Cómo conseguir la plena descolonización
Jason Hickel
Los países del sur global se enfrentan a un dilema extraordinario. La pobreza masiva es real: más de la mitad de la población mundial vive con menos de lo necesario para cubrir las necesidades humanas básicas. La gente necesita medios de vida. Necesitan viviendas. Necesitan servicios públicos. ¿Cómo se pueden cubrir estas necesidades? Según el marco económico dominante, la respuesta está clara: crecimiento. Crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), crear puestos de trabajo, y a continuación gravar los ingresos para pagar las cosas necesarias para mejorar la vida de la gente: salud pública, educación, vivienda, transporte, una alimentación decente y demás. Todo economista neoclásico te dirá lo mismo: el crecimiento del PIB es la precondición para el desarrollo.
¿Y como hacer crecer la economía? Aquí es donde aparece el dilema. Se podría intentar usar las mismas herramientas que los países ricos del norte global –hablando en términos generales, los EEUU, Canadá, Europa occidental, Australia, Nueva Zelanda/Aotearoa y Japón–, que desarrollaron su capacidad productiva nacional para cubrir las necesidades internas y crear industrias capaces de competir con efectividad en el mercado mundial. Esta estrategia exige proteger la economía propia con aranceles comerciales y alimentarla con subsidios, salarios al alza e inversiones públicas, y nacionalizar recursos y servicios clave. Sabemos que este tipo de política industrial funciona. De hecho, fue usada con éxito por gobiernos progresistas del sur global en las décadas inmediatamente posteriores a la descolonización.
Pero esa vía quedó cerrada a partir de la década de los 80. Las potencias del norte comprendieron que el cambio hacia la soberanía económica en el sur amenazaba el acceso a trabajo barato, materias primas y mercados cautivos de que habían disfrutado durante la era colonial. Así que intervinieron, usando el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional para imponer programas de ajuste estructural en toda la región (con la excepción de China y unos pocos países del este de Asia), forzando a los gobiernos a desmantelar aranceles y subsidios, recortar salarios y privatizar recursos públicos.
Aplastadas sus esperanzas de desarrollo económico soberano, para la mayor parte de los países la única opción para crecer hoy es o con la exportación de materias primas (petróleo, coltán, aceite de palma, carne, pescado, y demás) o con la exportación de mano de obra barata (bajo la forma de producción en maquiladoras) para abastecer a compañías transnacionales y cadenas productivas globales que dan servicio a los consumidores del norte.
La falacia de la exportación
Ambas rutas son problemáticas. El extractivismo es ecológicamente ruinoso y socialmente destructivo. Y es un trato injusto porque los países de bajos ingresos no tienen poder de negociación en la economía mundial, por lo que tienen que vender sus recursos a precios extremadamente bajos. Por otra parte, depender de las maquiladoras supone salarios de pobreza y una explotación permanente. Además, para complacer a los barones del capital internacional y atraer las inversiones necesarias para conseguir que estos proyectos despeguen, hay que recortar las regulaciones medioambientales, la protección laboral y los impuestos a las empresas en una carrera brutal hacia el fondo. Bajo estas condiciones, los rendimientos del crecimiento son capturados en su mayor parte fuera del país, y muy poco se cuela hasta la gente normal.
Este sistema funciona estupendamente para el capital internacional, pues le garantiza un suministro continuado de mano de obra barata y materias primas. Pero para los gobiernos del sur es una atadura terrible: para proporcionar a sus ciudadanos con qué cubrir las necesidades más básicas tienen que ofrecerse para ser explotados por los países ricos y las compañías transnacionales, lo que, por supuesto, va inevitablemente en contra de los objetivos mismos que están intentando conseguir. Por eso nos encontramos en una situación absurda en la que países que son fabulosamente ricos en mano de obra y recursos siguen sumidos en una pobreza masiva. Es así porque su mano de obra y recursos se organizan en función de los intereses económicos del mundo rico.
Podemos verlo claramente en el registro empírico. Investigaciones recientes muestran que los países ricos descansan en una gran red de apropiación de recursos y mano de obra del sur global, que incluye 10 mil millones de toneladas de materias primas, 800 millones de hectáreas de tierra, 23 exajulios de energía y 200 millones de años-persona de trabajo por año. Pongamos estas cifras gigantescas en perspectiva: esa cantidad de tierra se podría utilizar para cultivar alimentos para cuatro mil millones de personas; la energía sería suficiente para proporcionar electricidad e internet a toda la población de África así como para la infraestructura energética para salud pública, educación y transporte público para todos. En otras palabras, una cantidad extraordinaria de la capacidad productiva del sur se usa para proporcionar alimento, aparatos tecnológicos y moda de usar y tirar a los consumidores ricos del norte, cuando se podría usar para cubrir la necesidades humanas locales.
Este enfoque para el ‘desarrollo’ centrado en la exportación nunca funcionará, porque no está diseñado para que funcione. Esta diseñado para mantener el acceso del norte a mano de obra barata, materias primas y mercados en el sur global. Por esta razón la desigualdad entre el norte y el sur globales se ha disparado en las últimas décadas: nuestro enfoque para el desarrollo permite una transferencia extraordinaria de recursos y beneficios desde los países pobres a los ricos. Para los pueblos del sur, sus ingresos podían haber aumentado un poco, pero a un ritmo extremadamente lento –ni de lejos lo suficiente para sacar a la gente de la pobreza medido desde cualquier umbral significativo, y definitivamente no lo suficiente para compensar la explotación y la degradación medioambiental que sufren durante el proceso.
Nuevo marco monetario
Afortunadamente, hay otra vía. La falacia central del desarrollo internacional es que tienes que perseguir el crecimiento del PIB primero para conseguir lo que quieres en realidad, esto es, cosas para cubrir las necesidades básicas de la población. En realidad, el PIB es un intermediario innecesario. El conocimiento clave en la investigación en economía posdesarrollo y poscrecimiento es señalar que lo que en realidad hace falta para cubrir las necesidades de la gente son recursos y trabajo. Y de eso el sur no tiene déficit. El problema, como señala el economista senegalés Ndongo Samba Sylla, es que o no se usan (es decir, hay un desempleo masivo) o no se usan de forma que en realidad beneficie a la población (esto es, los recursos y la mano de obra son apropiados para servir al consumo del norte). Lo que pueden hacer en cambio los países del sur, por tanto, es movilizar sus recursos y mano de obra para cubrir las necesidades humanas y así conseguir sus objetivos de desarrollo directamente.
¿Cómo pueden conseguirlo? Aquí es donde entra la teoría monetaria moderna (TMM). La TMM puede parecer compleja a primera vista, pero en realidad es extraordinariamente simple. Como hace mucho que han señalado los economistas TMM, los gobiernos no son como los hogares. No tienen que ‘ganar dinero’ (digamos, estableciendo impuestos o pidiendo créditos) para gastar. Pueden crear dinero para gasto público simplemente emitiendo moneda y ampliando el déficit. No es un escenario hipotético. Es como funcionan en realidad los gobiernos. Financian servicios públicos y empleo público creando dinero. Y no tienen que preocuparse por ‘equilibrar el presupuesto’ porque no pueden convertirse en insolventes en su propia moneda.
Por supuesto, hay límites a la creación de dinero. Si gastas demasiado dinero en la economía, la demanda puede superar la capacidad productiva del país, lo que es un riesgo que puede llevar a una inflación excesiva. Pero si sucede, hay una solución simple: puedes usar la política industrial para ampliar la capacidad donde sea necesario, y puedes poner impuestos sobre el dinero en exceso para sacarlo de la economía, empezando con los más ricos en la sociedad. Según la TMM, el objetivo de los impuestos no es financiar el gasto público –pues los gobiernos pueden financiar el gasto simplemente emitiendo moneda–, sino reducir el exceso de demanda, y, como un efecto colateral importante, reducir la desigualdad corrosiva.
La MMT abre posibilidades excitantes para un modelo económico alternativo en el que la moneda nacional sea utilizada para movilizar recursos y mano de obra internos para conseguir el desarrollo humano. Para hacerlo, los gobiernos pueden simplemente emitir moneda y gastarla para conseguir cuatro objetivos urgentes:
(I) Servicios públicos universales. Desarrollar servicios públicos universales, generosos, de alta calidad. No únicamente sanidad y educación, sino también transporte público, vivienda asequible, agua, electricidad e internet.
(II) Soberanía alimentaria. Centrarse en una agricultura y pesca regenerativas para producir alimentos sanos, orgánicos, para el consumo doméstico, reduciendo las importaciones a la vez que se restauran los suelos, la biodiversidad y la vida marina.
(III) Soberanía energética. Desarrollar una infraestructura energética renovable –paneles solares y turbinas eólicas– para reemplazar los combustibles fósiles y reducir las importaciones de energía. No se necesita mucho: se pueden conseguir altos niveles de bienestar con una energía mínima.
(IV) Empleos públicos garantizados. Todo lo anterior requiere mano de obra, así que los gobiernos deben garantizar que cualquiera pueda formarse para contribuir a proyectos socialmente valiosos –y a que se le pague un salario digno– como la construcción de viviendas e infraestructuras, trabajar en los servicios públicos, ampliar las energías renovables, regenerar el terreno agrícola, etc.
Este enfoque garantizaría medios de vida decentes para todos, con un acceso universal a energía limpia, alimentos sanos y servicios públicos. La vieja cuestión de ‘cómo conseguir suficiente PIB para terminar con la pobreza y conseguir nuestros objetivos de desarrollo’ se vuelve mucho menos relevante. El crecimiento se convierte en un efecto del desarrollo, más que en su condición previa.
Puedo imaginar las objeciones: la TMM podría funcionar en países ricos como los EEUU y Gran Bretaña pero no en países más pobres, que dependen tanto de la financiación e inversión extranjeras. Los gobiernos ricos pueden salirse con la suya imprimiendo dinero y ampliando los déficits fiscales al tener un poder económico y geopolítico tan extraordinario, lo que significa que los inversores comprarán gustosamente sus bonos y extenderán su crédito independientemente de cual sea su política fiscal y monetaria, precisamente porque estos países son tan dominantes. Pero la mayor parte de los países del sur global no disfrutan de los mismos privilegios.
Los colonizadores entendieron el principio clave de la política monetaria: quien quiera que controle la moneda puede decidir cómo se usan la mano de obra y los recursos.
Legados coloniales
Esta configuración no es accidental. Cuando los programas de ajuste estructural de la década de los 80 desmantelaron las industrias nacionales, hicieron que los países del sur global dependieran de las importaciones, y por tanto dependieran también de las divisas y acreedores extranjeros. Esto es un problema no solo porque requiera que se vuelvan explotables sino porque también limita sus opciones políticas. Los acreedores extranjeros exigen ‘disciplina’ fiscal y monetaria; los gobiernos no pueden usar el déficit de gasto porque sus acreedores (y las agencias de calificación) los castigarán, el capital huirá y subiran los costes de los préstamos. Además, el déficit de gasto va contra las reglas del Banco Mundial y el FMI, de manera que el gobierno que está sujeto a la deuda multilateral tiene sus manos atadas.
A través de la dependencia financiera es como se ha mantenido la relación colonial en la era poscolonial. Es el puño de hierro con el que el capital del norte sigue gobernando el sur. Y es un círculo vicioso: como dependes de las divisas, no puedes usar el déficit de gasto; y como no puedes usar el déficit de gasto te ves forzado a depender de las divisas. Y eso significa abrirte a la explotación por parte de los países ricos.
Es una estrategia de toda la vida del poder colonial. Durante el periodo colonial, los europeos necesitaban formas de obligar a la gente a trabajar en sus plantaciones y minas, o de cambiar de la producción para la subsistencia a la producción para la exportación. Una opción fue usar la coerción directa, como la esclavituud; y ciertemante, lo hicieron a discreción. Pero también recurrieron a los impuestos: gravar a la población local en una moneda que no posean (cualquier moneda colonial servirá), de manera que para conseguirla no tengan otra opción que trabajar en las industrias europeas por un salario, o a vender cosas a los compradores europeos. En otras palabras, el objetivo de los impuestos –apoyados por la amenaza de la violencia– fue inducir a una escasez artificial de dinero, para obligar a la población a entregar trabajo y recursos. Los colonizadores entendieron el principio clave de la política monetaria: quien controla la moneda decide cómo se usan la mano de obra y los recursos.
Cuando los poderes coloniales retiraron sus banderas y ejércitos del sur, este sistema no desapareció. Simplemente cambió de forma. Hoy, la escasez artificial se mantiene obligando a la dependencia estructural del capital internacional, y obligando a la disciplina fiscal y monetaria. Todo esto garantiza que el capital tenga acceso a mano de obra y recursos baratos, y mantiene un flujo continuo de tributos del sur al norte.
Liberándose
Afortunadamente, hay una forma de terminar con esta dependencia de las finanzas y la inversión extranjeras. No hay nada que impida a un gobierno del sur usar todos sus poderes monetarios, dentro de los límites de su capacidad productiva de su economía. Pero para hacerlo tiene que liberarse del poder de los acreedores internacionales. Eso significa el incumplimiento de sus obligaciones de deuda externa (o al menos el incumplimiento con aquellos acreedores que les impidan usar el déficit de gasto). Esto puede sonar radical, pero en realidad no lo es. El incumplimiento unilateral ha sido usado muchas veces con éxito por los gobiernos en el pasado, y con resultados positivos. Es solo en la era neoliberal de hoy que esto parece tan herético como para resultar impensable.
Habría consecuencias, por supuesto. El incumplimiento puede hacer que sea más difícil pedir crédito en los mercados internacionales, al menos a corto plazo (probablemente en torno a un año). Y hacer enfadar a los acreedores internacionales probablemente cause la depreciación monetaria, que a su vez hace que las importaciones sean más caras –específicamente energía y alimentación, que suponen la mayor parte de las importaciones del sur–.
Pero aún así tendrían que hacerse preparativos para las consecuencias. La buena noticia es que estos tomarían la forma de las cuatro medidas clave que he señalado antes. Depender de la moneda nacional alivia instantáneamente la necesidad de crédito extranjero. Y trabajar hacia la autosuficiencia en energía y alimentación contribuye en gran medida a reducir la necesidad de importaciones. Se pueden usar aranceles y subsidios para desarrollar las industrias nacionales, substituyendo las importaciones y reduciendo aún más la dependencia respecto de las divisas y los acreedores. Los socios comerciales del norte estarán molestos, pero como el objetivo es depender menos de ellos, esto no debería importar tanto como ahora.
Adoptar este enfoque traería un beneficio añadido: reducir la presión inflacionaria. Como ha explicado Fadhel Kaboub, de la Universidad Denison, cuando se genera inflación en el sur global muy a menudo es ‘importada’ por las tasas de intercambio de divisas y los desequilibrios comerciales. El enfoque TMM al desarrollo ofrece por tanto una solución a la inflación (en lugar de crear un riesgo de inflación, como la gente supone a menudo) al reducir al dependencia de las divisas e importaciones. Para el caso de los bienes de importación que no pueden ser sustituidos, podemos reducir el comercio con los países del norte y optar en cambio por el comercio con socios del sur, donde los términos comerciales son más justos (‘desvincularse’, como señalaba el economista egipcio Samir Amir, del intercambio desigual con el norte).
También podemos imponer controles de capital para impedir que el dinero huya del país: reglas que obliguen a los inversores, compañías y gente rica a conseguir la aprobación, y pagar tasas, antes de mover sus beneficios o activos al extranjero. De esta forma el dinero –y las divisas– se quedan en el país y se pueden utilizar para la inversión y el comercio interno, lo que reduce aún más la dependencia del crédito externo. No hay nada realmente radical en esta política. Se usó ampliamente en la era pre-neoliberal. A los inversores extranjeros no les gusta, pero, de nuevo, habría que reducir la dependencia respecto a ellos, de manera que esto no importe tanto como podría hacerlo. Han perdido su poder de castigar.
Todo esto liberaría a los gobiernos del sur de las garras del poder neocolonial. Los pasos que he sugerido aquí equivalen a una especie de descolonización unilateral. En otras palabras, sacarse de encima el poder colonial. Ampliarían la soberanía económica y permitirían construir sociedades en torno al bienestar humano y la regeneración ecológica, en lugar de en torno a los intereses del capital internacional. Estas ideas no son nuevas. Fueron promovidas por Gandhi, Sankara, Franz Fanon, Julius Nyerere y otras figuras de la lucha anticolonial, quienes comprendieron que la soberanía económica y la autodependencia eran esenciales para una descolonización real.
Este enfoque nos ayuda a resolver el dilema del desarrollo. Pero también ayuda a hacer frente a la otra crisis central de nuestro tiempo: el colapso ecológico. La investigación en ecología industrial deja claro que el colapso ecológico global lo dirigen abrumadoramente los países ricos. El norte global es responsable del 92 por ciento de todo el exceso de emisiones de los límites planetarios. (Lo he calculado usando un método de ‘atribución-igualdad‘ que tiene en cuenta las emisiones históricas de carbono y vincula las emisiones al lugar en el que son consumidas). Han colonizado la atmósfera para su propio enriquecimiento.
Los países de altos ingresos son también responsables de la inmensa mayoría del exceso de uso de recursos, con un consumo per capita más de cuatro veces por encima del nivel sostenible –buena parte de los cuales son saqueados del sur global–.1
La investigación en el campo de la ecología económica ha dejado claro que si vamos a tener alguna oportunidad de mantener el calentamiento global por debajo de los 1,5 o 2º C y revertir el colapso ecológico, los países ricos tendrán que reducir su producción energética y material –en otras palabras, decrecer–.
Decrecimiento forzado
Como numerosos expertos han señalado, el decrecimiento en el norte conlleva una reducción del extractivismo y libera mano de obra y recursos del sur para otros fines. Pero los estudios en decrecimiento se enfrentan a un enigma. Sabemos que es posible que los países ricos reduzcan el uso de recursos y energía mientras mejoran las condiciones sociales; pero ¿por qué harían voluntariamente esta transición cuando se benefician tantísimo del status quo? Por supuesto, podríamos esperar que líderes de mente abierta diesen los pasos necesarios para alinear sus economías con los objetivos ecológicos, o que los movimientos sociales les obligarán finalmente a hacerlo. ¿Pero por qué tendríamos que esperar a que esto suceda?
El enfoque que he propuesto aquí –la descolonización unilateral– ayuda a resolver este problema. El sur tiene el poder de obligar al norte a decrecer, al rechazar ser usado como suministrador de mano de obra y materias primas baratas para el consumo del norte. Terminar con esta relación explotadora obligaría a los países del norte a pagar más por las importaciones de recursos y mano de obra del sur o a depender de sus propios recursos y mano de obra. Ambas opciones serían más caras, por lo que los países del norte tendrían que consumir menos (esto es, encontrar formas de cubrir las necesidades humanas con cantidades más modestas de producción), y la tasa de acumulación de capital disminuiría.
A medida que se despliega el siglo XXI, debemos luchar por un mundo en el que todos puedan vivir vidas sanas y dignas en equilibrio con los ecosistemas del planeta. Esto requiere uan convergencia radical en la economía global: el uso de recursos en el norte es necesario que disminuya drásticamente para volver a niveles sostenibles, mientras se deben recuperar recursos en el sur para cubrir necesidades humanas, convergiendo en un nivel que sea compatible con el bienestar humano universal y la estabilidad ecológica. Aprovechando los hallazgos de la TMM para facilitar la soberanía económica en el sur, podemos dar pasos reales hacia la consecución de este mundo. Todavía hay que conseguir la descolonización total, pero no está fuera de nuestro alcance.
Traducción de Carlos Valmaseda
Fuente: New Internationalist (https://newint.org/features/2021/08/09/money-ultimate-decolonizer-fjf)