La “vergüenza” de ser trabajador
Stéphane Beaud, Michel Pialoux
Tres generaciones de obreros debatieron a propósito de una obra teatral. Obreros jubilados, militantes, orgullosos de su condición y sus conquistas; obreras despedidas pero que reivindican los valores solidarios del mundo laboral, y jóvenes hijos de inmigrantes que rechazan el orgulloso legado de las clases populares francesas.
–>El sábado 23-3-02, en el Teatro de Chelles, hubo un debate sobre “la suerte de los asalariados frente a la reestructuración de las empresas”, antes de la presentación de la obra 501 blues, interpretada por cinco obreras de la fábrica Levi’s de la Bassée que fueron despedidas, al igual que otros 500 compañeros, cuando cerró el establecimiento1.
El público se divide en dos: por un lado habitantes de Chelles y sus alrededores (militantes, obreros jubilados, docentes…) y por el otro, una decena de alumnos (todos varones, con una clara mayoría de negros y árabes) de una clase del bachillerato profesional del Liceo de Chelles, acompañados por dos de sus profesores.
Después de las intervenciones de los sociólogos, el organizador del debate interpela a los jóvenes: “¿Cómo ven ustedes la condición obrera? ¿Cuál es su apreciación del mundo del trabajo?” Instado por los otros, Samir (pelo corto engominado, lentes pequeños metálicos, jean y Adidas azul flúo) a quien todo parece señalar como el portavoz natural del grupo, toma el micrófono inalámbrico y “arremete”. Todo sale entonces de manera un poco confusa, pero él insiste en el siguiente tema: “Nosotros no queremos depender de nadie. No queremos un jefe arriba nuestro que nos dé órdenes. No queremos ir a trabajar a la fábrica, queremos respirar, ser patrones. No queremos estar o quedarnos abajo…” Las dos cosas están asociadas: ser obrero o alumno del Profesional, “es una vergüenza”…
Sus opiniones generan una reacción inmediata en el resto de la sala, por la imagen desvalorizada que dan de la condición del obrero. Los “viejos” ven en ello una especie de ataque a la dignidad de que gozaban en el trabajo y en el espacio público. Intentan recordarle que no puede o no debe hablar así, que siempre hubo obreros(as) de pie, una dignidad obrera, etc.
El debate se centra bastante pronto en la cuestión de la escuela y la orientación: ¿por qué esos jóvenes van a un instituto de enseñanza profesional, a un bachillerato profesional? Samir explica: al final de tercero, él no había pedido nada y lo pusieron sin consultarlo en el Profesional. En una palabra, decidieron por él. Sus compañeros vivieron la misma experiencia: fueron apartados de la vía de estudios generales (la “vía normal” como se dice en los “conjuntos habitacionales” para designar el régimen de estudios prolongados).
Para causar mayor impacto, Samir da su propio ejemplo, prepara su efecto (es algo que seguramente ya contó decenas de veces y que da en el blanco): “Voy a contarles con franqueza cómo fue que elegí el curso de estudios profesionales de electrotécnica… (risita) ‘Electrotécnica’ porque era la palabra más larga, la que más me impresionó”, como si en el momento de “decidir” hubiera querido contrarrestar el brutal veredicto escolar. Desde entonces, prosigue mal o bien su carrera escolar y confiesa que la ruptura entre los años “tranquilos” de Profesional y los años difíciles de bachillerato profesional es fuerte: “Al principio todo iba bien… pero ahora, hay un montón de materias… magnetismo, electromagnetismo…” Y confiesa que no entiende nada.
Este es un tema que se retomará con sus docentes: malos alumnos que se derivan al bachillerato profesional cuando no tienen la base ni el nivel necesario; el desaliento de los profesores… Y también alumnos que bajan el nivel de las clases, o se atascan más adelante. Samir hunde el dedo en la llaga: “Yo les digo, y puedo jurarlo, que hay un 90 o incluso un 95% de los alumnos de nuestra clase que no quieren ser electricistas”…
Se percibe cierto estupor en la sala. Uno de los espectadores intenta decirles que hacen falta obreros calificados en Francia, que “se necesitan electricistas, plomeros”… Sus palabras caen en saco roto, el rechazo de los jóvenes es inapelable. Los metieron en el Profesional, y van a hacer todo para salir de ahí, o al menos, para resistir mentalmente a ese mundo y al futuro que se les promete.
A continuación, el debate vuelve a centrarse en el tema de la jornada: las fábricas y su deslocalización. Se habla del trabajo temporario, de las condiciones de ingreso en el oficio, de la precariedad estructural en el mercado laboral. La ex obrera de Levi’s, devenida actriz, recuerda la historia de su familia con siete hermanos, su padre minero, los estudios anhelados y la vida no elegida de la fábrica. Pero también la dignidad obrera (“Pero estábamos orgullosos”; “Yo nunca me sentí rebajada”). Le importa insistir en la “trasmisión de valores”.
Samir se siente obligado a hablar de sus padres: “Mi padre gana 7.000 francos por mes (1.000 dólares) y nosotros somos seis…” Alude al escaso diálogo que hay en la familia. Ibrahim, nativo de África negra (jogging rojo, Adidas verde flúo), con mayores dificultades para expresarse oralmente, se esforzará reiterando incansablemente una palabra, el dinero, especie de hilo conductor de su intervención. Por estar en el Profesional (lo que significa que son futuros obreros), “nos rebajan, hay que decir las cosas como son… te rebajan si eres obrero”. Después insiste sobre la falta de dinero, que es el futuro que les prometen y que ellos no quieren aceptar a los 18 años.
Visiblemente harta por la manera en que los jóvenes se refieren constantemente al dinero, la ex obrera de Levi’s reprende a Ibrahim refiriéndose a las marcas: “Yo tengo un hijo de 16 años y medio y no se viste con ropa de marca”. Le pregunta los precios de su ropa. Al oírlo, los demás de la banda disimulan la risa (“nosotros no pagamos ese precio”). Ella comprende que se trata de imitaciones; los jóvenes saben que lo que está en juego es el business.
Un viejo obrero, de pelo blanco, lentes de carey, corbatita debajo de su pulóver con escote en V, interviene con la voz ahogada por la emoción. Quiere decirle lo que piensa a Ibrahim: “Tú dices que como obrero te ves disminuido… pero yo quiero decirte que cuando participas junto a 500 obreros en una manifestación, te sientes fuerte, orgulloso de ti y de los demás”. Luego calla, furioso y aliviado. Los viejos obreros jubilados, seguramente militantes, y las obreras desposeídas que reconquistaron su dignidad gracias al taller de escritura y su nuevo oficio de actrices (se convirtieron en trabajadoras esporádicas del espectáculo) quieren aprovechar esta ocasión de encuentro con estos “jóvenes”, felices de poder “intercambiar” para darles coraje, fuerza, y sobre todo dignidad.
Lo que parece consternarlos es la impresión que dan esos jóvenes de estar a los 18 años perfectamente “alienados” por el sistema, de ser incapaces de una rebeldía política. De allí la importancia de la discusión sobre las marcas, sobre su fascinación y su necesidad de existir a través de una imagen (el look, la ropa, la publicidad…).
Nadie menciona el hecho capital: estos alumnos tan abatidos y derrotistas viven en los suburbios, son hijos de inmigrantes que vienen del África árabe o negra. Se supone que deben encarnar la evolución de la antigua clase obrera. Por un momento, Samir evocará a su padre, que trabajó duro y que era dirigido en su trabajo por unos “incompetentes”. Y declara: “De todos modos yo, a los 19 años, ya sé que mi vida está arruinada”. Y poco después hurga en la herida: “¿Qué mujer va a querer a un electricista?”
En el transcurso de ese debate, vimos manifestarse y enfrentarse a tres generaciones obreras. La primera es la de los obreros agremiados, politizados, en su mayoría jubilados hoy en día. Ellos lucharon, conquistaron beneficios sociales y se enorgullecen de ese combate que era la continuación del de las generaciones precedentes. La segunda es la de las obreras de Levi’s, despedidas con más de veinte años de antigüedad, desposeídas pero que conservan su orgullo de haber trabajado duro, de haber luchado, de haber sabido transmitir sus valores, resguardando pese a todo el beneficio de la socialización dentro de un universo obrero fuertemente estructurado política y mentalmente. Finalmente, la tercera generación está encarnada por esos futuros “operadores”, oriundos casi todos de los suburbios pauperizados de los años 90 y provenientes de la inmigración. Rechazan toda herencia del mundo obrero y sueñan con triunfar individualmente como pequeños patrones. Son las víctimas directas de la dinámica de segregación social y espacial que desde hace quince años produce enormes fracturas dentro del universo de las clases populares.
Los años 80 no sólo fueron el viraje hacia el rigor, el aprendizaje del poder por parte de la izquierda, la modernización conservadora, el inexorable aumento del desempleo. También consagraron la descalificación del modo de resistencia de las clases populares y la rehabilitación de la empresa, la glorificación de las success stories, el culto del dinero y del individualismo, que enseguida se difundieron en los “suburbios”.
Veinte años de crisis: los jóvenes, en particular los de origen inmigrante, son los que más soportaron su peso, y están pagándolo. Materialmente a través del desempleo y la precariedad, pero también en sus cabezas a través del refugio en la religión, la crispación identitaria, la reafirmación del machismo, el odio a los “blancos”, etc., contribuyendo a su vez al derrumbe de lo que había como capital colectivo en las clases populares.