Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Dictadura militar en Argentina (1976-1983): naturaleza y antecedentes del Estado genocida

Alejandro Andreassi Cieri

El propósito de los golpistas de 1976 era fundar una nueva legalidad, una nueva escala de valores y de normas sociales que redujera el exterminio del disidente político a la categoría de procedimiento político rutinario, como método fundamental de ejercicio del poder en un nuevo orden que sustituyera la discusión y la crítica abierta de lo político y lo social por la obediencia ciega, en una nueva pirámide de rígidas jerarquías coronadas por una elite integrada pro los comandantes golpistas y sus socios civiles. La muerte del opositor se transformaba en un objetivo y un horizonte político definido consciente por los jefes militares, ya que eran el fundamento constitutivo de la sociedad en la que se había suprimido el disenso. Basta para ello como prueba las palabras de Videla justificando el secuestro y desaparición, la muerte clandestina de disidentes, para evitar el impacto emocional en la opinión pública de fusilamiento a la luz del día y masivos. Que la muerte era el objetivo, eso no se discutía. Según éste nadie en la cúpula o los escalones subalternos de la dictadura dudaba sobre la decisión de asesinar. La discusión giraba sólo sobre si las ejecuciones de disidentes debían ser públicas o secretas.[1]

La necesidad de buscar parámetros con que juzgar históricamente esta catástrofe nos obligan a mirar a los máximos exponentes de la barbarie en el siglo XX: los fascismos europeos de entreguerras y especialmente el fenómeno nazi. Existe un sobrecogedor paralelismo entre estos objetivos y características de la dictadura militar y los regímenes fascistas europeos, especialmente con la dictadura nazi, salvando las obvias distancias de contexto y período histórico (también llama la atención la extensión geográfica del terrorismo de estado en los años setenta en el sur de América Latina, similar a la proliferación de fascismos en la Europa de entreguerras), que es desde ya un calificativo de las cualidades letales del régimen inaugurado en Argentina con el golpe de estado de marzo de 1976. Tanto en el caso del fascismo alemán como de la dictadura militar argentina, regímenes análogos en muchos sentidos, pero especialmente por compartir el mismo objetivo de refundación e ingeniería social basada en la normalización del exterminio como mecanismo de mediación social y de regulación de las relaciones entre sociedad política –el estado- y sociedad civil; pueden rastrearse en su propia historia esos antecedentes que precipitaron a sus respectivos pueblos en un abismo de barbarie, y mediante el genocidio produjeron una fisura irreparable en el concepto del hombre y la humanidad.

Para asegurar sus objetivos ambos regímenes recurrieron a la deshumanización y bestialización sistemática de las víctimas, esencial para aislarlos del resto de la sociedad, e impedir no sólo la solidaridad de los que podrían ayudarlos a escapar de su suerte o a resistir, sino, lo que es más contundente y eficaz para lograr el exterminio, quitar a su eliminación el carácter de muerte, de tal  modo que el genocidio se transforma en un asesinato sin culpables, sin responsables, y tampoco sin víctimas, ya que estas deben morir por que los son, no por lo que han hecho y por eso no merecen seguir con vida, según lo decidido por los nazis y los militares argentinos. La cosificación de las víctimas permite la absolución de los verdugos (¿es acaso un criminal el carnicero que trocea una res en el matadero?), transformando al primero sólo en un problema logístico burocrático que exige solución, y al segundo en el ejecutor de la solución del problema.[2]

En el caso argentino también el exterminio de los opositores constituye una finalidad en sí misma, que mide y comprueba la eficacia del poder desplegado (“lucharemos no hasta la muerte sino hasta la victoria”, dijo el almirante Massera, o el célebre exabrupto del sanguinario general Ibérico Saint Jean[3]: “primero eliminaremos a los subversivos, luego a sus colaboradores, seguiremos con los simpatizantes y acabaremos con los indiferentes”). Y la deshumanización de las víctimas se hace, en lugar de utilizar referentes biológicos seudocientíficos (aunque también existieron manifestaciones  antisemitas en la represión desatada por la dictadura)[4], mediante la construcción de un no-hombre, no-ciudadano objeto de eliminación, que carece de existencia política aunque los motivos de su exterminio lo sean, pero igualmente eficaz para promover la indiferencia o la complicidad de gran parte de la población frente al genocidio: el “subversivo”. Para ellos el término designaba una esencia maligna, una amenaza procedente del ejercicio de la democracia, que también se transformaba en sospechosa para los inquisidores uniformados, porque esta, al permitir el intercambio de todo tipo de ideas favorecía su existencia. El subversivo estaba encarnado por todos aquellos que de algún modo se oponían o disentían con la jerarquía social fundacional de la república, o, lo que era aún más inadmisible, proponían alternativas opuestas a la república elitista y desigual. Según la dictadura se trata de individuos agrupados para destruir las esencias prepolíticas de la argentinidad, residentes en la comunidad nacional imaginaria preexistente a cualquier normativa constituyente y depositadas en los estamentos sociales tradicionales, la aristocracia de la tierra y las fuerzas armadas que conquistaron  y aseguraron las bases materiales y espirituales del orden social vigente y amenazado por la combinación de “democracia y subversión”.[5]

Si bien no hay nada equiparable en la dictadura militar argentina a las leyes de Nuremberg en la delimitación normativa de quienes deben ser expulsados de la comunidad nacional, esta ausencia  no anula la existencia de proyectos que tenían por objetivo la consumación de un genocidio, en este caso sobre un colectivo identificado por su posición política disidente. Si bien no hubo una delimitación escrita del grupo de ciudadanos a exterminar, si la hubo fáctica.  Es lo que ha quedado meridianamente establecido con una argumentación impecable, si faltaba una última consideración sobre estos crímenes, por la Audiencia Nacional, en su sesión en Madrid, en noviembre de 1998.[6]

Existe otra coincidencia entre la dictadura militar argentina y el régimen nazi. Es el carácter público de la degradación del disidente y su expulsión –mediante el secuestro- de la comunidad nacional, y el carácter secreto y clandestino de su exterminio: se produjo un Nacht und Nebel rioplatense similar al que practicó Alemania en su propio territorio y en los países aliados y ocupados por los ejércitos nazis. La desaparición tenía el propósito de ocultar a la opinión pública las formas en que se estaba produciendo la represión  para que la población no tuviera reparos en aprobar la represión de disidentes al deshumanizarlos, presentándolos como bestias sin alma dispuestas a la destrucción, anulando la existencia del crimen al ser practicado sobre un no-ser humano: de ahí el carácter demoníaco y bestial con que era reforzado cualquier mensaje desde el poder al hacer referencia a los disidentes como “subversivos” y a su conducta general como “la subversión”.[7] Al mismo tiempo el carácter ostensiblemente irregular de los procedimientos de secuestro, que se producían muchas veces en plena luz del día y en las calles más concurridas de las grandes ciudades, mediante coches sin matrícula y personal armado sin uniformes que les identificaran, tenían como objeto resaltar el carácter aparentemente incontrolado de la represión,   cualitativamente distinta a la que podría aplicarse de acuerdo a preceptos legales convencionales, y por lo tanto dirigidos a provocar un sentimiento permanente de inseguridad e indefensión en toda la población induciendo conductas sumisas al poder por ciudadanos que estarían dominados por la percepción de que cualquier desviación podrían lanzarlos más allá de la línea de sombra y expulsarlos a las tinieblas de un destino incierto, y que permanentemente actuarían movidos por el deseo de adivinar cuales conductas serían del agrado de las elites dominantes.[8] Porque las causas de la detención por las fuerzas represivas nunca eran anunciadas públicamente mediante un juicio o procedimientos normales de procesamiento. El poder disuasorio y atemorizador sobre la normalidad del método utilizado actuaba a modo de tribunal kafkiano sobre la base de la duda de las motivaciones de la dictadura para proceder de ese modo. También podría actuar como un mecanismo de sometimiento que consistiría en la regresión infantil de gran parte de la población preocupada en agradar al poder con conductas sumisas para no pisar esa peligrosa zona de sombra donde se perdían otros, al actuar de modo socialmente reprobado por la dictadura, convertida en un padre cruel e inescrutable, similar a los modelos de comportamiento que los nazis pretendían inducir en los prisioneros de los campos de concentración, según las conclusiones elaboradas por Bruno Bettelheim, sobre la base de sus experiencias como preso político en la Alemania nazi en los campos de Dachau y Buchenwald.[9] Otra similitud de este con aquel fascismo es la desnaturalización de los términos empleados, basada en el recurso al eufemismo para describir los procedimientos más atroces: así “chupar” significa secuestrar, “traslado” ejecución mediante los vuelos de la muerte o el tiro en la nuca, etc. La misma tergiversación de las palabras que practicaban los nazis: “solución final” exterminio de los judíos, “instalaciones especiales” las cámaras de gas en Auschwitz, “tratamiento especial” los asesinatos en masa practicados por los grupos SS en los territorios ocupados de la URSS. [10]

El secuestro de niños complementa el secuestro y desaparición de sus padres al reafirmar la declaración pública por parte del Estado terrorista  de la inexistencia de su víctimas (de su no-existencia) haciendo que los hijos de los desaparecidos dejen de ser huérfanos al procurarle sus verdugos nuevos padres, socialmente aceptables según los valores sostenidos por el fascismo militar.

La impunidad de los crímenes perpetrados por la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983 no sólo es el efecto de la ausencia de castigo por el crimen cometido, sino también el síntoma de la persistencia de las estructuras y sistemas que han posibilitado y/o exigido la realización del crimen.[11] Esta ha favorecido el desarrollo de una evidente anomia[12], caracterizada porque la violencia y la corrupción se han transformado en prácticas casi cotidianas en las relaciones sociales, y cuanto más próximo del poder o de los organismos estatales –como la policía- se encuentre el grupo que las practique más seguro se sentirá de estar a salvo de cualquier reclamo de la justicia.[13] La impunidad viene en este caso a prolongar en el tiempo un propósito de la dictadura militar: la normalización del exterminio de la disidencia política,[14] ya que la ausencia de castigo de un delito, no por omisión sino por legislación,  automáticamente elimina desde un punto de vista político, y con el transcurso del tiempo, cultural y moralmente (lo que es aún más grave porque entraña la afectación de coordenadas de civilización) el carácter criminal del exterminio de opositores, así como el uso de la violencia para alcanzar cualquier tipo de objetivo por los grupos que disponen de poder para ejercerla. Aquí además se suscita otra cuestión. Las acciones del terrorismo de estado son incompatibles con la vigencia plena de las normas y valores de la sociedad democrática, especialmente la vigencia de los derechos humanos. Si su carácter criminal es anulado por la impunidad, simultáneamente la sociedad democrática se pervierte, ya que no pueden ser “normales” y “permitidas” conductas calificadas como criminales por esa misma sociedad de derecho. La vigencia de estas contra-normas produce una violación en la propia legalidad democrática, por lo que la democracia no puede hacer suyos principios de un régimen que la niega.

Pero el arsenal ideológico de la dictadura no sólo es el resultado de la difusión de la doctrina de Seguridad nacional que como subproducto de la Guerra Fría fue inculcado por el Alto mando norteamericano a los ejércitos latinoamericanos, ni de la influencia del militarismo germano en la formación histórica de los oficiales del ejército argentino.[15] Es también el resultado de la acumulación de experiencias, comprobables en la historia argentina, mediante las que se fue construyendo cultural y políticamente la legitimación del exterminio de disidentes y opositores.[16] No contiene esta afirmación ninguna teleología, ni habla de ningún desarrollo “especial” en la historia argentina (no se trata de ningún Sonderweg). Ningún acontecimiento histórico es la consecuencia mecánica y obligada de la cadena de acontecimientos que le precedieron, pero si es concebible la relación inversa, un acontecimiento histórico se debe no sólo al contexto inmediato contemporáneo nacional e internacional, sino también a la genealogía fenomenológica que le antecede, en cuya articulación residen las condiciones y posibilidades de su ocurrencia. No es sólo cuestión de sincronía sino también de diacronía. Por eso es necesario observar la gestación de esa cultura negativa, de esa contracultura que condicionó los reflejos morales de una gran parte de la ciudadanía argentina, la misma que dio aquiescencia al golpe de estado de 1976,  como mínimo con su actitud pasiva.

Digamos de antemano que esa cultura de la muerte se construyó básicamente alrededor del eje de la impunidad que se creó sobre los numerosos crímenes de estado perpetrados o alentados desde las alturas del poder político, pero también económico. En la impunidad y en la ideología exterminista como medio de realización política se complementan y apoyan mutuamente necesariamente los dos pilares de la Argentina moderna, la gran burguesía agraria y financiera y el ejército, desde la consolidación del estado nación y la incorporación definitiva de la Argentina al mercado mundial hasta nuestros días. En el tercio medio del siglo XIX se produjo una de las mayores apropiaciones de tierras que registran los anales americanos, como resultado de las operaciones militares que liquidaron a los pueblos nómadas que ocupaban las vastas praderas del centro sur pampeano-patagónico integrándolas al sistema de explotación del capitalismo agroexportador disfrazando la campaña de exterminio con el  eufemismo “Conquista del Desierto”. Es ya en esta época, mucho antes de la aparición de la doctrina de la Seguridad Nacional, cuando se utiliza la figura del ‘enemigo interior’ para resolver un conflicto económico o social mediante el exterminio al ser presentado como un problema militar, que lo convierte en ajeno a la sociedad donde se produce el conflicto en que participa. Pero su carácter ajeno no es dado por su pertenecía a otra sociedad o comunidad nacional, como tradicionalmente se definía a un enemigo, sino por su ‘inadaptación’ a la sociedad con la que convive. Fue un remedo del avance que EE.UU. realizó durante el mismo siglo, por dos motivos, la última campaña se realizó en muy poco tiempo (1878-1879) y la tierra ocupada pasó a integrar el patrimonio de un puñado de terratenientes, en lugar de permitir el acceso a la propiedad de un gran número de pequeños granjeros, como había sucedido en EE.UU.

Si el ‘nacimiento de una nación’ fue un parto sangriento, no podían ser inocuos los primeros y sucesivos pasos de la criatura. Una consecuencia del modelo de desarrollo emprendido por Argentina fue la atracción de numerosos inmigrantes procedentes principalmente del sur y el este europeos, para suplir la demanda creciente de mano de obra que no podía ser cubierta por la población nativa de un país de muy baja densidad demográfica.  Esto tuvo como resultado que prácticamente el grueso de los trabajadores asalariados en la Argentina del cambio de siglo fueran inmigrantes europeos. Al producirse las primeras protestas obreras, inevitables como en otras sociedades en las que se producía un rápido desarrollo de la economía capitalista, estas fueron convenientemente mistificadas, por las elites aprovechando el mayoritario carácter extranjero de la fuerza de trabajo, presentándolas como el resultado ‘artificial’ de ideologías extrañas a la cultura y tradición argentinas, procedentes de los países de origen de esos trabajadores. Estos automáticamente quedaban bajo la sospecha  de atentar contra las instituciones, y, lo que era aún más grave, contra las esencias prepolíticas que determinaban el ser nacional. Escribe Manuel Gálvez en 1910:  “… la mejor medida de policía espiritual será expulsar del país a todos los apóstoles de religiones extranjeras y de doctrinas sociales internacionalistas. La Constitución es sin duda muy respetable, pero la nacionalidad debe primar sobre la Constitución; la salvación de aquélla exige la violación de ésta”.[17] Por lo tanto la construcción ideológica que había guiado la liquidación de los pueblos indígenas, sería pronto utilizada para intentar frenar las luchas que un movimiento obrero de inspiración anarquista y socialista estaba impulsando.[18]

El 22 de noviembre de 1902[19] se aprobaba la Ley de Residencia, inspirada en el proyecto presentado varios años antes por Miguel Cané, un conspicuo representante de la literatura y la elite porteña. El texto, corto y tajante, es la condena a la deportación para todo inmigrante cuya conducta no resulte del completo agrado de las autoridades. La gran burguesía agraria que disfruta del control casi omnímodo del aparato político, con su presidente Julio A. Roca a la cabeza, el “héroe” de la campaña al desierto, está preocupada por las crecientes movilizaciones obreras que desembocarán en la primera huelga general que se convoca en el Río de La Plata. Si bien la huelga no afectaba directamente sus intereses, ya que se trataba de una movilización de obreros porteños, constituía un abierto desafío a una sociedad política que admitía la inmigración como mal necesario para suplir la falta de mano de obra pero que recelaba de la lealtad de esa abigarrada mezcla lingüística y cultural.[20] La ley tenía sólo cinco artículos, y en el segundo establecía que: “El Poder Ejecutivo podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”. Ello demuestra que el concepto de “Seguridad Nacional”, principal eje doctrinario de las dictaduras latinoamericanas de las décadas de 1960 y 1970, ya estaba configurado a comienzos de siglo. Y, por lo menos en Argentina, es válido suponer que deriva de la impronta fuertemente militarista con que se abordaron las cuestiones sociales. [21] Al mismo tiempo la xenofobia encontraba un fundamento legal, y comenzaría a ser moneda corriente la asociación entre conflicto social y presencia de extranjeros, a tal punto que desde las mismas filas del grupo social dirigente comenzaron a elevarse voces pidiendo una limitación de la inmigración y su sustitución por obreros nativos, considerados más sumisos y menos conflictivos que los europeos. Respaldando la aplicación de la ley se instauró el estado de sitio, repetido en otras tres oportunidades hasta 1910 (1902, 1905 y 1909), figura reservada en la constitución para situaciones de grave conmoción interior y pensadas para situaciones de guerra internacional o civil por sus redactores; y la intervención militar en los conflictos laborales, con resultados sangrientos como la masacre de huelguistas en Ingeniero White en 1907, o la producida en Buenos Aires en el 1º de mayo de 1909. La sustitución de conservadores por radicales en el gobierno nacional a partir de 1916 no modificó significativamente esta actitud frente a los problemas sociales que afectaban a la población trabajadora. Incluso en 1919 y  en 1920-21 se produjo una exacerbación cualitativa de la violencia represiva. Durante la Semana Trágica de enero de 1919 la represión adquirió, por una parte componentes xenófobos al descargarse principalmente contra inmigrantes judíos, fueran o no miembros del movimiento obrero; y por otra no sólo participó el ejército y la policía sino que se sumaron grupos de civiles pertenecientes a las clases medias y alta, no sólo miembros de organizaciones conservadoras sino también de la UCR, partido en el gobierno[22], que actuaron como “guardias blancas” durante los acontecimientos.[23] Su intervención estará en el origen de  la Liga Patriótica (fundada inmediatamente después de la Semana Trágica, con el apoyo de instituciones militares y representantes de la elite económica y social), un grupo de extrema derecha que hará del antisocialismo y la xenofobia su razón de ser, y que intervendrá durante la segunda gran violación de los derechos humanos mediante una operación militar: la represión de la huelga de los peones patagónicos,  en 1921 y 1922. La impunidad fue total ya que nadie fue procesado ni condenado por los crímenes cometidos en Buenos Aires  o en la lejana Santa Cruz, e incluso en este último caso el gobierno agradeció la actuación de los militares Varela y Anaya, porque se adujo que los huelguistas habían sido armados por Chile.[24] Estos hechos demuestran como el racismo alcanza  a ser la expresión más despiadada del odio de clase desde el momento en que los racistas creen poder “objetivar” mediante rasgos físicos y culturales el carácter “natural” y no social de la  miseria, la inadaptación y la protesta.[25] En la objetivación de los problemas sociales en la existencia de un “otro” cuya supresión implica la de los problemas, es también una consecuencia de la ideología militarista que alientan las elites argentinas. En lugar del reconocimiento de la alteridad se apostaba por su supresión.

La primera interrupción del orden constitucional, en septiembre de 1930, instauró una dictadura, la del general Félix Uriburu (llamado von Pepe, por su fervorosa admiración hacia el militarismo prusiano) que no dudó en aplicar la pena de muerte contra opositores y disidentes, como fue el caso del fusilamiento de los militantes anarquistas Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó. Pero también este período marca el inicio de un salto cualitativo en el accionar represivo. La tortura se vuelve instrumento sistemático para los detenidos, como denunciaría el socialista Alfredo Palacios. Mediada la década de 1930 comenzarán a aplicarse descargas eléctricas en los interrogatorios.

También comienzan a utilizarse otras técnicas además de las violentas para controlar la rebeldía social que estimula un sistema que no abandona sus esencias fundacionales. Los medios de comunicación de masas, ahora reforzados por la difusión de técnicas novedosas como al radiofonía y el cinematógrafo contribuirán a establecer un “cordón  sanitario” ideológico entre la población y los sectores sociales más conscientes y combativos. Pero no sustituirán ni las técnicas ni la ideología exterminista que constituye la ratio última de estado. Tampoco la tortura desaparecerá incluso durante el mandato constitucional de Perón, y con el funcionamiento normal de las instituciones parlamentarias

En 1955 un golpe de estado pone fin a la experiencia populista peronista, cuya  naturaleza es todavía hoy motivo de controversia, pero que puso en pie una versión limitada pero eficaz de estado de Bienestar o estado asistencial.[26] En realidad la resistencia popular impidió un rápido derribo de esa estructura redistribuidora que paliaba las grandes desigualdades de la sociedad fundada en el capitalismo agroexportador, y marcó las características del juego político hasta la instauración fascista de 1976. En lo inmediato el golpe mostró claramente que se trataba de un castigo ejemplar a las pretensiones de la clase obrera de participar en la renta nacional de un modo un poco más equitativo de lo que lo había hecho hasta 1946. su carácter clasista se reveló no sólo en las políticas de ajuste de corte ortodoxamente liberal que se adoptaron en lo inmediato y sucesivamente, sino ya en las actitudes de los golpistas que mientras bombardeaban la Plaza de Mayo y masacraban civiles que intentaban defender al gobierno, permitían que Perón marchara al exilio a bordo de una cañonera de la misma marina que estaba dando el golpe de estado.[27] Este golpe de estado ya marcaba un estilo distinto a los anteriores, más parecidos a un paseo militar sin sevicia inmediata. Un año después, en 1956 el levantamiento de un grupo de generales leales al peronismo conduciría a una nueva matanza, denunciada por Rodolfo Walsh en su libro Operación masacre, de civiles y militantes obreros en José León Suárez, mientras era fusilado el general Valle y otros treinta siete participantes entre militares y civiles, era el único militar de alta graduación ejecutado por un delito de sedición desde las guerras civiles del siglo XIX.  Se inaugura una época en que la democracia limitada se alterna con el golpismo militar: 1962-63 y 1966-73. En esta última dictadura se manifestará, con la masacre de Trelew, de agosto de 1972, una nueva escalada en la violencia estatal que se manifestaría plenamente a partir de 1976, pero ya a partir de la conmoción que en los medios conservadores produce la revolución cubana, se difundirá una paranoia anitizquierdista que se concretará en proyectos estatales como el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado), inspirado en los lineamientos de la doctrina de la Seguridad Nacional, promovida por EE.UU., y que define como objetivo a perseguir la figura del “subversivo” sin mayor fundamento que la vaga sospecha.  Tampoco fueron juzgados ni investigados ninguno de los crímenes realizados por los cuerpos represivos, las fuerzas armadas o los parapoliciales, del tipo Triple A (dirigido por López Rega, durante el mandato de Isabel Perón) antes de 1976.

La impunidad con que se realizaron esta  y otras masacres, y que persiste pese al presunto restablecimiento de la legalidad del statu quo anterior al golpe de 1976, demuestra que sus raíces políticas son más profundas y que su solidez va más allá del dominio circunstancial del monopolio de las armas por los mismos que han actuado como verdugos de su pueblo.[28] El fondo de la impunidad, la razón de su robustez y vitalidad, es que la violencia ejercida desde la alianza de les elites económicas con las político-militares es el mediador fundamental, en “última instancia”, en el ejercicio del poder político, y sin aquella, es impensable un continuado y sistemático ejercicio de esta.[29] Esa exclusividad en el ejercicio del poder político y económico sólo puede mantenerse mediante la violencia, y en ese marco la impunidad cumple una función complementaria, que no consiste sólo en la ausencia de castigo por el crimen cometido sino también en la permanencia de las estructuras o sistemas sociales que la generan.  Funcionalmente a cumplido el papel de un principio, como una norma jurídica tácita que garantiza la supervivencia del dominio social y político de la oligarquía conservadora argentina.  La descripción de esta auténtica filogenia represiva a lo largo de los ejemplos de la historia argentina contemporánea comentados, no niega el carácter singular y catastrófico de la última dictadura militar, en todo caso revelan el desarrollo de un sistema de acción política desde el poder estatal y compartido por las elites civiles, cuya máxima potencialidad letal fue desplegada entre 1976 y 1983.

Lo sucedido también debe servir para hacernos reflexionar sobre los mismos acontecimientos del siglo XX que nos sirven como referencia de la barbarie desplegada por la dictadura militar en Argentina. Me refiero a la Shoah, al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Su singularidad incuestionable, ilumina también lo ocurrido a partir de 1976, mostrando no sólo a la magnitud del crimen realizado por los nazis, sino también el carácter de rotura, de herida cualitativamente irreparable en el tejido de la convivencia humana. El exterminio realizado por la dictadura ha mutilado irreversiblemente una parte de nosotros mismos. La única forma de reparar algo lo destruido consiste en primero ser conscientes de esa mutilación ya que es el testimonio y la presencia de los ausentes. La segunda es la reparación que implica el proceso y condena de los culpables, bajo condiciones legales y consideraciones que jamás los asesinos tuvieron para con sus víctimas.

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Alejandro Andreassi Cieri

[1] El País, “El verdadero Videla al descubierto”, 4/03/2000.

[2] La banalidad del mal detectada por Hanna Arendt en Eichman también se advierte en la forma en que los verdugos argentinos relatan sus crímenes. En la entrevista que Horacio Verbitsky realiza a Schilingo, éste habla de los vuelos de la muerte sin pasión ni odio hacia sus víctimas, a las que nombra sólo como “subversivos” (le es imposible reconocer la humanidad del otro, su propia humanidad quedaría instantáneamente cuestionada): “Era algo que debía hacerse […] Nadie lo quería hacer [….] Pero lo que nos e discutía es que era la mejor solución. Algo supremo que se realizaba por el país. Y que se cumplía de modo automático”, manteniendo la distancia fría del burócrata cuyo mayor mérito es la obediencia a las órdenes de su superior, A. Guerin, “L’Argentine, au temps du cauchemar”, http://wwww.humanite.presse.fr/journal/1998/1998-03/1998-03-23.

[3] Gobernador de la Provincia de Buenos Aires durante la dictadura.

[4] Como han demostrado recientemente Juan Pablo Jaroslavsky, Gabriel Jacovkis y Raúl Castro, La violación de los derechos humanos de argentinos judíos bajo el régimen militar (1976-1983), Barcelona, COSOFAM, febrero de 1999.

[5] El carácter mesiánico y místico de la ideología de la dictadura militar al fundamentar sus acciones en la lucha apocalíptica contra una “amenaza” parapolítica, esencial queda reflejado en la adjetivación subversiva de las matemáticas modernas que con su teoría de los conjuntos constituían un vehículo apto para la acción “disolvente” de las esencias fundacionales de la argentinidad imaginada por las elites.  Ver J. Vazeilles, El fracaso argentino. Sus raíces históricas en la ideología oligárquica, Buenos Aires, 1997, p. 51 y nota 23. este autor cita un documento del Ministerio de Educación de 1978, titulado “Subversión en el ámbito educativo. Conozcamos a nuestro enemigo” (aprobado por al resolución nº 538/77) en el que se atribuía la Reforma universitaria de 1918 directamente a la influencia de la Revolución Rusa y que consideraba como producto directo del marxismo y la subversión a la literatura infantil que pretendía promover el desarrollo en el niño de una inteligencia y personalidad autónomas.

[6] Ver el texto del dictamen en http://www.derechos.org/nizkor/arg/audi.html

[7] Ricardo Rodríguez Molas, Historia de la tortura y el orden represivo en la Argentina, Buenos Aires, EUDEBA, 1984, p. 166.

[8] Sobre la condición no humana a que pretendían reducir los militares al desaparecido, ver el testimonio de Luis Pérez Aguirre, “La impunidad impide la reconciliación nacional”, en http://www.derechos.org/koagani/2/perez.html, p. 2. Ver también Nunca Más, CONADEP, Buenos Aires, EUDEBA, 1984, p. 10.

[9] Bruno Bettelheim, Sobrevivir. El holocausto una generación después, Barcelona, Crítica, 1983.

[10]Raoul Hillberg, The Destruction of European Jews, New York-London, Holmes & Meyer, 1985 (Students Edition), pp. 240-243.

[11] Dr. Carlos Portillo, “Impunidad: memoria u olvido”, http://www.derechos.org/koaga/xi/2/portillo.html.

[12] Entre los efectos sociales de la impunidad cabe considerar que “La falta de sanción genera la convicción en los cuadros represivos de que pueden reeditar el exterminio de la persona humana como medio para resolver un conflicto entre el Estado y la sociedad civil o entre un civil y un agente de las Fuerzas del Estado”, así como que “Se subvierten los valores que sostienen la relación Estado-sociedad civil, cuando el Estado de Derecho tiende a sancionar los delitos contra la propiedad y a amnistiar y/o indultar los delitos contra la vida. La preservación del ser humano pierde un espacio irrecuperable frente a la preservación de los bienes materiales”, así como también que “si el crimen no es castigado la sociedad lo absorbe como un acto que el poder aprueba [….] genera corrupción. Y el peligro latente de la repetición de los crímenes”,  Abuelas de Plaza de Mayo y otros, “La Impunidad en América Latina. El Caso Argentino. Informe al Parlamento Europeo con motivo de la Audiencia Pública a realizarse el 30/31 de octubre de 1996”, http://www.derechos.org/nizkor/arg/parlamento/, p. 6/16.

[13] Una organización de Buenos Aires, CORREPI (Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional), contabiliza 470 personas asesinadas por la policía entre 1983 y 1998, ver http://www.derechos.org/correpi/muertes.html.

[14] Es un delito permanente, “El desaparecido es considerado como un no-ser; el Estado  que garantiza la impunidad no quiere reconocerle su carácter de humano”, http://www.derechos.org/koaga/xi/2/perez.html

[15] Esta doctrina fue impuesta por EE.UU. en 1947 al comienzo de la Guerra Fría junto al crear el National Security Council, dotado de la CIA como brazo operativo.

[16] Considero que son dos figuras vinculadas por ser diana del genocidio pero que poseen distintas características. El disidente podría ser cualquier persona que por su trayectoria era un potencial o real opositor a las políticas de la dictadura, mientras que el opositor era el que realizaba acciones concretas de resistencia a la dictadura. Justamente el asesinato de disidentes es el que revela con claridad el carácter sistemático e inmanente a la práctica rutinaria del poder por la dictadura militar, el carácter genocida del terrorismo de estado que no necesita que la víctima potencial tenga alguna actitud activa de enfrentamiento al régimen para ser eliminada, es eliminada simplemente por lo que es, no por lo que hace. Además aquel, el disidente es una categoría más amplia y que engloba al opositor.

[17] J.Vazeilles, El fracaso argentino. Sus raíces históricas en la ideología oligárquica, Buenos Aires, Biblos, 1997, p. 164.

[18] Sin embargo, los peligros para las elites no venían sólo de las ideas socializantes que transportaban a América los inmigrantes; si no también desde una perspectiva racista, de la ‘contaminación y degeneración’ que los pueblos autóctonos, reducidos a ocupar los rangos inferiores, podían  producir en una sociedad tan blanca como la Argentina, ver J.Vazeilles, op. cit., pp. 151-157.

[19] Sería derogada recién en 1958.

[20] Otros dos destacados escritores de la época, vinculados a las elites, Leopoldo Lugones  y Manuel Gálvez, llamaban recíprocamente a los inmigrantes la “plebe ultramarina” y  “la gringocracia”, ver J.Vazeilles, op. cit, p. 161.

[21] También comienza a utilizarse con frecuencia el término “subversivo” o “subversión” para referirse a las actividades del movimiento obrero, como denunciaba el partido socialista en 1904, La Vanguardia,  5/11/1904.

[22] Ver  Pablo R. Fihman, “A 80 años de la Semana Trágica. Pogrom en Buenos Aires”, http://www.geocities.com/Ca…ill/Senate/1137/desaparecidos/pogrom.html; Carina Rodríguez, “Buenos Aires, enero de 1919: Semana trágica/semana de holgorio”, http://www.argiropolis.com.ar/univerisdad

….onales/unq/sociales/Literatura/semana.htm.

[23] En realidad ya en 1910, con ocasión de las protestas obreras durante la conmemoración del Centenario se habían producido actuaciones de este tipo, dirigidas por militares, entre ellos el general Dellepiane, jefe de la policía y más tarde responsable de la represión durante la Semana Trágica. Según Sandra McGee Deutsch, el general Luis Dellepiane habría declarado a Frederic Stimson, representante estadounidense ante el gobierno argentino que los hechos de la Semana Trágica podrían haberse evitado “haciendo desaparecer uno por uno a los cabecillas, sin ningún arresto legal”, citado por Clarín, Buenos Aires, 27/05/2000 (http://wwww.clarin.com/suplementos/zona/2000-08-27/i-00902d.htm) .

[24] Ver A. Andreassi, “Los límites del reformismo en la Argentina agroexportadora. La experiencia de la clase trabajadora bajo el radicalismo, 1916-1930”, pp. 281-282. se calculan en mil los obreros y peones fusilados en la Patagonia,  entre 400 y 700 los de la Semana Trágica, además de 4.000 heridos. También se registran en esta épocas los crímenes de la “gendarmería volante” de La Forestal, contra los huelguistas de los obrajes, R. Rodríguez Molas, Historia del tortura y del orden represivo, pp. 88-89.

[25] El diputado conservador, José Mª Bustillo señalaría en 1932, al defender la acción de los grupos parapoliciales que responsabilidad por los males del país debía recaer en el partido socialista “representante de la clase que está más cerca de los extranjeros”, citado por R. Rodríguez Molas, Historia del tortura y del orden represivo, p. 92.

[26] A pesar de que Perón no escatimó cierta violencia contra sus oponentes políticos, revirtió tendencias reaccionarias seculares de la política argentina, como su freno al antisemitismo, David Rock, Argentina, 1516-1987, Alianza Editotial, p. 353.

[27] Los muertos oficialmente reconocidos fueron unos 300 pero otras fuentes hablan de 1.000 o 2.000 enterrados secretamente, ver Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina. II 1943-1973, Buenos Aires, Emecé, 1982, p. 109 y sobre las conclusiones y recetas neoliberales del Plan Prebisch ver pp. 125-136.

[28] La Cartilla Militar de 1938 que se entrega a los reclutas establece que la misión del ejército es la defensa de la nación “tanto contra los enemigos exteriores como contra los enemigos interiores”, citado por R. Rodríguez Molas, p. 151. este autor se pregunta ¿quienes podían ser esos enemigos? Y se responde: los países vecinos y la clase obrera argentina movilizada en ese momento en defensa de la república española, de tal modo que la alianza entre elite económica y militar se establece sobre la base de copmpartir enemigos, lo que es loo mismo que compartir objetivos, desde un punto de vista instrumental. Aquí adquiere pleno significado la sentencia de Walter Benjamin: “El militarismo es el impulso de utilizar de forma generalizada la violencia como medio para los fines del Estado [….] la primera función de la violencia es fundadora de derecho, y esta última conservadora de derecho”,  Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1998, pp. 29-30.

[29] Alcides López Aufranc, un general que participó en los golpes de estado de la década de 1960, totalmente identificado con la dictadura de 1976, escribe en 1980 que:”La guerra, en una palabra, es la más destacada de las formas  de transformación de la sociedad… la guerra es una parte de la política, uno de sus elementos, algunas veces, el argumento final, citado en Ricardo Rodríguez Molas, Historia de la tortura y el orden represivo en la Argentina, Buenos Aires, EUDEBA, 1984, p. 153.

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