La lucha de clases, la patronal española y la izquierda.
Salvador López Arnal
Sociedad postindustrial, sociedad de servicios, sociedad de la información, sociedad líquida, sociedad postmoderna, sociedad del conocimiento, sociedad de las finanzas, sociedad globalizada, sociedad técnico-científica,… Los sociólogos y los filósofos de la sociedad podrán añadir cincuenta o cien términos más. No conozco el tema suficientemente. No insinúo que todas estas nociones sean inútiles y no apunten a características de interés, nada marginales, de nuestras sociedades. Alejo de mi ese cáliz. Pero acaso no sea un disparate señalar que algunas de estas categorías intentaron e intentan desdibujar u ocultar algo tan esencial para comprender los mecanismos y las instituciones sociales como es el concepto, no marxiano originariamente pero con papel esencial en la concepción de la historia de la tradición, de la lucha de clases como motor de la historia.
La historia de todas las sociedades existentes hasta el presente, más estrictamente: la historia transmitida por escrito -en 1847, matizaba Engels en nota a pie de página escrita cuarenta años después, era prácticamente desconocida la prehistoria de la sociedad-, es la historia de la lucha de clases. Este es, como es sabido, el compás inicial del Manifiesto[1], al que seguía uno no menos esencial: hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en suma, opresores y oprimidos habían estado siempre en oposición entre sí, librando una lucha ininterrumpida, ora oculta, ora desembozada, una lucha que en todos los casos, entonces conocidos, había finalizado con la transformación revolucionaria de toda la sociedad, con el alumbramiento -difícil, con marchas atrás, lleno de contradicciones en algunos casos, no siempre majestuoso y uniforme como un paraje estelar- de un modo civilizatorio, o bien con la mutua destrucción, en un páramo de horror y sin vida, de las clases beligerantes.
Los jóvenes Marx y Engels[2] no pudieron concretar con detalle en su opúsculo las diversas formas que adquiría esa lucha ininterumpida pero apuntaron con nitidez que tal lucha no siempre se manifestaba de forma abierta y que, en ocasiones, ese combate enconado entre sectores sociales enfrentados había finalizado con la desaparición de ambos contendientes. Por lo demás, Marx y Engels se guardaron mucho de señalar que esa lucha fuera siempre pacífica. Probablemente, en sus días aciagos, que fueron muchos, pensarían lo contrario: aunque la violencia tiene gradaciones, y éstas son decisivas sin atisbo de duda, vivir con el permiso de otros, y bajo su mandato despótico en frecuentes y crecientes ocasiones, constituye en sí mismo un primer acto de violencia. Que la misma cuna, cuando existe, dirija, o determine en última instancia y de manera no marginal, los pasos de toda la existencia de los seres humanos no parece una forma de vida dulce, afable y vindicable.
La derecha, desde luego, no habla en esos términos. Como mínimo cuando lo hace de puertas hacia fuera, con cámaras enfocando. Cuando habla en foros internos suele ser más directa. La izquierda, una parte de ella, desgraciadamente tampoco. Desde hace décadas. Hasta el punto que hacerlo, hablar usando esas categorías, suena a viejo, a rancio, a trasnochado, a discurso manido, a no haber superado la etapa del paleolítico inferior en la política y en el lenguaje.
Pero si bien la derecha no genera explícitamente un discurso así, sí que construye una práctica, permanente o ininterrumpida[3], tanto da en este caso, que gira en torno a ese eje esencial. La patronal española, no es la única desde luego, es un ejemplo destacado y de ejemplar consistencia y coherencia. Participa, como casi todas las restantes instancias del país que cuentan en este país de cuentos (y de cuentas), en un falsario discurso que consiste básicamente en señalar que entre todos, con nuestro esfuerzo, cediendo en lo que haya que ceder, arrimando el hombro todo lo que sea necesario, con sacrificio y trabajo, saldremos adelante, superaremos la crisis, una crisis que parece tener su origen en alguna maldición divina o histórica, o en centros codiciosos de poder totalmente ajenos a nuestra propia evolución social en estas últimas décadas de desigualdad, explotación y corrupción sin freno.
La participación empresarial en esa construcción ideológica, en el marxiano sentido de falsa consciencia interesada, no le impide ir a lo suyo, a proseguir su marcha triunfal por el ancestral e ininterrumpido sendero de la lucha de clases. Se trata ahora, en plena crisis, con un paro que afecta a millones de ciudadanos y ciudadanas, con una situación laboral que genera inseguridades, estrés y depresiones, con un horizonte que apenas logra vislumbrarse, con amplios sectores de jóvenes trabajadores que apenas entienden lo que está sucediendo, con padres obreros que siguen confiando para superar la gravosa situación en la salida individual y en el mérito y esforzado currículo de sus hijos, se trata, decía, dice la patronal, de reclamar un paréntesis en el papel preponderante del libre mercado, instancia divinizada que hace apenas 14 días y 43 noches era considerada absolutamente intocable, fuerza motriz que solucionaba cualquier desajuste económico-social, el motor de una historia de poseedores y desposeídos; de presionar todo lo indecible, y un poco más, para abaratar el despido, una de las pocas protecciones, cuando llega a serlo, que todavía tienen los trabajadores españoles que tienen un puesto fijo de trabajo, y, finalmente, la guinda del pastel, se trata de exigir, en palabras de Díaz Ferrán, este presidente –y el término imprime carácter y no es simple convención- de la CEOE que tanto recuerda, acaso no casualmente, en sus rasgos y en sus actos al antiguo presidente Cuevas, que los Expedientes de Regulación de Empleo, los famosos ERE, no requieran la autorización administrativa. Sin frenos, vía libre, a la marcha despiadada de la lucha contra los trabajadores (La piedad queda, si algo queda, para las fiestas de guardar y los momentos de debilidad o de encuadre periodístico).
Y no es, desde luego, que la cosa les vaya mal hasta la fecha tampoco en este ámbito. De los ERE que las empresas españoles, o en suelo español, presentaron en 2008, la denominada “autoridad laboral” autorizó nada y nada menos que el 92% de los casos: el Ministerio de Trabajo, el 98,5%; las Comunidades Autónomas, el 85%.
El marxismo (como el anarquismo, el socialismo no entregado o el situacionismo si queremos añadir algún ismo no tan próximo) no es una tradición estrictamente científica. Es una tradición de política revolucionaria que genera cuando puede, e incorpora siempre que está alerta, conocimientos sociales, políticos e históricos, sin desdeñar el saber de otras disciplinas naturales y de saberes preteóricos y aproximaciones artísticas. La tesis sobre Feuerbach, la última de ellas, sigue vigente; no hay razones, hoy menos que nunca, para desecharla. Desde luego, que podemos definir con mayor precisión las categorías que la tradición usa, el lenguaje con el que intenta comprender el mundo. Hablar de la lucha de clases como enfrentamiento entre grupos sociales que ocupan lugares diferenciados y opuestos en el sistema económico y en las instancias de poder de las sociedades humanas, posiblemente demande mayor clarificación conceptual de algunas nociones borrosas usadas en la definición. Sin duda. Podemos incluso admitir la necesidad de un desarrollo teórico que genere un concepto comparativo que permita hablar, con precisión, de luchas de clases más acentuadas en una determinada sociedad que en otra, como afirmamos que un determinado cuerpo más masivo que otro, o, por qué no, de una metrización del concepto que permita mesurar la intensidad de la lucha, como medimos la altura de un paquidermo o de los bienes acumulados, y puestos en pila y con orden, del Jefe del Estado español.
Sea como fuere, admitiendo la necesidad de precisiones y desarrollos, arrojar nociones claves y perspectivas teóricas a la basura como si se tratara de una teoría falsada o ya inservible no deja de ser una operación suicida y, desde luego, poco razonable. No sólo porque de esta forma entendemos menos y con distinta mirada, sino porque, además, es muy probable que cediendo por supuesta modernidad en el lenguaje cedamos también en la práctica, en las luchas, en los asuntos que tienen que ver con la salud, la educación, el trabajo, el tiempo libre, el bienestar de las gentes y, sobre todo, con la invivible situación de los grupos sociales más desfavorecidos. La patronal enseña: no ceden ni un ápice, todo lo contrario, en la defensa de sus intereses. Cuando hay euforia, porque son los tiempos son buenos para la codicia y muy malos para la lírica; cuando hay crisis, porque los tiempos no permiten desahogo alguno y hay que dejarlo todo por conservar lo mínimo. Es un juego donde siempre ganan.
En agosto de 1838, un joven Darwin escribía en su cuaderno D un relevante argumento contrario al creacionismo: “No está a la altura de la dignidad de Aquél que presume de haber dicho: “Hágase la luz” y la luz se hizo, imaginar que Él haya creado una larga sucesión de humildes moluscos”. Ese mismo día, horas más tarde, en una hoja diferente, anotó un preciso aforismo materialista con vértice óntico-filosófico no despreciable: “Aquel que entienda al babuino contribuirá a la metafísica más que Locke”[4]. Apenas una década más tarde, por encargo de una asociación de trabajadores insumisos, los jóvenes Marx y Engels escribieron una Manifiesto donde conjeturaban y argumentaban interesantes tesis sobre la evolución discontinua de la historia humana y sobre asuntos metahistóricos anexos. Podemos revisar y modificar, obviamente, lo que estimemos poco adecuado, pero ideas esenciales, como las que Darwin defendió en su ámbito o los Marx y Engels en el suyo, siguen mereciendo atención y cuidado al cabo del tiempo, incluso al cabo de más de un siglo y medio.
Y en el caso de la tradición marxista, que no es paralela a la darwinista, el cuidado demanda traducción praxeológica y acción: son gritos en el cielo y en la tierra son actos.
[1] Uso la traducción de León Mames: OME-9, Obras de Marx y Engels, Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1978 ( edición dirigida por Manuel Sacristán Luzón).
[2] Jóvenes revolucionarios, asistentes al segundo congreso de la Liga de los Comunistas celebrado en Londres entre el 29 de noviembre y el 8 de diciembre de 1847, que recibieron el encargo de la elaboración de un Manifiesto que recogiera la concepción y el programa de la organización. El Manifiesto del Partido Comunista se publicó por vez primera en alemán, en Londres, en febrero de 1848. No es improbable que Marx y Engels lo escribieran en apenas quince días, en las semanas finales de 1847.
[3] Este es, en mi opinión, un ejemplo destacado de discusión inútil y probablemente asignificativa en la tradición, con nefastas consecuencias teóricas y sectarias. No es fácil detectar analíticamente las diferencias entre una y otra concepción, entre la revolución permanente y la ininterrumpida, y no acaba de verse qué proyectos políticos realistas se enfrentaban realmente en una discusión que se mantuvo vigente durante décadas.
[4] Véase Telmo Pievani, Creación sin Dios. Akal, Madrid, 2009, pp. 21-22 (traducción de Silvia Schettin).