Es necesario partir de la constatación de que estamos tratando de un gobierno municipal, en una ciudad periférica, parte de un país capitalista. Eso determina los límites de las conquistas materiales que el movimiento social es capaz de arrancar, puesto que sólo cambios estructurales profundos serán capaces de reverter el cuadro de desigualdades y de miseria social.
Al mismo tiempo en que afirmamos los límites, tenemos que trabajar partiendo de la base de que la ciudad no es apenas un reflejo de la sociedad. Ella produce riquezas, produce y reproduce relaciones económicas, políticas y culturales. Refleja la estructura social, pero, y al mismo tiempo, puede también impulsar dinámicas que acaben por definir esa estructura, o sea, además de heredar desigualdades de la estructura social, las profundiza.
Existe un combate entre dos proyectos de ciudad y de gobierno. De un lado, el de los que quieren mantener la sumisión de las ciudades a los dictámenes de la acumulación capitalista, cabiendo a los gobiernos la tarea de ofrecer infraestructura a los mercados (verdaderos dueños de la ciudad!), apartar la pobreza de las áreas nobles, y gestionar las secuelas sociales.
De otro lado, el de aquellos que gobiernan las ciudades buscando la construcción del poder popular a través de la afirmación de una concepción antagónica a la lógica capitalista. Eso se orienta en elementos estratégicos, tales como soberanía nacional (pues un gobierno de izquierda debe ser instrumento de la lucha anti-neoliberal), radicalización democrática (como necesidad y posibilidad de que el pueblo experimente la profundización de formas de control social del Estado).
Planificar es necesario
El primer mandato del gobierno popular en Belem, enriqueció mucho nuestro debate sobre participación popular, poniendo en práctica, de forma radicalizada, diversas experiencias, que pueden ser clasificadas en tres vertientes:
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