Para comprender que nunca caminaremos solos
Salvador López Arnal
Reseña de: Alberto Prunetti, 108 metros. The new working class hero. Hoja de lata, Xixón, 2021. Traducción de Francisco Álvarez, prólogo de Ricardo Menéndez Salmón
Las dedicatorias que abren la nueva novela de Alberto Prunetti, el autor de Amianto, nos dan pistas de lo que nos vamos a encontrar en ella: «A quienes hacían el turno de noche caminando sobre los 108». «A quienes, para estudiar, se marchaban sobre raíles de acero». «A Abd Elsalam Ahmed Eldanf, que murió en un piquete».
El índice del libro: tras el prólogo, «Raíles más largos que Old Trafford», de Ricardo Menéndez Salmón –¡que no hay que saltarse!–, seis capítulos: «Juramento»; «Of course I do»; «That is the question»; «Minimum wage, minimum life»; «Cthul Limited Company»; «Back to Iron Town», y un epílogo. 108 metros obtuvo el Premio Ultima Frontiera y fue finalista del Biella Letteratura e Industria.
De la contraportada: «Un pizzaiolo corsario sacado de una novela de aventuras, un limpiador de retretes gemelo de Pavarotti y un actor radiofónico shakespeariano comparten vida, peripecias y trabajo con un grupo de chavs y una italiano emigrado a Inglaterra en los años noventa». El italiano es el propio autor, la primera persona de su familia que pudo ir a la universidad, que descubre, tras la jubilación de su padre (recordemos: un obrero siderúrgico del norte de Italia), que a él le esperan como horizonte vital-laboral la precariedad y la emigración (en su caso a Inglaterra).
En 108 metros se habla también de «fugas de cerebros, pero también de baños por limpiar en Bristol, de platos fregados en Dorset o de comandas servidas en una falsa pizzeria napolitana regentada por turcos». Finalmente del regreso a Italia; «donde los nuevos tiempos han apagado la acería de Piombino. Esa mole que forjaba raíles de 108 metros, se oxida ahora ante los campos de carbonilla donde los críos de los ochenta soñaban con ser jugadores del Livorno».
Sus agradecimientos: «Les doy las gracias de todo corazón a los retretes de Bristol y a las cocinas y comedores escolares de Dorset por la writing fellowship, la beca de escritura que me concedieron amablemente. Sin esa ayuda con salario mínimo, este libro working class nunca se habría escrito.»
Dos pasajes, dos historias. La primera (pp. 76-77):
«Toma aire en los pulmones. Ya está mal calmado.
Yo me doy cuenta de que he ganado la partida.
El vuelve al ataque:
-Y recuerda que se puede estudiar, pero lo importante es no traicionar las reglas.
– ¿Qué reglas, papá?
– Las de los diez mandamientos que mis compañeros y yo siempre hemos respetado. No se te ocurra pensar que si sacas una carrera va a ser para convertirte luego en el perrito faldero del patrón, no se te ocurra pensar que vas a poder mear sobe nuestros mandamientos como si tal cosa.
– Y eso qué es? -pregunto yo.
– Son reglas que valen para cualquier fábrica, también si vas a trabajar al extranjero o si usas el teodolito en vez del grupo de soldar. Son sencillas. Echarles una mano a tus colegas. Secundar las huelgas. No lamerle el culo al jefe. No ser un esquirol. No ensañarte cuando te toque atizar. No meterte demasiado con los pisanos, que también ellos son humanos. Desconfiar de los ricachones. Si alguien con estudios te llama señor, pega el culo a la pared. Y una o dos normas más que ahora mismo no recuerdo. Son reglas universales, valen para cualquier sitio donde haya clase obrera. Para todo el mundo. Uno que fue a trabajar a una plataforma petrolífera en Escocia me contó que las aplican incluso en el mar del Norte. Son las mismas. Así que, chico, mucho ojo, pulso firme, y nada de bromas. Estudia pero no vayas de listo, eres mi hijo y no puedes traicionar las reglas. Como te dé por lamerles el culo a los ricachones me lío a patadas contigo aunque sea el día de tu graduación universitaria. Y ahora dedícate a estudiar».
La segunda (p. 184):
«[…] Renato no quiso decirme que habían apagado el horno alto, le daba vergüenza, como si fuera culpa suya, y ahora me veo aquí, en la estación de Follonica, y ante mí está Quattr’etti con cara de luto. “¿Y qué hacemos?” le pregunto. Y él responde: “Bueno, tú puedes volver a irte. Yo me quedo aquí bebiendo vino y diciéndoles a los chicos que se van, porque se van todos a Londres, Berlín, Barcelona o París, que hacen bien, que cojan trenes y se marchen al extranjero, lejos de esta Italia que se va a pique. Pero yo os digo también que recordéis que mientras os vais, tu-tum, tu-tum, tu-tum, cada 108 metros de vuestra fuga los haréis sobre un raíl fabricado por los obreros de la acería de Piombino, los mejores fundidores de vías del mundo, y que si ahora os marcháis en estos trenes superdotados del demonio es gracias a que vuestros padres echaron mineral y coque en el horno alto con la cantidad justa de oxígeno y de gases técnicos y modelaron el acero y lo perfilaron a la perfección, y esperemos que estas vías que hoy os llevan algún día os traigan de vuelta a casa y que nos encontréis vivos aún para abrazaros de nuevo. ¿Notáis el olor de hierro palanquilla y de alambrón en nuestra piel? ¿Lo notáis? El hierro penetró en los poros. Fuimos las vías que os han hecho correr toda una vida, cuando erais pequeños. Que al menos el fruto de nuestro trabajo pueda llevaros lejos de este cielo apagado».
Si ninguno de estos dos pasajes seleccionados les dice algo, no lo duden: este no es su libro. A otra cosa, no pierdan su tiempo.
«La materia prima de la novela del precariado», ha escrito Joan Carles Martí. «Prunetti condensa treinta años de neoliberalismo, desindustrialización, ataque a los derechos laborales y a los salarios de los trabajadores en los dieciocho meses que pasó en Reino Unido», ha señalado Wuy Ming. Tienen razón, ambos.
The new working class hero, el subtítulo de la novela, es un guiño a la canción de Lennon y, al mismo tiempo, un homenaje a los nuevos héroes de la clase obrera, a esa generación de jóvenes –con palabras del prologuista– nacidos «en el nido proletario que, a finales de los años ochenta y principios de los años noventa, vivieron en sus carnes las decepciones de un mundo en el que los valores de sus mayores (solidaridad de clase, fraternidad obrera, disciplina política) se habían disuelto en un mercado donde el capital quedaba instalado no sólo como una maquinaria a pleno rendimiento, sino como la única ideología observable, y en el que, sin vergüenza ni empacho, la economía había ascendido a una condición largamente anhelada: la teología».
El punto, el rovell de l’ou de la nueva novela de Prunetti, tan imprescindible como la anterior: Amianto.
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