Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Presentación de Las manos que acarician también pueden destruir. Una aproximación a la política de la ciencia de Manuel Sacristán Luzón

Salvador López Arnal

Para Antonio Navas, director, coordinador y gran lector del seminario Jordi Torrent sobre la obra de Manuel Sacristán.

 

Hoy hace 37 años del fallecimiento –muy temprano levantó al muerte el vuelo– de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), maestro nunca olvidado de varias generaciones de profesores, estudiantes y ciudadanos comprometidos. Publico en recuerdo suyo el prólogo de un libro en construcción: Las manos que acarician también pueden destruir, centrado en una de las aristas más esenciales del autor de Panfletos y materiales en sus últimos años: la política y filosofía de la ciencia.

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The Minerva Research Iniciative es un programa diseñado por el ex Secretario de Defensa norteamericano Robert M. Gates en 2008. Su prioridad es lograr «una comprensión más profunda de las dinámicas sociales, culturales y políticas que dan forma a las regiones de interés estratégico alrededor del mundo». Existen antecedentes; los jasones, por ejemplo.

El programa ha sido dotado de un fondo inicial de 50 millones de dólares que se ha ido incrementando. Académicos estadounidenses, «expertos» que trabajan como analistas en temas relacionados con las políticas de seguridad, se financian con él. Los amplios recursos disponibles se concentran en las grandes universidades. Defensa busca definir y desarrollar conocimiento básico sobre las fuentes de conflictos presentes y futuros con atención especial a la comprensión de las trayectorias históricas de territorios clave. Se apuesta por una «ciencia social de vanguardia» y por estudios interdisciplinarios de destacados científicos en estos campos.

Dos ejemplos de los temas seleccionados –http://minerva.dtic.mil– en la lista de los catorce ganadores elegidos entre las más de 300 candidaturas que se presentaron para el período 2013-16: «La fortaleza de las normas sociales a través de las culturas: implicaciones para el conflicto y la cooperación intercultural.» (Michele Gelfand, Departamento de Psicología, Universidad de Maryland) y «La Geografía Humana de la Resiliencia y del cambio; los derechos de la tierra y la estabilidad política en las sociedades indígenas de América Central» (Jerome Dobson, Kansas, presidente de la American Geographical Society). Esta segunda investigación aspira a dilucidar el impacto de estos factores en «las capacidades del Ministerio y las implicaciones generales para la defensa nacional de los EEUU». Dobson no identifica los países en los que incursionará ni los pueblos indígenas que serán «objetos de estudio». Pretende definir, digitalizar cartográficamente y evaluar, los regímenes del uso de la tierra de las municipalidades indígenas. Con sus datos y resultados, los militares tendrán «nuevas capacidades para realizar la investigación geográfica humana, comparables con (pero más avanzadas que) aquellas que se emplearon extensivamente durante las dos guerras mundiales».

Minerva organiza conferencias con paneles de universitarios y de miembros del Departamento de Estado encargados de elaborar estrategias. También con responsables de operaciones militares. En ellas se habla de las investigaciones en marcha y de los impactos del programa en las ciencias sociales. En 2013, la reunión (que suele ser anual) tuvo lugar en la Universidad de California. Contó con la presencia de su Comité Directivo, del subsecretario para Estrategia de Defensa, Daniel Chiu, y del coordinador del Consejo Nacional de Inteligencia, Christopher A. Kojm. Entre los asuntos tratados destacaron: «Tecnología, poder y seguridad en China», «Movilización para el cambio. ¿Quién se hace terrorista?», «Cambio climático, acceso a los recursos y seguridad».

No faltan en la lista de proyectos los de la antropóloga Montgomery McFate, la iniciadora del programa de científicos empotrados en las brigadas de combate de las guerras de Irak y Afganistán. La doctora McFate dirige el programa «Conocimiento cultural y Seguridad Nacional» y en Antropología militar intenta responder al siguiente interrogante: qué podemos aprender de la experiencia de vida y del legado intelectual de los científicos sociales que contribuyen directamente a las operaciones militares[1].

No se trata, pues, solo de ciencias físicas, biológicas, formales, informáticas y afines y del uso bélico de los desarrollos tecnológicos que posibilitan. Cabe hablar, es necesario hablar, de las ciencias sociales y de su contribución al diseño y realización de operaciones militares. Y también del papel de los científicos sociales implicados.

Dirigiéndose a un auditorio de directores de prensa, Dwight David Eisenhower, el mismo presidente norteamericano que daría su apoyo y bendiciones al régimen fascista del general Franco y rompería relaciones con Cuba dos años después del triunfo de la revolución, censuraba en 1953 el derroche de dinero, conocimientos y esfuerzos humanos que suponía idear artefactos que un país no debería usar nunca, al mismo tiempo que criticaba «el enervante efecto de dedicar dinero a la guerra y a su preparación» (Benjamin 2014: 57). Lo hacía con las siguientes palabras: «Todas y cada una de las armas de fuego que se han fabricado, todos y cada uno de los buques de guerra que se han botado, todos y cada uno de los cohetes que se han lanzado representan a la postre un robo a quienes pasan hambre y no reciben comida, a quienes tienen frío y carecen de ropa para abrigarse. Un mundo en armas no malgasta dinero únicamente. Malgasta el sudor de sus trabajadores, la inteligencia de sus científicos, la esperanza de sus jóvenes. ¿Acaso el mundo no sabe vivir de otro modo?»

No erró el conservador general norteamericano. Rodriguez Temblay, presidente de la Sociedad Canadiense de Economistas, señaló sesenta años después, octubre de 2014, que «el presupuesto militar es tan grande, que el CIM [complejo militar-industrial] se ha convertido en un Estado dentro del Estado». Según el informe anual del SIPRI (Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo), el gasto mundial en armamento militar se incrementó en 2008 en un 4% respecto al año anterior, hasta alcanzar 1,46 billones de dólares[2]. De esta manera, siete años después del 11 de septiembre de 2001, en el momento en que se desató la «fiebre» de la guerra preventiva, el unilateralismo y la violación abierta del derecho internacional, estalló una enorme crisis económica y social vinculada a las hipotecas-basura, a la ingeniería y «creatividad» financieras y a la cultura del Yo desenfrenado. La crisis no era más que un síntoma. Mostraba la inestabilidad de la economía y de las sociedades que se organizan como mercados aguerridos y a los seres humanos que las habitamos como Homo oeconomicus preparados para guerras de conquistas (Schirrmacher 2014: 14).

La relación entre gasto militar y situación económica ponen de acuerdo a casi todos los estudiosos. La incidencia del primero en la segunda ha sido nefasta. Chalmers Johnson ha recordado que la salida a la crisis de 1929 se produjo a partir del fuerte incremento de la producción militar en los años previos a la II Guerra Mundial y durante su desarrollo. La guerra fría reactivó el temible CMI: entre los años 50 y los 60, entre un tercio y dos tercios de la investigación científica, «se orientaron al campo militar, lo que con el tiempo llevó a una gran debilidad económica al país». La extendida devoción al keynesianismo militar, señala Johnson, es en realidad «una forma de suicidio económico lento».

Atilio A. Boron, en «¿Rumbo hacia una tercera Guerra Mundial?»[3], ha mostrado misma preocupación: un mundo en paz sería un desastre para el keynesianismo militar norteamericano. Necesitan de la guerra, de muchas guerras. Y si no las hay las crean. Disponen de numerosos recursos humanos altamente especializados en este tipo de operaciones. Para este entramado de intereses nada puede ser más perverso que la paz, cualquier pretexto es bueno para combatirla.

Por eso Estados Unidos (y su ampliación otánica) ha venido librando guerras sin solución de continuidad desde el fin de la II Guerra Mundial. Corea, Vietnam, Laos, Camboya, Irak, Afganistán, intervenciones en América Latina,… son los hitos más trascendentes de una lista interminable, y que cada vez con más fuerza empuja a la humanidad hacia el abismo.

La historia enseña que todas las transiciones geopolíticas globales, estamos inmersas en una de ellas, estuvieron siempre acompañadas por grandes guerras. La excepcionalidad de la situación actual, señala el intelectual argentino, reside en que, como ya observara Albert Einstein, «no sabemos con qué armas se libraría una tercera guerra mundial», aunque sí sabemos con cuales «se lucharía en la cuarta, en caso de llegar a ella: con piedras y garrotes».

 

En enero de 1952, un año antes del inesperado giro crítico del que fuera presidente norteamericano, un joven intelectual barcelonés nacido en Madrid, la ciudad resistente, publicaba en Laye con la firma de «Horacio» una crónica («Entre Sol y Sol, II»[4], Sacristán 1985a: 22-24) sobre la primera visita de la Escuadra Norteamericana al puerto de su ciudad de adopción. Durante sus últimos cursos de Derecho y Filosofía, el agudo y sarcástico cronista había participado de manera muy activa, junto a compañeros «letraheridos» como Juan Carlos García-Borrón, Jesús Núñez, Josep Maria Castellet, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Joan y Gabriel Ferrater, Esteban Pinilla de las Heras y otros amigos, en la creación y edición de Qvadrante y de «la inolvidable» (en palabras de Josep M. Castellet). Farreras Valentí, Gómez de Santamaría, al igual que Pinilla, García Borrón y él mismo fueron los colaboradores de Laye con mayor vocación político-pedagógica.

Tras la aniquilación de la revista (se les exigió pasar censura) decretada desde poderosas instancias gubernamentales y después de conseguir una beca de la Deutscher Akademischer Austauschdienst, el que sería años más tarde traductor de Quine y Hasenjaeger, partió a estudiar lógica y filosofía de la ciencia en el Instituto de Lógica Matemática y de Fundamentos de la Ciencia de la Universidad de Münster, en Westfalia. Allí estuvo hasta la primavera de 1956.

El instituto alemán, probablemente la institución de lógica y epistemología más importante en la Europa occidental de aquellos años, estaba dirigido por Heinrich Scholz, teólogo, filósofo, lógico y uno de los maestros que el autor de Introducción a la lógica y al análisis formal y Lógica elemental nunca olvidó y a quien dedicó un sentido artículo tras su fallecimiento (Sacristán 1984: 56-89). Sobre este lógico alemán, arriesgado protector de Jan Lukasiewicz durante el nazismo, comentaría años después (2005: 56), al referirse a las complejas cuestiones metafísicas que en realidad sólo podían resolverse en la vida cotidiana: «[…] dejan ver muy claramente que, contra la ilusión de una respetable tradición filosófica entre la que cuento a uno de los pocos que considero que han sido maestros míos, que me han enseñado algo, Scholz, el metafísico y lógico protestante de Westfalia, de la primera mitad de siglo, contra lo que ellos han esperado, no existe la posibilidad de una metafísica como ciencia rigurosa.»
La estancia en el Instituto de lógica fue decisiva para su evolución filosófica y para su compromiso y arriesgada praxis política. A la rica y profunda formación lógica y analítica que allí adquirió, se sumó, tras varios intentos frustrados de aproximación a ámbitos libertarios[5] de la oposición activa al franquismo, su vinculación a la tradición marxista-comunista, al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y al Partido Comunista de España (PCE). Su inusual y más que significativa renuncia a una plaza de profesor en la Universidad de Münster, tal como haría diez años después, tras su expulsión de la universidad barcelonesa en 1965 por órdenes del rector franquista Francisco García Valdecasas, desestimando (y agradeciendo a un tiempo) un generoso y similar ofrecimiento de Mario Bunge, de quien traduciría para Ariel La investigación científica[6], estuvo motivada por su toma de posición, por su fuerte y consistente compromiso desde el comunismo democrático con la lucha antifascista, una militancia que nunca vivió de manera insustantiva, como superficial marco exterior, asumido puntual y epidérmicamente. La amistad y proximidad político-filosófica de Ettore Casari, estudiante de postgrado como él en Münster, militante del PCI, el entonces partido de Palmiro Togliatti (como fue también el caso de su primera esposa y compañera, la hispanista Giulia Adinolfi), fueron decisivas para su elección. Su interés de largo y fructífero recorrido por la obra de Antonio Gramsci, concretada, por ejemplo, en su influyente Antología para Siglo XXI[7], tiene también estos antecedentes.

Su dilatada militancia en el partido por excelencia de la lucha democrática, comunista y antifascista durante más de dos décadas, su interés por un marxismo documentado, sin dogmas y sin ismos, como comentaría su discípulo y amigo Francisco Fernández Buey, un marxismo riguroso, informado, atento a las novedades y a muy diversos desarrollos culturales, prácticos, artísticos y científicos y abierto a otras tradiciones y en diálogo crítico y no sectario con ellas, marxismo sin corpus inalterable ni finalidades indiscutibles (ni afirmaciones oscuras e incomprensibles), «conciencia crítica del esfuerzo por crear un nuevo mundo humano» señalaría él mismo en 1968, nunca se enmarcaron en una aceptación cegada y acrítica de todos los vértices y aristas de una cosmovisión vivida, practicada y cultivada bíblica o talmúdicamente. No fue eso, nunca fue eso. No pensó Sacristán desde simplificadores términos binarios ni desde por aquel entonces muy frecuentados pozos de imprudencia y precipitación filosóficas en torno a una supuesta ciencia burguesa en declive enfrentada a una pujante y siempre victoriosa y equilibrada ciencia proletaria.

Ni ese sólido compromiso político, ni esa crítica toma de posición filosófica marxista (abierta, como decíamos, a otras influencias y muy bien informada de desarrollos filosóficos alternativos), ni siquiera la citada expulsión de la Universidad en 1965, ni tampoco su agotador trabajo de traductor, prologuista y colaborador editorial, pane lucrando diría él mismo en 1983 en una entrevista con la revista mexicana Dialéctica, mermaron su interés por la lógica y su filosofía, por la epistemología en general, ni tampoco por disciplinas afines como la historia y la sociología de la ciencia.

El traductor de Taton y Geymonat fue profesor de «Fundamentos de Filosofía» y de «Metodología de las Ciencias Sociales» durante su primera etapa de profesor universitario y, tras su vuelta a la Facultad de Económicas de la UB en 1976 después de la muerte del general golpista, fueron numerosos los cursos, conferencias y seminarios que impartió, en Barcelona, Zaragoza, Salamanca, Sevilla, Madrid y en México DF, en la UNAM, sobre una gran parte de los autores centrales de la filosofía de la ciencia de aquellos años. Las grandes aportaciones de autores como Carnap, Schlick, Neurath, Gödel, Popper, Kuhn, Suppes, Bunge, Feyerabend, Sneed, Stegmüller, Lakatos, Geymonat, Ulises Moulines, Jesús Mosterín, Miguel Sánchez Mazas, Víctor Sánchez de Zavala, amén de clásicos como Russell, Mill, Aristóteles, Wittgenstein, Poincaré y Einstein, fueron estudiadas y analizadas en sus clases e intervenciones públicas. Está pendiente de edición una amplia antología comentada de estos cursos, seminarios y conferencias[8] en los que la documentación, el rigor, la libertad de pensamiento, la belleza y agudeza de las reflexiones, el interés y la novedad de su perspectiva de análisis, son algunas de las notas más destacadas.

Sin embargo, ya desde inicios de los sesenta y, sobre todo, tras la irrupción de la ecología política y los movimientos ecologistas en los años setenta, su interés por la política y sociología de la ciencia, nunca opuesto a estudios y aproximaciones de perspectiva más tradicional, fue central, un nudo básico de su reconstrucción harich-benjaminiana y no desarrollista del ideario comunista democrático[9]. Si a ello añadimos su activa participación en el movimiento antinuclear y en otras organizaciones ecologistas y antimilitaristas, su preocupación por el grave deterioro de los océanos y las costas marinas, por la falsaria, belicista y peligrosísima industria militar atómica, por la satisfacción equilibrada de nuestras necesidades básicas, por la irrupción de nuevas enfermedades no siempre reconocidas, por los peligros de la producción, distribución y manipulación del amianto, por la creciente contaminación atmosférica, por la explosión demográfica combinada con un criminal y forzado control de la natalidad de los pueblos indígenas latinoamericanos, por la toxicidad de nuestra alimentación, por la creciente deshumanización de nuestras ciudades, en fin, por los límites energéticos y físicos del crecimiento irresponsable, por el automóvil como quinto jinete del Apocalipsis, por las ya entonces crecientes desigualdades sociales, por el cambio climático y por la pujanza del consumismo irresponsable… una conclusión parece imponerse: su reflexión sobre políticas de la ciencia de orientación socialista, así tituló una de sus últimas conferencias (Sacristán 2005: 55-82), es un aspecto básico del pensamiento político-filosófico, de las nuevas formas de entender la política y la cultura, e incluso nuestra propia vida, del Sacristán tardío, en absoluto inconsistente o años-luz alejado de sus primeros años de reflexión, formación y praxis marxista-comunista.

Con más brevedad, y tal como hiciera en otras ocasiones, el compañero de militancia de Gregorio López Raimundo y Miguel Núñez observó, estudió, reflexionó, pensó con cabeza propia, discutió y compartió con sus compañeros y compañeras conjeturas, hipótesis e iniciativas… y también hizo propuestas (como ha señalado oportunamente Josep M. Fradera). Como solía hacer siempre, intervino con consciencia y compromiso en el ágora.

Dar cuenta de sus principales argumentos, sugerencias y tesis, también de sus dudas y búsquedas, de la más que vigente actualidad de muchas de sus aportaciones e ideas en este ámbito de la política y la sociología de la ciencia y de la técnica, es el objetivo de estas páginas escritas en las proximidades del 37º aniversario del fallecimiento de uno de nuestros maestros de pensar y actuar, de alguien que, como supo ver bien su amigo y camarada Francisco Fernández Buey (1943-2012), fue mucho más que su obra escrita y publicada siendo ésta, de forma creciente, cada vez más extensa e imprescindible.

Su posición central, su llamada de indignación y rebeldía, su grito «munchiano», puede ser enunciado brevemente: es urgente para la Humanidad una inversión igualitaria-humanista, al tiempo que documentada y justificada, de los objetivos de la The Minerva Research Iniciative. Una Alicia enrojecida en el país de la indignación y la rebeldía. Para ello es esencial el apoyo firme a los movimientos sociales de izquierda resistentes. Es más necesario que nunca el cultivo, teórica y filosóficamente competente, de la ciencia crítica y de sus prolongaciones sociales y políticas, una ciencia, en pie de paz y equidad, y en lucha tenaz contra las injustas, irresponsables e ecosuicidas finalidades de los insaciables y minoritarios grupos sociales dominantes y dominadores, algunos de ellos sectores de las propias comunidades científicas.

Los ejemplos que abren cada capítulo intentan mostrar la diversidad, los peligros y el alcance de las agresiones sociales y naturales, sociofísicas escribió Sacristán a principios de los setenta, de las barbaries e irracionalismos cometidos en nombre de la «ciencia», la «tecnología», el «crecimiento», el «saber sofisticado y contrastado», el «desarrollo imparable», «la gran Modernidad», «el Progreso» e incluso del «necesario bienestar de la Humanidad». Este es el contexto, el fondo del escenario siempre presente, en el que se desarrollaron las reflexiones de un profesor-maestro amante del filosofar crítico, pobre y desnudo que, por supuesto, nunca apoyó ninguna salida irracionalista y anti-ilustrada para superar nuestra muy difícil y no menos compleja situación. Ser crítico de algunas o de muchas de las prácticas y desarrollos de las ciencias y tecnologías realmente existentes, y de sus servidumbres políticas y corporativas, nunca ha implicado abonar ningún sendero anticientífico o antirracionalista. Ciencia con conciencia no es sinónimo, nunca lo ha sido, de una conciencia construida, cuidada y desplegada en abierta oposición a la ciencia.

Las codas que cierran los apartados intentan mostrar la riqueza, originalidad y amplitud de las reflexiones, argumentos e intereses político-filosóficos del traductor de Lukács, Platón, Marcuase y Engels.

La lista de mis deudas intelectuales, filosóficas, morales y políticas es interminable. Es necesario citar aquí a alguien que supo de la existencia de este libro, que me ilustró en estas (y en muchas otras) temáticas y al que debo casi todo: Francisco Fernández Buey. Debo recordar también los nombres de cuatro de sus discípulos y amigos: Miguel Candel, Jorge Riechmann, Manolo Monereo y Jordi Mir Garcia.

Soy netamente deudor también, en todo lo aquí expuesto, de las observaciones y reflexiones vertidas por el profesor José Sarrión en su tesis doctoral sobre «La noción de ciencia en Manuel Sacristán», un excelente trabajo de investigación dirigido por el doctor Francisco José Martínez que fue presentado en la UNED de Madrid, la ciudad resistente, una hermosa y fraternal mañana de junio de 2014.


Coda. Frankenstein

La preocupación por las dimensiones fáusticas de la tecnociencia contemporánea tiene una larga historia. El Frankenstein, señalaba Manuel Sacristán Luzón en las clases de Metodología de las Ciencias Sociales de 1981-82 que impartió en la Facultad de Económicas de la UB, era una de las primeras manifestaciones del sentimiento de rechazo de la ciencia por sus temibles consecuencias prácticas, incluyendo a un tiempo, en la perspectiva crítica de la autora, el plano epistemológico. Quien no hubiera leído la novela, «habrá visto alguna de las varias películas sobre ella (…) Las películas no son más que versiones de la novela». Pocas veces a su altura, «por lo menos las versiones que yo conozco. No sé si alguien conoce algún Frankenstein mejor…»

La novela databa de principios del XIX. La reacción de temor ante los potenciales peligros de la tecnociencia moderna había empezado muy pronto. 1818, el año del nacimiento del compañero de Jenny Marx, era una fecha relativamente temprana.

La complejidad del cuadro cultural, intelectual y filosófico en el que se enmarcaba esa reacción estaba muy bien ilustrada por la personalidad de Mary Shelley y por su novela. Esposa del gran poeta inglés, se podía estar bastante seguro de «que él estaba de acuerdo con la novela». Entre otras razones, porque la autora «la había escrito en Roma, en una de esas convivencias en que estaban los Shelley, los Keats», esa primera división de la poesía británica que solían estar más en la capital italiana que en Inglaterra. Era inverosímil o muy improbable que no estuvieran todos de acuerdo con lo que ella estaba escribiendo. El libro, que leído por una persona ingenua, progresista sin reservas de la segunda mitad del siglo XX «parecería fruto de una mentalidad sumamente tradicionalista o reaccionaria, más que conservadora», provenía de un ambiente, el de los Shelley y sus amigos, que era el de la «extrema izquierda intelectual» inglesa de la época.

La pregunta se imponía: ¿cómo se podía explicar entonces que un libro cuya visión de la ciencia era claramente reaccionaria en sentido literal –«no hago juicio de valor: cuando digo “reaccionaria” digo que es un juicio de reacción contra la ciencia»–, surgiera de un ambiente como el de Shelley, que era un ambiente pro-cartista, de revolución social? En su facultad, la de Económicas de la UB, no era difícil de entenderlo, bastaba acumular datos.

Sacristán trazaba a continuación un breve dibujo de las características de aquellos años. Se estaba en un momento muy temprano de la industrialización capitalista clásica. La fecha de edición del libro precedía, en muy pocos años, a las primeras revoluciones ludistas contra las máquinas textiles y «es casi coetánea del libro más celebre de Carlyle, Los héroes». Así pues, esta visión de la ciencia y de su significado social estaba escrita «como una promesa de infierno y de maldad», en un momento en el que se conjugaba «un avance técnico-científico importante, en la producción, un aumento del sufrimiento de grandes masas de campesinos ingleses, como es sabido, en esa fase de inurbanización intensa, de paso a las ciudades», y también, a un tiempo, de degradación de la vida de sectores de la pequeña aristocracia inglesa, si bien la nobleza inglesa, era sabido por historia económica, había sido probablemente el sector de la aristocracia europea más hábil en la tarea de adaptarse a la nueva vida económica, hasta el punto de que el porcentaje de nobles ingleses que habían pasado a ser «industriales o financieros es realmente alto».

Sin embargo, era también obvio que había quedado «una masa considerable» de lo que, en la tradición de la historia castellana, podía llamarse «hidalgos menores», «pequeños hidalgos, que han sucumbido al cambio y que han engrosado o que han reforzado la tensión ideal y política del partido tory». Un ejemplo de ello era el propio Carlyle, alguien que había escrito textos de crítica social del capitalismo «desde un punto de vista tradicionalista», pero que, bien analizados, eran textos de defensa de «esas poblaciones campesinas que van siendo proletarizadas y de los mismos sectores más desposeídos del naciente proletariado industrial». Una reflexión que llevaba su firma: «Hay épocas en que el pago en efectivo se ha convertido en el único nexo entre un hombre y otro».

En cualquier caso, a pesar de la complejidad del sustrato social de la ideología de Shelley en Frankenstein, su cosmovisión era clara, una posición de negación total. «En toda la novela no hay eco de la complejidad social del momento, que se traduzca, por ejemplo, en juicios matizados u oscilantes acerca de la ciencia. La ciencia es mala y nada más en la novela, sin mezcla de bien alguno». Era, por tanto, una tesis de rechazo frontal, puro, rotundo, y desde posiciones, el punto era muy importante, insistía el profesor de metodología, social y políticamente no conservadoras.

Sacristán continuaba su explicación con una hermosa historia, con un más que probable poema de Shelley escrito en inglés en la pared de un calabozo de la comisaría central del fascismo en Barcelona donde él y un preso antifranquista muy culto estuvieron detenidos. La luz, al final de las tinieblas, irrumpiría con fuerza en aquella oscuridad.

Sea como fuere, sin lejanía de las inquietudes apuntadas, no fueron la posición y reflexiones de Mary Shelley lo que alimentó la perspectiva desde la que él formuló su análisis crítico, sus tesis y argumentos centrales ante una ciencia y una tecnología que habían adquirido dimensiones muchísimo más inquietantes un siglo y medio después. La tecnociencia, sin consciencia crítica y humanista y dirigida desde poderes económicos insaciables, podía, puede abocarnos a duras e inhumanas tierras de penumbra, injusticia y desolación. Debíamos saber a qué atenernos.

Notas

[1] A partir de Gilberto López y Rivas, «Los académicos al servicio del imperio: The Minerva Research Iniciative». www.jornada.unam.mx/2014/04/11/index.php?section=opinion&article=025a2pol
[2] «El total del gasto militar mundial creció un 0,7% en términos reales en 2021, y llegó a los 2,113 billones de dólares. Los cinco países que más gastaron fueron Estados Unidos, China, India, Reino Unido y Rusia que juntos representaron el 62% del gasto, según los nuevos datos sobre gasto militar mundial publicados hoy por el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI)». https://www.sipri.org/sites/default/files/2022-04/milex_press_release_esp.pdf. Respecto a 2008, el gasto militar de 2021 representa un incremento del 44,7%.
[3] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=193343, diciembre de 2014
[4] Unos versos de Heráclito abrían la sección: «Hasta en el sueño son los hombres obreros de lo que ocurre en el mundo.»
[5] Según Pinilla de las Heras (1989: 87), hacia 1952 o 1953, Castellet, García Seguí, Sacristán y él mismo se hallaban ya en una búsqueda político-intelectual «que concluiría, para unos, cerca del marxismo y para otros, no muchos años después, en la integración en la clandestinidad, en un partido que se definía (entonces) como marxista y leninista».
[6] Señalaba Mario Bunge en «Agradecimientos» (La investigación científica. Ariel, Barcelona 1969, p. 5): «Ha sido un alto privilegio en que los ilustrados directores de Ariel, S.A. encomendaran la traducción de este libro al profesor Manuel Sacristán. No escapará al lector que el traductor ha debido superar la dificultad que presenta la pobreza de nuestro vocabulario filosófico, dificultad que no hubiera podido encarar siquiera de no poseer una sólida versación y rica experiencia».
[7] Reeditada por la editorial Akal en 2013.
[8] Anunciada su publicación en la editorial Montesinos en tres volúmenes (el primero de próxima aparición).
[9] Como lo sería también en el caso de Francisco Fernández Buey en obras como La ilusión del método, Albert Einstein, ciencia y consciencia y Para la tercera cultura.

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