Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El delirio de ser alguien

Aitxus Iñarra

Profesora de la UPV/EHU

Llegar a «ser alguien» es una aspiración común de mucha gente que, para lograrlo, busca la distinción que hoy día supone el logro individual vinculado al dinero y al poder. Según la autora, esa identidad distintiva, destacada por los medios de comunicación, esconde lo natural, la naturaleza propia. Aitxus Iñarra va más allá de la mera constatación de ese frecuente anhelo y se adentra en el mecanismo mental que conduce al mismo: «La idea de que se carece de algo, es decir, de que se es incompleto».

Si hay una pregunta universal es ésta: quién soy yo. ¿Soy, acaso, aquello que creo ser? ¿Soy, quizás, la figura que presento ante los demás? J Grinder y R. Bandler relatan en «De sapos a príncipes» una anécdota que todos hemos vivido. Comenzaremos por ahí.

«Tengo un amigo que es rector de una Universidad, vive en el delirio de que es realmente inteligente y que tiene mucho prestigio y todas esas cosas. Anda por ahí tieso, con aires de importancia y fuma en pipa. El show es completo. Vive una realidad completamente delirante. La última vez que estuve en un hospital mental, había un fulano que pensaba que era agente de la CIA. Creía que estaba ahí por los comunistas. La única diferencia entre estas dos personas es que el resto de la gente está más dispuesta a creerle al rector de la Universidad que al psicótico».

Ironizan los autores sobre la necesidad de levantar la propia identidad sobre la distinción. El mérito de ser alguien importante nos evoca al Narciso de la mitología griega que, enamorado de su propia imagen, quedó atrapado en ella cuando la vio en el agua. Asimismo, el rector de la narración ha engendrado una identidad: la de ser alguien inteligente y prestigioso. Para visibilizar tales rasgos necesita de la utilización de unos signos distintivos -anda por ahí tieso, con aires de importancia y fuma en pipa-. Además, puede llevar a cabo la materialización de su deseo, ya que el contexto universitario asume y valora dicha ficción. Por lo tanto, el proceso de identificación con el objeto deseado produce la aceptación de lo que parece ser por lo que es. O bien su reemplazo. Es decir, el impostor esconde tras la imagen por él construida lo natural, su propia naturaleza.

Es cierto que la distinción ha sido un rasgo al que muchos humanos han mostrado apego. Ese llegar a ser alguien ha sido y es un anhelo humano muy difundido. Hasta el ascenso al poder de la burguesía, la distinción venía vinculada al favor real y a la cuna. Poseer un título nobiliario, una ascendencia ilustre era muy deseable para los que pretendían atribuirse una distinción aristocrática. Hoy en día la idea del logro individual, la necesidad de triunfo, de ser alguien, está tan difundida prácticamente en todos los ámbitos sociales, que parece algo casi natural. No es de extrañar, cuando es propio de la mitología de éste sistema económico y cultural magnificar el mérito, el éxito social y el logro individual.

Observamos en el escenario social y político cómo se despliega inagotablemente el deseo de distinción, vinculado al dinero y al poder; y como éste se manifiesta de diversas maneras. Así, son conocidos actualmente la infinidad de cursos que se imparten en torno a la idea de que «algo es relevante por su especial calidad». La idea de una calidad elevada al grado de excelencia se ha ido difundiendo del ámbito empresarial a otros como el de la educación. En el área laboral la imagen del éxito asume la forma de rango profesional, de reconocimiento y méritos. Y en el universo político, la contraimagen más peligrosa adquiere forma delictiva con la perturbadora corrupción política, más propia de la ley de la jungla que de una sociedad sana.

Sin embargo, es la cultura a través de los medios quien más destaca o genera identidades distintivas, modelos que exaltan el glamour, el carisma, y el elitismo. De acuerdo a ellos, el ser humano es catalogado en función del mérito que le pueda ser atribuido. Desde los medios de comunicación, sobre todo, desde la publicidad, los informativos, los filmes, se crea continuamente microrrelatos que tienen como motivo la imagen repetitiva en torno a la necesidad de alcanzar la meta de ser alguien e, incluso, de alcanzar el glorioso mundo de la fama. Es conocido por todos cómo los medios fabrican modelos prestigiados como la realeza de un monarca, el político carismático, el ciudadano ejemplar, el ejecutivo exitoso, el científico brillante, el actor o actriz glamorosa, el deportista de elite… todos ellos se convierten en figuras de espectáculo, triunfadores para una masa de ciudadanos dispuestos a reconocerlos como tales, a intentar convertirse en uno de ellos o a incorporarse a su aureola.

La identidad distintiva prescrita conecta con dos aspectos. El primero proviene de la idea de que se carece de algo, es decir, de que se es incompleto y de que, a su vez, existe la posibilidad de «llenar» ese vacío mediante alguna de las insignes referencias citadas. Subyace, asimismo, en el llegar a ser alguien, la misma idea ficticia que rige el desarrollo y progreso de poder alcanzar siempre algo mejor. Se parte de la noción de que hay algo para desarrollar, algo que no se tiene, que se es imperfecto e inferior con respecto a algo o alguien mejor. El otro aspecto es la necesidad de la estimación y la aprobación o confirmación del otro. Para ser alguien se necesita de un público que le otorgue la posibilidad de ser valorado como alguien extraordinario. Hay que alienarse. De donde resulta que ejercer dicha identidad distinguida suscita una incapacidad de auto-reconocimiento y una incapacidad de conectar con el otro en una relación natural.

La idea de ser alguien tan enraizada en nuestras sociedades del «tiempo y espacio social economicista», proviene de un tipo de moral dominante basada en «los mejores», y concita la sobrevaloración de una imagen que desenraíza y menosprecia al individuo de su ser natural ocultando, asimismo, lo más espontáneo de sí mismo. La creación de la identidad distintiva, propia de una sociedad de valores androcráticos, proviene de una forma de concebir las relaciones desde el dominio sobre el otro. Corresponde a una concepción jerarquizante y normativa, propia de una mentalidad que enajena, y aísla al individuo de su propio contacto natural.

Actuar desde la idea de distinción no es algo azaroso, pues responde a un aprendizaje cultural. Proviene de un modo prestado de percibir el mundo. Ejerce un papel primordial como forma de control sobre el otro: siempre se es alguien en relación a los otros que no lo son, es decir, se da valor a alguien para despojárselo a otro. Y, se caracteriza también por ser un instrumento eficaz en la categorización de seres humanos, que convierte en objeto al que la ejerce y su seguidor.

La toma de conciencia de esa imagen fabricada que carece en sí misma de poder propio, implica afrontar el personaje o el patrón de «querer ser alguien». Permite ver la matriz de una forma extremadamente restrictiva de sentirse y mostrarse: la de ser alguien meritoriamente especial. Se trata, en definitiva, de constatar de qué manera se cuela subrepticiamente la función de la imagen narcisa en la cotidianeidad cuando nos comunicamos y nos relacionamos con los otros. La auto-observación y la observación sobre las implicaciones que este guión cultural tiene sobre el pensar, sentir y actuar es una fuerza que facilita liberarse de tal adhesión artificiosa. Rompe el molde de relación basado en la ficción de que existe alguien que tiene o merece un valor añadido. E induce en el juego relacional a interactuar más conscientemente con el otro, expresión viva de la gran diversidad humana. Procura, en definitiva, una mayor independencia de los códigos dominantes, lo cual conlleva la recuperación del poder interno con respecto a la programación exterior.

Publicado en el diario Gara

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