Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Once consideraciones sobre el filosofar de Francisco Fernández Buey

Salvador López Arnal

Escrito para el homenaje a FFB celebrado en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra, el 24/11/2022

 

Abro con cos citas. Iluminan en mi opinión aristas centrales del pensar, decir y hacer del maestro que nos dejó hace ahora diez años y tres meses.

La 1ª es suya, de una conferencia sobre el Manifiesto Comunista que impartió en Pamplona en 1999 (formulaciones similares en otros escritos suyos): «Dar nombre a las cosas es fundamental para ser alguien. En el amor no eres nadie sin oír tu nombre en los labios de la persona amada. En las cosas de la política y de la lucha social no eres nadie si aceptas el nombre que dan a la cosa, a su cosa, los que mandan. La lucha por nombrar correctamente y con precisión es el primer acto de la lucha de clases con consciencia. Marx y Engels sabían esto». El también lo supo, muy pronto.

La 2ª cita es de otro Francisco, de Asís en este caso, usada también por Dubcek: «Dame, Señor, la humildad suficiente para soportar las cosas que no puedo cambiar, el valor suficiente para cambiar las cosas que puedo cambiar y la inteligencia suficiente para distinguir entre las cosas que puedo cambiar y las cosas que no puedo cambiar.»

Ambas citas están también en la base de lo que voy a contarles.

Unas observaciones iniciales: 1. Sobre el 11 del título: un guiño a Marx-Feuerbach, un homenaje al marxismo sin ismos del profesor Fernández Buey, a su filosofar sobre la praxis y la vida (Vijay Prashad ha publicado recientemente un excelente artículo sobre la undécima tesis marxiana). 2. Observarán tal vez falta de argumentación detallada en algunas de mis consideraciones, telegramas en algún caso. Tienen razón. Para evitar una extensión desmesurada. 3. Dejo decenas de cosas en el tintero; el riquísimo poliedro Fernández Buey sobrepasa de mucho esta breve comunicación. Nada voy a decir de temas y libros tan esenciales como La gran perturbación, Utopía e ilusiones naturales, Por una universidad democrática, Poliética, etc. etc, ni del ecocomunismo decrecentista que defendió en sus últimos años, consciencia de especie unida a su consciencia de clase, ni de sus escritos imprescindibles sobre pacifismo, sobre filosofía de la paz. Me voy a centrar en aspectos algunos de los cuales pueden parecer marginales, no lo son en mi opinión. 4. Sin ceguera ni exageración de discípulo, considero al profesor Fernández Buey un clásico de la filosofía española y universal, merecedor, como todos los clásicos, de la edición de sus Obras Completas. Para ello necesitamos una bibliografía a la altura de esas circunstancias. La provisional que elaboramos el profesor Jordi Mir y el que les habla está fechada y, tal como indicamos, era provisional, muy provisional.

 

Entro en materia… Pero permítame antes que les lea los últimos fragmentos del texto que nos ha enviado Miguel Candel, profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Barcelona, amigo, compañero y camarada del homenajeado:

«Que a uno lo inviten a integrarse en una organización no cantándole tanto sus excelencias como sus deficiencias dice mucho del talante, en las antípodas del dogmatismo, que siempre caracterizó a Paco Fernández Buey. Y cuando digo “antípodas del dogmatismo” me refiero a toda clase de dogmatismo. Porque lo usual en la historia de los comunistas “antidogmáticos” ha sido (con honrosas excepciones como el propio Paco, Manuel Sacristán y algunos, no muchos, más) acabar cayendo en el dogmatismo de otras corrientes políticas rivales, generalmente con el furor del converso. De ahí que el título de uno de los libros de Paco, Marx sin ismos, podría servir también de título al pensamiento y la práctica de su autor.

Por eso mismo, y porque gracias a Paco conocí en su momento el pensamiento político-filosófico de Antonio Gramsci, su originalidad e independencia de criterio dentro de las filas de quienes intentaban en aquellos terribles años de entreguerras (preludio de la terrible guerra que vendría después) extender la Revolución de Octubre como motor de un orden nuevo que hiciera de la humanidad una comunidad de libres, iguales y fraternos, acabaré diciendo, entre las muchas cosas buenas que podría decir de él, que cuando pienso en Gramsci la imagen (como ocurre en todo pensamiento, según señaló Averroes) que indefectiblemente acompaña mi idea del gran pensador y activista italiano es la imagen de Paco Fernández Buey.»

 

Ahora sí, entro por fin en materia.

1. En una encuesta al profesorado de Humanidades de la UPF de 2009, se le preguntó al profesor Fernández Buey sobre qué autores, diez como máximo, consideraba fundamentales para definir el ámbito de Humanidades. Dio estos nombres: Erasmo, Bacon, Diderot, Lessing, Goethe, Mattew Arnold, Russell, Berlin, Hans Jonas y Steiner. Se le preguntó a continuación por cinco obras fundamentales para definir ese ámbito. Citó las siguientes: Contra la corriente, I. Berlin; Las tres culturas, W. Lepennies; Érase una vez el zorro y el erizo, S. J. Gould; el décimo volumen de las obras completas en prosa de Mattew Arnold, y Los libros que nunca he escrito de Steiner. Se le preguntó también por cinco características que permitieran caracterizar a los estudiosos de este ámbito. «Conciencia histórica, espíritu analítico, racionalidad crítica, imaginación idiográfica, sentido de la alteridad», fue su respuesta. Finalmente le solicitaron cinco palabras, ideas, conceptos o principios que considerara claves en el ámbito de las Humanidades. Su elección: Nada humano me es ajeno; Nada garantiza racionalmente que estemos aquí para quedarnos; No hay un método, pero hay que ser metódicos; Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos; Hay más cosas en el mundo de las que caben en la filosofía de uno.

Dirán, y dirán bien, que se trataba de una encuesta institucional. De acuerdo, eso era, pero en mi opinión hay mucho del talante del filosofar y de la cosmovisión del profesor Fernández Buey en las respuestas dadas. Desde el marxiano –el esclavo manumitido Publio Terencio Africano es el autor–, «Nada humano me es ajeno», porque nada humano (y no humano) le fue a él ajeno, hasta esa sugerencia de Maquiavelo sobre el conocimiento de los caminos que conducen al infierno para evitarlos, pasando por la modestia, una de sus grandes virtudes, que está detrás de ese «Hay más cosas en el mundo de las que caben en la filosofía de uno», y por ese espíritu analítico tan presente en su obra (Fernández Buey no fue un filosofía analítico, pero, desde luego, no fue un filósofo anti-analítico) y la riqueza (y acaso sorpresa) de la diversidad de autores y ensayos que cita. El autor de Para la tercera cultura fue un verdadero, un auténtico polímata. Sólido, muy sólido. Supo mucho y muy bien de muchas cosas. Sin pegotes, sin aparentar un saber que no sabe.

(Dicho sea entre paréntesis y a propósito de la modestia. El profesor Fernández Buey fue catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPF, profesor visitante de varias universidades latinoamericanas y miembro de la Academia de Ciencias de Estados Unidos. ¿Alardeó de ello en alguna ocasión? ¿Lo propagó urbi et orbi?)

 

2. Compartiendo una célebre preocupación vital de Goethe, el joven Manuel Sacristán anotó en una reseña sobre la edición de escritos de Simone Weil en los años cincuenta: «Poco a poco va uno descubriendo que es más difícil saber leer que ser un genio».

Sea o no sea más difícil saber leer que ser un genio, el profesor Fernández Buey, un «devorador de libros» según dijo de sí mismo en ocasiones, estuvo desde joven muy dotado para la lectura crítica, comprensiva y penetrante. Un ejemplo de ello: el deslumbrante artículo que escribió al alimón con Joaquim Sempere a los 20 años sobre la Carta sobre el humanismo de Heidegger. En tiempo de silencio y resistencia, firmaron con pseudónimo, A. Domenech y J. Bru, y lo publicaron en 1964 en la revista teórica del PCE, Realidad (en breve se reeditará en Nuestra Bandera con presentación de Miguel Candel).

No fue un puntual y loable atributo juvenil. Ha sido una constante ininterrumpida en su obra. Su documentada y riquísima aproximación al difícil y distópico Nosotros de Yegueni Ivánovich Zamiatin y al Chevengur de Platónov son dos ilustraciones más, fechadas 40 años después. Nunca la buena literatura le fue ajena, especialmente la gran literatura rusa y soviética. La descubrió muy joven, en el Instituto Jorge Manrique de Palencia.

Aunque no en extensión, pero sí en sensibilidad, belleza e interés, la crítica literaria de Francisco Fernández Buey está, en mi opinión, a la altura de la que, desde otras coordenadas culturales, han realizado autores de la talla de Borges, Octavio Paz, Vargas Llosa, o desde coordenadas similares, Rafael Chirbes o Manuel Sacristán.

Conjeturo que este leer profundo, documentado, completo y complejo, sin antiojeras, está en la base, casi una conditio sine qua non, de una buena parte de su obra político-filosófica y cultural, e incluso del sentido de su vivir, de su estar en-el-mundo.

 

3. Nunca la buena literatura le fue ajena, decía, ni tampoco la poesía. Empezando por Brecht o Machado y continuando por, entre muchos otros, Antonio Gamoneda, Jorge Riechmann, Olvido García Valdés, Antonio Machado o Claudio Rodríguez. Lo que más me gusta (entre las cosas que se pueden declarar en público), confesó en su «ridiculum vitae» de 2003, era leer poesía y discutir de cine.

En su presentación de La prueba del nueve comentaba: «Seguramente se preguntarán ustedes quién soy yo para estar aquí, en la presentación de una antología poética. Así que debería empezar por contestar a eso». Contestaba: «Soy un profesor de historia de las ideas, que se ha ocupado sobre todo de filosofía moral y política; un ciudadano apasionado de la ética-política, de la política como ética de lo colectivo, en la acepción con la que nació ésta en el mundo antiguo, en la acepción recuperada durante la crisis cultural del renacimiento por los padres de la filosofía política y de la historia moderna, y vuelta de actualidad de nuevo, en la gran crisis de nuestro siglo, por Antonio Gramsci».

No soy un profesor de historia de las ideas, advertía, que, además, lee poesía, sino «un amante de la historia razonada de las ideas que busca ideas, e incluso anticipaciones ideales, en los poetas. Eso querría ser yo. Y por eso, supongo, estoy aquí.» Nada que ver, desde luego, con el esotérico y oscurísimo (Cuadernos negros) pensamiento poetizante de Herr Heidegger.

Tenía tres razones para leer poesía, tres razones que se habían ido configurando con el tiempo y que se habían hecho fuertes con la edad. La primera de esas razones: leer poesía se le antojaba «una buena manera, si no la mejor, de arrimar el hombro al inagotable combate en favor de la recuperación del buen sentido, del sentido preciso y riguroso, de las palabras en la lengua propia de uno, en favor del renacimiento cultural». De nuevo, el nombrar correctamente del que antes hablábamos.

Ya entonces, proseguía, nos quejábamos mucho, y con motivo, «de la perversión del lenguaje en los principales medios de comunicación, de la prostitución de las grandes palabras». Pero había que saber que esa queja contra la barbarización venía de muy lejos y llevaba camino de ser eterna. Era una queja que podía encontrarse ya en los mejores momentos de las culturas antiguas, no necesariamente cuando las culturas se ponían melancólicas. Razón por la cual, si uno se limitaba a unir su voz al coro de las jeremíadas en boga corría el riesgo de dar un espectáculo sólo cómico, «de aparecer como el que se pone a rasgarse unas vestiduras que estaban ya hechas jirones hace demasiado tiempo».

No se limitó, desde luego, a unir su voz al coro de las jeremíadas en boga. Hizo mucho más. Leyó poesía, pensó poéticamente y aportó su granito de arena al género. Les doy un ejemplo al final de mi exposición.

Añado que ese gusto por la poesía y por el cine están en la base de algunas ideas cinematográficas, potenciales guiones, que nos fue regalando en sus escritos y conferencias. Este primer compás, esta primera escena de la cinta sin fin de la presentación de su Marx sin ismos, de septiembre de 1998, sería un ejemplo:

«Imaginemos una cinta sin fin que proyecta ininterrumpidamente imágenes sobre una pantalla. En el momento en que llegamos a la proyección una voz en off lee las palabras del epílogo histórico a Puerca tierra de John Berger. Son palabras que hablan de tradición, supervivencia y resistencia, del lento paso desde el mundo rural al mundo de la industria, de la destrucción de culturas por el industrialismo y de la resistencia social a esa destrucción. Estas palabras introducen la imagen de la tumba de los Marx en el cementerio londinense presidida por la gran cabeza de Karl, según una secuencia de la película Grandes ambiciones en la que el protagonista explica, en la Inglaterra thatcheriana, “cuando los obreros se apuñalan a sí mismos por la espalda”, por qué fue “grande” aquella cabeza. La secuencia acaba con un plano que va de los ojos del protagonista a lo alto del busto marmóreo de Marx mientras la protagonista, a quien va dirigida la explicación, se interesa por las siemprevivas del cementerio (“y tuvimos que mirar la naturaleza con impaciencia”, dice Brecht a los por nacer; “en casa siempre tengo siemprevivas”, dice la protagonista de la película de Leigh).»

 

4. Pero no solo fue un gran lector, fue también un destacadísimo prosista. Da gusto leer su prosa filosófica. Siempre, sin contraejemplos, desde sus primeros artículos, desde su primer libro, desde Conocer Lenin y su obra, una prosa clara, rica, limpia, que dice mucho de su filosofar, de su pensar y decir e incluso de él mismo. Los ejemplos se amontonan, al igual que la belleza de los títulos de algunos de sus libros. La ilusión del método. Por un racionalismo bien temperado es ejemplo destacado.

No puedo ilustrar como debiera este punto, pero sí indicar mi convencimiento de que cuando dentro de una o dos décadas, acaso antes, se edite una antología de grandes artículos escritos en lengua castellana en estos últimos años, independientemente de que el antólogo sea afín o no a su obra y a su praxis, alguna de sus contribuciones a la revista vallisoletana Un ángel más estarán entre las elegidas. Entre ellas, un artículo de 1993, «Modesta contribución a la erradicación del fundamentalismo», que usó posteriormente en la Introducción de Guía para una globalización alternativa con el título de «Génesis posmoderno». Abría con estas palabras:

«En el Principio del Fin de la Historia no había Dios ni valor alguno positivo en que creer. En el Principio del Fin de la Historia no sólo Dios había muerto, sino que también había muerto el viejo y presunto sujeto de la historia. La Naturaleza estaba muerta: nos había abandonado. El Socialismo había muerto por derrumbamiento. La Política había muerto de asco por decreto de los filósofos. El Arte había entrado en la fase del Remurimiento [referencia a un artículo sarcástico del joven Sacristán]. La Filosofía se despedía académicamente con su pañizuelo de retales. Era el fin de las ideologías. La sociedad ya no era industrial pues la sociedad industrial había muerto. La Cultura Occidental estaba en su segundo ocaso. Se anunciaba por doquier el fin del Estado de Bienestar. Todo era crisis, muerte y derrumbes concomitantes. Los dioses de los indígenas pobres habían muerto. Los dioses de los ricos se habían escondido para siempre.

Ahí naciste tú, amable lector.»

(Dicho sea entre paréntesis. Esta Guía se abría con la siguiente dedicatoria: «A Gregorio López Raimundo, viejo y amigo y aún más viejo resistente, que a sus noventa años sigue ahí, en todo acto contra la guerra y contra las injusticias, mostrándonos, con su presencia y su palabra, que la ética de la resistencia tampoco tiene edad. Con agradecimiento, Paco, Javier, Eloy, Mauro», nombres de clandestinidad del autor, para el que tampoco la ética de la resistencia tuvo edad. Tengo el recuerdo vivo de su presencia, acompañado de Charo Fernández Buey, en la manifestación del 14 de abril de 2012. Esa misma mañana Julio Anguita le había dedicado una entrevista que se publicó en la página web de rebelión).

 

5. Y no sólo fue un gran lector y un excelente prosista con destacado gusto por la poesía. El profesor Fernández Buey fue también un gran orador, un gran «vocalista». ¡Qué voz la de Paco! ¿Quién fue capaz de resistirse a sus encantos? ¿Quién no se conmovió, quien no se enamoró de él una y cien veces al escucharle?

Muchos de sus alumnos y amigos, muchos de sus oyentes, muchos ciudadanos, muchos de ustedes, ratificarán lo que digo. En la red quedan muestras de esa voz. Por ejemplo, una de sus últimas intervenciones públicas, en mayo de 2011, en Radio Nacional, hablando del 15M. También sus cuidadas y emocionadas palabras en la entrevista que el cineasta e historiador Xavier Juncosa le hizo para los documentales «Integral Sacristán», recogida ahora como anexo de su ensayo Sobre Manuel Sacristán que El Viejo Topo publicó en 2015.

Todas las tradiciones políticas, también las filosóficas, tienen sus voces. La del comunismo democrático español, del que el profesor Fernández Buey forma parte de manera destacada, tiene las suyas. Cito las que más me han impresionado, las que más me ha conmovido, mis voces: Pasionaria, Manuel Sacristán, Julio Anguita y la suya.

 

6. Este gran filósofo de voz no olvidada habló de su comunismo en una de las últimas entrevistas, la que le hiciera su amigo Jaume Botey en 2011 para una revista cristiana Iglesia viva. La primera cosa que quería decir, señaló, era que lo de considerarse marxista o no siempre le había parecido una cosa secundaria. Aunque pudiera parecer otra cosa desde fuera, no era su asunto. También para Sacristán, proseguía, «lo de ser marxista era tan secundario que en discusiones bastante serias que tuvimos con amigos y colegas Manolo quería considerarse fundamentalmente comunista. Yo también».

El marxismo era una historia de la que habían salido muchas cosas. «Siempre consideré que eso del marxismo había pasado a ser uno de los elementos de la cultura superior y que, para entendernos, había marxistas de derechas y marxistas de izquierdas». La línea divisoria de la lucha social y política en nuestro mundo no pasaba por ser marxista o no marxista. De estudiante, añadía, «ya me encontraba más a gusto en las batallitas cotidianas con gente que no eran marxistas, que eran anarquistas, cristianos o socialistas utópicos, que con los marxistas.»

¿Y qué tipo de comunismo era el suyo? Un artículo de 2003, «Ser comunista hoy», nos da algunas pistas.

De todas las grandes ideas que ha tenido aquella parte de la humanidad que podríamos llamar humanidad sufriente y pensante, afirmaba, el comunismo era la mejor.

El comunismo era un nuevo humanismo para una fase de la historia de la humanidad en la que el viejo humanismo estaba en crisis. «El comunista quiere que haya libertad en esta tierra. Pero, como la quiere en serio, como libertad concreta, pregunta, a quienes usan el nombre de libertad en vano, “libertad, ¿para quién?”. El comunista quiere la igualdad en esta tierra. Pero, como no pretende uniformar a los hombres y a las mujeres, precisa qué tipo de igualdad es posible entre seres humanos psíquica y culturalmente diferentes. Aspira, por tanto, a la igualdad social». Más era demasiado. El comunista quería la fraternidad en esta tierra. Pero, como sabía que en esta tierra seguía habiendo mucho cainismo y mucho amiguismo que quería estar por encima de la justicia, precisaba de qué fraternidad se trataba: fraternidad entre iguales. «Y al luchar por la libertad, la igualdad y la fraternidad, el comunista se orienta por un principio: a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus posibilidades y aptitudes».

Para ser comunista, si se quería serlo en serio, lo primero era el trago amargo. Había que saberlo: «las grandes ideas, incluida la gran idea del comunismo, se convierten en pura mierda al contacto con eso que, para abreviar, solemos llamar Poder». Había pasado con todas las grandes ideas de la historia de la humanidad y no había razón para pensar que el comunismo hubiera de ser una excepción.

¿Quería esto decir que para ser comunista había que ser un cínico misántropo, despreciador de la naturaleza humana? No. Hay quien pensaba así. Pero quien pensaba así, pensaba mal. «Que los grandes ideales se conviertan en grandes porquerías no es algo que esté ya grabado de una vez por todas en el código genético de la humanidad. Eso está escrito, en cambio, en la gramática elemental del Poder, que no es precisamente un código genético sino parte de la cultura de los seres humanos, como lo es el cainismo y como lo es la fraternidad.»

Ser comunista quería decir renovar la vieja lucha de los anónimos contra ese monstruo, «hacer algo concreto, con los de abajo, en este mundo, para poner un bozal al monstruo del Poder.» A esto, el profesor Fernández Buey lo llamaba democracia radical para diferenciarlo de la democracia demediada que conocíamos en nuestras sociedades.

Siguiendo esta vía negativa el comunista de ahora acababa encontrándose con el viejo Maquiavelo: «Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos». No existía lucha comunista sin conocimiento, sin teoría, sin ciencia social. Si se quería seguir hablando de comunismo en serio, sin perder el espíritu positivo de la vieja utopía, «habrá que seguir precisando en esa línea. Precisando sobre lo que, racional y plausiblemente, no puede ser». Esa era, en su opinión, «la única vía que permite juntar utopía y ciencia sin que las dos palabras se peguen entre ellas ni caer en un cientificismo en el que no puede creer hoy en día ningún aspirante a comunista con formación científico-social que se precie».

 

7. Este agudo lector, este admirable prosista que era feliz hablando de cine y poesía, ese comunista que aspiraba a poner un bozal al monstruo del poder, fue un ciudadano arraigado. No en el oscuro sentido de Heidegger, muy lejos de él ese cáliz, sino en el de su admirada Simone Weil: supo echar raíces. En Palencia, en Valladolid, en Barcelona.

Fue en en esta última ciudad, contaba en su «Ridiculum vitae», donde se manifestó por primera vez, en solidaridad con los mineros de Asturias y, al poco, para protestar contra el asesinato de Julián Grimau. Fue en Barcelona donde fue detenido tres veces en 1966 y expedientado por tres años, siendo rector Francisco García Valdecasas Santamaría. Fue en Barcelona donde le quitaron la beca con la que había estudiado desde el bachillerato y le mandaron al Sáhara a barrer el desierto (entre otros, con Quim Boix y con un obrero de la construcción, Paco Téllez, que amaba a Paco). Fue en Barcelona donde le detuvieron en una manifestación, una de las primeras conmemorativas del 11 de septiembre, acusado de soltar palomas con banderas rojas y cuatribarradas, volviendo a pasar otra temporada en la cárcel Modelo. Fue en Barcelona donde anduvo huido casi todo el año por el estado de excepción de 1969 y bajo la acusación de haber organizado (con Sacristán y otros camaradas) la comisión de formación del PSUC (se salvó de la cárcel gracias a Josep Solé Barberà). Desde Barcelona colaboró en la organización del movimiento de PNN y fue miembro de su Coordinadora general. También desde Barcelona ayudó a montar una de las huelgas más largas de la enseñanza (resistencia a lo largo, que diría el poeta) bajo el franquismo. Como consecuencia de ello le expulsaron otra vez de la universidad barcelonesa (esta vez, junto a su amigo y camarada Miguel Candel).

Y así podríamos seguir. Durante tiempo, durante mucho tiempo.

Conozco a muy pocas personas que hayan hecho tanto por la Barcelona democrática y socialista (socialista en serio, desde luego) como el profesor Fernández Buey. Pero la relación, desde mi mirada. no es biunívoca. No soy capaz de ver, por el momento, que la ciudad le haya correspondido.

Neus Porta, Eloy Fernández Porta y Francisco Fernández Buey vivieron muchos años en la calle Bonaplata de Barcelona. Ninguna placa lo recuerda.

Ninguna calle de la ciudad lleva su nombre. Amparándose en lo más básico, en lo más elemental (y también en la Nueva Ley de Memoria Democrática), un colectivo amigo, con tenacidad y paciencia, debería abogar para que una avenida –que, para vergüenza de todos los barceloneses demócratas, lleva el nombre de un mecenas del golpe militar, fascista y criminal de 1936, estoy hablando de la centrica avinguda Francesc Cambó– cambiara su nombre por el de avinguda Francisco Fernández Buey.

 

8. El profesor Fernández Buey, que era ateo, tenía sus santos. El índice provisional de un libro que no llegó a escribir y que pensaba titular Santos de mi devoción, incluía nombres como los siguientes: Jesús de Nazaret, Savonarola, Thomas More, Maquiavelo, Thomas Münzer, Bartolomé de las Casas, Milton, Lessing, Leopardi, Fourier, Engels, Dostoievski, Rosa Luxemburg, Lenin, Antonio Gramsci, Simone Weil, Brecht, Einstein, Lukács, Ernesto Guevara, Mariátegui, Edward Said.

Destacó dos de ellos en el siglo XX: «Para mí Gramsci siempre ha sido el marxista por antonomasia. Empecé a leer cosas sueltas en el 63, y a partir de conocer a Manolo de manera más sistemática. Siempre he considerado que Gramsci hizo una lectura de Marx filológicamente no adecuada (p. ej., su noción de ideología es muy distinta de la de Marx), pero que, gracias a esa lectura, hizo avanzar el marxismo.»

Lo admirable de Gramsci era su biografía. «Que con sus características aguantara lo que aguantó, y lo hiciera con aquél talante moral hasta el final, y con el sentido del humor que tuvo, pone de manifiesto que fue una persona fuera de lo normal. Todavía hoy, en el curso de filosofía en la Facultad de humanidades, doy como tema una comparación entre Gramsci y Simone Weil porque de todos los personajes del siglo XX que he leído con pasión, son los que más me han impresionado.»

Aunque por otra parte, añadía, eran muy distintos. «Probablemente si les hubiéramos puesto frente a frente en una habitación, que igual podría haber sido en la que Simone Weil coincidió con Trotski, habrían saltado chispas y no hubieran podido ni hablar. Sin embargo, lo que pensaron, lo que hicieron, lo que escribieron, aun procediendo de tradiciones distintas y pensando con su propia cabeza, tienen muchos puntos de contacto.»

Además de santos, el profesor Fernández Buey tuvo también maestros y personas que le influyeron. Rubel, Korsch, Gerratana, por ejemplo. De este último escribió: «Entre las personas que considero que me han influido mucho debo citar a Valentino Gerratana, por quien siempre he tenido mucho respeto. Por una parte, era un rojo que había estado desde el principio en la resistencia, no como tantos otros que se hicieron rojos después. Era muy fino en el ámbito de la historia de las ideas. En este libro que yo mismo traduje Investigaciones sobre la historia del marxismo es muy fino tratando todos los temas». Lo mismo cuando hablaba de Darwin que cuando hablaba de Marx.

La edición crítica que había hecho de la obra de Gramsci era excelente. «Era, además, un hombre nada simpático, muy serio, pero muy competente. En uno de estos congresos gramscianos, en el que precisamente estaba uno de sus hijos, el músico, que debería encontrarse incómodo ante tanta gente que pretendía conocer a su padre –él no lo había conocido–, me impresionó mucho la manera respetuosa de Valentino de tratar al personaje. En estas ocasiones los biógrafos siempre tratan de ponerse “espléndidos”. Valentino me pareció serio, discreto.»

Al hablar de sus maestros, Francisco Fernández Buey citó en repetidas ocasiones a Manuel Sacristán, a José Maria Valverde, a Emilio Lledó, y a dos profesores de Enseñanza Media: Xesús Alonso Montero y José Rodríguez Martínez. Escribió páginas für ewig sobre algunos de ellos: Xesús Alonso Montero, José M. Valverde, Manuel Sacristán.

En Madrid, el 2 de diciembre de 1986, en una semana dedicada a la obra de este último, hablaba de él en los siguientes términos:

«Conocí a Sacristán en 1962, en Barcelona, al iniciar mis estudios universitarios en la Facultad de Filosofía y Letras. Entonces Sacristán daba clases en la Facultad de Económicas y algunos alumnos de otras facultades nos trasladábamos allí. Me llevaron a él dos cosas: el consejo –que nunca agradeceré suficientemente– de José Rodríguez Martínez, en aquellos años profesor de filosofía en el Instituto de Palencia, y la lectura de Suplemento de Filosofía de la Enciclopedia Espasa en el que Sacristán acababa de publicar en 1961 una renovadora panorámica del pensamiento filosófico posterior a la segunda guerra mundial».

No era fácil hacer ver en pocas palabras a estudiantes de 1986 lo que aquel fresco de corrientes filosóficas contemporáneas podía representar para un joven universitario de 1960. Bastaba con decir que «allí aparecían por primera vez para muchos de nosotros nombres y tendencias completamente ignoradas por los filósofos oficiales de la época. Pero no me detendré en eso. Quisiera decir, en cambio, que si aquel ensayo de un centenar de páginas me abrió horizontes intelectuales insospechados, el contacto personal con Sacristán sería decisivo para mi evolución posterior. Nunca conocí otro maestro igual: tan riguroso en las cosas del conocimiento y tan desprendido en la entrega a ideales colectivos». Acababa entonces de leer el barojiano árbol de la ciencia y la figura de Sacristán se le antojaba como una síntesis de filósofo y biós–ofo.

Proseguía señaando que la intimidad de «esa relación intelectual y afectiva, sobre todo a través del movimiento universitario de los sesenta y más aún después del “final de la utopía”, dificultará seguramente el que ahora pueda hablar con distancia de lo que fue la obra de Sacristán como marxista. Pero la amistad y, ¿por qué no decirlo?, el enamoramiento que uno siente por un maestro grande suelen impulsar a dar más valor a aquellos aspectos del hombre que no son públicos o que son menos públicos».

La aportación de Sacristán rebasaba con mucho lo que había en sus libros y ensayos publicados. Pero al llegar a este punto creía «que la afirmación anterior vale para muchos; no es cosa exclusiva ya de la amistad. Pues bastantes de quienes escribieron sobre Sacristán en los días que siguieron a su muerte han reconocido haber aprendido de él tanto en lo que escribía cuando en lo que hacía y en el trato personal».

El autor de Sobre Manuel Sacristán finalizaba así su comentario: «Hoy casi es una moda ya despreciar los aspectos morales de la militancia comunista de aquellos años e ironizar sobre las éticas del sacrificio mientras se ofrecen antiguos ideales en el altar del pragmatismo. Puede que eso sea solo uno de los inevitables movimientos pendulares de la historia o tal vez el hastío que siempre acaba produciendo la repetición en vano de las grandes palabras de nuestra cultura. He de decir que el mismo Sacristán en sus últimos años, también estaba harto del uso manipulatorio de los términos “democracia” y “libertad” en cuyo nombre se han cometido tantos crímenes etnicidas y genocidas. Pero, en cualquier caso, nada tiene que ver con la añoranza el recordar que no hay maestro sin vínculo afectivo con los discípulos. Al fin y al cabo por mucho que hayan progresado las ciencias de la educación en estos últimos tiempos, sigue siendo verdad –como le gustaba decir a Albert Einstein– que solo se educa con el ejemplo y, en los momentos malos, tal vez con un ejemplo que no puede ir más allá del poner sobre aviso.»

«Nunca conocí otro maestro igual». Estas palabras pueden decirse sin exageración también de él, del profesor Fernández Buey. También él fue un maestro inolvidable, un maestro de activistas, universitarios y de ciudadanos. De aquí y del otro lado del Atlántico.

 

Con mayor brevedad:

9. La prioridad de su comunismo sobre su marxismo no nos debería llevar a concluir que las aportaciones del profesor Fernández Buey a la tradición marxista fueron pocas o de escasa importancia. Lo contrario es lo verdadero. Fueron muchas y siempre de interés, desde antes del documentado artículo que en 1975 publicó en Zona Abierta sobre Lukács y Della Volpe (sobre este último escribió hizo su tesis doctoral). Una parte de ellas están recogidas en sus Discursos para insumisos discretos, en su Marx sin ismos y en su Marx contracorriente. Pero hay más, mucho más.

Un marxismo profundo, documentado, muy al día, con profundidad histórica, muy bien pensado y escrito, que siempre estuvo acompañado de la práctica política, de su hacer. Nunca olvidó la undécima tesis sobre Feuerbach.

He intento dar cuenta de ello en El marxismo sin ismos de Francisco Fernández Buey (Ediciones del Genal, 2013).

 

10. Como he señalado Óscar Carpintero, el profesor Fernández Buey fue también un gran contador de biografías. Basta pensar en Poliética o en su Marx sin ismos. Pero me gustaría destacar especialmente su sensibilidad para escribir sobre pensadores y hombres y mujeres de acción de su propia tradición. Sobre Ingrao, sobre Harich, sobre Marcuse, sobre Gerratana, sobre Rossana Rossanda, sobre Pintor, sobre Mariátegui, sobre Magri, sobre tantos otros.

También sobre Gregorio López Raimundo. Sobre él escribió: «En 1976, poco antes de la legalización del partido, dejé el PSUC. Los motivos no importan en este contexto. Lo que importa, porque es un recuerdo que se me quedó grabado para siempre, es que unas semanas después, yendo yo con Neus Porta, coincidimos en un autobús urbano con Gregorio López Raimundo. Fui a saludarle y a preguntarle, con cierto retintín, si habían recibido mi carta de despedida, dispuesto a iniciar la enésima discusión política. Recibí una lección que entonces no entendí bien. Gregorio me dijo que “no”. Y añadió que esperaba no recibirla y que, en cualquier caso, seguía habiendo muchas cosas que hacer y volveríamos a encontrarnos. Lo dijo sin acritud, con el mismo tono bondadoso de otras veces, como si nada hubiera cambiado.»

Desde entonces había vuelto a coincidir con López Raimundo muchas veces, ya sin nombres de guerra y en una situación muy cambiada: «en los inicios de Izquierda Unida, en Iniciativa, en Esquerra Unida i Alternativa y últimamente en el PSUC-viu. Mientras tanto, la cultura comunista se ha ido convirtiendo en una de esas cosas en peligro de extinción cuyo valor hay que explicar a los más jóvenes con calma y con paciencia para que no se pierda entre los horrores de lo que fue el estalinismo.»

El mundo había dado muchas vueltas. La mayoría de esas vueltas habían hecho que muchas personas valientes perdieran los ideales que tuvieron y «que muchas personas bondadosas se dejaran llevar por la melancolía del hemos sido mucho y no somos nada. Gregorio López Raimundo, a sus noventa años, sigue ahí, en todo acto contra la guerra y contra las injusticias, mostrándonos, con su presencia y su palabra, que la ética de la resistencia no tiene edad. Cuando hoy le veo y le oigo hablar de comunismo y alterglobalización pienso que tenían razón los amigos de ayer: valor y bondad. Se necesitaban entonces para resistir a la barbarie franquista. Y se necesitan hoy sencillamente para estar ahí y seguir diciendo lo que se es. Gracias, Gregorio, por seguir estando, por la compañía.»

 

11. Han sido tres los libros que el profesor Fernández Buey ha publicado sobre temas de historia y filosofía de la ciencia: La ilusión del método, Albert Einstein. Ciencia y conciencia, y Para la tercera cultura. Son muchas sus aportaciones en esos ensayos, pero son solo una muestra de lo mucho, bueno y con cabeza muy propia que escribió sobre un tema que también le apasionaba y del que tenía conocimientos muy profundos y puestos muy al día. Más allá de estos tres libros citados, hay mucho que aprender de sus conferencias (que no son pocas) y de sus materiales de estudio y sus numerosos artículos sobre estos asuntos.

De uno de sus grandes referentes en este ámbito, Otto Neurath, escribía en extenso en su Memoria a las oposiciones a cátedra de 1993. Allí decía: «Al igual que para algunos de sus colegas del Wiener Kreis –aunque tal vez en su caso esa idea cobre mayor intensidad–, el interés por la ciencia tenía para Neurath una dimensión filosófica y extracientífica».

La ciencia era, en su opinión, tal vez también para Fernández Buey, un instrumento para la vida. Y la reflexión metacientífica, la reflexión de segundo grado o conocimiento reflejo a la que se suele denominar investigación epistemológica «se halla vinculada a temas externos a la ciencia misma, de manera que su objetivo explícito y su intención motivadora habrían de ser los problemas relacionados con la organización económica y social de nuevo tipo, con la reforma de la educación y de las instituciones de enseñanza, con la unificación de la humanidad racional».

En este sentido, la concepción científica del mundo, tal como aparece en el Manifiesto de 1929 del Círculo, cuyo principal redactor había sido Neurath, se presentaba «con la pretensión de racionalizar el mundo social, esto es, con la finalidad explícita de ser un novum organum para la transformación racional del orden social y económico».

Con el tiempo esta dimensión fue perdiéndose o aguándose entre los componentes del Círculo y sus herederos, pero no en Neurath, destacaba Fernández Buey. «Su polémica antimetafísica y antiteleológica, el objetivo de la unificación de la ciencia como consecuencia del trabajo teórico colectivo, la insistencia en la clarificación lógica y lingüística de los problemas filosóficos tradicionales, la reconstrucción analítica de los mismos y la llamada a la empiria contra la especulación –rasgos todos ellos compartidos por la “filosofía científica” de entreguerras– fueron en Neurath elementos de una batalla más amplia en favor de una nueva Ilustración, de un nuevo enciclopedismo en cuyo centro hubo siempre, mezclados, intereses teóricos y político-sociales.»

 

Como todos los decálogos, o los decálogos más uno, también este pueden resumirse en dos consideraciones:

1. Como nos transmitió el poeta-ingeniero Gabriel Celaya, la poesía es una arma cargada de futuro. Lo era, lo es, lo sigue siendo. También lo es la filosofía, el filosofar no sólo teórico, de este sólido polímata, maestro de muchos de nosotros. Filosofar, pues, cargado de futuro. ¿De qué futuro? De un futuro de igualdad, de justicia, de libertad, de fraternidad, de rostros entusiasmados, de inviernos, de cambios de estaciones, de zapatos nuevos, de música antigua, de comprensión, de música nueva, de estudio, de ayuda mutua, de cantos, de cuidados y de amabilidad.

2. Es sabida la proximidad del profesor Fernández Buey a las ideas epicúreas sobre el placer y la felicidad, sumando en su caso otros principios relacionados con la ética de la resistencia, la ética de la responsabilidad, la ética economunista, el principio de precaución. Leer al profesor Fernández Buey, conocer su praxis, nos garantiza horas de goce, felicidad y aprendizaje. Leyéndole nos hacemos mejores.

Paco, que siempre sacó de nosotros nuestro mejor yo, era una persona sabia, muy sabia, y muy bondadosa, un gran tipo, a la manera del Brecht de la «Canción de la buena gente», un poema que a él le gustaba mucho: «Cometen errores y reímos,/ pues si ponen una piedra en lugar equivocado, / vemos, al mirarla,/ el lugar verdadero», a la manera de Brecht, decía, y a la del Machado de Autorretrato: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,/ pero mi verso brota de manantial sereno;/ y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,/ soy, en el buen sentido de la palabra, bueno».

Gracias por su atenta escucha.

No me olvido, lo prometido es deuda. Me queda decirles un poema suyo. «Paradoja» de 2003. Vaya por ustedes y por Paco:

Cuando yo era joven
los jóvenes a quienes trataba
lo tenían todo claro.
Si uno decía «no sé, no sé»
le llamaban vacilante y caga dudas.
Ahora que empiezo a ser viejo
y creo empezar a saber algo de algo,
los jóvenes a los que trato
me dicen:
«No sé, no sé, el mundo es muy complejo»
Tal vez por eso
hoy me gustan los jóvenes de ayer
tanto como ayer
me gustaban los jóvenes de hoy.

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