Homenaje a Manuel Azaña
Ernesto Gómez de la Hera
Con seguridad todos estamos aquí hoy para rendir homenaje a Manuel Azaña. Quizá no esté tan claro el porqué, y el porqué es lo que deberíamos justificar siempre. Así que es lo que voy a intentar hacer ahora.
Alguien que murió apenas 40 días antes que Azaña y que, al igual que él, fue perseguido por el fascismo –me estoy refiriendo a Walter Benjamin–, opinaba que es el recuerdo de un cierto pasado, más que la esperanza de un radiante porvenir, lo que impulsaba las movilizaciones más masivas conocidas en la Historia. Y que ese recuerdo no tenía porqué ser siempre exacto.
Desde luego, a pesar de algunos intentos aberrantes para nublarlo, el recuerdo de Manuel Azaña sigue causando un impulso movilizador subversivo. Justo como lo hacía en una película de 1978 casi olvidada y que hoy puede que tuviera mejor aceptación: ¡Arriba Hazaña!, de José María Gutierrez Santos.
Hazaña con H para subrayar lo innecesario de la exactitud a la hora de producir el efecto subversivo. O para destacar el borrado del pasado movilizador que logró el fascismo. Yo, como tantísimos más, sufrí ese borrado y, a los diez años, solamente aventajaba a los personajes de la película en saber que Azaña se escribía sin H. Lo que me parecía muy raro.
Sin embargo Manuel Azaña había sido Presidente de la República y del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra y un gran escritor y, sobremanera, un gran demócrata. Y todo esto, con sus luces y sombras, es lo que justifica el porqué estamos hoy aquí.
Manuel Azaña era vocacionalmente escritor. Era un escritor de gran lucidez intelectiva y producto de una época en que los horizontes abiertos en España a las personas de su medio social tenían ya una amplitud considerable. Además de estar ya conectados con los occidentales del momento. Por eso pudo beneficiarse de la existencia de la Junta de Ampliación de Estudios y conocer Francia de primera mano. Algo que siempre le sirvió de modelo.
Persona de fácil sociabilidad ocupó un lugar destacado dentro de la revista España, fundada por Ortega y Gasset con un marcado acento político y bandera, en cierto modo, de la llamada generación de 1914. Luego, él mismo, pasó a fundar La pluma, revista de carácter preferentemente literario, más cercana, pues, a su sentir y que, con muchas dificultades económicas, pero gran brillantez, duró tres años. Tras los cuales volvió a la primera, España, como director. Por entonces ya era figura hegemónica en el Ateneo de Madrid, donde fungía como Presidente, aunque solo era Secretario. Años después llegaría a presidirlo oficialmente. Esta actividad intelectual era su interés máximo, mientras que la política le interesaba más colateralmente. Era miembro del Partido Reformista de Melquíades Álvarez, partido de carácter democrático pero sin definición republicana. Fue candidato por ese partido, pero siempre en circunscripciones donde no corría el riesgo de salir elegido. Sus tiempos de residencia en Francia, antes, durante y después de la I Guerra Mundial, le llevó a escribir sobre ese país, siempre con admiración, aunque sólo pudo publicar una parte. Justamente la dedicada a las cuestiones militares, lo que le daría marchamo de experto y le llevaría, más tarde, a ser Ministro de la Guerra durante más de dos años.
Como a otros intelectuales similares, fue la Dictadura primorriverista, auspiciada por Alfonso XIII, lo que le condujo a una intervención directa en la política, ya con un carácter netamente republicano al darse cuenta de la flagrante incompatibilidad existente entre Monarquía y Democracia.
Naturalmente la propia existencia de la Dictadura limitaba enormemente la acción política, así que fue en esos momentos cuando publicó El jardín de los frailes, una novela que autobiografiaba sus años escolares en los Agustinos de El Escorial, con una impronta abiertamente laicista. También ganó el Premio Nacional de Literatura con un estudio sobre Juan Valera. Escritor y diplomático, fue embajador en Washington, con ideas muy alejadas de las de Azaña. Por entonces llegó a la Presidencia del Ateneo, lo que, dado su papel fundamental en el pequeño grupo de Acción Republicana, convertía a la institución ateneística en una de las principales puntas de lanza antimonárquicas a la caída de Primo de Rivera.
De este modo, sin haber desempeñado jamás una responsabilidad política, cuando el martes 14 de abril de 1931 se abrieron repentinamente todas las esperanzas de una nueva y mejor vida para la inmensa mayoría de los españoles, se convirtió en Ministro de la Guerra, por mor de lo que había publicado años atrás. En este cargo logró culminar una reforma a la que habían aspirado, fracasando en su realización, ministros como Cassola y Luque, adaptando el Ejército a la realidad del momento. Su reforma no fue tan mal aceptada como se dijo después por quienes suelen juzgar las cosas «a toro pasado», sino que gozó de apoyos reales dentro de un Ejército que todavía no estaba «trabajado» por los conspiradores monárquicos. Además, supo sacar partido de algunos cismas producidos en los años previos, como el choque de Primo de Rivera con el Arma de Artillería o la polémica creación de la Academia General Militar.
Apenas llevaba unos meses en este cargo, cuando la crisis desencadenada por la dimisión de Alcalá-Zamora hizo preciso cubrir la Presidencia del Consejo de Ministros. Su papel de dirigente de un pequeño partido y sus buenas relaciones con el PSOE, lo que garantizaba la continuidad sin demasiados sobresaltos de la coalición gobernante, le catapultó de inmediato a presidir el Gobierno, sin dejar el Ministerio de la Guerra.
Bajo su presidencia se culminó la aprobación de la Constitución, aunque donde su papel resultó primordial, ya que sin su directa intervención es difícil que se hubiese aprobado, fue en el Estatuto de Cataluña. Convencido de lo oportuno de aquel estatuto, lo defendió con ardor en las Cortes y dentro del Gobierno. En adelante, por encima de todas las vicisitudes políticas que acaecerían, fue leal al mismo, aunque no consiguió la misma lealtad de alguna de sus contrapartes. Todo esto, junto a su papel, cierto o atribuido, para dominar alguno de los ataques que los prácticos de la «gimnasia revolucionaria» lanzaron contra la República, hizo que su figura fuese utilizada como diana por parte de los sectores republicanos más derechistas, precedente de lo que, corregido y aumentado, haría luego el fascismo, hasta alcanzar su cese.
La casualidad haría que los sucesos de octubre de 1934 le pillaran en Barcelona. Y aquí se quedó, encarcelado, durante tres meses. Los mismos que ya le habían escogido antes como diana predilecta de sus odios, quisieron achacarle responsabilidades dirigentes en aquellos sucesos. Pero la verdad es que él ni los aprobaba ni pensaba que fuesen convenientes para defender la República en que él creía. Así que fue finalmente exonerado del todo. Pudo, entonces, dedicarse a construir lo que le parecía realmente imprescindible para aquella defensa. Empezó a trabajar en pro de lo que después fue el Frente Popular, si bien él no coincidía plenamente en que ese debiera ser el resultado.
Un hito en aquella tarea de construcción de una fuerza que defendiera la República fue, sin duda, su intervención en el famoso mitin del campo de Comillas, en octubre de 1935. Medio millón de personas pudieron verlo y escucharlo, en lo que fue, como el propio Gil Robles hubo de reconocer, el mayor mitin habido en nuestra historia. Aquel mitin de Azaña fue impulsado por todas las fuerzas políticas que iban a confluir en la papeleta electoral victoriosa en el siguiente febrero. Eso permitió movilizar a la gente en todas partes. Quien seguramente es la única persona viva hoy que asistió a aquel mitin (¡un abrazo, Vicente!), un joven que tenía 18 años, fue andando de Barreda a Madrid para estar presente, casi 500 kilómetros. ¡Y no fue un caso aislado!
Diecisiete semanas después, en condiciones muy difíciles y con el golpe fascista ya amenazando, tuvo que hacerse nuevamente cargo de la Presidencia del Consejo de Ministros y, sin tiempo para realizar apenas ninguna labor, pasó en mayo a la Presidencia de la República. Presidencia que no estaba en absoluto desprovista de poder en la Constitución de 1931, pero que no disponía de las facultades que sí tenía la del Gobierno.
Manuel Azaña, que era una persona ciento por ciento civil, no pudo ser capaz de dar ese mismo porcentaje en las gravísimas circunstancias de la guerra. Aunque comprendía perfectamente, como se ve por sus lúcidos escritos sobre sus causas y aconteceres, la situación, esta le superaba. Fortísimamente golpeado en su ánimo por el golpe y su transformación en guerra, sufriendo como propio cuanto sufrían sus compatriotas, le impactó mucho en lo personal el asesinato de su primer jefe político, Melquíades Álvarez, aquel agosto, pese a lo mucho que sus caminos políticos se habían separado.
Como el resto de las instituciones republicanas residió en Barcelona, que en aquellos momentos volvió a ser, como dijo el insigne paisano de Azaña, «albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes», la mayor parte de la guerra, aunque su accionar político, no así el de escritor, no fue apenas relevante en aquellos años. Cruzó a Francia en febrero de 1939 y, casi de inmediato, hizo algo con lo que venía amenazando desde hacía tiempo: Dimitió de la Presidencia de la República. Su pretexto fue el reconocimiento diplomático que Francia y Gran Bretaña dieron al gobierno de Franco. Pero el daño que su dimisión, facilitando la coartada para el golpe casadista del 5 de marzo, hizo a quienes todavía combatían para intentar salvar el mayor número de personas de la cruenta venganza fascista y al futuro del exilio republicano fue muy grande.
Aquejado muy gravemente, tanto de males físicos como anímicos, también lo abandonaron sus partidarios políticos. Cuando la derrota francesa, en junio de 1940, le puso en un grave peligro, solamente D. Juan Negrín le visitó y se ofreció a llevarle con él. Gesto que agradeció, máxime viniendo de alguien con quien sus relaciones políticas no habían sido buenas. Ya muy enfermo, pasó a la zona francesa no ocupada y murió. El gobierno títere de Petain trató, sin lograrlo del todo, deslucir su entierro, pero quedó en manos del fascismo español la última puñalada: despojarle, después de muerto, de la nacionalidad española. Algo que a él, absolutamente seguro de la total ilegitimidad de aquel régimen y sabedor de que su españolidad no dependía de ningún certificado, no le hubiera hecho mella.
Manuel Azaña era uno de los nuestros, lo es y lo será siempre. Y uno de los mejores. Con mucho acierto y algún error, desempeñó un papel crucial en su tiempo y nos marcó un ejemplo a seguir. Quizá no tengamos sus capacidades, pero sí continuamos por su senda seguro que al meno, nos encontraremos en su dignidad y pondremos nuestro pequeño granito de arena en su obra: La República, Una e Indivisible.
Barcelona, 6 de noviembre del 2.021