Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Aculturación y aculturación

Pier Paolo Pasolini

En estos tiempos de austeridad, muchos lamentan las molestias derivadas de la falta de vida social y cultural organizada, fuera del Centro «malo», en las periferias «buenas» (dormitorios sin zonas verdes, sin servicios, sin autonomía, sin relaciones humanas reales). Lamento retórico. Porque si todo lo que se dice que falta en las periferias existiera, lo seguiría organizando el Centro. El mismo Centro que, en pocos años, ha destruido todas las culturas periféricas que, hasta hace pocos años, aseguraban una vida propia, sustancialmente libre, incluso a las periferias más pobres o miserables.

Ningún centralismo fascista ha logrado lo que el centralismo de la civilización de consumo. El fascismo proponía un modelo, reaccionario y monumental, que luego se quedaba en letra muerta. Las culturas particulares (campesinas, subproletarias, obreras) seguían obedeciendo, imperturbables, a sus modelos antiguos. La represión se limitaba a obtener su adhesión de palabra. Hoy, por el contrario, la adhesión a los modelos propuestos por el Centro es total e incondicional. Se reniega de los modelos culturales reales. La abjuración es un hecho. Se puede decir, por lo tanto, que la «tolerancia» de la ideología hedonista implantada por el nuevo poder es la peor de las represiones de la historia humana. ¿Cómo se ha podido ejercer esta represión? Mediante dos revoluciones en el interior de la organización burguesa: la de las infraestructuras y la del sistema de información. Las carreteras, la motorización, etc. han unido estrechamente la periferia con el Centro, anulando las distancias materiales. Pero la revolución del sistema de información ha sido aún más radical y decisiva. Con la televisión, el Centro ha igualado todo el país, tan diverso por su historia y tan rico en culturas originales. Ha emprendido una labor de homologación destructora de la autenticidad y la concreción. Ha impuesto, como decía, sus modelos, los de la nueva industrialización que ya no se conforma con un «hombre que consume» y pretende que las ideologías distintas de la del consumo sean inconcebibles. Un hedonismo neolaico, ciegamente olvidadizo de los valores humanistas y ciegamente ajeno a las ciencias humanas.

Antes, la ideología impuesta por el poder era, como es sabido, la religión, y el único fenómeno cultural que «homologaba» a los italianos era el catolicismo. Ahora el catolicismo compite con un nuevo fenómeno cultural «homologador», el hedonismo de masas. Como tal competidor, el nuevo poder ha empezado ya a liquidarlo desde hace unos años.

Porque en el modelo del Joven Hombre y la Joven Mujer propuesto e impuesto por la televisión no hay nada de religioso. Son dos personas que valoran la vida solo a través de sus Bienes de Consumo (y siguen yendo a misa los domingos; en coche, por supuesto). Los italianos han aceptado con entusiasmo este nuevo modelo que les impone la televisión según las normas de la Producción Creadora de Bienestar (o mejor dicho, de salvación de la miseria). Lo han aceptado, pero ¿realmente son capaces de realizarlo?

No. O lo realizan solo en parte, convirtiéndose en su caricatura, o logran realizarlo en una medida tan escasa que se vuelven sus víctimas. La frustración o incluso la angustia neurótica son ya estados de ánimo colectivos. Por ejemplo, los subproletarios, hasta hace poco, respetaban la cultura y no se avergonzaban de su ignorancia. Al contrario, estaban orgullosos de su modelo popular de analfabetos que sin embargo conocían el misterio de la realidad. Miraban con cierto desprecio altivo a los «hijos de papá», a los pequeñoburgueses, de los que se diferenciaban aunque estuvieran obligados a servirlos. Ahora, en cambio, empiezan a avergonzarse de su ignorancia. Han abjurado de su modelo cultural (los más jóvenes ni siquiera lo recuerdan, lo han perdido por completo) y el nuevo modelo que tratan de imitar descarta el analfabetismo y la tosquedad. Los muchachos subproletarios —humillados— borran su oficio en su carné de identidad y lo sustituyen por la calificación de «estudiante». Naturalmente, en cuanto empezaron a avergonzarse de su ignorancia también empezaron a despreciar la cultura (característica pequeñoburguesa, que adquirieron por mimetismo). Al mismo tiempo, el muchacho pequeñoburgués, para adecuarse al modelo «televisivo» —que le resulta connatural, pues lo ha creado e impuesto su propia clase— se vuelve extrañamente tosco y desdichado. Si los subproletarios se han aburguesado, los burgueses se han subproletarizado. Como la cultura que producen es de carácter tecnológico y estrictamente pragmático, impide que se desarrolle el viejo «hombre» que aún llevan dentro. La consecuencia es cierto entumecimiento de sus facultades intelectuales y morales.

La responsabilidad de la televisión en todo esto es enorme. No como «medio técnico», claro está, sino como instrumento del poder y poder en sí misma. No solo es un lugar a través del cual pasan los mensajes, sino un centro que fabrica mensajes. Es el lugar donde se concreta una mentalidad que de lo contrario no se sabría dónde situarla. A través del espíritu de la televisión se pone de manifiesto, en concreto, el espíritu del nuevo poder.

No cabe duda (a los resultados me remito) de que la televisión es más autoritaria y represiva que ningún otro medio de información del mundo. A su lado, el periódico fascista y los letreros mussolinianos pintados en las alquerías mueven a risa, como (con dolor) el arado frente al tractor. El fascismo, lo digo una vez más, fue incapaz de arañar siquiera el alma del pueblo italiano; el nuevo fascismo, a través de los nuevos medios de comunicación e información (sobre todo, justamente, la televisión), no solo la ha arañado, sino que la ha lacerado, la ha violado, la ha afeado para siempre…

Publicado en Il Corriere della Sera con el título “Desafío a los dirigentes de la televisión” el 9 de diciembre de 1973.

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