucionario”; a fin de “destruir completamente el régimen político y social que regula la vida del país”, dejando la cuestión de cómo organi­zar el nuevo régimen social» a “la libre elección de los trabajadores reunidos libremente”. Sin embargo, el congreso elaboró un programa detalladísimo sobre la estructura y el funcionamiento de la sociedad “comunista libertaria” que debía salir de la revolución. y la CNT seguía oponiéndose a toda alianza con los partidos políticos obreros (11).

En el marco del plan táctico-estratégico más arriba ex­puesto, el PCE propugnaba la unidad sindical UGT-CNT, ero sobre supuestos radicalmente divergentes de los de la CNT. En primer lugar, no se trataba de ir a la revolución proletaria sino de defender y consolidar el régimen republi­cano parlamentario, de «presionar” al gobierno republicano para que aplicara el programa del Frente Popular. En segundo lugar, la dirección de la acción unida proletaria tenía que estaba en manos de los partidos obreros y no de los sindicatos. El partido ponía especial empeño en desarrollar la unidad de acción, ya establecida, con el Partido Socialista, y al mismo tiempo preconizaba la unificación de ambos partidos en un solo partido marxista-leninista.

Sus plan­teamientos unitarios a todos los niveles y en todas las esferas, era el lado fuerte de la política del PCE, porque ¡respondían, evidentemente, a exigencias imperiosas «de la situación objetiva, en particular a la amenaza de golpe contrarrevolucionario, cuya gravedad el partido percibía con más sensibilidad y claridad que ninguna otra formación política o sindical. Pero al mismo tiempo el contenido de esos planteamientos unitarios chocaba con aspectos especiales de esa misma situación objetiva. El dilema real que «ésta implicaba no era el de instauración de una dictadura contrarrevolucionaria o consolidación de la república parlamentaria democrático-burguesa, sino dictadura contrarrevolucionaria o revolución proletaria, aunque sólo fuera por la simple razón de que la única fuerza capaz de impedir la dictadura contrarrevolucionaria no tenía la más mínima intención de sostener después la república parlamentaria democrático-burguesa. (Esta era la diferencia radical con la situación alemana prefascista, en la que la mayoría del proletariado estaba ideológica y estructuralmente integrado en la democracia burguesa.) Al plantear la urgencia de la acción ­»unitaria sobre la base de la primera alternativa, el PCE encontraba la plena comprensión del ala minoritaria refor­mista del Partido Socialista, la reticencia, cuando no la impugnación abierta, de los caballeristas, y desde luego la «hostilidad de los anarcosindicalistas”.

Caballeristas y anarco­sindicalistas incurrían en grave error, al no apreciar la magnitud de la amenaza fascista, al no tomar fa iniciativa -por encima de todas las divergencias doctrinales y tácti­cas- para una acción resuelta y concertada contra ella. Pero la sustancia de su error no consistía en que sub­estimasen la gravedad de esa amenaza para la república parlamentaria burguesa sino en que no comprendían su gravedad para la revolución proletaria, Al no plantear en primer plano este aspecto de la cuestión, el PCE no ayudaba, ciertamente, a que caballeristas. y anarcosindicalistas com­prendiesen su error. Al contrario, contribuía involuntaria­mente a que persistieran en él. Hasta tal punto el problema de aplastar en el huevo la conspiración militar estaba fundido en esos meses con la revolución proletaria, que el único medio real de lograr lo primero hubiera sido desalojar del poder al gobierno republicano pequeño burgués -gracias a cuya pasividad, cuando no cobertura, podía tejerse la trama de la sedición- e instaurar un poder que permitiera a las fuerzas obreras revolucionarias coger el toro por los cuernos.

Entre febrero y julio, a la revolución española se le fue creando, cada día de manera más acuciante, una situación análoga a la de la revolución rusa en vísperas de las jornadas de octubre el proletariado revolucionario tomaba la inicia­tiva, el que se enfrentaba a la contrarrevolución. Casares Quiroga era un Kerenski perfecto. Pero en España no había ningún Lenin. Abundaban, en cambio, los instructores de la IC. Auténticos revolucionarios y organizadores como José Díaz y Pedro Checa, tribunos populares de la talla de Dolores Ibarruri, carecían de la base teórica necesaria para enfrentarse con los esquemas frentepopulistas de la IC, importados a España con el marchamo francés. (A los comunistas españoles nos sucedió lo mismo que a los liberales peninsulares del XIX: carecíamos de ideas propias, elaboradas sobre la base del análisis de la sociedad española. En lugar de apropiarnos el marxismo a partir de la singularidad de la revolución espa­ñola, pretendimos apropiarnos la revolución española a partir del marxismo singular que había servido para la revolución rusa. En 1936 acogimos el Frente Popular, versión Thorez o Togliatti, como “forma original” de la revolución española, entretanto le llegara la hora de revestir la “forma sovié­tica”.

Durante la existencia de la IC, ningún otro partido comu­nista tuvo una oportunidad tan favorable de llegar a la unificación con el ala izquierda de la socialdemocracia en un solo partido marxista, como el partido español. La posibilidad de lograrlo existió desde finales de 1934. La izquierda socia­lista pasó decididamente a posiciones marxistas revolucio­narias y era partidaria de la unificación. Naturalmente, en estas posiciones había mucho de discutible y problemático, y no a todos los dirigentes del ala izquierda les movían intenciones puras. En algunos de ellos, sin duda en el mismo Largo Caballero, los cálculos partidistas, la pretensión a la hegemonía, eran evidentes.

Pero la manera como la IC enfo­caba este problema no estaba exenta de los mismos vicios. Resultaba bastante paradójico que siendo lo que era el papel del partido comunista en la dictadura del proletariado soviética, uno de los reproches principales que el PCE hacía al caballerismo era su pretensión a ser la fuerza dirigente de la dictadura del proletariado en España. Pero el obstáculo insuperable venía de la creencia en que estaba la IC de poseer la verdad absoluta del marxismo, de que la revolución prole­taria no podía ser dirigida más que por la IC, de que el modelo soviético era obligado, en sus líneas esenciales, para todos los países, de que el partido “marxista-leninista” tenía que estructurarse y funcionar según el tipo de partido creado por la IC, de que la teoría de la revolución española elaborada por la IC era la única justa, de que la política de Frente Popular era tan adecuada a España como a Italia o Francia, de que un partido “marxista-leninista” tenía que considerar al trotskismo como la más nefanda de las herejías, y poner fuera de toda crítica al tipo de socialismo que se construía en la Unión Soviética, etc. Aunque los dirigentes de la izquierda socialista hubieran sido angelitos de la revolución es evidente que no podían ir a la unificación sobre esas bases, y desde luego no manifestaban ninguna predisposición angelical.

La creación de un gran partido revolucionario del proletariado español era extraordinaria­mente posible entre 1934 y 1936, pero sobre la base de un marxismo abierto, problemático. La IC, naturalmente, no podía abordar así la cuestión sin dejar de ser la IC. Es una de sus mayores responsabilidades históricas, porque la creación a tiempo de un tal partido hubiera aumentado considerablemente las probabilidades de victoria de la revolución española, y por tanto de modificar el curso de los acontecimientos europeos (12)

Las jornadas de julio pusieron plenamente de manifiesto hasta qué punto la revolución proletaria había “madurado” en España, hasta qué punto la correlación de fuerzas le era favorable. Aunque el golpe contrarrevolucionario tuvo a su favor la elección del momento, la ventaja de obedecer a un plan y estar dirigido por un Estado Mayor central, de contar con las principales fuerzas armadas del Estado, fue derro­tado en la mayor parte del país –en las regiones económicas, y demográficamente decisivas- por el contraataque decidido de las fuerzas proletarias, pese a actuar en orden disperso, sin plan y sin dirección coordinadora a escala nacional, y ni siquiera local en la mayor parte de los casos. Las organiza­ciones obreras desempeñaron, sin duda, un papel fundamen­tal, pero el impulso espontáneo, surgido de las profundidades de las masas proletarias de la ciudad y del campo, no fue menos decisivo.

El Estado republicano se derrumbó como castillo de naipes y el comportamiento pasivo, vacilante, cuando no francamente capitulador, de las autoridades lega­les y de la mayor parte de los dirigentes de los partidos republicanos pequeño burgueses, contribuyó no poco a los escasos éxitos de las fuerzas contrarrevolucionarias. Al cabo de los primeros días de combate la revolución no había vencido: definitivamente, pero la correlación de fuerzas en el conjunto del país le era francamente favorable. Si la guerra civil, que se iniciaba había de dirimirse por los antagonistas españoles exclusivamente, la salida ofrecía pocas dudas. Pero como no podía por menos de suceder la lucha armada entre revolución y contrarrevolución en España se transformó automáticamente en problema internacional.

Hasta ese momento la contradicción entre la idea que la IC tenía del carácter de la revolución española y el contenido real de ésta, no estaba determinada directamente por las exigencias de la política exterior soviética. Existía, sin duda, una incidencia indirecta, en la medida que la línea general adoptada por el VII Congreso de la IC, y en particular la versión francesa de la política de frente popular, estaban fuertemente condicionadas, como vimos, por la estrategia europea de los dirigentes soviéticos. Pero España como tal no había entrado aún en el campo visual de Stalin. El problema se le planteó de golpe y en términos nada fáciles. La URSS no podía eludir su deber de solidaridad activa con el pueblo español en armas, so pena de desacreditarse ante el proletariado mundial. Este deber coincidía, por un lado, con la orientación antihitleriana de la política exterior soviética en ese periodo. Pero por otro lado entraba en conflicto con las modalidades, digamos tácticas, de dicha orientación.

A este nivel, el objetivo número uno de la polí­tica soviética era consolidar la alianza militar con Francia y llegar a un entendimiento con Inglaterra. Pero ni la Francia burguesa de Blum, ni la Inglaterra conservadora de Chamberlain, podían admitir la victoria de la revolución proletaria en España. Contribuir a su victoria significaba, para el gobierno soviético, ir a la ruptura con ambas poten­cias. La única posibilidad aparente de conciliar la “ayuda a España” con los citados objetivos de la política exterior soviética era que el proletariado hispano no fuera más allá de lo que, en último extremo, podía’ ser admisible para la burguesía franco-inglesa. y lo más que ésta podía aceptar es que en España existiese una república parlamentaria, demo­crática, antifascista, frentepopulista incluso, todo a la izquierda que se quiera, pero… ¡burguesa!, ¡sobre todo burguesa!.

Ni siquiera era seguro -nada había menos seguro- que semejante solución satisficiera a los conserva­dores ingleses, pero en todo caso era la única vía que aparecía ante Stalin para intentar conciliar, bien que mal, las exigen­cias contradictorias con que el destino abrumaba, una vez más, a su doble personalidad histórica de «jefe probado y reconocido, grande y sabio, de la Internacional Comunista”, como lo calificó Dimitrov en el VII Congreso, y de jefe no menos grande y sabio del Estado soviético. (13)

Lo malo era que el proletariado español había dejado ya muy atrás ese límite razonable. En las semanas que siguen al 19 de julio, el régimen capitalista deja prácticamente de existir en la zona republicana; los medios de producción y el poder político pasan, de hecho, a manos de las organizaciones obreras. Todos los historiadores de la guerra civil española coinciden en este punto, menos aquellos cuyo propósito no es servir la verdad histórica sino justificar la política de Stalin y de la IC. Estos últimos “historiadores” siguen afirmando que el contenido de la revolución española no rebasó en ningún momento la “etapa democrático-burgue­sa”, porque reconocer lo contrario equivale a reconocer que la política estaliniana en España consistió en hacer recularla revolución.

El historiador soviético antes citado fue objeto de severas críticas porque se aventuró a contradecir las tesis oficiales en esta y otras cuestiones delicadas: «Según nuestro punto de vista -escribe en su libro El proletariado español en la guerra nacional revolucionaria– los aconteci­mientos del 19 de julio fueron el comienzo de una etapa cualitativamente nueva de la revolución española. La acción de las masas proletarias y su disposición subjetiva confirman esa conclusión. En julio-agosto de 1936 fueron resueltos, de hecho, los problemas básicos de la revolución, los problemas del poder y la propiedad de los instrumentos y medios de producción. El poder local pasó, prácticamente, a manos del proletariado armado. A sus manos pasaron también, yen menor grado a las del campesinado, todos los instrumentos y medios de producción pertenecientes a capitalistas y terra­tenientes. Gran parte de la burguesía y de su aparato estatal fueron liquidados en el territorio conservado por la repú­blica. Todo esto no encaja en los marcos de una revolución democrático-burguesa. “(14).

Efectivamente, no «encajaba» pero había que hacerlo «encajar» para que la ayuda de la RSS a la república española pudiera “encajar” a su vez con la política exterior soviética. y el sólido equipo de la IC instalado en España para supervisar la acción del PCE, junto con el no menos sólido equipo de consejeros militares y políticos soviéticos, se aplicaron con todo celo a realizar esa dificultosa operación. Extraordinariamente dificultosa, porq­ue se trataba, nada menos, que de hacer refluir la revolución proletaria al recinto democrático-burgués del que no “debía” haber salido. y esto era bastante más complicado que el “saber terminar una huelga” de Thorez. Había que comenzar por negar la realidad antiburguesa de la revolución, para que la acción dirigida a restaurar lo burgués como realidad pudiera aparecer como otra cosa de lo que en realidad era la IC, partido mundial de la revolución socialista no podía permitirse preconizar la rectificación del perfil socialista de la revolución española con la misma desenvoltura con que el filósofo había preconizado la rectificación del perfil plebeyo de la república azañista.

Había que guardar las formas, y para ello era necesario comenzar por proclamar urbi et orbi que la revolución española era «en esencia un movimiento popular, democrático, antifascista, nacional, cuyo objetivo principal era la defensa de la república, de la libertad, de la soberanía, frente a la rebelión fascista y la ingerencia brutal de las fuerzas armadas de Hitler y Mussolini“ (15). Todo lo que desbordaba esa “esencia” eran “excesos” del caballerismo, del anarcosindicalismo, y de las masas insuficientemente instruidas en el marxismo-Ieninismo (16). El salvamento de la “esencia” iba acompañado de la reafirmación de los principios y los símbolos. La Constitución del 31, depositaria de los principios, seguía en vigor. El parlamento -la mitad de cuyos diputados se habían unido al movimiento faccioso, y la mitad de la otra mitad (los diputados republicanos) era difícil saber a quién representaban en la zona revoluciona­ria- conservaba sus funciones. Azaña, presidente de la república, permanecía en su puesto.

El Estado republicano seguía siendo el poder legal, aunque los poderes reales estu­vieran en otras manos. Jurídicamente, la propiedad capita­lista de los medios de producción no era abolida, aunque prácticamente hubiera sido destruida. “No creáis nunca exageradamente en la tontería de vuestros adversarios”, aconsejaba Talleyrand, y los políticos de la burguesía europea no eran tontos, evidentemente. La fachada legal de la repú­blica española no les engañaba. Exigían la restauración efectiva del sistema burgués. Pero la fachada era útil a Stalin ya la IC en varios aspectos. En primer lugar, les permitía presentar la «ayuda a España” como ayuda al régimen legal republicano definido por la Constitución del 31. En segundo lugar, contribuía a justificar la ficción teórica del carácter «democrático-burgués” de la revolución espa­ñola. y en tercer lugar proporcionaba una estructura ideológica-política-jurídica que podía servir para acoger, y para promover, la transformación metódica de esa ficción de la realidad.

Naturalmente, esta última operación, la operación esencial, no podía llevarse a cabo más que con el apoyo y la colaboración de las propias fuerzas revolucionarias españo­las, lo cual era sumamente problemático. Pero Stalin y la IC disponían de una arma decisiva, o más exactamente disponían de las armas.

Independientemente, en efecto, de que en la revolución se afirmase el contenido proletario que ya tenía, o que retro­cediera al contenido democrático-burgués tal como lo enten­día la IC, o que volviera al contenido liberal-burgués con el que soñaban los Azaña y los Prieto, una cosa era evidente: sin derrotar a las fuerzas militares de los generales sublevados y de sus aliados italo-germanos todos los “contenidos” posibles estaban condenados a esfumarse en breve plazo, y para vencer en el terreno militar la revolución necesitaba urgentemente armas y técnicos en su manejo. Enseguida estuvo claro que no podían venir más que de la URSS.- y también estuvo claro que de la URSS no vendrían si los dirigentes españoles no se ajustaban a la política que los dirigentes soviéticos consideraban necesaria para poder armonizar la ayuda a la república española con la estrategia general estaliniana. En los primeros meses de la guerra civil todos los dirigentes españoles, desde Azaña a Nin, comprendieron este imperativo y trataron de adaptarse a él, pero no todos de la misma manera. (17).

Para el PCE no se planteaba problema alguno, natural­mente, puesto que política de la Unión Soviética, política de la IC y su propia política formaban un todo indivisible. Se trataba de aplicar la línea general del VII Congreso de la IC. Para vencer al fascismo -enemigo principal- lo esencial era asegurar la más amplia unidad de acción de todos sus adversarios. Entre la política internacional de la Unión Soviética -alianza con los Estados burgueses amenazados por la Alemania hitleriana-, y la política nacional de los partidos comunistas -alianza con las fracciones liberales de la burguesía-, no había contradicción. Una vez derrotado el fascismo el camino quedaría abierto para avanzar hacia la revolución socialista. En el caso de España con más seguri­dad que en ningún otro, puesto que el proletariado ocupaba sin duda posiciones hegemónicas dentro de la alianza.

Una vez ganada la guerra se podría pasar a la etapa siguiente, hasta llegar a la dictadura del proletariado. Pero para ganar la-guerra lo decisivo era conservar la alianza antifascista, tanto a escala nacional como internacional. Lo que’ exigía no proponerse de momento objetivos socialistas en España, corregir los «excesos” de la revolución, e incluso acentuar las concesiones a los republicanos burgueses y socialistas reformistas para ver si de esa manera común se resolvía para ayudar a la república española. El esquema era a primera vista muy coherente, pero a condición de que todos los implicados se dispusieran a representar fielmente el papel que se les asignaba. Lo que estaba muy lejos de ocurrir. Los liberales tipo Azaña y los socialistas reformistas tipo Prieto eran los mejor dispuestos, puesto que por lo pronto esa línea de desarrollo respondía a sus preocupaciones esen­ciales: restaurar el Estado republicano, liquidar los “extre­mismos”, aproximarse a las democracias occidentales.

No es casual que en el mes y medio del gobierno Giral (20 de julio-4 de septiembre), formado exclusivamente por los partidos republicanos burgueses, “en los medios gubernamentales ganaba influencia la política unitaria y construc­tiva del Partido Comunista, que supeditaba todo a las necesidades de la guerra”, ni que Azaña dijera a unos periodistas extranjeros: «Si desean valorar acertadamente la, situación y conocer a hombres que saben lo que quieren, lean ustedes Mundo Obrero.” (18). Pero Azaña también sabía muy bien lo que quería, y desde luego no era ganar la guerra en condiciones tales que el Partido Comunista obtuviera la hegemonía y quedara despejado el camino hacia la dictadura del proletariado. Como demuestran con absoluta claridad sus Memorias, su objetivo era la restauración de la república del 14 de abril, y su táctica servirse en una primera fase del Partido Comunista como dique frente al caballerismo y el anarcosindicalismo, para luego, en una segunda fase, reducir a la impotencia al Partido Comunista (aprovechando que la primera fase le habría enfrentado con los núcleos mayorita­rios del proletariado revolucionario). La línea de Prieto, y la del mismo Negrín, fue análoga, y en las mismas Memorias de Azaña se revela la estrecha colaboración de la “troika”: Azaña-Prieto-Negrín en la segunda etapa de la guerra, la que se abre con la liquidación del gobierno Largo Caballero en mayo de 1937 (19).

Los caballeristas se adaptaron también a la estrategia de Stalin, sin renunciar a sus propias concepciones y objetivos-, cuya debilidad principal era la que ya señalamos anterior­mente: imprecisión, vaguedad, carencia, en definitiva, de una política coherente. Reflejando la voluntad de las masas proletarias, se proponían preservar el contenido socialista de la revolución, pero no contaban ni con un programa que diese forma concreta a ese contenido, ni con una táctica para luchar eficazmente por él en la complejísima situación de la guerra civil. Pretendían asumir el papel rector dentro del bloque político obrero-republicano, y en la práctica iban a remolque del Partido Comunista en unas cuestiones, o del anarcosindicalismo, en otras. Pero precisamente esas carac­terísticas hacían del caballerismo la formación ideal para ocupar el proscenio en el drama que se iniciaba.

Su reputa­ción revolucionaria, y en particular el mito Caballero (“Lenin español”), junto con la imprecisión de sus postu­lados, permitían al caballerismo representar a la revolución en su expresión más general: no la revolución bolchevique; ni la revolución libertaria, sino la Revolución del proletariado, con mayúsculas y sin adjetivos. Su carácter, en gran medida sindical, facilitaba el entendimiento; con la CNT, y por otro lado, el que no poseyera una política coherente, ni una organización bien estructurada, era una ventaja para los que tenían la una y la otra. Para el proletariado, Largo Caballero al frente del gobierno era la garantía de la revolución. Para Azaña y Prieto, como para Stalin y sus representantes en España, la jefatura gubernamental de Caballero podía ser la garantía de que la revolución colabo­rara en su propia rectificación, en la restauración del Estado republicano democrático-burgués. Para los anarcosindicalis­tas era una posibilidad de preservar los enclaves de “comunismo libertario” creados en las zonas donde ellos tenían preponderancia. Para el mismo Caballero y los “caballeristas», la alianza con los republicanos burgueses era una especie de astucia de guerra para adaptarse a las condiciones internacionales en que se desarrollaba la revolución española y al mismo tiempo preservar su pureza proletaria (20).

La adaptación de la CNT y del POUM a los condicionantes internacionales, y en particular al condicionante soviético, estaba lastrada de reservas análogas a las de los caballeristas, pero más radicales por concretarse en posiciones políticas mejor definidas y mucho más difíciles de conciliar con la restauración del Estado republicano que las de los caballeris­tas. La “revolución libertaria” que los anarcosindicalistas habían llevado a vías de hecho en Cataluña y Aragón, y tra­taban de extender a otras regiones de la zona republicana no sólo era absolutamente incompatible con la restauración del Estado republicano democrático-burgués; lo era también con las exigencias más elementales -militares y económi­cas- de la guerra (21). Para el POUM estaba claro el carácter socialista de la revolución española y propugnaba la ins­tauración de un poder proletario. Pero sus fuerzas eran muy limitadas. Confinado prácticamente a Cataluña, allí tropezaba con la influencia aplastante del anarcosindicalismo en los principales núcleos proletarios. y al mismo tiempo le acosaba la hostilidad implacable del Partido Comunista. Los primeros tiempos de la guerra civil española coinciden con la extermi­nación física de las oposiciones en la URSS, y el POUM pasó a ser considerado por Stalin y la IC, lo mismo que el trotskismo, como una «agencia fascista” a la que había que exterminar.

Toda la evolución de la situación interna de la “zona republicana” en el curso de la guerra civil está condicionada por estos datos iniciales, por las contradicciones y conflictos que de ellos derivan. y se desarrolla en dos fases bien diferenciadas: la que va hasta la caída de Largo Caballero en mayo de 1937, y la que sigue hasta la derrota, la “fase Negrín”.

En la primera, el frente de republicanos azañistas, nacionalistas reformistas y comunistas, logra retrotraer la revolución, en lo esencial, al cauce democrático-burgués y restaurar sobre esa base el Estado republicano, con el ejército regular popular como principal instrumento.

En la segunda, el frente de republicanos azañistas y socialistas reformistas se aplica a reducir metódicamente las posiciones comunistas en el aparato del Estado, sobre todo en el ejército, fuerzas de orden público y servicios especiales, así como en la esfera económica; a recortar aún más en el plano político general el contenido avanzado de la república y… a preparar la capitulación final. La línea de la IC en la revo­lución española acabó por volverse contra el objetivo supre­mo en cuyo nombre fue impuesta: ganar la guerra. y sin embargo es la que hizo posible la prolongada y tenaz. Ese efecto positivo proviene, ante todo, de que la IC y el PCE comprendieron desde el primer momento el carácter decisivo del problema militar. Con la ayuda de los técnicos soviéticos y de cuadros comunistas de otras latitudes, el PCE concentró todas sus energías en la resolución de ese pro­blema.

Sus estructuras, su funcionamiento, la formación de sus cuadros, le hacían especialmente apto para esa tarea. El Partido Comunista, reconoce Pierre Broué, “se mostró como una notable fuerza de organización, un instrumento terriblemente eficaz” (22). Los rasgos semimilitares del modelo bolchevique con arreglo al cual se había moldeado, le permitieron al PCE convertirse rápidamente en el partido militar de la república, en el núcleo organizador del ejército que hacía falta crear rápidamente, sin el cual todo estaba condenado a perecer: ensayos libertarios, Estado republicano, partidos y sindica­tos. El más rudimentario sentido común hacía que las masas, independientemente de sus preferencias políticas y sindicales, comprendieran que sin ejército, sin mando único, sin disci­plina, sin economía de guerra, sin unidad “férrea” -como decía el PC- en el frente y en la retaguardia, sin subordinar cualquier otra consideración a la urgente necesidad de derrotar a las tropas enemigas que avanzaban, no había salvación.

Si los efectivos del Partido Comunista y de su gran auxiliar las Juventudes Socialistas Unificadas [JSU], crecen muy rápidamente en los primeros meses de la guerra, lo mismo que su influencia y autoridad políticas, no se debe a que el proletariado considerara al PCE “más revolu­cionario” que a los caballeristas o anarcosindicalistas, sino más clarividente y capaz para afrontar el problema crucial de la situación. El prestigio que adquiere la URSS por su ayuda a la república influye no poco, indudablemente, en el auge del PCE, pero el factor principal es el que acabamos de indicar. ¡Es sintomático que los efectivos y la influencia del partido aumentan relativamente poco en los sindicatos de ‘la UGT, sin hablar ya de los de la CNT, es decir, en el seno de la clase obrera organizada.

A las filas del PCE acuden numerosos elementos pequeño burgueses, atraídos por el renombre que adquiere el partido de defensor del orden, de la legalidad y de la pequeña propiedad. y al PCE afluye, sobre todo -o se pone bajo su dirección a través de la JSU-, un gran contingente de la juventud no formada aún en los sindicatos y organizaciones obreras tradicionales, atraída por las virtudes militares del partido, y por una ideología simplificada, en la que revolución se identifica con anti:. fascismo entreverado de patriotismo (23).

El PCE dio, por consiguiente, una contribución primordial a la organización del ejército republicano, la IC creó las Brigadas Internacionales y la Unión Soviética fue la principal abastecedora en armas de la República, amén de ayudarla con valiosos especialistas militares. Si la guerra fuera sólo una empresa técnico-militar sería difícil encontrar tacha en la aportación del trinomio PCE-IC-URSS a la lucha del pueblo español contra el fascismo (si prescindimos, por el momento, de la cuestión relativa al volumen de los armamentos propor­cionados por el gobierno soviético a la República). Pero como es bien sabido desde Clausewitz, la guerra es un verdadero instrumento político, una prosecución de las relaciones polí­ticas, una realización de éstas por otros medios (24). y muy especialmente, podría agregarse, una guerra civil. La tesis del PCE: “si no se gana la guerra, no hay revolución posi­ble”, era la evidencia misma; pero la otra que iba siempre asociada: “ganando la guerra hemos ganado la revolución», era la ambigüedad misma (25). Porque, como ya vimos anterior­mente, cada una de las organizaciones políticas y sindicales del campo republicano tenía su propia concepción de la «revolución», y pugnaba por hacerla prevalecer, continuando su política anterior, desde el primer día de la guerra civil.

La «guerra» no era un aspecto autónomo de la lucha global, que permitiera poner entre paréntesis las tres principales “variantes» de revolución que se enfrentaban: la proletaria, la democrática-burguesa, y la liberal burguesa. El combate en los frentes, los instrumentos directamente militares, estaban en conexión estrecha con uno u otro tipo de organización social y política. y según qué tipo de régimen político­ social prevaleciese durante la guerra civil, todo el porvenir de la República quedaría fuertemente condicionado. La fuerza militar puesta en pie por el PCE, la IC y la ayuda soviética estaba al servicio de dos objetivos políticos esen­ciales: resistir militarmente a los facciosos y asegurar que prevaleciese el tipo “democrático burgués» de republica, aceptable para los republicanos burgueses y supuestamente aceptable también para las “democracias occidentales”. Pero al ser instrumento de este segundo objetivo, la fuerza militar PCE-IC-URSS entraba en conflicto con la realidad revolucionaria creada, y con la mayoría del proletariado que conside­raba esa realidad como su máxima conquista. Semejante conflicto no podía por menos que quebrantar, en definitiva, la potencia militar de la república. Entre los dos objetivos políticos a cuyo servicio estaba el esfuerzo militar del PCE, la IC y la ayuda soviética, no existía complementariedad sino contradicción. El segundo socavaba los efectos positivos de primero. Los acontecimientos se encargaron de demostrarlo muy rápidamente.

En los primeros meses de 1937, los caballeristas, anarcosindicalistas y poumistas llegaron al convencimiento de que su adaptación a la línea impuesta por Moscú, sin tener efecto positivo alguno sobre la actitud de las “democracias occi­dentales”, se traducía, en cambio, en un retroceso continuo del “contenido proletario” inicial de la revolución y en el fortalecimiento del PCE, de los socialistas reformistas y de los republicanos burgueses dentro de las estructuras políticas y militares. Les inquietaba, sobre todo, la posición hegemó­nica que el PCE adquiría en el ejército. y el terror desenca­denado por Stalin contra las oposiciones dentro de la URSS vino a sumarse a las motivaciones propiamente españolas para llevar esa inquietud al colmo.

El terror estalinista aparecía ante caballeristas, anarcosindicalistas y poumistas, como la prefiguración de es que les esperaba en caso de un final victorioso de la guerra civil con hegemonía comunista. y la posición que inmediatamente había adoptado el PCE y no era como para tranquilizarles. En perfecta sincronización con los “procesos de Moscú” reclamaba, en efecto, el exter­minio del POUM, y acusaba de enemigos de la Unión Soviética, de cómplices del fascismo, a los caballeristas y anarquistas que denunciaban los crímenes de Stalin (26). Imbuidos de una fe ciega en los dirigentes soviéticos, los comunistas españoles no podían dudar de que en Moscú se estaba exter­minando a “enemigos del pueblo”, a “espías fascistas”, y cuando en España se estaba librando una lucha a muerte contra el fascismo, cuando la Unión Soviética era la única potencia que ayudaba a la república española, sólo otros “enemigos del pueblo”, otros “agentes encubiertos» del fascismo -se decían los comunistas españoles- podían salir en defensa de los que Stalin suprimía.

La introducción de este virus de desconfianza, cuando no de odio, llevó al paroxismo las divergencias políticas y doctrinales entre las organizaciones y grupos que representaban al proletariado revolucionario. Mientras tanto, los republicanos burgueses y los reformistas del PSOE observaban una sabia discreción ante el drama que se desarrollaba en Moscú. El foso que se ­abría entre el PCE y las otras fracciones del proletariado revolucionario hacía de Azaña y Prieto los árbitros de la situación.

La «crisis de mayo” (1937) fue el resultado de ese proceso global, Se eliminó del gobierno al caballerismo y al anarco­sindicalismo, y el poder quedó en manos de socialistas reformistas, republicanos burgueses y PCE (27). Inmediata­mente se llevó a cabo la represión policíaca contra el POUM, seguida de la ofensiva política contra Largo Caballero y sus partidarios. Mientras el PCE los denunciaba como cómplices del POUM, el grupo de Prieto maniobraban para desalojar a los caballeristas de sus posiciones en el PSOE y en la UGT. Paralelamente, en la CNT fortalecían sus posiciones los elementos más moderados y reformistas (28).

Se daba así un paso decisivo en la difícil tarea encomendada por Stalin a la IC: reintegrar la revolución española al recinto “demo­crático burgués” del que no “debía” haber salido. Pero el principal beneficiario de la operación no fue su principal ejecutor, el PCE; lo fue el bloque de republicanos burgueses y socialistas reformistas, que ocuparon los puestos clave del gobierno: además de la jefatura, el ejército, la política exterior y la economía. Cierto que el PCE controlaba a una parte esencial del ejército, pero teniendo en cuenta que el principio supremo de su política -de la política de Stalin­ era conservar la alianza con el bloque burgués reformista de la república, al PCE le estaba absolutamente vedado utilizar esa fuerza militar contra sus sagrados aliados. y Prieto, al frente del Ministerio de Defensa, pudo emprender metódica­mente la tarea de ir reduciendo el peso específico de los comunistas en los cuadros de mando de las fuerzas armadas y del Comisariado. Al mismo tiempo la política general del gobierno evolucionaba rápidamente hacia la derecha en el plano interior y se orientaba a una salida negociada de la guerra. Lo que se abría paso, en definitiva, era la política de Azaña (véase la nota 8). y es que las grandes revolucio­nes sociales, como era la española, o avanzan decididamente hasta sus últimas consecuencias, o retroceden no menos deci­didamente y desembocan en la contrarrevolución.

Mucho antes de que las tropas fascistas irrumpieran en Barcelona y Madrid, la contrarrevolución se instalaba silenciosamente en la zona republicana. A medida que la guerra civil se prolongaba, con su cortejo de privaciones y sacrificios, a medida que la correlación de fuerzas militares se modificaba a favor del enemigo (el cual recibía de Alemania e Italia una asistencia mucho mayor que la proporcionada por la URSS a la república), el desánimo y el derrotismo se propagaba entre las capas pequeño burguesas de la ciudad y del campo, contagiando también de grupos del proletariado. La política capituladota de Azaña y Prieto adquiría una base social cada vez más amplia, mientras que la resistencia a ultranza pre­conizada por los comunistas encontraba un escepticismo creciente. El PCE se esforzaba desesperadamente por atajar esa degradación de la situación, pero ni la propaganda, ni las medidas destinadas a reforzar el ejército o a intensificar la producción de armas, podían compensar el vacío dejado por la pérdida de lo que había sido el resorte decisivo de la combatividad popular en los primeros meses: el entu­siasmo revolucionario.

La masa más radical del proletariado se sentía relegada y burlada, y en el seno mismo del Partido Comunista, tras un optimismo de fachada, nacía la duda y la vacilación. Aparecieron críticas contra la política de alianza con los dirigentes republicanos burgueses y los reformistas del PSOE, y se expresó la idea de que la única salida a la, situación creada era que el partido tomara plenamente en sus manos la dirección de la guerra (29). Estas tendencias iban asociadas a la convicción, que ganaba a muchos comunistas, de que las esperanzas puestas en una ayuda de las “democracias occidentales” se habían revelado totalmente ilusorias. ¿Por qué tener miramientos con los que en España personi­ficaban políticamente a esa “burguesía democrática» anglofrancesa, y a esa “socialdemocracia” que traicionaban al pueblo español? ¿Por qué sacrificar a la alianza con los que se orientaban a la capitulación las posibilidades que pudiesen quedar de una política de guerra revolucionaria, susceptible de reanimar las energías combativas del proleta­riado, de imponer una disciplina férrea, y de aprovechar al máximo los recursos existentes?.

Tales ideas llegaron a reflejarse, incluso, en uno de los órganos centrales del PCE, Mundo Obrero, que por publicar­se en Madrid no se encontraba bajo el control inmediato de la dirección del partido ( cuya sede estaba en Barcelona y tenía como órgano oficial de expresión Frente Rojo). En el número del 23 de marzo de 1938 la redacción de Mundo Obrero plantea: “No se puede, como hace un periódico, decir que la única solución de nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista, porque Francia so quiere así […] El pueblo español vencerá con. la oposición del capita­lismo”. La dirección del PCE reacciona inmediatamente. En una carta firmada por José Díaz y publicada en Frente Rojo del 30 de marzo, se amonesta con severidad a la redacción de Mundo Obrero: » La afirmación de que « la única solución para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comu­nista -dice la “carta”-, es plenamente correcta y corres­ponde exactamente a la posición de nuestro partido «. En cuanto a la tesis de que “el pueblo español vencerá con la oposición del capitalismo «, « tampoco corresponde, escribe José Díaz, ni a la situación ni a la política de nuestro partido y de la Internacional Comunista”. “En mi informe al Pleno de noviembre [1937] de nuestro Comité Central -sigue diciendo el secretario general del PCE- afirmábamos: “Hay un terreno sobre cual todos los Estados democráticos pueden unirse y actuar juntos. Es el terreno de la defensa de su propia existencia contra el agresor de todos: el fascismo; es el terreno de la defensa contra la guerra que nos amenaza a todos».

Cuando hablábamos aquí de “todos los Estados democráticos” no pensábamos solamente en la Unión Sovié­tica, donde existe una democracia socialista, sino que pensá­bamos también en Francia, Inglaterra, Checoslovaquia, en los Estados Unidos, etc., que son países democráticos, pero capitalistas. Nosotros queremos que estos Estados nos ayuden; pensamos que defienden su propio interés al ayudar­nos; nos esforzamos en hacérselo comprender y solicitamos su ayuda. La posición que adoptáis en vuestro artículo es muy diferente y no es justa […] nos llevaría inevitablemente, una vez más, a restringir el frente de nuestra lucha, en el momento en que es preciso ampliarlo. (30) Por consiguiente, el 30 de marzo de 1938, cuando ya era archievidente (en realidad lo era desde que Blum, a los pocos días de estallar la guerra civil española, supeditó su actitud a la del gobierno conservador inglés) que el capitalismo “democrático» no movería un dedo en ayuda de la república española, por mucho que ésta “ampliara» su significación política, la IC (bajo la firma de José Díaz) seguía meciéndose en la dulce ilusión -y fomentándola en los combatientes españoles- de que Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, ayudarían al pueblo de España. Sigue fomentando estas ilusiones (y basando en ellas toda la política de su sección española), pese a que, como reconocen los historiadores soviéticos, » desde finales de 1937 era cada vez más notoria la confabu­lación [contra la república española] de los Estados fascistas con los Estados Unidos, Inglaterra y Francia (31). Yen efecto, quince días después de la reprimenda a Mundo Obrero, Inglaterra llega a un acuerdo con Mussolini sobre la retirada de los « voluntarios » italianos una vez lograda la victoria de Franco; a mediados de junio el gobierno francés cierra la frontera pirenaica; y septiembre trae Munich.

Mientras tanto, la « ampliación » preconizada por la “carta» se traduce en la renuncia formal ( que en la práctica era el reconocimiento de la situación ya existente) al contenido revolucionario que inicialmente había tenido la lucha. Como muy exactamente dice G. Jackson, con los « 13 puntos» de Negrín, patrocinados por el PCE, se presentaba a la opinión mundial la imagen de un régimen cuyos propósitos y métodos eran similares a los de las democracias occidentales; era un esfuerzo supremo para convencer a los gobiernos de Occi­dente de su propio interés en la supervivencia de la Repú­blica (32).

Pero los “gobiernos de Occidente «, a diferencia de IC, enfocaban el problema con criterio clasista, y el repre­sentante más solvente del capitalismo español no era el gobierno de Negrín sino el gobierno de Franco. El capitalismo « democrático » no se conformaba con menos que el aplastamiento total del proletariado español, es cual exigía el aplastamiento de una república que durante casi una década había demostrado suficientemente su imposibilidad histórica como «república democrático-burguesa». Los «gobiernos occidentales» podían, en todo caso, ser sensibles a la quimérica imagen de la realidad republicana española que el PCE y Negrín se esforzaban en presentar, pero eran orgánicamente incompatibles con la realidad que se ocultaba tras esa imagen: la realidad de un proletariado revoluciona­rio, presto a levantar cabeza a la primera oportunidad. El drama se aproximaba a su desenlace sobre la base de los términos mismos en. que las clases y la lucha de clases (y no el dogma teórico de la IC sobre la inevitabilidad de una etapa “democrático burguesa ) lo habían planteado en la España concreta de 1936: fascismo o comunismo. (Enten­diendo por “comunismo» lo que todo el mundo entendía por aquel entonces refiriéndose a España: la revolución proletaria peculiar, de rasgos originales e intransferibles, española en una palabra, que se había propagado como huracán por el territorio peninsular en la segunda mitad de 1936.)

Las concesiones ideológicas y políticas que en los últimos meses de la guerra hacen el PCE y Negrín para «facilitar» la «unión nacional» de los «españoles patriotas» de ambos bandos, la reducción a 3 de los «13 puntos» de Negrín, sólo servía para convencer a los más optimistas de que la república estaba al borde del desastre. El «partido de la capitulación» engrosó hasta ser el más influyente de la zona republicana. De ahí el hundimiento catastrófico de Cataluña, y el éxito del complot de Casado que lleva al derrumbamiento final. A última hora, el PCE intentó reaccionar, dando de lado todo miramiento con los aliados burgueses y reformis­tas, toda preocupación respecto al capitalismo « democrá­tico «. Pero era tarde (33). Todos los sacrificios y heroísmos de tres años se hundían junto con una política que desde el primer día de la, guerra civil había vuelto la espalda a imperativos esenciales de la realidad revolucionaria española para ajustarse a los imperativos de la estrategia internacional de Stalin.

La sujeción del PCE a esa estrategia fue, en efecto, un grave obstáculo para el pleno despliegue de las reservas combativas y de las iniciativas creadoras, de las fuerzas capaces de hacer milagros, que toda gran revolución social lleva en su seno. Dentro de los límites que le impuso esa sujeción (el partido dio ejemplo, como ya hemos dicho, en la organización del ejército, en alentar el espíritu de com­bate, en exaltar los aspectos antifascistas, nacional libera­dores, de la lucha, etc. Cosa que era absolutamente necesaria y vital. Pero el pleno despliegue de las potencialidades más arriba indicadas exigía, ante todo y sobre todo, que el pro­letariado -la fuerza revolucionaria decisiva- no dudase en ningún momento de que la lucha a muerte entablada era la lucha que le liberaba de la esclavitud capitalista. No como promesa para una etapa ulterior sino como afirmación y desarrollo del contenido socialista que la revolución en acto había tenido desde las jornadas de julio; como traducción de ese contenido en una nueva legalidad y nuevas institu­ciones, como instauración, ante todo, del poder proletario. Todos los otros contenidos de la guerra revolucionaria eran importantes y ninguno debía ser subestimado, pero a con­dición de ser subordinados a ese contenido socialista. Sobre esta base era necesario, y podía ser comprendido por el proletariado, el respeto de la pequeña propiedad que no explotase trabajo ajeno, la alianza con las capas pequeño burguesas no explotadoras, la colaboración con grupos polí­ticos no proletarios que en función de los otros aspectos de la guerra (antifascista, nacional, etc.) estuviesen dispuestos a participar en la lucha. Sobre esa base, el aspecto de defensa de la independencia nacional que la intervención italogermana confería a la guerra civil podía significar para el proletariado algo más que el patriotismo tradicional: la defensa de su propia liberación.

Reconocer la prioridad absoluta de la esencia proletaria y socialista de la revolución, reafirmarla en todos los planos, y partir de ella para la solución de todos los problemas que planteaba la guerra, era un imperativo tanto más insoslayable -conviene insistir en ello- cuanto que esa esencia había sido inscrita ya en la realidad por las mismas masas, y todo» retroceso no podía por menos de provocar su desconfianza, quebrantar su moral y, en definitiva, llevarlas a la conclusión ¡de que para restaurar la república azañista no vale la pena consentir tan inmensos sacrificios. El espíritu que hizo posi­ble la defensa de Madrid fue el espíritu de la revolución proletaria, y si existía una posibilidad de victoria no podía esta más que en su preservación y propagación. Para lo cual hacía falta la creación de un poder proletario revolucionario, que no dejara lugar a dudas sobre los objetivos de la lucha y abordara con firmeza m flexible la resolución de las tareas que la guerra ponía en primer plano: organización del ejér­cito y de la producción de armamento, abastecimiento, etc.

Y algo que el gobierno restaurador del Estado republicano demoburgués, dominado cada vez más por los Azaña, Prieto y compañía, preocupado de acercarse lo más posible a las «democracias occidentales «, no se propuso, ni podía proponerse. : la organización en gran escala de la guerrilla revo­lucionaria en la zona ocupada por los militares sublevados. Las características políticas que iba adoptando esa restau­ración se traducían en una concepción « convencional» de la forma de hacer la guerra. Pero si la organización de un ejército regular, la guerra de frentes y de movimiento a base de grandes unidades, eran obligadas en las condiciones concretas de la guerra civil española, la, lucha de guerrillas era no menos necesaria y posible. Sólo que requería otro tipo de poder. Hay que subrayar esta carencia de la república porque tuvo una influencia considerable en el resultado final de la lucha. La acción guerrillera en gran escala -para la que existían condiciones muy favorables en toda una serie de zonas del país- no sólo hubiera reforzado considerable­mente la potencia militar de la República y las probabilida­des de victoria, sino que incluso en la eventualidad de una derrota a nivel de la « guerra convencional «, habría sentado las bases para proseguir la lucha armada durante largo tiempo y enlazarla durante la guerra mundial con la resistencia antihitleriana (34).

La incomprensión del problema del Estado por los anarcosindicalistas, la inconsistencia táctica y organizacional del caballerismo constituían, sin duda, un gran obstáculo para la organización del tipo de poder revolucionario que las condiciones de guerra civil exigían de manera inexorable. Pero si el Partido Comunista, que comprendía mejor los imperativos de esas condiciones, hubiese abordado la crítica del anarcosindicalismo y del caballerismo colocándose en las posiciones de la revolución proletaria, en función de las necesidades de la guerra revolucionaria, y no en nombre de la democracia pequeño burguesa, habría encontrado un eco profundo en las masas anarcosindicalistas y caballeristas, y en muchos de sus mejores cuadros. Durruti no era, ni mucho menos, una excepción. Porque la guerra y la revolu­ción enseñaban con enorme rapidez. Y en realidad, impor­tantes sectores del anarcosindicalismo y del caballerismo comprendieron muy pronto que hacia falta poder estatal, ejército, disciplina, etc. Y lo hubieran comprendido aún más rápida y profundamente si el PCE no hubiese planteado esas tareas en oposición al contenido socialista de la revolución. En los primeros meses de la guerra existían grandes posibi­lidades para la unificación de comunistas, caballeristas, poumistas y anarcosindicalistas tipo Durruti, en un gran partido revolucionario, o al menos para su colaboración estrecha en la construcción de un Estado proletario. Pero el aprovechamiento de esas posibilidades dependía, ante todo, de que el PCE se situaba. sin reservas en el terreno de la revolución y abandonas; todo esquema dogmático. seme­jante partido y Estado tenían que ser plenamente indepen­dientes de la IC y del Estado soviético. Sólo así podían ser aceptables para las otras fracciones revolucionarias del proletariado español.

Sobra decir que nada de esto era posible siendo lo que eran la IC y la política estaliniana. Aun situándonos en la hipótesis, puramente especulativa a la altura de 1936, de que el PCE hubiese tomado el camino que acabamos de indicar, la situación internacional de la hipotética república socialista habría sido probablemente desesperada, a consecuencia de la oposición de la IC y de Stalin. Cierto que podía jugar cartas que le estaban vedadas a la república frentepopulista, enfeudada a la política de Stalin y prisionera de su propia esencia pequeño burguesa: podía, con el ejemplo y su llamamiento directo, fomentar la lucha revolucionaria de proletariado francés. (En la segunda mitad de 1936 el espíritu del mayo-junio francés aún estaba vivo.)

Análoga carta tenía ante Stalin. Negar ayuda al proletariado español, con el inmenso eco de simpatía que su lucha encontraba incluso en el movimiento obrero socialdemócrata, equivalía a asestar un terrible golpe al prestigio de la URSS entre los trabaja­dores de todos los países. y aunque la estrategia interna­cional estaliniana se basaba fundamentalmente en la utiliza­ción de las contradicciones interimperialistas -y no en el desarrollo del movimiento revolucionario mundial- no podía prescindir del apoyo del movimiento obrero. Lo necesitaba, incluso, desde el punto de vista de la utilización de dichas contradicciones (para asegurar, por ejemplo, la alianza con Francia y llegar a un entendimiento con Inglaterra, necesi­taba la ”presión» de las clases obreras respectivas sobre sus burguesías). Una república española socialista del tipo supuesto -es decir, independiente de la IC y de Stalin-, y sólo así era concebible, poseía el arma que más temía Stalin: el arma de la crítica abierta, la posibilidad de denunciar claramente ante el proletariado mundial la conducta del gobierno de Moscú en caso de que éste negase la ayuda a la revolución española. No es absurdo suponer que puesto ante ese riesgo «Moscú se hubiese visto obligado a proporcionar armas, y tal vez a un precio más moderado», como decía Trotsky (35).

Pero visto el problema a la luz de los acontecimientos posteriores, y en particular del pacto germano soviético o de la condena y abandono de la revolu­ción yugoslava en 1948, tampoco es absurdo suponer que Stalin hubiese reaccionado’ denunciando la alianza de nuestros hipotéticos comunistas españoles heterodoxos, su alianza con anarcosindicalistas, caballeristas y poumistas, como una siniestra confabulación -montada por la Gestapo bajo la dirección de Trotski- contra la URSS y las democra­cias occidentales, a fin de impedir que una y otras pudiesen acudir en ayuda de la república española legal, constitucional, parlamentaria, etc.

No prolongaremos esta especulación ucrónica, cuya única finalidad es poner de relieve facetas esenciales de lo que incluso algunos historiadores soviéticos califican ya de « traición de Stalin a la república española (36). Coincidiendo con otros de Occidente, esos historiadores aluden, más parti­cularmente, a la insuficiencia de la ayuda militar que Stalin, dio a la república. Nuestra ucronía trata de poner de mani­fiesto las posibilidades que esa “traición» frustró, al impe­dir la creación de un poder revolucionario en la zona, repu­blicana que habría acrecentado considerablemente la capa­cidad de combate del pueblo español. La política de Stalin, aplicada por la IC y el PCE, dio la hegemonía en la república a las fuerzas burgueses y reformistas que se orientaban al compromiso con el enemigo. Con la de que ni siquiera respetó el orden legal y la soberanía en los que debía fundarse la respetabilidad del Estado republicano ante las « democracias occidentales. Los servicios secretos estali­nianos actuaron, en efecto, dentro de la república como si fuese la República de Mongolia Exterior.

El caso más escan­daloso, pero no el único, fue el asesinato de Nin después de haber fracasado el intento de utilizar al líder del POUM para montar una edición española de los “procesos de Moscú». Como dice el historiador G. Jackson: « El caso Nin fue un terrible golpe moral al prestigio del gobierno Negrín. Dos meses después de haber ocupado el cargo, con enérgicas promesas de restablecer la justicia y la seguridad personal, el jefe del gobierno se vio obligado a tolerar el ultraje comu­nista o a batirse en retirada, con el riesgo de ser destruido como lo fue Largo Caballero” (37).

Juicio exacto, con la salve­dad de que no era un “ultraje comunista», sino un ultraje al comunismo, más aún que al prestigio de Negrín. Pero el aspecto de la “traición» de Stalin que destacan los historia­dores indicados, no es menos cierto: el yugulamiento de la revolución, la dependencia a que se vio constreñida la repú­blica, no fueron compensadas por una ayuda siquiera equiva­lente a la recibida por los generales franquistas de Alemania e Italia, pese a que el armamento soviético fue pagado por anticipado con el oro del Banco de España, como es bien sabido. La cuestión de la “insuficiencia» no podrá aclararse definitivamente hasta que se abran los correspondientes archivos soviéticos. Sólo entonces podrá delimitarse lo que esa insuficiencia debe a las dificultades técnicas con que tropezaba la ayuda (a consecuencia de la distancia, del bloqueo, etc.) y el grado en que fue una insuficiencia «plani­ficada», obedeciendo las consideraciones de política exterior.

Lo que parece indudable es la existencia de este último aspecto. Stalin, en efecto, no podía -a menos de modificar radicalmente su estrategia internacional- ayudar a la repú­blica española. más allá de lo que era compatible con su política de alianzas con las « democracias occidentales ». y éstas no admitían, en modo alguno, que dicha ayuda llegara al punto de dar una ventaja militar decisiva a la república. Azaña y el embajador de la república en Moscú (Marcelino Pascua, miembro del Partido Socialista) lo comprendieron perfectamente. En el carnet de notas del primero figura la siguiente conversación con Pascua el 13 de agosto de 1937: «A mí me parece -dice Azaña-, en contra de lo que por ahí se cree, que la cooperación rusa tiene un límite, que no es el posible bloqueo, sino la amistad oficial inglesa. Opino que la URSS no hará nada en favor nuestro que pueda embarullar gravemente sus relaciones con Inglaterra, ni comprometer su posición en la política de amistades occi­dentales. “Eso no ofrece duda ninguna -responde Pascua. Para la URSS el asunto de España es baza menor” (38) Stalin ayudó a la república española para que pudiera prolongar su resistencia y llegar a una solución de compromiso, acep­table para las “democracias occidentales» en el marco de un sistema de alianzas antihitlerianas; no para que pudiera vencer.

Esta conclusión que imponen los hechos y el análisis de la política exterior estaliniana, parecía entonces a los comunis­tas, ya muchos antifascistas españoles no comunistas, la calumnia más monstruosa de todos los tiempos. Pero los acontecimientos posteriores han demostrado con suficiente evidencia que Stalin no vacilaba en sacrificar a la razón de Estado, no ya la posibilidad sino la realidad de una revolu­ción victoriosa, ‘aunque tuviera lugar cerca de las fronteras soviéticas y no existiesen dificultades “técnicas » para proporcionarle la ayuda necesaria contra la intervención imperia­lista. El caso de la Resistencia griega al generalizar la segunda guerra mundial es suficientemente demostrativo (39).

Entre las dos guerras mundiales, la política española de Stalin, aplicada por la IC y el PCE, fue el caso más relevante de supeditación de una revolución en acto a la razón de Estado de la potencia soviética.

 

1. D. Manuilski: La crise économique el l’ essor révolutionnaire. Rapport et discours de clausure de Manuilski au Presídium élargi du Comité Exécutif de l'[C (18-28 de febrero de 1930). Bureau d’éditions, París, 1930, p. 23, 35. El desarrollo de los acontecimientos en el transcurso de 1930, y sobre todo la caída de la monarquía en abril de 1931 hizo cambiar rápidamente de opinión a la dirección de la IC.

2. La historia del PCE ofrece uno de los ejemplos más signifi­cativos del daño que ocasionaron los métodos seguidos para construir fuera de Rusia el partido revolucionario de» tipo bolchevique, (véase capítulo 3 del presente libro).

Al fundarse la IC, la clase obrera española estaba organizada en dos grandes sectores ideológicos: socialista-marxista y anarcosindicalista. Tanto en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y en los sindicatos dirigidos por él, agrupados en la Unión General de Trabajadores (UGT), como en los sindicatos de orien­tación anarcosindicalista agrupados en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), existía una ala revolucionaria mayoritaria. La revolución de octubre tuvo profundo impacto en ambos sectores. La mayoría de la CNT y la mayoría del PSOE-UGT se pronunciaron por el ingreso en la nueva Internacional. Evidente­mente, el ingreso de la CNT en la IC (que llegó a efectuarse pero fue anulado al poco tiempo) no tenía justificación, dadas las grandes divergencias de principio entre marxismo y anarco­sindicalismo, pero ponía de relieve la posibilidad de colaboración y discusión. En lo que se refiere al PSOE, su ingreso por mayoría en la IC se hubiera realizado de no mediar el obstáculo de las » 21 condiciones». y en todo caso existían condiciones muy favorables para la constitución en su seno de una fuerte tendencia marxista revolucionaria.

En lugar de orientarse a promover un proceso de ese género (análogo al que hizo posible la creación del partido bolchevique), se fue a la constitución inmediata del Partido Comunista español (PCE), sobre la base de la escisión en el PSOE y en la CNT. La gran mayoría de las masas revolucionarias siguió a sus organiza­ciones tradicionales, y el nuevo partido apareció desde el primer momento como responsable de una nueva división del ya tan dividido movimiento obrero español. División que no era resul­tado orgánico del movimiento mismo, de una elaboración teórica y de una lucha política ‘enraizadas en las condiciones originales del proceso revolucionario español, sino impuesta por la impor­tación de doctrinas y métodos cultivados en otras latitudes. El PCE se quedó aislado, con la de que se consideraba en posesión de todas las claves de la revolución española. No había que buscarlas investigando la realidad nacional; venían dadas por Moscú. Se veía privado del acicate que hubiera sido la lucha ideológica y política dentro del movimiento obrero. Se convirtió en un repetidor de fórmulas hechas.

La fase sectaria de la IC iniciada en 1924 (coincidiendo con el paso del PCE a la ilegalidad, bajo la dictadura de Primo de Rivera) agravó más esos males de su artificial sección española. La lucha interna en el partido soviético tuvo también graves repercusiones en el PCE, algunos de cuyos mejores cuadros apoyaron las posiciones de Trotski.

Hacia 1930 el partido había perdido más de las nueve décimas partes de sus efectivos iniciales (unos 10000 miembros en 1922). En 1930 se desgaja del PCE una de sus principales organizaciones, la Federación Catalana-Balear, que poco después se fusiona con el Partit Comunista catalá para formar el Bloc Obrer i Camperol. Este se unificaría en 1935 con la Izquierda Comunista (trotskista) dirigida por Andrés Nin, dando naci­miento al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). (El detalle del proceso que lleva hasta la creación del POUM, puede verse en el artículo de Pedro Bonet, publicado en La Batalla, diciembre de 1965.) Hasta la guerra civil el PCE no logró recu­perarse de esta pérdida y crear una organización propia, de importancia, en la principal zona industrial de España.

3. La dirección del PCE había adoptado esta posición de acuerdo con los representantes de la IC (Humbert Droz y Rabaté, según revela el que entonces era secretario general del partido, José Bullejos, en su libro Europa entre dos guerras, p. 135), pero el centro de Moscú descargó toda la responsabilidad sobre los dirigentes españoles. Con fecha 21 de mayo de 1931, el Comité Ejecutivo de la IC envió una Carta abierta al Comité Central del PCE señalando los errores del partido. El principal era no haber comprendido el carácter « democrático-burgués » de la revolución, y el «papel dirigente» que el PCE debía desempeñar en dicha revolución. La» carta » daba, entre otras directivas, « la consigna de creación de los soviets de obreros, campesinos y soldados, los soviets serían « la fuerza motriz para conducir la revolución democrática hasta el fin y asegurar su desarrollo en revolución socialista «. El PCE, indicaba la « carta «, debía utilizar « la furiosa resistencia de los jefes anarcosindicalistas y reformistas a la formación de los soviets para mostrar el carácter contrarre­volucionario del anarcosindicalismo y del reformismo españoles «Una de las directivas más tajantes de este documento (el cual fue el documento guía del PCE en 1931-1932) era que: “El partido comunista no debe, en ninguna circunstancia, hacer pactos o alianzas, ni siquiera momentáneamente, con ninguna otra fuerza política»-

Como se ve, la manera que tenía la IC de corregir el sectarismo del grupo dirigente del PCE era bastante particular. Desde abril de 1931 se inició un conflicto, que fue agravándose en los meses siguientes, entre la dirección del PCE y la IC. La primera, una vez que comprendió lo absurdo de sus posiciones iniciales, tomó una orientación que se aproximaba en ciertos aspectos a los primeros análisis de la revolución española por Trotski, y al mismo tiempo mostraba veleidades de independencia respecto a los representantes de la IC en España (el principal de ellos, Codovilla, actuaba como sí fuera el verdadero secretario general del partido, y en realidad lo era y 10 siguió siendo hasta la guerra civil; entonces entraron en escena funcionarios de más alta categoría). El conflicto. hizo crisis a raíz del intento de golpe de Estado del general Sanjurjo (10 de agosto de 1932). La direc­ción del PCE Ianzó la consigna de «defensa de la República», y la dirección de la IC calificó de «oportunista» esa posición. Poco después Bullejos (secretario general), Adame, Vega y Trilla (representante, este último, del PCE ante la IC) fueron expulsados de la dirección y más tarde del partido, acusados de constituir un «grupo sectario-oportunista “.

La esencia de la posición de Trotski era que entre la etapa que estaba viviendo la revolución española, bajo la hegemonía de la burguesía y pequeña burguesía, y la etapa proletaria bajo la hegemonía de la clase obrera (dictadura del proletariado), no podía haber una etapa « democrática burguesa «con hegemonía proletaria, que se limitase a liquidar las “supervivencias feudales”. La historia de la revolución española hasta 1939 le dio la razón. Véase en particular» La révolution espagnole et les taches communistes, y La révolution espagnole et les dangers qui la menacent, recogidos en La révolution permanente (Gallimard, 1963). Estos y otros trabajos de Trotski que se refieren al periodo 1936-1939 están recogidos también en Ecrits, III, Quatrie­me Internationale, París. Ruedo ibérico prepara una edición más completa de los trabajos -de Trotski sobre España. En el segundo de los artículos citados, escrito en septiembre de 1932, Trotski dice: “La tarea inmediata de los comunistas españoles no es apoderarse del poder; es conquistar las masas. Esta lucha, en el periodo próximo, va a desarrollarse sobre las bases de la república burguesa y, en gran medida, con consignas democrá­ticas. » (La révolution permanente, p. 344.)

4. En estas elecciones el PCE obtuv9 en toda España 400000 votos, contra 60000 en las elecciones a Cortes constituyentes de julio de 1931. En las elecciones de noviembre de 1933 hubo 8.711.136 votantes. Los socialistas tuvieron 1800 000 votos.

5. Desde octubre de 1934 el gobierno estaba en manos de una coalición formada por los republicanos radicales de Lerroux (partido burgués de derecha) y la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, bloque de partidos y grupos de la gran burguesía y de los grandes terratenientes, cuyo jefe era Gil Robles). El movimiento de protesta obrero y republicano contra la represión que este gobierno habían desencadenado después de la insurl1ección de octubre (30000 presos políticos y varios fusila­mientos), y la corrupción del partido lerrouxista, determinaron la crisis de la coalición CEDA-radicales. El presidente de la república, Alcalá Zamora, que acariciaba el plan de formar un gran partido de centro, creyó llegada la ocasión y encargó del nuevo gobierno a un político de su confianza, Portela Valladares, que no podía tener mayoría parlamentaria, lo que justificaba la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. A las derechas de Gil Robles tampoco les desagradaba la justa electoral, porque pensaban ganarla, aunque hubieran preferido ser ellas las organizadoras. La unión de las izquierdas, con el nombre de Frente Popular, derrotó ambos planes y creó una nueva situación.

En la coalición de Frente Popular entraban los partidos republicanos de Azaña y Martínez Barrio, el Partido Socialista, las Juventudes Socialistas y la UGT, el Partido Comunista, el Partido Sindicalista y el POUM. El programa era, en realidad, el programa de los republicanos azañistas. Bajo la presión de los caballeristas, el PSOE había propuesto la nacionalización de la tierra y la Banca, y el control obrero de la industria, pero los republicanos se opusieron. Se negaron, incluso, a que figurara otro punto propuesto por los socialistas: el seguro de paro. Todos los problemas de fondo se eludían, e incluso las tímidas reformas que incluía eran formuladas equívocamente. Como dice el historiador socialista Antonio Ramos-Oliveira, » todo era ambiguo aquí cada partida tenía el aire de un vago efugio » (Historia de España, México, t. III, p. 240). El pacto implicaba, además, el compromiso de que gobernaran los partidos republi­canos solos. Era todo lo que hacía falta para abrir camino a la guerra civil, que en estado larvado se había instalado ya en el país.

6. Togliatti: «Sulle particularita della revoluzione spagnola». Ensayo incluido en la recopilación Sul movimento operaio internazionale, Reuniti, Roma, 1964. El pasaje citado se encuentra en la p. 181. Togliatti escribe este ensayo ya entrada la guerra civil, pero la « etapa » a que se refiere incluye el periodo ante­rior. Togliatti desempeñó un papel primordial en la orientación política e, incluso, en la dirección operativa del PCE durante la guerra civil. Junto con él, el búlgaro Stepanov, el húngaro Geröe, el argentino Codovilla, y los altos consejeros militares y políticos soviéticos.

7. Tanto en su propaganda electoral, como en sus tomas de posición entre febrero y julio, el PCE deslinda claramente las dos «subetapas». En su discurso del 9 de febrero José Díaz declara: « Hay un programa mínimo, que debe realizarse desde el gobierno, entendedlo bien, y cuya realización creará las condiciones para el desarrollo ulterior de la revolución democrá­tica en España. » (José Díaz: Tres años de lucha, Nuestro Pueblo, Toulouse, 1947, p. 70.) Después del triunfo electoral el partido observa rigurosamente la línea de apoyar al gobierno, respetar el compromiso contraído, y al mismo tiempo presionar a los dirigentes republicanos para que cumplan «rápidamente» el «programa mínimo». Pero esta línea equivalía, en la práctica, a dejar la iniciativa política al gobierno, que podía, como efectivamente hizo, « resistir «. a la presión popular. En este aspecto el gobierno azañista dio prueba de gran «firmeza», toda la que le faltó para reprimir la conspiración contrarrevolu­cionaria. Refiriéndose a esta cuestión crucial, José Díaz dice en su discurso del 1 de junio: «Me interesa subrayar, camaradas, que esto no puede hacerlo el gobierno solo. La lucha de masas es la única garantía eficaz de que se hará implacablemente todo lo que debe hacerse para barrer a la reacción y el fascismo. Yo espero que si el gobierno ve en nosotros el ánimo resuelto y la voluntad decidida a hacerlo ya exigirlo, meterá mano de una vez a todos estos enemigos de la república y de los trabaja­dores” (lbid., p. 161). Lo que era sembrar ilusiones en las masas, porque no existían los más mínimos indicios de que el gobierno pudiera decidirse a» meter mano» a los generales.

La debilidad fundamental de esta política consistía en que no respondía a las exigencias perentorias de la situación. Aun suponiendo que el gobierno cumpliese el «programa mínimo» ningún problema fundamental era resuelto, y la cuestión decisiva del poder capaz de matar en el huevo el plan contrarrevolucionario quedaba en pie. Sólo un nuevo poder dirigido por la clase obrera revolucionaria podía resolver dicha tarea.

El partido llamaba a las masas a movilizarse, pero al mismo tiempo las frenaba, a fin de hacer compatible la» lucha de masas » con el apoyo total al gobierno. En este mismo discurso del 1 de junio, por ejemplo, José Díaz dice que es justo que los trabajadores recurran a la huelga para defender sus intereses, pero agrega: “Sin embargo, no conviene a los intereses del proletariado y de la revolución que se declaren huelgas por cualquier motivo, sin antes meditar bien sobre las posibilidades de resolver los conflictos sin apelar a este procedimiento. » (lbid., p. 165.)

8. K.L. Maidanik: lspanski proletariat v natsionalne-revoliut­sionnoi voini [El proletariado español en la guerra nacional revolucionaria]. Akademii Nauk, Moscú, 1960, p. 64-65. Refiriéndose a este mismo periodo, el historiador inglés G. Jackson dice: » La atmósfera de odio de clases era casi palpable. (La república española y la guerra civil, Grijalbo, México, 1967, p. 185.) Es raro el historiador que no coincida en esta apreciación. Probablemente la única excepción es la Historia del Partido Comunista de España, redactada por una comisión presidida por Dolores Ibarruri, en la que se dice: « El principal significado político-histórico del 16 de febrero es que había abierto una posibilidad de desarrollo pacífico, constitucional y parlamentario de la revolución democrática en España. » (Edi­tions sociales, París, 1960, p. 113.) En el libro Guerra y revolución en España, elaborado posteriormente por la misma comisión (Progreso, Moscú, 1966), ya no se sostiene esa tesis, pero se dice que la guerra civil pudo ser evitada si se hubiera seguido el camino preconizado por el partido comunista: » Aplicación efectiva y rápida del programa del Bloque Popular, y adopción de medidas enérgicas para maniatar a la reacción y desmontar el tinglado que ésta ya tenía preparado con vistas a la sublevación militar” (p. 86). Por « desgracia «, ni los republicanos, ni los socialistas reformistas, ni los socialistas caballeristas, escucharon la voz del partido comunista. Pero, ¿podía esperarse otra cosa de los dos primeros grupos? En cuando a los caballeristas: ¿Por qué el PCE no les propuso una acción independiente? Los autores de Guerra y revolución en España eluden el problema de fondo: por sus mismas características, la coalición que triunfó electoralmente no podía resolver la tarea eminentemente revolu­cionaria de aplastar a la contrarrevolución armada. Para ello hacía falta otro tipo de coalición, otra estrategia. La coalición de las organizaciones revolucionarias del proletariado: Partido Comunista, izquierda socialista, anarcosindicalismo. La estrategia de tomar el poder, aprovechando precisamente la debilidad del gobierno republicano. Si el PCE hubiera intentado este camino, y hubiera fallado por oposición de caballeristas y anarcosindica­listas, habría salvado su responsabilidad histórica. Pero tal como fue su política, le corresponde incuestionablemente una parte no pequeña de responsabilidad por el curso que tomaron los aconte­cimientos.

9. Los reformistas habían logrado apoderarse de la dirección del PSOE a finales de 1935, aprovechando un paso falso de Largo Caballero (dimitió de la presidencia del partido por una cuestión de segundo orden). Pero la influencia de la izquierda siguió aumentando en los meses siguientes. En el verano de 1936 debía haberse celebrado el congreso del PSOE. Las elecciones de delegados en las organizaciones locales daban mayoría a la izquierda. La dirección encabezada por Prieto recurrió a maniobras descaradas para aplazar la convocatoria del congreso.

10. Desde abril de 1936 los caballeristas tenían su propio órgano diario, Claridad. En abril la Agrupación socialista madrileña adoptó una resolución que refleja la posición fundamental del ala izquierda: “El proletariado no debe limitarse a defender a la democracia burguesa, sino que debe asegurar por todos los medios la conquista del poder político, para realizar a partir de él su propia revolución social. En el periodo de transición de la sociedad capitalista a la sociedad socialista, la forma de gobierno, será la dictadura del proletariado. » El 1 de mayo de 1936 las juventudes socialistas desfilaron uniformadas con las consignas: » gobierno obrero «, « ejército rojo”. Los caballeristas tenían sólidamente en sus manos la UGT, que entre febrero y julio de 1936 llegó al millón y medio de afiliados. Dentro de la UGT estaba la poderosa Federación de Trabajadores de la Tierra, que englobaba varios cientos de miles de braceros y semibraceros.

11. Véase La CNT en la revolución española, de José Peirats, CNT, Toulouse, 1951, p. 116. Las p. 111-136 están dedicadas al Congreso de Zaragoza (mayo de 1936), con el texto del dictamen sobre « Concepto confederal del Comunismo Libertario » en el que se expone con gran detalle la organización social que debe salir de la «revolución libertaria». Pero no hay ninguna resolución en la que se diga qué debe hacer la clase obrera para salir al paso del inminente y notorio peligro de levantamiento con­trarrevolucionario.

12. En su discurso del 11 de abril de 1936, José Díaz dice: “ Este partido único debe formarse bajo los puntos que fueron estudiados en el VII Congreso de la IC, y como estos puntos han sido aceptados por los camaradas socialistas de izquierda, podremos llegar en breve plazo a un acuerdo”. Pero a continua­ción agrega que el nuevo partido tiene que pertenecer a la Internacional Comunista, sobre lo cual existen recelos en « algunos camaradas «[socialistas]: « Hay que desterrar los recelos que todavía tengan algunos camaradas sobre ella; pues es evidente que este partido único del proletariado no podrá estar más que en la Tercera Internacional, en la Internacional de Marx, Engels, Lenin y Stalin» (Tres años de lucha, p. 143). Lo evidente es que esa condición representaba un obstáculo insupe­rable para hombres como Largo Caballero y otros-dirigentes de la izquierda socialista. Si se llegó a la unificación de las juven­tudes comunistas y socialistas es porque la mayoría de los dirigentes de éstas últimas aceptaban tácitamente esa condición. Otro de los principales obstáculos eran las divergencias sobre el carácter de la revolución, lo que hacía que en el problema de la colaboración con los partidos republicanos burgueses el PCE estuviera más cerca del ala. reformista del PSOE que del ala izquierda. La actitud del PCE hacia el trotskismo era un entorpecimiento más en la vía hacia la unificación, porque en el problema del carácter de la revolución española los dirigentes caballeristas estaban más cerca de las concepciones de Trotski que de las de la IC. Pero, según el PCE, « para acelerar y facilitar la unidad política de la clase obrera hay que llevar a cabo una lucha tenaz contra la secta degenerada del trotskismo, cuya misión fundamental es desorganizar el movimiento obrero, laborando sistemáticamente por entorpecer y sabotear la unidad de la clase obrera, desarmar al proletariado ante el fascismo y arrastrarlo al campo de la cruzada contra la URSS, contra el socialismo triunfante, contra la fortaleza de la, revolución mun­dial «. (Discurso de José Díaz el 1 de junio de 1936, Tres años de lucha, p. 176.) y ¡en ese momento el POUM era el aliado del partido dentro del Frente Popular!

13. El PCE reconoce en la obra ya citada (Guerra y revolución en España), que en el momento decisivo el gobierno de los republicanos burgueses no sólo no fue de ninguna utilidad para hacer frente a la sublevación facciosa, sino que allí donde los militares tuvieron éxito se debió en gran medida a las autori­dades republicanas: « La clase obrera fue el nervio y el alma de la lucha popular, a la que impregnó de su combatividad y de su firmeza: Sus principales métodos de acción fueron la huelga general; política; el armamento del pueblo mediante un acto de iniciativa revolucionaria, legalizado posteriormente por las autoridades republicanas; el asalto de los cuarteles, y la lucha armada contra la sedición fascista en la calle. Estos métodos de lucha tuvieron una importancia decisiva y gracias a ellos la república pudo hacer frente a la sublevación militar fascista.

Donde las masas no pudieron o no supieron sobreponerse revolu­cionariamente a la pasividad, amparada en pretextos legalistas, de los gobernantes, fueron derrotadas. Donde ese» legalismo «fue superado a tiempo, donde las masas se adueñaron de las armas por los medios a su alcance y pasaron a la acción ofensiva contra los facciosos, triunfaron sobre éstos (p. 175­176).

¿Cuál hubiera sido el curso de los acontecimientos si el «legalismo hubiese sido « superado» en los meses preceden­tes? ¿ Si en lugar de comenzar por asaltar los cuarteles, cuando ya los militares han tomado la iniciativa, la clase obrera hubiera comenzado por «asaltar el poder», que prácticamente estaba a su alcance desde el 16 de febrero, y hubiera utilizado el poder para organizar el asalto de los cuarteles?

14. Dimitrov: Oeuvres choisies, p. 156. G Jackson, en la obra ya citada (véase nota 135), caracteriza perfectamente el punto de vista soviético, coincidiendo, en lo esencial, con casi todos los historiadores que han tratado esta cuestión: « Si las nacio­nes occidentales, viéndose a su vez amenazadas por la extensión del poder fascista, pudieran ser llevadas a cooperar con los soviéticos en la defensa de un gobierno democrático libremente elegido. tal acción colectiva podría detener la ininterrumpida serie de triunfos fascistas desde la subida al poder de Hitler . Con esta idea en la mente, la literatura del mundo soviético y comunista dio énfasis a la composición enteramente burguesa del gobierno republicano ya la pequeña representación de los comunistas en las Cortes. Asimismo, los soviéticos se refrenaron ostentosamente de enviar armas durante los meses de agosto y septiembre, cuando pareció haber una ligera posibilidad de que el plan de No Intervención contuviera la ayuda de las potencias fascistas a los insurgentes. (p. 219-220).

15. Maidanik: Op. cit.; p. 103.

16. Este pasaje de Guerra y revolución en España, t. Iº, p. 256, escrito treinta años después, sintetiza fielmente lo que eran los análisis y la propaganda del PCE a partir de julio de 1936. La inspiradora directa de ese enfoque era la IC, que en su afán por presentar la revolución española de manera que pudiera ser « tragada » por las democracias occidentales, llega a la idealiza­ción del papel de los grupos políticos burgueses y pequeño burgueses. Togliatti, por ejemplo, cita las siguientes palabras de Azaña: «¿Qué cosa quedaba por hacer desde el momento que una gran parte del ejército rompía el juramento de fidelidad a la república? ¿Debíamos renunciar a la defensa y someternos a la tiranía? No. Debíamos dar al pueblo la posibilidad de defenderse. «. Y sigue Togliatti: « De este modo la pequeña burguesía pasó al empleo de métodos plebeyos en la lucha contra el fascismo, consintió en dar las armas a los obreros y campesinos, sostiene la organización de tribunales revolucionarios que proceden con no menor energía que el Comité de salud pública de los tiempos de Robespierre y de Saint-Just. 11 (Op. cit., nota 133, p. 190. El subrayado es nuestro.)

17. « Una de las características del Frente popular español -escribe Togliatti- consiste en el hecho que la división del proletariado, el paso relativamente lento de la masa campesina a la lucha armada, la influencia del anarquismo pequeño burgués y de las ilusiones socialdemócratas por superadas del todo aún, que hoy se expresan en la tendencia a saltar la etapa de la revolución democrática burguesa, todo eso, crea a la lucha del pueblo español por la defensa de la república democrática una serie de dificultades suplementarias. (Op. cit., nota 133, p. 196. El subrayado es nuestro.

18. En las primeras semanas de la guerra, los caballeristas y anarcosindicalistas, lo mismo que el POUM, se orientaban a la formación de un gobierno obrero revolucionario. Según Rabassaire (Espagne, creuset politique, París, 1938, p. 98) y Clara Campoamor (La révolution espagnole vue par une républicaine, París, 1937, p. 143-145), a finales de agosto el proyecto llegó a formalizarse en una reunión conjunta de dirigentes de la UGT y CNT. Se trataba de formar una Junta presidida por Largo Caballero, con representantes de los partidos socialistas y comu­nistas, de la FAI, así como de la CNT y UGT. Los republicanos quedarían excluidos. Al tomar conocimiento del proyecto, Azaña amenazó con dimitir. Pero el factor decisivo fue la intervención del embajador soviético, Rosenberg, que acababa de llegar a Madrid. Rosenberg planteó las graves consecuencias internacio­nales que tendría el hecho, privando a los amigos de España del argumento de la «legalidad» del gobierno republicano. y propuso que en lugar de constituir la Junta obrera, se constituyera un gobierno presidido por Largo Caballero, en el que estuviesen representadas las fuerzas obreras pero también las republicanas burguesas. Esta solución de la crisis haría posible la ayuda de la URSS. Pierre Broué, en su obra La revolución y la guerra de España, ya citada, recoge esta versión (p. 230-231).

En Guerra y revolución. en España (t. II, p. 45-46), se desmiente que existiera el complot UGT-CNT: « No es seria -dice- la versión dada por algunos historiadores según la cual Largo Caballero organizó un complot de la UGT y la CNT para derribar el gobierno Giral. » Pero agrega: « En cambio sí es cierto que Largo Caballero arreciaba sus ataques y exacerbaba sus críticas al gobierno Giral, sobre todo a finales de agosto, cuando se agravó la situación militar de la república. Algunos de sus más próximos correligionarios, como Araquistain y Baraibar, agitaban, más o menos públicamente, la idea de que era preciso eliminar a los ministros republicanos y entregar a Caballero la dirección del país para establecer una « dictadura obrera» o un « gobierno sindical «, planes en los que existían puntos de coincidencia con los anarquistas y trotskistas. . Lo que equivale casi a la confir­mación de lo que se acaba de desmentir.

La historia avalada por el PCE guarda silencio sobre la intervención de Rosenberg y su equipo de consejeros. Pero la entrevista entre Largo Caballero y Koltsov, que éste relata en su Diario de la guerra de España (Ruedo ibérico, París, p. 56-58) deja pocas dudas sobre la realidad de esa intervención y su sentido. Sería un poco ingenuo suponer que el diplomático soviético no hizo « presión en el mismo sentido que uno de sus principales colaboradores políticos. Lo inexacto, posiblemente, en la versión de Clara Campoamor, es que el “complot » UGT­CNT llegara al punto de que Azaña amenazase con su dimisión. En las Memorias de España no se dice nada al respecto.

19. Guerra y revolución en España, t. Iº, p. 259.

20. El Cuaderno de la Pobleta (1937) y el diario de Pedral­bes (1938, 1939), incluidos en las Memorias de Azaña, inéditas hasta su publicación en 1968 por las Ediciones Oasis, México, aportan datos sumamente valiosos para la reconstrucción histó­rica de la guerra civil española. y ponen de relieve que Azaña desempeño un papel más importante del que en general le atribuye hasta ahora la historiografía relativa a ese periodo, sobre todo a partir de la constitución del gobierno Negrín. Su orienta­ción fundamental, compartida por Prieto y Negrín, se centraba ¡ en dos objetivos estrechamente enlazados: llevar la restauración del Estado republicano burgués todo lo lejos que fuera posible y llegar a un compromiso con los generales sublevados patroci­nado por las grandes potencias. El 31 de agosto de 1937 anota la conversación que tiene ese día con Negrín y Giral, a conti­nuación de otra con Prieto, y entre otras cosas escribe: “He recapitulado mis antiguos puntos de vista: Paz-República-Pacto de garantía de que en España no habrá dictadura ni bolche­vismo. Conservándose las instituciones republicanas, en lo esencial, son posibles muchas concesiones. Es preciso asumir en esas conversaciones el papel de colaboradores para la paz, tanto en España como en Europa, y deslizar en los oídos del gobierno francés las palabras convenientes, partiendo de la conveniencia general de la pacificación. Creo que hemos quedado de acuerdo. » (Manuel Azaña: Obras completas, t. IV, p. 761. Los tres primeros subrayados son nuestros. El cuarto está en el texto.) Azaña alude aquí a conversaciones que Negrín va a tener en Ginebra, con los representantes de diversas potencias, en primer lugar franceses e ingleses, aprovechando una reunión de la Sociedad de las Naciones. El 30 de septiembre tiene reunión con el consejo de ministros. Anota: » Les he dicho que vayan a las Cortes sabiendo que este gobierno, por la política que represent3, tiene detrás al presidente de la república. El gobierno significa para mí que se ha concluido la anarquía, que a todo el mundo se le hará entrar en razón, primeramente con razones, y si no bastan, con la fuerza de la ley. El único defecto que pongo a la política general del gobierno, es que no va tan aprisa como fuera de desear. He insistido en la necesidad de proseguir sin descanso el rescate de las atribuciones, servicios, etcétera, usurpados al Estado, y he renovado ante el gobierno mi decisión de no poner mi firma en nada que pretenda convalidarlas. » (Ibid., p. 808.)

En varios lugares de las Memorias anota las reacciones favora­bles de los comunistas hacia su política. El 31 de mayo, recién liquidado Largo Caballero como jefe de gobierno y constituido el gobierno Negrín, escribe: » Me cuentan que los comunistas están entusiasmados conmigo. Especialmente, Díaz, a pesar de lo que cargué sobre él la tarde de la crisis. Dice que debiera ser yo quien dirigiese a todos. Hum! i Si dirigiese veinticuatro horas, buena se armaría! De todos modos, sí contra toda apariencia, Díaz; se percató de lo que había en las bambalinas de aquella escena, hay que darle un galón. » (Ibid., p. 606.) La escena, descrita unas páginas antes por Azaña, es la reunión convocada por éste con los dirigentes de los partidos del Frente Popular, a fin de encontrar una solución a la crisis del gobierno Largo Caballero. y lo que había entre bambalinas era el propósito de los republicanos y los reformistas del partido socialista de que los comunistas aparecieran como los responsables de la eliminación de Caballero. Este, en efecto, había puesto como condición para asumir la jefatura del nuevo gobierno, detentar al mismo tiempo la cartera de guerra. Los socialistas y republi­canos no estaban de acuerdo, pero aceptaron a condición de que aceptasen en los comunistas. Azaña resumió: « Si todos ustedes aceptan que en el nuevo gobierno entren las sindicales, unos porque lo aprueban, otros porque se allanan 0 se resignan, y siendo Largo Caballero el único presidente que admiten las sindicales, es preciso dejar en claro que si tal gobierno no se forma depende de que los comunistas no transigen con Largo en Guerra y de que Largo no quiere tampoco soltar esa cartera. (Ibid., p. 602.) El PCE no «transigió » y cargó con la responsa­bilidad de que se formara un gobierno en el que no estaban representadas la UGT y la CNT. No transigió con Largo Caballero en Guerra, pero aceptó en ese puesto a priet8, que ya entonces -como demuestran las Memorias de Azaña- estaba de acuerdo con el presidente de la república en busca! la paz «de compromiso, garantizada por lo que Azaña llamaba el «pacto de los iguales».Inglaterra, Francia, URSS, Alemania, Italia), y naturalmente, de un régimen burgués que conservando la forma republicana hiciera «muchas concesiones» a los sublevados: -Azaña y Prieto sabían que esa línea coincidía con el gobierno soviético y que por eso no se arriesgaban mucho al aceptar formalmente las exigencias de Caballero: los comunistas no iban a transigir.

El «gobierno de la victoria» -como el PCE llamó al gobierno Negrín- tenía como misión, en realidad, llevar a cabo el plan de Azaña. Para ello era necesario «resistir», no «vencer». y el conflicto que más tarde surge entre Azaña y Prieto, por un lado, y Negrín por otro, no afecta al fondo de la orientación, sino a que desde mediados de 1938, y sobre todo después de Munich, Azaña y Prieto dan la guerra por perdida, mientras que Negrín piensa que es posible prolongar la resistencia para enlazar la guerra española con la mundial, que se ve venir .

El 13 de octubre de 1937, una representación de la dirección del PCE, presidida por Dolores Ibarruri, visita a Azaña. Le va a plantear que el partido no está de acuerdo con el traslado del gobierno a Barcelona (en ese momento residía aún en Valencia). Azaña describe así la entrevista: “La Pasionaria, hablando por todos, argumenta con el efecto desmoralizador que esa medida producirá en la opinión. De paso añade que su partido no está muy conforme con la política del gobierno. Cree advertir en los socialistas una tendencia a la dictadura. En este mismo asunto del traslado, el presidente [Negrín] procede por sí y ante sí, y cuando todo el mundo está enterado de sus propósitos y se han hecho en Barcelona gestiones para obtener locales suficientes, todavía el consejo de ministros no ha tratado de ello. Hace quince días que no se reúne el consejo. Ellos no están conformes con ninguna clase de dicta­duras a pesar de que en su programa figura la del proletariado. » Supongo -le digo riéndome- que eso de la dictadura del proletariado lo habrán aplazado ustedes por una temporadita.

» -Sí, señor presidente, porque tenemos’ sentido común. (Ibid., p. 819.)

En efecto, la política de la dirección reformista del Partido Socialista, una vez que el caballerismo y el anarcosindicalismo habían sido puestos prácticamente fuera de combate con la ayuda del Partido Comunista, se orientaba a ir recortando las posiciones de éste último en todas las esferas: aparato del Estado, ejército, sindicatos, Si el PCE había aplazado toda idea de « dictadura del proletariado » por algo más que una “temporadita», los reformistas -en estrecha alianza con los republicanos- no habían renunciado a restaurar la «dictadura de la burguesía. Su perspectiva final era ésta.

21. El fracaso rotundo del caballerismo fue determinado por la ambigüedad de su política, o de su falta de política. En las condiciones de la guerra civil española no cabían posiciones intermedias. O se hacía la guerra en nombre de la democracia burguesa, sobre la base de reorganizar sólidamente el Estado republicano con ese contenido, y entonces había que enfrentarse resueltamente con las fracciones del proletariado que trataban de afirmar y desarrollar “su revolución”, o se iba resuelta­mente a la instauración de un poder revolucionario capaz de hacer la guerra con sus métodos propios. Los caballeristas trataron de conciliar a todos -para lo que, por otra parte, no se prestaba en absoluto el carácter de su jefe- y acabaron enfren­tándose con todos. A medida que avanzaba la restauración del Estado republicano se iban convirtiendo en un obstáculo mayor para llevar esa restauración hasta sus últimas consecuencias. Las presiones sobre Largo Caballero se acentuaron, no sólo por parte del PCE, de los delegados de la IC y de los consejeros soviéticos, sino del mismo Stalin, que no vaciló en intervenir directamente en los problemas de la política interior española. En una carta firmada por Stalin, Molotov y Vorochilov, fechada el 21 de diciembre de 1936, y dirigida a Largo Caballero, se le dan a éste « cuatro consejos amistosos. Entre ellos: “Atraer al lado del gobierno a la burguesía urbana, pequeña y media», “no rechazar a los dirigentes de los partidos republicanos, sino, contraria­mente, atraerlos, aproximarlos y asociarlos al esfuerzo común del gobierno “en particular es necesario asegurar el apoyo al gobierno por parte de Azaña y su grupo, haciendo todo lo posible para ayudarlos a cancelar sus vacilaciones. «Esto es también necesario -agrega Stalin- para impedir que los enemigos de España vean en ella una república comunista y prevenir así su intervención declarada, que constituye el peligro más grave para la España republicana. Y, otra “sugerencia»: Es muy posible que la vía parlamentaria resulte un procedi­miento de desarrollo revolucionario más eficaz en España de lo que fue en Rusia. » (En Guerra y revolución en España, t. II, p, se incluyen los textos completos de la carta de Stalin y de la respuesta de Caballero.)

Huelga comentar lo que significaban estos « consejos amis­tosos » viniendo del jefe de Estado que tenía en sus manos el abastecimiento en armas de la república española y sus reservas de oro. Caballero responde, en sustancia, que todo lo que le aconsejan ya se hace, lo que en buen castellano quería decir que los consejos eran innecesarios. Y se permite una objeción:

«Contestando a su alusión, conviene señalar que, cualquiera que sea la suerte que lo porvenir reserva a la institución parlamen­taria, ésta no goza entre nosotros, ni aun entre los republicanos, de defensores entusiastas. Lo que no era -ni la observación, ni la afirmación; de que todo lo que preconizaba Stalin ya se hacía- como para tranquilizar al destinatario de la respuesta. Stalin acentúa la presión. A finales de febrero de 1937, envía a Caballero otro «consejo «, esta vez apremiante: debe procederse inmediatamente a la unificación de los partidos comunista y socialista. Caballero se niega. (El hecho fue revelado por Araquistain, después de terminada la guerra, y su versión es recogida por Peirats en el libro ya citado -nota 138-, t. II, p. 375-376. Maidanik lo confirma en estos términos: » Caballero rechazó de nuevo la propuesta de unificación inmediata de los dos partidos, que le hicieron el PCE y dirigentes del movimiento obrero internacional. » No menciona a Stalin, pero da como fuente de su afirmación… el libro de Peirats, t. II, p. 375-376. Véase Maidanik (Op. cit., p. 293.)

En vista de la terca resistencia de Caballero a actuar como un buen secretario de sección nacional de la IC, había que echarlo. No se hacía con los malos secretarios de las secciones nacionales de la IC. La operación se realiza, como hemos visto (nota 147) a finales de mayo de 1937.

22. Independientemente de que las concepciones anarcosindica­listas sobre el sistema social llamado a reemplazar al capitalismo fueran válidas o no, lo evidente era su absoluta incompatibilidad con las exigencias de la guerra. La demostración más inapelable la dio la práctica, y también es significativo que, en el plano del análisis, hasta los autores más simpatizantes con las realizaciones sociales de la CNT durante la guerra civil tienen que reconocer ese fallo fundamental. En la medida en que los anarcosindicalistas intentaron afrontar la guerra con eficacia, tuvieron que abandonar uno tras otro sus postulados esenciales. y en la medida en que no los abandonaban, el intento de llevarlos a la práctica constituyó un enorme obstáculo para resolver el problema más inmediato y angustioso que tenía planteada la revolución : derrotar a la contrarrevolución personificada en los ejércitos de los generales españoles y de sus aliados extranjeros. Esta tarea exigía un poder dictatorial, una unidad máxima, el sacrificio temporal de toda aspiración de mejora material, etc. La tarea podía resolverla un poder proletario revolucionario o un poder burgués. Como no podía resolverse en manera alguna era sin poder. La tragedia de la revolución española es que no supo darse ni un poder revolucionario a semejanza del bolchevique en la guerra civil rusa, ni un poder jacobino burgués a seme­janza del de los revolucionarios franceses de 1793.

23. Sobre el nacimiento del POUM, véase final, de la nota 129. El comienzo de la guerra civil española coincidió con la iniciación de los «procesos de Moscú». Kamenev y Zinoviev fueron conde­nados a muerte en agosto. El POUM, al denunciar los crímenes de Stalin contra la vieja guardia bolchevique, se convirtió en la bestia negra del dictador y, en consecuencia, de la IC y del PCE. En noviembre impusieron a los otros partidos del Frente Popular que el POUM no estuviera representado en la Junta de Defensa de Madrid. El socialista Albar informó a los dirigentes del POUM que Rosenberg había puesto el veto. (Véase Broué: Op. cit., p. 275.) El 28 del mismo mes el cónsul soviético en Barcelona dio una nota a la prensa calificando a La Batalla, órgano del POUM, de «prensa vendida al fascismo internacional». Poco después el POUM era excluido del Consejo de la Generalidad. El 17 de diciembre Pravda escribía: «En Cataluña ha comenzado la limpieza de trotskistas y anarquistas y será llevada a cabo con la misma energía que en la URSS” (Hugh Thomas: La guerra civil española, Ruedo ibérico, p. 302). Es decir, había que ir a la exterminación física de poumistas y anarquistas. La prensa del PCE desencadena una campaña virulenta con el estribillo de que trotskistas e « incontrolados » (en España no se podía escribir abiertamente « anarquistas «, como Pravda) son enemigos del pueblo igual que los fascistas. El Pleno del Comité Central del PCE cebrado del 5 al 8 de marzo de 1937, plantea la tarea concreta de acabar con el POUM. En el m forme al pleno leído por José Díaz se dice: «¿Quiénes son los enemigos del pueblo? Los enemigos del pueblo son los fascistas, los trotskistas y los “incontrolados. Nuestro enemigo principal es el fascismo. Contra él concentramos todo el fuego y todo el odio del pueblo […] pero nuestro odio va dirigido también con la misma fuerza concentrada, contra los agentes del fascismo, que como los « poumistas «, trotskistas disfrazados, se esconden detrás de consignas pretendidamente revolucionarias, para cumplir mejor su misión de agentes de nuestros enemigos emboscados en nuestra propia retaguardia” Y más adelante se declara: «El fascismo, el trotskismo y los «incontrolados», son, pues, los tres enemigos del pueblo que deben ser eliminados de la vida política, no solamente en España, sino también en todos los países civilizados” (José Díaz: Tres años de lucha, p. 322-324.) La campaña se intensifica hasta los acontecimientos de mayo en Barcelona: el choque armado entre las fuerzas del gobierno, representadas principalmente por las fuerzas del PCE, y el POUM más una fracción del anarcosindicalismo. Apoyándose en documentos alemanes, el PCE sostuvo la tesis -no rectificada hasta la fecha- de que los promotores principales de los sucesos fueron los dirigentes del POUM movidos por agentes de Franco. Pero como dice justamente Broué, de los citados docu­mentos no se desprende que dichos agentes actuaran sirviéndose del POUM o sólo a través del POUM. Ningún agente o grupo de agentes provocadores hubiera podido tener éxito si la situación objetiva para el choque no estuviera creada. (Broué: Op. cit., p. 340.) y esa situación había sido creada por la campaña idea. lógica y política dirigida desde Moscú contra el POUM. A nuestro juicio, los planteamientos políticos del POUM en ese periodo hicieron el juego a la provocación que se estaba montando contra él, y de la que era plenamente consciente. El 14 de marzo de 1937, Nin plantea que « aunque menos favorable que durante los primeros meses de la Revolución, la relación de fuerzas es tal que el proletariado puede actualmente apoderarse del poder sin recurrir a la insurrección armada (reproducido en La Batalla, julio-agosto de 1966). Cosa totalmente falsa. Las fraccio­nes del proletariado que en aquella situación podían hipotética­mente coincidir con las posiciones de Nin -determinada fracción del caballerismo y del anarcosindicalismo, aparte del propio POUM- no podían intentar apo4erarse del poder n1ás que a través de la lucha armada contra las fuerzas del PCE (y de los republicanos y socialistas que coincidían con sus posiciones políticas), el cual controlaba parte fundamental del ejército. Plantear la cuestión como la planteaba Nin era encaminarse a la guerra civil dentro del campo republicano. y la guerra civil dentro del campo republicano no podía llevar a la salvación de la revolución proletaria ni del Estado republicano democrático burgués: sólo podía conducir a acelerar la victoria de la con­trarrevolución fascista. Ver la «relación de fuerzas» en el campo de la república sin tomar en consideración el «otro campo» era un error monumental. El 28 de septiembre de ese año Trotski escribía: «El gobierno Negrín-Stalin es un freno casi-democrá­tico sobre la vía del socialismo, pero es también un freno, cierto que no seguro, ni duradero, pero sin embargo un freno, sobre la vía del fascismo. Mañana, pasado mañana, el proleta­riado español podrá, tal vez, romper ese freno para apoderarse del poder. Pero si ayudase, aunque sólo fuera pasivamente, a romperlo hoy, no serviría más que al fascismo. » (Ecrits, III, p. 528-529.) Este juicio lúcido -poco después Trotski formulará otros no tan lúcidos, que se contradicen con éste- era perfecta­mente aplicable a la situación de marzo de 1937. Posiblemente el error de Nin fue determinado, al menos en parte, por la dramática situación de acosamiento en que se encontraba el POUM. En todo caso sirvió para hacer el juego al criminal de Stalin.

Después de las sangrientas jornadas de mayo vino final de la persecución contra el POUM, cuya crónica reconocida. (Véase, entre los escritos recientes sobre el ponderado artículo de Juan Andrade, en La Batalla enero de 1967.) Agregamos, por nuestra parte, que la represión contra el POUM, y en particular el odioso asesinato de Andrés Nin, es la página más negra en la historia del Partido Comunista de España, que se hizo cómplice del crimen cometido por los servi­cios secretos de Stalin. Los comunistas españoles estábamos, sin duda, alienados -como todos los comunistas del mundo en esa época y durante muchos años después- por las mentiras mons­truosas fabricadas en Moscú. Pero eso no salva nuestra respon­sabilidad histórica. Han pasado catorce años desde el XX Con­greso y el PCE no ha hecho aún su autocrítica, ni ha prestado su colaboración al esclarecimiento de los hechos. Suponiendo -cosa bastante probable, a nuestro conocimiento- que los actuales dirigentes del PCE no puedan aportar gran cosa a lo que ya es sabido, sí podrían exigir del PCUS que revelara los datos que sólo él posee. El caso de Nin pertenece a la historia de España, no sólo a la de la URSS.

24. Pierre Broué: Op. cit., p. 272.

25. En su informe de marzo de 1937, ante el Pleno del Comité Central del PCE, José Díaz da los siguientes datos sobre la composición social de los 249140 miembros que en ese momento cuenta el partido (sin contar los 45000 del PSU de Cataluña):

Obreros industriales 87 000 Obreros agrícolas 62 000 Campesinos * 76000 Clase media 15 000 Intelectuales y profesiones afines 7045

(José Díaz: Tres años de lucha, p. 326.)

* Por «campesinos» debe entenderse aquí propietarios agrícolas pequeños y medios; por «clase media «, la pequeña burguesía urbana propietaria de pequeñas industrias y comercios; por « profesiones afines a los «intelectuales», los funcionarios, médicos, abogados, etc.). De estos 250000 miembros, 130000 estaban en el ejército; en la primavera de 1937, alrededor de los dos tercios del ejército se encontraba bajo la influencia del PCE, y no menos de un tercio militaba en las filas del PCE, según datos de Maidanik (Op. cit., p. 278-280). Posiblemente haya cierta exageración en estos últimos porcentajes, pero es indudable que la mayor parte de los 150000 proletarios industriales y agrícolas miembros del partido, por lo general muy jóvenes, estaban en el ejército. El mismo Maidanik dice: « Un comunista búlgaro llegado a España a comienzos de 1937 [se trata probablemente de « Stepanov «, delegado de la IC. PCE escribía que» el partido comunista es, en lo esencial, un partido militar » (Op. cit., p. 280). y agrega: » Al mismo tiempo hay que reconocer que la conquista por los comunistas de las masas trabajadoras de la retaguardia, si se excluye Cataluña, fue comparativamente lenta, sobre todo entre el proletariado agrícola. En la retaguardia y en los sindicatos la fuerza de la tradición seguía jugando a favor de socialistas y anarquistas » (p. ~80-281). La exclusión de Cataluña es muy discutible; en la primavera de 1937 el partido no tenía aquí más que 45000 miembros, y su crecimiento principal fue entre los trabajadores del c0mercio, pequeña burguesía, etc.

26. Carl von Clausewitz: De la guerre, Editions de Minuit, París, 1965, p. 62.

27. José Díaz; Tres años de lucha, p. 350.

28. Véase nota 150. En el mismo informe de José Díaz al que se alude en esa nota (informe leído por José Díaz, pero elaborado fundamentalmente por el equipo de la IC que superdirigía al PCE) se dice: “He aquí que se descubre una conspiración gestada por los trotskistas en la Unión Soviética y los reos trotskistas traidores a la Patria del Socialismo, convictos y confesos, van a ser juzgados por el Tribunal Proletario. He aquí que la prensa fascista alemana e italiana, llena de injurias al régimen soviético por haber descubierto la trama criminal de sus agentes. Pues los trotskistas españoles, como no podían menos, corren en defensa de sus amigos, empleando, para ello el mismo lenguaje de los fascistas. La Batalla del día 24 de enero de 1937, para no citar más que un número, contiene la siguiente afirmación: « En Moscú se prepara un nuevo crimen. En la Rusia actual ha sido abolida la más elemental idea de democracia obrera, para caer en un régimen burocrático de dictadura personal. Al proletariado internacional no se le puede decir que defienda la causa de Rusia si se le niega el derecho a saber lo que ocurre en Rusia.

¿Para qué citar más? Basta con lo expuesto para poner de relieve la coincidencia entre fascistas y trotskistas. Como se ve, estas gentes no tienen nada que ver con el proletariado, ni con ninguna tendencia que se precie de honrada. y si nosotros combatimos a los trotskistas es porque son agentes de nuestros enemigos, introducidos en las filas antifascistas. Es un grave error considerar a los trotskistas como u¡)a fracción del movi­miento’ obrero. Se trata de un grupo sin principios, de con­trarrevolucionarios clasificados como agentes del fascismo inter­nacional. El reciente proceso de Moscú ha demostrado, a la luz del día, que el jefe de la banda, Trotski, es un agente directo de la Gestapo. » (Tres años de lucha, p. 323.)

29. Las dos centrales sindicales, UGT y CNT se negaron a parti­cipar en el nuevo gobierno. En los meses siguientes la dirección prietista del PSOE, con ayuda del aparato del Estado, logró desalojar de la dirección de la UGT a los caballeristas y decidir la reincorporación de ésta al gobierno. Al cabo de un año los elementos moderados lograron predominar también en la direc­ción de la CNT, la cual volvió a estar representada en el gobierno (abril de 1938).

30. En el informe al Pleno del Comité Central del PCE, de noviembre de 1937, leído por José Díaz, se dice: “ Después de la caída del gobierno Largo Caballero sé mani­festó la tendencia a la formación de un bloque de oposición al gobierno del Frente Popular. El eje de este bloque era el grupo derrotado de Largo Caballero, que ha caído bajo la influencia del trotskismo, y que por un lado se ligaba al trotskismo contrarrevolucionario, mientras por el otro hacía esfuerzos por atraer a la CNT a una política antigubernamental […] El grupo Largo Caballero lucha también contra el Frente Popular. Es el complemento de su política escisionista y derrotista. No es una casualidad el que este grupo se haya convertido en el protector oficial del general Asensio y de los poumistas. Sus vincula­ciones con Asensio y con los espías trotskistas son parte de su misma política. . (Tres años de lucha, p. 416-417.) Mientras los máximos representantes de la política derrotista y capituladota, Azaña y Prieto, estaban en la presidencia de la república y al frente del Ministerio de Defensa, el PCE concen­traba el fuego contra la tendencia de Largo Caballero, recurriendo al mismo tipo de «argumentos» que servían para la represión contra el POUM. Paralelamente, la dirección prietista del PSOE, llevaba a cabo la ofensiva contra los caballeristas en el seno del PSOE y de la UGT. El PCE aplaude. En un artículo publicado el 16 de agosto de 1938 en Frente Rojo, se elogia « el acuerdo firme y enérgico del Comité Nacional del Partido Socialista de ordenar « a todos los organismos del partido que tomen las medidas adecuadas para asegurar la compenetración de todos los militantes, sin tolerar la organización y el funcionamiento de tendencias o fracciones» (Tres años de lucha, p. 470-471).

Poco después de derribado Largo Caballero del gobierno, el PCE estrecha las relaciones con la dirección reformista del PSOE, llegando a un programa común el 17 de agosto de 1937.

31. Ya en el Pleno del Comité Central del PCE, de noviembre de 1937, se señala como un síntoma grave la «gran debilidad del trabajo del partido en los frentes», pese a que «el sesenta por ciento de nuestros efectivos están en el frente» (Tres años de lucha, p. 433).

En el mismo pleno se plantea: «Debemos luchar enormemente contra las vacilaciones [dentro del partido]. Debemos luchar contra los que insinúan algunas veces, con palabras sueltas, su disconformidad con esto o con lo otro, aun después de haberse celebrado plenos y reuniones. Esto obedece a dos causas. Una es la incomprensión todavía de las necesidades de nuestro partido y de nuestra política, porque en nuestro partido hay muchos afiliados nuevos […] Pero hay otros camarada9, ya viejos en nuestro partido, que vacilan. Se presentan como si no compren­dieran bien. Hacen insinuaciones que, naturalmente, en estos momentos, ponen en peligro más que nunca la unidad del par­tido. » (Ibid., p. 439.)

32. Tres años de lucha, p. 461-463. Obsérvese en el pasaje citado por José Díaz del informe de noviembre de 1937, al definir el «terreno sobre el cual todos los Estados democráticos pueden unirse, la formulación: es el terreno de la defensa contra la guerra que nos amenaza a todos». Que al año y medio de haber comenzado la guerra en España se hablara en un documento del PCE de la guerra «que nos amenaza», pone bien de relieve la mano no española que había intervenido en su elaboración.

33. Vsemirnaia Istoria, t. IX, p. 349-350. {Historia Universal, en diez tomos, elaborada colectivamente por los más destacados historiadores soviéticos. Literatura socioeconómica, Moscú, 1956­1962.)

34. G. Jakson: Op. cit., p. 376.

35. En los primeros días de marzo de 1939 la dirección del Partido Comunista español intentó tomar en sus manos los principales puestos de mando de la zona central (la única que le quedaba a la república después de la pérdida de Cataluña), en la que todavía existían bastantes fuerzas militares y recursos para prolongar la resistencia. Pero la sublevación de Casado en Madrid y la huída de la flota de Cartagena -y, sobre todo, la actitud general de la población- frustraron el plan del PCE.

36. Basta leer los informes y artículos de José Díaz recopilados en Tres años de lucha, para comprobar hasta qué punto la cuestión de la lucha guerrillera en la zona ocupada por el enemigo quedó relegada al último lugar. Después de la derrota se reconocía en los medios dirigentes del PCE que ésa había sido una de sus mayores debilidades. Pero no era, evidentemente, una debilidad casual. El partido encontraba en esta cuestión la in­comprensión y la resistencia de los dirigentes republicanos burgueses y de socialistas como Prieto. y se plegaba -en ésta como en otras cuestiones- para conservar la alianza.

37. Trotsky: Ecrits, III, p. 545.

38. El 16 de febrero de 1966 tuvo lugar en el Instituto de Marxismo-Leninismo del Comité Central del PCUS, una discusión entre historiadores soviéticos, con participación de historiadores y especialistas militares. Se trataba de discutir el libro de Alexandre Nekritch: 22 de junio de 1941, publicado en 1965 en Moscú, por las Ediciones Nauka. (Edición francesa de Grasset, 1968, París, bajo el título: L’Armée Rouge assassinée, con una presentación de Georges Haup.) Más adelante tendremos que referirnos a este libro en relación con los problemas de la IC en el periodo del pacto germanosoviético, limitándonos a señalar aquí que Nekritch pone de relieve las responsabilidades de Stalin en las derrotas sufridas por el ejército rojo en la primera fase de la guerra. El libro, que fue acogido con enorme interés por el lector soviético, fue objeto poco después de una violenta campaña de los estalinistas, que llevó a su prohibición ya tomar represalias contra el autor. Pero en la discusión del 16 de febrero de 1966 fue apoyado por la mayoría de los participantes. y en el curso de la discusión hubo referencias a otros temas. Uno de los que intervinieron, de nombre Snegov, aludió de paso a que Stalin «había traicionado la república española, Polonia y los comunistas de todos los países». Pero lo más significativo es que Deborin, representante en la discusión del punto de vista oficial, replicó violentamente a Snegov en lo que se refiere a Polonia, pero guardó silencio sobre el caso de la república española. (Véase la edición francesa citada, p. 244.)

39. G. Jackson: Op. cit., p. 338.

40. Memorias de Azaña, t. IV, p. 734. No podemos entrar aquí en un análisis de la posición soviética en la política de No Intervención impuesta por Londres. Pero es evidente que la aceptación de esta política por el gobierno soviético, y su observación escrupulosa durante los meses de agosto-septiembre y parte de octubre de 1936 -mientras que era infringida descara­damente por Alemania e Italia- impidió a la república aprove­char la ventaja inicial que tenía sobre los sublevados. Y, en general, entrar en el juego de la No Intervención era ya una manera de situar sobre un terreno desventajoso para la repú­blica el problema de la asistencia a la misma.

41. A finales de 1944, la Resistencia griega, dirigida principal­mente por los comunistas, era prácticamente dueña del territorio nacional, con un programa claramente revolucionario. La inter­vención del cuerpo expedicionario inglés restableció el poder de la reacción, sin que Stalin moviera un dedo para impedirlo. En la segunda parte de este libro tendremos ocasión de examinar lo que fue la política de Stalin en este caso y, posteriormente, en relación con la guerra civil griega.

42. B. Ponomariev y otros autores: El movimiento revolucio­nario internacional de la clase obrera. Progreso, Moscú, 1967, traducción española, p. 362.

43. Marx: La revolución en China y en Europa, Obras de Marx y Engels, ed. cit., t. 9, p. 98-99. La reflexión de Marx se funda en el siguiente esquema: el capitalismo es un sistema

 

(*) Capítulo español de La crisis del movimiento comunista internacional. Del Komintern al Kominforn, editada por Ruedo Ibérico en Paris, 1967, con prólogo de Jorge Semprún, y que señala el mayor esfuerzo de su autor, y a mi entender (PG-A), de los comunistas de su generación

(nota de Pepe Gutiérrez-Álvarez)

.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *