Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La maldición de la autocracia

Rafael Poch de Feliu

Una advertencia contra la percepción de Rusia como superpotencia

Me parece que algunos observadores de izquierda del sur global son excesivamente optimistas, y están demasiado deslumbrados por la combinación que resulta de la alianza ruso-china, por un lado, y del declive de Occidente en el mundo por el otro. Ambos procesos son verdaderos, pero el primero, la alianza ruso-china, es incierto a medio plazo.

No sabemos cuánto va a durar, teniendo en cuenta el desequilibrio de potencia entre ambos países y la nula vocación de Rusia por ser «hermana menor» de nadie. Respecto al segundo, es tendencia histórica, es decir, tiene lugar desde hace décadas y es lento en sus efectos. Así que la promesa de un mundo multipolar, con varios centros de poder, que suceda al hegemonismo occidental a punto de quebrar, es al mismo tiempo verdadera, problemática y relativa.

Todo esto es un gran asunto del que no sabemos qué resultará, pero aquí vamos a centrarnos solo sobre un aspecto del mencionado optimismo: la exagerada sobrevaloración de la potencia rusa.

Por más que algunos despechados intelectuales «euroasianistas» de su régimen lo insinúen, Rusia no es Asia. Con su milenaria tradición cristiana, su alfabeto de tipo griego, su etnia y lengua mayoritariamente eslavas, sus coordenadas de civilización son inequívocas. Parafraseando a Pavel Miliukov, el principal historiador de su cultura política de principios del siglo XX, podemos afirmar que Rusia no es Asia, sino Europa complicada por Asia. Rusia es periferia occidental como España lo era hasta que su reciente asfaltado intelectual europeísta evaporizó a Don Quijote de la escena. Eso quiere decir que, desde esa posición, Rusia forma parte y está inserta en la tendencia histórica del declive occidental.

En los años 90, tras el fin de la URSS, por algunos momentos nos pareció que el país se iba literalmente al garete de la mano de su degenerada casta política administrativa, concentrada en el saqueo y la privatización del patrimonio que con la URSS solo administraba sin poseer ni heredar. El restablecimiento llevado a cabo por Putin corrigió esa perspectiva de hundimiento, pero hay que ser conscientes de que, en el mejor de los casos, ese restablecimiento no pasa de ser una mera administración del inexorable declive general, tal como pronosticaba Lev Gumiliov. Para entendernos, ese restablecimiento no tiene nada que ver con los combustibles que impulsan el ascenso de China.

En mi opinión, el fortalecido papel de la Rusia de Putin, en su entorno y en el mundo, es más engañoso que real. Bajo su aparente contundencia se oculta una inquietante fragilidad.

Los tres círculos del «socialismo»

Desde el punto de vista de su cohesión territorial, la Unión Soviética se creó como una federación de repúblicas. A diferencia del Imperio Ruso, en el acrónimo «URSS» ni siquiera figuraba «Rusia», pero el carácter dogmático y casi religioso de su ideología exigía una absoluta unidad y obediencia. Esa exigencia acabó por anular por completo no solo lo federal sino cualquier atisbo de autonomía, aunque esto último se recuperó en la época de Leonid Brézhnev, por lo menos a nivel de la holgura con que las élites de las diferentes repúblicas hacían y deshacían en sus territorios.El nuevo imperio ruso que fue la URSS —imperio «raro», en el sentido de que no había succión de recursos de la periferia desde el centro ruso— ejerció un dominio basado en la ideología. Desde que Stalin afirmó el «socialismo en un solo país» frente al precedente internacionalismo, el «socialismo» fue el cemento nacional ruso de dominio y cohesión territorial que se acabó instalando una vez anulados los impulsos liberadores y de radical ruptura de la Revolución de 1917. Como decía el historiador y maestro Dmitri Furman (1943-2011), «Stalin fue la síntesis entre un clásico del particular marxismo ruso, un nuevo Lenin, y un reformulador del nacionalismo ruso, un nuevo Iván el terrible». La analogía con Napoleón, a la vez verdugo y reformulador imperial de la Revolución Francesa, tiene cierto sentido. En todo caso, gracias a ese «socialismo», un nacionalismo ruso camuflado pudo seguir manteniendo el enorme espacio euroasiático durante 80 años más.

El espacio imperial soviético tenía tres círculos concéntricos. El primero era su matriz rusa, la República Socialista Federativa de Rusia (RSFR), el segundo las repúblicas de la URSS, y el tercero los países del bloque socialista. Con la disolución de la URSS y la anulación de su muy erosionada ideología, se evaporó el cemento que adhería toda la construcción. Con la disolución de la autocracia zarista en 1917 pasó algo parecido. En el caos que sobrevino, algunos territorios (entre ellos Polonia y Finlandia) abandonaron el imperio. Con la disolución de la URSS y su previa liberalización, fue todo el bloque del Este y las repúblicas soviéticas, el tercer y segundo círculo, las que se fueron. Pero de la misma forma en que tras la Revolución de 1917 el espacio se recompuso con otras fórmulas mediante la URSS, tras la disolución de esta se inventó la CEI, la Comunidad de Estados Independientes, para rescatar los restos del naufragio con una nueva integración.

La doble complicación de la integración postsoviética

Desprovisto del cemento ideológico y de toda idea cohesionadora, este nuevo invento integrador que la Rusia postsoviética lleva a cabo desde hace años en la CEI ya es una lucha por refundar un espacio rusocéntrico sin matices ni camuflajes. Esta empresa está resultando extremadamente complicada, tanto a nivel institucional como a nivel ciudadano.

Institucional, porque el esfuerzo de Moscú por recuperar espacios e influencias, algo que tiene pleno sentido nacional ruso, choca con la afirmación nacional de las nuevas repúblicas independientes. Para ellas, la independencia y la soberanía son el presupuesto ideológico básico de su cohesión nacional. La integración de la enorme Rusia con las pequeñas y no tan pequeñas repúblicas contiene, además, una certeza de desigualdad implícita en los diferentes pesos de cada una de ellas comparadas con Rusia. En la integración de los pequeños con el grande no hay posibilidad alguna de ecuanimidad. Pasaría lo mismo si Estados Unidos creara una especie de federación con Canadá, México y las siete repúblicas centroamericanas. En la Unión Europea también se observan tendencias desintegradoras pero las correlaciones son diferentes, por la existencia de varias naciones «grandes» en cierto equilibrio que amortiguan el propósito dominador de Alemania, la mayor de ellas. Por Varoufakis y muchos otros testimonios sabemos que en las reuniones del Eurogrupo, esa especie de Politburó tecnocrático-neoliberal, es Alemania la que lleva la voz cantante, mientras los otros escuchan. Pero es otra escala.

Los dirigentes de las repúblicas exsoviéticas solo pueden ver en la integración un yugo desigual, una mera disciplina y sometimiento a designios rusos sin mayores matices. Entonces, ya sin fundamentos ideológicos comunes y con la necesidad de afirmar su propia cohesión en colisión con los designios de Rusia, ¿qué es lo que les mantiene unidos a Moscú a pesar de todo? La respuesta a esa pregunta es inequívoca: el nuevo cemento es la común naturaleza autocrática de sus regímenes. Y la maldición de este nuevo intento de integración del espacio euroasiático es precisamente que ese cemento es sumamente quebradizo.

Club de regímenes autoritarios

Todos los regímenes postsoviéticos que participan en el esfuerzo integrador ruso tienen en común su condición de «democracias de imitación». Sus parlamentos son irrelevantes, sus elecciones trucadas, sus regímenes autoritarios/oligárquicos con gran nivel de corrupción, y sus dirigentes no tienen alternativa: se suceden en el poder o nombran a sus sucesores, sin que haya posibilidad alguna de cambio. Aunque el sentido económico, comercial, cultural, lingüístico, histórico y político de la integración sea enorme y genuino, en la práctica la principal y última razón de ser institucional es el mantenimiento de los regímenes autocráticos formados por cada oligarquía nacional en diversas modalidades. Esa característica fragiliza enormemente la empresa ante las sociedades y ciudadanías de todos esos países para las cuales un horizonte de mayor libertad y holgura es una aspiración ineludible.

Desde Kirguistán a Ucrania, pasando naturalmente por Rusia, todas las sociedades se miran a efectos de futuro en el espejo «europeo». No estamos en China donde se juega en otra liga (¿de momento?), la liga de las «características chinas». El caso de Mongolia, que no es una «democracia de imitación» sino una democracia homologable con las occidentales desde todos los puntos de vista, sugiere que no hay un límite geográfico en Eurasia a esos efectos.

Con mayor o menor intensidad, la aspiración a una vida con menos corrupción, desigualdad e injusticia, y mayor espacio de libertad, incluida la posibilidad de cambiar de gobierno en elecciones, es una presión que se manifiesta periódicamente —aunque cambia poco la situación el hecho de que, en caso de realizarse esa aspiración, tenga muchas probabilidades de convertirse en sumisión y vasallaje a otro poder extranjero—. Ese es el principal fundamento de las llamadas «revoluciones de colores» y es mucho más importante que el intervencionismo occidental de propósitos manifiestamente bastardos y sin la menor conexión con la democracia en ellas. Sin un movimiento nacional-popular genuino, el cambio de régimen del 2014 en Ucrania, que incluyó inequívocos aspectos de golpe de Estado, no habría sido posible, por más dinero y esfuerzos que hubieran puesto Washington y Bruselas.

Ante esos movimientos sociales y civiles, Rusia actúa en la CEI como la URSS actuaba en Europa del Este en el anterior ciclo histórico: defendiendo el statu quo e impidiendo la autonomía social. Las contradicciones están llegando a tal extremo que hasta en Bielorrusia, la más soviética y hermana de su matriz rusa de las repúblicas de la URSS, Rusia empieza a ser vista como impedimento y obstáculo de emancipación y evolución hacia un sistema político para el que la democracia de baja intensidad común en Europa Oriental y Occidental es manifiestamente preferible a la autocracia de Lukashenko, que ha preservado una nivelación social y un estado asistencial de tipo soviético considerable y valioso (aspecto que explica la frialdad obrera ante los últimos grandes movimientos ciudadanos contra el caudillo bielorruso).

En Kazajstán acabamos de ver cómo se ha aplastado y reprimido un movimiento social antioligárquico (el grito «¡vete viejo!» dirigido al caudillo Nursultán Nazarbayev) con la ayuda de Moscú y su estructura militar de seguridad euroasiática. El contenido práctico de esa ayuda ha sido discreto, las tropas no han participado en la represión y apenas han estado en Kazajstán una semana para no ofender al nacionalismo local (sería interesante saber qué decían al respecto los chinos, que tienen mucha mas inversión en el país), pero ha servido para imponer a una facción de la oligarquía kazaja sobre otra, la familia de Nazarbayev, que monopolizó el saqueo del patrimonio energético del país durante treinta años.

Se está llegando a una situación en la que Moscú es el impedimento de cualquier evolución política. Lo máximo que pueden esperar los bielorrusos es que el Kremlin encuentre un recambio autocrático de su gusto al desprestigiado, astuto y conflictivo Lukashenko. Respecto a los kazajos, no creo que puedan esperar mucho más del cambio de la familia y los clanes de Nazarbayev por la de Tokayev y los suyos.

En la actitud del Kremlin no hay solo consideraciones, digamos «geopolíticas», evitar que tal o cual república se pase a Occidente con toda la pérdida económica, política y de seguridad que supone. Es muy importante también el miedo a un contagio: miedo a una revuelta social y antioligárquica en Rusia, algo que tarde o temprano sucederá…

Así, si la desproporción de pesos específicos y la correlación de fuerzas de las repúblicas de la CEI con respecto a Rusia complican todo horizonte de soberanía por arriba, la defensa a ultranza del orden oligárquico, por miedo a que las sociedades huyan hacia Occidente y que la ola llegue a Rusia, complica sobremanera la integración por abajo. La conclusión es inequívoca: este embrollo solo puede desenredarse con un cambio político en Rusia. Llegamos así a lo más complicado.

Al cambio por la convulsión

El cambio evolutivo hacia una democracia homologable con las de Occidente (entiéndase una democracia de baja intensidad, plutocrática, corrupta e injusta, por todo aquello que hace al capitalismo incompatible con una democracia genuina) es en Rusia más difícil que la caótica quiebra de su régimen. Como expliqué en mi libro Entender la Rusia de Putin (Akal, 2018), una sociedad civil excluida de toda responsabilidad política, sin posibilidad de cambio institucional, con pocos altavoces para expresar legalmente su disconformidad, tenderá siempre a una actitud de derribo más que de reforma o enmienda del orden establecido. Si no se puede intervenir vía elecciones, vía las cámaras representativas y los medios de comunicación, solo queda la calle y la fuerza como espacio y método de cambio. En esas condiciones, la autocracia considerará siempre, y con razón, cualquier propósito de reforma desde abajo como subversivo, cuando no obra de agentes extranjeros. El pacto y el consenso son figuras complicadas que tanto arriba, en el poder, como abajo, en la sociedad, tienden a verse como expresión de debilidad. En esa dialéctica, el cambio tiene muchas probabilidades de plantearse como convulsión.

Si, como consecuencia de tal quiebra, regresaran al poder en Rusia las fuerzas «liberales» que gobernaron el país tras la disolución de la URSS de 1991, el resultado podría ser parecido, o igual, o peor, al actual. Esto no es una profecía, sino la constatación de algo conocido y experimentado, algo que ya hemos visto.

El actual régimen ruso, tan denostado por Occidente, no lo fundó Putin, sino Boris Yeltsin en nombre de valores liberales-occidentalistas. No hay en esto ninguna paradoja. Recordemos que Rusia es el país en el que los espantosos crímenes de los años 30 de Stalin se cometieron en nombre del socialismo… Fue en los años 90, bajo el gobierno «liberal» y prooccidental de Yeltsin (con raras excepciones, más bien habría que hablar de «liberales-estalinoides»), cuando se bombardeó el primer parlamento plenamente electo de la historia rusa entre el aplauso de Occidente (octubre de 1993) y se impuso sobre aquella masacre (unos 200 muertos y miles de detenidos) un presidencialismo y una constitución autocráticos y un parlamento (Duma) consultivo e irrelevante. Esta memoria nos advierte contra el aplauso y el padrinazgo occidental de personajes alternativos a Putin como el envenenado y encarcelado Aleksei Navalny: puede haber algo peor que Putin. Muchos rusos, seguramente la mayoría, así lo piensan.

Otra consideración importante es la contradicción entre el propósito «nacional» del Kremlin (lo político) y la dependencia que la oligarquía rusa tiene del entramado occidental, en cuyas instituciones bancarias y paraísos fiscales guarda sus capitales. En ese «internacionalismo» de los ricos hay un claro potencial de cisma interno del régimen ruso que es un conglomerado burocrático-oligárquico.

No hay en estas consideraciones nada de determinismo fatalista. Son el resultado de una observación de los ciclos de la historia rusa y de los datos y señales que ofrecen el país y las circunstancias de su sociedad, un trabajo que en gran parte está aún por hacer. Y ese análisis apunta más bien a que solo mediante turbulencias podrá Rusia llegar a un gobierno y una condición económica y socialmente más estables. El día que los rusos así lo decidan me parece que un escenario de tipo socialista-colectivista tiene más futuro que uno oligárquico-occidentalista, pero quizás para eso tenga que pasar una generación. En ese escenario será mejor un estricto no intervencionismo, dejar a Rusia en paz, para no repetir los desastres que agravaron el salvajismo de su guerra civil después de la Revolución, contribuyendo al «comunismo de guerra» y a la génesis del estalinismo. Rusia es material inflamable que conviene no agitar. Y es demasiado grande, en todos los sentidos, para ser colonizada y aleccionada.

Actitud hipocrática

Esa debería ser la actitud europea hacia ella, una actitud, podríamos decir, hipocrática: no agravar con nuestra intervención el estado de salud del paciente, los traumas y complejos que su complicada historia imprimieron en la psique colectiva de su sociedad. Eso quiere decir, por ejemplo, aquí y ahora, acceder a sus razonables exigencias de «garantías de seguridad», retomar la diplomacia y renunciar a la política de sanciones. Al fin y al cabo, estipular un estatuto de neutralidad para países como las repúblicas bálticas, Ucrania o Georgia, y delimitar un continente libre de armas nucleares, no equivale al «nuevo Yalta» que invocan nuestros políticos. Finlandia y Austria tuvieron estatutos de neutralidad en el siglo XX cuando Rusia era mucho más poderosa que ahora, sin vender por ello su soberanía a Moscú. Si Europa convive, e incluso sanciona tácitamente, anexiones tan violentas y abusivas como las de Israel, la de Turquía en Chipre o la de Marruecos en el Sahara occidental, ¿por qué hacer escándalo de Crimea, secular tierra rusa, incorporada a Rusia sin violencia y con el beneplácito de su población?

La tensión con Rusia conviene a Estados Unidos cuyo dominio político-militar del continente depende de ella. Una relación normalizada entre Rusia y la UE acabaría con ese dominio (otro asunto es cómo se proyectaría en el mundo tal sintonía si llegara a integrarse desde Vladivostok a Lisboa).

La simple realidad es que, en el mundo de hoy, Rusia y China practican una política exterior mucho más prudente, opuesta al belicismo y abierta a la diplomacia y el consenso en la resolución de los problemas internacionales, que sus adversarios occidentales. Basta con observar la crónica bélica de los últimos veinte años para convencerse de ello. No hay aquí tampoco gran paradoja, pues Occidente mantiene niveles de pluralismo de puertas adentro, perfectamente compatibles con la dictadura, el racismo y las matanzas, características del colonialismo y el imperialismo, de puertas afuera.

Si la tensión con Rusia se mantiene hoy en Europa no es solo a causa de esa maldición de la autocracia que condena a la fragilidad al espacio euroasiático con centro en Moscú, sino también y sobre todo a causa de otras enfermedades, particularmente occidentales. Pero esa es otra historia mucho más conocida entre nosotros, y hoy solo queríamos abordar el problema de la fragilidad de Rusia y las contradicciones que encuentra la complicada integración del espacio postsoviético.

Los partidarios de ese orden internacional no imperial, menos injusto y más democrático que necesitamos para afrontar los retos del siglo (calentamiento global, desigualdad, exceso de población y proliferación de recursos de destrucción masiva) deben ser realistas y no hacerse falsas ilusiones.

Fuente: El Salto (https://osalto.gal/rusia/la-maldicion-de-la-autocracia)

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