Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Diez aproximaciones marxistas (y un anexo)

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se están organizando diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 publicaremos como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

La carta sobre la edición de las obras de Adorno no está fechada. El escrito sobre Marcuse, firmado como «Eloy Seguí» (Eloy fue uno de los nombres de clandestinidad del autor, nombre también de su hijo, el profesor y escritor Eloy Fernández Porta), fue publicado en Askatasuna. Por la libertad contra la barbarie, 15 de septiembre–15 de octubre de 1979, pp. 60-61. El texto sobre Marx es de 2000, para una revista, Gárgola Vacas, de estudiantes de filosofía de Valladolid. El dedicado a Sánchez Vázquez es de 1997, en la presentación de Filosofía y circunstancias. El elogio de Pietro Ingrao está fechado el 1/X/2002, el recuerdo de Gerratana en agosto de 2000, el dedicado a Luigi Pintor en 2003 y el de Antonio Santucci de 2004. El penúltimo texto, el dedicado a Walter Benjamin, es de julio de 2007. El dedicado a Rossana Rossana de junio de 2008. El anexo, respuestas a El País, no está fechado y no he sabido averiguar si llegó a publicase.

 

I. Sobre las edición de Adorno en España

Querido amigo[1]:

Le agradezco el mensaje y la confianza y le doy con mucho gusto mi opinión sobre el asunto que plantea. No creo que la existencia de la censura franquista haya jugado un papel importante en el retraso con que se publicó en España la traducción castellana de Dialéctica de la Ilustración. Como usted dice, algunas de las obras de Adorno ya habían sido traducidas a principios de la década de los sesenta por Manuel Sacristán para la editorial Ariel de Barcelona[2]. Y otros textos de Adorno fueron publicados poco después, en aquella misma década, en la editorial Taurus, en una colección que entonces dirigía el (en gran parte adorniano) padre Aguirre[3]. También en los setenta, antes y después de la muerte de Franco, se publicaron textos de Adorno (por ejemplo, y que yo recuerde ahora, en una de las colecciones de Grijalbo que dirigía Jacobo Muñoz[4]).

Así, pues, si descartamos el papel de la censura en este caso (que, de todas formas, se tendría que investigar) quedan tres factores a los que habría que atender para explicar el susodicho retraso:

1) que la estrella de Adorno declinó considerablemente en la intelectualidad española de izquierdas a partir de 1967-1968, debido a la actitud de aquél ante el movimiento estudiantil de la época; esto era muy patente precisamente en algunos intelectuales, como Manuel Sacristán, que habían contribuido a dar a conocer su pensamiento en España, que tenían considerable influencia en el mundo editorial y que podrían haber sido candidatos a traducir la obra;

2) que haya habido problemas de derechos con la posible traducción de la obra al español en la década de los setenta. En este caso habría que investigar en Taurus, Península, etc. Esta es una hipótesis, un poco especulativa la verdad, pero que no habría que descartar, pues, por lo que sé, algo parecido ocurrió con la publicación de la traducción de la edición crítica de los Quaderni del carcere de Antonio Gramsci (larga pugna por los derechos entre Grijalbo, en este caso, y varias editoriales latino-americanas, que finalmente se resolvió a favor de Era); en aquellos años Sur, de Buenos Aires, era una editorial prestigiosa, probablemente mejor distribuida y con más difusión que la mayoría de las editoriales españolas que se dedicaban a publicar ensayo y podrían haber tenido interés en la traducción de Dialéctica de la Ilustración (Taurus, Alianza, Grijalbo, etc.);

3) que, una vez publicada la traducción de Sur, en Buenos Aires, se considerara, por parte de las editoriales potencialmente interesadas en España y/o por los potenciales traductores, que ya no tenía sentido publicar otra traducción al español de «Dialéctica de la Ilustración» en España; hay que tener en cuenta que en aquella época las mejores editoriales de América Latina estaban bien distribuidas en España (algunas de ellas tenían casa también aquí) y que en lo tocante a texto marxista o próximo estábamos todos acostumbrados a que gran parte de las traducciones al español se hicieran en América Latina; vuelvo a la comparación: la Antología de Antonio Gramsci, hecha por Manuel Sacristán para Siglo XXI, se publicó en México en 1970 e, independientemente de la censura, ese libro se distribuyó muchísimo en España antes de que, en 1976 o 77, se editara finalmente en Madrid[5]. Insisto, además, en que Sur era una editorial con prestigio en los ambientes intelectuales españoles de aquella época y en que estamos hablando de la misma lengua.

En suma, me inclino a pensar que hubo una combinación de los tres factores mencionados.

Lo del papel y dimensión de la censura franquista desde los años cuarenta hasta finales de los setenta obligaría a un discurso más largo. De la misma manera que le digo que en el caso de Adorno lo de la censura me parece secundario, también le diré que no comparto la posición de autores que, como Julián Marías y otros, quitan importancia o relativizan tal papel. Los estudios detallados sobre el papel de la censura franquista que se han publicado durante estos últimos años desmienten eso.

Pero sí: la censura franquista, particularmente en lo que hace a las diversas corrientes del marxismo, tuvo, desde luego, momentos distintos y fue siempre muy selectiva. Ejemplo: permitió en la década de los sesenta que se publicaran textos culturales, o de sociología de la cultura, de Antonio Gramsci y de otros marxistas al tiempo que prohibió la publicación de textos más directamente políticos de esos mismos autores. Todavía en 1976 prohibió una edición de textos gramscianos sobre consejos de fábrica[6] al tiempo que permitía editar los textos de los congresos italianos sobre Gramsci.

Hubo un momento de apertura, a mediados de la década de los sesenta (que coincidió con el florecimiento de un montón de editoriales marxistas aquí, que publicaron obras varias de Marx y de marxistas históricos y contemporáneos), pero ese período se acabó en 1969 (con el estado de excepción de ese año), la casi totalidad de aquellas editoriales fueron cerradas y las medidas prohibitivas, con carácter selectivo, insisto, se mantuvieron ya hasta la muerte del general Franco.

Espero que lo que le digo le sea de utilidad.

Cordialmente, Fernández Buey

 

II. ¿Qué nos enseñó Herbert Marcuse?

No creo que sea exagerado decir que Herbert Marcuse ha sido el más grande de los ideólogos contemporáneos de la nueva pequeña burguesía urbana en el capitalismo tardío. El punto de partida de su original reflexión fue levantar acta del crepúsculo de la consciencia de clase proletaria después de los acontecimientos revolucionarios de los años veinte y treinta. Para ello Marcuse estaba muy bien situado, puesto que había vivido como protagonista la revolución alemana de 1918 y luego conoció la derrota de la clase obrera de aquel país en el momento de ascenso del nazismo.

Desde la constatación de ese ocaso ha teorizado como nadie los intereses, las necesidades, los deseos y los impulsos de estratos sociales que se formaron en el área cultural euro-americana con el auge del imperialismo durante aquellos años de los llamados «milagros» económicos. Es decir: los intereses y necesidades de estudiantes e intelectuales que beneficiándose del desarrollo se oponían, sin embargo, globalmente al sistema capitalista occidental y al burocratismo de los países del Este de Europa. Pues en aquel movimiento y en la teorización marcusiana afloraba, por así decirlo, la premonición de la próxima crisis paralela de las dos grandes ideologías socioeconómicas que dominaron el sistema mundial hasta entonces: el keynesianismo y el estalinismo.

Por eso Marcuse ha sido considerado con razón como el padre de los movimientos estudiantiles del Sesenta y Ocho. Y, efectivamente, sus obras Eros y civilización, El hombre unidimensional, El marxismo soviético, así como, sobre todo, su ensayo sobre la tolerancia represiva, fueron cosas muy leídas entre los estudiantes de Berkeley, de Frankfurt, de Berlín, de Roma y, aunque en menor medida y con cierto retraso, también por los estudiantes revolucionarios de Barcelona, Bilbao o Madrid.

Lo mejor de su doctrina es, en mi opinión, la ampliación del análisis de Freud sobre el malestar que produce la cultura, sobre el lado malo de la civilización. Pero el juntar eso con ciertos análisis de Marx, particularmente acerca de la alienación, le permitió huir del dogmatismo con que la mayoría de las corrientes deudoras de Freud elevaron el psicoanálisis a terapia exclusivista; e hizo posible además, en el caso de Marcuse, la sugestiva introducción de una serie de temas generalmente olvidados o poco tratados por el marxismo dominante en los años cincuenta y sesenta. Así por ejemplo: el papel de la subjetividad individual y de la imaginación colectiva en el cambio revolucionario; o la importancia de las virtualidades integradoras del sistema en la sociedad unidimensional; o el tema de la muerte, la perfección estética y la comprensión artística de lo social.

Tal vez, por el contrario, lo más flojo de su obra sea la identificación del capitalismo con la sociedad industrial sin más (lo cual impide captar la particularidad del proceso por el que se produjo la industrialización en los países en que fue abolida la propiedad privada de los medios de producción); su defensa de la racionalidad interna de ese modo de producir y de vivir; sus alusiones metafóricas a la revolución; y su concepción del cambio social como mera utopía siempre renovada. Con todo lo cual el análisis social queda a veces reducido a mero testimonio y la actividad práctica a una especie de neobyronismo.

Podría pensarse que liquidado el movimiento estudiantil del Sesenta y Ocho poca cosa queda vigente de la doctrina de Marcuse. Y, efectivamente, si nos fijáramos solo en la inexistencia actual de ese movimiento habría que llegar a la conclusión de que también el sujeto de la transformación social en el que Marcuse pensó hace quince años ha sido víctima del crepúsculo de la consciencia o de la integración sin más.

¿Fin de la utopía, pues? No exactamente, pues la enseñanza de un filósofo grande –y este es el caso– no queda nunca reducida al movimiento o a la corriente social en la cual cristaliza en un primer momento. De manera que muchas de las cosas que Marcuse escribió en la década de los sesenta siguen vivas en otros movimientos nuevos o han entrado ya a formar parte de la subcultura hoy dominante entre los jóvenes. Marcuse fue uno de los primeros en probar con datos suficientes que la «dialéctica» característica del marxismo soviético era mero academicismo o letra muerta, ideología justificatoria de un sistema, alejada tanto de la ciencia social como de la voluntad de transformación revolucionaria. Y eso es algo definitivamente adquirido hoy por todos aquellos que no tienen una visión lacayuna del poder.

Pero hay más. Parcialmente Marcuse está presente en casi todos aquellos movimientos que surgen y se desarrollan en nuestras sociedades como consecuencia sobre todo de la crisis ideológica y de valores, de la crisis de esta civilización. Así, vive aún en ciertos sectores del movimiento feminista, en algunas corrientes del movimiento ecologista y, desde luego, en el conjunto de los movimientos contraculturales que sigue activos en Europa y América del Norte, como, por ejemplo, en las luchas municipales de base que constituyen el nuevo localismo. No puede ser casual el que recientemente Murray Bookchin[7], fundador del grupo norteamericano Ecology Action East y animador importante del llamado «movimiento del vecindario», coincidiera con Marcuse en poner de manifiesto la herencia que estos grupos recogen de las ideas del Sesenta y Ocho. Y hay que considerar razonable, por lo demás, la negativa del propio Marcuse, en la última entrevista que coincidió antes de su muerte, a aceptar la derrota de 1968 como definitiva.

Efectivamente: algunas de las ideas de Marcuse reaparecen también en los movimientos «autónomos» protagonizados por jóvenes trabajadores o por licenciados en paro. El mismo ha indicado hace poco que la crítica de la ideología del trabajo, fenómeno marginal hace diez años, se está convirtiendo en un fenómeno de masa propio de las sociedades industrialmente más desarrolladas; el «gran rechazo» reaparece en la renuncia a la ética tradicional del trabajo cuyas manifestaciones actuales (absentismo laboral consciente, huelgas salvajes, resistencia contra las cadenas de montaje, abandono del taylorismo, ciertas formas de sabotaje de los cronometrajes, etc), auguran una nueva fase en la historia de las luchas de las clases trabajadoras.

Está por ver qué dirección acabarán tomando desde el punto de vista sociopolítico el conjunto de esos movimientos, pues no puede olvidarse que han surgido precisamente en una época de crisis económica en la que, por otra parte, el paro y la defensa del puesto de trabajo parecen contraponerse a los objetivos de las corrientes marcusianas y fourieristas. ¿Qué puede salir de esa contraposición entre alergia y rechazo del trabajo, de un lado, y lucha por la reducción del paro obrero, de otro? Desde luego y en primer lugar una reorientación del imperialismo basada en la reestructuración del Estado y del capital. Eso es algo que tenemos ya ante los ojos. Pero también, y en segundo lugar, la recomposición más que probable de las clases trabajadoras en el capitalismo tardío. Y, naturalmente, para el análisis de esa situación o, mejor dicho, para explicarse la génesis de ese proceso habrá que acudir en los próximos tiempos una vez a Marcuse. No solo a Marcuse. Pero también a él.

En cualquier caso, agotado el movimiento estudiantil y muerto Marcuse, quedará esa enseñanza que en su momento resalto el poeta austríaco Erich Fried[8]: con él aprendimos a acercarnos a la libertad por un lado al que no estábamos habituados. Y de una forma –podría añadirse– que, al margen de tantas integraciones, de ninguna manera puede satisfacer a los poderes existentes.

 

III. Sobre Marx

Revista Gárgola / Vacas

Complemento o parte de «Dialogando con Paco Fernández Buey», en Gárgola Vacas. Revista de filosofía y pensamiento, 2000, pp. 194-226 (alumnos de filosofía de la Universidad de Valladolid).

¿Quién escucha hoy a Marx? De creer lo que dicen los periódicos y la gran mayoría de los medios de comunicación, casi nadie. Pero no hay por qué creer eso. En el mundo hay muchas más cosas de las que caben en la filosofía de los periodistas.
Hace unos años P. Vilar, el historiador, contestaba así una pregunta parecida: los historiadores. Se puede generalizar: no hay historiador serio en el mundo contemporáneo que no tenga en cuenta las ideas de Marx: para dialogar o para discutir con él, pero, por lo general, con el convencimiento de que la lectura de Marx es esencial para entender el mundo contemporáneo.

¿Sólo los historiadores? No, no sólo. También las personas cultas que dan importancia al conocimiento de la historia, incluidos los economistas que no han convertido la economía en crematística, en mera teoría del dinero.

Pondré un ejemplo: en 1998 hubo en París un congreso para conmemorar el sesquicentenario de la publicación de El manifiesto comunista[9]. Asistieron mil quinientos intelectuales (filósofos, economistas, sociólogos, historiadores, etc.) de los cinco continentes. Había allí muchísima gente conocida de la que sale en las páginas de cultura de los medios de comunicación. Y entre los asistentes, el acuerdo generalizado en considerar el Manifiesto como uno de los textos que más han influido en el siglo XX. También había muchos y muy diversos puntos de vista al valorar ese texto y su vigencia. Pero una coincidencia: no se puede entender el mundo de hoy sin tener en cuenta ese escrito. Sin embargo, ni uno solo de los medios de comunicación de este país nuestro se hizo eco de aquel congreso. Ni mención. En cambio, llenaron páginas con la información de cualquier congresillo en el que hablaba «un autor de la casa».

Ahora voy a poner otro ejemplo. Desde hace un par de meses en Asturias viene habiendo enfrentamientos durísimos entre los trabajadores de los astilleros y la policía como consecuencia del proceso de desindustrialización que tiene lugar allí. Esa es una manifestación clara de la lucha de clases aquí y ahora. Pues bien: la información periodística de eso ha pasado a las páginas de economía. Al mismo tiempo hay un enfrentamiento menor en Terrassa entre inmigrantes magrebís y antiguos inmigrantes andaluces o extremeños y eso aparece en las primeras páginas de todos los periódicos y suscita la publicación de una multitud de artículos sobre racismo, xenofobia, etc.

La comparación entre el tratamiento de las dos cosas es otra buena razón para leer a Marx. Leyéndolo se enteraría la gente de lo que hay por debajo de los llamados choques interétnicos (la sobreexplotación de una parte de la fuerza de trabajo, la utilización funcional por el sistema del ejército laboral de reserva, etc.) y, de paso, entendería de golpe lo que quiere decir en concreto que la ideología dominante en un momento dado son las ideas de la clase dominante.

Leyendo a Marx no se hace uno moralmente mejor ni se convierte de golpe en un rojo luchador en favor de los derechos de los de abajo. Esto último depende de otros factores. Pero al menos se entera uno de en qué mundo vive.

Esta es la razón de que las personas inteligentes y sensibles sigan leyendo a Marx incluso contra la corriente dominante. Pondré un ejemplo particularmente significativo: Rafael Sánchez Ferlosio10. Ferlosio no ha sido nunca marxista (ni falta que le hace), a pesar de lo cual viene repitiendo desde hace algún tiempo que en Marx están las claves principales para entender el mundo económico-social de hoy, lo que llamamos globalización. No me cabe duda de que Ferlosio es el mejor ensayista actual en lengua castellana. Ese sí que tiene pensamiento propio, pensamiento de verdad.

Y si lo preferís en forma paradójica, lo diré: hace pocos años el Wall Street Journal decía de Marx que había sido el más grande de los economistas del siglo XIX. Yo añadiría: y los empresarios han aprendido mucho desde entonces de su crítica al capitalismo.

La más grande de las tonterías de la segunda mitad del siglo XX (y ha habido muchas) fue la decisión de los partidos socialistas en el sentido de abandonar «el marxismo». Tal decisión sólo se explica por el hecho de que en realidad los que abandonaban no habían leído nunca a Marx (o conocían su obra de oídas o empleaban la palabra en una forma ritual).

Los políticos profesionales son, por lo general, muy ignorantes. También por lo general, cada vez que tienen que elegir entre dos se inclinan por el más tonto, por el que tiene menos pensamiento propio. Eso pasa lo mismo en los partidos políticos de derechas que en los de izquierda. Es casi una ley general del mundo actual. Y si se puede decir que eso es casi una ley, la conclusión para lo que me preguntáis ha de ser obvia: una persona estudiosa e inteligente no debe comportarse como se comportan los políticos de profesión. Tampoco cuando se trata de Marx. Por lo demás, el propio Marx no era propiamente un político; era un crítico de la política o, como se decía entonces, un revolucionario.

Total: que «sapere aude», una vez más.

Un abrazo, PFB

 

IV. Presentación de Filosofía y circunstancias de Adolfo Sánchez Vázquez en el Instituto Universitario de Cultura de la UPF

Con la presentación del último libro de Adolfo Sánchez Vázquez, Filosofía y circunstancias, publicado por la Editorial Anthropos en su colección «Pensamiento crítico/pensamiento utópico», inauguramos las actividades del IUC de la UPF para este curso 1997-1998.

Es un honor para el IUC tener hoy aquí hoy, con nosotros, al profesor Sánchez Vázquez, que es doctor honoris causa por varias universidades mexicanas así como también por las universidades españolas de Cádiz y la UNED. El profesor Sánchez Vázquez es, sin ninguna duda, uno de los filósofos españoles del exilio que más ha influido en América Latina. No hay congreso latinoamericano de filosofía en el que no se recuerde la aportación de Sánchez Vázquez al conocimiento de la obra del joven Marx, sus opiniones sobre estética desde un punto de vista marxista o su investigación sobre el concepto de praxis en el filosofar de Hegel, de Feuerbach, de Marx y de Gramsci.

He de decir que para mí es, además, un motivo de alegría acompañar a Sánchez Vázquez en esta presentación. Y lo es por varios motivos. Para empezar, porque sus primeros libros, publicados entre 1965 y 1967, han influido decisivamente en mi formación. Recuerdo bien el interés con que muchas personas de mi generación, cuando éramos estudiantes universitarios, leíamos, aquí, en Barcelona, dos libros excelentes del profesor Sánchez Vázquez: Las ideas estéticas de Marx (México, Era, 1965) y La filosofía de la praxis (México, Grijalbo, 1967).

En segundo lugar, por los lazos de amistad que me unen a él desde comienzos de la década de los setenta cuando trabajábamos, él en México y yo aquí, con Manolo Sacristán, en Barcelona, para el editor Juan Grijalbo haciendo traducciones y ediciones de Gramsci, de Lukács, de Karel Kosik, de Lucio Colletti, de Ludovico Geymonat, de Adam Schaff, de Valentino Gerratana. Fue entonces, conversando por calles y cafés de Barcelona, cuando conocí personalmente a Sánchez Vázquez en varios de sus viajes a nuestra ciudad.

En tercer lugar, y sobre todo, es para mí un motivo de alegría acompañarle aquí, porque después de tantos años, y en una época, ésta de ahora, caracterizada por el transformismo y el transfuguismo de tantos, el profesor Sánchez Vázquez sigue siendo un ejemplo de fidelidad a lo que fue el programa intelectual y filosófico que nos enseñó cuando éramos jóvenes. Hay pocas oportunidades de seguir llamando maestro a alguien que lo fue en nuestra juventud.

Esta continuidad de pensamiento en la obra de Sánchez Vázquez se puede apreciar muy bien comparando sus trabajos de los años sesenta, a los que me he referido antes, con lo que escribe ahora, a sus ochenta años: con los escritos, por ejemplo, recogidos en el libro que presentamos, Filosofía y circunstancias; pero también con lo que escribe en su otro libro reciente, Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas y con su último ensayo (que yo conozca) que lleva por título «La utopía del fin de la utopía» (publicado en la revista Dialéctica, en la primavera de 1997),y que me resulta tan afín.

Esta fidelidad de más de treinta años a un filosofar sobre el hombre y la sociedad desde la perspectiva marxista seguramente requiere una explicación. Pues se ha de reconocer que es bastante excepcional en estos tiempos. Creo que se puede decir que tal continuidad de pensamiento se ha debido, en el caso de Sánchez Vázquez, a tres razones: a su conocimiento profundo de la historia de las ideas; a su forma crítica, libre y equilibrada, de leer a los clásicos; y a su humanismo, que es parte de su humanidad: «La filosofía que se profesa revela el hombre que se es», reza uno de los epígrafes de Filosofía y circunstancias.

Pues bien, una de las características del filosofar de Sánchez Vázquez ha sido la atención prestada a aquellas ideas y corrientes que habían de resultar más renovadoras para el humanismo positivo de la segunda mitad de siglo XX en el ámbito del marxismo. Él ha sido uno de los primeros filósofos de lengua castellana en valorar, y bien, la obra del joven Marx, el de los Manuscritos económico-filosóficos de París sobre todo; él ha sido uno de los primeros filósofos de lengua castellana en interesarse por ese filón de ideas renovadoras que son los Quaderni del carcere de Antonio Gramsci; él nos dio a conocer algunas de las aportaciones más renovadoras e insólitas del marxismo en el ámbito de la estética y de la ética. Nos enseñó a comparar y a distinguir entre marxismos.

Luego, cuando a finales de la década de los setenta, empezó la última «crisis del marxismo» y Gramsci, Althusser, Della Volpe, Colletti y otros dejaron de ser la moda en que los oportunistas les habían convertido, Sánchez Vázquez siguió escribiendo y trabajando en aquel mismo marco intelectual sin rupturas de nota, sin conversiones forzadas ni arrepentimientos clamorosos. Eso sí, revisando ideas, empezando, desde luego, por las propias; pero sin «cambiar de camisa», que se dice, o de piel.

He dado antes una razón de esta continuidad, que me parece admirable, en la obra de Sánchez Vázquez: la atención a la historia de las ideas, la conciencia histórica. Y he esbozado otra razón que ahora quiero subrayar: su equilibrio intelectual en la defensa del marxismo, tan riguroso como alejado de toda forma dogmática o catequística.

Este equilibrio está también presente en los escritos recogidos en Filosofía y circunstancias. Pondré sólo dos ejemplos al respecto.

Uno está contenido en sus ensayos sobre filosofía, sobre «la filosofía sin más ni menos», que dice él. Y se refiere a los modos de hacer y usar la filosofía, a su reflexión, tan actual, acerca del por qué y para qué, todavía ahora, enseñar filosofía. Lo que ahí se aprende es rectitud y respeto por las ideas de los otros, cosa que, entre filósofos, es ya mucho.

El otro ejemplo está en el apartado V del libro, el dedicado a filósofos que le fueron cercanos: Xirau, Nicol, Sacristán, Pereyra, Zea, Eli de Gortari. En este apartado de su libro, al dar noticia de algunos de los grandes de la filosofía hispanoamericana, Sánchez Vázquez trata con simpatía y delicadeza a otros filósofos contemporáneos, de los que, sin duda, disentía en cosas no secundarias. Dice de ellos lo esencial y lo dice en forma positiva. Lo que en un gremio intelectual en el que ha predominado el puntillismo hipercrítico de tantos basiliscos también es mucho.

Ahora es norma en la academia identificar la fidelidad intelectual con el dogmatismo. Yo disiento de esa identificación que se ha hecho habitual. Creo, en cambio, que el dogmatismo va casi siempre de la mano de la ignorancia, de la desmesura, o del afán incontrolado por ser originales. Quien fue un desmesurado en su juventud suele ser un desmesurado (sólo que, eso sí, de signo contrario) en su vejez. Y en ese caso hasta los recuerdos son desmesura.

Sánchez Vázquez, en cambio, se ha mantenido fiel a sus ideas de hace treinta años tal vez porque por debajo de la letra de la obra de Marx supo captar un motivo sustancial, que no siempre captaron otros marxistas contemporáneos suyos, el del De omnibus dubitandum[11]. Y porque, en las dudas (razonables dudas), supo mantener el equilibrio intelectual y propugnar el diálogo con otras tradiciones de pensamiento.

Esto lo ha explicado muy bien Javier Muguerza[12] en la laudatio académica de Sánchez Vázquez como doctor honoris causa en la UNED. Y como él, Javier Muguerza, está también aquí, con nosotros, en esta presentación, no voy a insistir en ello.

Sólo quiero añadir, para terminar, que esta lección de la duda, y del equilibrio en la duda, no tiene pretensión de exclusividad; no es derivación genuina de una única concepción del mundo: ni del marxismo ni de ninguna otra. Se puede aprender, ¿qué duda cabe?, en el marco de tradiciones distintas y aún opuestas. Se aprende, me parece, comparando y contrastando ideas. Llegar a saber eso es,sobre todo para quienes trabajamos en la Universidad, como el pan nuestro intelectual de cada día, lo único –dicho sea pronto y rápido– que nos permite hoy seguir usando con respeto la palabra objetividad en la docencia. A sabiendas, claro está, de que la objetividad es también –o mejor: lo sigue siendo– un ideal.

Por todo eso tener hoy aquí a Adolfo Sánchez Vázquez, a sus ochenta y dos años[13], y con un nuevo libro a cuestas, honra a nuestra Universidad.

Le agradecemos que haya venido de México para visitarnos.

 

V. Elogio de Pietro Ingrao

Escrito fechado el 1 de octubre de 2002. Como señala el autor, tres días después, Pietro Ingrao era nombrado doctor honoris causa de la Universidad de Barcelona.

El día 4 de octubre la Universidad de Barcelona nombrará doctor honoris causa a Pietro Ingrao. Eso es todo un acontecimiento que no debería pasar desapercibido a la sociedad barcelonesa. Pues además de un evento académico, este nombramiento es un acto de valentía que honra a nuestra primera universidad. Es un acontecimiento académico porque la universidad rinde homenaje a una de las personalidades más fascinantes de la historia europea del siglo XX. Y es un acto de valentía porque son contadísimas las ocasiones en que la academia se abre al reconocimiento de los méritos de un intelectual comunista que no ha renunciado a sus ideas. En los tiempos que corren un hecho así tiene algo de insólito. Y, sin embargo, este reconocimiento es de justicia.

A sus ochenta y siete años Pietro Ingrao es un símbolo. Es historia viva de lo mejor del comunismo italiano que, a su vez, habrá sido lo mejor que ha dado el comunismo europeo del siglo XX. Ingrao estuvo en la organización de una de las pocas huelgas contra el nazismo que se hicieron en la Europa ocupada, en 1943, en Milán, y sesenta años después, hace unas semanas, ha estado en Roma en la más multitudiaria manifestación antiautoritaria de la historia de Italia. Ya solo por eso, probablemente, cuando haya pasado del todo la resaca de la guerra fría y se haya superado la ideología de la guerra de civilizaciones que hoy domina, cuando se hayan pacificado las conciencias y pueda escribirse el libro blanco del comunismo del siglo XX, Pietro Ingrao ocupará un lugar relevante en sus páginas. También eso llegará, es de esperar, después del rosario de la aurora de la razón laica en que ahora estamos. Quiero suponer que con este reconocimiento a Pietro Ingrao la comunidad universitaria no sólo hace justicia por nostalgia sino que se adelanta unos años a la razón ecuánime que vendrá.

Nacido en 1915, Pietro Ingrao estudió derecho y letras en la Italia de Mussolini. Fue allí un universitario antifascista. Desde joven se sintió atraído por el cine: colaboró con Luchino Visconti, como guionista y ayudante de dirección, en la película Ossesione. Después de la Liberación, entre 1947 y 1956, dirigió L’Unità, uno de los mejores periódicos comunistas europeos de todos los tiempos, donde se dieron cita diaria algunos de los más serios intelectuales italianos de la época. De ahí, de aquella colaboración en la togliattiana «batalla de las ideas», nació un periodismo culto, informado, comprometido y combativo, que en los años de la guerra fría influyó mucho no sólo en Europa sino también en América Latina.

En las décadas centrales del siglo XX se decía que Ingrao representaba la izquierda de la izquierda política, la izquierda del partido comunismo italiano, el mayor, más culto y mejor organizado de los partidos comunistas de la Europa occidental. En 1966, en el XI Congreso del PCI, Ingrao reivindicó el derecho a la disidencia. En 1968 presidía el grupo parlamentario comunista. En 1976 fue elegido presidente de la cámara de diputados. Lo fue durante tres años. Mientras tanto Ingrao alternó el trabajo político con la presidencia del «Centro de Estudios para la Reforma del Estado», una institución que impulsó interesantísimas publicaciones, como la revista Democrazia i diritto. Cuando se hundió el llamado «mundo socialista» y el PCI abandonó su identidad, Ingrao quedó en medio, fuera del PDS y fuera de Rifondazione Comunista. En 1993 se quedó sin partido, pero no se retiró: se dio a conocer como poeta y siguió pensando en aquellas cosas que muchos políticos llaman «imposibles» y sin las cuales no se puede pensar de verdad. Eligió entonces frecuentemente la forma dialogada de comunicar y en 1998 fundó para eso, con Rosana Rossanda, Luigi Pintor, Lucio Magri y Fausto Bertinotti, La revista de Il Manifesto.

Siempre fue Ingrao, ya desde la época de Togliatti, un comunista incómodo, independiente, con pensamiento propio, brillante en el análisis escrito y brillantísimo en la comunicación oral de las ideas. Le recuerdo, como ejemplo admirado, en los mejores años del PSUC aquí, cuando se acababa de traducir su libro Las masas y el poder (Crítica, 1978). Le recuerdo, aún fascinado yo por su verbo fresco y pleno de matices, en una mesa redonda organizada por los jóvenes comunistas en la Fiesta romana de L’Unità cuando el PCI era todavía la principal fuerza político-cultural de Italia: Ingrao tenía ya casi setenta años pero conectaba como nadie con las preocupaciones de los jóvenes, abierto, como fue siempre, a los retos que había de abordar el socialismo. Le recuerdo, finalmente, ya en las horas bajas del comunismo italiano, en uno de los proyectos del «Centro para la Reforma del Estado» por su agudo diagnóstico de la evolución de la democracia en Europa y por su ideas innovadoras sobre la relación entre los de abajo y la política. Él fue de los primeros en proponer la ampliación de la democracia representativa en democracia participativa. Como fue también de los primeros en darse cuenta de la importancia de la crisis ecológica y de la necesidad de incorporar el ecologismo al programa comunista. Y de los primeros en impulsar el nuevo pacifismo que estaba rebrotando al calor de las manifestaciones de los años ochenta.

Aunque Ingrao ha sido un símbolo para muchos aquí, se ha traducido poco al catalán y al español. Menos, desde luego, de lo que merecía su obra abierta y crítica, su reflexión aguda sobre lo político y lo social. Ingrao ha sido un político cultísimo con alma de poeta. Pero su poesía –Il dubbio dei vincitori (1986) L’alta febbre del fare (1994), Sul calar della sera (1990)– es casi desconocida entre nosotros. Su libro autobiográfico, Le cose imposibili, publicado en Italia en 1990, no ha pasado de ser aquí un libro de culto para unos pocos, Y la principal recopilación de sus escritos e intervenciones políticas, Interventi sul campo, está también por traducir.

La Universidad de Barcelona nos brinda una excelente oportunidad para dar a conocer sus ideas, las ideas de un pensador y hombre de acción que ha hecho mucho por la revitalización del ideario socialista, por la paz y por la pervivencia de la razón laica. Leyendo a Ingrao y escuchando su palabra clara los jóvenes universitarios de hoy entenderán mejor la opinión de sus padres sobre lo que fue aquí, para nosotros, en los tiempos sombríos del franquismo, la cultura política italiana. Para los viejos rojos, que seguimos admirando a Ingrao, este reconocimiento de la Universidad de Barcelona es la ocasión de manifestar un agradecimiento intelectual que en los años difíciles de la clandestinidad no pudimos o no supimos expresar. Y para la ciudadanía en general tal vez sea la ocasión de conocer, ya sin nostalgia, a uno de los representantes más preclaros de la pasión razonada en la época de la gran ilusión igualitaria. Que es, al fin y al cabo, nuestra época de siempre, la época de los humanos civilmente comprometidos.

 

VI. Recuerdo de Valentino Gerratana (1919-2000)

Escrito en agosto del año 2000. Publicado como nota editorial en el 78 de mientras tanto, otoño del 2000.

FFB fue el traductor de Valentino Gerratana, Investigaciones sobre la historia del marxismo (I y II), Barcelona: Hipótesis/Grijalbo, 1975, en la colección que codirigió junto a Manuel Sacristán. Existe correspondencia entre ambos. Un breve escrito del autor sobre Gerratana en nota[14].

I. Valentino Gerratana murió el 16 de junio de 2000 en Roma. Los lectores que hayan seguido esta revista[15] desde su fundación recordarán, sin duda, el nombre –que aquí ha sido citado muchas veces– y, tal vez, recuerden también alguno de sus excelentes artículos sobre Gramsci, no hace mucho tiempo traducido para mientras tanto por Josep Torrell. Por su parte, los gramscianos y más en general las personas que aprecian la obra de Gramsci recordarán siempre con agradecimiento a Valentino Gerratana, ya que, desde 1975, su trabajo como editor de los Quaderni del carcere era referencia obligada en toda traducción o comentario del pensador sardo.

La edición crítica de los Quaderni de Antonio Gramsci, publicada por Einaudi en 1975 en cuatro volúmenes, ha sido con toda seguridad el más alabado de los trabajos realizados por Gerratana. Por ella era conocido y apreciado, con razón, desde los Estados Unidos de Norteamérica a la India y desde Japón a los diferentes países de Europa. Las actas del Congreso gramsciano reunido en Formia en 1987 bajo el rótulo «Gramsci nel mondo» son todavía un testimonio inigualable de la unanimidad con que estudiosos de los cinco continentes han elogiado merecidamente esta labor. Por ella fue nombrado presidente honorífico de la International Gramsci Society, que allí, en Formia, inició su andadura.

Pero Gerratana no fue sólo el mejor editor y lector de Gramsci hasta la fecha. Fue también un excelente historiador de las ideas y un intelectual permanentemente comprometido con el ideal de la liberación. Valentino Gerratana entendió desde joven la libertad como liberación y, frente a las concepciones formalistas o meramente procedimentales de la democracia, vio ésta como un proceso histórico en marcha. En la vida pública actuó siempre de acuerdo con esas convicciones: primero en el todavía gramsciano mundo «grande y terrible» de la segunda guerra mundial, cuando aún Mussolini dominaba Italia; luego, en los años del renacimiento del marxismo en Europa; más tarde, cuando Gramsci se convirtió, por politicismo estrecho, en una moda instrumental. Y así siguió actuando Gerratana cuando el autodenominado «pensamiento débil» y el presunto «pensamiento único» desplazaron el estudio de la obra de Gramsci de los programas que es preceptivo enseñar en las facultades de humanidades y ciencias sociales y empezó a dudarse en los ambientes intelectuales de la oportunidad de leer a quien sin duda ha sido uno de los clásicos del pensamiento político en el siglo XX.

Durante los largos años que separan la liberación de Roma de la desaparición del «socialismo real» y de la disolución del partido comunista italiano, Gerratana fue un comunista laico, un comunista crítico y al mismo tiempo leal a los ideales por los que luchó ya en su juventud. De sí mismo habló y escribió muy poco. Apenas nos ha dejado unas cuantas páginas que sirvieran para trazar su biografía en la hora de la muerte. Y ni siquiera en la hermosa introducción que escribió en 1950 para el volumen de los escritos póstumos de Giaime Pintor, el amigo muerto con el que había compartido momentos difíciles en los años de la resistencia antifascista, hizo él concesiones autobiográficas. Como ha escrito Simonetta Fiori en una nota necrológica publicada en La Repubblica al día siguiente de su fallecimiento, Gerratana prefería echar un velo –el velo del pudor– sobre su papel en los años de la resistencia antifascista, precisamente «porque no era amante de medallas ni trofeos».

El que fue decano de todos los gramscianos solía definirse a sí mismo, en privado y en broma, como «un detective». Y, en cierto modo, lo era: un detective del pensamiento, de la filología, de la historia de las ideas. Cuando se compara su edición de los Cuadernos gramscianos con la edición temática anterior (que había sido inspirada y parcialmente preparada por Palmiro Togliatti) se comprende mejor el sentido de aquella autoironía. Pues hay en su edición un trabajo tan paciente como inteligente de desciframiento de alusiones cruzadas, de contextualización de referencias, de datación de los manuscritos, de comparación entre las varias redacciones de las notas. Y un trabajo así exige, efectivamente, una capacidad deductiva, un método y un rigor intelectual parecidos a los que tenía Holmes. No es ninguna casualidad el que «búsqueda», «investigación» y «método» hayan sido palabras recurrentes con las que el propio Gerratana calificó su producción intelectual.

II. Valentino Gerratana había nacido en Scicli (Sicilia) el 14 de febrero de 1919. Estudió en Módica, en Salerno y en Roma. En esta última ciudad fue ayudante en la cátedra de Filosofía del Derecho ocupada por Giorgio Del Vecchio. Siendo aún muy joven, entre 1938 y 1942, publicó sus primeros escritos académicos en la Rivista internazionale di filosofia politica e sociale y en el «Bolletino dell’Istituto di filosofia del diritto» de la Universidad de Roma. Casi todos estos escritos juveniles son recensiones de obras contemporáneas de filosofía del derecho, bien de autores italianos (F. Battaglia, G. Gualtieri, G. Santucci, G. Candoloro), bien de clásicos como Campanella, Tocqueville y Sombart. De los escritos suyos de esa época llaman la atención dos aportaciones: «Contributo alla teoria del diritto naturale» (1938) y «Per una nuova impostazione del problema della libertà» (1941), donde discute ya con Benedetto Croce.

A los veinticuatro años, durante la segunda guerra mundial, Gerratana fue uno de los promotores de la Resistencia antifascista en Roma. Queda una foto de esa época, reproducida hace poco en La Repubblica, en la que se le ve junto a Giaime Pintor, Geno Pampaloni, Chichi Marongiu y Carlo Salinari. Después de la caída de Mussolini, participó en la reconstrucción del partido comunista en la capital y al terminar la guerra empezó a escribir regularmente en L’Unitá y en Rinascita. Desde finales de la década de los cuarenta Gerratana fue miembro del consejo de redacción de la revista Società, y colaboró habitualmente en Rinascita, en Il Contemporaneo y en Critica marxista, publicaciones que han sido, hasta los años setenta, exponentes principales de la cultura marxista en Italia. También fue uno de los promotores de Editori Riuniti. Simultáneamente, Gerratana enseñó historia de la filosofía en las Universidades de Salerno, Siena y nuevamente Salerno (hasta su jubilación, ya en la década de los noventa).

III. Gerratana ha sido un excelente historiador de las ideas y uno de los mejores conocedores del marxismo que ha dado Italia en el siglo XX. Después de dialogar con Croce sobre el concepto de libertad a principios de la década de los cuarenta, lo hizo con Bobbio sobre el concepto de democracia en la década de los cincuenta y más tarde con Lucio Colletti, con Althusser y con Della Volpe sobre la interpretación de la obra de Marx en la década de los sesenta, o con Sebastiano Timpanaro sobre el concepto de materialismo[16] y la posibilidad de un «marxismo leopardiano».

A pesar de lo que estas referencias puedan sugerir, no era Gerratana un filósofo particularmente amigo de la polémica, sino más bien un pensador que intervenía en la batalla de ideas sólo en aquellos casos en que tenía la convicción de que éstas estaban siendo tergiversadas o trivializadas y que esta tergiversación o trivialización había de tener consecuencias prácticas negativas. En este sentido fue, sobre todo, un pensador de la práctica y del método, un hombre de la tribu de los que buscan, que supo combinar muy bien el rigor académico con la pasión política y al que nunca abandonó el convencimiento de que el beneficio de la duda y la crítica de las ilusiones tiene que equilibrarse con creencias analíticamente fundamentadas para que el pensamiento se haga práctica, actuación razonable.

Gerratana fue siempre un hombre extremadamente reservado y muy prudente, tanto en sus juicios políticos como en su trabajo de historiador de la ideas; un hombre alejado de los excesos, de las modas del momento y de los espectáculos intelectuales. Tal vez por eso cuando hoy, con la distancia que da el tiempo transcurrido, se releen aquellas intervenciones suyas en discusión con Croce, Bobbio, Althusser, Colletti o Timpanaro lo que más llama la atención es el respetuoso equilibrio con que trata a los clásicos y a sus intérpretes, la claridad en la exposición de las ideas, el esfuerzo por precisar las variaciones en el uso de las grandes palabras («libertad», «democracia», «socialismo») y la coherencia de la argumentación.

Tampoco fue Gerratana un autor de muchos libros: en los casi sesenta años en que se mantuvo activo como escritor y publicista apenas llegaría a publicar un centenar de ensayos, artículos y reseñas. Los más importantes de estos escritos fueron recogidos en dos libros: Ricerche di storia del marxismo[17] y Gramsci. Problemi di metodo.

La primera parte de las Ricerche incluye tres de los asuntos a cuyo conocimiento más ha aportado Gerratana, Gramsci aparte. En primer lugar, la interpretación de la obra de Rousseau y su recepción por Marx. En segundo lugar, la valoración del Anti-Dühring de Engels en la historia del marxismo. Y en tercer lugar, el papel y la fortuna de Antonio Labriola. Los tres eran temas ampliamente discutidos en Italia en la década de los sesenta y siguen siendo asuntos de importancia para la comprensión de lo que ha sido la evolución histórica del marxismo. Pero en su lectura de Rousseau, Marx, Engels y Labriola, Gerratana rebasa con mucho lo que era entonces la polémica italiana. Hay, además, en esa primera parte de las Ricerche, un estimulante ensayo sobre «Marxismo y darwinismo»[18], que es de las pocas aportaciones originales y documentadas escritas por aquellos años a este respecto.

La segunda parte del libro está dedicada a un asunto que por entonces levantaba pasiones: los debates sobre la transición al socialismo. En ella Gerratana aborda la evolución de la concepción leninista del estado, la controversia que mantuvieron los bolcheviques sobre capitalismo de estado y estado socialista o sobre cómo se debe entender el concepto, más general, de «formación económico-social». En ese contexto discute además Gerratana uno de los temas de investigación que entonces había propuesto Louis Althusser, el de «los aparatos ideológicos del estado», para aclarar a partir de ahí cómo hay que entender –pensando en el marco de una tradición y evitando el dogmatismo– el método de Marx.

Aunque todos y cada uno de los ensayos contenidos en este libro se aguantan por sí solos como investigación historiográfica, la discusión de la «cuestión del método» es de hecho el hilo conductor de las Ricerche (como lo es también de la lectura que Gerratana ha hecho de Gramsci). Y en este aspecto las páginas que dedicó a estudiar las relaciones entre historia, estructura y sistema, por un lado, y entre ciencia e ideología en el marxismo, por otro, son seguramente de las más ecuánimes que se han escrito en cualquier momento y país.

IV Para Gerratana, la ciencia, al igual que la ideología, está vinculada a una praxis social, de tal modo que, «fuera de dicha praxis, no es nada». Ahora bien, en su contrastación con la práctica social, el análisis científico se diferencia de la visión ideológica por el hecho de que no es sólo, como esta última, funcional a la praxis, sino que al mismo tiempo es funcional a la comprensión de dicha praxis.

En ese cuadro teórico cobra relevancia como instrumento metodológico fundamental la scepsis de la razón científica. Ésta es entendida como la duda implícita en toda búsqueda en la que no se da por anticipado el resultado de la investigación que se debe alcanzar en el transcurso de la indagación. En la scepsis de la razón científica la duda está incorporada a la certeza y es inseparable de ella. Es la vibración de ese polo lo que impide que la certeza cristalice en dogmatismo y lo que asegura la continuidad del proceso cognoscitivo, de una praxis en la que la inmediatez del conocimiento empírico sigue siendo un elemento subordinado.

En las breves consideraciones suplementarias que Gerratana escribió en 1974 para la presentación de la edición castellana de las Investigaciones hay un paso que pone de manifiesto su equilibrio, también en el debate metodológico: «Decir que el movimiento es el elemento constitutivo de la naturaleza del marxismo, en el sentido de que la historia del marxismo resulta ser una articulación directa de la estructura del mismo, tiene que significar dar primacía a la noción de “historia” respecto de la noción de “sistema” […] Me doy cuenta de que esta orientación entra en contraste abierto con las orientaciones antihistoricistas tan difundidas hoy en la cultura contemporánea y en las cuales hay que incluir ciertas corrientes que pregonan su vinculación al marxismo. […] Me limitaré a hacer observar que mientras el antihistoricismo implica en todos los casos una desvalorización de la noción de “historia”, la posición opuesta, que tiende a dar la primacía a esa noción, no implica en absoluto ni necesariamente la desvalorización de la noción de “sistema” o de “estructura” […] No me interesa hacer una defensa indiscriminada del historicismo (algunas de cuyas formas no merecen, en mi opinión, una defensa, sino una crítica sin prejuicios); lo que me interesa es más bien una renovación metodológica radical del mismo. Y en este campo creo que mi contribución consiste sólo en haber indicado una perspectiva y trazado una hipótesis. La historia del marxismo […] aparece como una experimentación permanente de estructuras teóricas móviles en tanto que corruptibles y estables en tanto que renovables, como un arsenal, en suma, en el que la conclusión de los trabajos no es previsible».

V. En la década de los ochenta Gerratana siguió trabajando, en colaboración con Antonio Santucci, en la edición de otros escritos de Labriola y de Gramsci. Frutos de esta colaboración son la publicación del Epistolario de Labriola (1890-1895 y 1896-1904) y una nueva edición, crítica, de los artículos de Gramsci en L’Ordine Nuovo (1919-1920). Ya entonces, y más aún en sus últimos años, Gerratana se distanció del Instituto Gramsci por la lectura «instrumental», plegada a la acción política más inmediata, que éste estaba haciendo del pensador sardo. Tuvo que pasar entonces por la situación paradójica del comunista laico que lo sigue siendo cuando otros dejan caer el nombre y desvirtúan la cosa: él, que había dedicado los mejores años de su vida a la reconstrucción paciente y desinteresada de los escritos gramscianos de la cárcel (gracias a cuya labor restituyó el estilo «fragmentario» de Gramsci, aquella escritura funcional a un pensamiento abierto, problemático y antidogmático) aún vivió el trance amargo de ser excluido de los actos oficiales del sesenta aniversario de la muerte de Gramsci organizados por el mismo Instituto con el que había preparado la edición crítica de los Quaderni.

Aun así mantuvo en estas lamentables cosas públicas la misma discreción de siempre: el viejo comunista supo encajar. No pudo, en cambio, superar otras desgracias más íntimas: la melancolía que le produjeron la muerte de un hijo todavía joven, estudiante de Nietzsche en Berlín, y, muy poco después, de su mujer, Olga Apicella, cuyo nombre seguramente resultará familiar a los amantes de los films de Nanni Moretti.

De Moretti, sobrino suyo, me habló Valentino con admiración y cariño la última vez que le vi en Roma. Aún tengo el recuerdo de aquella conversación romana, en ocasión de un encuentro organizado por la International Gramsci Society. Y lo recuerdo no sólo por la afectuosidad de la mención, sino también porque, además de descubrirme una obra cinematográfica que entonces yo no conocía, ésta fue una manera, muy propia del maestro que era, de desviar cortésmente una conversación que se estaba deslizando peligrosamente hacia los tópicos jeremíacos sobre los males de la izquierda. Con este desvío Gerratana quería tal vez resaltar todavía el lado bueno del momento: la aparición de alguien, más joven, que ha conservado en imágenes el espíritu crítico de los viejos rojos y renovado, con ese espíritu, el sano humor que se necesita para resistir en los momentos difíciles.

Adiós, pues, y gracias por lo que nos enseñaste, también a nosotros, Valentino Gerratana.

 

VII. En la muerte de Luigi Pintor

Ha muerto Luigi Pintor[19].

Y no he escuchado aquí apenas una voz que recordara su vida. De él dijo otro grande, hoy ignorado (y hasta vilipendiado) en la Italia de Berlusconi: «Es el mejor analista político que ha dado el comunismo italiano»[20]. Hace de eso cuarenta y tantos años. Era la edad de piedra. Y en la edad de piedra expulsaron a Pintor de lo que se llamaba el comunismo oficial. Pero, a pesar de ello, Pintor no pasó a ser un ex. Fue siempre, hasta el final, un es. Siguió siendo un gran analista político: sensible ante los cambios y ante las cosas nuevas, agudo al relacionarlas con las viejas, irónico e imprevisible en su decir, previsible en su hacer insobornable. Lo fue muchos años después de que el otro nos dejara en olor de multitudes. Y lo siguió siendo cuando los herederos de quienes le echaron confundieron la cosa con la bicha. La ironía de la historia ha querido que, cuarenta años después de su expulsión del comunismo oficial, Pintor siguiera aún publicando un diario comunista único, tal vez el último que tiene la osadía de salir a la calle con el nombre noble y antiguo de comunismo en una Italia que parece haber olvidado lo que debe a Gramsci y a Togliatti y a tantos anónimos que amaron a Gramsci y a Togliatti.

Pocas semanas antes de morir, Luigi Pintor escribió uno de sus breves y lúcidos editoriales en la primera página de Il Manifesto. Se titulaba «Senza confini». Y empieza así: «La izquierda italiana que conocimos ha muerto. No lo admitimos porque se abre un vacío que la vida política cotidiana no admite». La experiencia da la razón a los jóvenes rebeldes que salen a las calles a protestar contra la guerra y contra las mentiras del Imperio, sin ver ya los confines que, según sus padres, hay entre la izquierda y la derecha política. Esa ha sido la clave de la prolongada e insólita andadura de aquella publicación que Luigi Pintor creó con Rossana Rossanda y unos pocos más: un tono y una forma, a la hora de las verdades, en los que los más jóvenes pueden reconocer la experiencia de la cultura política sin sentirse agredidos y en los que los más viejos, como yo mismo, pueden reconocer la valentía del antiguo y deshonrado decir la verdad.

El día en que leí «Senza confini» pensé: «También Pintor va a morir». No sabía entonces que él ya estaba muy enfermo. No conocí personalmente a Luigi Pintor. Nunca tuve la suerte de coincidir con él en uno de tantos y tantos actos y manifestaciones del comunismo de estos últimos cuarenta años. Pero he ido leyendo puntualmente la mayoría de sus artículos políticos y también sus narraciones. Y nunca habré coincidido tanto con alguien a quien no haya conocido, al menos en sus juicios y opiniones sobre ese pan candeal de cada día que es la controversia política (tan distinto del mendrugo tertuliano en que, aquí y allí, se echa la lengua a pacer). Tal vez por eso, o porque los tonos y las formas me tocan, pensé entonces: «Pintor va a morir. Y con él toda una época, la nuestra, la mía».

La tarde en que conocí la noticia de la muerte de Luigi Pintor yo estaba leyendo Arden las pérdidas, el último poemario de Antonio Gamoneda[21]. Sí: arden las pérdidas. Cuando me llegó la noticia de la pérdida daba vueltas a un poema de los últimos, de «Claridad sin descanso», que empieza así: «Esta es la edad del hierro en la garganta»[22]. Y, como suele ocurrir en esas circunstancias, la química neuronal, que no entiende de las bondades del análisis reductivo ni de confines ni contextos, me tiró a los prados en los que crece la melancolía. Ha muerto Luigi Pintor: no estamos ya en la edad de piedra sino en la edad del hierro en la garganta. En ella arden las pérdidas. También para nosotros, socialmente, como colectivo que quisimos ser. Y en ese arder «amas aún cuanto has perdido». Sí, al hombre y a la idea. No le conocí, pero le leí mucho y creo saber lo que aquel hermano tenía en la cabeza mientras escribía «Senza confini».

En cuanto a la idea que Pintor siempre defendió y que aún figura en la cabecera de Il Manifesto, vosotros, los de la edad del hierro en la garganta, no la olvidéis. Ni siquiera cuando la química neuronal os lleve, desde los prados de la melancolía, al cruce de caminos entre el recuerdo de Pintor y el final de Arden las pérdidas. Y sepáis ya, como sabe el poeta que busca las palabras para esa edad, que la única sabiduría es el olvido.

 

VIII. En la muerte de Antonio Santucci[23]

Ha muerto en Roma, a los 54 años, Antonio Santucci[24]. Era sin duda el mejor conocedor de la obra de Antonio Gramsci y, después de la desaparición de Valentino Gerratana, la persona que más ha hecho para difundir el pensamiento gramsciano en el mundo. De joven fue el principal colaborador de Valentino Gerratana en su excelente edición crítica de los Quaderni del carcere publicada por Einaudi en 1977. Con Gerratana preparó también la edición de los escritos de Gramsci de la época de L’Ordine Nuovo (Einaudi, Turín, 1987).

Durante años fue el alma del Instituto Gramsci de Roma. Allí, en aquella sede romana en la que compartieron precarios medios jóvenes comunistas voluntariosos y viejos resistentes que aún recordaban los días de la guerra de la España, acogía Antonio Santucci a los investigadores que llegaban de los cinco continentes para consultar los manuscritos gramscianos. Siempre lo hizo con una generosidad inigualable y con una simpatía que no olvidaremos. Eran tiempos en los que Gramsci formaba parte esencial de la cultura política italiana y se había convertido en el escritor italiano más consultado (y tal vez leído) en el mundo.

Antonio Santucci puso mucho de su parte para que esto ocurriera. Y lo que es tan importante como eso: siguió trabajando en el mismo sentido cuando lo que había representado Gramsci para la cultura política italiana se vino abajo, al final de la década de los ochenta, y cuando empezó a ser difícil encontrar en librerías la edición crítica de sus obras, ya en la década de los noventa. En esos años difíciles Santucci hizo varias aportaciones sustanciales a los estudios gramscianos, aportaciones de las que quedarán. A él se debe la edición más completa de las cartas de Gramsci: Lettere, 1908-1926 (Einaudi, Turín, 1992) y Lettere dal carcere, 1926-1937 (Sellerio, Palermo, 1996). Él editó la más amplia antología de los escritos de Gramsci: Le opere (Editori Riuniti, Roma, 1997).

Las introducciones que Antonio Santucci escribió para éstas y otras ediciones de escritos de Gramsci tienen una particularidad difícilmente parangonable en la ya inmensa literatura gramsciana. En ellas se junta el rigor filológico, el respeto escrupuloso a los textos y un equilibrio notabilísimo en la interpretación de los mismos. En todas las cuestiones discutidas relativas a la vida y la obra de Gramsci, y ha habido muchas (algunas de ellas discutidísimas), la interpretación de Santucci ha sido siempre decisiva. Lo ha sido por su conocimiento de los textos y de los contextos; por su alejamiento de las modas y de las instrumentalizaciones políticas; por su prudencia al tratar los documentos nuevos que iban apareciendo; por la seria discreción con que abordaba las cuestiones privadas, íntimas, de la vida de Gramsci; por su respeto profundo hacia la persona y sus familiares; por su equilibrio en la forma de tratar la tragedia comunista del siglo XX. Por su veracidad, en suma. No he conocido a nadie que se tomara tan en serio como él aquella frase de Gramsci que dice que la verdad es revolucionaria. Sobre la veracidad gramsciana y sobre lo que significa mantener esta veracidad para los revolucionarios sin revolución, sin comunismo (Senza comunismo fue precisamente el título de una de sus últimas obras), escribió Santucci uno de sus mejores ensayos (Editori Riuniti, Roma, 2001).

Siempre conservaré en el recuerdo sus intervenciones en los congresos gramscianos: en Formia, en Cagliari, en Turín, en Madrid. En los pasillos, en los encuentros esporádicos, en los tiempos de descanso, Santucci bromeaba, ironizaba sobre el pasado, el presente y el futuro: sobre lo que fuimos y sobre lo que somos. Pero cuando llegaba su turno en los plenarios todo el mundo sabía que estaba escuchando lo esencial: las especulaciones en curso sobre este o aquel avatar de la vida de Gramsci, las últimas sospechas y las nuevas instrumentalizaciones políticas se disipaban de repente con su palabra y su saber. Un saber que era también saber estar. Con su ironía, a veces con un sarcasmo no exento de melancolía, Antonio Santucci sabía orillar lo que otros estaban considerando, quizás presuntuosamente, descubrimientos u originalidades. Con él Gramsci volvía a ser un clásico: un clásico del pensamiento revolucionario, un clásico de la acción comunista. Incluso al llegar a ese punto recurría a la ironía: cuando en Formia, en 1989, se planteó que había que leer a Gramsci como a un clásico, allí estaba Antonio Santucci para matizar, con una sonrisa, que no convendría convertir el Instituto Gramsci en una asociación académica para competir con la asociación de estudios sobre Dante, perdiendo con ello lo que más importó al hombre Gramsci: saberse parte de una tradición, la tradición comunista, y actuar en consecuencia.

Por eso cuando la tradición comunista se quebró en Italia Antonio Santucci quedó fuera del Instituto Gramsci. Fue entonces uno de los fundadores de la International Gramsci Society y nos siguió recordando, desde ella, que no debería haber contradicción entre considerar a Gramsci un clásico, aspirando a que este clásico fuera leído y amado por todos (como quería Togliatti), y decir sin miedo, y con verdad, que aquel hombre fue un clásico comunista. Esto lo decía Santucci sin aspavientos, sin alzar la voz, evitando los tonos polémicos, con aquella ironía seria que seguramente había heredado de otro de sus amores intelectuales, tan querido por Marx: Diderot.

En España la obra de Antonio Santucci es poco conocida. Sólo se han traducido un par de ensayos suyos sobre Gramsci, cuando ya Gramsci había dejado de ser «una moda» y una parte de los antiguos gramscianos renegaron de él. Es una lástima, porque su lectura nos habría enriquecido. Pero creo poder hablar en nombre de los que quedan si digo que también aquí le recordaremos siempre.

Adiós y gracias, Antonio, compañero. Sé que compañero y compañía fueron las palabras preferidas, y muchas veces repetidas, de tu español gramsciano. Incluso cuando la enfermedad y el dolor empezaron a hacer mella en tu ironía. Notaremos, y cómo, tu falta en los congresos gramscianos. Pero recordaremos tu presencia y lo que hiciste.

 

IX. Sobre Walter Benjamin

Portbou, 7/VII/2007, en un acto organizado por la Unidad Cívica por la República en el que visitamos el monumento a Benjamin y el cementerio de Portbou, la tumba de Antonio Machado y la maternidad de Elna. Fue en un local facilitado por el Ayuntamiento de la ciudad de la maternidad republicana, en presencia de activistas de la organización y de sus amigos Miguel Casado y Olvido García Valdés, donde el autor intervino.

I . El 25 de septiembre de 1940 Walter Benjamin llegó a Port-Vendres, para contactar con Lisa Fittko, una berlinesa antifascista, vinculada a la resistencia francesa, que ayudaba a los refugiados a cruzar la frontera franco-española. Lisa Fittko comunicó a Benjamin que justamente en aquellos días los caminos se habían vuelto inseguros debido a la constante vigilancia de la policía francesa que entonces colaboraba con la Gestapo, pero que, de todas formas, existía una vieja ruta de contrabandistas que todavía se podía considerar segura.

Seguir aquel camino tenía su riesgo, porque, al parecer, Frau Fittko sólo contaba con un croquis que le había hecho el alcalde de Port-Vendres, monsieur Azema, y aún no había sido utilizado para ayudar a los refugiados. El camino discurría, además, por la parte más alta de la montaña, y esto significaba para Benjamin hacer un esfuerzo físico muy penoso teniendo en cuenta sus dolencias cardíacas. A pesar de todo lo cual, Walter Benjamin aceptó sin el menor titubeo, pues el verdadero riesgo, según dijo a Lisa Fittko, sería no ir.

Hicieron primero un viaje de reconocimiento junto con la señora Henny Gurland y su hijo Joseph, que huían también de la barbarie del nacional-socialismo. Durante el camino, Frau Fittko observó que Benjamin llevaba una cartera que parecía muy pesada, así que le ofreció ayuda y le preguntó por qué la llevaba consigo en ese paseo de reconocimiento. Benjamin contestó que llevaba ahí su último manuscrito y que de ninguna manera podía caer en manos de la Gestapo porque daba a ese manuscrito más importancia que a su propia vida.

Continuaron el trayecto hasta llegar a una parte despejada junto a un gigantesco risco. Descansaron un momento y cuando se disponían a regresar Benjamin dijo que él se quedaría allí, pues ya había hecho la tercera parte del camino y si regresaba al pueblo, lo más probable es que su corazón no resistiera hacer nuevamente el trayecto y continuar hasta la frontera, así que lo mejor era esperarlos en ese lugar. Benjamin permaneció esa noche a la intemperie y los otros tres regresaron al pueblo.

Al día siguiente Lisa Fittko y sus acompañantes salieron muy temprano para confundirse con la gente del campo; caminaban aprisa y un tanto agitados. Al llegar al lugar en donde se había quedado Benjamin lo encontraron recostado y él los recibió con una amable sonrisa. Iniciaron el trayecto entre caminos empedrados y bajo un intenso calor, subieron por las vides y las veredas inclinadas. Benjamin caminaba pausadamente y descansaba cada cierto tiempo, para no agotar todas sus energías –decía. Finalmente, después de diez largas horas de camino, y con un Benjamin desfalleciente, llegaron a la parte más alta de la montaña desde donde es veía el pueblo de Portbou. El plan de Benjamin era ir desde allí a Lisboa para viajar luego a EE.UU.

Pero al llegar al puesto fronterizo se les informó de que una orden de última hora del gobierno de Franco prohibía a la gente sans nationalité cruzar la frontera. Se les permitió pasar esa noche en el hotel del pueblo pero se les dijo que al día siguiente tendrían que ser llevados a un campamento francés. Benjamin y los demás pernoctaron en el Hotel Francia desesperanzados y con la certeza de que iban a ser entregados a la Gestapo.

Existen varias versiones de lo ocurrido esa noche. Una de ellas dice que Benjamin fue asesinado por los nazis. Se basa en la suposición de una persona que entonces era camarero en la cantina de la estación, Simó Granollers, quien dijo haber escuchado conversaciones de inspectores de la policía y agentes de aduanas. La suposición de que Benjamin fue asesinado se apoya en circunstancias como que no se hizo la autopsia del cadáver, en el misterio que rodeó el entierro del pensador alemán y en datos que figuran en el archivo parroquial, de acuerdo con los cuales Benjamin habría recibido la extremaunción antes de morir y se le había enterrado en un cementerio católico, siendo como era él judío, marxista y librepensador.

Esa versión parece poco fundada. Las circunstancias que aduce son fácilmente explicables por otros motivos, sin que haya que llegar a la conclusión que pretende. Hay, además, otros testimonios que abonan la tesis de que Walter Benjamin se suicidó: el de Lisa Fittko y el de la señora Gurland. El principal de estos testimonoios es el de Lisa Fittko, recogido en el libro Para Walter Benjamin, que fue editado en 1991 por la Asociación de Instituciones Culturales Independientes de Alemania (ASKI). Según ella, Benjamin se suicidó, desesperado ante la presión a la que se hallaba sometido. Lo hizo con una sobredosis de la morfina que utilizaba habitualmente para paliar sus dolencias.

Lisa Fitkko ha asegurado que la madrugada del día de la muerte de Benjamín, éste le llamó a su habitación y le dijo que había tomado morfina para matarse, pero que no se lo comentara a nadie. Hay alguna duda sobre si Lisa Fitkko estaba efectivamente en el Hotel Francia de Portbou esa madrugada. Pero quedaría el hecho de que a las siete de la mañana del día 27 de septiembre Benjamin habría llamado a la señora Gurland para darle una carta dirigida a su amigo Adorno, momentos antes de que perder la conciencia. Se sabe, además, que la idea del suicidio no era ajena a Benjamin. Ya había intentado suicidarse unos años antes, en 1931. Cuando murió tenía sólo 48 años. La paradoja de esta historia triste es que al día siguiente de su muerte se permitió el paso hacia España a los que habían sido compañeros de viaje.

También se ha discutido mucho sobre los papeles que Benjamin llevaba en la cartera de piel de la que no quería separarse y que se perdieron para siempre. Uno de los amigos de Benjamin, Gershom Scholem, insinuó que se trataba de la última revisión de su gran obra inconclusa, Passagen-Werk, el Libro de los Pasajes. Pero más recientemente Rolf Tiedemann, el principal de los editores de su obra, se inclinaba a pensar que lo que contenía aquella cartera, entre otras cosas, era el manuscrito de las tesis sobre el concepto de historia, que ha quedado como el testamento de Benjamin.

Sea como fuere, Coetzee, el escritor surafricano premio Nobel de literatura, ha puesto en relación aquella pesada cartera que el exiliado llevaba consigo con unas palabras del propio Benjamin sobre los grandes escritores: «Las obras terminadas les resultan más ligeras que aquellos fragmentos sobre los que llevan toda la vida trabajando». Y a partir de ahí Coetzee propone una conclusión positiva de aquella triste historia de 1940 en Portbou. Escribió al respecto: «Con su heroico aunque inútil esfuerzo por salvar su manuscrito del fuego del fascismo y llevarlo a Estados Unidos, Benjamin se convierte en un símbolo del erudito de nuestros tiempos».

II. Tuvieron que pasar más de veinte años para que se produjera el redescubrimiento de Benjamin en Europa al calor de la rebelión estudiantil de los sesenta. Cincuenta años después de su muerte era ya un autor de culto. Hoy lo sigue siendo. Se le considera un autor inclasificable e irrepetible. Tan inclasificable e irrepetible que toda corriente filosófica se lo disputa, para hacerlo suyo en el mundo intelectual euro-norteamericano. Esto se debe seguramente a la ambivalencia de algunos de sus escritos, a la complejidad de otros y a su curiosidad extrema. Esta curiosidad lo incluye casi todo aquello que fascina el letraherido en pelea constante con el mundo de lo cotidiano: desde la obra de arte en sus múltiples manifestaciones hasta el psicoanálisis pasando por lo que llamamos historia.

Benjamin cultivó múltiples géneros. Fue traductor y teórico de la traducción. Escribió poemas y relatos. Trabajó durante algún tiempo para la radio. Escribió sobre experiencias con las drogas, sobre las aventuras surrealistas, sobre los libros para niños, sobre la violencia, sobre la fotografía, el coleccionismo, el cine y la arquitectura. En sus escritos hay reflexiones y observaciones de lingüista, de semiólogo, de antropólogo, de historiador, de filósofo y de aficionado a la teología. Pero no fue, profesionalmente, ninguna de esas cosas.

La universal aceptación de Benjamin también se debe, paradójicamente, a su forma de escribir, a su estilo ensayístico, a la mirada de su «filosofía medusiana», al carácter a veces jeroglífico de la materialización de su pensar, que, como dijo Theodor Adorno, «sonaba como si el pensamiento, en vez de apartar de sí las promesas de los libros infantiles y las leyendas con elegante madurez, las tomara tan al pie de la letra que su cumplimiento real se desprendiera del conocimiento mismo». Se le suele considerar, efectivamente, como un ensayista, como un maestro del ensayo europeo de la época de entreguerras.

No me voy a detener en la polémica que desde hace muchos años ha suscitado la interpretación de la obra de Walter Benjamin por Adorno ni voy a proponeros mi propia lectura. Tengo que confesar que tampoco yo he conseguido todavía entender bien todo lo que Benjamin tenía en la cabeza. Además, no es éste el momento ni el lugar. En vez de eso, y teniendo precisamente en cuenta el lugar y el momento, querría acabar con la lectura de dos sonetos que él escribió en recuerdo de Friedrich Heinle, el amigo de juventud que se suicidó en 1914. Sirvan para recordar ahora, también nosotros, la muerte de Walter Benjamin en 1940…[25]

 

X. Para el Libro Blanco del comunismo en el siglo XX

Texto fechado en junio de 2008. Sobre: Rossana Rossanda[26], La muchacha del siglo pasado, Foca, Madrid, 2008. La traducción, de Raúl Sánchez Cedillo, sigue la 2ª edición italiana publicada por Einaudi (Turín, 2007).

Fuera de Italia el nombre de Rossana Rossanda empezó a ser conocido en 1969 a raíz de la expulsión del partido comunista italiano del grupo Il Manifesto. Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, su nombre ha quedado asociado a esta publicación, sin duda la más singular de las aventuras político-culturales del comunismo crítico en la segunda mitad del siglo XX. Singular porque, sin llegar a constituir propiamente un partido político comunista, Rossanda y sus compañeros de Il Manifesto han estado constantemente presentes, con sus análisis e intervenciones, en todos los acontecimientos políticos, socio-económicos y político-culturales de importancia para la izquierda revolucionaria en el mundo.

Para valorar en sus justos términos lo que ha sido esta aventura hay que tener en cuenta que hacia 1968 los comunistas se dividían por así decirlo en dos: los que pensaban que fuera del partido no había «salvación» (en términos cuasi religiosos) y los que estaban convencidos de que fuera del partido no había acción posible, al menos eficaz, para cambiar el mundo en un sentido socialista de acuerdo con los intereses de aquellos que se suponía que habían de ser sujeto de la revolución, los proletarios, los obreros de la industria. Hoy esto suena raro, pero sólo prestando atención a aquellas convicciones se puede entender bien el impacto que entonces tuvieron las palabras con las que Aldo Natoli, en nombre del grupo de Il Manifesto, se despidió del partido comunista: «Para ser comunista no hace falta carnet». De hecho, si se mira la cosa con una perspectiva histórica más amplia, aquella declaración que Rossanda compartía entonces y sigue compartiendo hoy, no debería haber resultado tan traumática como lo fue en el momento en que se hizo. Pues el fundador del comunismo moderno, Karl Marx, en el que decían inspirarse unos y otros, había sido un comunista sin partido (y sin carnet) la mayor parte de su vida. Solo que en las controversias políticas del momento esas cosas, relevantes para los historiadores, no solían tenerse en cuenta.

También esta historia ha conocido su paradoja: veintitantos años después de aquellos hechos Rossana Rossanda y los compañeros de Il Manifiesto expulsados del PCI seguían haciendo una publicación que se declaraba comunista mientras la dirección del partido que los había expulsado decidía dejar caer el viejo nombre y con él la cosa misma, o sea, el concepto de comunismo, obviamente deshonrado en varios lugares del mundo en los que se impuso el denominado «socialismo real», pero no precisamente en Italia. Así, en los últimos veinte años Il Manifesto de Rossana Rossanda pasó a ser uno de los pocos referentes explícitamente comunistas con eco internacional. Eso explica, entre otras cosas no menores (como la capacidad de análisis político y el haber sido una especie de periodista de guardia de los valores renovados de la tradición comunista durante años y años) que Rossana Rossanda haya acabado siendo un mito para muchas personas que, en Italia y fuera de Italia, conservaron sus ideales comunistas o los encontraron cuando sus mayores los abandonaban.

Y mito es justamente la primera palabra con la que Rossanda ha querido enfrentarse al escribir sus recuerdos en La ragazza del secolo scorso, cuya primera edición apareció en Italia hace tres años y que ahora acaba de ser traducida al castellano. A Rossanda, que ha defendido siempre un comunismo laico y que lleva décadas combatiendo toda versión religiosa, doctrinaria o dogmática del marxismo, esa palabra no le gusta ni siquiera cuando se pronuncia amablemente y con empatía. Los mitos, dice, son una proyección ajena con la que ella no tiene nada que ver; algo que desazona porque trae a la memoria las lápidas y que no puede aceptar una mujer que, como ella, se considera metida en el mundo, comprometida con su mundo y con su tiempo, a pesar de no tener partido, ni cargos, ni ser siquiera propietaria del periódico que ayudó a fundar.

Ya eso da una pista sobre la orientación de las memorias de Rossanda. No hay en La muchacha del siglo pasado nada que se pueda considerar contribución personal al enaltecimiento del mito. Si, a pesar de la declaración inicial de su autora, aún hubiera que conservar la palabra que emplean personas que le admiran se podría decir que la sustancia de este ensayo autobiográfico es la narración reflexiva de la vida de una mujer, protagonista de la historia del comunismo, antes de que su actuación y las circunstancias que han condicionado ésta la convirtieran precisamente en ese mito. Pues Rossanda habla en el libro de su infancia y adolescencia, de sus estudios universitarios, de su maduración política al final de la segunda guerra mundial, de su actividad como responsable de la política cultural del PCI, de la batalla de las ideas en las décadas de los cincuenta y los sesenta, de los encuentros y desencuentros ocurridos durante esos años y de muchas otras cosas interesantes, pero termina su relato en 1969, en el momento de su expulsión del partido comunista, o sea, precisamente en el momento en que empezó a ser conocida y reconocida fuera de Italia. Lo que vino después de la creación de Il Manifesto, los cuarenta años de singular aventura político-cultural que han hecho de ella una leyenda, queda fuera de consideración. Eso es, como ella dice al final del libro (tal vez anunciando su continuación), «otra historia».

Tampoco quiere Rossanda que La muchacha del siglo pasado sea leído como un libro de historia. Y, en efecto, no es un libro en el que la protagonista de la historia pretenda combinar y amalgamar los recuerdos propios de acontecimientos vividos con la reconstrucción historiográfica de los hechos, precisamente documentada, desde la perspectiva que da el tiempo pasado. En esto el libro de Rossanda se diferencia de otras memorias publicadas. Pues no son pocas las memorias de protagonistas de la historia del siglo XX en las que el que escribe o la que escribe se dedica a romper todos los espejos en los que sus contemporáneos se miraron (o dijeron que se miraban) para, al final, dejar intacto un único espejo, el que devuelve el rostro propio idealizado, el espejo del cuento de Blancanieves que dice siempre a la madastra lo hermosa que es cuando se mira en él.

Rossanda sabe de los agujeros de la memoria personal y de las trampas de la memoria que se presenta a sí misma como reconstrucción fetén de los hechos históricos colectivos. Ha optado por narrar en primera persona, sin aducir documentos o papeles, a partir de los recuerdos propios y, casi siempre, claro está, reflexionando sobre los hechos que recuerda mejor, o a los que presta mayor atención, para valorar así lo que ella misma hizo (o creyó en su momento estar haciendo) y lo que hacían las personas y personajes con los que se relacionó en aquellos años. El resultado es un libro que combina la calidad literaria (como reconoció en 2005 el jurado del premio Strega), con la honestidad intelectual; un libro que responde, también en primera persona, a la pregunta que muchos pueden hacerse hoy, en la época del libro negro del comunismo: cómo se ha sido comunista y cómo se puede seguir siéndolo, a pesar de todo lo ocurrido y de que la misma persona que escribe es consciente de que está hablando de una historia que acabó mal.

En los primeros capítulos de La muchacha del siglo pasado, Rossanda narra sus recuerdos de la infancia y de la adolescencia en los años de la Italia fascista y de la guerra con una distancia tan calculada como apreciable, sin nostalgia de la edad feliz en años difíciles pero sin resentimiento por los primeros tropiezos, como para que el lector pueda tener desde el principio la idea de que, al menos en su caso, el comunismo no lo encontró en la casa familiar. Y en ese sentido no es casual que los primeros recuerdos que valora desde las alturas de la edad, por lo que anticipan, hayan sido, por una parte, la tendencia a escapar y, por otra, la atracción fatal por los tropiezos, atracción «evocada una y otra vez por los mayores como demostración de una personal inclinación a no estar en el mundo como dios manda».

Al escribir eso no está sugiriendo, sin embargo, la conformación en su caso de un carácter particularmente rebelde desde la más tierna infancia; lo cual ya dice mucho acerca de la madurez de la narradora. Como mucho dice, también, la tranquilidad de espíritu con que reconoce, sin darlo mayor importancia, sus relaciones de entonces con jóvenes fascistas, que era lo habitual, o la declaración de que antes de 1943 su imagen de los comunistas no haya diferido gran cosa de la que estaba difundiendo el régimen mussoliniano, sobre todo en los años de la guerra de España. Comunistas eran para ella entonces, como para tantos otros, «vengadores de los pobres, violentos y temibles».

Una idea, ésta, que iba a cambiar radicalmente aquel mismo año 1943, a partir de la relación que estableció con uno de los grandes intelectuales del momento, el filósofo Antonio Banfi, a través del cual se produjo su aproximación a los núcleos comunistas que animaban la Resistencia antifascista. Incluso al llegar ahí Rossanda evita apuntarse medallas de las que predisponen favorablemente al lector para lo que va a venir después. No cuenta sus actividades juveniles en la Resistencia con tonos heroicos, sino más bien como una consecuencia de circunstancias, entre las cuales la más importante fue la sorpresa, confesada también, que produjo en la estudiante universitaria el descubrimiento del vínculo comunista del filósofo al que apreciaba intelectualmente en aquel momento: «Me vi metida. No tengo glorias de las que alardear, no pedí el diploma de partisana… Hice poco y con dificultad y errores».

De estas páginas, que corresponden a los cuatro primeros capítulos del libro, hay al menos dos cosas que querría subrayar. Una de ellas es el esfuerzo que Rossana ha hecho por captar y representar el ambiente cotidiano de la Italia de aquellos años a partir de la selección de los propios recuerdos de la infancia, adolescencia y juventud. En esas páginas anticipa lo que va a ser el tono general de todo el libro: veracidad y equilibrio en el juicio, incluso cuando se refiere a cosas, actitudes y personas que, evidentemente, no eran de su agrado. Ni siquiera le gustó que la pusieran «Miranda» de nombre guerra, cuando entró, en 1943, en el grupo comunista clandestino. Consideraba ese nombre «imbécil» [nome cretino], pero enseguida quita importancia al asunto.

La segunda de las cosas que llama la atención en esas páginas es la contención con que Rossanda aborda las relaciones familiares y afectivas. Da a conocer en ellas sus aficiones literarias y artísticas, sus lecturas, su llegada a la universidad para estudiar letras y los nombres de los profesores a lo que allí apreció, pero dedica escasísimo espacio a lo que fue la propia educación sentimental y a la expresión de los sentimientos íntimos. De sus sentimientos respecto de los familiares más próximos dice poco y casi siempre de forma alusiva: de los padres, lo más relevante en el momento en que tiene que enfrentarse a su muerte; y de sus amores, de los varones con los que convivió, de los que fueron compañeros sentimentales (Rodolfo Banfi y K.S. Karol), apenas nada. (Tan poco dice que los editores de la obra en castellano, que se han tomado la molestia de añadir un índice de nombres citados, ni siquiera los han incluido en él).

Como sabemos, por otros libros suyos, de la importancia que con el tiempo Rossana Rossanda iría dando a la relación entre actividad política y educación sentimental, entre lo público y lo privado, así como de sus batallas en el ámbito del feminismo italiano, hay que pensar que esta brevedad, esta autocontención de la memoria, en todo lo que tiene que ver con la propia vida sentimental, no es olvido sino más bien consecuencia de una decisión pensada al escribir La ragazza del secolo scorso.

Puede que eso se deba a que este libro es sustancialmente, como ha dicho Mario Tronti en el prólogo a la segunda edición italiana, el relato de un gran amor malogrado, y que ese amor es el amor entre Rossanda y el PCI. O puede también que tal autocontención se derive de su particular forma de entender y de defender el papel de las mujeres en la historia, tan alejada del feminismo italiano de la diferencia, que exaltaba la conservación de los valores tradicionalmente considerados femeninos. Tronti, en el par de líneas que dedica al asunto declara esto «terreno minado» y pasa por ahí como de puntillas, para «no saltar por los aires», dice. Hay en esto, en cualquier caso, un rasgo de carácter que le impulsa a uno a vincular aquel recuerdo suyo del «escapar» y de los repetidos «tropiezos» de la infancia con la declaración ya madura, que Rossana fecha en 1962, de un impulso que conduce, que la conduce, a la huida, a la vacilación, a la retirada: «El descubrimiento de que no escapaba de lo femenino. Desde entonces, cuando se trata de elecciones graves en la esfera pública reconozco el impulso de dar un paso atrás. Y no me parece esto una virtud pacifista, sino el reflejo de quienes durante siglos han estado fuera de la historia… Combatir pero en segundo puesto. No decidir en primera o última instancia… No un fin de los llamados saberes femeninos».

Una de las cosas más sugestivas de este libro es, para mí, precisamente lo que queda implicado en tal declaración, sobre todo si se la compara con lo que ha sido la vida política de su autora desde el momento en que dice que hizo ese descubrimiento hasta ahora. O sea: la tensión interior que sugiere aquella tendencia al paso atrás, a pasar a un segundo plano en el momento de las decisiones graves, en una mujer que, desde entonces y por la propia historia, ha tenido que estar tantas veces en el primerísimo plano de la esfera pública cuando tantos varones, aquellos de las decisiones en primera o en última instancia, vacilaban, se retiraban o negaban los ideales que un día defendieron.

En la parte central del libro, la que está dedicada propiamente al relato del amor malogrado con el PCI, a los años que van desde 1947 (momento en que Rossanda decide dedicarse preferentemente al trabajo político después de haber hecho una tesis académica sobre los tratados de arte entre la Edad Media y el primer Renacimiento) hasta 1968, momento en el que empieza «la otra historia», hay recuerdos y reflexiones que, por su lucidez, pasarán seguramente a ser parte de la otra historia del comunismo del siglo XX; observaciones que por olvido, por oportunismo o por corrección política mal entendida, no han sido subrayadas convenientemente en estudios historiográficos documentados y que aquí son parte sustantiva del relato. Por ejemplo: el mal fario que le produjo el resultado del referéndum de 1946, en el que la República, según recuerda Rossanda, fue aprobada «por los pelos» cuando la ridiculez del rey era tan evidente; o la impresión negativa que tuvo ante las primeras elecciones regionales después de la guerra, en la que los comunistas fueron derrotados, a pesar del papel que habían jugado en la Resistencia. O, por poner otro ejemplo, el recuerdo de que, a pesar de su peso social y de lo que se ha dicho y repetido tantas veces después sobre el poder del partido, ningún comunista hubiera podido hablar en Italia ante los micrófonos de la radio y ante las cámaras de televisión hasta 1963.

Desde un punto de vista ya estrictamente político, son interesantísimos los recuerdos y reflexiones de Rossanda sobre su primer viaje a Moscú, todavía en vida de Stalin; sobre lo que representó para el PCI el XX Congreso del PCUS; sobre los acontecimientos de Hungría en 1956 (y la controversia entre el grupo dirigente del PCI y algunos de los intelectuales comunistas italianos entonces); sobre la pobre impresión que sacó del antifranquismo organizado durante su viaje a España a comienzos de 1962, poco antes de la huelga de los mineros de Asturias; sobre lo que vio en Cuba y de la revolución cubana después de la crisis de los misiles, en los meses en que se especulaba en la isla acerca del destino de Guevara; sobre el papel y la personalidad de Palmiro Togliatti; sobre el mayo francés de 1968 y sobre la llamada primavera de Praga, aquel mismo año, sofocada en agosto por los tanques soviéticos.

Al hacer referencia a estos acontecimientos o asuntos, que Rossana vivió en primera persona o que marcaron su vida política a través de los debates y las controversias en el PCI, he escrito aposta, con intención, las palabras recuerdos y reflexiones. Pues uno de los rasgos que dan valor a esas páginas es que Rossanda construye el relato de los hechos a partir del recuerdo de acontecimientos vividos, o apasionadamente discutidos en su momento, pero reflexionando acerca de ellos casi siempre en dos niveles complementarios: narrando lo que pensaba o hizo ella misma en tal momento y añadiendo por lo general lo que ha llegado a pensar sobre tales asuntos al tener en cuenta acontecimientos posteriores o al volver sobre ellos en el momento en que escribe. Obviamente, esta forma de construir la narración presenta un riesgo, muy corriente y pocas veces superado en los libros de memorias: confundir lo que se pensaba en el momento con lo que se pensó después y atribuir a otros ideas, pensamientos, actitudes o posiciones que no se corresponden precisamente con lo que dijeron o hicieron entonces.

Pero lo más notable del libro de Rossanda, en mi opinión, es que en todas esas grandes cuestiones controvertidas en el movimiento comunista de aquellos años ha logrado distinguir bien entre lo que pensaba y lo que piensa al respecto. Y ha logrado, además, comunicar al lector esa distinción por el procedimiento de advertir sobre la marcha, y sin cortar el relato, cuándo y por qué cambió de opinión, o explicando con verosimilitud y claridad los motivos por los que ahora, cuando escribe, en 2005, piensa que también ella, como parte que era del movimiento comunista, erró, se equivocó o fracasó en tal o cual momento. Hay una imagen en el libro, cuando Rossanda está contando los avatares de los años sesenta, que me parece muy ilustrativa y que enlaza además con aquello de los «tropiezos». Es la imagen de la largartija. Dice Rossanda: «Por entonces me pasó, a mí y a otros muchos comunistas, como a la lagartija a la que el gato mordió el rabo: que volvió a crecerle. Lagartija me parece un término apropiado. No he sido un animal de bosque, ni siquiera un gato montés, pero espero que tampoco una gallina».

Tan interesante como lo anterior: Rossanda ha construido el relato de sus recuerdos escribiendo desde la conciencia de la derrota, con el mismo espíritu crítico de su juventud y, sin embargo, con un respeto exquisito por la mayoría de los personajes con los que se discutió o de los que discrepó en el momento de los hechos que cuenta. Esto es de admirar, por raro en las memorias de los protagonistas de la historia del movimiento comunista, en las cuales, como es bien sabido, ha habido mucho cainismo y no poco veneno. Ahí veo yo la prolongación madura de aquel no estar en el mundo como dios manda que le atribuían en la infancia. El ejemplo más patente que se puede aducir a este respecto, aunque no sea el único, es la consideración con que Rossanda ha tratado, en La muchacha del siglo pasado, a Palmiro Togliatti, el personaje más citado a lo largo del libro, como, por lo demás, es natural teniendo en cuenta el papel que éste desempeñó en el PCI y en la vida política italiana. La advertencia sobre el paso del recuerdo a la reflexión es aquí meridiana: «En la década de 1970 le critiqué tanto como hoy le revalorizo, una vez aceptado que su objetivo no fue derribar el estado de cosas existente sino garantizar la legitimidad del conflicto.»

Es difícil decir tanto en tan pocas palabras acerca de lo que se pensaba y de lo que se piensa para dar al mismo tiempo en el clavo sobre el auténtico papel político del personaje, aquel mismo personaje que había espetado un día a la disidente: «Pero aquí ¿quién es el secretario del partido, tú o yo?». El juicio, la valoración política y la reflexión sobre el ayer y sobre el hoy se superponen, pues, en la forma que se considera más positiva posible. Positiva, desde luego, para quien quiera seguir pensando en la actualidad de los problemas del comunismo sin echar la tradición por la borda y sin renunciar, por otra parte, al espíritu crítico.

Hay otros muchos pasos de parecido tenor en el libro, pero mencionaré, para terminar, uno solo que creo particularmente ilustrativo a la hora de valorar el respeto por los otros y el equilibrio en que ha desembocado al fin aquel amor desgraciado. Está ya al final del libro y se refiere justamente al momento tal vez más decisivo en la vida política de Rossana Rossanda: la narración de los orígenes de Il Manifiesto, lo que incluye su relación con Enrico Berlinger en aquellos días de 1969 y la expulsión del PCI de su propio grupo. Después de recordar las ya mencionadas palabras de Aldo Natoli en la reunión del comité central en la que se decidió la expulsión del grupo, Rossanda ha optado, también aquí, por no hacer sangre a destiempo: llama «amigos» a algunos de los que entonces levantaron la mano para expulsarles; deja claro que, de todas formas, el grupo de Il Manifesto era «otra cosa», una cosa distinta de aquel PCI; y acaba la narración así: «No he vuelto a contar los votos. No estaba resentida, ni, a decir verdad, conmocionada […] Ya no éramos de los suyos, de los nuestros».

De los suyos, de los nuestros: ahí está la clave.

He dicho arriba que, por forma y tono, estos recuerdos de Rossana Rossanda nada tienen que ver con la socorrida reconstrucción del espejo que siempre dice lo hermosa que es quien se mira en él. El espejo en el que se mira Rossanda es otro. Mario Tronti ha escrito que hay que fijarse en la foto de la cubierta del libro (que se reproduce, ampliada, en la edición castellana) y ve en ella otra representación de la melancolía. Comparto la observación: ese precioso movimiento del alma sensible, la melancolía, recorre como un hilo rojo las páginas que Rossanda ha dedicado al amor desgraciado y al conflicto interior que produce el desfase entre lo que se pudo hacer y lo que se hizo realmente, entre lo que se quiso y lo que no fue posible. Sólo añadiría a la observación de Tronti que, en este caso, la lucidez del análisis que acompaña la imagen de la melancolía no remite necesariamente al lector a aquella profunda tristeza que la palabra denota. Al contrario: el lector con convicciones, el lector que haya tenido conciencia de la tragedia del comunismo del siglo XX, aún cerrará el libro de la muchacha del siglo pasado, de la comunista sin carnet, esperanzado. Pues, como dice ella, también nosotros habremos aprendido que no todo lo que no ha funcionado históricamente era políticamente erróneo.

 

Anexo: A preguntas de El País.

De Francisco Fernández Buey a Francisco Mercado (El País). No he podido averiguar las preguntas que le fueron formuladas por el diario.

A (pregunta) 1. Queda su fundamentación racional de la esperanza de los explotados y oprimidos, de los humillados y ofendidos, en un mundo de desigualdades que es un escándalo moral. Ellos saben o intuyen que, de todos los filósofos y científicos sociales del siglo XIX, Marx fue quien más contribuyó a razonar la pasión emancipadora y liberadora de los de abajo, de los que no tienen nada o casi nada. Queda el Marx de los pobres y proletarios cuyas obras les han ayudado en todo el mundo a autoorganizarse y a pensar con la propia cabeza. Queda su filosofía moral y política desalienadora, que sigue dando que pensar a las personas generosas. Pasó a la historia el Marx cientificista, el Marx de la supuesta superación de las utopías.

A (pregunta) 2. Marx fue filósofo, periodista, científico social y hombre de acción revolucionario. Todo a la vez y todo junto. Eso levanta sospechas en el mundo del idiotismo de los especialistas en el que todo parece estar permitido menos la visión global de conjunto y la declaración explícita del punto de vista desde de el cual se piensa, se razona y se analiza. Es difícil, y seguramente inconveniente, dividir en trozos un pensamiento así. Pero si hay que hacerlo, yo destacaría: como economista, su teoría de la plusvalía; como filósofo, su crítica de las ideologías y de la alienación; como historiador, su monumental concepción materialista; como periodista, su olfato ante los temas de gran alcance; como político, su fundamentación del internacionalismo de los de abajo y su crítica de la política al uso.

A 3. El muro no se cayó, lo tiraron. Y lo tiraron los que estaban hartos de la manipulación de Marx en nombre del privilegio de los marxistas de catecismo. De la misma manera en que fue moralmente difícil seguir llamándose cristianos mientras la Inquisición quemaba cristianos, así también es hoy ir contra la corriente el seguir llamándose comunista y marxista cuando se sabe que ese fue también el nombre de los verdugos. A corto plazo no es previsible, por tanto, una aplicación política extensa del punto de vista marxista.Estamos en una fase prepolítica: de repensamiento y reconfiguración de la idea misma de socialismo. Pero pasará el tiempo, nacerán «herejías», el marxismo se hará laico. Y cualquier día del siglo XXI volverá a hablarse de Marx políticamente en serio.

A 4. No conozco izquierda en el mundo que no hable con respeto de la obra de Marx.

El mundo ha cambiado mucho desde su muerte, pero no ha cambiado de base. La renovación de la izquierda tiene que partir de Marx porque, entretanto, no ha aparecido una visión de conjunto mejor en favor de los de abajo. Hay, eso sí, análisis y teorías parciales más finas y apreciables: conocimiento antropológico y psicológico que Marx no tenía. Creo que, en la renovación de la izquierda, Marx será un referente, no el único. La izquierda revolucionaria del futuro saldrá de un diálogo entre la tradición que Marx inauguró, la tradición anarquista-libertaria y, en nuestro ámbito cultural, las tradiciones cristianas (heréticas) de emancipación y la reconsideración autocrítica de la ciencia.

Notas

[1] NE. No he podido averiguar el destinatario de la carta.
[2] NE. Prismas, Barcelona. Ariel, 1962; Notas de literatura; Barcelona: Ariel, 1962.
[3] NE. Jesús Aguirre, el futuro Duque de Alba.
[4] NE. Teoría y realidad, probablemente. FFB hace referencia a La disputa del positivismo en la sociología alemana, el primer ensayo publicado en la colección dirigida por Jacobo Muñoz.
[5] NE. Reeditada por Akal en 2013.
[6] NE. Con dudas por mi parte, pequeño lapsus del autor. En 1975, la editorial Anagrama publicaba, con traducción y prologo («En un mundo en crisis») de FFB: Antonio Gramsci, Amadeo Bordiga, Debate sobre los consejos de fábrica. Tal vez el autor haga referencia a otro ensayo.
[7] NE. Varias referencias al pensador y activista norteamericano en: Jorge Riechamnn, Simbiótica. Homos sapiens en el tramado de la vida (Elementos para una ética ecologista y animalista en el seno de una Nueva Cultura de la Tierra gaiana), Madrid: Plaza y Valdés, 2022. Además de amigo y compañero, Jorge Riechmann es, en mi opinión (que creo comparto con Rafael Díaz-Salazar), uno de los grandes discípulos del autor. Fueron tres los libros que escribieron conjuntamente.
[8] NE. Poeta brechtiano muy considerado por el autor.
[9] NE. El autor escribió el prólogo del clásico de Marx-Engels para su edición en la editorial de El Viejo Topo. En mi opinión, uno de sus grandes textos marxistas: «Para leer el Manifiesto Comunista», homenaje también a un escrito del mismo título de Manuel Sacristán (que este elaboró con la ayuda de Giulia Adinolfi y Pilar Fibla).
[10] NE. Véase «Ferlosio-Sacristán en el jardín del trágico». En FFB, Sobre Manuel Sacristán, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2015. Uno de los grandes textos de crítica literaria del autor.
[11] NE. Conviene dudar de todo, uno de los aforismos preferidos de Marx. El otro: «Nada humano me es ajeno».
[12] NE. Gran filósofo analítico, no fue el único, muy amigo de Fernández Buey, Sacristán y otros miembros del colectivo mientras tanto. Nos dejó en 2019. Otro ejemplo de amistad analítica: Luis Vega Reñón (1943-2022), autor de una de las mejores aproximaciones a la obra lógica de Sacristán: «Sobre el lugar de Sacristán en los estudios de lógica en España». En Donde no habita el olvido, Vilassar de Dalt: Montesinos, 2005, pp. 19-50.
[13] NE. Nacido en 1915, falleció en 2011. Fue entrevistado por Xavier Juncosa para los documentales: Integral Sacristán.
[14] El pasado 17 de junio murió, en Roma, Valentino Gerratana, uno de los intelectuales marxistas más notables de este siglo. Gerratana había nacido en Sicilia en 1919. Participó en la resistencia antifascista. Enseñó historia de la filosofía en la Facultad de Letras de Salerno. Durante muchos años fue el alma del Istituto Gramsci en Roma, donde trabajó intensamente en la edición crítica, en cuatro volúmenes, de los Quaderni del carcere de Antonio Gramsci, publicada por la Editorial Einaudi en 1977. Esta edición excelente, traducida a todos los idiomas cultos, ha sido durante dos décadas la base de los estudios gramscianos en todo el mundo.
Valentino Gerratana fue un gran historiador de las ideas socialistas y conocedor inigualable de los clásicos de la tradición marxista. Escribió ensayos de mucho valor histórico-crítico sobre J. J. Rousseau y sobre Antonio Labriola. Colaboró habitualmente en revistas como Rinascita, Società, Il Contemporaneo, Problemi del socialismo, Annali Feltrinelli y Critica marxista. Polemizó fructíferamente con Norberto Bobbio sobre democracia y socialismo ya en la década de los cincuenta.
En 1972 recogió una parte importante de sus ensayos en un libro titulado Investigaciones sobre la historia del marxismo, obra muy apreciada entre los marxistas críticos por su erudición y por la finura del análisis. Consideraba el marxismo como «la principal herejía del liberalismo» y era un comunista laico que distinguía muy bien entre laicidad y laicismo. En los últimos años, después de su jubilación, Gerratana vivía retirado en Roma. Era presidente de honor de la International Gramsci Society.
[15] NE. Mientras tanto. FFB fue uno de los fundadores de la revista, junto a Manuel Sacristán Luzón, Giulia Adinolfi, Miguel Candel, Antoni Domènech, María José Aubet, Ramon Garrabou y Rafael Argullol.
[16] NE. Véase Sebastiano Timpanaro, Praxis, materialismo y estructuralismo, Barcelona: Fontanella, 1973.
[17] NE, El libro que el autor tradujo.
[18] NE. Capítulo 2 del primer volumen de la edición castellana.
[19] NE. 17 de mayo de 2003.
[20] NE. ¿Pietro Ingrao?
[21] NE. Uno de los poetas más leídos y sentidos por el autor.
[22] NE. Ésta es la edad del hierro en la garganta. Ya./ Te habitas a ti mismo pero te desconoces; vives en una bóveda abandonada en la que escuchas tu propio corazón/ mientras la grasa y el olvido se extienden por tus venas y/ te calcificas en el dolor y de tu boca/ caen sílabas negras./ Vas hacia lo invisible/ y sabes que es real lo que no existe./ Retienes vagamente tus causas y tus sueños/ (aún conservas el olor de los suicidas),/ te alimentan la ira y la piedad./ Queda poco de ti: vértigo, uñas/ y sombras de recuerdos./ Piensas la desaparición./ Acaricias/ la tiniebla cerebral, bajas al hígado calcinado por la tristeza./ Así es la edad del hierro en la garganta. Ya/ todo es incomprensible. Sin embargo,/ amas aún cuanto has perdido.
[23] NE. Publicado el 8 de marzo de 2004. https://elpais.com/diario/2004/03/08/agenda/1078700410_850215.html
[24] NE. El primer libro de la colección «Pensamiento crítico» de Los Libros de la Catarata, dirigida por Jorge Riechmann y el autor, fue: Antonio Gramsci, Para la reforma moral e intelectual: selección de Francisco Fernández Buey e Introducción de Antonio Santucci (traducida al castellano por un gran amigo de FFB: Josep Borrell).
[25] NE. Salvo error de este editor, uno de los sonetos, en versión de Pilar Estelrich, es esl siguiente: Versión de Pilar Estelrich: CUÁN ESTRICTA LA MEDIDA DE LAMENTOS ACOPIADOS/ CUÁN INEXORABE LA ATADURA DEL SONETO/ POR QUÉ CAMINO LLEGA A ÉL EL ALMA/ DE TODO AQUELLO VOY A DAR UN SÍMIL/ LAS DOS ESTROFAS QUE ME HACEN DESCENDER/ SON EL CAMINO QUE SERPENTEA ENTRE LAS ROCAS/ DONDE POR POCO SE OFUSCARA LA BÚSQUEDA DE ORFEO/ ÉSTE ES EL CALVERO DE LOS DÍAS DEL HADES/ CON QUÉ INSISTENCIA RECLAMÓ ÉL A EURÍDICE/ CUÁNTO LE PREVINO PLUTÓN AL ENTREGÁRSELA/ NO ESTÁ INDICADO EN LA SENDA MÁS BREVE/ LOS TERCETOS SON TESTIMONIO MAS OCULTO/ SIGUE CÓMO ELLA LE OBEDECIÓ INVISIBLE/ HASTA AHUYENTARLA SU MIRADA LA POSTRERA RIMA.
[26] NE. Fallecida en Roma, 20 de septiembre de 2020.

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