Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Heidegger ante el humanismo

Francisco Fernández Buey y Joaquim Sempere

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

Publicado en Realidad, año II, n.º 4, noviembre-diciembre de 1964, pp. 21-41. Firmado como A. Domenech[1] y J. Bru[2] (reeditado en Nuestra Bandera, 257 (4º trimestre de 2022, pp. 205-227).

Presentación de Miguel Candel.

 

Presentación

Lo primero que hay que decir del texto que aquí presentamos es que, pese a estar escrito para una revista dedicada fundamentalmente al combate ideológico en el sentido más político del término (Realidad, revista teórica del PCE) y en una época (diciembre de 1964) en que la movilización de la oposición al franquismo, hegemonizada por el PCE-PSUC, estaba en uno de sus momentos de mayor auge, sus autores, militantes comunistas ambos, mantienen un equilibrio casi perfecto entre el análisis «interno» del texto (es decir, el realizado desde las coordenadas teóricas del mismo) y la crítica «externa» (desde las posiciones práctico-políticas de los autores).

Quien era o había sido para entonces uno de sus mentores políticos más importantes, Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), ya se había ocupado, en su tesis doctoral (Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Madrid, C.S.I.C., 1959.), de escrutar a fondo las a menudo inescrutables tesis filosóficas del autor de Ser y tiempo. En línea con el trabajo de Sacristán, pero con nervio y enfoque propios, nuestros autores desmenuzan los numerosísimos equívocos que encierra la filosofía de Heidegger, partiendo de su Carta sobre el humanismo, pero ensanchando el foco del análisis con múltiples referencias a pasajes de otras obras del filósofo.

Filósofo, por cierto, que si interpretamos correctamente a los autores de «Heidegger ante el humanismo», éstos acaban caracterizando, aunque con otras palabras, como un verdadero «antifilósofo», pues todo su pensamiento podría sintetizarse en una sola idea: para acceder al verdadero saber, para lograr que al ser humano se le revele o «desvele» la Verdad (con mayúscula inicial, no sólo en alemán, en que todos los sustantivos se escriben así), hay que «desaprender» todo lo que los sucesivos filósofos nos han enseñado desde Platón para acá (excepción hecha de Heidegger, por supuesto). De modo que la «filosofía» de Heidegger se reduce a una enmienda a la totalidad a la historia de la filosofía propiamente dicha (que, en eso tiene razón Heidegger, empieza propiamente con Platón). Tenemos, pues, aquí un pensamiento cuya quintaesencia es el más acendrado antirracionalismo (pese a que, como explican los autores del artículo, Heidegger pretende situarse por encima de la oposición racionalidad ― irracionalidad).

Cabe preguntarse qué diría Aristóteles, por ejemplo, si viera cómo entiende (personalmente, dudo que entienda nada) Heidegger el en sus obras mil veces recurrente término Sein, el Ser, del que, en lugar de limitarse a decir (como parecería desprenderse de su contraposición al término entes, o realidades susceptibles de descripción y mutua distinción) que hace referencia a una realidad indefinible en sí misma, pero presente implícitamente en la definición de todo ente real o posible, se dedica a una especie de juego al escondite con el lector, al que va proponiendo distintas caracterizaciones del Ser para enseguida descartarlas. Ejercicio que, si para algunas mentes embelesadas en la contemplación de los fuegos de artificio conceptuales (es un decir) del irracionalismo al estilo nietzscheano puede resultar fascinante, para muchas otras mentes resulta altamente irritante.

De dicho ejercicio lo único que parece traslucirse claramente, tal como los autores del artículo señalan, es que Heidegger, con su idealización de un «saber esencial» que según él sólo se hizo realidad dos mil quinientos años atrás en la «sabiduría antigua» (expresión de Giorgio Colli) poseída por los presocráticos y presuntamente desaparecida para siempre con el último de aquellos pensadores, propone de hecho una forma de nihilismo, no sólo teórico, sino también práctico, llevando al límite el pesimismo característico de las corrientes existencialistas nacidas en el período de entreguerras (pesimismo práctico del que, como también señalan los autores, escapa en cambio a su manera Jean-Paul Sartre). También queda claro en la trayectoria, intelectual y personal, de Heidegger, su profundo reaccionarismo político, su perversión de algunas de las ideas marxistas sobre el carácter autopoiético del ser humano y su constante huída (con la excepción bien conocida de su afiliación al partido nazi) del compromiso teórico y práctico, al socaire de una especie de continua protesta del tipo «no es eso, no es eso».

Todo esto y mucho más y mejor es lo que los autores del «Heidegger ante el humanismo» exponen en sus páginas. Si algún reproche cabría hacer a las tesis que sostienen es que en cierto momento, llevados sin duda por la inercia de la crítica a la confusión heideggeriana entre lógica y racionalidad, llegan, tratando de distinguir la racionalidad en general de la lógica en particular, a decir lo siguiente:

«Sin una experiencia real es imposible llegar a principios como el de identidad, no contradicción o tercio excluso, y la no aplicabilidad de algunos de estos principios en ciertos campos de la física actual demuestra que no son principios absolutos de validez incondicional, sino que, en última instancia es la experiencia la que decreta si un modelo lógico debe tomarse o dejarse.»

No hace falta ser positivista lógico (basta con una mínima dosis de aristotelismo) para discrepar profundamente de semejante restricción del campo de aplicación de principios lógicos como los mencionados. Si tal restricción fuera correcta, la victoria final del irracionalismo, no sólo el heideggeriano, sería total. Cierto que físicos con escasa formación filosófica y filósofos con poca idea de física han repetido hasta la saciedad que la mecánica cuántica invalida el principio de no contradicción. Pero aunque eso suene muy «transgresor», «rupturista» y «moderno», es en realidad una ruptura (típicamente «posmoderna») de la que lo único que sale malparado y completamente roto es el discurso que lo enuncia y su poder argumentativo. Por fortuna, se trata sólo de un desliz marginal dentro de la contundente coherencia del artículo en su conjunto.

Miguel Candel, junio de 2022

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El hecho de que emprendamos un estudio sobre esta breve obra de Heidegger se debe, en parte, al interés y difusión que ha tenido en algunos círculos filosóficos de nuestra ciudad [Barcelona] en estos últimos tiempos. En parte no menos relevante, por la importancia de su contenido: «La Carta sobre el Humanismo representa, pese a lo ocasional de su motivación y a lo informal de su tono, un momento culminante en su desarrollo [de la obra de Heidegger]. Sin ninguna duda, la Carta es el más importante de sus escritos desde la Introducción a la Metafísica, no tanto por lo que tiene de nuevo sino porque es una cristalización del desarrollo que le hemos visto seguir». Esta es la opinión de un autorizado conocedor de Heidegger, W. Richardson, a quien nos remitimos.

La motivación ocasional a la que se refiere Richardson es una carta de Jean Beaufret en la que, dando por supuesta la crisis del humanismo, le pregunta cómo puede devolverse un sentido a este término. Heidegger enfila su crítica contra el marxismo y el cristianismo, las dos formas hoy vigentes de este humanismo que está, según él, en crisis.

Este punto de vista sugiere una postura intelectual a la vez hostil al progreso y liberada de la religión positiva tradicional, aunque esta liberación no sea ni firme ni definida. Partiendo de esta doble crítica, Heidegger intenta elaborar una concepción positiva del mundo, respondiendo con ello, según Lukács, a una necesidad ideológica de la burguesía en la época imperialista que, en contraposición a la época anterior de optimismo ilimitado en la que bastaba una filosofía de signo predominante agnóstico (positivismo, neokantismo), precisa unos contenidos más sólidos que oponer al materialismo dialéctico. Pero las sucesivas crisis de los distintos sistemas (condicionadas sobre todo por el arrollador y rapidísimo avance de las ciencias y a la vez por la creciente gravedad y agudización de las crisis sociales, que no pueden ser explicados por estos «sistemas» filosóficos debido a su fundamental falsedad o parcialidad), dan lugar a un retraimiento cada vez mayor porque los recursos son cada vez más escasos: las ideas se «gastan». En tal situación de naufragio, el pensamiento reaccionario se agarra como a un clavo ardiendo a cualquier afirmación doctrinal con tal que sea «nueva», «original» y hábil para esquivar los escollos tradicionales. Los elementos auténticamente cognoscitivos van siendo abandonados, y cada vez es más manifiesto su carácter de pura ideología,

Ya la forma externa de la obra heideggeriana es sospechosa en este sentido. Su lenguaje es esotérico, confuso y de difícil comprensión. Da a las palabras significaciones inéditas, a tono con la peculiaridad de sus categorías, retuerce las reglas gramaticales, etc. Es comprensible que un pensamiento tan marcadamente ideológico deba forzosamente argumentar sobre la base de un saber real muy menguado. Es característico de Heidegger tomar aspectos secundarios o superficiales y transfigurarlos mediante generalizaciones abusivas.

Aunque nuestro autor declara que él no pretende, como Hegel, realizar «superaciones» sino que practica el paso atrás, que le lleva a algo ya dicho tácitamente en la tradición filosófica no es menos cierto que tematiza determinadas contraposiciones clásicas en la historia del pensamiento: idealismo-realismo, racionalismo-irracionalismo, teoría-práctica, teísmo-ateísmo, etc. Aquí, como en muchas otras partes, la llave mágica para resolver estas antinomias es el «olvido del Ser». El argumento consiste en considerar tales contraposiciones como resultado inevitable del pensar inesencial, es decir, del pensar técnico-teorético, que se ha apartado del Ser; de ahí que no sea preciso superar las antinomias citadas sino que baste con regresar al punto de partida y aprender a vivir «al abrigo del Ser»: aquellos problemas, entonces, se esfumarán por sí solos.

Lo más sugestivo y profundo, en estas cuestiones, es la exigencia de radicalidad que le anima. Tomemos, por ejemplo, la antinomia entre la lógica y el ilogismo. Todo sistema lógico se edifica sobre la base de unos principios y unas reglas, que son presupuestos de toda demostración en el interior del sistema. Pero el sistema mismo en su totalidad no puede fundarse desde dentro, según estas normas.

El problema es real y remite a las «instancias resolutorias no formales, es decir, materiales» que el pensamiento racional recoge «bajo el rótulo de ‘la práctica’». Heidegger, naturalmente, esquiva esta solución empírico-racionalista y proclama que se trata de «plantear ante todo el problema de la esencia del logos» siendo esta esencia la «esencia originaria» que está oculta ya desde los tiempos de Platón. He aquí cómo un problema real es tergiversado en manos del ilusionista Heidegger convertido en recusación ficticia del racionalismo[3].

Por otra parte, con este expediente quiere Heidegger poner su pensamiento a salvo de toda posible refutación. Declara que ni es humanista ni defiende lo inhumano, ni es lógico ni ilógico, no está a favor ni en contra de los valores, no es teísta ni ateo (pp. 117-119). Así pretende rechazar todas las críticas que le clasifican en uno de los términos de estas antinomias, críticas que adolecen, en su conjunto, de falta de radicalidad. Su pensamiento, en cambio, va a la raíz, vuelve a las fuentes, situándose así muy por debajo de estas antinomias. Vamos a comenzar el análisis de la Carta y a valorar esta radicalidad que asume, que, de hecho, como veremos, no es más que un ámbito de mera contemplación más o menos poética donde quedan emborronadas las distinciones y abolidas las posibilidades de comprensión de la realidad.

El motivo central de la Carta es contestar a la pregunta de J. Beaufret: «Comment redonner un sens au mot humanisme?» [¿Cómo volver a dar un sentido a la palabra humanismo?]. Heidegger concluye que la palabra «humanismo» está ligada a la metafísica y que es preferible desecharla para alcanzar una concepción correcta del hombre. La metafísica, para Heidegger, es el olvido del Ser, y, por ende, el olvido de la relación del Ser con la esencia del hombre. Más adelante discutiremos el significado de la palabra Ser. Ahora nos interesa comprender qué repercusiones tiene el olvido del Ser en la comprensión teorética de la esencia del hombre. Lo más importante es que conduce a concebir al hombre de un modo estático y cosista. Hay que notar que en la categoría de «humanismo» engloba Heidegger todas las concepciones del hombre anteriores a la suya, desde la del homo romanus hasta las dos formas de humanismo predominantes hoy en día: cristianismo y marxismo[4]. Estos diversos humanismos tienen en común una cosa: postulan «que la humanitas del homo humanus viene determinada a partir de una interpretación fija de la naturaleza, de la historia, del mundo y del fundamento del mundo, es decir, del ente en su totalidad» (p. 47). Hay cierta coincidencia aparente entre este planteamiento y el tema marxista de la autocreación del hombre, es decir, la tesis de que no hay una naturaleza humana definida –a no ser en concepto genérico y vacío, definido, por unas características biológicas– sino que la esencia (histórica) del hombre es en cada momento de la historia y con cada sociedad concreta un resultado de la praxis humana anterior.

Pero el planteamiento heideggeriano dista mucho de discurrir por ahí. Antes bien, por una vía ético-contemplativa: «La esencia del hombre radica en su ek-sistencia» (p. 57). El rasgo fundamental de ek-sistencia es «la presencia extática en la verdad del Ser» (p. 59). En otras palabras, el hombre es la única realidad capaz de reflejar el Ser. Sólo el hombre es el ámbito de comprensión del Ser, sólo él tiene esta capacidad de distanciamiento o de emergencia fuera de las cosas, que le permite interiorizarlas. El hombre no coexiste en pura indiferencia junto con las cosas como una cosa más, sino que las comprende, las valora, proyecta sobre ellas su futuro. No es un ente más en el conjunto amorfo de los entes, sino que tiene un «mundo»: las cosas no están con él en relación de mera yuxtaposición externa, sino que tienen para él una significación y coherencia; de ahí que el hombre pueda caracterizarse como «ser-en-el-mundo».

En esta concepción la humanitas del homo humanus no viene determinada por categorías fijas, sino que es básicamente libertad de un ser que se realiza saliendo de sí mismo y desbordando sus propios límites hacia el mundo y hacia los demás que le rodean. (Hay que observar, sin embargo, que en la Carta la palabra libertad no aparece ni una sola vez y que la iniciativa radica en el Ser, quedando así la libertad en entredicho).

Los existencialistas han sido casi los únicos pensadores que han tematizado a fondo ciertos problemas de la personalidad individual, tales como libertad, el sentimiento de soledad, la comunicación con los demás, etc. En este sentido han sabido expresar una vivencia muy generalizada en nuestra época: el sentimiento de soledad, desarraigo y vértigo de nuestro mundo (de ahí el éxito popular de la literatura de Sartre, por ejemplo). Esta exclusividad les ha dado un éxito fácil frente a otras corrientes que han abandonado este campo. El pensamiento marxista también es responsable de no haber reflexionado sobre estos temas, y este abandono explica, en parte, que el existencialismo haya extendido tanto su poder de influencia,

Los existencialistas nos proporcionan a veces análisis de gran finura a este respecto. Así, por ejemplo, la idea de ek-sistencia (es decir, hombre) como presencia extática, que acabamos de estudiar es, sin duda alguna, sugestiva y valiosa desde un punto de vista fenomenológico. Pero su desarrollo concreto en Heidegger resulta insostenible.

En primer lugar, la relación al mundo es vista en un mero sentido de «trato». En Ser y tiempo se encuentra un análisis donde el ser-en-el-mundo se describe bajo los modos de la «preocupación» y del «estar a mano», es decir, modos de referirse el hombre a las cosas en un trato con ellas. En cambio, no aparece para nada la relación fundante del mundo con respecto al hombre. En la Carta este problema no puede ya soslayarse, y Heidegger lo trata de pasada al discutir las concepciones metafísicas que piensan «al hombre a partir de la animalitas» (p. 53). Tal enfoque es incapaz, según él, de dar razón de la especificidad de lo humano. Naturalmente, admite que pueda estudiarse el hombre desde un punto de vista biológico: «de esta manera siempre se podrá emitir juicios exactos» (p. 53); pero la esencia del hombre sólo puede comprenderse partiendo de la base de que constituye lo que él llama una «ek-sistencia». Heidegger sigue aquí la línea de muchos pensadores de las corrientes vitalista y fenomenológica (Vd. Scheler, «El puesto del hombre en el cosmos») que, no pudiendo negar ya las estrechas correlaciones entre fenómenos fisiológicos y espirituales, recurren al cómodo expediente de no admitir la interacción entre ambos niveles y de quedarse en una nueva descripción de cada uno de ellos por separado. El desarrollo de las ciencias ha hecho imposible una postura abiertamente idealista y a la solución materialista sólo cabe oponerle una actitud de reserva agnóstica.

En segundo lugar, la relación con los demás es vista a través de una simplificación análoga. En Ser y tiempo también se analiza la estructura comunitaria del hombre, la propiedad que Heidegger, llama el «ser-con», para llegar a la conclusión de que la coexistencia es posible entre los hombres sólo porque «se trata de entes abiertos por su naturaleza a lo que se manifiesta a ellos y capaces, así, de compartir el mundo que les es común» (W. Biemel, p. 93). La endeblez de este punto de partida no obsta para que Heidegger formule una importante afirmación: la de que el hombre está constituido ontológicamente como «ser-en-común», afirmación que ha llegado a ser un tópico en la filosofía de la postguerra, pero que en 1927, fecha de la primera edición de Ser y tiempo representaba un paso importante. No obstante, la posible fecundidad de esta verdad queda abortada al no rebasar de un modo positivo el nivel de abstracción en que se formula. La dimensión esencial del hombre como ser comunitario no se limita al hecho de compartir un mundo en el que, como hemos visto, la relación del hombre con la cosa es la superficial relación de trato. En comunidad con los demás, el hombre trabaja, y con su trabajo social se realiza a sí mismo. El hombre como individuo recibe su substancia espiritual (en forma de técnicas, saber, lenguaje, etc.) de la sociedad, y a la vez contribuye a enriquecerla. La fecundidad del concepto de praxis aplicado a la dialéctica entre individuo y comunidad nos da una idea de la pobreza de la categoría heideggeriana de «ser-en-común».

En resumen, aunque formalmente la idea de extaticidad es aprovechable, en su desarrollo concreto esta extaticidad o abertura al mundo y a los demás resulta, en el pensamiento heideggeriano, una idea totalmente estéril por la parcialidad del análisis.

En definitiva, ¿qué humanismo nos propone Heidegger (o mejor dicho, qué substitutivo al «humanismo» entendido a su peculiar manera)? Será una concepción del hombre que no tendrá en cuenta sus relaciones reales con la naturaleza (por ejemplo, la relación más relevante para los problemas del humanismo: el hombre es un ser de necesidades); una concepción que no tendrá en cuenta sus relaciones con la sociedad, y, por lo tanto, que será incapaz de asumir la historia real, que es, ante todo, historia social. Su idea del hombre se funda en la dependencia del hombre con respecto al Ser. «La metafísica se cierra al simple hecho esencial según el cual el hombre no se realiza en su esencia sino en tanto que es reivindicado por el Ser» (p. 53). El hombre está colocado en medio de la «verdad del Ser» por el Ser mismo. Todo lo que ocurre con el hombre histórico resulta de una decisión sobre la esencia de la verdad, decisión que no depende nunca del hombre. El hombre no es, pues, el protagonista de su propia historia, sino que depende de instancias superiores que le señalan el camino a seguir. Pero, ¿cuáles son estas instancias? ¿Qué es este Ser que destina al hombre, que labra su historia? Sólo respondiendo a estas preguntas podremos comprender el sentido último de la concepción heideggeriana del hombre.

La interpretación de la idea heideggeriana de Ser es un escollo sumamente dificultoso, ya que nunca se da una formulación clara e inequívoca de ella. Aparece como algo huidizo que no se puede captar ni, por ende, expresar.

«¿Qué es el Ser? Es Ello mismo» (p. 73). El Ser es lo idéntico a sí mismo, que se opone a la diversidad de los entes. Es un leitmotiv en toda la obra de Heidegger, la oposición Ser-entes, de modo que es importante precisar cuál es la relación entre uno y otros. La Carta gira precisamente en torno a lo que Heidegger considera el error fundamental de la metafísica, y, por ende, del humanismo; este error es el olvido del ser. «El olvido del Ser se pone directamente de manifiesto en el hecho de que el hombre nunca considera más que el ente y no opera más que sobre él». La referencia a los entes nos hace perder la dimensión del Ser y nos incapacita para alcanzar el verdadero saber, que es saber del Ser. «El olvido de la verdad del Ser en provecho de una invasión del ente no pensado en su esencia es lo que en Ser y tiempo se llama ‘caída’» (p. 77). Esta será la traba principal que habrá que vencer para superar la metafísica y el humanismo.

En relación con el hombre se dice también: «El Ser está más alejado que todo ente y sin embargo está más cerca del hombre que todo ente» (p. 73). Para llegar al Ser se requiere una actividad superior que la que el ente exige para darse, a saber, las ciencias y el saber cotidiano. La ontología, para Heidegger, es jerárquicamente superior a los ciencias y el Ser, en este sentido, está más alejado. Pero al mismo tiempo el Ser es lo que hace que el hombre pueda conocer y proyectarse en un futuro como sujeto moral. El «estar» (Dasein) «se realiza en el acto de ‘echar’ del Ser, este Ser cuyo destino propio es el de destinar» (p. 63); «el advenimiento del ente descansa en el destino del Ser» (p. 73). En otras palabras, el Ser es el presupuesto, el fundamento del saber y del obrar del hombre, y por lo tanto puede decirse que «está más cerca del hombre que cada uno de los entes», puesto que precisamente sin el Ser el hombre no podría captar ni manejar los entes.

El Ser es, pues, lo fundante, tanto del conocimiento de los entes como del destino del hombre. Pero, ¿qué contenido concreto tiene esta afirmación? Heidegger niega explícitamente todas las suposiciones que pudiéramos hacer sobre la plataforma de nuestra tradición filosófica: «El Ser no es ni Dios, ni un fundamento del mundo» (p. 73), y menos aún, añadimos nosotros, la realidad histórico-social, concepto totalmente inexistente en la filosofía de Heidegger. Pero tampoco es el concepto más abstracto: «Puesto que entonces (es decir, en el punto de vista metafísico), el hombre no puede evitar el formarse una representación del Ser, el Ser queda definido meramente como “la realidad más general” del ente, y, por esta razón, como lo que lo engloba». El Ser de Heidegger tiene, como se ha podido comprobar con estas afirmaciones, poco que ver con la idea de ser de la filosofía tradicional, aunque quizás lo más nuevo en nuestro autor es su tratamiento mítico del problema.

Recapitulemos. Hemos visto que el Ser se define por su identidad consigo mismo y por su carácter fundante del saber y del destino humanos. Pero al mismo tiempo el Ser no es lo más general, no es Dios, no es el fundamento del mundo, no es el conjunto de todos los entes. En definitiva, igual que en la teología negativa, que define a Dios por negación de las limitaciones de las criaturas, Heidegger concluye que «el Ser es lo trascendente puro y simple» (S.u.Z., cit. p. 91). Esta proposición, sin embargo, no nos dice mucho; para comprenderla deberíamos saber qué es lo que el Ser trasciende. La trascendencia, como toda negación, sólo se entiende a partir de lo que niega. De modo que queda en pie la pregunta: ¿qué es el Ser ?

Según Richardson, «el Ser, para Heidegger, es fundamentalmente un proceso iluminante por el cual los entes son iluminados como lo que ‘son’» (p. 532). Esta es la idea más precisa expresada en la Carta: «esta iluminación es el Ser mismo» (p. 77). Para aproximarnos al pensamiento de Heidegger, en este enfoque, debemos prescindir del pensar «cosista»; el Ser no tiene común medida con los entes y no puede ser concebido según sus mismas categorías, estáticas y reificadas, sino que debe serlo según categorías dinámicas o relacionales, a modo de proceso, relación, etc. Veamos qué más dice la Carta: «El darse a sí mismo en lo ‘abierto’… es el Ser mismo» (p. 83) «el Ser es la relación (entre el ser y el hombre)»[5]. En Nietzsche, una de sus últimas obras, esta determinación adquiere un carácter más preciso con la relación a la historia del pensamiento. Heidegger ha intentado insertar su filosofía en la línea de la evolución histórica, y en sus últimas obras es fundamental el tema de la «historia del Ser», que veremos detalladamente más adelante. Para comprender el «olvido del Ser» hay que recorrer toda la historia de la filosofía, que es la historia de la «metafísica» en el peculiar sentido que le da Heidegger. En su desarrollo se manifiesta, según nuestro autor, las diversas formas que ha asumido este olvido. Sólo en el albor de la filosofía griega se atisbó el Ser en su verdad, pero pronto, bajo la influencia del saber técnico[6] y teorético, atenido a los entes, el hombre se sumió en el olvido del Ser. Ahora, de nuevo, estamos en condiciones de anudar el presente con aquel brote primigenio, y el camino para esta renovación es el que pasa por la reflexión sobre la historia de la filosofía. A través de ella, el Ser se nos presenta como lo no dicho y lo «no pensado» (Nietzsche, II, p. 353), algo así como el telón de fondo o el polo virtual que está por debajo de la superficialidad del conocimiento de los entes y que a su vez lo fundamenta, pero sin llegar a ser, en cuanto tal, aprehendido por el pensamiento humano. El Ser es «lo que da a pensar» y «lo que hay que pensar» (N. II , p. 372; Carta, p. 109).

La idea de que el Ser es la destinación del hombre se expresa con la máxima decisión en las páginas en que Heidegger polemiza con Sartre. A pesar de las coincidencias entre estos dos autores, derivadas de una similar experiencia de la crisis del mundo intelectual burgués en la época del imperialismo, que ha llevado a ambos a vivir intensamente el sentimiento de la soledad, de desarraigo frente a la tradición y a los valores vigentes y de incertidumbre ante el futuro, las diferencias entre ellos son considerables. Sartre ha intuido el surgimiento, en el seno de la sociedad capitalista en descomposición, de fuerzas y valores nuevos, y, aunque no ha llegado a incorporar en su filosofía, de un modo coherente, estas realidades, ha sido capaz de comprometerse en la lucha político-social. Esta práctica, a pesar de quedar, en lo esencial, desligada de su concepción general del hombre –que es subjetivista– le ha servido para salvar y afianzar una convicción básicamente progresiva: de que el hombre por sí solo edifica su propia historia. Pese a su individualismo angustiadamente solitario, Sartre ha tenido la valentía de prescindir de cualquier instancia superior y ha intentado edificar una ética y un humanismo simplemente humanos: «Nous sommes sur un plan où il y a seulement des hommes [Estamos en un plano donde solo hay seres humanos]». Heidegger, en cambio, ha sido víctima del peor derrotismo. La actitud tolerante y colaboracionista que adoptó ante el nazismo se opone por igual aunque en sentidos opuestos a la rebeldía sartriana orientada hacia el socialismo y el activismo contrarrevolucionario decidido de un Nietzsche, por ejemplo. Es el «sea lo que Dios quiera» de un «filisteísmo trágico-pretencioso» para usar la expresión de Lukács. Esta renuncia filistea y cobarde se expresa en la réplica que da a la frase de Sartre. «Nous sommes sur un plan où il y a principalement l’Etre [Estamos en un plano donde principalmente hay Ser]». Hay algo más que el hombre, hay cierta instancia superior, trascendente, que «destina» al hombre. «El hombre no se realiza en su esencia más que en tanto que es reivindicado por el Ser» (p. 53). El hombre ya no es dueño de su destino: «Lo que es esencial no es el hombre, sino el Ser en tanto que dimensión de la realidad extática de la ek-sistencia» (p. 79). «El Ser… puede asignar estas prescripciones que han de convertirse para el hombre en normas y leyes» (p. 157). No queda lugar para la acción del hombre en la realización de su propia vida. La libertad, como dijimos antes, queda en entredicho. Toda acción es trato con los entes y, en cuanto tal, se aparta del Ser. No hay que pretender actuar: «El hombre no es el dueño del ente, sino el pastor del Ser» (p. 105). Es decir, para el antirracionalista y anticientificista Heidegger, el hombre no debe aspirar al dominio de las fuerzas naturales y sociales ―esto es perderse en el ámbito de los entes― sino permanecer en una actitud contemplativa. Como veremos más adelante al analizar su concepción del pensar, ante el Ser no cabe otra actitud que la veneración contemplativa y poética. «Este pensamiento (el que considera la verdad del Ser) no tiene ningún resultado. No produce ningún efecto. Satisface su propia esencia desde el momento en que es. Y es en tanto que dice lo que tiene que decir» (p. 149).

Se nos puede objetar que el primer Heidegger, el Heidegger de S.u.Z tenía una idea menos fatalista del hombre y creía más en la libertad creadora del hombre. El hombre daba sentido a las cosas y su vida se centraba en sí mismo. No obstante, hay que tener en cuenta: (a) que la única posibilidad «auténtica» o «propia» era la muerte, mientras que para Sartre toda elección se justifica por el mero hecho de ser elección del hombre, y (b) que, fuera cual fuera la postura suya en S.u.Z., en la Carta esta postura es reinterpretada de acuerdo con la primacía del Ser, con la pretensión, incluso, de que en S.u.Z. estaba ya implícito este nuevo punto de vista.

Es característico de la filosofía reaccionaria de nuestros días ―y demostrativo de su profunda crisis― el hábito de asumir ciertas tesis del pensamiento marxista como si fueran propias, tratando al mismo tiempo de dulcificarlas y vaciarlas de contenido real. El progreso va imponiendo sin apelación posible ciertas tesis que pasan al tesoro común de nuestra cultura, y entonces ya no es posible seguir silenciándolas: la tarea de los pensadores reaccionarios consiste en acomodarlas (por ejemplo, por la vía de la tergiversación). Hace ya muchos años ―desde Dilthey por lo menos― que el pensamiento burgués de la decadencia intenta asumir el tema de la historicidad. Esto mismo ha hecho Heidegger. Los progresos de las ciencias histórico-sociales han impuesto a la conciencia del mundo intelectual moderno la idea de que la naturaleza del hombre es histórica, y ninguna filosofía puede cerrar los ojos a esta realidad. Heidegger, que se presenta continuamente como superador del idealismo, ha aprovechado, según Lukács, la debilidad del idealismo neokantiano, que pretendía fundamentar la historia en un postulado subjetivo, y ha señalado que el Ser tiene que ser necesariamente histórico para que pueda existir una ciencia de lo histórico. Ya en las primeras páginas de la Carta se recalca el papel decisivo de la historia del Ser para el hombre: «La historia del Ser soporta y determina toda condición y situación humana» (p. 27). Hasta aquí podríamos estar de acuerdo, pero pronto caemos en la decepción: esta historia no es la historia real, es la historia del pensamiento, más aún, la historia de la metafísica. «Su historia (la del Ser) adviene al lenguaje en la palabra de los pensadores esenciales» (p. 85). Es cierto que las formulaciones que hallamos sobre este tema en la Carta son ambiguas: se refieren principalmente a la «verdad del Ser». Pero, ¿acaso no hemos visto que para Heidegger el Ser es su propia iluminación? Es natural, pues, que la historia del Ser equivalga a la historia del modo como el Ser se ha ido manifestando al hombre a lo largo de los tiempos. El desarrollo histórico que tiene en cuenta nuestro autor para interpretar el presente es única y exclusivamente la historia de la filosofía, reducida, por añadidura, a sus momentos más especulativos. En Nietzsche, por otra parte, hallamos una formulación mucho más inequívoca: «Esta historia de la metafísica es, como historia de la desvelación del ente en cuanto tal, la historia del Ser mismo» (II, p. 379). Las diatribas contra el idealismo se truecan, como vemos, en el idealismo más desaforado.

Sólo nos falta señalar, por último, que el Ser es inalcanzable racionalmente: su aprehensión no se sitúa en el plano de las razones y las causas explicativas (p. 41). Pero esto nos remite al estudio más detallado del lenguaje y del pensamiento, que constituyen una parte importante del contenido de la Carta.

No es casual que en la primera página de la Carta se plantee ya la íntima relación que Heidegger pone entre Ser, pensamiento y lenguaje: «En el pensar el Ser adviene al lenguaje. El lenguaje es la casa del Ser». El examen del concepto heideggeriano del lenguaje nos ayudará, por consiguiente, a comprender sus ideas gnoseológicas.

Ante todo hay que notar que ante cualquier obra de Heidegger topamos con la especial oscuridad y dificultad de su expresión, dificultad que ya requiere una aclaración en la introducción de S.u.Z.: «una cosa es contar cuentos de los entes y otra es apresar el ser de los entes. Para esta última tarea faltan no sólo en los más de los casos las palabras, sino ante todo la gramática» (p. 44). Hoy se habla del «lenguaje heideggeriano»: es el «homérico» de la lengua alemana. El problema de su dificultad se manifiesta en cualquier traducción. Un simple dato: toda traducción a una obra de Heidegger comienza con una justificación. Justificar implica aquí un reconocimiento explícito de la peligrosidad de hacer una interpretación del pensamiento del autor y no una mera «versión» de sus palabras. La fuente de tal esoterismo radica no sólo en la novedad terminológica, sino también, como hemos visto, en el desprecio de la gramática, que para Heidegger, está imbuida de la misma deficiencia que la lógica, como consecuencia del olvido del Ser. Se llega así, en muchos momentos, a la alteración de las más elementales reglas sintácticas. La relación de los signos es traslocada, olvidando incluso las diferencias entre una voz activa y una pasiva. Quizás no sea posible «pensar» irracionalmente los problemas de la metafísica racionalista y también por ello el pensar esencial quede inexpresado. El abandono de las leyes gramaticales conduce a la posibilidad de «jugar con las palabras» y de llevar a cabo interpretaciones completamente subjetivas y adecuadas a los intereses del momento. Y no sólo interpreta Heidegger el pensar tácito en el lenguaje de los presocráticos o en el de Nietzsche y Hölderlin, sino que reinterpreta sus propios textos anteriores dándoles versiones insospechadas. Un ejemplo: en Ser y Tiempo se decía: «Nur solange Dasein ist, gibt es Sein -Sólo hay ser en tanto que el estar es». Ahora, en la Carta, aquellas mismas palabras significan: «el ser únicamente se transmite al hombre en la medida en que se produce la iluminación» (p. 89). Aquí Heidegger ha jugado con la expresión alemana es gibt, que significa hay, pero que literalmente equivale a «se da» o mejor aún, «ello da», dando a entender que bajo la expresión vulgar de «hay ser» lo que debe entenderse originalmente es que «el ser se da». El cambio es radical: de una formulación más o menos idealista en Ser y tiempo se ha pasado a otra realista en la Carta, pero no por un proceso de revisión autocrítica, sino pretendiendo que la segunda interpretación estaba ya implícita en la primera. Con un trato tal del lenguaje y de los conceptos es sumamente fácil esquivar todas las críticas posibles y rechazar todas las etiquetas que tanto molestan a Heidegger.

Señala nuestro autor que el lenguaje se ha adulterado por el uso, que ha caído bajo la «dictadura de la publicidad». Los medios de información se han convertido en instrumentos de violación de la palabra, que ha perdido su virginidad y su significación originaria. Hablamos demasiado y no sabemos en realidad de lo que hablamos. Este es el modo como Heidegger expresa aquí de manera similar al análisis ya clásico del man («se») impersonal de Ser y tiempo ―la angustia por la despersonalización y pérdida de substancia espiritual producida por la «cultura de masas» de la moderna sociedad industrial, con su propaganda omnipotente y sus medios de difusión masivos–. Las causas del daño no se descubren en un sistema económico, el capitalista, que subordina al individuo a los fines abstractos del capital, convirtiéndole, ya sea como productor, como consumidor o como votante, en un medio para preservar la rentabilidad y la estabilidad del sistema. En la imaginación de nuestro autor, se trata de «existencia impropia o inauténtica», de olvidar que el hombre es «ser-para-la-muerte», de perderse en el ámbito de los entes y olvidar el Ser. Es cierto que Heidegger no se inventa los síntomas que describe, no hay duda de que el hombre está «masificado», y de que el lenguaje está en parte adulterado. Pero no debemos engañarnos respecto a lo que quiere decir Heidegger. Sus afirmaciones apuntan mucho más allá de nuestra experiencia común y giran en torno al leitmotiv del antirracionalismo heideggeriano: el olvido del Ser. La perturbación lingüística es paralela al olvido del Ser, como una consecuencia del intento de dominar los entes mediante las palabras (como la técnica es intento de dominación de los entes). Así las grandes palabras de la filosofía griega han quedado enclasadas en las categorías lingüísticas de la gramática o en el anonimato de un diccionario que jamás se ha hecho cuestión de la esencia de las palabras. Hemos traducido a los griegos pero no hemos comprendido nada.

Al llegar a este punto se hace preciso investigar cuál es el papel de la palabra en el «pensar esencial». Heidegger nos dice que «el lenguaje es la casa del Ser. A su abrigo habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de este abrigo» (p. 25). ¿Qué hay por debajo de estas expresiones metafísicas? No cabe duda de que para un animal de palabra como es el hombre decir que el lenguaje es la casa del Ser es decir bien poca cosa. Lo importante es saber de qué modo el Ser llega a expresarse en el lenguaje. Para Heidegger, sin duda alguna, este camino no es el empírico-racional, sino el intuitivo. Y no se trata de un intuitivismo eidético, como en Husserl, sino de un intuitivismo radical que apunta al Ser. El «pensar esencial», como veremos al analizar este punto, es una intuición poético-pensante. Ser y lenguaje entran en una relación que podríamos caracterizar como «mágica». Del mismo modo que en la magia el signo tiene una relación intrínseca con lo significado (torturando la imagen del enemigo se cree estar torturando al mismo enemigo), análogamente en Heidegger la palabra, liberada de las trabas de la gramática y de la lógica, libre de las relaciones sintácticas y de las imágenes asociadas, nos coloca de buenas a primeras en el ámbito del Ser. Efectivamente, si la palabra no se relaciona con su objeto a través de las mediaciones que acabamos de enumerar (y sobre todo tratándose de un objeto tan abstracto como el «Ser») no puede pensarse más que en una relación intrínseca e inmediata entre la palabra y su significado.

Además de mítica, la palabra presenta un aspecto minoritario. El poeta y el pensador reciben una «revelación» cual intermediarios entre el oráculo y los hombres. Sin embargo, no todos los hombres poseemos la «palabra» que, llegando desde la lejanía, nos señale la verdad del Ser. Aquel demonio particular socrático es privativo de una minoría capacitada para la intuición reveladora. Es hasta cierto punto comprensible que la difusión de la cultura entre amplias masas impulsada por las necesidades tecnológicas de la industria moderna produzca en determinados pensadores con sentimiento de élite y «pathos» aristocrático la exigencia de recurrir a formas de pensamiento que se distingan del común pensamiento propio de las ciencias y técnicas, que hoy están al alcance de las grandes masas no sólo de un modo abstracto (como posibilidad abstracta para todo hombre de utilizar el pensamiento discursivo), sino también de un modo concreto (formación profesional, especialización técnica, divulgación científica, etc.).

Señalemos ahora que los estudios sobre el lenguaje han rebasado ampliamente la atribución heideggeriana. Lingüistas y psicólogos saben hoy que el lenguaje no se reduce a la forma de las letras, la melodía y la significación. No puede olvidarse la dimensión pragmática de la semiótica, estudio de las relaciones entre signo e intérprete o interpretante: el signo considerado como vehículo-señal tiene una importante función social[7]. Y no sólo esto: la formación y consolidación del símbolo es un proceso, una evolución que implica una interacción del individuo con la sociedad. El lenguaje no se da simplemente como una gracia, sino que exige el desarrollo completo del ente humano: tiene una evolución, un desarrollo ligado a la adquisición del pensamiento operativo. En sucesivas etapas se supera el desequilibrio entre asimilación (modificación de lo externo por los movimientos propios) y acomodación (modificación del punto de vista propio por las posiciones externas). Heidegger, pues, somete a una simplificación al lenguaje al caracterizarlo como mero signo. El lenguaje no es mero signo para intercambiar ideas: es también la materialización de la praxis histórico-social. Cuando aprendemos a hablar no sólo aprendemos a usar señales, sino que incorporamos el trabajo de las generaciones que nos han precedido y aprendemos a pensar mediante las categorías que se han elaborado durante siglos de esfuerzo: nos insertamos en la civilización. En otras palabras, nos hacemos hombres al nivel de nuestra época[8].

Pero el círculo se cierra: esta concepción intuitivista y no discursiva del pensamiento y del lenguaje se destruye a sí misma. Heidegger tiene el mérito de reconocerlo, por lo menos implícitamente. Veamos a qué conclusiones llega: Dentro del lenguaje esencial, las palabras son innecesarias. «Si un día el hombre ha de llegar a ser vecino del Ser, es preciso que aprenda a vivir en lo Innominado… Antes de proferir una palabra, el hombre debe dejarse reivindicar de nuevo por el Ser y prevenir el peligro de no tener apenas nada que decir» (p. 41). «Sólo en el genuino hablar es posible el verdadero callar» (S.u.Z, p. 188). En el silencio de la palabra ostensiva, el lenguaje será la casa del Ser y no la casa de los hombres, de todos los hombres. Entonces el Ser del hombre se transformará realmente en homo humanus. Las promesas de alcanzar el Ser en la palabra se han derrumbado, puesto que para captarlo hay que callar. Si es preciso dejar que el Ser sea, si la palabra desvirtuada del uso común (es decir, lógico y gramatical) es un instrumento para dominar el ente y no para captar el Ser en lo que es, entonces la única actitud posible es la del decir simple que empezará con un litúrgico y reverente «silencio» del pensador «a la escucha del Ser», que, por último, «indicará la verdad del Ser como aquello que hay que pensar» (p. 109). El Ser quedará siempre como lo no dicho, lo no pensado, lo que, más bien, nos da que pensar. Pero, ¿pensar qué? ¿decir qué ? Nada, porque en cuanto fuera algo dejaría de ser este Ser trascendente, no dicho ni pensado. No es casual que en Qué es la metafísica la experiencia de la nada en la angustia sea descrita como la autentica experiencia de la verdad. Hemos llegado a un nihilismo completo.

Para terminar este examen del lenguaje en Heidegger, veamos en concreto su desarrollo formal de dos temas importantes que están estrechamente ligados entre sí: el salto originario-ontológico (Ursprung) y el método etimologizante. Si la historia de la metafísica es la historia de un único error fundamental, el olvido del Ser, que se remonta a Platón, el cometido del «pensar esencial» será regresar a aquellos momentos tan raros en la historia en que los pensadores esenciales atisbaron la verdad del Ser en una intuición poético-pensante y se acercaron a ella. Estos momentos privilegiados, para Heidegger, corresponden a los presocráticos y a ciertos representantes del irracionalismo como Nietzsche y Hölderlin. El regreso a los orígenes es lo que él llama el «salto originario-ontológico». La predilección de Heidegger por los pensadores citados es característico de sus obras de la llamada segunda época (la Carta, Qué significa pensar, Introducción a la metafísica).

En su aspecto metodológico, lo que llamamos segunda etapa de la circularidad expositiva de Heidegger se caracteriza por la aplicación del método etimologizante, consistente en el análisis de la palabra aislada, independiente del periodo. Este método se justifica por el intento de recuperar el primitivo valor de la palabra como substrato de una concepción histórica del mundo. Pero un tal análisis lingüístico olvida con demasiada frecuencia el contexto sintáctico, es decir, la relación coordinativa o subordinativa de los términos de la proposición compuesta. La relación entre dichos términos es inferida de la exégesis individual de cada término sin respeto, por tanto, a la construcción dada en la proposición original. Además, y esto es también muy grave, la unilateralidad del análisis lingüístico omite la mención a las categorías socioeconómicas vigentes en el momento histórico a que se refiere. Sería preciso que la consideración lingüística se complementase con la profundización histórica. Brevemente: enclavar lo dicho por los pensadores en un contexto social concreto.

Un análisis más detallado de lo que es el método etimologizante rebasarla el marco de este trabajo. Nos limitaremos a citar algunos ejemplos de las arbitrariedades a que da lugar:

1) Según Heidegger, la reflexión de los presocráticos giraba en torno de la palabra physis que designaba al ente como tal y en su totalidad. Pero la crítica filológica ha puesto de manifiesto que el título «peri physeos» dado a las composiciones filosóficas de los primeros pensadores es al parecer posterior y el término sólo se encuentra en algunos pocos fragmentos de Heráclito y Parménides. Ello indica que el «ente en cuanto tal y en su conjunto» no aparece como intuición irracional en los albores del pensamiento.

2) El análisis lingüístico de ciertos textos hecho por Heidegger implica una nueva visión de la historia de la filosofía y termina en la afirmación de que todos los pensadores occidentales han circulado racionalmente en torno a «los mismos». Heráclito pensaba lo mismo que Parménides, porque en otro caso «no sería uno de los más grandes de los grandes griegos» (EM, p. 137). La polémica entre ambos aducida por la crítica no corresponde al desvelamiento de la lengua sino a la simplicidad de la filología o al olvido de la metafísica[9].

3) En el conocido fragmento de Parménides normalmente traducido así: «Es preciso (χρή) decir y pensar que el ente es», la locución χρή se sitúa más bien, según Heidegger, en la proximidad de «se da» (es gibt). Recuérdese ahora la palabra Ser y tiempo: «es gibt das Sein», y habremos desenmascarado al oportunismo lingüístico del autor. En el χρή está implícito aquello que nos da que pensar, aquel Ser percibido originariamente que nos destina. En el aforismo de Parménides, continua Heidegger, se menciona un designio, bien que no pensado a propósito, menos explicado[10].

De todo esto es preciso extraer una conclusión inmediata: el método etimologizante es insuficiente si no va acompañado del análisis sintáctico y del estudio del contenido de las palabras en el contexto social en que se emplearon. En caso contrario, corremos el peligro de enfangarnos en una exégesis que nosotros llamaríamos «platónica» de las palabras. No se ha utilizado aquí el calificativo «platónico» sin motivos. Hace referencia al método que utiliza Platón en el Crátilo mediante el cual intenta sacar a la luz el sentido oculto de los vocablos. Heidegger no ha citado nunca que sepamos este diálogo. Sin embargo se hace preciso citarlo para comparar lo que Platón y Heidegger entienden por lenguaje[11].

Nos preguntamos ahora por la relación entre lenguaje y pensamiento. Acotamos el campo de esta relación prescindiendo de la cuestión y posibilidad de un pensamiento no expresado. El pensar no se reduce al lenguaje. Esta verdad primaria la expresa Heidegger diciendo que el pensar está a la escucha del Ser, listo para darle la respuesta en el lenguaje. Ahora bien: puesto que el hombre aún no ha estado a la escucha del Ser, no se ha preguntado por el Ser ni ha establecido la diferencia esencial entre Ser y ente, concluye Heidegger: no ha pensado. Entonces, ¿qué nos significa pensar? ¿qué es Aquello que nos da el pensar entregándolo como un mandato? En definitiva, ¿qué nos da que pensar? La respuesta inmediata es negativa: solamente podemos aprender a pensar si olvidamos profundamente lo que hasta ahora conocíamos como esencia del pensar (WHD, p. 14).

La deficiencia de nuestro pensar tiene su fundamento en la instrumentalidad práctica de la existencia humana: hemos obrado de más y pensado de menos. La historia del hombre como ente racional es la evolución de un error único pero esencial: hemos pensado en la ignorancia. La afirmación no tiene carácter moral sino epistemológico. La esencia del pensar esencial pregonado por Heidegger ha quedado inmersa en las oscuras aguas del Leteo filosófico, es decir, en la tecnificación del pensamiento que arranca de Platón y Aristóteles (p. 29). La intuición poético-intelectual (pensante) propia de los presocráticos se convierte en técnica explicativa de las causas últimas. Ya no se piensa, se hace filosofía. El «logos» como «tejne» substituye al «logos» como «physis». Está aludida revolución se explicita en los conceptos de orden, sistema, enclasamiento, principios lógicos. Es la parturición de la lógica basada en la deficiente interpretación de la palabra «logos».

La argumentación de Heidegger en este punto implica una oposición a la lógica. Ahora bien, este desprecio por la lógica se enmascara en la afirmación inmediata: «Pensar frente a la lógica no significa romper una lanza en favor del ilogismo, sino ‘volver’ a una interpretación del logos tal como aparece en la primera edad del pensamiento» (p. 23). Desde 1934 bajo nuestro título «lógica» se oculta la transformación de la lógica en la cuestión de la esencia del lenguaje (WDH, p. 149). Hemos entrecomillado la palabra «volver» porque ella nos hace tomar conciencia de la adialecticidad del pensamiento de Heidegger. Al concepto dialéctico de «superación» opone el concepto esencial de «vuelta» originaria o retroceso a los orígenes. En una tal mirada hacia el pasado es imposible asumir lo pasado. En el retroceso heideggeriano hacia el pretérito en busca del original sentido de logos, la historia del pensamiento racional aparece como irrecuperable, irremisiblemente perdida y despreciada. Si en el análisis del pensamiento heraclitiano Heidegger confundía implícitamente a Heráclito con Parménides, ahora confundirá explícitamente lógica formal con dialéctica: «Fácilmente se advierte que toda dialéctica es en su esencia lógica, ya se desarrolle como dialéctica de la conciencia, ya como dialéctica real, ya finalmente como materialismo dialéctico. En cualquiera caso sigue siendo una dialéctica de los objetos, es decir, de los objetos de la conciencia, de autoconciencia o de una forma previa de la misma» (WHD, p. 151).

La crítica del pensamiento racional encuentra su justificación, una vez más, en el análisis lingüístico. Ahora bien, resulta difícil estar de acuerdo con Heidegger en que toda la lógica, desde Aristóteles a nuestros días, descansa en el débil sostén de la interpretación de una palabra, la palabra logos. La perplejidad aumenta cuando nos hacemos cuestión de las tareas de la lógica formal matemática. Sobre este punto concreto, los comentarios a la obra de Heidegger coinciden en señalar la ignorancia del autor respecto a la lógica matemática[12]. Heinemann llega a preguntarse si Heidegger combate realmente contra la lógica o más bien contra «un espantajo de la lógica artificialmente amañado». Lo cierto es que el pensamiento de Heidegger, cuya estructura lingüística ya hemos señalado, permanece formalmente y a pesar de todos los esfuerzos, dando vueltas en torno al Ser. Circularidad esta que impide ver más allá de la Nada. Cercado en el bosque del Ser, «lo trascendente puro y simple» exige una nueva relación con el hombre mediante el pensar esencial.

La legítima necesidad de hallar la esencia de lo racional mismo conduce a Heidegger hacia un nuevo tipo de pensar superador del gnoseologismo. La crítica destructiva de lo racional es la base de un pensamiento entendido como supremo agradecimiento de los mortales: ante el regalo del Ser el hombre debería dar gracias. No obstante, Heidegger establece limitaciones desde el principio: nadie entre nosotros se arrogará llevar a término semejante pensar, ni aun su preludio (WHD, p. 142). A lo sumo se logrará una preparación para el preludio resolviendo la contradicción teoría-praxis engendrada por el pensar occidental. Semejante contradicción no es considerada como originaria, sino posterior al pensar unitario de Mileto, para el que no existía aún tal desdoblamiento entre teoría y praxis porque, según nuestro autor, el pensar originario-esencial obra en tanto que piensa. Este pensar esencial es el más simple y el más alto puesto que concierne a la relación del Ser al hombre (p. 27). Esto es posible porque pensar no es mera contemplación (theoria). En el pensar esencial se subsume la deducción racional y el carácter práctico operativo del hombre en el mismo sentido en que el hombre como tal no es considerado a partir de la composición cuerpo-alma.

Para evitar ambigüedades es preciso señalar que el concepto heideggeriano de praxis no se identifica con el concepto habitual, y menos aún con el concepto marxista. En rigor, no se trata en la temática heideggeriana de pensar sobre los entes reales. La relación no es entre hombre y naturaleza, hombre y sociedad, sino entre pensar del Ser y comportamiento teórico-práctico. Lo fundamental no es que el hombre ocupe un lugar en el cosmos teniendo frente a sí un horizonte de realidades con las que mantiene un diálogo consciente en el tiempo y en un lugar determinado, sino que el pensamiento destaca por encima de toda acción y producción, no tanto por la magnitud de lo que «realiza» o por las consecuencias eficaces, cuanto por la insignificancia de su «consumar» (vollbringen). Consumar, estrictamente, se opone a realizar; es desplegar algo en la plenitud de su esencia: producere, en su primitivo sentido (pp. 25 y 159). El pensar esencial no puede presentarse como una superación de la contradicción teoría-praxis puesto que no hay tal originariamente: «el hacer del pensamiento no es ni teórico ni práctico, no consiste en la unión de estos dos modos de comportamiento» (p. 161).

El pensar esencial en cuanto pensar del Ser no cae en la cuenta de la primitiva posición del hombre ante los entes concretos. Recuperar el Ser significa para Heidegger preguntarse por el Ser, tomar conciencia del olvido de la metafísica. Sin embargo, el hombre llega a conocer, alcanzar la representación conceptual a partir de diferentes experiencias. La intuición directa del Ser impide el pensar operativo del hombre. Únicamente el aristocratismo heideggeriano puede olvidar las implicaciones psicológicas de la sensación y percepción. El hombre no está a la escucha del Ser, sino que percibiendo los entes llega a conocerlos y a obrar con ellos: solamente coexistiendo, es decir, fundamentalmente, viendo y tocando las realidades concretas al tiempo que oye su nombre de labios de otros hombres, el niño alcanza el conocimiento. El niño no está a la escucha del Ser, sino a la escucha de las palabras de los hombres. La complicada estructura del conocimiento que tiene su fundamento en la sensopercepción y a través de la imagen se intelectualiza en un concepto, se opone a la simplicidad de la intuición pensante heideggeriana y la rechaza. Cierto que el empirismo tiene sus límites, y que el conocimiento científico exige un largo camino desde la mera sensación del niño; es cierto que la estructura formal del pensar debe encontrar su fundamento en lo no racional, pero esto no racional no es la esencia del logos originario que se nos da, sino, simplemente, la experiencia y la práctica. En definitiva, todo conocimiento de la realidad natural encuentra su base en la experiencia y no en una intuición emocional más o menos mediata como pretende Heidegger.

Es precisamente en este punto donde la ambigüedad de la exposición de nuestro autor llega al máximo. Después de negar la racionalidad del pensamiento y su fundamento empírico; después de oponerse al rigor de la lógica afirmando la necesidad de un pensar esencial emocional balbuceante, rechaza, sin embargo, ser considerado como irracionalista; más aún: «el irracionalismo como rechazo de la ratio se impone de un modo incontestable, aunque sin ser reconocido, en la apología de la lógica» (p. 123). La razón de esta acusación nos es ya conocida: la lógica cree poder esquivar una reflexión sobre el logos.

En definitiva, Heidegger, confunde las tareas de la lógica con las de la psicología y la gnoseología. Pone de manifiesto que desconoce el desarrollo de la lógica moderna y en particular la crisis del formalismo estricto a partir de los trabajos de Gödel y Church, que abren la vía, incluso desde puntos de partida neopositivistas, hacia una fundamentación pragmática de la lógica, es decir, hacia el recurso a la experiencia y la práctica. Sin una experiencia real es imposible llegar a principios como el de identidad, no contradicción o tercio excluso, y la no aplicabilidad de algunos de estos principios en ciertos campos de la física actual demuestra que no son principios absolutos de validez incondicional, sino que, en última instancia es la experiencia la que decreta si un modelo lógico debe tomarse o dejarse.

Heidegger cree estar dando un golpe al racionalismo, pero se equivoca de adversario: su crítica apunta en realidad al formalismo lógico o logicismo, como forma particular de gnoseologismo, según el cual la lógica puede explicarse desde dentro, desde los propios postulados lógicos. Así como Husserl fue un decidido enemigo del psicologismo, Heidegger se vuelve contra el logicismo; pero lo grave es que muestra no tener conciencia de que lucha contra una forma peculiar de positivismo lógico, sino que pretende combatir al racionalismo en toda su generalidad.

El pensar heideggeriano es anticientífico. Entre ciencia y pensar esencial media un abismo insalvable, una transición. Existe una solución de continuidad. La «barrera» es considerada también esencialmente. No se trata, como dicen los positivistas, de que la metafísica sea un juego de palabras sin sentido real y sin finalidad práctica. Heidegger rechaza esta consideración para señalar algo para él mucho más importante. La metafísica, como sumo representante del pensar racional abstractivo, se encuentra, para él, en el mismo plano que la ciencia. Ambos representan una forma impropia de pensar. Llegar a la propiedad de la intuición poético-pensante exige un «salto» (IWHD, p. 13). Para comprender la necesidad de este salto entendido como un desplazamiento fundamental, es preciso estar de acuerdo con Heidegger en que las ciencias no tienen nada que decirnos sobre la situación del hombre en este tiempo indigente. Se han apropiado de un derecho que no les corresponde, porque teniendo su fundamento en la esencia de la técnica, jamás se han hecho cuestión de esa esencia ni tienen posibilidad de hacerlo.

En una de sus últimas obras, Hebbel ―der Hausfreund, Heidegger aborda el pensar técnico y racional bajo un nuevo enfoque, en un intento de armonizarlo con el «pensar esencial». El Amigo del Hogar, artífice mítico de esta armonía, «conseguiría volver a cobijar la calculabilidad y la técnica de la naturaleza en el abierto misterio de una naturalidad nuevamente vivida en la naturaleza» (p. 31). En esta obra afirma la necesidad de un equilibrio entre los hábitos teoréticos y otras dimensiones humanas (pensar esencial, contemplación estética). Pero este equilibrio, desde su propio punto de vista, es impensable: todo intento de solucionarlo por procedimientos racionales tiene que fracasar por ser la razón uno de los extremos de la antítesis. Heidegger cree que para librarse de la antítesis racionalidad-irracionalidad el pensamiento tiene que salirse «fuera» de ella, y ello sólo es posible en el «pensar esencial». No obstante, haciendo esto limita el ámbito de la razón y la convierte en una caricatura de sí misma. ¿Con qué derecho excluye la razón para superar esta antítesis, cuando de hecho la razón ha demostrado en muchas ocasiones ser capaz de superarse a sí misma? Lo que hace Heidegger es subordinar apriorísticamente la razón al pensar esencial, haciendo que el Amigo del Hogar fracase en su intento de armonización. Ni que decir tiene que Heidegger relega al olvido más completo la inserción del hombre en el mundo como ser de necesidades. En esta atmósfera irreal en la que se sitúa, la esencia de la técnica en sí misma no es algo técnico, sino el constante retorno de lo mismo (WHD, pp. 106 y 132). Bajo esta «nueva» concepción de la técnica, se esconde el voluntarismo minoritario de Heidegger que, olvidando la importancia del hombre, pretende crear un humanismo irreal bajo la Iluminación despótica del Ser, permítasenos la paradoja.

El pensamiento del porvenir, situado más allá de la lógica, de la ciencia, del humanismo y de los valores, ya no será filosofía porque pensará más originalmente. Este pensar no conduce a un saber como las ciencias. No aporta ninguna sabiduría aprovechable para la vida. No descifra enigmas del mundo. No infunde fuerzas para la acción. Su positividad se encuentra en una vuelta interrogante a la pobreza de su esencia. Ha de ser un pensar capaz de despedir hacia su propia esencia lo que desde siempre y para siempre da que pensar (Carta, p. 161 y WHD, p. 154). Pero la experiencia se opone a la admisión de semejante pensar intuitivo.

En la obra que acabamos de estudiar se busca una nueva vía para el humanismo, supuestamente en crisis. Se trata de remediar el olvido del Ser. No obstante, los resultados teóricos de este intento son fallidos, no es menester insistir más en ello, Sólo nos resta preguntarle a Heidegger, en desagravio a los «pensadores inesenciales», si en su intento de recuperar este Ser misterioso no olvidó a los seres que sufrían los horrores de Auschwitz y Buchenwald. Nosotros preferimos asumir estos problemas, tan por debajo del «pensar esencial», y no creemos que haya «olvido» menos inocente que el de estas y otras muchas realidades humanas. El único humanismo (la única esencialidad) posible es el que se plantea estos problemas y es capaz de dar una pauta al hombre para la ineludible tarea de resolverlos, logrando así la progresiva realización de sí mismo.

Notas

[1] NE. En el momento de la publicación del artículo Francisco Fernández Buey tenía 21 años y Joaquim Sempere 23. Carta de Joaquim Sempere (20.X.2019):

Estimat Salva: Em poses en un compromís perquè no estic segur qui era qui. Diria que A. Domenech era el Paco i J.Bru era jo. De tota manera, van ser pseudònims que mai més vam utilitzar, de manera que no té importància. L’important és que els autors érem nosaltres dos. I per a mi personalment em commou encara perquè la redacció d’aquell treball va ser una ocasió per iniciar, i iniciar intensament, una relació que va ser molt significativa per a mi i que mai va trontollar ni es va interrompre, ni quan vam tenir diferències polítiques, les quals tampoc van ser mai gaire grans. Una abraçada, Quim

(Querido Salva: Me pones en un apuro porque no estoy seguro quién era quién. Diría que A. Domenech era Paco y J. Bru era yo. De todos modos, fueron pseudónimos que nunca más utilizamos, por lo que no tiene importancia. Lo importante es que los autores éramos nosotros dos. Y a mí, personalmente, me conmueve todavía porque la redacción de aquel trabajo fue una ocasión para iniciar, e iniciar intensamente, una relación que fue muy significativa para mí y que nunca se tambaleó ni se interrumpió, ni cuando tuvimos diferencias políticas, que tampoco fueron muy grandes. Un abrazo, Quim)
[2] NE. Realidad era entonces una publicación clandestina.
[3] v. Sacristán, p. 267 y ss., «La superación del gnoseologismo por el “pensamiento esencial”» [p. 240 y ss. en la edición de Las ideas gnoseológicas de Heidegger en Crítica, Barcelona, 1995, con prólogo de Francisco Fernández Buey].
[4] En la Carta se habla del marxismo en dos ocasiones, en ambas para mixtificarlo. En la primera (p. 43), se trata de una grosera identificación del concepto de necesidades humanas con el de «necesidades elementales». Heidegger reduce las necesidades a la alimentación, el vestido, la reproducción y las necesidades económicas, a secas. La segunda es mucho más sutil: «La esencia del materialismo (marxista)… consiste… en una determinación metafísica según la cual todo ente aparece como el material del trabajo» (p. 99). Se puede suponer que Heidegger se refiere a la naturaleza dialéctica teórico-práctica del materialismo dialéctico. Pero hay que precisar: (a) que ahí solo se refiere al materialismo histórico, de modo que amputa una parte importante del materialismo dialéctico, y (b) la versión de Heidegger es falsa e insulsa, no dice nada; en realidad habría que substituirla por esta: «la esencia del hombre y de su historia es producto del trabajo.»
[5] Adviértase la dificultad de este concepto, que es la vez la relación y uno de los términos de la relación.
[6] Esta teoría no se sostiene a luz de las investigaciones más modernas. Véase R. Mondolfo en Los orígenes de la filosofía de la cultura, que cita a Jaeger según el cual muchas ideas de Anaximandro no son más que una aplicación cosmológica de experiencias jurídicas como «justicia», «compensación» (Paideia, F.C.E., p. 158 y ss.) y a Farrington: «Los pensadores más antiguos explicaban el universo en términos de operaciones habituales que les permitían fiscalizar una porción limitada de él. Puede decirse mejor que daban una versión operacional más bien que racional de la naturaleza de las cosas. La medida de la verdad era dada por el éxito de la práctica» (cit. por Mondolfo, p. 104).
[7] Véase: Morris, Fundamentos de la teoría de los signos.
[8] Sobre la importancia de la palabra aún no comprendida, en el desarrollo de la representación conceptual en el niño, véase J. Piaget, La formación de símbolo en el niño, FCE.
[9] v.« Eleatismo y lógica formal», en Etudes d’histoire et de philosophie des sciences, Bucarest, pp. 245-287.
[10] Véase: ¿Qué significa pensar?, pp. 162-234. Compárese con la interpretación de la sentencia de Anaximandro en Sendas perdidas.
[11] Véase a este respecto Crátilo 412 b y Fedro 274-275.
[12] Véase, desde criterios distintos: Sacristán, p. 262 ss., y Heinemann, «¿ Está viva o muerta la filosofía existencial?», Revista de Occidente, 1956, p. 89 y ss.

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