El euro, veinte años después
Juan Francisco Martín Seco
A principios de año, casi todos los medios de comunicación han recordado que hace justamente dos décadas se creó el euro. Al mismo tiempo, los presidentes del Consejo y del Europarlamento y la presidenta de la Comisión han lanzado su discursito referente a este acontecimiento encomiando todas sus enormes virtudes y los muchos bienes que nos había traído. Para ser exactos, el euro se creó tres años antes, el 31 de diciembre de 1998, cuando se fijaron los tipos a los que quedaron ligadas de manera irrevocable las monedas de los distintos países y los de cada uno de ellos con la nueva moneda que se creaba. Había surgido en Europa la Unión Monetaria.
El día siguiente, 1 de enero de 1999, hizo su aparición el euro, solo que como moneda, digamos virtual, puesto que servía únicamente para las transacciones por escrito y a la que había que conformar todas las contabilidades. No obstante, como moneda física no surgió hasta el 1 de enero de 2002, simultaneándose con las monedas nacionales dos meses, hasta el 28 de febrero, fecha en la que estas dejaron de ser de curso legal.
Aun cuando en la mente de los ciudadanos lo que se mantiene con mayor fijeza es la aparición física del euro, unida a una serie de anécdotas que afectaron a cada uno en mayor o menor medida, los hechos realmente importantes fueron los de tres años antes, cuando, tal como se ha señalado, las monedas quedaron ligadas por cotizaciones irrevocables. Según dijo el entonces gobernador del Banco de España, Ángel Rojo, fijadas para toda la eternidad. Palabras que algunos, que siempre hemos pensado que todo tiene fin, recibimos con cierto escepticismo. Pasados veinte años de voluntarismo político y de propaganda, habrá muchos que piensen que Ángel Rojo tenía razón en eso de “para toda la eternidad”, y que la situación es irreversible.
Sin embargo, hay quienes seguimos pensando que cuando las realidades surgen contra toda lógica y llenas de contradicciones, el tiempo no las cura y, antes o después, tienen que desaparecer. Solo que, si tardan mucho tiempo en hacerlo, no se extinguen de forma suave, sino abrupta e incluso catastróficamente. La Unión Monetaria se constituye por puro voluntarismo político, pero en contra de la lógica económica. Los hechos así lo indicaban:
En primer lugar, la evolución histórica de las cotizaciones de las monedas que en el año 1999 se pretendían unir y las notables variaciones acaecidas a lo largo del tiempo. Cojamos por ejemplo como año base 1966, es decir, 33 años antes de que se produjese la unificación, y comparemos con su valor en esta fecha. Con respecto a la peseta, el marco alemán se había apreciado el 566%; el chelín austriaco, 520%; el franco francés, 207%; el franco belga, 342%; el florín neerlandés, 454%, etc. A su vez, la peseta se habría revalorizado frente al dracma griego un 395%; frente al escudo portugués, un 251%; frente a la lira italiana, un 12%, etc. Como es lógico, estos cambios pueden cruzarse de manera que nos den a conocer cómo se ha modificado la cotización entre dos monedas cualesquiera, por ejemplo, el marco alemán se había apreciado frente al dracma griego un 2.264%, y frente al escudo portugués un 1.451%, y con respecto a la lira italiana, un 636%.
Contemplando estas gigantescas variaciones en el valor de las monedas, costaba creerse que pudiesen mantenerse las cotizaciones fijas durante mucho tiempo después de la integración, al menos sin crear desajustes y desequilibrios de manera generalizada, y graves daños en la economía de algunos países.
En segundo lugar, el desenlace del Sistema Monetario Europeo, establecido como un criterio más de convergencia, pero al mismo tiempo como ensayo general de la Unión Monetaria a constituir y una prueba para que cada país pudiese experimentar lo que significaba mantener fijo el tipo de cambio. El ensayo terminó de la forma más desastrosa imaginable. Las turbulencias acaecidas en los mercados financieros al principio de la década de los noventa evidenciaron de forma muy clara las debilidades del sistema.
Muy pronto Gran Bretaña e Italia tuvieron que abandonar la disciplina de las bandas y dejar flotar sus monedas. España se vio obligada a devaluar cuatro veces, y al final se produjo una fuerte presión frente al franco, que ni siquiera la actuación conjunta de todos los bancos centrales pudo detener. La Unión Europea no tuvo más remedio que ampliar las bandas de fluctuación del +-2,5% al +-15% que era en la práctica dejar las monedas en libre flotación. El SME había muerto. Lo lógico es que este fracaso hubiese hecho dudar a los mandatarios europeos de la viabilidad del proyecto, pero no fue así.
En tercer lugar, la UE no constituía -y aún menos la constituye ahora- una zona monetaria óptima. Haciendo excepción de la integración comercial, no cumple ninguna de las condiciones que establece la teoría al respecto. Si bien el Tratado de Maastricht implanta la libre circulación de personas; ni siquiera legalmente se ha cumplido esta prescripción, ya que se han puesto múltiples impedimentos legales a la emigración entre las naciones. Además, en lo relativo a la movilidad laboral, lo legal es solo una condición necesaria pero no suficiente. Existen otros muchos obstáculos como el idioma, la cultura, el nacionalismo, incluso los recelos históricos, etc. Pero la principal condición y que está totalmente ausente en la Unión Europea es la de la integración fiscal y presupuestaria, que se precisa para compensar los desequilibrios que una unión monetaria produce.
A pesar de que estos tres hechos mostraban claramente cómo el proyecto contradecía la lógica económica, este siguió adelante –como es sabido-, ya que su realización obedecía a la voluntad política, y fueron razones de este tipo las que determinaron la decisión, y es este mismo voluntarismo político el que permite y origina que el euro cuente ya con más de veinte años de existencia.
Muchas son las voces que presentan estos veinte años como la mejor prueba de que la Unión Monetaria es posible. La crisis del 2008, que puso sobre el tablero las notables incoherencias y desequilibrios que se producían en la Eurozona, creó múltiples dudas sobre la viabilidad de la Unión y en algún momento pareció que iba a descarrilar. Pero, una vez superado el conflicto, muchos dan como un hecho incuestionable no solo su permanencia futura sino la conveniencia de su existencia. Se olvidan del coste que ha representado para algunos países superar la crisis y de que los contrasentidos e inestabilidades permanecen.
El mundo sindical y parte de la izquierda habían reconocido las lacras, carencias y fallos del sistema que veía la luz. Su asentimiento a la construcción (el sí crítico) se basó en la creencia más bien bobalicona de que con el tiempo se irían corrigiendo y se avanzaría en un proceso de integración que en aquel momento se reducía exclusivamente a la moneda. Entonces se establecía la Unión Monetaria y todo lo demás se nos daría por añadidura poco a poco. Hoy, dos décadas después, se puede comprobar hasta qué punto estaban equivocados estos biempensantes.
El único paso adelante realmente notable que ha dado la Eurozona es la política de compra de títulos instrumentada por el BCE, que ha sido la que ha salvado por el momento al euro y constituye de verdad la única mutualización de la deuda. Pero, por ese mismo motivo, puede ser en el futuro y con mayor razón si se consolida la inflación, objeto del ataque de los halcones. Al margen de esto, no ha habido apenas ningún avance que pueda considerarse tal.
Dese luego ha estado ausente cualquier progreso serio en lo referente a la unidad fiscal. El presupuesto ha continuado siendo ridículo. La Unión Europea tampoco cuenta con impuestos propios con capacidad recaudatoria y progresividad suficiente para realizar una política redistributiva entre las personas y entre los territorios y los Estados. Los fondos estructurales, los de cohesión y ahora los de recuperación pasan por ser mecanismos de solidaridad, pero son sucedáneos a todas luces insuficientes para compensar los desequilibrios que el mercado y la unión monetaria crean entre los Estados; por supuesto a gran distancia de la redistribución que se produciría con una unidad fiscal al estilo de la que se da en cualquier Estado, o incluso con la que se ha aplicado en la reunificación alemana. Tampoco se ha establecido una mínima armonización fiscal para que el capital no huya de unos Estados a otros, ni se ha creado un seguro de desempleo europeo.
La unidad bancaria ha quedado casi en su totalidad en el mundo de las ideas, puesto que el coste de las crisis continúa recayendo sobre los respectivos Estados y sus ciudadanos. Ni siquiera se ha establecido un fondo de garantía de depósitos a nivel europeo. Ni la Eurozona ni la Unión Europea cuentan con una política exterior y de defensa común. En España hemos podido constatar el enorme vacío que existe en la cooperación judicial entre los Estados, y que existen santuarios donde pueden refugiarse los perseguidos penalmente por otro país. Se ha comprobado fehacientemente la inutilidad de las órdenes de detención y entrega europeas.
Periódicamente se constata la impotencia de la Unión Europea para lograr una política común de migración, terreno donde cada Estado actúa por su cuenta y en ningún caso está dispuesto a colaborar con los demás. Por último, pero quizás lo más importante, se mantiene como el primer día el déficit democrático. La Unión Europea se ha cocinado al margen de los ciudadanos y las decisiones continúan estando en órganos no plenamente democráticos en los que los lobbies económicos tienen una gran fuerza. Se ha creado una superestructura burocrática muy bien pagada pero incapaz de resolver cualquier problema. Las cuestiones se eternizan y las múltiples comisiones pueden estar días y días discutiendo del sexo de los ángeles.
En España no falta quien nos diga que menos mal que estamos en Europa. Ante cualquier problema o dificultad nos reiteran eso de qué sería de España si estuviera fuera de la Unión Monetaria. Hay un juego tramposo en este discurso, porque suponen que si no perteneciésemos a la Eurozona los medios y las condiciones serían los mismos que ahora. Lo cual no es cierto, comenzando porque tendríamos nuestra propia moneda, un banco emisor del que ahora carecemos o al menos no controlamos, una deuda nominada en nuestra propia divisa, y seguramente con un montante muy inferior al actual porque los bancos extranjeros no hubiesen prestado nunca a los nacionales cantidades tan desorbitadas, si hubiese existido riesgo cambiario. Tampoco hubiese habido, por tanto, burbuja inmobiliaria, ni crisis bancaria, al menos de las mismas magnitudes. No es necesario seguir enumerando factores. Recuerdo ahora que al final de los gobiernos de la UCD el Reino de España gozaba de la triple A, lo que ahora no posee, aunque se financie gracias al BCE a tipos aún menores.
Este discurso de la Unión Monetaria benefactora nos trae a la memoria aquellas coplillas citadas por Juan de Iriarte, de antigua tradición:
El señor don Juan de Robles
Con caridad sin igual
Hizo este santo hospital
y primero hizo a los pobres.
Con la Unión Monetaria se nos aboca primero a una ratonera y se nos priva de los instrumentos necesarios para poder realizar una política económica correcta, y más tarde se la presenta como la salvadora de los conflictos que ella misma ha creado.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2022/01/13/el-euro-veinte-anos-despues/