Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sobre Italia, años setenta

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

Dos aproximaciones del autor sobre la Italia de los años setenta del autor –«El caso Moro y los nuevos liberalismos», «Viejos aires de Italia: misericordia y radicalismo interclasista»– y un anexo sobre «El caso Negri».
Como complemento: «Palmiro Togliatti y la svolta de Salerno.»

I. El caso Moro y los nuevos liberalismos

Publicado en mientras tanto nº. 1 (Barcelona, noviembre/diciembre de 1979), pp. 93-105 con el título «Italia y nosotros (Sobre algunas valoraciones recientes de la situación italiana)». Fechado en agosto de 1979.

 

Quienes abogan / por las guerras / sin malos tratos / por las ejecuciones / sin crueldad / por las condenas/ sin ejecución / por el encarcelamiento / sin maltrato / por los interrogatorios / sin torturas / por las torturas / sin daños permanentes / por la explotación / sin consecuencias graves / benditos sean / sin bendición / o malditos sean / sin maldición.

ERICH FRIED, «¡Ay esos tibios!», en Poemas apátridas.

I. El asesinato de Aldo Moro, los resultados de las elecciones legislativas de este año [1979] y ese suceso aún en curso que ha dado en llamarse caso Negri han impreso un giro notable en la situación política italiana durante los últimos meses. Eso es indudable; pero se trata de ver hacia dónde apunta tal giro. Pues aunque desde hace ya algún tiempo lo que ocurre en Italia está siendo objeto de numerosos comentarios en la izquierda española, las estimaciones más extendidas, caracterizadas por la fijación que suele producir al abordar este tema el ejemplo alemán, por la prepotencia que se confiere a la organización militar de las Brigadas Rojas y por el desprecio genérico hacia los matices de la actuación política partidista, no contribuyen precisamente a aclarar las cosas.
Empecemos por lo más obvio: se van apagando las voces de quienes veían en los iniciales tanteos del compromiso histórico el camino a seguir para sanar o paliar nuestros propios males sociales, y cobran en cambio mayor fuerza los razonamientos críticos, preocupados o despreciativos al respecto. Tal es el signo de los tiempos, claro está; un desplazamiento fácilmente explicable por la tozudez misma de los hechos que, con su esquemático dramatismo o su complejidad irreductible a anteriores situaciones históricas, se ha ido llevando consigo aquel optimismo tan cegado por el deslumbramiento momentáneo de la apariencia que daban las cifras electorales.

Cierto es que ya entonces, cuando lo que privaba era el deslumbramiento, se dijo más de una vez que la comprensión y las tentativas de resolución de los principales males sociales de la época exigían algo más que saber contar con los dedos. Pero no vale la pena detenerse ahora en ese punto tan general, porque tanto el desorden del Estado italiano como lo ocurrido en España desde el Setentaycinco resulta suficientemente ilustrativo del carácter utópico de las alegrías e ilusiones de las izquierdas socialistas y comunistas mayoritarias. Además, lo que hoy empieza a emerger es una corriente diametralmente opuesta a la que dominaba por entonces: se va perdiendo la confianza en los sufragios parlamentarios y en su lugar se instaura el culto a la fuerza como principio de todas las cosas. Por eso sería, en mi opinión, una lástima dejar caer en saco roto la reflexión que Saverio Tutino se hizo ahora hace un par de años, poco tiempo después de los célebres acontecimientos de Roma y de Bolonia con los que se iniciaba, por así decirlo, una nueva fase en la evolución de la extrema izquierda italiana derrotada en las luchas del Sesentayocho y del Setentaynueve.

Aunque el título de la reflexión de Tutino («Lenin es grande, no lo recortemos», en Materiales nº. 12) pareciera un poco desorientador, su contenido era inequívoco. Y tenía, a pesar de su brevedad, la fuerza de las sanas declaraciones políticas: veracidad. Esto es, la sinceridad autocrítica de quien habla sabiendo de qué va la cosa, la claridad de juicio del rojo experimentado y la sensatez del hombre que siente su propia responsabilidad por haber contribuido en parte a alimentar algunas ilusiones. Se dirá que el talante con que fueron escritas aquellas pocas líneas añade el pesimismo de la voluntad al pesimismo de la inteligencia.. Y es verdad. Pues la argumentación de Tutino –conviene recordarlo– venía a decir lo siguiente: los restos del naufragio de la Tercera Internacional vivimos entre dos impotencias, la impotencia de los partidos comunistas grandes, hoy paradójicamente llamados «eurocomunistas» en un momento en que los nacionalismos europeos se les impone también a ellos, los cuales no preparan a la clase obrera para la toma del poder, y la impotencia de quienes se creen autónomos saltando en el vacío y acaban hundiéndose en ese mismo vacío cuando cae igualmente aquello en lo que en realidad se apoyaban, la potente apariencia de los partidos obreros mayoritarios.

Pesimismo de la inteligencia, pesimismo de la voluntad. Pero ¿puede ser otro el talante del comunismo crítico de nuestros días? ¿Puede ser otro el tono y la orientación de un comunismo marxista que sin renunciar al análisis social siga persiguiendo la transformación revolucionaria de nuestras sociedades? Quien crea que la contestación a esa pregunta ha de ser afirmativa tendrá que refutar lo que parece ser el dictamen de la historia del movimiento comunista desde los años veinte en Europa, y para convencerse de que no hay lugar para otro estado de ánimo puede releer comparativamente los documentos fundacionales de las cuatro internacionales obreras habidas hasta ahora.

Cabe todavía, ciertamente, el optimismo de una contraofensiva basada en un neomarxismo teórico cuyo objeto sea en lo esencial el estudio de nuestra historia pasada y la parcial aceptación de las realidades existentes. Optimismo respetable como opción personal, sin duda. Aunque es de temer, no obstante, que por ese camino, cuyo verdadero arranque está en el implícito reconocimiento de la obsolescencia de la dialéctica revolucionaria al menos en Europa, acabaremos encontrándonos con las ya viejas cantinelas a lo Croce según las cuales lo único que nos quedaría [a los marxistas] sería un ambiguo método para la interpretación de las realidades pretéritas. Y, por otra parte, cuando esa opción se eleva a tarea colectiva, es decir, se hace política práctica, suele dar lugar al más craso de los oportunismos. Tal es lo que está ocurriendo con los proyectos del PSI y del PSOE, alabados no hace mucho por algunos intelectuales como la alternativa «revolucionaria». ¿Qué son en realidad esos proyectos sino marxistas por lo que hace al pasado y positivistas (y socialdemócratas) para el presente y para el porvenir? ¿Qué son hoy en la práctica sino renovación de la tarea basada en encontrar una nueva fórmula para los ya tradicionales gobiernos de centro-izquierda? Claro está que el precio que los ideólogos de profesión han de pagar por ese estar al pairo, el cual acostumbra a conllevar la decisión de dejar la política a los políticos, es menor que el que pagan los demás (por ejemplo, los trabajadores socialistas sindicados), pues el recurso a los grises adornos de la teoría sin práctica ha sido siempre un buen refugio para pecadores intelectuales desencantados por los reveses del árbol de la vida. Y una vez más para algunos también ahora es posible al menos el análisis marxista del… desencanto. Así se pone uno a bien con su conciencia y se limita el esfuerzo moral que hay que hacer para justificar los pasados tiempos de la fraseología revolucionaria.

II. Pero volvamos a la actualidad italiana para intentar saber dónde estamos, cuáles son los motivos del desaliento, de la amargura y, por qué no decirlo, del miedo.

La detención y encarcelamiento de Antonio Negri, de Franco Pipemo y de varios compañeros suyos dirigentes o militantes deJ movimiento «autónomo» italiano ha sacado a la luz otra vez algunas de nuestras debilidades confirmando el diagnóstico de Tutino. Debilidades, por supuesto, de lo que suele denominarse izquierda revolucionaria. Pues cómo interpretar si no la melancolía con que se observa el hecho escueto de que hasta ahora nadie, ni allí ni aquí ni en parte alguna, haya propugnado y realizado una movilización para intentar al menos sacar de la cárcel a gentes de las que –por lo que se conoce del sumario judicial– puede decirse que están secuestradas por el poder a la espera, al parecer, de que lleguen de algún sitio las pruebas necesarias para acusarles legalmente de aquello que en principio era obvio a los ojos de los jueces: el asesinato de Aldo Moro.

Pero debilidades también –y eso es lo que se olvida a veces– de la izquierda parlamentaria, ya que todo parece indicar que progresivamente el aspecto judicial de la cuestión ha ido escapándose de las manos de los magistrados que se creen demócratas y bienintencionados. Razón por la cual no parece demasiado apresurado suponer que a estas alturas la opinión dominante en las bases del PSI y del PCI debe ser que hubiera sido mucho mejor para todos el que tales detenciones no hubiesen llegado a producirse o, por lo menos, dadas las implicaciones del asunto, que los encarcelados queden en libertad lo antes posible.

Esto último, la debilidad o la impotencia con que la izquierda parlamentaria asiste al desarrollo del sumario judicial abierto a Negri y los demás, es, sin embargo, lo que no suelen ver algunos compañeros comunistas, anarquistas o simplemente «autónomos». Y no lo ven porque también a ellos les ciega ahora el optimismo de lo nuevo, el «otro» optimismo producido por el alborear de un movimiento al que denominan precisamente «el otro movimiento obrero». Por ello prefieren por lo general interpretar las cosas como si en realidad en este caso se tratara una vez más de la vieja cuestión de la libertad de expresión conculcada sin otras implicaciones; como si la minoritaria sociedad de los marginados por voluntad propia o por la crisis del capitalismo estuviera enfrentándose ahí globalmente con esa otra sociedad en la que todo es integración y poder compartido; o como si la centenaria inquisición eclesiástica y el dogmatismo estalinista hubieran firmado ya un pacto secreto para acabar con los últimos restos de la auténtica resistencia comunista y libertaria en Europa. De ahí que vuelvan a oírse entre nosotros voces que repiten las viejas palabras, los viejos argumentos teñidos ahora por un tono burlón en el que se adivina la reticencia a entrar a fondo en las propias contradicciones.

Y sin embargo las contradicciones están ahí también: hay quienes denunciando en línea de principio la democracia formal y sus unilaterales libertades argumentan en el presente, para lo concreto, con razonamientos semejantes a los que suelen emplear los leguleyos legitimadores del poder estatal y de su propio estatus, sorprendiéndose (¿retóricamente?) de que un Estado al que se considera, también en general, como la forma actual de la dictadura de los poderosos utilice su poder materialmente por encima de las leyes que él mismo elaboró. Hay, igualmente, quienes cogiendo el correspondiente atajo aceptan sin crítica las informaciones que han suministrado sobre el particular la prensa conservadora y liberal para, de este modo, cargar sobre las espaldas del PCI la responsabilidad exclusiva o principal por la detención de los dirigentes del área de la autonomía; con ello traen a la memoria sucesos de otros tiempos en los cuales el estalinismo era realmente una realidad poderosa. Y no faltan tampoco quienes, en este sentido, se han acordado de nuestra propia historia, de la historia de España, y creen ver en este caso un mayo del Treintaysiete a la italiana, produciendo así en el ánimo de los lectores poco o mal informados un sentimiento inmediato de antipatía hacia un PCI prepotente (el cual no sólo sería reformista sino también represor).

Ocurre, pues, que en no pocos de los comentarios sobre este asunto se sigue jugando con datos ladinamente avanzados por la prensa conservadora y liberal aunque luego aceptados ya como falsos por los mismos que lo pusieron en circulación. ¿Por qué? Seguramente no sólo por desinformación sino también porque, con ellos, se acentúa ese sentimiento de represión y de misterio en cuya atmósfera vive el estalinismo según el tópico. Sin duda con esa intención se ha dicho y repetido en muchas ocasiones que el juez Guido Calogero es un miembro del PCI (o más cautamente, pero con el mismo objetivo, un «eurocomunista») y que detrás de las Brigadas Rojas no está precisamente Negri sino más bien el ala estalinista del PCI, impulsados ambos (estalinistas y «eurocomunistas») por la mano de Moscú. Cosas así han aparecido en la prensa liberal y las han repetido, sin decir de dónde venían, amigos y compañeros que en general suelen combatir contra las manipulaciones de esa misma prensa liberal conservadora.

No creo que haya que ver en esa utilización de las mismas fuentes la «misteriosa coincidencia», como malignamente suele aducir el tópico autoritario de quienes, a pesar de las apariencias, siguen siendo estalinistas sin saberlo ya sea dentro de los partidos socialdemocratizados o incluso dentro de algunos grupos pseudolibertarios. De todo hay, pero no todo es lo mismo. Y en el caso de quienes repiten aquellas falsedades con sana intención comunista y libertaria esa coincidencia es seguramente mera aplicación mecánica de esquemas de otros tiempos mediada por la indudable atracción que actualmente ejerce lo misterioso. Para decirlo con más claridad: en ese aducir datos improbados o falsificaciones manifiestas lanzadas por representantes de la derecha social hay, de un lado, la prolongación del cliché tradicional acerca del estalinismo, cosa vieja, por tanto; pero hay, de otro lado, un dejarse influir por esa otra moda del momento que son las metáforas sobre la política como simulación y misterioso espectáculo tan caras a los Debord y Baudrillard.

III. Cierto: uno puede sonreír con desprecio o compartir el rechinar de dientes cuando en estos tiempos de tinieblas se oye pronunciar la palabra «transparencia» aplicada a la política o, para hablar con precisión, a la politiquería. (En otras épocas en las que al parecer había que mentir menos, nos conformábamos con la claridad). Y es verdad también que simulación y espectáculo se han convertido en moneda corriente de actuaciones en las que resulta difícil para muchos saber qué es peor: si el descaro de aquellos que desde el poder se burlan de nuestras debilidades, la coherencia escéptica de quienes han decidido que no hay mal que cien años dure, o la demagogia aventurera de aquellos otros que, luego de los amenes adornados con frases rimbombantes, amenazan con las movilizaciones de masas como si todo esto no fuera más que una vulgar partida de póquer.

Pero aun así, cuando a continuación se lee –en Guy Debord– que la sustancia del espectáculo reside en la paradoja de que los comunistas (estalinistas) aplauden en el fondo la actuación de las Brigadas Rojas porque éstas les ayudan y les ayudarán a someter por la violencia a la clase obrera, o aprende –en el último Jean Baudrillard– que hay que renunciar a comprender si detrás del terrorismo italiano está la derecha, el centro o la izquierda porque esencialmente todo forma parte de la misma simulación universal, o que, en cambio, hay que asimilar la dolorosa lección de que quienes luchamos por salvar la vida de Izco, Onaindía, Uriarte y otros revolucionarios vascos acusados en el proceso de Burgos no hicimos sino contribuir a que los pseudodemócratas europeos se lavaran la conciencia; cuando uno se entera por otros críticos del capitalismo actual de que en realidad nosotros, los españoles, lo sabíamos ya todo sobre el estalinismo porque en España se vivió eso y más hace cincuenta años, entonces –digo– se siente la inmediata necesidad de distinguir. O sea, de distinguirse sin vacilar de ese dogmatismo de intelectuales a la parisienne y también de aquellos libertarios que con la mejor buena voluntad fundan ahí sus juicios sobre el presente.

Porque con esa nueva metafísica del espectáculo, de la simulación y del misterio se crean sentimientos de explosión rápida, pero se desfiguran los hechos; y con los hechos la capacidad de entender de verdad. Y no es bueno desfigurar la verdad ni siquiera cuando la desfiguración parece favorecer en lo inmediato las buenas causas, como lo es el exigir ahora la libertad de Negri y de sus compañeros. Esa metafísica es además un error político porque en el dogma de que todo estaba claro desde el principio, de que a pesar de su reformismo los partidos comunistas siguen siendo lo que eran, de que las cosas son en Italia como ya fueron en los años treinta, se crean ilusiones suplementarias acerca de una situación revolucionaria que hoy no existe, y se impide a la gente, o sea, a compañeros propios, el hacer uso de esa otra función tan vieja al menos como el sentimiento, que es el pararse a pensar.

Aún hay más: ¿no habría que llegar a la conclusión de que con esto, es decir, con ese inmediato sentir que todo está en todo e intuir que ya es imposible saber lo que ocurre detrás de las espectaculares actuaciones políticas en nuestras sociedades, se está dejando el único saber verdadero, la única comprensión cierta de lo que se mueve detrás del escenario, a la policía? Aunque sólo sea tangencialmente convendría reflexionar sobre la facilidad con que desde el desespero de la impotencia se pasa de la sátira alegórica del poder al reconocimiento de que el poder es también el único saber; y sobre cómo, desde ahí, el deslizamiento hacia ese principio moral en el que los enemigos pasan a ser los amigos naturales y viceversa, es sólo cuestión de tiempo. No hay espacio aquí para ese tema, pero puede sospecharse que en cierto modo ocurre lo que en aquella ironía del poeta Erich Fried: «Los enemigos / están demasiado lejos / y en general / demasiado protegidos. / Así que toma unos amigos / decláralos tus enemigos / y párteles la cara / de un buen puñetazo. / Si de este modo / logras convertirlos / en adversarios / podrás ufanarte: / Yo fui el pionero / que se alzó / para asestar el primer golpe / en la lucha contra ellos».

Así se conserva la fuerza combativa en tiempos de debilidades y de misterios.

IV. Conviene añadir en seguida que la estimación de la situación italiana adelantada por los círculos teóricos vinculados al área de la autonomía es mucho más seria que los escarceos genéricos de los Debord y Baudrillard. Sus argumentos pueden ser esquemáticos en exceso y hasta en ocasiones caer en la locura de la provocación (como de hecho ocurre con ciertas tesis de Piperno, de Negri y de otros), pero, en cualquier caso, no queda en ellos resto alguno de ambigüedad acerca del punto de vista y de los fines. En estos círculos viene a decirse lo siguiente:
Se ha iniciado en Italia la crisis del sistema de partidos que fue característico de las décadas pasadas en el capitalismo; ya no hay diferencia entre partidos de opinión y partidos clasistas en los que en otros tiempos dominaba la movilización extraparlamentaria y la militancia. Esto es algo generalizado ya en Europa occidental y en los Estados Unidos de Norteamérica. Pero, con todo, el lugar típico de agudización de la crisis es Italia, donde habría una potencialidad de transformación social que ha sido olvidada o desviada y que empieza a ser reprimida abiertamente. Prueba: no hay ya en Italia un partido de gobierno y una oposición real, sino sencillamente un arco gubernamental que comprende a todos los partidos grandes. Y frente a ello no hay tampoco un partido o una coalición de partidos revolucionarios sino un área delimitada políticamente por la dureza y la violencia de las luchas resistentes, y en la que poco o nada interesa por el momento el viejo, debatido, tema de la organización.

El arco contra el área, pues. De ahí que importe poco distinguir dentro del arco y que por lo general se haya contestado en tono de chanza a las acusaciones que vinculaban a Negri con las Brigadas Rojas aduciendo simplemente la falta de pruebas jurídicas al respecto o la imposibilidad material de la doble militancia. Interesa más, por tanto, la indefinición y la falta de límites claros del área que la diferenciación programática en su seno. Y se comprende, en primer lugar, porque el área se presenta como el rechazo total del arco sin mayores distingos y, en segundo lugar porque, a diferencia de otras cuestiones, la clarificación táctica exige emplear el lenguaje de Esopo o chocar directamente con la legislación vigente, ya que desde este punto de vista la discusión sobre la táctica tiene que ser necesariamente un discurso sobre las armas, sobre la guerra en general y en particular. En ese contexto es en el que hay que entender la detención de Negri, la polémica de éste con la «sífilis espontaneísta» y el «oportunismo veteado de pacífica utopía», así como la última escisión de las Brigadas Rojas. Se toca en eso el viejo tema del conde Arnaldo…

Ahora bien, uno de los rasgos más salientes del área de autonomía es la curiosa convivencia en ella del más radical objetivismo economicista con un tipo de subjetivismo que recuerda algunas de las tradiciones cristianas. De tal manera que el rechazo total de la actividad del arco y la teorización de un enfrentamiento global en la sociedad italiana actual se apoya unas veces en la derivación política inmediata del análisis de la reestructuración del capitalismo, y otras veces en la afirmación a priori de los deseos, de la voluntad y de las necesidades llamadas radicales de los sectores sociales más diversos, llegando a utilizar en ocasiones ambos argumentos a la vez, como sucede en el caso de la última obra de Antonio Negri. La explicación de esta convivencia, de esta amalgama, probablemente hay que buscarla en el origen ideológico de la mayoría de los integrantes del área de la autonomía y, en todo caso, semejante coincidencia puede verse como un producto típico del choque/asimilación entre marxismo y cristianismo difícil de encontrar en ambientes culturales no italianos. Teniendo eso en cuenta parece una simplificación considerar el discurso teórico y la práctica política de los militantes del movimiento «autónomo» como un hijo ilegítimo del marxismo del PCI. Más bien habría que ver en este movimiento la autocrítica insatisfacción de los restos del naufragio leninista y de los jóvenes aún combatientes que han salido de la recomposición social de los años sesenta sin esperanza ya en el pacífico aunamiento ideológico y en la pacífica transición de un modo de vivir a otro que difundieron Juan XXIII y Palmiro Togliatti.

No faltan, desde luego, puntos débiles en la argumentación de esta corriente acerca del arco gubernamental y del área de la autonomía. En primer lugar, la negativa a distinguir dentro del arco gubernamental mismo. Puesto que una vez en crisis el delicado acuerdo a que dio lugar la estrategia de Aldo Moro (como de hecho ha ocurrido en los últimos meses a consecuencia, entre tras cosas, de la desaparición del propio Moro y la debilidad de la posición de Zacagnini) resulta difícil seguir manteniendo la idea de una «concordancia perfecta» interpartidos como materialización del compromiso histórico; en realidad eso implica el parcial fracaso de la línea principal de actuación del PCI durante el último período. Lo cual lleva al segundo punto débil de la argumentación: creer al partido comunista italiano más poderoso de lo que realmente era y es, dejarse llevar por la apariencia que la misma estrategia del compromiso histórico ha logrado crear en la izquierda.

Por lo que hace a este segundo punto no hay que olvidar, sin embargo, que Negri vio con bastante más claridad que los demás el fondo del asunto cuando en 1976 insistía en que la crisis y la reestructuración capitalistas convertían objetivamente la estrategia del compromiso histórico en una utopía. En efecto, por aquellas fechas Negri concluía uno de los apartados de su panfleto Proletari e Stato diciendo que «el partido del compromiso histórico es un partido de Estado antes incluso de haberse hecho con el poder estatal». Pero Negri subrayaba la afirmación «es un partido de Estado», cuando muy probablemente el quid de la cuestión está, en cambio, en la continuación de la frase: antes incluso de haber tocado con sus manos el poder estatal. En esa diferencia está casi todo. Y, desde luego, la razón principal por la que no es posible compartir, en mi opinión, el optimismo que suele haber en el conjunto de los escritos de Negri y de los principales dirigentes del área de la autonomía dentro y fuera de Italia, cuando subvaloran, por ejemplo, el peligro de renacimiento del fascismo o exaltan la unidad estructural del proletariado en esta crisis aceptando abiertamente y de forma global el desafío que representan las medidas económicas sociales propuestas por la gran burguesía para superar la actual recesión.

V. A este respecto se puede argumentar en cambio desde otra perspectiva más próxima al diagnóstico de Tutino. Empezando por lo más obvio: el poder en Italia sigue estando en manos de la Democracia Cristiana y de sectores industriales que ni siquiera se hallan representados globalmente en ella. Es más, el resultado de las últimas elecciones, pese a la débil inflexión cuantitativa de los votos (salvo por lo que hace al PCI), y, sobre todo, el clima social existente, confirman esa constatación tan obvia. A partir de ella muchas cosas pueden criticarse al PCI; entre otras, éstas: el haber propuesto a los magistrados democráticos un tipo de conducta que equivale a la justificación legal del estado de cosas existente y a la colaboración, en oposición subordinada además, con magistrados partidarios del estado existente; el haber contribuido a la congelación de la dinámica social aceptando formar parte del arco de los partidos de gobierno durante una temporada con la utópica pretensión de mejorar la situación de los trabajadores desde ahí, en esta situación de crisis; el haber aceptado de hecho la actual reestructuración capitalista con todo lo que ésta supone: nuclearización, estado atómico, reducción drástica de plantillas en las grandes fábricas, nuevo tipo de sometimiento sindical, etc.

Pero no importa demasiado ahora el que esa lista pueda ampliarse o –claro está– mejorarse desde otros presupuestos sociopolíticos. Lo esencial parece ser esto: cuando se empieza aceptando la línea general de reestructuración que impone el gran capital en esta crisis se acaba aceptando también sus conclusiones para la actuación política en sentido estricto, incluso en contra de la propia buena voluntad inicial. Y se entra así en un callejón sin salida aparente. Esto es, sin salida desde el punto de vista de los intereses y de las necesidades de los oprimidos de hoy. Pues las dos principales consecuencias negativas de la aceptación del programa de reestructuración capitalista por los partidos de base obrera –en Italia y en otras partes– son la degradación corporativista de la resistencia de los trabajadores frente a la crisis y la desorientación ideológica y política de amplios sectores juveniles afectados directamente por el paro. Dos de esas consecuencias son, dicho de otra manera, la «autonomía» obrera de derechas y la difusión de un confuso sentimiento de insatisfacción anticapitalista en el que las palabras «juventud», «socialismos», «audacia» y «violencia» vuelven a tomar la indistinción y la falta de perfiles precisos que auguran los malos tiempos, los tiempos de reacción.

Tal vez, esas consecuencias que ya se manifiestan hoy no son, con todo, lo peor. Cuando incluso antes de haber puesto las manos sobre el Estado, es decir, sobre un Estado que por implicaciones de la reestructuración capitalista en esta crisis tiene que actuar en forma cada vez más autoritaria, se pasa a ser partido del Estado, partido del orden y del poder existente (porque no hay otro real a no ser que se potencie un contrapoder fuera de aquel), entonces, antes o después, se acaba admitiendo la necesidad de reprimir y someter a una parte de los trabajadores que tal vez hasta no hace mucho eran votantes del propio partido. Sería, no obstante, un ingenuo y aventurero sembrar vientos malos el ir insistiendo en que el principal responsable de la represión es ahora el partido comunista italiano. De momento la verdad es que quienes matan obreros en Italia (y fuera de Italia) siguen siendo las fuerzas del desorden capitalista y en ciertos momentos también las Brigadas Rojas o grupos afines. Esto tienen que saberlo quienes imparten equivocadamente responsabilidades hoy o hacen precipitadas previsiones para mañana. Pero los demás tenemos que saber también que los malos vientos empiezan a correr cuando desde el mismo PCI se habla –y está hablando ya– de las bondades genéricas de la policía y del orden en este Estado con el argumento de que los policías son hijos del pueblo (trabajadores y campesinos). Cuando eso ocurre un partido obrero empieza a estar históricamente listo; quizá pueda pervivir en otra forma y hasta crecer (hay ejemplos históricos de eso), pero su función transformadora habrá caducado.

En cualquier caso, la pérdida de confianza en los partidos obreros clásicos, sobre todo por parte de sectores juveniles, constituye uno de los aspectos más destacados del cambio de fase al que estamos asistiendo. Es un hecho de observación diaria tanto en Italia como en otros países de la cuenca mediterránea que la edad media de los militantes (y votantes) de los partidos comunistas y socialistas mayoritarios empieza a estar bastante por encima de los treinta años. Y esa misma tendencia afecta incluso a las organizaciones no parlamentarias que se mantienen en la línea de un leninismo más o menos ortodoxo, de tal manera que en casi todos los casos los intentos de regeneración comunista o de reorganización alternativa de movimientos de base (municipalistas, de barrio, etc.) están siendo protagonizados exclusivamente por militantes ya probados en las luchas sociales de los años sesenta. En cambio, las organizaciones y movimientos animados por jóvenes revolucionarios o con las que se sienten cada vez más identificados éstos, suelen afirmar de salida su ruptura con la historia del movimiento obrero. La idea según la cual «el movimiento obrero revolucionario renace siempre de una madre virgen; las putas de la continuidad se encuentran siempre en los institutos de historia del movimiento obrero» (Negri, Dominio y sabotaje) refleja en lo esencial ese estado de ánimo.

Que no es el único, ni siquiera el mayoritario, en la juventud contemporánea, por supuesto. Junto a quienes despreciando tan olímpicamente la historia mantienen sin embargo, la orientación básica del ideario comunista que empezó a afirmarse con Marx o el proyecto emancipador libertario propuesto por Bakunin y Kropotkin adquieren cada vez mayor relevancia, por su número, aquellos otros jóvenes que encuentran su ideal en el reencuentro con los valores semiliquidados de su propia comunidad nacional (de ahí el auge de los diferentes nacionalismos y cantonalismos) o que, decepcionados no tanto del Estado como de la sociedad misma, engordan las sectas religiosas teñidas ahora, como en los tiempos antiguos, de una fuerte componente milenarista.

La explicación sociológica de estos fenómenos suele apuntar a la crisis aguda de los modelos y valores de la sociedad capitalista y al estado de insatisfacción y desequilibrio psicológico que aquélla produce en las capas más trastocadas por el pseudodesarrollo económico posterior a la segunda guerra mundial. Pero lo más importante, desde la perspectiva que aquí se esboza, es el reconocimiento de que la mayoría de estas manifestaciones recientes (incluidas las varias formas de irracionalismo contemporáneo) suponen la insuficiencia y quizá el debilitamiento «de la hegemonía político-cultural de la clase obrera sobre otras clases subalternas» (Glauco Sanga, en Rinascita, 19/I/1979). Tal es una de las razones por las cuales resulta todavía más difícil que en el pasado compartir la cháchara pseudorrevolucionaria acerca de las «traiciones» de los dirigentes obreros y sindicales.

VI. Con esto empieza a tocarse uno de los nudos de la cuestión. Se dice que se está produciendo una recuperación del estalinismo como consecuencia del impulso de nuevas fuerzas sociales revolucionaria a las que habría que someter en un corto plazo, de tiempo por imperativos económicos. Y sin embargo tales fuerzas, en la medida en que existen en nuestras sociedades, son todavía muy incipientes y por el momento han de debatirse dentro de la contraposición existente entre la alergia y el rechazo del trabajo alienador y la lucha por la reducción del paro obrero que conlleva la recesión económica. De ahí que la resolución verbal de esta contraposición aduciendo que «la situación es excelente porque grande es el desorden bajo los cielos» (Pipemo, El Viejo Topo nº. 33) tenga que parecer a muchos mera provocación sin contenido. Sobre todo en un momento en que la aspiración al orden, por la angustia y el desconcierto que produce el mismo desorden de las sociedades capitalistas, se está convirtiendo en un rasgo que destaca incluso por encima de los tradicionales intereses de clase. Es ahí, en ese contexto y en las ideologías que se derivan de ello, donde quiere verse el renacimiento del estalinismo. Pero, ¿de verdad hay tal cosa? ¿No se está confundiendo con estalinismo la paradójica situación de unos partidos eurocomunistas que, tras rechazar en el plano de las ideas el «modelo ruso» y afirmar el florecimiento de todas las libertades abstractamente, se ven arrastrados en la práctica, por la reorganización misma del capitalismo y por el desarme que significa el no tener otro orden que ofrecer, a compartir el autoritarismo como política y el neoliberalismo como falsa conciencia? En mi opinión, el estalinismo tiene muy poco que ver con lo que está pasando en Italia. Todo indica, por el contrario, que la crisis del estalinismo, como la del keynesianismo, son ya irreversibles. El aumento del autoritarismo y de la represión selectiva, más abiertamente en unos Estados, más soterradamente en otros, se explica por otras razones, a las cuales se ha aludido en el punto anterior. Falta por ver, de todas formas, el por qué de la relación existente entre liberalismo y autoritarismo en nuestros días.

Esa relación podría formularse así: los diferentes neoliberalismos actuales representan la añoranza ideológica de la libertad, creciente en varios sectores sociales del capitalismo tardío acosados por la crisis, ante una realidad en la que se presiente que las libertades conquistadas en la democracia burguesa clásica están en peligro y frente a un futuro próximo en el que la escasez de energía, la falta de recursos, el grado de automatización alcanzado, la proliferación de las centrales nucleares y de las armas atómicas, la tecnificación y el alejamiento de los centros de decisión, entre otras cosas, hacen desgraciadamente plausible un tipo de control social mucho más férreo que el que se ha conocido hasta ahora. Más llanamente: los diferentes neoliberalismos son o bien un recurso verbal con el que se está ocultando a las poblaciones de cultura euroamericana la próxima necesidad de instrumentar medidas autoritarias si se mantiene el modo de producir y de vivir característico de las últimas décadas, o bien una ingenua creencia (combinada en este caso con otras ideologías) en la posibilidad de dar marcha atrás a la historia. Con todo, trátese de ocultamiento o de ingenuidad las conclusiones no podrán diferenciarse gran cosa, pues de la misma manera que neoliberalismo económico quiere decir hoy en lenguaje llano neofascismo y del mismo modo que neoliberalismo trilateral está queriendo decir ya limitación de la democracia (de esta democracia «que se ha hecho ingobernable») así también neoliberalismo socialista o «eurocomunista» querrá decir, pese a las buenas voluntades, colaboración necesaria con el nuevo tipo de autoritarismo que nos amenaza.

Así, pues, la razón de la colaboración parcial de sectores obreros en este proceso no hay que buscarla en el pasado ideológico sino en la presente estructura de la economía y en la recomposición misma de las clases; el autoritarismo pseudocomunista aparece de este modo como una especie de estado de necesidad. Un estado de necesidad en el que lógicamente cae el reformismo cuando en plena crisis decide que «también él puede hacerlo». De eso hay, desde luego, algunos ejemplos históricos anteriores a nuestros días. Lo malo está en que esta crisis, según todos los indicios, es peor que las anteriores. Por eso precisamente hay varias ideologías del liberalismo y varias prácticas posibles del autoritarismo.

En efecto, para intentar remontar la crisis en la que estamos existen de momento tres proyectos, tres lineas «neoliberales». Hay un neoliberalismo conservador que se conoce a sí mismo y que propone abiertamente ya medidas represivas contra los centros de poder principales de los trabajadores; ahí está la Thatcher y ahí está el viejo economista Hayek, para los cuales el restablecimiento de la libertad contra el Estado de los impuestos pasa directamente por romper la columna vertebral de los sindicatos (Hayek así lo ha dicho con toda claridad para el caso de Italia). Hay también un neoliberalismo «progresista» que ha renunciado ya a lo que fuera el programa socialdemócrata de otros tiempos y que está a punto de encontrar su identidad con el primero; ahí está la socialdemocracia alemana. Y ahora hay además un neoliberalismo socialista que luego de haber descubierto, en los primeros años de la crisis, la autonomía de lo político (como necesidad para acercarse parlamentariamente al gobierno) se ve obligado a descubrir, cuando la crisis apremia, la bondad de la policía (como necesidad para acercarse realmente al poder); tal es la tragedia del «eurocomunismo».

¿Y lo demás? Lo demás, los neosocialismos, los socialismos «revolucionarios» de los últimos años cantados por un pocos bardos, es verbalismo, fintas a un lado y a otro que acabarán crispando a los trabajadores que se dejen llevar por las apariencias. También en este punto hay que dar la razón a Negri cuando dice que «socialismo» hoy no tiene otro significado de verdad que el que le conceden las orientaciones económicas de la propia clase dominante.

Para acabar de disipar el engaño a que puede inducir el término neoliberalismo en tales condiciones bastará con aducir un par de hechos más. El primero es este: la pérdida de influencia de los partidos liberales tradicionales en Europa, como muestran diferentes ejemplos electorales recientes (con la compensación de que el liberalismo de clase = autoritarismo contra los trabajadores ha sido asumido por otros partidos conservadores triunfantes). Y este es el segundo: en las dos anteriores encrucijadas más importantes de este siglo (al final de la primera y de la segunda guerra mundial) los poderosos adoptaron como ideología el «socialismo»: liberalismo en lo político, socialismo en lo económico, se decía en 1919 y en 1944. Pues bien, el giro autoritario que implica esta crisis está todo ahí: socialismo ni en lo económico. Lo que en plata quiere decir: ni una concesión más a los trabajadores.

De todas formas, el esquema anterior exige una corrección importante cuando se habla no sólo de Italia sino de la situación internacional. A saber: esos tres neoliberalismos sólo existen como ideología política en la cuenca mediterránea europea, y aun con salvedades (pues, ¿no habría que ver la intención de propiciar un neoliberalismo «progresista» precisamente en la más recientes especulaciones de algunos órganos de prensa españoles sobre la posibilidad de espacio para un partido intermedio entre el PSOE y la UCD que recogiera el descontento abstencionista de sectores diversos del electorado?). En el resto del mundo capitalista los neoliberalismos están ya reducidos a los dos primeros. Una obviedad que conviene no olvidar para saber de dónde procede realmente la represión por ahora. El dato tiene también interés para Italia. Pues el gobierno y sobre todo el poder, está allí en manos de una combinación de los dos primeros neoliberalismos que poco a poco (las elecciones últimas han sido un eslabón más, nada despreciable) van configurándose en un bloque contra el tercero, contra el neoliberalismo utópico del PCI.

Si eso es así, una parte de la crítica de izquierdas al PCI –y en ella, naturalmente, algunos de los sectores del movimiento autónomo– puede acabar cometiendo un paradójico error. Un error por intelectualismo: tomar por realidad ya existente la ilusión eurocomunista del reparto de poderes en la sociedad capitalista avanzada cargando sobre las espaldas dé quienes hoy no tienen poder real el peso principal de la responsabilidad por la represión de hoy y de mañana. Sin duda en el principio de ese error estuvo el propio PCI por hacer creer a las gentes que en cierto modo compartía ya el poder y sus responsabilidades. Lenin hubiera dicho: justo castigo a las ilusiones del reformismo. Pero, en cualquier caso es hora ya de juzgar por los hechos en vez de dejarse llevar por las ilusiones propias y las de los otros. A tal tiempo, tal tiento. Es posible que eso no alegre el corazón de nadie, pero aún así tratar de reconocer las causas del desaliento, de la amargura y, por qué no decirlo, del miedo siempre será mejor que «creer que hemos tenido una nueva iluminación y encontrado la gran salida», corno ha dicho Erich Fried en una Oración laica.

II. Viejos aires de Italia: misericordia y radicalismo interclasista

Publicado como nota editorial, mientras tanto nº 6 (Barcelona, enero de 1981), pp. 13-16.

Recordando a Giulia Adinolfi

Y ahora ¿qué pueden hacer los cristianos por nosotros? En primer lugar terminar con las vanas polémicas de las cuales la primera es la del pesimismo… No fui yo el que dijo que el hombre es incapaz de salvarse solo y que desde el fondo de su degradación sólo puede esperar la gracia de Dios. ¡En cuanto al famoso optimismo marxista … ! Nadie extremó tanto la desconfianza en el hombre, y finalmente las fatalidades económicas de este mundo se presentan más terribles que los caprichos divinos… Esto significa entonces que las palabras «pesimismo» y «optimismo» necesitan una mayor precisión y que, a la espera de poder dársela, debemos examinar más bien lo que nos une que lo que nos separa.

Camus, El no creyente y los cristianos, en 1948.

En los sesenta nos llegó de Italia el «otoño caliente»: la realidad estimulante de una confluencia combativa, aunque dolorosa y auténticamente crispada a veces (recuérdese el testimonio y el destino de Pier Paolo Pasolini), entre el viejo movimiento obrero y el nuevo movimiento estudiantil. Luego, a fuerza de repetir año tras año aquellas palabras sin que ningún otoño pasara de tibio, la fórmula acabó gastándose. Hasta el punto de que a parir de un momento dado fueron los propios dirigentes sindicales quienes empezaron a advertir a los suyos de que aquello del próximo otoño caliente era la maniobra anual del empresario para echar una cortina de humo sobre otras realidades más tangibles: el cierre de factorías durante el periodo de vacaciones, las suspensiones de pagos, los despidos. Pronto el otro elemento social de aquella confluencia característica del único otoño caliente que en verdad existió, el movimiento estudiantil, desapareció del horizonte y pasó a las crónicas de la década.

En los setenta nos llegó de Italia el «eurocomunismo» y el «compromiso histórico». Esto otro no produjo ya tantos entusiasmos en tantas personas; pero, pese a todo, mientras los votos del Partido Comunista Italiano seguían aumentando, algunos empresarios vacilaban y la Trilateral temía por la ingobernabilidad de las democracias como consecuencia de la intensa participación política de los ciudadanos, quedó, qué duda cabe, un resto de euforia en sectores bastante amplios de la vanguardia de las clases trabajadoras. Se confundió entonces con nuevos aires épicos lo que en realidad era una pavana por la muerte de Allende, cuya letra, más bien trágica, venía a decir a los mediterráneos (si se quita la retórica): «ni así, camaradas».

En esa oportunidad, no obstante, la euforia duró menos. En seguida se vio que España no era ni siquiera Italia: ni la Italia del cuarenta y cinco, por supuesto, ni la Italia del setenta y cinco. Si algo de «histórico» ha tenido el compromiso, aquí, entre PCE y UCD, eso nos lo dirán dentro de algún tiempo los profesionales de la historia militar. En este tiempo de ahora lo que puede decirse ya es que tal compromiso favoreció el reforzamiento ideológico y político de la derecha. Así en España como en Italia. El giro que se está iniciando en la política del PCI ratifica esta impresión. Y las discusiones actuales entre los líderes del PCE sobre temas tan curiosos en nuestra tradición como el papel futuro de los validos, la supremacía o no de la tecnoestructura empresarial sobre el centralismo democrático, y la necesidad de que los marxistas hispánicos lean a Hegel parecen indicar igualmente que la fase de la euforia «eurocomunista» se acabó. Pues de la misma manera que cuando se pone de moda Nietzsche los rojos temen, así también cuando los burócratas dicen que hay que leer a Hegel es que algo malo han hecho.

Dicho sea todo lo anterior con el respeto debido a una tradición que es también la nuestra, y sin ninguna autocomplacencia. Pues lo que ahora, en los ochenta, nos llega de Italia es peor.

El antiguo modelo parece haberse convertido para casi todos en la quintaesencia de lo que hay que evitar. La prensa insiste cada día: Italia es el caos; el caos político, administrativo, social. Y por si algo faltaba hasta la Naturaleza misma contribuye a hacer resaltar el desorden y la corrupción, la especulación y la miseria moral. La derecha que oculta su nombre suele añadir con satisfacción: no olvidéis que, como vosotros mismos decíais, Italia es la democracia más progresiva de Europa. Todo ello da el cuadro de un negro río revuelto particularmente adecuado para oportunos pescadores de almas y de votos. Y hete aquí que de ese caos político, administrativo y social empiezan a brotar voces que se nos presentan como nuevas. De un lado Wojtyla: la misericordia; de otro lado Pannella: el radicalismo interclasista.

¿No es una ironía el que esas cosas se presenten ahora como novedades? Lo es, efectivamente, en el mismo sentido en que se presentan como novedad en la teoría económica las viejas tesis de Hayek o de Friedman contra el intervencionismo estatal. Pero el asunto es serio. Pues ¿quién no tiene un amigo marxista-leninista de los años sesenta que ha descubierto ahora sinceramente la felicidad en la religión (en la de Wojtyla o en otra), o que propugna con autenticidad la creación de un partido radical como alternativa política, o que, finalmente, se ha hecho «anarcocapitalista»? Pero –se dirá– Wojtyla (la misericordia) y Pannella (el radicalismo interclasista) son cosas muy distintas, actitudes tan separadas como el espíritu clerical y la conciencia laica. Y, sin embargo, ¿de verdad lo son tanto?, ¿son cosas tan distintas?

Por de pronto un talante les une: el viejo aristocraticismo moral del contenido de sus mensajes bajo una forma igualmente populista. Uno y otro tienen un concepto pesimista de la naturaleza humana; más precisamente: ese antiguo concepto pesimista del hombre por el cual se desconfía de las mayorías, se arremete contra los dirigentes políticos revolucionarios o reformistas porque confunden medios y fines, y se ofrece uno (uno que, claro está, sabe distinguir entre medios y fines gracias a su bondad intrínseca que le diferencia del resto de la naturaleza humana, o a la inspiración del santo espíritu que le hace igualmente excepcional) como salvador en la crisis. Dice Wojtyla (si la versión de El Correo Catalán, del 3 de diciembre de 1980, es buena): «La desacralización se transforma en deshumanización: el hombre y la sociedad para quienes nada es ya sagrado van decayendo moralmente, pese a las apariencias». Y como, en su opinión la experiencia muestra que los ideales de justicia e igualdad establecidos por los hombres son insuficientes, esto es, «se limitan al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos», sólo nos queda en esta crisis «la misericordia», el perdón divino, «la más perfecta encarnación de la igualdad». Ni siquiera, por tanto, la compasión de y entre hombres. Dice Pannella (El País semanal, 7 de diciembre de 1980): «Yo soy libertario, pero la mayor parte de los anarquistas creen que el hombre es bueno y que el mal está en la sociedad. Y yo eso no lo creo».

Como era de esperar, ninguna novedad metafísica hay en esas palabra. Hay en cambio una novedad de interés sociológico: la crítica por Wojtyla de los conceptos de justicia e igualdad, con la consiguiente afirmación del valor superior de la misericordia, es en este mundo, en esta crisis, el espaldarazo papal a los «nuevos» teóricos de la decadencia moral de nuestra civilización a los aristocráticos defensores de la desigualdad social, a los partidarios del «fascismo pacífico» (como empiezan a ser llamados los miembros del Club de l’Horloge y otros). Pannella, que tiene el mismo verbo aristocrático que Wojtyla sin la cauta sabiduría de una tradición que pronto cumplirá el segundo milenio va un poco más lejos en el coqueteo con el «fascismo pacífico». Para él el fascismo ha sido «una página trágicamente noble de la historia de Italia». Y añade: no se puede decir que el fascismo sea el demonio de los otros, sino «el nuestro». Por tanto, «combate» sus valores pero los «respeta». Más, desde luego, de lo que respeta los valores de los antifascistas. Pero se comprende porque en opinión del líder del partido radical italiano los verdaderos fascistas de hoy «son lo que se autodenominan antifascistas». Luego de lo cual especifica, para que no queden dudas: fascistas son en primer lugar los comunistas (tanto lo del PCI como los que nacieron a la vida política en 1968) y los socialistas; pero también los liberales y la misma democracia cristiana.

Este hombre, que prefiere hablar «de una manera desordenada, por asociación, y no por lógica formal»; que prefiere no dormir para estar a la hora de los discursos «más intenso, más íntegro, más fuerte»; que viene a España para contribuir a la creación de un nuevo partido en nombre de la nueva ética del pacifismo y del respeto a los enemigos, puede en cambio tergiversar con el desparpajo de los charlatanes de plaza de los antiguos pueblos toda la historia de la resistencia antifascista en Italia. Tiene, en efecto, una palabra de loa para el filósofo Giovanni Gentile, ministro de educación durante algunos años en el régimen de Mussolini y convencido defensor del fascismo hasta Saló; y tiene muchas palabras de desprecio o insultantes para todos aquellos (comunistas, socialistas, anarquistas o radicales de los de entonces) que dieron lo mejor de sus años o su vida misma en la batalla antifascista. Este hombre que «ha sentido vergüenza antifascista de los «antifascistas»» (es decir: de los que luchaban de verdad contra el fascismo), no siente en cambio ningún rubor al echar flores desde Estrasburgo a los manifestantes fascistas de la Plaza de Oriente de Madrid y al comerciar con sus potenciales votos. El «fascismo pacífico», en nombre de la crítica radical a la corrupción de los políticos. En otros tiempos a esa actitud se la llamaba «canallesca». Ahora se la llama «socratismo». Por desgracia, a ese cambio en la adjetivación han echado también su granito de arena no pocos burócratas de la izquierda que aleccionaban a los más jóvenes sobre la radical diferencia entre la ética y la política. Dicho sea desde el punto de vista de un comunismo que es también pacifista. Pero antifascista.

Anexo I: El caso Negri

Texto fechado el 13/VII/1979. Probablemente publicado en Askatasuna, como nota o Carta al Director.

Compañeros, no es bueno desfigurar la verdad. Ni siquiera cuando esa desfiguración de la verdad parece favorecer en lo inmediato a las buenas causas. Lo digo por el trabajo que firma Juanjo Fernández sobre el «caso Negri» en el número 1 de Askatasuna. Se planean las cosas ahí como si el principal responsable del encarcelamiento de Negri y de otros militantes de lo que suele llamarse el «área de la autonomía» fuera el PCI; y seguramente para que esa impresión cale aún más hondo en el ánimo del lector se subtitula el artículo «Mayo 37 a la italiana», cuando es de toda evidencia que la situación italiana actual no tiene nada que ver con nuestro mayo de 1937.

No creo que sean necesarias ni dos palabras para mostrar que esas dos situaciones son incomparables. De donde deduzco que si se ha puesto ese subtítulo al artículo es sencillamente para producir un sentimiento inmediato de antipatía hacia el PCI (no solo por reformistas sino también por represor) en lectores libertarios y antiautoritarios. Eso es un viejo truco retórico del discurso político. Desde luego, más viejo que el libertarismo moderno y que el autoritarismo contemporáneo. Pero, en cualquier caso, peligroso e ingenuo; o tal vez peligroso precisamente por ser ingenuo.

Para llegar a ese error el autor del artículo ha aceptado sin crítica informaciones de prensa italiana y española anticomunista sin más. Quiero decir: no solo anticomunista en el sentido de contraria a la política del PCI sino también porque es contraria a cualquier programa comunista (incluido, por supuesto, el anarco-comunista y el comunismo de Negri y de sus compañeros). Esta prensa, que es la mayoría de la prensa diaria y buena arte de la prensa semanal, ha estado repitiendo durante los últimos meses varias cosas que son falsas y que J. F. recoge. Sobre todo tres afirmaciones que conviene aclarar. Primera: Guindo Calogero no es un juez «eurocomunista», al menos en el sentido que la frase sugiere (de afiliado al PCI); segunda: no es verdad que quien está impulsando más enérgicamente toda esta campaña represiva sea el PCI; tercero: la idea de que las BR cuentan con el apoyo de los sectores estalinistas del PCI es al menos tan absurda como la de que Negri ha resultado ser el «cerebro» de las BR. Por poca experiencia que se tenga sobre esos temas esa fácil concluir que las cosas son bastante más complejas. También en este caso.

No hoy a hacer hipótesis sobre el lado policíaco-juvenil del asunto porque no tengo vocación de sabueso; bastantes perros de esa raza hay ya en nuestras sociedades. Me parece más productivo para el futuro ir al toro por otro sitio. Hay muchas cosas que se pueden criticar al PCI. Entre otras, estas: el haber propuesto a los magistrados democráticos un tipo de conducta que equivale a la justificación legal del estado de cosas existente uy a la colaboración, en posición subordinada además, con magistrados que nunca fueron demócratas; el haber contribuido a la congelación de la dinámica social aceptando formar parte del arco de los partidos de gobierno durante una temporada con la utópica pretensión de mejorar la situación de los trabajadores desde ahí en esta situación de crisis; el haber aceptado de hecho la actual reestructuración capitalista con todo lo que esto supone; nuclearización, estado atómico, reducción de plantillas en las grandes fábricas, nuevo tipo de sometimiento sindical, etc.

Importa poco que esa lista pueda ampliarse o –claro está– mejorarse desde otros presupuestos sociopolíticos. Lo esencial me parece que es esto: cuando se empieza aceptando la línea general de reestructuración que impone el gran capital en esta crisis se acaba aceptando también sus concusiones para la actuación práctico-política. Y se entra así en un callejón sin aparente salida. Quiero decir: sin salida desde el punto de vista de los intereses y de las necesidades de los oprimidos de hoy. La tétrica afirmación de Negri según la cual el PCI acabará disparando sobre obreros no puede descartarse. Eso es posible porque de la misma manera que neoliberalismo económico quiere decir hoy en lenguaje llano neofacismo y del mismo modo que neoliberalismo trilateral está queriendo decir ya limitación de la democracia (de esta democracia), así también revisión socialdemócrata del programa comunista empieza a querer decir colaboración necesaria con el autoritarismo que se nos viene encima. Pero esto último tiene que ver muy poco con el estalinismo o con el neoestalinismo de los gulags (a propósito de los cuales se habla tanto); el autoritarismo pseudocomunista tiene que ver mucho más con esa especie de estado de necesidad en que lógicamente cae el reformismo socialista cuando en plena crisis decide que «él también puede hacerlo». De eso hay ejemplos históricos. Lo malo está en que esta crisis es peor que las anteriores. Por ello hay varias ideologías del liberalismo y varias prácticas posibles del autoritarismo.

Se puede ser incluso un poco más explícito. Para intentar remontar la crisis en la que estamos existen de momento tres proyectos, tres líneas «neoliberales». Un neoliberalismo conservador que se conoce a sí mismo y que propone abiertamente medidas autoritarias contra los trabajadores: ahí está Thatcher; un neoliberalismo «progresista» que ha renunciado ya al programa socialdemócrata y que se halla a punto de encontrar su identidad en la confluencia con el primero; ahí está la socialdemocracia alemana; y un neoliberalismo socialista que tras haber descubierto en los primeros años de la crisis la autonomía de la político (como necesidad para acercarse parlamentariamente al gobierno) está descubriendo ahora, cuando la crisis de acentúa, la bondad de la policía (como necesidad para acercarse realmente al poder): ahí está la utópica tragedia de lo que suele llamarse «eurocomunismo». Lo demás, los neosocialismos, los socialismos «revolucionarios» de los últimos años, es verbalismo, fintas que acabarán crispando a los trabajadores que se dejan llevar por las apariencias. El término ‘neoliberalismo’ puede todavía inducir a engaño. Pero para salir de él basta con una reflexión muy simple: en el momento de las dos crisis económicas importantes de este siglo los poderosos adoptaron como ideología el «socialismo»: liberalismo en lo político, socialismo en lo económico, se decía. Pues bien: el giro autoritario que implica esta crisis está todo ahí: socialismo ni en lo económico. En plata: ni una concesión más a los trabajadores.

Así y todo ese esquema exige una matización importante. Los tres «neoliberalismos» solo existen como ideología política en la cuenca mediterránea europea; en el resto del mundo capitalista ls «neoliberalismos» están ya reducidos a los dos primeros. Obvio, dese luego. Pero conviene no olvidarlo para saber de dónde procede realmente la represión ahora. Y eso vale también para Italia. El gobierno y sobre todo el poder está allí en manos de una compleja combinación de los dos primeros «neoliberalismos» que las últimas elecciones, precisamente por la apariencia de que todo sigue igual, de que no han resuelto nada, van a acabar de perfilar y configurar en un bloque contra el tercer «neoliberalismo», contra el liberalismo utópico.

Si eso es así, una parte de la crítica de izquierdas del PCI esta a punto de cometer un paradójico error. Un error por intelectualismo: tomar por realidad ya existente la ilusión eurocomunista del reparto de poderes en la sociedad capitalista avanzada cargando sobre las espaldas de quienes hoy no tienen poder real el peso principal de la responsabilidad por la represión de hoy y mañana. Sin duda, en el principio del error estuvo el PCI por hacer creer a las gentes que en cierto modo compartía ya el poder y sus responsabilidades. Lenin hubiera dicho: justo castigo a las ilusiones del verbalismo reformista. Pero es hora ya de que quienes se sienten revolucionarios juzguen por los hechos y no por las ideologías. Todavía hay tiempo. Y, sin embargo, para no dejarse arrastrar por las ilusiones que crearon otros es mejor dejar «mayo del 37» a los historiadores. Nuestro presente es otro.

 

Anexo II: Palmiro Togliatti y la svolta de Salerno

Escrito no fechado, probablemente de 1990. Ignoro si llegó a publicarse.

Palmiro Togliatti ha sido tal vez el más notorio representante del dirigente comunista saltafronteras del período de entreguerras. Georg Lukács le definió una vez como el mayor táctico que ha dado el movimiento comunista desde la muerte de Lenin. Y seguramente tenía razón Lukács en ese juicio elogioso. Pues Togliatti desempeñó un papel de primer orden en la política comunista italiana e internacional durante cuarenta años y fue, por otra parte, uno de los poquísimos dirigentes con personalidad propia que logró sobrevivir el despotismo estaliniano sin dejar de hacer en cada momento decisivo lo que consideró más apropiado para su partido.

Esta habilidad de superviviente comunista con poder en un país occidental ha alimentado en muchos analistas la idea de que la doblez, el doble lenguaje, fue siempre un rasgo esencial del togliattismo, razón por la cual Togliatti ha sido intermitentemente acusado de estalinista antidemocrático y de reformista socialdemócrata. Tales juicios sumarios y encajonadores son historiográficamente inaceptables, como ha mostrado hace poco Luciano Canfora (Togliatti e i dilemmi della politica, Roma-Bari, Laterza, 1989). En todo caso una caracterización de este tipo valdría para el Togliatti político de la misma medida en que en otra época sirvió para definir la conducta del científico Galileo Galilei ante la Inquisición, conducta tan plásticamente representada por Bertold Brecht1.

Cuando en marzo de 1944 Togliatti regresó a Italia después de muchos años de exilio político forzado por la existencia del fascismo mussoliniano era ya un hombre de 50 años, veterano de la política, con gran experiencia, respetado por los camaradas, pero poco conocido por los líderes de la Resistencia en el interior. Unos meses antes del regreso de Togliatti las tropas aliadas habían desembarcado en la Península itálica y se había producido la ocupación de parte de Italia por los ejércitos alemanes mientras, desde Munich, Mussolini proclamaba la República de Saló y se constituían en el interior del país los primeros grupos de partisanos. Coincidiendo con la vuelta de Togliatti, Moscú había reconocido el gobierno monárquico del general Badoglio. Un mes después se formará el nuevo gabinete de Badoglio del que formaron parte, por primera vez, los comunistas y miembros del Partito d’Azione.

Se conoce como svolta de Salerno el giro impuesto por Togliatti a la política comunista italiana durante los meses que siguieron a su vuelta a Italia. Los dos elementos principales del giro fueron la idea de que terminar con la guerra pasaba a ser la tarea primordial de los comunistas y la renuncia a la insurrección revolucionaria, aceptando un proceso constituyente pactado entre fuerzas antifascistas. Este giro provocó muchas reticencias entonces, particularmente entre los dirigentes partisanos. Hay que tener en cuenta que después de la liberación de Roma (junio de 1944) y de Florencia (agosto) estallaron todo un rosario de insurrecciones en el norte de Italia (Bolonia, Génova, Milán, Torino, Venecia, Trieste) que parecían confirmar las expectativas de un cambio revolucionario en 1945. La svolta de Salerno facilitó, en cambio, el desarme de los partisanos y la constitución de los primeros gobiernos antifascistas con participación tripartita (democristianos, socialistas y comunistas) presididos, respectivamente, por Ferrucccio Parri y Alcide De Gasperi, así como el acuerdo para la celebración de un referéndum institucional y la redacción de la primera constitución republicana. Togliatti fue ministro sin cartera y luego ministro de gracia y justicia en los primeros gobiernos de De Gaspari. Pero esa situación no duraría mucho. El inicio de la llamada «guerra fría» daría lugar, ya en febrero del 47, a la expulsión del gobierno de De Gasperi de socialistas y comunistas formándose entonces un gabinete monocolor sobre el que se cimentó la larga hegemonía de la democracia cristiana en Italia.

El hecho de que a pesar de los esfuerzos conciliadores del giro de Salerno los comunistas fueran excluidos del gobierno, y su actuación criminalizada al amparo de la «guerra fría», se convirtió desde finales de la década de los 40 en un motivo de crítica a la política togliattiana de Salerno. Hay que tener en cuenta, sin embargo, el contexto en que la svolta se produjo.

El combate de la Resistencia contra los ocupantes nazi-fascistas, la presencia de las fuerzas aliadas en Italia, las perspectivas abiertas por la conferencia de Yalta y el debate político entre miembros del Partito d’Azione, socialistas y comunistas sobre las formas y las características de la Asamblea Constituyente son los factores más relevantes de los años 1944-1945. El propio Togliatti explicó en 1961, durante un largo congreso sobre fascismo y antifascismo que tuvo lugar en Milán (Fascismo e antifascismo. Lezioni e testimonianza, Milán, Feltrinelli, 1962), las particularidades de la svolta de Salerno. Motivos para el giro habrían sido, según él, principalmente dos: el que la ocupación aliada no permitía libertad de movimientos a las fuerzas revolucionarias y el hecho de que las fuerzas de la resistencia eran políticamente heterogéneas y además solo tenían implantación en el norte del país.

Sobre el primero de los motivos no hay duda. Pietro Secchia y Filippo Frassati aportaron en su momento documentos importantes al respecto (La Resistenza e gli alleati, Milán, Instituto G. Feltrinelli, 1962). El segundo es más discutible y se ha seguido discutiendo durante años entre historiadores y políticos. En relación, por lo demás, con un tercer factor apenas aludido en el testimonio de Togliatti pero que tuvo igualmente mucha importancia: la decisión de Stalin de respetar lo pactado en Yalta, es decir, las áreas de influencia entre las grandes potencias. De la suma de todos esos factores resulta, con toda probabilidad, que la svolta de Salerno salvó a los italianos de la tragedia de la guerrilla comunista griega. Aquel giro –que hoy suele considerarse como un acto de sabiduría política– abría una fase nueva en la historia del movimiento comunista de la Europa occidental: la de los revolucionarios sin revolución. Al actuar por su cuenta, haciendo de la necesidad virtud y proclamando la «vía nacional al socialismo», Togliatti inauguraba en 1945 la paradoja de un reformismo que se quería revolucionario renunciando a la revolución. Para domar un bicho así, con éxito y con realidad social detrás, hacía falta ciertamente mucha inteligencia política. No es casual el que la doma solo haya dado resultado, y parcialmente, en el país de Maquiavelo.

 

Nota

1. Véase FFB, Para la tercera cultura. Ensayo sobre ciencias y humanidades, Vilassar de Dalt (Barcelona): El Viejo Tppo, 1993, pp. 237-254, uno de sus textos más inolvidables en mi opinión.

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