Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Entrevista con el profesor y activista Gerardo Pisarello

Salvador López Arnal

ENTREVISTA CON EL PROFESOR Y ACTIVISTA GERARDO PISARELLO: “EN LUGAR DE CONSTRUIR MÁS VIVIENDA LIBRE O VIVIENDA PROTEGIDA EN RÉGIMEN DE COMPRA, LOS PODERES PÚBLICOS DEBERÍAN PRIORIZAR EL ALQUILER SOCIAL, LA CESIÓN DE USO O EL USUFRUCTO, Y APUNTALAR LAS NUMEROSAS INICIATIVAS DE COOPERATIVAS DE VIVIENDA SURGIDAS EN LOS ÚLTIMOS AÑOS”.

Papeles ecosociales, nº 105, 2009, pp. 155-167.

Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y un colaborador habitual de revistas como mientras tanto y Sin permiso. Además de ello, es un activista social con pasiones políticas siempre razonadas y, para nuestra suerte, un animador político-cultural de primera magnitud en un escenario barcelonés no siempre suficientemente agitado.

Parte de la conversación que hemos mantenido toma como motivo básico un artículo reciente sobre “El derecho a la vivienda” publicado por el entrevistado y Jaume Asens, vocal de la comisión de defensa del Colegio de Abogados de Barcelona.

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Has hecho referencia recientemente a las consideraciones del Relator Especial de la ONU para el derecho a una vivienda digna tras su visita oficial a España hace un año y medio. ¿Cuáles fueron sus conclusiones?

Hace más de un año, en efecto, y después de visitar diferentes ciudades de España, el entonces Relator Miloon Kothari presentó un Informe demoledor ante el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Allí se denunciaba la existencia de una grave crisis habitacional ligada a un modelo –atípico en Europa-  obsesionado por el impulso de la construcción como motor de la economía, la liberalización del suelo y la insistencia en la propiedad privada como principal régimen de tenencia. Según el Relator, este modelo era responsable de fenómenos preocupantes: desde los elevados índices de exclusión y segregación residencial provocados por la ausencia de un parque de vivienda pública realmente asequible hasta la especulación rampante o la devastación del territorio.

¿Crees que hubieran sido mejores sus conclusiones si la visita se hubiera producido en estos últimos meses?

En su momento, los responsables estatales admitieron que el Informe del Relator se ajustaba bastante al escenario legado por Partido Popular, pero que perdería vigencia una vez se pusieran en marcha las nuevas políticas impulsadas por el PSOE. Lo cierto, sin embargo, es que Kothari ha visitado a España –esta vez de manera no oficial- hace unas pocas semanas y sus impresiones no han mejorado en absoluto.

Por el contrario, ha denunciado duramente que, en un contexto de crisis como el actual, no exista una política financiera y habitacional que, en lugar de centrarse en ayudar a los grandes bancos y constructoras o a las clases medias altas, se ocupe de la suerte de los colectivos en mayor situación de vulnerabilidad. Entre otras cuestiones, el ex Relator ha vuelto a criticar el impulso desmedido a la compra de vivienda, cuando resulta evidente que ello no resolverá los problemas habitacionales de la mayoría de la población, así como la escasez de recursos destinados a la creación de un parque de vivienda pública asequible.

¿Cómo es posible que España haya sido en estos últimos años el país europeo que más ha construido, que más viviendas vacías tiene y el que menos vivienda asequible ha puesto a disposición de la población?

Como se sabe, la economía española ha dependido en exceso de sectores de dudosa sostenibilidad como el turismo y la agricultura intensivos o la construcción indiscriminada. Esa dependencia, naturalmente, no ha sido producto de una maldición divina sino de decisiones políticas y legislativas deliberadas.

En realidad, las grandes constructoras y promotoras, así como los bancos con intereses en el sector de la construcción, se han beneficiado durante años de un marco normativo que favorecía la obtención de pingües ganancias a corto plazo y colocaba en segundo plano los límites sociales o ambientales. Y cuando no han podido actuar dentro de ese marco lo han vulnerado sin tapujos en connivencia con los poderes públicos. Hasta las instituciones de la Unión Europea –tan partidarias, por otro lado, de la liberalización de servicios y capitales- han reconocido el vicioso círculo que une en España crecimiento económico, blanqueo de capitales, corrupción urbanística y financiación política.

Para aceitar este espaldarazo a la economía del ladrillo, se pusieron además en marcha todo tipo de incentivos fiscales y financieros a la compra de vivienda, desatendiendo de forma escandalosa la necesidad de crear un parque público de vivienda asequible. No es de extrañar, en ese contexto, que antes de la crisis, se hubiera construido en España, sólo en un año, más vivienda que en Reino Unido, Francia y Alemania juntos. Tampoco es de extrañar que muchas de esas viviendas permanecieran vacías, y mucho menos que, en un Estado donde la vivienda pública realmente “social”, esto es, segura y asequible, no llega al 2% del parque disponible existan miles de personas que carecen literalmente de techo.

¿Para qué esas viviendas vacías? ¿Quiénes ganan con ellas? Por otra parte, ¿por qué un gobierno de orientación socialista no se ha atrevido un poco más en este ámbito?

El tema de las viviendas vacías es complejo y exige establecer algunas distinciones. Según los datos del INE de 2000, el total de viviendas vacías en el conjunto de España rondaba los 3.000.000. No hay duda que una parte de esas viviendas corresponden a pequeños propietarios que las mantienen vacías, por ejemplo, porque no pueden rehabilitarlas, porque han tenido experiencias de arrendatarios abusivos o porque pretenden reservarlas a sus hijos. Aquí pueden, desde luego, producirse conductas especulativas, pero no son ni las principales ni las más graves. En realidad, contra lo que la derecha, y una parte de la izquierda, pretenden, el mercado habitacional no es un idílico mercado de pequeños y esforzados propietarios ahorristas. Es, sobre todo, un mercado oligopólico dominado por verdaderos monarcas del ladrillo –desde los Florentino Pérez a los Núñez y Navarro- y en el que se realizan operaciones especulativas de gran calado. Organismos vinculados al gobierno calcularon, por ejemplo, que de las 812.294 viviendas construidas en 2005, casi la mitad estaría destinada  a “fines especulativos”.

Para acabar con este tipo de fenómenos, el gobierno del PSOE, pero también los autonómicos, deberían haber comenzado por producir información fiable sobre vivienda vacía, con datos desagregados que permitieran, entre otras cuestiones, saber a qué razones obedece el abandono, cuál es la demanda residencial en la zona concernida y, sobre todo, si se trata de una segunda, tercera o cuarta residencia, o directamente si se está frente a una estructura oligopólica. A partir de aquí se debería haber sancionado de manera ejemplar –a través de medidas fiscales o recurriendo a la expropiación- los usos anti-sociales más graves y escandalosos. Finalmente, se debería haber impulsado con energía la creación de un parque público de vivienda asequible que presionara sobre los precios del mercado libre de alquiler y desactivara las conductas especulativas.

Nada de esto, claro, depende de una simple opción “técnica”. Distinguir entre pequeños y grandes propietarios y estar dispuesto a actuar contra estos últimos supone aceptar que la generalización del derecho a la vivienda, como cualquier otro derecho social, exige remover privilegios y erradicar los ejercicios abusivos del derecho de propiedad y de la libertad de mercado. El actual gobierno de “orientación socialista” no está por la labor. Aseguran querer generalizar los derechos sociales pero no están dispuestos a asumir el conflicto que cualquier política igualitaria comporta. La universalización del derecho a una vivienda digna no es compatible con un tipo de “gobernabilidad” fundada en eludir cualquier roce con los bancos, constructoras, promotores e inmobiliarias que se benefician de manera directa del actual modelo.

Se habla en ocasiones de los enormes costes sociales y ambientales del modelo urbanístico e inmobiliario español, ¿qué costes sociales son esos? ¿A qué costes ambientales os estabais refiriendo en vuestro artículo? ¿No ocurre lo mismo en otros países de nuestro entorno?

Los costes sociales tienen que ver con las dificultades que tienen vastos sectores de la población para conseguir, y luego mantener, una vivienda digna. El acceso a la vivienda en el mercado libre es caro e inseguro, tanto en el caso de la compra como en el del alquiler. Comprar sólo ha sido posible, como se está viendo, al precio de un sobre-endeudamiento brutal. Alquilar, por su parte, no es más seguro. Los contratos, cuando se cumple la normativa, duran como máximo 5 años. Una vez transcurrido, el propietario puede rescindirlo o aumentar la renta de manera indiscriminada.

Si nos fijamos, en cambio, en la vivienda pública, la situación no es mucho mejor. De entrada, vivienda pública no quiere decir, en el caso español, vivienda de calidad y asequible. El modelo dominante es la famosa Vivienda de Protección Oficial (VPO), un tipo de vivienda con precios ligeramente por debajo de los precios del mercado libre, pero dirigida a las clases medias y medias altas, y muy lejos del alcance de los sectores con menos recursos. El alquiler social, por su parte, y otras fórmulas como la cesión de uso o el usufructo son prácticamente inexistentes.

Esto no es así en otros países de Europa. Es verdad que en las últimas décadas la ola privatizadora ha generado una caída en los índices de vivienda social y un cierto repunte de la apuesta por la vivienda libre. Pero en la mayoría de estos países el punto de partida era la existencia de un parque público robusto. Todavía hoy, la vivienda pública de alquiler supone el 35% del parque habitacional en Holanda y alrededor del 20% en países como Dinamarca, Suecia o Reino Unido. En el Estado español, como ya he comentado, no llega al 2%.

¿Y en cuanto a los costes ambientales?

Lo mismo puede decirse de los costes ambientales. La urbanización indiscriminada no sólo no ha resuelto las necesidades habitacionales de la mayoría. Ha supuesto una destrucción feroz de la costa y otros espacios verdes, ha incrementado la necesidad de desplazamientos, de carreteras, y ha obligado a llevar servicios de agua, electricidad y transporte a urbanizaciones creadas con fines principalmente turísticos. Esto tiene mucho que ver con la orientación de la economía española. Basta con leer los informes de la propia Unión Europea sobre la devastación territorial producida en Levante o los Informes anuales de Greenpeace Destrucción a toda costa para hacerse una idea de las dimensiones de esta tragedia.

Afirmabais también en vuestro artículo que el nervio especulativo de estas intervenciones está estrechamente imbricado con políticas públicas diseñadas a lo largo de los años ochenta y noventa. ¿Cómo se produce esa imbricación? ¿Qué características han tenido esas políticas públicas? ¿Favorecer siempre a las constructoras y luego un brindis al sol y a la retórica falsaria?

Ya en los años 80, una vez desactivado el tejido asociativo vecinal construido en la lucha anti-franquista, comenzaron a promoverse políticas que, con la excusa de modernizar y dinamizar el parque habitacional, favorecieron la propiedad privada como régimen principal de tenencia y el uso de la vivienda como un bien de inversión.

Al hilo del enrichissez vous de Solchaga, Boyer impulsó un Decreto decisivo de liberalización de los alquileres, se introdujeron incentivos fiscales a la compra y se evitó de manera deliberada la creación de un parque público de vivienda asequible. Durante los noventa, el Partido Popular profundizó esas políticas y otorgó un fuerte espaldarazo a las constructoras y grandes inversores inmobiliarios. Aquí tuvo un papel central la decisiva Ley de Suelo auspiciada por Álvarez Cascos y conocida como ley del “todo urbanizable”.

Todo ello fue configurando un entramado normativo mansamente aceptado por la mayoría de Comunidades Autónomas y municipios. Ese entramado trajo los lodos actuales: construcción indiscriminada, devastación del territorio, especulación rampante, viviendas vacías, exclusión y segregación residencial e incluso el acoso o mobbing inmobiliario, es decir, la violencia ejercida sobre arrendatarios con renta antigua, generalmente personas mayores, para que abandonen sus pisos. Y en medio de todo, claro, algún que otro brindis al sol, normativas garantistas intencionalmente incumplidas y una ausencia notoria de voluntad política para generar en el ámbito de la vivienda un servicio público como mínimo similar al diseñado en materia educativa o sanitaria.

¿Por qué en España, a diferencia de otros países, se considera la propiedad privada como régimen principal de acceso a la tenencia de vivienda? Esa opción, por lo demás, es una creencia absolutamente extendida no sólo entre las capas medias sino entre amplios sectores de las clases trabajadoras y desde hace muchos años. ¿No es el caso en tu opinión? Si lo es, se podría argumentar así: ese es el deseo mayoritario de las gentes. ¡Qué le vamos a hacer!

La preferencia por la propiedad privada, que es en efecto mayoritaria, no responde a un atávico reflejo del homo ibericus. Es el resultado de décadas de políticas públicas orientadas a conseguir esa adhesión. En 1950, de hecho, tan solo el 46% de las viviendas estaban ocupadas por sus propietarios. En 1981, esa cifra ascendía al 73% y en 2001 al 82%. Pero esa tendencia resultaría inexplicable sin los jugosos incentivos fiscales a la compra, sin las facilidades de crédito, aun al precio de un enorme endeudamiento, y sobre todo, sin la ausencia de un parque de alquiler público o privado de calidad que pudiera operar como alternativa.

Lo que la gente desea, en mi opinión, es una vivienda segura y asequible, para sí y para sus hijos, así como una garantía económica en caso de necesidad. Las políticas públicas han generado la ilusión de que esto sólo puede conseguirse a través de la propiedad privada, convirtiendo a la vivienda un bien de inversión. Sin embargo, un parque robusto de vivienda pública en régimen de alquiler, acompañada de salarios dignos y de servicios públicos de calidad, podría desempeñar un papel equivalente, sin generar la  especulación y el atroz endeudamiento que ha comportado el modelo actual. De la misma manera que se ha creado una “cultura” de la propiedad privada, podría crearse una “cultura” del alquiler, de la cesión de uso, del usufructo o de la propiedad cooperativa capaz de garantizar a las generaciones presentes y futuras vivienda segura, asequible y de calidad.

¿Quienes tienen atribuciones para “liberalizar” y privatizar el suelo? ¿Los Ayuntamientos de izquierda han tomado posiciones más críticas, menos entregadas a los dioses de la codicia que los ayuntamientos en manos de la derecha, el Capital y el mal? ¿Podéis poner algún ejemplo destacable?

El sistema competencial en materia de vivienda y urbanismo es bastante complejo. En realidad, todas las instancias institucionales –estatales, autonómicas y locales- pueden adoptar decisiones que alienten o desincentiven la privatización del suelo. Los ayuntamientos han sido los más tentados a ello. Además de por razones ideológicas, porque, a falta de financiación suficiente, la venta de suelo o las recalificaciones se han convertido en una forma efectiva de obtener recursos y, sobre todo, de sufragar la propia actuación política.

Esto, naturalmente, no ha sido así en todos los casos. Tal vez la excepción más conocida es la de Marinaleda, un pueblo sevillano de 2.600 habitantes gobernado por la izquierda, donde el suelo, totalmente municipalizado, se cede gratuitamente a los vecinos para proyectos de autoconstrucción y donde existen ocho cooperativas de producción y una de segundo grado.

Además de este caso, han existido interesantes experiencias de presupuestos participativos, de cooperativas de vivienda o de un mayor desarrollo de la vivienda pública de alquiler en ayuntamientos gobernados por la izquierda en Andalucía, Euskadi, Catalunya o Madrid. Todas ellas, con mejores o peores resultados, han conseguido poner en marcha políticas concretas inspiradas en criterios diferentes a los del beneficio ilimitado o a los del productivismo irracional. Y la lista podría extenderse si se mira más allá del caso español. En Francia, el ayuntamiento de Bovigny, también gobernado por fuerzas de izquierdas, declaró a la ciudad “territorio libre de desalojos por razones económicas”. En Italia, por su parte, la izquierda consiguió expropiar en distritos de Roma grandes inmuebles abandonados pertenecientes a la Iglesia católica y destinarlos a colectivos sociales. Con voluntad política y participación popular, en realidad, es posible llegar mucho más lejos de lo que suelen admitir los supuestos realistas y pragmáticos de turno.

 Has hecho referencia a que varias comunidades autónomas y el mismo gobierno central más tarde, aprobaran una serie de medidas que parecían inscribirse en un horizonte urbanístico diferente. ¿Es el caso? ¿Qué leyes son esas? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?

Me refería, por ejemplo, a las últimas leyes vascas en materia de suelo, que se encuentran entre las más avanzadas del Estado, y a algunas políticas concretas en materia de vivienda impulsadas por Ezker Batua desde el Gobierno tripartito vasco. Me refería también a la ley de barrios catalana –considerada por muchos una auténtica ley anti-guetos- o a la propia ley del derecho a la vivienda, que introduce conceptos interesantes como la sanción de los usos anti-sociales de la propiedad, la inversión de la carga probatoria en casos de acoso inmobiliario o el alquiler forzoso de viviendas abandonadas de manera injustificada y permanente. Y me refería también, a la última ley de suelo estatal, que fue aprobada en la pasada legislatura gracias a la voluntad política de ministros como Cristina Narbona y a la presión de la izquierda y del movimiento ecologista, y que ofrece instrumentos útiles para dejar atrás la idea de “España una, libre y urbanizable” instalada por el Partido Popular (y por no pocos dirigentes del PSOE).

El problema, en realidad, es que muchos de los elementos garantistas contenidos en estas leyes todavía duermen el sueño de los justos o se han visto contradichos por otras medidas de tipo privatizador o productivista. Esto ha sido bastante frecuente en los gobiernos tripartitos, aunque también en el propio gobierno estatal. Así, el ala con mayor sensibilidad “social y ecologista” es invariablemente sacrificada al ala más “liberal y productivista”, lo cual genera, con razón, una gran frustración política y una sensación de deserción por parte de la izquierda con tareas de gestión.

La Constitución española reconoce el derecho a una vivienda digna. ¿Qué significado tiene, prácticamente, esa consideración para la ciudadanía más desfavorecida? ¿Cómo debería legislarse, como se debería actuar para que ese derecho a la vivienda fuese un derecho como lo es, aunque necesiten protección y apoyo crecientes, el derecho a la salud y a la educación?

La Constitución española –muy poco ejemplar en otros aspectos- es bastante exigente al regular el derecho a la vivienda. No sólo porque reconoce que esa vivienda debe ser digna y adecuada, sino sobre todo porque vincula dicho reconocimiento a la erradicación de la especulación, a la utilización del suelo de acuerdo al interés general y a la participación de la comunidad en las plusvalías que genere la actuación urbanística.

Esto explica que los movimientos sociales de defensa del derecho a la vivienda que irrumpieron hace unos años, asumieran como consigna el cumplimiento del artículo 47. Y no porque fueran defensores entusiastas de la Constitución española, sino porque entendían que allí estaban las premisas para hacer del acceso a la vivienda un derecho universal como la salud o la educación: sacándola del mercado capitalista, evitando su reducción a objeto de especulación, convirtiéndola en un servicio público sometido al interés general y asegurando, en definitiva, la participación popular en la riqueza generada por las ciudades.

 ¿Qué política te parece más razonable en este ámbito? ¿Alimentar la opción de los alquileres algunos de ellos a precios abusivos y poco controlados? ¿Incentivar la vivienda pública? ¿Facilitar el cooperativismo?

En mi opinión, es imprescindible apostar fuerte por un parque de vivienda social, asequible y segura, tanto pública como cooperativa. En lugar de construir más vivienda libre o vivienda protegida en régimen de compra, los poderes públicos deberían priorizar el alquiler social, la cesión de uso o el usufructo, y apuntalar las numerosas iniciativas de cooperativas de vivienda surgidas en los últimos años.

Es verdad que en otros países, la vivienda pública se ha convertido en sinónimo de degradación y de mala calidad. Sin embargo, la burocratización de la gestión de un parque público de viviendas no es inevitable. Es posible pensar formas de tenencia seguras, accesibles y que permitan un cierto control sobre los propios recursos, pero que neutralicen los usos especulativos. Viviendas, para entendernos, baratas, seguras y de calidad, que puedan reformarse o transmitirse a los hijos, pero que no puedan, por ejemplo, venderse como si se tratara de una mercancía.

¿Por qué, como vosotros mismos habéis denunciado, casi una tercera parte del presupuesto público se piensa destinar a empresas e instituciones financieras que han tenido una responsabilidad no menor en la actual crisis? ¿Es razonable ayudar a los responsables del desastre para que salgan airosos e incluso victoriosos de una situación anunciada de la que ellos mismos son responsables? Si no lo es, ¿por qué se les ayuda entonces?

Hace poco, David Harvey decía que Estados Unidos había quedado dividido en dos partidos: los demócratas de Wall Street y los republicanos de Wall Street. Las corporaciones que gobiernan el actual capitalismo globalizado controlan, además, buena parte de los espacios institucionales que podrían ponerles límites. Naturalmente, hay contradicciones entre ellas y no todas tienen el mismo peso. Algunas caerán, y de hecho ya han caído, y otras, como dices, saldrán airosas y victoriosas. Basta ver la sonrisa de Botín o de los grandes capitanes de la industria automovilística para advertir de que no todos saldrán igualmente reforzados de esta crisis.

¿Hay riesgos no teóricos de que muchas familias se queden sin techo? ¿Cuáles son las consecuencias de la situación para personas que han llegado a nuestro país en los últimos años para vivir y trabajar duramente?

Según FEANTSA, una organización de ámbito europeo que trabaja con los sin-hogar, hay unas 300.000 personas sin techo en todo el Estado, y es más que probable que ese número aumente en la actual coyuntura. Otra organización reciente, hija de la crisis, la Unión de Propietarios de Viviendas Familiares con Hipotecas Impagables, calcula que unas 120.000 personas podrían ser embargadas en 2008. Muchas de estas familias son familias de migrantes que trabajaban en la construcción y que, de un golpe, se han quedado sin trabajo, sin casa, y corren el riesgo de ser expulsados. Es decir, se trata de personas que han pasado bruscamente del sueño europeo del empleo y la propiedad a la pesadilla de la irregularidad y la expulsión.

Vosotros mismos habéis apuntado que nada se conseguirá mediante “estímulos” a los grandes propietarios y constructores o insuflando aires al sistema financiero. Por el contrario, apuntáis, hace falta determinación para cambiar el rumbo de raíz  poniendo límites a los precios abusivos del mercado privado de alquiler. ¿Cómo? ¿Señalando un límite decís? ¿No es eso contrario a la economía de mercado? Precios fijados por el estado, ¿eso defendéis?

Las ayudas a los bancos y los estímulos a los grandes  constructores y propietarios han sido la primera reacción del gobierno. Ahí está, como ejemplo, el reciente ante-proyecto que pretende favorecer el alquiler facilitando los desahucios de los colectivos más vulnerables. Es la misma lógica que se ha aplicado para justificar la “flexibilización laboral”: para crear más empleo, hace falta dar más seguridad al empleador y facilitar el despido. Con los resultados que ya se conocen.

Hay países, como el Reino Unido, en los que el desahucio es fácil. Pero al menos allí existe –a pesar de los retrocesos experimentados con Thatcher y Blair- un parque público de vivienda que permite un cierto derecho al realojo. En el caso español, como ya he comentado antes, la vivienda pública realmente social es prácticamente inexistente. Y mientras ese parque público no exista, la única solución aceptable es evitar los precios abusivos en el mercado privado de alquiler. Esto se puede conseguir de diversas maneras: con precios máximos indicativos, como en Alemania, o con precios máximos por zona, como en muchas ciudades de Suiza o Escocia; con mediaciones públicas que faciliten el alquiler privado a precios accesibles o, en último término, recurriendo al alquiler forzoso, allí donde haya una fuerte demanda residencial o donde existan propietarios con varias viviendas vacías, como permite la actual ley catalana.

Creando, decís también, con lo ya construido, un parque de vivienda pública asequible, suficiente y de calidad. ¿Y cómo adquiere el Estado ese parque de vivienda pública? ¿Expropiando a los especuladores? ¿Comprando? ¿A qué precio y con qué dinero?

En un contexto como el actual, en el que el modelo urbanístico ha generado una gravísima devastación del territorio, la prioridad no debería ser la construcción ilimitada de vivienda nueva, y mucho menos en propiedad, sino la rehabilitación y recuperación de viviendas y barrios degradados.

Aquí, las administraciones disponen de diversos instrumentos para ir consolidando un parque público de vivienda asequible. La Unión de Propietarios de Viviendas Familiares con Hipotecas Impagables, por ejemplo, ha sugerido que los poderes públicos autonómicos o municipales compren parte de las viviendas que resulten subastadas judicialmente, para luego ingresarlas en su parque de vivienda pública de alquiler. Si el deudor hipotecario viviera en ese inmueble, tendría derecho preferente de acceso al mismo en condición de inquilino. Fuera de ello, las administraciones públicas pueden recurrir a otros instrumentos más clásicos, como el derecho de tanteo y retracto, que les permitiría adquirir vivienda con carácter preferente, hasta la expropiación forzosa. Ciertamente, esta última es una medida extrema, pero con frecuencia es la única solución frente a situaciones también extremas de especulación o de necesidad habitacional. También en estos supuestos, como se ha apuntado ya, podría recurrirse a la expropiación temporal del uso, aunque no de la propiedad.

Es verdad, como dices, que todo esto cuesta dinero. Pero ese dinero existe y se está gastando en un sentido opuesto. Ahí están las ayudas a los bancos, las desgravaciones fiscales a la compra, las ayudas a la construcción de vivienda libre o de precio concertado: millones y millones de euros que podrían destinarse a financiar las medidas antes mencionadas. Y ello por no recurrir a argumentos más clásicos, pero de todo punto pertinentes: los gastos militares, las prebendas fiscales al capital, etcétera.

Habláis también de someter al sistema financiero a estrictos controles democráticos que permitan trascender la gestión neoliberal y productivista del territorio. ¿Qué controles democráticos serían esos? ¿Puedes ejemplificarlos?

En estos últimos tiempos, se ha vuelto a hablar de la nacionalización de la banca. Hemos asistido, incluso, al conmovedor espectáculo de irredentos neoliberales que reclaman la nacionalización como un instrumento transitorio de depuración del sistema para que éste pueda volver a sus correrías. Frente a esta versión neoliberal de la nacionalización, o frente a las tradicionales versiones burocráticas, me parece necesario exigir auténticos controles democráticos y sociales sobre el conjunto del sistema financiero. Ello supondría, entre otras cosas, eliminar la “autonomía” del todopoderoso Banco Central Europeo y de los bancos estatales, exigir responsabilidades a las agencias de calificación de deuda por su actuación durante la crisis, levantar el secreto  bancario y comercial, combatir con decisión los paraísos fiscales, introducir impuestos a las transacciones financieras y las grandes fortunas, o pensar en nuevos instrumentos de gestión del crédito de ámbito estatal o supra-estatal, como el proyecto del Banco del Sur impulsado en América Latina. De lo que se trata, en definitiva, es de dejar claro que la solución del problema habitacional exige medidas que van más allá del ámbito de la vivienda y que están claramente ligadas a la democratización de la economía en su conjunto.

Señaláis, finalmente, que en las medidas que se deben tomar se juega la misma credibilidad de las instituciones políticas frente a una ciudadanía cuya paciencia no debería presumirse infinita. ¿Crees realmente que la ciudadanía está en pie de combate, de resistencia? ¿Oteas aquí un horizonte de ruptura? ¿No estás más bien manifestando un deseo que describiendo una realidad?

Para otear un horizonte de ruptura en las sociedades opulentas y de consumo dirigido del Norte tendría que haber pasado los últimos años, como diría Terry Eagleton, encerrado en un cuarto oscuro y con una bolsa en la cabeza. No, la situación es ciertamente difícil. El neoliberalismo ha visto erosionada su legitimidad teórica, pero continúa gozando de enorme vitalidad. Que la ciudadanía no esté en pie de combate, sin embargo, no quiere decir que su paciencia deba presumirse infinita. El capitalismo, incluso en Europa, genera un enorme malestar que, a pesar de la propaganda, ha ido desgastando la credibilidad de las instituciones públicas. Esa desafección y esa impaciencia, ciertamente, pueden ser aprovechadas por la extrema derecha, siempre dispuesta a encontrar un chivo expiatorio –como la migración- que explique con sencillez una inseguridad laboral y social cada vez más generalizada. Pero también pueden permitir la irrupción de movimientos sociales capaces, como decía antes, de generar alternativas a la gestión neoliberal y ecocida de la producción, del consumo y del propio territorio. El potente y creativo movimiento de defensa del derecho a la ciudad y a una vivienda digna surgido hace unos años fue una sorpresa para muchos. Y aunque hoy experimenta un cierto reflujo, nada impide pensar en que pueda reaparecer en futuras luchas, junto a los parados, los hipotecados y otros afectados por la presente crisis. 

Dos preguntas más fuera de guión. La primera: ¿crees que el Constitucional va a fallar en contra del estatuto catalán? Si fuera así, ¿cuál debería ser la estrategia a seguir?

Con la actual composición, es muy difícil que el Tribunal se pronuncie por la constitucionalidad del Estatuto. La duda es qué aspectos considerará inconstitucionales y si lo hará a través de una sentencia interpretativa o mediante la anulación de los preceptos respectivos. En cualquier caso, y sobre todo después de la endeble sentencia sobre la ley de consultas vasca, me parece imprescindible defender, en el campo de las ideas, y en la calle si hiciera falta, el derecho democrático a decidir. Esta sigue pareciéndome, como decía Manuel Sacristán, la única manera de dar con una solución “limpia y buena” a la compleja cuestión de la diversidad nacional y cultural del Estado.

La segunda: ¿cómo se puede explicar la actitud del fiscal contra el auto de Garzón sobre el franquismo? ¿Es posible jurídicamente anular los juicios políticos del régimen instaurado por el general golpista y asesino? ¿Un Estado democrático puede erguirse con la sombra histórica y el horror de 15.000, 20.000 o 30.000 niños desaparecidos, extirpados violentamente a sus familias por “ladrones de vida”?

Más allá de las inconsistencias jurídicas de algunos argumentos esgrimidos por Garzón, lo que subleva a quienes le critican por este auto es la posibilidad de que los tribunales, con toda la carga simbólica que ello comporta, pongan blanco sobre negro la responsabilidad de Franco y su régimen por crímenes aberrantes que ofenden no sólo a las víctimas sino a la humanidad toda. En este sentido, la nulidad de los juicios realizados durante el franquismo presenta algunos obstáculos jurídicos, pero ninguno de ellos insalvables. La propia ley de memoria histórica permite la declaración de ilegitimidad de esos juicios, y el título que declara esa ilegitimidad bien podría actuar como fundamento de un posible recurso de revisión. Que treinta años después de la transición de la dictadura a la monarquía parlamentaria cueste tanto tratar estos temas es una prueba de las endebles credenciales democráticas sobre las que se sostiene el actual estado de cosas.

 

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