Hegel y Sócrates
Arsenio Ginzo Fernández
I. Planteamiento del problema
La figura emblemática de Sócrates constituye un punto de referencia privilegiado en la historia. del pensamiento occidental, sobre la que se han escrito varios miles de páginas y que a pesar de todo sigue constituyendo un tema inagotable y abierto. Estamos ante el símbolo por antonomasia de la reflexión filosófica y desde esta perspectiva cabría considerarlo, como bien señala Fr. Wolff, como la figura del
«padre simbólico asesinado», como el «héroe fundador» de la saga de los filósofos, cuyo legado éstos han tratado de asumir y meditar a lo largo de veinticinco siglos, aun cuando fuera para detestarlo, tal como sucede en el caso de Nietzsche[1]. No sólo la historia de la conciencia filosófica sino la misma conciencia popular comparte esta valoración del gran pensador ateniense.
No obstante, junto con esta visión inequívoca de Sócrates como referente emblemático de la reflexión filosófica, está el hecho bien conocido de que el filósofo ateniense es a la vez una figura enigmática, a la que sólo con limitaciones nos podemos aproximar. Por ello puede afirmar con razón W.K.C.Guthrie que toda exposición de la filosofía socrática «debe comenzar admitiendo que existe, y existirá siempre, un ‘problema socrático’»[2] Por supuesto esto es válido sobre todo para los que vivimos después de Sócrates. Pero incluso los que le llegaron a tratar no podían menos de resaltar su atopía. Tal es el caso, por ejemplo, de Alcibíades en su conocida descripción de Sócrates en el Banquete. Afirma allí del maestro ateniense: «Pero como es este hombre, aquí presente, en originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre los antiguos»[3]. Ciertamente, este sentimiento no era algo privativo de Alcibíades.
Esta atopía, obviamente, se vuelve más apremiante para nosotros al conocer su pensamiento sólo a través de las conocidas mediaciones de Platón, Jenofonte, Aristóteles y Aristófanes. Por ello, tal como escribe H.- G. Gadamer, el intento de responder a la pregunta ¿quién es Sócrates? quizá represente «el cometido más difícil de la investigación histórico-filosófica, y a causa de esta dificultad constituye un problema absolutamente singular»[4]. A pesar de tantos conatos hermenéuticos realizados, los intérpretes de Sócrates, tienen que acabar aceptando con P. Friedländer que el nombre de Sócrates significa para nosotros una «letzte Unerkennbarkeit»[5], un último enigma sin descifrar.
Uno de los esfuerzos más profundos llevados a cabo para desvelar de alguna manera el sentido de la filosofía de Sócrates fue el de Hegel. Quisiéramos en estas páginas aproximarnos a su visión de la filosofía de Sócrates, pues, a pesar de las unilateralidades y de las violencias hermenéuticas de que adolece su interpretación, Hegel ha sabido iluminar con particular profundidad algunos aspectos fundamentales de la intervención socrática. Dentro del proceso de interiorización (Erinnerung) que es la historia de la filosofía, a modo de Memoria universal, Sócrates reviste una peculiar relevancia para Hegel. De acuerdo con el talante general de su historia de la filosofía, la visión hegeliana de Sócrates es algo más que un trasunto erudito, doxográfico. Estamos ante una confrontación filosófica que se apoya sin duda en un buen conocimiento de las fuentes, pero que va más allá de las mismas, tratando de desentrañar su significado profundo[6]. La historia de la filosofía tiene para Hegel un carácter filosófico, en cuanto desvelamiento progresivo de la verdad.
Aparte de las alusiones a Sócrates que aparecen a lo largo de toda la su obra, Hegel se ha ocupado con particular amplitud del filósofo ateniense en su Historia de la filosofía, en cuyo marco Sócrates protagoniza un giro decisivo en el desarrollo del espíritu. Pero también en la Filosofía de la historia Sócrates desempeña un papel importante debido a que el destino de Sócrates se presenta como inseparable del destino de Atenas, del destino de Grecia. Tanto Sócrates como la polis están sumidos en definitiva en el mismo proceso, aun cuando Sócrates haya sido una especie de adelantado a la hora de percibir el nuevo rumbo del llamado Espíritu del mundo. Esta última circunstancia va a conducir de acuerdo con la interpretación hegeliana al singular agón que Sócrates va a mantener con su ciudad y que en definitiva va a conducir al juicio y a la muerte del filósofo, un juicio y una muerte que para Hegel van a tener relevancia filosófica. A estas dos obras nos vamos a atener aquí fundamentalmente, aunque recurriendo dado el caso a otras como pueden ser la Filosofía del derecho o la Fenomenología del espíritu.
No vamos a analizar en estas páginas todos los aspectos de la concepción hegeliana de Sócrates, por relevantes que sean, como puede ser la relativa al método socrático, sino que para la finalidad del presente trabajo consideramos que es suficiente con centrarnos en una serie de puntos que por una especie de lógica interna conducen al desenlace final, a saber : Sócrates como individuo histórico-universal, Sócrates y el problema de la subjetividad, Sócrates y la moral, el principio de la subjetividad y la crisis de la eticidad griega, y por último el juicio y la muerte de Sócrates, desenlace sobre el que Hegel ha meditado con particular profundidad. Sin duda cabría referirse a una hegelianización de Sócrates de la misma manera que, en términos generales, cabría hablar de una hegelianización de Grecia[7], en la medida en que cada etapa del devenir filosófico es convertida en un momento de un proceso que conduce hacia la filosofía hegeliana. Ello estaría en sintonía con ciertas críticas que desde los estudios de H. Chemiss se vienen haciendo a la misma interpretación aristotélica de la filosofía griega. La historiografía hegeliana vendría a potenciar determinados aspectos de la historiografía aristotélica. No obstante, no deja de ser cierto que en ambos casos se redime el pasado de su olvido y de su irrelevancia y se le convierte en momento vivo de la historia, aun cuando ello implique tener que pagar el tributo de tener que ajustarse al horizonte de una determinada filosofía[8]. De una gran filosofía en este caso.
II. Hegel y Grecia
Antes de entrar directamente en la interpretación hegeliana de Sócrates, parece oportuno evocar brevemente la visión hegeliana de Grecia, como aquel marco en el que cobra sentido la filosofía socrática. En un conocido pasaje póstumo, Nietzsche describe la filosofía alemana como la forma más profunda de romanticismo y de nostalgia que haya existido nunca: la nostalgia del mundo griego. No cabe duda que tal diagnóstico afecta al menos a un pensador como Hegel, especialmente al joven Hegel. Sumido también él en el fenómeno de la llamada grecomanía según la que la Alemania moderna habría de articular una conexión directa con el mundo griego equiparable a la que la Italia del Renacimiento había establecido con el mundo romano, se trata de buscar una conexión particular con la Grecia clásica. Escritores y artistas como Goethe, Schiller o Hölderlin, entre otros muchos, se sumaron a este proceso.
Entre los filósofos, propiamente tales, es sobre todo Hegel quien se va a destacar por su fascinación por el mundo griego[9]. Sobresalió desde temprano en su excelente conocimiento de la cultura clásica, tanto por lo que se refería al conocimiento del idioma como al de los autores principales de la literatura y de la filosofía griegas. Sófocles sin duda pero también Platón y Aristóteles, Teócrito y Tucídides son objeto de un estudio apasionado por parte de Hegel.
Aun sin caer en las idealizaciones acríticas de algunos de sus contemporáneos, también el propio Hegel va a pagar su tributo al espíritu de la época en cuanto Grecia se le presenta como el paradigma de plenitud existencial, de una bella totalidad que habría de servir de referente y de contrapunto al mundo moderno. Las expectativas suscitadas sobre todo por los acontecimientos revolucionarios en Francia le permiten a Hegel durante un tiempo abrigar la esperanza de un renacimiento del espíritu de la polis en el mundo moderno. No obstante, un examen más riguroso de la realidad moderna le va a conducir a una conclusión imprevista: la imposibilidad de reducir el mundo moderno al mundo antiguo[10]. La sociedad moderna fundamentada en el principio de la subjetividad, la complejidad de la sociedad burguesa, son irreductibles a los supuestos de la cultura antigua.
Tal constatación no podrá menos de afectar a la consideración de Grecia como referente normativo para el mundo moderno, pero en cualquier caso el mundo griego va a conservar hasta el final una especial fascinación para Hegel. Tanto los cursos sobre historia de la filosofía como sobre filosofía de la historia dan testimonio fehaciente de este hecho. Al abordar a los griegos, Hegel no puede menos de tener la sensación de encontrarse en su «elemento». Convertido con el paso del tiempo en un conspicuo teórico de la Modernidad[11], el Hegel maduro se va a esforzar por aunar la conciencia de la superioridad del mundo moderno con una persistente admiración por los griegos.
En este sentido tanto en la Historia de la filosofía como en la Filosofía de la historia, al iniciar el tratamiento del mundo griego, Hegel da expresión a un mismo estado de ánimo: la sensación de encontrarse en casa, después de dejar atrás su incursión por el mundo oriental. Todavía en estos cursos de madurez asoma el sentimiento de nostalgia que caracterizó a la Alemania culta de su época[12]. Refiriéndose a Grecia, todavía ahora escribe Hegel: «Si estuviera permitido sentir nostalgia, entonces tendría por objeto tal país, tal estado»[13]. El hombre europeo ha recibido lo referente a su religión, a la concepción del más allá, de Oriente, pero lo en lo referente al aquí, a lo presente, a la ciencia y al arte, somos herederos de los griegos, bien directamente, bien por mediación de los romanos. Los griegos se presentan así como el fundamento del saber occidental. El mundo del pensamiento, del arte, de la política constituye una referencia constante para la Europa moderna. Grecia viene a suponer, a constituir la juventud del espíritu europeo. De ahí la carga simbólica que para Hegel tiene el hecho de que la historia de Grecia aparezca flanqueada por dos grandes figuras juveniles: Aquiles y Alejandro.
Grecia supone para Hegel un paso muy relevante en la toma de conciencia del espíritu, ocupando un lugar intermedio entre la llamada «sustancialidad oriental» y la subjetividad abstracta operante en el mundo moderno. Hegel ve situada a Grecia en un «bello punto intermedio» entre ambos polos. Frente al imperio de la desmesura de la sustancialidad oriental, el espíritu griego introduce la medida, la claridad, la meta, la limitación de las figuras, la reducción de lo incomensurable al carácter determinado de la individualidad. En Grecia se perfila así un horizonte propicio para la emergencia de grandes individualidades en el campo del arte, del pensamiento, de la política y de la virtud[14]. Ello implica a la vez la emergencia de la conciencia de la libertad: mientras que en el mundo oriental sólo uno sería libre, a saber, el déspota, en Grecia muchos se saben y son libres.
De una forma especial, Grecia se le presenta a Hegel como algo familiar en cuanto es cuna de la filosofía, pues precisamente la filosofía consiste en que el hombre se sienta cabe sí en su espíritu, en que éste no esté dominado por lo irracional, por poderes hostiles y extraños sino que el espíritu se descubra como fuente de verdad, no para configurarla arbitrariamente sino para que las leyes del mundo y del propio espíritu desvelen su esencia en esa fuente de luz que es el espíritu. Dejando a un lado ciertas peculiaridades de lenguaje, Hegel no hubiera tenido inconveniente en asumir la definición que Novalis ofrece de la filosofía: el anhelo de sentirse en casa por doquier[15]. Los griegos habrían realizado por primera vez modélicamente esta experiencia.
Hegel, como primer gran historiador de la filosofía, es el primero que estudia la filosofía griega como un conjunto y además la interpreta filosóficamente, tal como señala Heidegger. Estamos ante una historia de la filosofía que constituye «un proceso unitario y por ello necesario del espíritu hacia sí mismo»[16]. Se trata de una primera gran fase del devenir filosófico. Las muchas páginas que Hegel dedica a los griegos tienen un valor antológico por más violencias hermenéuticas que quepa señalar. Grecia y el mundo germánico son para él los dos grandes universos filosóficos que han existido en la historia. La segunda gran etapa pretende desarrollar las promesas de la primera desde una visión más profunda de la subjetividad, en definitiva desde una comprensión más profunda de la esencia del espíritu. Los distintos sistemas filosóficos han de ser concebidos como otras tantas etapas del Espíritu hacia sí mismo, de forma que su verdad parcial quede integrada en una visión más profunda y compleja. Es también desde este horizonte desde el que habrá de ser interpretado Sócrates y su significado en el desarrollo de la filosofía griega. Después de un siglo tan socrático como fue el siglo de la Ilustración, el siglo XIX va a conocer cuatro aproximaciones estelares al pensamiento del gran ateniense: la de Schleiermacher, la de Hegel, la de Kierkegaard y por último la de Nietzsche. Cada una de estas aproximaciones tiene unos rasgos acusados de acuerdo con el talante intelectual de cada intérprete. La de Hegel destaca sin duda por su particular profundidad, a pesar de sus violencias hermenéuticas. Su gran sensibilidad por los problemas históricos encuentra aquí un tema adecuado para llevar a cabo uno de sus análisis más brillantes.
III. Sócrates como individuo histórico-universal
Es conocida la admiración que Hegel sentía por Aristóteles: «si se tomara en serio la filosofía nada sería más pertinente que impartir lecciones sobre Aristóteles»[17]. Seguramente, con ningún otro filósofo se ha identificado tanto como con el Estagirita. Sócrates es considerado, no obstante, como la figura «más interesante» de la filosofía antigua, como una figura «sumamente importante» en la historia de la filosofía. Hegel comparte la opinión aceptada de que la vida de Sócrates constituye una personificación singular de su filosofía, una unión sin fisuras entre filosofía y existencia, en definitiva una gran existencia filosófica. Pero Hegel va a añadir algo más. Sócrates viene a constituir un individuo histórico-universal[18], en el sentido en que lo fueron personajes como Alejandro, Julio César, Lutero o Napoleón. Todos ellos dieron expresión a un momento peculiar de la historia universal. Sócrates también lo habría hecho, tanto respecto a la filosofía griega como a la historia de Grecia como tal, como fase de la historia universal. No se ha de olvidar que para Hegel la historia de la filosofía constituye el núcleo más íntimo de la historia universal.
La Filosofía de la historia reserva un lugar destacado para este tipo de individuos cuya relevancia trasciende con mucho sus circunstancias personales para pasar a expresar un momento nuevo de la historia universal. La filosofía de la historia de Hegel no es de talante individualista, que acentúe la relevancia de las genialidades individuales como tales. Nietzsche no es Nietzsche[19] ni tampoco Bertrand Russell. Si a pesar de todo concede una gran relevancia a los individuos que, como Sócrates, cabe considerar como individuos histórico-universales, es precisamente debido a la profunda inserción de tales individuos en la dinámica de la historia universal, en cuanto intérpretes cualificados de lo que Hegel denomina Espíritu del mundo.
En consonancia con ello, tales individuos excepcionales no se expresan tanto a sí mismos cuanto la verdad de una época histórica cuyo sentido está todavía latente y que debido a ello no ha podido ser aprehendido como tal por los demás individuos. En este sentido, Hegel no duda en denominar a tales individuos «héroes» de la historia universal porque ayudan a alumbrar una nueva etapa del Espíritu del
mundo. Y si ello es válido para cualquiera de esos individuos excepcionales, más lo es tratándose de una personalidad filosófica como Sócrates, pues ya se sabe que para Hegel la filosofía constituye la manifestación suprema del espíritu, la plenitud de su autoconciencia.
No es por tanto el estado actual de las cosas lo que constituye el punto de referencia de los individuos histórico-universales. Es más bien un nuevo mundo que forcejea para salir a la superficie de la conciencia común y que debido precisamente a su novedad entra en conflicto con el estado vigente de las cosas. De ahí que los héroes de la historia universal entren en conflicto con ese orden establecido y tengan que pagar a menudo con su vida o con su libertad el formular una nueva visión del mundo que entra. en conflicto con el mundo existente. Pero a pesar del alto precio que tengan que pagar para llevar a cabo su misión, el devenir histórico les depara el mayor de los triunfos: su causa, su nueva visión del mundo es la que termina imponiéndose en la marcha de la historia[20]. He ahí en última instancia la «redención» respecto a la «inmolación» frecuente de su existencia individual.
Ya se sabe que Hegel es un autor poco amante de veleidades románticas o utópicas. La verdadera grandeza de los individuos histórico-universales no consiste en sugerir alternativas más o menos fantasiosas respecto al mundo existente sino más bien en alumbrar aquellas formas de vida y de pensamiento que forcejean por salir a la superficie desde las entrañas mismas de la historia, dado que la marcha de esa historia habría ido madurando en su interior esa forma nueva de vida y pensamiento. Sin duda los planteamientos de Hegel tienen el peligro de convertir a los individuos –también a los histórico-universales– en una función del Espíritu universal, despojándolos de lo que hay de personal e irrepetible en cada uno de ellos, pero parece válido en todo caso su intento de vincular lo universal con lo particular. Asimismo parece demasiado expeditiva su descalificación de la utopía en cuanto alternativa al mundo realmente existente. Pero también en este caso Hegel tiene al menos el mérito de referir las construcciones utópicas al espíritu de la época en que surgen. Así la República platónica que pasa por ser el prototipo de un «ideal vacío» vendría a ser en definitiva la expresión de la eticidad griega. El propio Platón parece darle la razón si prestamos atención a un pasaje de la República como el siguiente:
«¿Bien; ¿no es un Estado griego el que fundas?
Necesariamente»[22].
Las utopías expresan también a su manera el espíritu de un período histórico, por más que en el sistema hegeliano no haya propiamente lugar para la utopía. Los individuos histórico-universales no se limitan a proponer algo meramente imaginado o supuesto sino algo que se presenta como necesario al espíritu, algo que está en las entrañas del presente y forcejea por salir a la luz. Los individuos histórico-universales se convierten así en portavoces del Espíritu del mundo[23]. He ahí su grandeza y a menudo también su tragedia al entrar en conflicto con el orden establecido. Todo este horizonte interpretativo está gravitando sobre la visión hegeliana de Sócrates. A lo largo de estas páginas iremos viendo cómo este esquema está actuante en su interpretación de la intervención socrática. Sócrates se presenta a los ojos de Hegel como un individuo histórico-universal tanto por lo que atañe a su incidencia en el destino de la eticidad griega como en el de la filosofía propiamente tal, que en definitiva viene a ser «el espíritu pensante en la historia universal»[24]. La especificidad de la intervención socrática consiste para Hegel en que a través de ella se opera un proceso fundamental de viraje del espíritu hacia sí mismo, constituyendo Sócrates un momento esencial en la toma de conciencia de sí por parte del espíritu. Vamos a intentar exponer este problema con algún detalle.
IV. Sócrates y el principio de la subjetividad
Un filósofo de la subjetividad como es Hegel tenía que sentirse particularmente fascinado por la «segunda navegación» protagonizada por Sócrates[25]. Se trata en definitiva de ese proceso de viraje del espíritu hacia sí mismo del que es expresión la filosofía de Sócrates. Este proceso encajaba perfectamente en los planteamientos de la filosofía del espíritu de Hegel. Parece oportuno recordar en primer lugar algunos aspectos de la concepción hegeliana dado que Hegel insiste en que el sentido de la intervención socrática ha de ser evaluado desde el horizonte de una filosofía posterior, al que remite, y sobre todo desde el horizonte de la última filosofía que supera y asume a la vez las filosofías anteriores. En este sentido, Hegel está convencido de que sería su filosofía, en definitiva, la que estaría en mejores condiciones de hacer justicia, de poder evaluar el sentido de la filosofía socrática. Tal tarea se vería facilitada por el hecho de que ambas filosofías tienen que ver directamente con la esencia del espíritu.
IV.l. Concepción hegeliana de la esencia del espíritu. Como es sabido, Hegel supone la culminación de la moderna metafísica de la subjetividad, al ir más allá no sólo de una subjetividad empírica sino también trascendental. En Hegel, prolongando la intuición inicial de Descartes, y yendo más allá de la filosofía trascendental de Kant y de Fichte, se postula una subjetividad absoluta, a saber, que lo Absoluto ha de ser concebido no sólo como Sustancia sino también como Sujeto[26]. Lo Absoluto, la Totalidad, ha de ser concebido como Sujeto en cuanto se muestra como un devenir – hacia – sí. La esencia de lo Absoluto es el Espíritu que tiene como meta su desarrollo, su autodespliegue hasta llegar a la conciencia de sí.
Tanto a nivel sistemático como a nivel histórico cabría observar la misma dinámica interna, a saber, aquélla que conduce desde lo más elemental e indeterminado hasta el despliegue de sus virtualidades y la consiguiente toma de conciencia de sí. Hegel no duda en afirmar que el mismo desarrollo que se produce en la historia de la filosofía también se realiza en la filosofía misma «sólo que liberada de aquella exterioridad histórica, puramente en el elemento del pensamiento»[27]. De ahí que el tercer libro de la Ciencia de la lógica esté dedicado a la llamada lógica subjetiva en la que tiene su cabida el análisis de la subjetividad[28] o bien el hecho de que la Enciclopedia concluya con un amplio fragmento del libro XII de la Metafísica de Aristóteles en la que se describe la vida divina como conocimiento de sí, como pensamiento del pensamiento: «Y la intelección que es por sí tiene por objeto lo que es más noble por si, y lo que es en más alto grado, lo que es en más alto grado»[29]. Hegel no puede menos de sentirse fascinado por este pasaje pues también para él la vida del Espíritu absoluto consiste en última instancia en conocerse a sí mismo. Sin duda el Dios hegeliano está profundamente condicionado por la experiencia cristiana de la Divinidad, pero desde esta nueva perspectiva sigue siendo válida para Hegel la concepción de la Divinidad como noesis noéseos.
Asimismo la dinámica de la historia de la filosofía trata de realizar en el tiempo esa meta a través de la que el espíritu se encamina a la adquisición de un conocimiento cada vez más profundo de sí mismo. De una forma especialmente enfática se manifiesta Hegel al concluir su recorrido por la historia de la filosofía: «Hasta aquí ha llegado el espíritu del mundo. La última filosofía es el resultado de todas las anteriores; nada se ha perdido, se han conservado todos los principios. Esta idea concreta es el resultado de los esfuerzos del espíritu a lo largo de 2500 años (Tales nació el 640 antes de Cristo), – de su trabajo más arduo, de hacerse objetivo a sí mismo, de conocerse a sí:
Tantae molis erat, se ipsam cognoscere mentem»[30].
La sustancia que es el espíritu, leemos en la Fenomenología, es el devenir para sí de lo que es en sí y sólo como este devenir reflexionante es en verdad el espíritu. Este es para Hegel «el movimiento que consiste en el conocer,- la transformación de aquel en sí en el para sí, de la Sustancia en el Sujeto, del objeto de la conciencia en objeto de la autoconciencia»[31]. El espíritu no es por tanto como debe ser en su estado de inmediatez, la filosofía hegeliana es todo lo contrario de una filosofía de la inmediatez. Exeundum este statu naturae reza una de sus tesis favoritas. Por el contrario el espíritu ha de ser concebido como el resultado de su trabajo, de su actividad. El espíritu ha de ir más allá de su inmediatez, ha de negarla y retornar de nuevo a sí mismo, no avanzando precisamente hacia lo indeterminado sino retomando a sí mismo. El círculo o mejor el círculo de círculos es el símbolo de la filosofía hegeliana.
Frente a la inmediatez, el camino del espíritu es el de la mediación, del trabajo, del rodeo, de la alienación, pero para terminar retomando a sí mismo. La alienación desempeña un papel fundamental en la actividad del espíritu. Pero esta alienación tiene como meta un tercer momento, el retomo más profundo a sí mismo, la interiorización de lo alcanzado, lo que a su vez se convierte en un nuevo punto de partida. Volver a formar lo ya formado, dice gráficamente Hegel en sus reflexiones sobre el proceso educativo.
En cuanto que la consumación de la actividad del espíritu consiste en «saber perfectamente lo que él es, su sustancia, este saber es su ir- en – sí, en el que abandona su ser ahí y confía su forma al recuerdo (Erinnerung)»[32]. La actividad del Espíritu se revela como un retomo a sí mismo a través de la mediación y tiene como meta una comprensión, un conocimiento cada vez más profundo de sí mismo. Pertenece a la esencia del espíritu alienarse y perderse para reencontrarse a sí mismo en un nivel más profundo. La conciencia natural realiza este maravillosos viaje (Er – fahrung), prefigurada en el mito de la caverna platónico, desde el no saber hasta la conciencia cultivada, hasta la autoconciencia. Es el viaje fascinante del espíritu hacia sí mismo: «El pensar es un avanzar hacia sí del espíritu»[33]. Esto es en última instancia lo que ya cabría advertir en la experiencia griega de la filosofía, y de una forma especial en la intervención socrática.
IV .2 Sócrates y la filosofía griega anterior. Ningún historiador de la filosofía afirmaría, y Hegel menos que nadie, que Sócrates aparece en su momento histórico como si de un hongo se tratara[34]. Se encuentra en una continuidad determinada con su época, por grande que sea el giro que imprime a la filosofía. La historiografía filosófica de Hegel difiere sin duda profundamente de la de Nietzsche o de la de Heidegger. El tratamiento de los presocráticos así lo demuestra fehacientemente. Para Nietzsche y Heidegger los primeros filósofos vienen a ser la expresión de una peculiar plenitud del pensamiento, que después se habría perdido. Para Hegel el comienzo es lo menos determinado y desarrollado. Constituye más bien lo más pobre y abstracto, y sólo mediante el desarrollo se alcanza una filosofía más satisfactoria. Se habría de evitar por tanto buscar detrás de las primeras filosofías más de lo que
contienen, confundiendo sus planteamientos con los de filosofías posteriores[35].
Dejando a un lado lo discutible de tal enfoque, consideramos en todo caso que el tratamiento hegeliano de los presocráticos constituye un hito en la historiografía filosófica, tanto por la amplitud y detalle de sus análisis como sobre todo por la penetración intelectual con que aborda toda esta etapa de la historia de la filosofía, comenzando por el propio Tales de Mileto. Los eleatas, Heráclito, Anaxágoras son objeto de lúcidos análisis.
Hegel se complace de delinear el progreso filosófico que va desde las primeras formulaciones de lo Absoluto, bajo una forma natural y sensible, hasta el Nous de Anaxágoras como causa ordenadora de todo. Un planteamiento que suscita la admiración e interés del joven Sócrates, según se relata en el Fedón: «Pero oyendo en cierta ocasión a uno que leía de un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la mente lo que lo ordena todo y es causa de todo, me sentí muy contento con esa causa y me pareció que de algún modo estaba bien el que la mente fuera la causa de todo, y consideré que, si eso es así, la mente ordenadora lo ordenaría y todo y dispondría cada cosa de la manera que fuera mejor»[36]. Es cierto, no obstante, que Anaxágoras termina decepcionando a Sócrates al considerar que no sabe sacar las debidas consecuencias de la primacía del Nous, y ello va a provocar, de acuerdo con el relato del Fedón, su segunda navegación.
IV.3 Sócrates y el principio de la subjetividad. Esa segunda navegación va a estar preparada, de forma inmediata, por la irrupción de los sofistas con quienes Hegel no duda en vincular estrechamente a Sócrates. En contraste con la primera fase de la filosofía griega, entramos ahora en el «principio de la subjetividad», por más que todavía no se logre aprehender este principio en toda su radicalidad[37]. Eso sólo tendrá lugar, en principio al menos, con el advenimiento del Cristianismo que concibe a la Divinidad como subjetividad infinita, y de una forma acorde se profundiza en la subjetividad humana. Deum et animam scire cupio, escribirá san Agustín, describiendo la nueva situación. A partir de experiencia cristiana y en conexión además con el fenómeno del derecho romano se pondrán las bases para la subjetividad moderna en contraste con el mundo antiguo[38]. Pero en todo caso ya con los sofistas se perfila ese principio de la subjetividad. Resulta significativo que al referirse a la intervención de los sofistas señale Hegel que «el principio del mundo moderno comienza en este período»[39].
Hay en Hegel una innegable actitud reivindicadora de los sofistas al tratar de resaltar su dimensión positiva, «científica». Es uno de los aspectos en los que Hegel rectifica las opiniones imperantes en la historiografía filosófica. Sin duda es cierto que los sofistas inician el giro filosófico en el que se va a situar Sócrates[40], y que en definitiva atisban ya el que va a ser el principio rector del mundo moderno. Ciertamente, el principio de la subjetividad, tal como es aprehendido por los sofistas, en el seno de la democracia ateniense, se muestra para Hegel todavía muy insatisfactorio pues la reflexión permanece a nivel del «hombre subjetivo», como medida de todas las cosas, quedando expedito el camino para la arbitrariedad de la subjetividad. Pero no por ello deja de ser cierto que los sofistas fueron los primeros en introducir la «reflexión subjetiva» y la doctrina de que cada uno debe obrar según la propia convicción[41]. De este modo no sólo se transformaba la eticidad tradicional sino también el enfoque de los primeros filósofos que ciertamente «habrían pensado» pero que no habrían llegado a «reflexionar sobre el pensamiento». Con los sofistas se inicia precisamente la reflexión subjetiva y Sócrates va a profundizar en la dinámica iniciada. Emprende su segunda navegación frente a los planteamientos de Anaxágoras, pero en algún sentido también cabría afirmar que la emprende respecto a los planteamientos de los sofistas.
Sócrates viene a constituir precisamente el punto fundamental del viraje del espíritu hacia sí mismo, dando rigor y profundidad al principio de la subjetividad atisbado por los sofistas. Si para estos últimos el «hombre subjetivo» había de ser considerado como la medida de todas las cosas, en Sócrates el principio de la subjetividad se abre a lo universal, a lo que tiene validez «en y para sí» y por tanto se sitúa por encima de los intereses e inclinaciones particulares. Una comprensión más profunda de la subjetividad ha de mostrarse compatible con los derechos de la universalidad, que está por encima de las apetencias individuales: «El principio de Sócrates es que el hombre tiene que hallar a partir de sí lo que es su determinación, lo que es su fin, el fin último del mundo, lo verdadero, lo que es en – y – para – sí, es que él debe alcanzar la verdad mediante sí mismo».[42] Lo verdadero tiene que mostrarse como tal a través del pensamiento, no para disolverse en la arbitrariedad de la subjetividad sino para mostrarse como tal a través del único órgano que el hombre tiene para percibirlo.
Especial complacencia experimenta Hegel a la hora de ponderar el mandamiento supremo contenido en la inscripción en el templo de Apolo en Delfos, que fascinó a Sócrates: «conócete a ti mismo». Hegel va más allá de la apropiación socrática del famoso lema, trata de trascender su limitado sentido primigenio y se esfuerza por interpretarlo desde la atalaya de su filosofía del espíritu, que, como queda indicado, tiene como meta última el conocimiento de sí, la autoconciencia. Desde esta perspectiva, Hegel se siente muy próximo a Sócrates, pues considera que el «conócete a ti mismo» constituye la ley suprema del espíritu, su mandato supremo. Sócrates no sólo se habría apropiado individualmente de este mandato sino que lo habría convertido en lema de Grecia[43]. Al hacerlo así, Sócrates estaba actuando precisamente como individuo histórico-universal que daba expresión a una nueva visión del mundo. Se produce un giro hacia la conciencia pensante pues en vez de seguir dirigiendo la atención hacia el dios délfico, ahora se nos invita a buscar la verdad en nuestro tribunal interior. Al hacerlo así, tendríamos a Sócrates como el héroe que protagoniza una conmoción en la historia del espíritu de acuerdo con la cual se pondría «en lugar del oráculo la propia autoconciencia del hombre»[44]. No es la particularidad de cada cual lo que aquí realmente interesa sino la naturaleza del espíritu como tal.
V. Sócrates y la moral
V.l La relevancia del problema moral en Sócrates. Cabría afirmar con F. M. Comford que lo que en realidad interesaba a Sócrates era «el conocimiento de sí mismo y el modo justo de vivir»[45]. Tal es también la perspectiva en la que se sitúa Hegel. Después de haber ponderado el significado histórico-universal del alumbramiento del principio de la subjetividad en Sócrates, señala que la filosofía socrática, es, más concretamente, de «carácter moral»[46] y que aparte del cumplimiento de sus deberes, la ocupación peculiar de Sócrates había consistido en filosofar en tomo a los problemas éticos con quien se le cruzara en el camino[47]. A este respecto, Sócrates ocupa para Hegel un lugar peculiar en aquella constelación de grandes naturalezas plásticas, de grandes individualidades que configuraban la atmósfera espiritual de la Atenas del siglo V antes de Cristo. El supremo individuo plástico de esta época sería Pericles como paradigma del hombre de Estado. En tomo a él, a modo de un círculo de estrellas, se encontraría una serie de grandes individualidades: Sófocles, Tucídides, Aristófanes, Sócrates…, desempeñando cada uno su propio rol. En este escenario privilegiado Sócrates aparece como la personificación de la conciencia moral, como el «Sócrates moral».
Con ello Hegel no hace más que aceptar el testimonio que de Sócrates nos trasmitieron tanto Platón y Jenofonte como Aristóteles. Tal como nos refiere el Critón, Sócrates consideraba que lo más importante no era el vivir sino el «vivir bien»[48]. De aquí que el «cuidado del alma» se haya convertido para Sócrates en el cometido fundamental para el hombre, según manifiesta el siguiente pasaje antológico de la Apología: «voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y a viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos: no sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos»[49]. Tal como señala T. Calvo, el moralismo socrático implica por un lado que el concepto de areté se moralice y que por otro la virtud experimente un proceso de interiorización, lo que va a conducir a Sócrates a la frecuente contraposición entre el cuerpo y el alma, apelando entonces al cuidado del alma como su parte racional[50].
Jenofonte, por su parte, abunda en esta visión del maestro. En los Recuerdos de Sócrates, el filósofo, metido ya en el trance del juicio, hace una especie de balance de su vida diciendo que «que no había hecho otra cosa que investigar lo justo y lo injusto, practicando la justicia y absteniéndose de la injusticia»[51]. Los escritos jenofónticos acerca de Sócrates están imbuidos de esta concepción del filósofo como el referente moral de Atenas. Aristóteles, por último, le destaca asimismo como pensador centrado en los problemas morales. Así lo hace en el primer libro de la Metafísica acerca del que Hegel no duda en escribir, al referirse a Aristóteles como fuente para el conocimiento de la filosofía griega: «Por lo que atañe a la filosofía griega no hay nada mejor que recurrir al primer libro de su Metafísica»[52]. Pues bien, escribe allí Aristóteles respecto a Sócrates: «Sócrates no se ocupaba de la naturaleza, y trataba sólo de cuestiones morales, y en ellas buscaba lo universal y tenía puesto su pensamiento, ante todo, en la definición»[53] .
Hegel asume este hecho como algo en lo que coinciden esas fuentes cualificadas, le concede toda su relevancia pero considera a la vez el problema con más rigor y profundidad de lo que era habitual en la literatura socrática, pues Hegel considera que se ha trivializado la figura de Sócrates en determinadas corrientes de su Rezeptionsgeschichte. Conectando con la circunstancia de que la moral se hizo un tema popular debido a la forma como la había abordado Sócrates, se habría derivado el hecho de que toda la «cháchara moral» de épocas posteriores, en particular la de la llamada filosofía popular (Popularphilosophie), habría declarado a Sócrates su santo patrono, con el pretexto de disimular así su vaciedad filosófica. Además, la muerte de Sócrates vendría a corroborar esa recepción sentimental y en definitiva trivial del sabio griego, algo que Hegel quiere rectificar con su profunda aproximación al sentido de la intervención socrática. Hegel tiene todavía muy próxima la voluntad divulgadora y popularizadora de la Ilustración. Confrontado con este problema, ya el joven Hegel expresó nítidamente su punto de vista: la filosofía ha de reconocer la posibilidad de que el pueblo se eleve hacia ella, pero ella no se ha de rebajar hasta el pueblo[54]. Tal es el principio hermenéutico que Hegel quiere aplicar a la recepción del legado socrático.
V .2 La eticidad griega y el principio moral. La interpretación hegeliana de la relevancia de Sócrates como pensador de la moral ha de ser comprendida a la luz de su distinción entre moralidad (Moralität) y eticidad (Sittlichkeit), dos expresiones, reconoce Hegel en la Filosofía del derecho, que habitualmente son consideradas como equivalentes pero que «aquí son tomadas en una acepción esencialmente distinta»[55]. Hegel en efecto juega con esta distinción a lo largo de su obra, especialmente en la Filosofía del derecho y en la Filosofía de la historia. La moralidad hace referencia a la toma de conciencia por parte del individuo de las normas y deberes y a su proceso de interiorización en el seno de esa conciencia. La eticidad hace referencia por el contrario a las normas en cuanto forman parte de las instituciones como son la familia, la sociedad civil y el Estado. Por muy importante que sea el momento referente a la moralidad, es, no obstante, en el marco de la eticidad donde el individuo alcanza el sentido superior de su existencia. Es en el seno de las instituciones donde la vida del individuo alcanza su verdadera dimensión.
Sin duda la eticidad ha de saber conciliar lo particular y lo universal, pero esta meta es el resultado de un largo proceso de maduración histórica. Propiamente sólo en el mundo moderno el hombre está en condiciones de alcanzar una armonización satisfactoria. Ello no era todavía el caso en la eticidad griega, la eticidad de la polis cuando tiene lugar la irrupción de Sócrates. Tal eticidad previa a la intervención de los sofistas y de Sócrates era todavía una eticidad ingenua e inmediata. Los atenienses anteriores a Sócrates eran sin duda éticos (sittliche) pero no morales (moralische). Sin duda, admite Hegel, esos atenienses se habrían comportado racionalmente pero «sin reflexión», sin tomar conciencia de que eran hombres excelentes. Frente a este estado de cosas «la moralidad une con ello la reflexión, el saber que también esto es el bien, no lo otro»[56].
La primera eticidad griega es inseparable de la primera comprensión de la subjetividad como tal. Por supuesto que se ha producido un gran avance respecto a la sustancialidad oriental, pero la comprensión de la subjetividad sigue siendo insatisfactoria, insuficientemente radical. Esto va a afectar tanto a la forma de concebir a los dioses como a los hombres. Por encima de los dioses impera el Destino como
referente impersonal y los hombres, por su parte, no toman sus decisiones a partir de sí mismos sino que consultan a los oráculos: «Tanto la subjetividad humana como la divina no toman todavía, en cuanto infinitas, la decisión absoluta a partir de sí mismas»[57].
Cabría entonces concluir que esta experiencia de la subjetividad se caracteriza a los ojos de Hegel por su carácter medial, en cuanto que por un lado ha dejado atrás la llamada sustancialidad oriental y por otra no ha tomado todavía plena conciencia de sí misma. Ese mismo carácter medial es lo que caracteriza también la experiencia política. Hegel la va a denominar «bella», precisamente por su carácter medial, y también inmediata debido a la ausencia de las mediaciones que impondrá el desarrollo posterior del espíritu. Sin duda la democracia griega constituye a los ojos de Hegel la forma más bella de la realización de la libertad política, pero constituye todavía una forma ingenua de realización de la misma, en la medida en que la subjetividad aparece aún en una «identidad inmediata» con la ley, con la voluntad del Estado, de forma que la subjetividad todavía no se ha aprehendido radicalmente a sí misma en su «derecho infinito»[58].
En esta identificación inmediata con la ley y con la voluntad del Estado, la eticidad griega nos mostraría una especie de voluntad sustancial pero no cabría hablar todavía de «buena voluntad» puesto que ésta ya se sitúa en un plano moral que supone que el individuo tome conciencia del deber al que habría de conformarse tanto la conducta de los individuos como la del Estado. La «buena voluntad» se sitúa así en el horizonte moral que implica todo un movimiento de interiorización y de toma de conciencia. Esta meta era algo a lo que se encaminaba indefectiblemente la evolución del espíritu griego, tanto por lo que se refiere a la nueva experiencia política generada desde la dinámica emprendida por la democracia ateniense como en lo relativo a la concomitante reflexión filosófica.
Sin duda la interpretación hegeliana puede presentarse como demasiado esquemática, sin descender a toda una serie de matizaciones que sería preciso hacer, pero pensamos que a pesar de todo ha sabido aprehender una dimensión profunda de la realidad histórica, cuando hace afirmaciones como la siguiente: «Podemos afirmar de los griegos en la primera y verdadera configuración de su libertad, que
ellos no tenían ninguna conciencia (Gewissen); en ellos imperaba la costumbre de vivir para la patria, sin una ulterior reflexión»[59]. Hegel tiene así expedito el camino para afrrmar que el espíritu griego no podía permanecer largo tiempo en ese estado de identificación inmediata con las leyes imperantes. Esto generaba sin duda el espectáculo, único en su género, de la «belleza» de la experiencia política griega, pero, añade Hegel, la «belleza no es todavía la verdad». La auténtica patria del espíritu es la verdad.
Es Sócrates quien va a dar una particular profundidad al espíritu griego al convertir a la moral en el tema privilegiado de su reflexión, aunque tampoco aquí quepa afirmar que Sócrates haya brotado en Atenas como un hongo. Tanto la experiencia del individualismo emergente en el seno de la democracia ateniense como la inflexión de los sofistas inciden en el giro socrático. Sócrates ha podido ser considerado con razón como una especie de «fanático de la ciudad» que no vacilaba en afirmar: «el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad»[60]. Algo similar cabría afirmar ya de los sofistas, los primeros en introducir la reflexión subjetiva y la doctrina de que cada uno debe obrar de acuerdo con su propia convicción.
Cabe observar que Hegel evita de nuevo mostrarse descalificador del movimiento sofista por no haber llevado a cabo la reflexión sobre el bien al nivel al que lo conduce Sócrates. A este respecto señala que a los sofistas no se les ha de imputar como delito el que no hayan llegado a convertir el bien en principio. Ello sería imputable más bien a la «desorientación» de la época antes de la intervención socrática: «El que el bien es fin en sí, es el descubrimiento de Sócrates en la formación, en la conciencia del hombre; no es por tanto un delito que otros no lo hubieran realizado antes, cada descubrimiento tiene momento»[61].
Sin duda tal afirmación puede valer como principio general, pero con ello no quedan justificados sin más los planteamientos oportunistas de los sofistas. Al menos el de determinados sofistas que conocían bien los nuevos planteamientos socráticos. Sin duda la interpretación de Hegel es lúcida pero parcial. Pero dejando ahora esta cuestión a un lado, centrémonos de nuevo en la figura de Sócrates. Tanto en el problema de la subjetividad como en el de la moral, Sócrates se presenta como prolongación de una problemática que comenzaba a estar en el ambiente y a la vez protagoniza un giro decisivo en tales planteamientos. Para Hegel con Sócrates habría llegado el momento de una nueva toma de conciencia sobre la naturaleza del espíritu. Los griegos anteriores sabían bien lo que era ético (sittlich), pero que el hombre habría de buscar esto «en sí mismo» y encontrarlo «a partir de sí» eso habría de constituir la misión histórica de Sócrates el desvelarlo[62].
De esta forma lo que antes se presentaba como una referencia independiente de la conciencia, ahora se desplaza hacia la «conciencia». En el espíritu general del pueblo griego se incoa el giro desde la eticidad (Sittlichkeit) a la moralidad (Moralität). Es Sócrates quien da expresión a esa nueva toma de conciencia, distanciándose no sólo de la eticidad tradicional sino también del particularismo de los sofistas. Mediante este viraje, el espíritu griego habría entrado en su momento de máximo esplendor, pues convierte en objeto de una conciencia viva lo que previamente se limitaba a tener una existencia externa a la conciencia. Esto sería cierto tratándose sobre todo de los principios. De hecho Hegel titula el apartado dedicado a la moral socrática: «Principio del bien». Sin duda el principio socrático supone un avance respecto al Nous de Anaxágoras. No obstante, Sócrates todavía no habría desarrollado debidamente su principio. El principio socrático es en sí un principio concreto pero que todavía no habría sido desarrollado en su determinación concreta. Aquí residiría a juicio de Hegel la limitación del principio socrático, en su «planteamiento abstracto»[63].
Hegel va a insistir en que las implicaciones del giro iniciado por Sócrates sólo van a poder ser desarrolladas en el curso posterior de la historia y en que sólo desde ese nivel posterior de la conciencia se podrá hacer la debida justicia a Sócrates y a Atenas, desde el horizonte de una nueva eticidad. Cabría recordar aquí cómo en la Filosofla del derecho el derecho formal y la moralidad son concebidos como «abstracciones» que sólo encuentran su verdad, su concreción en el marco de la eticidad. De ahí la crítica de Hegel al iusnaturalismo y al subjetivismo moral de Kant, a quien por cierto no duda en situar en la estela de Sócrates.
Propiamente, sólo la eticidad moderna estaría en condiciones de integrar los derechos de la libertad subjetiva y los de la universalidad. De ahí la forma enfática como Hegel describe el principio del Estado moderno en contraposición con el Estado antiguo: «El principio de los Estados modernos posee esta fuerza y profundidad ingentes de permitir llevar el principio de la subjetividad al extremo autónomo de la particularidad personal y al mismo tiempo de retrotraerlo a la unidad sustancial y de este modo mantener a ésta en el mismo»[64]. Hegel quiere contraponer de este modo el principio del Estado moderno con el del antiguo, que a su juicio se va a ir a pique al no poder integrar el nuevo principio alumbrado por Sócrates. Vamos a examinar un poco este aspecto.
VI. El principio de la subjetividad y la desintegración de la eticidad griega
Tal como queda apuntado, Hegel señala que la eticidad griega no podía permanecer largo tiempo en su estado de inmediatez y de «belleza». Por ello Sócrates va a asistir a un período de convulsiones de la vida griega. Cabría referirse a esta época como a un período de transición. Nos moveríamos, tal como señala G. Figal, entre el «ya no» y el «todavía no», en un momento de inquietud espiritual en el que confluyen las dudas respecto a la tradición con el esfuerzo de encontrar una nueva orientación en el pensamiento[65]. Se trata de un momento, indica Hegel, en el que el espíritu se encuentra dividido en sí mismo. Hegel quiere mostrar en toda su radicalidad la ambivalencia de la intervención socrática. Esta supone mi paso muy importante hacia una etapa superior del espíritu pero a la vez se presenta como desestabilizadora de la eticidad griega.
Ciertamente, el proceso disolvente del mundo griego en la época de Sócrates es un fenómeno complejo y Hegel, a pesar de sus simplificaciones, no lo ignora. La desintegración de Grecia se manifiesta primeramente en el plano político, bien se trate de las guerras de los distintos Estados entre sí, tal como ocurre en la decisiva guerra del Peloponeso, o bien se trate de luchas entre facciones en el seno del mismo Estado, tal como ocurre en Atenas. La división entre sí de los distintos Estados y la concentración humana en las ciudades, con sus peculiares exigencias, habrían impedido a la eticidad griega avanzar hacia la constitución de un Estado común[66].
Habría, no obstante, una segunda forma de disolución, más profunda que la primera, en la medida en que está protagonizada por el pensamiento como tal. Se trata del principio introducido por Sócrates, el principio de la interioridad, del pensamiento libre. La guerra del Peloponeso fue decisiva para la disolución del mundo griego. Lo que aquí tuvo lugar a nivel político habría ocurrido a nivel del pensamiento en la intervención socrática. Sócrates desempeña así un papel paradójico que Hegel se complace en resaltar: «Puede parecer un destino paradójico del hombre que el punto de vista superior de la verdad subjetiva le prive de la posibilidad de lo que a menudo es concebido como la libertad de un pueblo»[67].
La situación consistiría para Hegel en que aquel momento de transición, en que se encontraba el espíritu griego, todavía no estaba éste en condiciones de asumir el principio de la reflexión subjetiva y en este sentido el nuevo principio fue considerado inevitablemente como hostil y desintegrador de la eticidad griega. En el horizonte del mundo antiguo la individualidad particular sólo pudo haber surgido en Grecia frente a la sustancialidad oriental, pero tal situación desbordaba las posibilidades de asimilación del espíritu griego. La eticidad griega había supuesto sin duda un gran progreso sobre esta sustancialidad pero era todavía una eticidad limitada, de carácter medial. De ahí que el principio de la subjetividad individual propugnado por Sócrates, por más que anunciara una libertad superior del espíritu, incidiera sobre la eticidad griega a modo de principio disolvente. El principio superior aparece en este momento como desestabilizador porque todavía no se mostraba acorde con la vida sustancial del pueblo ateniense, a pesar del período de transición en que se encontraba sumida, y en este sentido la intervención socrática no podía menos de mostrarse todavía como un «principio heterogéneo»[68], como revolucionario y corruptor de las costumbres. Esta vendría a ser en definitiva una especie de ley general de la evolución del espíritu : la forma nueva y superior se enfrenta al orden establecido, en el momento de su emergencia, y en este sentido se presenta como un principio disolvente y corruptor.
Lo que era cuestionamiento de la existencia griega en su presentación espontánea e inmediata, podía aparecer fácilmente como un cuestionamiento sin más. Así la «bella» religión de los griegos se veía amenazada ahora por la presencia del pensamiento y de la universalidad interna. Algo análogo ocurre con las leyes y la constitución del Estado en su configuración inmediata. La propia democracia ya llevaba aparejada en esta configuración una especie de conflicto o de tensión aporética que la conduciría por un lado a llevar al límite la afirmación de la subjetividad mientras que por otro debería ser el pueblo quien detentara el poder. A juicio de Hegel sólo en el caso de Pericles se logra que constituya una afirmación extrema de la subjetividad y que al mismo tiempo impere en ella el pueblo[69]. Más tarde el Estado caería víctima de los individuos particulares de la misma manera que éstos lo serían del Estado.
Por el contrario la visión estilizada que Hegel se forma de Sócrates se presentaba menos idónea para reflejar ese difícil equilibrio. Sócrates, como sabemos, aparece primordialmente como el protagonista cualificado del nuevo principio de la subjetividad. Ese principio supone una ruptura con la visión del mundo anterior. En esa etapa no cabría hablar sino de un único mundo objetivo que se impondría como
tal en su inmediatez. Ahora por el contrario se configura frente a él un mundo interior que toma sus «distancias» frente al mundo circundante. Este mundo cabe concebirlo ahora como el mundo «externo» al que cabe oponer el nuevo horizonte de la interioridad. Se habría pasado así de la simplicidad de un mundo incuestionado a una contraposición o desdoblamiento de acuerdo con el cual se puede problematizar y cuestionar el primer mundo, el mundo externo circundante. Aparece así la posibilidad de un distanciamiento crítico allí donde antes sólo cabría hablar de identificación inmediata.
Desde el horizonte de la nueva visión del principio de la subjetividad, el hombre encuentra a partir de ahora una posibilidad inédita de satisfacción, la que puede proporcionar su instalación en un mundo ideal, desvinculándose de las coordenadas del Estado y de las leyes imperantes. Hegel ve emerger aquí la existencia de un nuevo tribunal, un tribunal interior que con su capacidad de distanciamiento crítico se puede enfrentar al mundo externo[70]. Es precisamente este nuevo tribunal la última instancia ante la que habría que dirimir lo que tiene validez y consistencia: «En la medida en que el hombre encuentra su tribunal en el seno de su interioridad ocurrió que a partir de ahora los individuos se reafirmaron interiormente, pudieron encontrar su satisfacción de un modo ideal»[71], sin sentirse por ello vinculados al Estado. Un caso bien significativo a este respecto lo proporcionaría Platón, aquel pensador que aprehendería el principio de Sócrates en «su verdad»[72]. La República platónica, por más que no puede evadirse del horizonte de la política griega, ya no es una meditación sobre la Atenas histórica sino que inicia la larga serie de reflexiones acerca del Estado óptimo.
Hegel no cuestiona, por supuesto, que Sócrates cumpliera rigurosamente con sus deberes como ciudadano pero matiza que su «verdadera patria» no la constituían ni el Estado ni la religión existentes sino más bien el mundo del pensamiento. En la medida en que habría asignado al tribunal de la convicción, de la reflexión personal la competencia para inducir a los hombres a la acción, habría entronizado al sujeto como depositario del criterio decisivo «respecto a la patria y a la costumbre y por consiguiente se habría convertido a sí mismo en oráculo en el sentido griego del término»[73]. Sin duda que el alumbramiento de la subjetividad suponía para Sócrates haber encontrado un nuevo tribunal desde el que juzgar tanto los asuntos individuales como los relativos a la existencia colectiva, y el haber encontrado una nueva patria en la que poder habitar, una patria fascinante que conllevaba entre otras cosas la posibilidad de refugiarse en un exilio interior.
Todo esto nos parece de enorme trascendencia en la historia del espíritu humano, más concretamente en la historia de Grecia, pero a la vez nos parece cierto que Sócrates se esforzó más de que apunta Hegel por establecer un nuevo pacto con la polis, a partir precisamente de la nueva experiencia de la subjetividad, que en efecto suponía la superación de la primera eticidad griega[74]. Hegel acepta sin duda que el nuevo principio no sólo tiene virtualidades disolventes respecto a la eticidad griega sino que apunta a una nueva «reconciliación», aunque ésta sólo seria posible en un estadio superior del espíritu. Cabría asumir este planteamiento en líneas generales pero aceptando también que el propio Sócrates ya fue más lejos en esta conciliación de lo que Hegel sugiere [75]. En el esquema hegeliano interesaba sobre todo resaltar la potencialidad disolvente de la intervención socrática, algo que sin duda constituye un aspecto muy importante del problema, aun cuando éste nos parezca más complejo.
VII. Valoración de la visión aristofánica de Sócrates
El que la intervención socrática en pro del principio de la subjetividad haya supuesto la disolución de la eticidad tradicional griega va a implicar para Hegel la colisión inevitable entre Sócrates y la ciudad. En este horizonte se va a situar por una especie de necesidad interna la coronación de la vida de Sócrates con su proceso y condena a muerte. El tratamiento de este desencuentro final constituye, también para Hegel, el momento culminante de su aproximación al sentido de la filosofía socrática. Hegel va a analizar con especial profundidad este desenlace, y más allá de las mezquindades y torpezas que se dieron cita en esta colisión, le va a conceder una dignidad filosófica como culminación del agón socrático con su ciudad. Una especie de «preludio» de este juicio contra Sócrates lo va a constituir la crítica mordaz de que Aristófanes hace objeto a Sócrates y que Hegel, también en este caso, se esfuerza por aprehender en su sentido profundo.
En efecto, por distorsionada que sea su visión de Sócrates, Aristófanes, sobre todo a través de su pieza las Nubes, constituye uno de los grandes referentes para el conocimiento de la filosofía socrática. De una forma especial lo es a la hora de analizar el desenlace de la vida de Sócrates. Como recuerda A. Tovar, los poetas cómicos constituyen la fuente más antigua e inmediata para el conocimiento de la filosofía socrática, a la que no cabe negar su valor como fuente, pues «los rasgos deformados siguen siendo los reales de la persona caricaturizada»[76]. La obra de referencia a este respecto son las Nubes. Estrenada el año 423 cuando la guerra del Peloponeso ya duraba ocho años, Aristófanes muestra su profunda preocupación ante el proceso de disolución y deterioro de las grandes referencias tradicionales en la vida ateniense y de los que hacía responsable al movimiento filosófico. Encontraba particularmente detestable un nuevo y pernicioso modelo educativo que minaba el sistema tradicional de valores, aceptados sin discusión hasta entonces[77]. Sócrates fue el personaje escogido como responsable cualificado de todos aquellos males que inquietaban a Aristófanes. Se trataba del representante más conocido del movimiento filosófico. Ateniense de nacimiento y de vocación, todo el mundo le conocía en el teatro y en este sentido se presentaba como el personaje idóneo para los propósitos de Aristófanes.
Como queda indicado, las Nubes suponen para Hegel el «preludio» de la condena de Sócrates. Recordemos brevemente algún pasaje de la obra que apunta en el sentido de la acusación final. Sócrates aparece tanto dedicado a peregrinas especulaciones en tomo a la filosofía de la naturaleza como a modo de representante del movimiento sofista. He aquí la forma gráfica como el protagonista Estrepsíades, un anciano campesino, describe el «Pensadero» donde residen Sócrates y sus discípulos: «Esto es el Pensadero de los espíritus geniales, allí dentro habitan hombres que discursean sobre el cielo y te persuaden de que es un horno que está todo alrededor nuestro y de que nosotros somos los carbones. A quien pague por ello, estos hombres le enseñan a triunfar en cualquier pleito, sea justo o injusto»[78]. Se rechazan los dioses de Grecia y se los sustituye por el aparato conceptual de la filosofía natural. Así vemos proclamar a Sócrates: «¡Qué es eso de jurar por los dioses! Para empezar, los dioses no son moneda de curso legal entre nosotros»[79]. Son por el contrario las Nubes las que se presentan como «nuestras divinidades»[80].
Sobre todo es la educación socrática la que es objeto de escarnio. Estrepsíades entrega a Sócrates a su irresponsable hijo Fidípides, con vistas a someterlo a las bondades de la nueva educación. El resultado es catastrófico. Muerto de espanto ante los derroteros de su hijo por influjo de la educación socrática, Estrepsíades tiene que escuchar consideraciones como la siguiente: «yo me trato con sentencias, argumentos e inquietudes de lo más sutil, creo que podré demostraros que es justo que el hijo castigue al padre»[81].
No se trataba de meros planteamientos hipotéticos. El imaginario discípulo de Sócrates termina golpeando a su padre. Desengañado de la aventura socrática de su hijo, Estrepsíades no puede menos de declarar al final: «¡Ay de mí, qué delirio! ¡Qué loco estaba cuando volví la espalda a los dioses a causa de Sócrates!» y dirigiéndose a la estatua de Hermes, implora: «pero, oh Hermes querido, no te enfades conmigo, no me destruyas, perdóname: la palabrería me hizo perder la cabeza!». Y con talante premonitorio le pide consejo: «¿debo llevarlos a juicio o a ti qué te parece?»… [82]. El juicio formal no se realiza de momento pero la sátira tuvo consecuencias nefastas para la imagen del filósofo. El propio Sócrates se va a referir en la Apología a la imagen propalada por Aristófanes acerca de su persona. Al abordar la cuestión de las tergiversaciones de que habría sido víctima en determinados círculos, observa Sócrates: «también en la comedia de Aristófanes veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco»[83]. Sócrates puede quejarse con razón de su imagen distorsionada.
Los historiadores de la filosofía suelen señalar que el error de Aristófanes consistió en confundir la venerable figura de Sócrates con los sofistas y demagogos carentes de escrúpulos[84]. En buena medida ello es así. También Hegel cree que la visión aristofánica es unilateral, pero considera, a pesar de todo, que expresa una dimensión profunda de la intervención socrática y que por ello Aristófanes ha de ser considerado como un testigo esencial a la hora de interpretar al filósofo ateniense. En aquella constelación de grandes individualidades que giraban en torno a Pericles, junto al «moral» Sócrates desempeñaría también una función esencial un comediógrafo como Aristófanes que se erigía en portavoz cualificado de la eticidad tradicional de los griegos[85]. Aristófanes es para Hegel una de las estrellas que expresa una dimensión profunda del espíritu ateniense en la crisis en que estaba sumido.
Al margen de los sofistas y demagogos, Sócrates, en su condición de representante paradigmático del nuevo principio de la subjetividad, hace que las leyes y la eticidad vigente queden en entredicho, se vuelvan vacilantes en su inmediatez, al ser sometidas al análisis del tribunal interior. La eticidad griega se tambalea y las Nubes quieren expresar, aunque sea a través de la caricatura y de la distorsión, esta dimensión de la intervención socrática. Así como hay en Hegel una reivindicación del movimiento sofista, también lo hay de la visión aristofánica de Sócrates, frente a las descalificaciones de que era objeto.
Aristófanes no es para Hegel ningún autor satírico o burlón insustancial, frívolo. A través de todas sus obras se echaría de ver que era un patriota profundo, un ciudadano ateniense noble, excelente. Cabría advertir en él, entre otras cosas, a un patriota que con toda seriedad se atreve a aconsejar la paz aunque ello estaba castigado entonces con la pena de muerte. Hegel no cree que Aristófanes deje estas cualidades a un lado cuando en las Nubes convierte en objeto de su sátira mordaz a un personaje como Sócrates, tan «moral» y «honesto», debido a que a través de su comedia daría expresión a un aspecto esencia de la intervención socrática. Aristófanes no se limita a frivolizar sobre Sócrates con una crítica ligera y desenfadada. Para Hegel esto equivaldría a una visión superficial de Aristófanes y por ello de nuevo nos invita a una lectura más profunda. Una buena sátira sería aquella que sabe aprehender, que sabe individualizar algo sustancial en el personaje satirizado. Tal sería, a juicio de Hegel, lo que ocurre con la crítica de Aristófanes a Sócrates. Frente a una visión banal de la crítica aristofánica, escribe Hegel: «Sólo que esto posee un sentido más profundo; hay una profunda seriedad en sus chanzas. El no quiso meramente burlarse; burlarse de lo que es venerable es frívolo y trivial. Una chanza miserable es aquella que no es sustancial, que no se basa en contradicciones que se encuentran en la cosa misma»[86].
Aristófanes no es para Hegel un crítico insustancial de Sócrates dado que con el lenguaje peculiar de la comedia sabe expresar una dimensión esencial de la filosofía socrática y de su colisión con Atenas. Sin duda Aristófanes se ha complacido en llevar al límite su visión satírica de Sócrates, suscitando la hilaridad general, pero no por ello su sátira dejaría de tener fundamento en la cosa misma, no por ello dejaría de tener una dimensión sustancial. Sócrates con su principio de la subjetividad no sólo generaba inseguridad y vacilación en la eticidad griega sino que el nuevo principio aparecía parcial, carente de aquella determinación y concreción que sólo con el paso del tiempo será capaz de conseguir en el horizonte de una nueva eticidad. De ahí que la colisión se presentara como inevitable.
De nuevo ante este problema nos vemos precisados a reconocer la profundidad de la interpretación hegeliana y de la pertinencia de varias de sus apreciaciones aunque ello ocurra al precio de pagar el tributo de innegables violencias hermenéuticas, al quedar la figura de Sócrates demasiado simplificada, excesivamente asimilada al movimiento sofista.
VIII. El juicio de Sócrates
Aun cuando Hermes desaconseja a Estrepsíades que acuse y lleve a juicio a Sócrates y a sus discípulos, no cabe duda que las Nubes constituyen un peculiar juicio contra el filósofo ateniense. La denuncia formal, no obstante, iba a tardar todavía bastantes años en producirse. Como es sabido, ésta se presenta finalmente a través de Meleto, apoyado por Anito, en el año 399, fecha que desde entonces figura por derecho propio en los anales de la historia de la filosofía. He aquí el texto de la acusación, tal como nos lo trasmite Jenofonte:
«Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a lajuventud»[87]. Se solicita la pena de muerte.
El estado de confrontación de Sócrates con la ciudad va a entrar así en su fase culminante, después de un prolongado proceso de gestación. Como se puede apreciar, la acusación de Meleto está en sintonía con lo ya denunciado en las Nubes. Por otro lado se ha de recordar que la amnistía decretada al restaurarse la democracia, después de la caída de los Treinta, impedía condenar a nadie por motivos específicamente políticos. No era difícil, sin embargo, descubrir la dimensión política de los problemas religiosos y educativos. Además, la situación política como tal no podía dejar de incidir, como contrafondo, en el juicio de Sócrates. Toda la enorme crisis que supuso la guerra del Peloponeso iba a gravitar sobre el destino de Sócrates. A la vez la actuación de señalados políticos como Alcibíades y Critias, antiguos discípulos de Sócrates, también iba a redundar negativamente en la imagen del filósofo.
Hegel va a abordar este momento culminante a la luz de la visión de Sócrates que venimos perfilando. De una forma acorde con su enfoque filosófico, señala Hegel que Sócrates con su peculiar actuación había entrado en relación no sólo con una multitud de atenienses sino con el conjunto del pueblo ateniense o, mejor dicho, con el «espíritu» del pueblo ateniense que implicaba toda una forma determinada de eticidad. Frente a esta eticidad imperante, Sócrates habría remitido a su nuevo tribunal, la interioridad de la conciencia, como instancia desde la que se habría de decidir lo que se ha de considerar como verdadero. De este modo, Sócrates entraba en colisión con lo que el pueblo ateniense estimaba recto y verdadero y en este sentido estima Hegel que Sócrates fue acusado «con razón»[88]. Es más, el pueblo ateniense ante la quiebra de su eticidad no sólo estaría «legitimado» para reaccionar contra Sócrates de acuerdo con las leyes sino que cabría decir que estaba «obligado» a hacerlo, al presentársele como un delito el principio introducido por Sócrates. En última instancia tal sería, como queda apuntado, el destino de los héroes a causa de su intervención en el despliegue de la historia universal, al entrar en conflicto con el orden establecido.
Como es sabido, en una primera votación el tribunal se pronunció sobre la culpabilidad de Sócrates respecto a la acusación presentada por Meleto. 281 votos fueron condenatorios mientras que 220 eran absolutorios. Después de la defensa llevada a cabo por Sócrates y en la que éste se niega a aceptarse como culpable, escogiendo por ejemplo la pena del exilio, tiene lugar la segunda votación, la que condena a muerte al filósofo. De los 220 miembros del tribunal que en la primera votación habían optado por la absolución, ahora 79 van a votar a favor de la pena de muerte. La suerte de Sócrates estaba echada.
Hegel va a seguir atentamente el momento culminante de la existencia de Sócrates. Instalado en las alturas de su atalaya filosófica que le capacitaría para ejercer como juez, como árbitro ante la gran colisión que ahora tiene lugar, Hegel aspira a hacer justicia a ambas partes en conflicto: el pueblo de Atenas y el individuo histórico-universal que fue Sócrates. Vayamos por partes. El tribunal ateniense comienza por encontrar culpable a Sócrates de los cargos presentados contra él, tanto en lo relativo al tema religioso como al educativo. Hegel considera que el tribunal tenía fundamento para ello en ambos casos.
Por lo que atañe al problema religioso, Hegel remite a la convulsión que suponía para los griegos el pasar desde la autoridad del oráculo a poner como criterio la propia autoconciencia. Esto vendría a suponer en última instancia la introducción de un nuevo «dios» en lugar del tradicional. Un nuevo principio, el de la autoconciencia, vendría en definitiva a suplantar a los referentes religiosos tradicionales de los griegos. Estos no podrían menos de considerar delictiva la intervención socrática y Hegel por su parte no duda en afirmar que la acusación contra Sócrates está, desde este punto de vista, justificada[89]. Sin duda el Sócrates histórico mantenía una relación compleja con la religión pues si por un lado la entronización del tribunal de la autoconciencia era una innovación que tenía que afectar asimismo al referente religioso por otro también es cierto que la existencia de Sócrates está imbuida de una profunda religiosidad no sólo en cuanto acepta la religión cívica[90] sino especialmente en cuanto protagoniza una interiorización de lo religioso. Pero a Hegel le interesa resaltar la potencialidad subversiva del nuevo principio socrático y ello constituye sin duda un aspecto importante de la compleja situación desencadenada por Sócrates, aunque no toda la realidad. Dejando a un lado las vinculaciones tradicionales que seguía manteniendo Sócrates, no cabe ignorar que desde el nuevo principio de la subjetividad se tendían nuevos puentes hacia el referente religioso, aun cuando ello pudiera ser considerado por un sector de la población ateniense como la introducción de «nuevos dioses».
El segundo punto de la acusación de Meleto, y que pertenecía también al acervo de las críticas que se hacían desde hacía tiempo a Sócrates, tal como hemos visto al referirnos a las Nubes, es el referente al de la educación de los jóvenes. Tema estelar sin duda de la actividad socrática y de su proyección sobre la cultura occidental. W. Jaeger ha expresado esta situación de una forma taxativa al afirmar que: «Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia de Occidente»[91]. El propio Sócrates era consciente de esta situación y por ello no puede menos de expresarle su perplejidad a Meleto por la acusación recibida: «¿no te parece también extraño que, mientras que en las demás actividades los que destacan en ellas no sólo alcanzan igual participación sino que reciben honores preferentes, yo, en cambio, por el hecho de que algunos me consideren el mejor en lo que es el mayor bien para los hombres, me refiero a la educación, me vea acusado por ti en una acusación con pena de muerte?»[92].
Se acusa a Sócrates de incitar a los hijos a la desobediencia respecto a sus padres. Sócrates se defiende diciendo que eso en definitiva es lo que ocurre en otras esferas donde se sigue el criterio de los mejores en cada tema al margen de la opinión de los padres. ¿Por qué entonces no proceder igualmente en la educación? Hegel se esfuerza por llevar también aquí el problema al horizonte de la eticidad griega, desde la perspectiva de la vinculación de los hijos con los padres. Hegel llama la atención sobre el hecho de que el sentimiento de unidad de los hijos con los padres «constituye la primera relación ética (sittliche) inmediata» y de que todo educador debe respetarla y desarrollar el sentimiento de esta vinculación[93]. De acuerdo con esta acusación Sócrates no habría observado debidamente este principio, en concreto por lo que atañe al hijo de Anito, según el relato que nos ofrece Jenofonte. A ello remite Hegel para afirmar que también en este punto los jueces habrían podido encontrar justificada la acusación de Sócrates[94]. La argumentación de Hegel se presenta más endeble, más vacilante en este punto, pareciendo que lo más consistente es su intento de insertar el problema educativo en el horizonte de la eticidad. En primer lugar por lo que atañe a la relación de los hijos con los padres, pero también por lo que se refiere a la inserción de los individuos en la comunidad política. Se ha de tener presente que para Hegel la meta última de la educación consiste en insertar a los individuos en el seno de la comunidad política: «’Toda educación conduce a que el individuo no permanezca algo subjetivo, sino que se haga objetivo en el seno del Estado»[95]. Claro que se trataría de un «buen» Estado. En este sentido Hegel se complace en reiterar la respuesta que habría dado un filósofo pitagórico a la pregunta de un padre acerca de la mejor forma de educar éticamente (sittlich) a su hijo: haciéndolo ciudadano de un Estado dotado de buenas leyes[96]. En definitiva, la concepción hegeliana de la educación remite de múltiples maneras al problema de la eticidad. Sócrates con su nuevo principio cuestionaba precisamente la eticidad griega, algo que no podía menos de afectar al enfoque educativo.
Declarado culpable por el tribunal, Sócrates tiene la oportunidad de defenderse. El filósofo ateniense ni contemporiza con sus jueces ni se humilla ante ellos implorando benevolencia. El horizonte de su defensa no es propiamente el de las convenciones judiciales sino el de la «verdad»[97]. Lejos de aceptarse como culpable, la defensa socrática termina siendo una apología de su misión como conciencia crítica de Atenas. El tribunal se veía así privado de la posibilidad de elegir entre la pena solicitada por la acusación y la escogida para si por el acusado. El resultado de todo ello va a ser la condena a muerte de Sócrates, una muerte que junto con la de Cristo proyectará su sombra sobre toda la historia de la cultura occidental[98].
Para Hegel la negativa socrática a aceptar la culpabilidad es algo que por un lado cabe considerar como una muestra de grandeza moral, como la acción de un héroe que arriesga su vida por defender el dictamen de su conciencia. Pero Hegel se señala a la vez por tomar en serio a la otra parte, al pueblo ateniense, que a través de sus jueces encuentra culpable a Sócrates. Hegel resalta la grandeza de Sócrates pero quiere evitar a la vez ofrecer una visión caricaturesca de sus adversarios[99]. A este respecto considera que en el punto de partida cabe señalar una cierta incongruencia por parte de Sócrates. Pues si éste, encontrándose ya en prisión, admitía que se encontraba allí porque tanto a los atenienses como a él les había parecido mejor someterse a las leyes, entonces, señala Hegel, el primer sometimiento hubiera tenido que haber sido respetar el hecho de que los atenienses le encontraron culpable y de aceptarse también él culpable, tal como hicieron otros grandes personajes de la Antigüedad. Desde esa lógica debiera haber optado por escoger la pena pues también eso era obedecer a la ley, obedecer a la legalidad vigente[100].
Sin duda, Sócrates fue un escrupuloso observador de la ley, aun cuando ello implicara arriesgar la libertad o la vida. Baste recordar el episodio que sigue a la batalla de las islas Arginusas en el que Sócrates fue el único prítane que defiende la legalidad vigente a pesar de las amenazas del pueblo encolerizado[101]. Pero la aceptación de la legalidad en el caso de su juicio le planteaba un problema
distinto, pues su aceptación suponía para él un conflicto de conciencia. Un conflicto que ciertamente le iba a conducir a una confrontación dramática con la ciudad. En esta situación desgarradora Sócrates contrapone al veredicto de los jueces atenienses su propia conciencia y se va a sentir absuelto precisamente ante ese tribunal especial que es el tribunal interior. Hegel reconoce la grandeza de la actitud de Sócrates pero a la vez no puede menos de ejercer también como «abogado» de la polis. Por ello añade: «ningún pueblo, menos todavía un pueblo libre (y que disfrute de su libertad tal como ocurría con el pueblo ateniense) tiene que reconocer un tribunal de la conciencia»[102]. A este respecto Hegel insiste en que «el primer principio en general de un Estado es que no existe una razón, una conciencia, una legalidad superiores a lo que el Estado reconoce como derecho»[103]. Sólo en el Estado como culminación de la vida ética (sittlich) el individuo alcanzaría «objetividad», «verdad» y «eticidad» haciéndose miembro del mismo[104]. Sócrates, portador de un nuevo principio, no puede aceptar el primer veredicto del tribunal declarándole culpable y al negarse a aceptar la «competencia del pueblo» sobre un acusado precipita la condena a muerte.
El drama estaba servido. Sin duda Sócrates daba expresión a un nuevo principio pero el pueblo de Atenas estaba legitimado a la vez a defender su legalidad. Por ello Hegel se distancia de la recepción hagiográfica de Sócrates como justo injustamente condenado. Sin duda también Sócrates habría muerto a su manera «por la verdad». Pero su nuevo principio había acarreado la disolución de la eticidad
griega, y en este sentido Sócrates no muere «inocentemente»[105]. Hegel quiere llevar su lógica hasta el final, por selectiva que se muestre su lectura de la crisis provocada y por discutible que pueda ser su concepción de las relaciones entre el individuo y el Estado.
Hegel no renuncia por su parte a erigirse en tribunal ante el que se dirima este extraordinario conflicto entre Sócrates y la ciudad, paradigma de tantos conflictos a lo largo de la historia entre la conciencia individual y el Poder. Sócrates aparte del tribunal de la conciencia, remitía también al tribunal del futuro como instancia que le iba a absolver: «Sé que también testimoniarán en mi favor el futuro y el pasado, haciendo ver que jamás hice daño a nadie ni volví peor a ninguna persona, sino que hacía el bien a los que conversaban conmigo»[106]. Sin duda el tribunal de la posteridad se iba a mostrar muy receptivo hacia la causa socrática. Hegel, por su parte, como ya queda indicado, insiste en que el principio introducido por Sócrates remite a un estadio superior de la vida del espíritu, sólo desde el que cabría hacerle justicia, tanto a Sócrates como también al pueblo ateniense. Aquí reside la novedad de Hegel, en querer hacer justicia a ambas partes.
Ante el peculiar tribunal hegeliano el destino de Sócrates se presenta como un destino trágico. Pero como una tragedia que es algo más radical que un trasunto individual, un destino romántico de un individuo enfrentándose en solitario a la ciudad. La tragedia de Sócrates es a la vez la tragedia de Atenas, la tragedia de Grecia. Una tragedia en la que intervienen dos polos en colisión: la eticidad tradicional, espontánea e inmediata, y la conciencia individual como principio emergente. También en este punto Hegel se distancia de la interpretación habitual del destino de Sócrates como destino trágico, como si, sencillamente, de un lado se situaran los tiranos y del otro el justo inocente. Para Hegel el destino de Sócrates (y el de Atenas) sería trágico en un sentido superior en cuanto un derecho entra en colisión con otro derecho.
Tanto en la Historia de la filosofía como en la Filosofía de la historia Hegel describe gráficamente la profundidad de esta colisión, alcanzando con ello una especie de clímax su aproximación a la filosofía de Sócrates. A pesar de su extensión quizá sea procedente reproducir un pasaje de la Filosofía de la historia debido a la nitidez con que Hegel expresa su visión del problema, sirvieñdo a la vez de compendio de todo lo que venimos diciendo:
«En Sócrates vemos representada la tragedia del espíritu griego. Es el más noble de los hombres, moralmente intachable; pero trajo a la conciencia el principio de un mundo suprasensible, un principio de libertad del pensamiento puro, que aparece como absolutamente justificado, como siendo absolutamente en y para sí, y este principio de la interioridad, con su libertad de elección, significaba la destrucción del Estado ateniense. De este modo su destino es el de la suprema tragedia. Su muerte puede
aparecer como la suprema injusticia, puesto que habría cumplido perfectamente con sus deberes para con la patria y había alumbrado a su pueblo un mundo interior. Pero, por otro lado, también el pueblo ateniense tenía perfecta razón en lo profundo de su conciencia de que mediante esta interioridad se debilitaba la ley del Estado y se minaban los cimientos del Estado ateniense. Por tanto por altamente justificado que estuviera Sócrates, tan justificado estaba el pueblo ateniense frente a él. Pues su principio es un principio revolucionario para el mundo griego. En este sentido superior el pueblo ateniense condenó a muerte a su enemigo, y la muerte de Sócrates constituyó la suma justicia»[107]. Veredicto expeditivo sin duda.
No obstante, por más que Hegel acentúe la colisión entre Sócrates y Atenas, Sócrates en modo alguno era para él algo totalmente extraño para el espíritu ateniense. Este se presentaba más bien como un espíritu dividido entre la fidelidad a la politeia tradicional y el nuevo principio de la subjetividad. De ahí el enraizamiento de Sócrates en su propio tiempo, a pesar de su atopía. Por ello viene a decir Hegel que al condenar a Sócrates, los atenienses de alguna forma se condenaban también a sí mismos, pues el nuevo principio ya había penetrado en su interior. Han condenado su propia causa, leemos en la Filosofía de la historia[108], pues el principio de la subjetividad comenzaba ya a manifestarse como su principio, por mucho que faltara todavía para su adecuado desarrollo.
En todo caso, el destino de Sócrates se presenta como trágico en un sentido más radical de lo que el pensamiento moderno anterior, con toda su veneración socrática, admitía. Según queda indicado, en la llamada «filosofía popular» la muerte de Sócrates venía a constituir el colofón adecuado de una visión hagiográfica del sabio ateniense, en cuanto víctima inocente de la injusticia. La Ilustración representa el punto álgido de la mitificación de Sócrates, viniendo a constituir el referente filosófico privilegiado de aquel siglo que no dudaba en concebirse como el siglo de la Filosofía. ¿Qué símbolo, se pregunta R. Trousson, expresó mejor «sus aspiraciones, su combate y sus riesgos? Este santo pagano, este mártir de la filosofía era, desde el comienzo, el patrono declarado de la nueva iglesia»[109]. Quien esté familiarizado con el pensamiento ilustrado sabe hasta qué punto ello es así.
Tanta era la identificación de los ilustrados con una visión mitificada de Sócrates que determinados adversarios del movimiento filosófico eran concebidos a su vez como los modernos Aristófanes. Tal era el caso, por ejemplo, de Palissot a causa de su confrontación con el pensamiento ilustrado francés. No obstante, en este siglo de índole tan socrática empieza también a desmitificarse la figura de Sócrates. M. Montuori en un meritorio trabajo ha recogido una serie de textos publicados en pleno siglo de la Ilustración que, aunque poco conocidos, resultan significativos porque suponen un primer intento de desmitificación de la figura socrática[110]. Así Fréret, en su estudio Observaciones sobre las causas y sobre algunas circunstancias de la condena de Sócrates reconoce la necesidad de una revisión del enfoque de las causas de la muerte de Sócrates. Habría que situar el problema en su verdadero horizonte que sería a su juicio el de los conflictos de Sócrates con la democracia ateniense. De esta problemática se va a hacer eco en Alemania S. F. Dresig con un trabajo que lleva un título harto significativo: De Socrate iuste damnato publicado en Leipzig en 1738. Un título sin duda que habría sido del agrado de Hegel. A partir de autores como los mencionados cabría hablar por tanto de que en el siglo que supuso la máxima mitificación de Sócrates comienza un «sutil proceso de desmitificación»[111] de la figura del sabio ateniense. La reflexión hegeliana se va a situar sin duda en un nivel más profundo y radical que la de estos precursores del siglo XVIII, pero también para él sería válido aquello de que Sócrates habría sido
iuste damnatus.
IX Conclusión
Llegamos así al final de nuestra aproximación a la visión hegeliana de Sócrates. Nuestro propósito no ha sido tanto ofrecer una visión exhaustiva de este tema cuanto centrarnos en aquellas líneas de fuerza que articulan de una forma especial la concepción hegeliana. Nuestra valoración de la misma no deja de ser ambivalente, tal como hemos ido apuntando a lo largo del trabajo. Por una parte nos parece que nadie desde Platón se ha aproximado al sentido de la filosofía socrática con la agudeza y profundidad con que lo hace Hegel. A este respecto consideramos que la interpretación hegeliana marca un hito en la historia de la recepción de la filosofía de Sócrates, tal como señaló tempranamente Kierkegaard[112]. Por mucho que la figura del sabio ateniense se haya constituido en un referente privilegiado del pensamiento moderno, a partir del Renacimiento, ninguna interpretación alcanzó la profundidad de la hegeliana. Superando las visiones moralizantes al uso, la interpretación hegeliana resalta la relevancia de Sócrates como figura histórico-universal, en su profunda colisión con la polis ateniense.
A la vez Sócrates y su intervención histórica aparecen situados en el horizonte de su tensión con la politeia ateniense. Más allá de las mezquindades y bajezas que se han dado cita en este conflicto, Hegel sabe aprehender el sentido profundo de esta colisión entre ambos polos, de forma que este conflicto y todo el proceso de Sócrates dejan de ser algo anecdótico y se convierten en un trasunto filosófico. De esta forma la postura de la ciudad se rehabilita en cierta medida. La muerte de Sócrates significa para Hegel algo más que el «oprobio de Atenas», una especie de lugar común en el pensamiento ilustrado. Se trata más bien de un conflicto más profundo, en el que Atenas también podía aducir sus razones. En esta misma línea está también la seriedad con que se toman las críticas de Aristófanes que para Hegel delatan un trasfondo que iría más allá de la mera caricatura o distorsión.
Por otra parte a la interpretación hegeliana se le pueden objetar sin duda varios reparos desde el punto de vista histórico-filológico. En este sentido pensamos que la figura de Sócrates aparece demasiado simplificada y estilizada, aun cuando ello sirva al propósito de identificar líneas de fuerza fundamentales que Hegel explora sin duda con particular profundidad. Más en concreto cabría hablar de una hegelianización de la filosofía socrática como en definitiva cabría hablar de una hegelianización de Grecia. El Sócrates histórico de alguna forma queda convertido en un principio despersonalizado que expresa un momento determinado en el despliegue del espíritu.
Insistiendo en el problema de la relevancia individual de Sócrates pensamos que a pesar de haber resaltado su condición de individuo histórico-universal, su figura queda, no obstante, demasiado neutralizada debido a una absorción, que nos parece excesiva, del individuo en la eticidad, o si preferimos en el estatismo de Hegel, por más equilibrios que se esfuerce en hacer a este respecto. Pensamos que en la historia debe quedar un espacio mayor para la afirmación individual, para la utopía y también para el enfrentamiento del individuo con el Poder que el que le asigna Hegel. En este sentido también al describir la colisión de Sócrates con la polis ateniense cabría respetar en mayor medida la relevancia individual de la intervención de Sócrates. Por ello, a pesar de considerar pertinentes y profundas muchas de las consideraciones de Hegel, seguimos considerando a Sócrates como iniuste damnatus.
En todo caso reiteramos que la interpretación hegeliana, a pesar de sus unilateralidades, se nos presenta particularmente profunda y rica de contenido. Nos parece que constituye uno de los capítulos más brillantes de su Historia de la filosofía. Frente a tantas interpretaciones del legado socrático que no van más allá de planteamientos eruditos o edificantes, Hegel nos ofrece una confrontación filosófica que se nos presenta como fascinante y profunda, como un punto de referencia en la comprensión de Sócrates, por discutibles que resulten determinados planteamientos.
Notas
[1] WOLFF, F.: Socrate, PUF, París, 1995, 5.
[2] GUTHRIE, W. K. C.: Historia de la filosofía griega, III, Gredos, Madrid, 1984, 314.
[3] Banquete, 221 d. (Los textos Platón y Jenofonte se citan de acuerdo con la versión que ofrece la «Biblioteca clásica Gredos»).
[4] GADAMER, H.-G.: Gesammelte Werke, V, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1985, 322. Es una especie de constante aludir a este problema por parte de los estudiosos de Sócrates. Así G. Vlastos no duda en referirse a Sócrates como a la «figura más enigmática de la filosofía griega» (Id.: Socrates. Ironist and moral philosopher, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, XI).
[5] FRIEDLÄNDER, P.: Platon: Eidos, Paideia, Dialogos, de Gruyter, Berlín, 1928, 65.
[6] Respecto a las cuatro fuentes principales para el conocimiento de Sócrates, hay que señalar que Hegel es uno de los más decididos valedores de la obra de Jenofonte.
[7] LEGROS, R.: «Avant- Propos. Hegel et les grecs», en Revue de Philosophie Ancienne, 1, (1985), 6. Véase asimismo D’Hondt, J. (ed.): Hegel et la pensée grecque, PUF, París, 1974.
[8] MONDOLFO, R.: Problemas y métodos de investigación en la historia de la filosofía, Eudeba, Buenos Aires, 1963, 36 ss.
[9] Como es sabido, fue Hölderlin quien vivió con mayor profundidad el helenismo de la época de Goethe.
[10] Cf. entre otros, BOURGEOIS, B.: El pensamiento político de Hegel, Amorrortu, Buenos Aires, 1972, 63.
[11] HABERMAS, J.: Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1985, 34 ss.
[12] Cf. TAMINIAUX, J.: La nostalgie de la Grèce a l’aube de l’Idealisme allemand, M. Nijhoff, La Hague, 1967.
[13] Werke, XVIII, 173, ed. Suhrkamp ( «Werke» remite siempre a esta edición).
[14] Werke, XVIII, 177-178.
[15] NOVALIS: Werke (Herausg. und kommentiert von G. Schulz), C. H. Beck, München 1969, 491.
[16] HEIDEGGER, M.: «Hegel und die Griechen», en Wegmarken, Klostermann, Frankfurt a. M., 1967, 256.
[17] Werke, XIX, 148.
[18] Werke, XVIII, 441.
[19] Pocas cosas resultan tan reveladoras a este respecto que contrastar los ideales educativos de Nietzsche, tal como los expresa en su escrito Sobre el porvenir de nuestros centros educativos, con los discursos de Hegel en su calidad de director del Gymnasium de Nuremberg.
[20] Werke, XVIII, 515.
[21] Werke, VII, 24.
[22] República, 470 e.
[23] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, I, F. Meiner, Hamburg, 1968, 97.
[24] Einleitung in die Geschichte der Philosophie, F. Meiner, Hamburg, 1966, 124.
[25] Fedón, 99 d.
[26] Phänomenologie des Geistes, F. Meiner, Hamburg, 1955, 19.
[27] Enzyklopädie 1830, par. 14.
[28] Wissenschaft der Logik, n. F. Meiner, Hamburg, 1969, 238 ss.
[29] Metafísica, XII, 7.
[30] Werke, XVIII, 455.
[31] Phänomenologie des Geistes, 558-559.
[32] lbid., 463. Hegel juega con el doble significado de la palabra alemana Erinnerung: en cuanto recuerdo y a la vez en cuanto interiorización.
[33] Einleitung in die Geschichte der Philosophie, 61.
[34] Werke, XVIII, 441.
[35] Einleitung in die Geschichte der Philosophie, 66.
[36] Fedón, 97 c.
[37] Acerca de este punto véanse MONDOLFO, R.: La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua, Eudeba, Buenos Aires, 1968; CALVO, T.: «El sujeto en el pensamiento griego», en Sanfélix, V. (ed.): Las identidades del sujeto, Pre-Textos, Valencia, 1997, 59-72.
[38] Werke, VII, 233.
[39] Werke, XVIII, 404.
[40] Especialmente positiva es la valoración hegeliana de Protágoras a quien considera «un pensador profundo, concienzudo, un filósofo que ha reflexionado sobre cuestiones fundamentales, totalmente universales» (Werke, XVIII, 429).
[41] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, F. Meiner, Hamburg, 1968,607.
[42] Werke, XVIII, 443.
[43] Werke, XVIII, 502-503.
[44] Werke, XVIII, 503.
[45] CORNFORD, F. M.: Sócrates y el pensamiento griego, Norte y Sur, Madrid, 1964, 33.
[46] Werke, XVIII, 445.
[47] Werke, XVIII, 451.
[48] Critón, 48 b.
[49] Apología, 30 a-b.
[50] CALVO, T.: De los sofistas a Platón, Cincel, Madrid, 1986, 114.
[51] Recuerdos de Sócrates, IV, 8, 4.
[52] Werke, XVIII, 190.
[53] Metafísica I, 6, 987.
[54] Werke, II, 182.
[55] Werke, VII, 88.
[56] Werke, XVIII, 445.
[57] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 598.
[58] lbid., 603. Hegel se complace en este punto en remitirse a uno de sus textos preferidos, la Antígona de Sófocles, sobre todo a aquel pasaje que dice «no son de hoy ni de ayer sino de siempre estas cosas, y nadie sabe a partir de cuándo pudieron aparecer» (v. 454-457). Véase en general el lúcido estudio de Martha C. Nussbaum: La fragilidad del bien, Visor, Madrid, 1995.
[59] Vorlesungen über die Geschichte der Weltgeschichte, II-IV, 606.
[60] Fedro, 230 d.
[61] Werke, XVIII, 467.
[62] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 643-644.
[63] Werke, XVIII. 468.
[64] Werke, VII, 407.
[65] FIGAL, G.: Sokrates, C. H. Beck, München, 1998, 12.
[66] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 634-635.
[67] lbid., 602.
[68] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte. Berlin 1822-1823 (Herausg. von K. H. Ilting, K. Brehmer und H. N. Seelmann), F. Meiner, Hamburg, 1996, 357.
[69] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 641.
[70] lbid., 645.
[71] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte. Berlín 1822-1823, 382.
[72] Werke, XIX, 11.
[73] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 645.
[74] CALVO, T.: De los sofistas a Platón, 124.
[75] Sin duda también acepta Hegel que el nuevo principio del conocimiento que fue visto por muchos tan sólo en su capacidad disolvente fue considerado por Sócrates como la instancia que contenía a la vez el principio de salvación, aunque el desarrollo de este principio fuera el cometido de toda la historia posterior (Werke, XVIII, 515).
[76] TOVAR, A.: Vida de Sócrates, Revista de Occidente, Madrid, 1966, 26.
[77] GUTHRIE,W. K. C.: Historia de la filosofía griega, III, 355.
[78] Nubes, 94-99.
[79] lbid., 247-248.
[80] lbid., 252.
[81] lbid., 1404-1405.
[82] lbid., 1476-1480.
[83] Apología, 19 c.
[84] Véase, por ejemplo, TOVAR, A., op. cit., 27.
[85] Werke, XVIII, 483.
[86] lbid., 482.
[87] Recuerdos de Sócrates, I, 1,1.
[88] Werke, XVIII, 497.
[89] Ibid., 502-503.
[90] Cf. Recuerdos de Sócrates, IV, 6, 2.
[91] JAEGER, W.: Paideia, F.C.E., México, 1971, 403-404.
[92] Véase, por ejemplo, Jenofonte: Apología de Sócrates, 21.
[93] Werke, XVIII, 505.
[94] Ibid., 504-506.
[95] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, I, 111.
[96] Werke, VII, 303.
[97] Platón: Diálogos, 1, Gredos, Madrid, 1993, 139-147 (Introducción a la Apología).
[98] Véanse a este respecto las pertinentes consideraciones de G. Luri: «Si Sócrates no hubiera hecho su defensa con ese estilo tan personal, el jurado ateniense no le habría condenado a muerte, y esa muerte no hubiera suscitado el escándalo y las apologías de sus discípulos, y acaso Platón no lo habría tomado como protagonista de sus Diálogos, y entonces la historia de la filosofía griega y occidental habría sido distinta». (LURI, G., El proceso de Sócrates, Trotta, Madrid, 1998, 6).
[99] De nuevo nos remitimos a las consideraciones de G. Luri acerca de este punto: «Actuando así, es decir, degradando la imagen de la polis ateniense para realzar el socratismo, no sólo le hacemos un flaco favor a la verdad histórica, sino que, sobre todo, nos incapacitamos para entender mínimamente el agón, es decir, el enfrentamiento dramático que tiene lugar entre Sócrates y Atenas». (op. cit., 16).
[100] Werke, XVIII, 509.
[101] Apología, 32, b c.
[102] Werke, XVIII, .510. El tribunal que juzgaba a Sócrates, señala Hegel, constituía «la conciencia legal general»’ y no tenía por que reconocer la conciencia particular del acusado (Cf. Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie. Teil 2. Griechische Philosophie, I, herausg. von P. Garnison und W. Jaeschke, F. Meiner, Harnburg, 1989, 61-62.
[103] lbid.
[104] Werke, VII, 399.
[105] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 646.
[106] Apologfa de Sócrates, 26.
[107] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, II-IV, 645-646.
[108] Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte. Berlín 1822-1823, 383.
[109] TROUSSON, R.: La Concience en face du mythe. Socrate devant Voltaire, Diderot et Rousseau, Lettres modemes, París, 1967, 6.
[110] MONTUORI, M.: De Socrate iuste damnato, The rise of the socratic Problem in the eighteenth century, J. C. Gieben, Amsterdam, 1981.
[111] MONTUORI, M.: op. cit., 19.
[112] «Sócrates constituye, obviamente, un punto de inflexión en la concepción de Sócrates» (Kierkegaard, S.: Escritos, I, Trotta, Madrid, 2000, 254).
Fuente: Revista de Filosofía, N° 37, 2001-1, pp. 7-42