Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Alteridad y conciencia de especie. Algunas implicaciones del punto de vista lascasiano

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

De enero de 1997. Probable material para una conferencia.

Dos anexos: 1. Presentación de La gran perturbacion. Discurso del indio metropolitano. 2. Para otro concepto de tolerancia (1996).

1. Las derivaciones éticas de las investigaciones medioambientalistas e irenistas en auge durante la década de los 80 han vuelto a poner en primer plano el tema de la configuración de una conciencia de especie. Entiendo por conciencia de especie la configuración culturalmente elaborada de la pertenencia de todos y cada uno de los individuos humanos a la especie sapiens sapiens, y, por tanto, no sólo la respuesta natural reactiva de los miembros de la especie humana implicada en el hecho biológico de la evolución. En este sentido se podría decir que la configuración de una conciencia de especie corresponde a la era nuclear (o mejor aún: de las armas de destrucción masiva) y a la época de la crisis ecológica global como la conciencia nacional correspondía a la época del colonialismo moderno y la conciencia de clase a la época del capitalismo fabril.

Dos precisiones a este respecto. Una: la afirmación anterior no implica ni supone que la conciencia nacional y la conciencia de clase hayan periclitado definitivamente, sino algo mucho más modesto, a saber: que sin conciencia de especie no puede haber ya para los humanos articulación coherente de la conciencia nacional y/o de la conciencia de clase. Y dos: que al mencionar las derivaciones éticas de las investigaciones medioambientalistas e irenistas de las últimas décadas estoy pensando particularmente en las siguientes: la de Günther Anders en su ensayo sobre la obsolescencia de ser humano y la de Hans Jonas en su libro acerca del principio de responsabilidad.

2. Pero, por otra parte, la investigación historiográfica, el análisis sociológico y, sobre todo, el análisis psicológico han mostrado contundentemente la persistencia de la tendencia de la humanidad a considerarse a sí misma como dividida en pseudoespecies diferenciadas por motivos étnicos y culturales. En este punto me remito a la célebre respuesta de Freud a Einstein y a algunos de los trabajos del psicoanalista Erik Erickson. Sabemos muy poco acerca del complejo motivacional por el cual la autopercepción de los humanos como miembros de pseudoespecies divididas y diferenciadas se impone tan reiterativamente. Sí sabemos ya que las consideraciones generales de filosofía de la historia o de antropología filosófica son insuficientes en este punto. Por tanto, lo más conveniente parece ser combinar una estrategia de docta ignorancia con un punto de vista fenomenológico referido al presente. Lo que sigue es un intento de prospectar la dificultad con que choca actualmente la configuración de la conciencia de especie.

3. Un punto de vista ecumenista, con orientación pacifista y medioambientalista, en una economía globalizada, en una economía-mundo, sigue chocando con el problema de la comprensión de las necesidades del prójimo lejano en relación con las nuestras (cf. el último Günther Anders).

La enorme cantidad de información sobre el hambre, la miseria y la muerte de la que hoy disponemos en esta parte del mundo (TV, Informes de organizaciones varias de las NNUU, de ONG y de otras organizaciones indepedientes) confunde y paraliza muchas veces la voluntad solidaria de quienes, disponiendo de las proteinas suficientes, sí podrían moverse y rebelarse.

La visión en directo (a través de tantas y tantas cadenas de televisión) del hambre, la miseria y la muerte en el mundo acaba convirtiéndose en un bosque en el que las buenas intenciones se pierden. Muchas personas reaccionan ante esta enormidad del mal social en directo inhibiéndose. La conciencia de la enormidad del mal social mundial contemplado en directo es las más de las veces una carga demasiado pasada para el individuo aislado y fragmentado de nuestras sociedades. Así se paraliza la decisión de hacer algo, de arrimar el hombro, de actuar: se crea un callo en la conciencia que acaba por insensibilizar el imperativo moral. Tanto mal simultáneamente contemplado es algo excesivo para la persona individualmente considerada.

Posiblemente por eso se está produciendo en nuestras sociedades algo así como una mutación antropológica: lo que un día se llamó el callo de la conciencia se consolida y crece. Y a partir de ahí tendemos a considerar que el mal social ocurrido en otras partes del mundo, o de la sociedad, no es propiamente contemporáneo nuestro, sino parte de otra historia que los más viven como ajena. El lenguaje es en esto revelador. Es frecuente, entre los jóvenes sobre todo, considerar de otra especie, de otra galaxia, o sencillamente «replicantes», a aquellos otros jóvenes de la misma generación que hoy dedican parte de su tiempo a solidarizarse con prójimos lejanos.

4. Una de las principales dificultades teórico-prácticas, cuando se intenta complementar la comprensión de la alteridad con la conciencia de especie, es la no-contemporaneidad de las culturas que se producen en un mismo momento histórico dado. La expresión no-contemporaneidad da cuenta de la dialéctica objetividad-subjetividad con que el ser humano representa y construye la realidad: las culturas existen simultáneamente, pero son percibidas y vividas subjetivamente como no-contemporáneas. Este es el origen de la expresión, corriente en el pensamiento europeo desde la ilustración, según la cual, por ejemplo, «los pueblos asiáticos, africanos o latinoamericanos no tienen historia».

Tal dificultad teórico-práctica persiste incluso cuando se ha hecho el esfuerzo de superar la falacia inductivista (o sea, la atribución a todos los miembros de otro pueblo o cultura de unos mismos rasgos) y la falacia naturalista (o sea, el salto lógico desde la afirmación de la diversidad de hecho a la afirmación de la superioridad o inferioridad de los valores del otro) que por lo general acompañan a los juicios sobre alteridad y diversidad cultural.

Precisamente ahí está el punto en el que hay que pararse: lo más parecido a una conciencia de especie en este fin de siglo es la solidaridad internacionalista. Esta tiene que ver con la piedad, con la compasión, con el amor al prójimo de la propia especie. Pero el prójimo, en una economía-mundo, en una economía mundializada, es cada vez menos una persona próxima y cada vez más un prójimo lejano del que apenas sabemos otra cosa que su mal y su desgracia instantaneamente percibidos. El que la solidaridad llegue a cuajar en un movimiento amplio y activo entre las personas de las zonas ricas del planeta depende hoy en día de la respuesta que seamos capaces de dar a esta pregunta: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad del amor, entre humanos, al prójimo lejano, al prójimo que ya no es próximo? Crear esas condiciones de posibilidad en el mundo actual es una tarea prepolítica, previa a cualquier definición política propiamente dicha, y equivale a disolver el callo de las conciencias (que es, como he dicho, un efecto reactivo frente a la visión simultánea de todo el mal existente en el mundo) en una conciencia de especie.

5. Universalismo y relativismo cultural han sido históricamente las respuestas típicas de la modernidad cristiana y secularizada ante la percepción de la no-contemporaneidad.

En la crisis del universalismo moderno implicado en el reconocimiento de la diversidad cultural a partir del siglo XVI [recordar a Michel de Montaigne: «El hecho de que ciertos pueblos vuelvan la espalda en señal de saludo y se coman a los padres en señal de respeto basta para perder cualquier confianza en leyes vinculantes universalmente»], la filosofía moral europea ha oscilado mayormente entre el paso atrás, o sea, la vuelta a un aristotelismo renovado (reproposición, por ejemplo, de la teoría de la servidumbre natural) como filosofía moral fuerte, y diversas formulaciones de la teoría de los estadios como filosofía moral mínima [aquí referencia a Meek, Los orígenes de la ciencia social, y a A. Pagden, La caída del hombre natural].

Lo característico de ambas reacciones, que en Europa enlazan el pensamiento humanista y renacentista con la Ilustración y con el origen de las modernas ciencias sociales, es la consideración del otro y de la otra cultura (particularmente de las culturas asiáticas, africanas y americanas) como infancia de la humanidad desarrollada. Lo que en la cultura europea llamamos humanismo es inseparable del racismo moderno (un aspecto que vieron muy bien Franz Fanon y J. P. Sartre en Los condenados de la tierra). Y lo que llamamos «tolerancia» [NE: véase anexo II] referida a otras culturas se basa casi siempre en la consideración (ímplica o explícita) de que estas otras culturas son comparativamente inferiores.

6. El paso de la consideración moral al ámbito de lo jurídico en este orden de cosas es importante en la medida en que corrige una visión muy restrictiva, aunque también moderna, del derecho natural vinculada al fundamentalismo religioso. La expresión de este paso desde el siglo XVI ha sido el derecho internacional de gentes. Pero históricamente el derecho internacional de gentes se debe entender, desde una perspectiva multicultural, como la justificación jurídica de una cierta igualdad cultural que mantiene la superioridad universalista en cuanto a los valores (Ilustración de la tesis: la prolongación de este punto de vista desde el Francisco de Vitoria de Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra a Grocio). Un ejemplo típico de esto es la solución que el derecho internacional de gentes europeo dio a la objeción de los indios amerindios según la cual no debía permitirse la explotación de las minas de oro y plata de la cordillera andina porque en ella «habitan nuestros dioses». Precisamente porque es obvio que en tales montañas no habitan nuestros dioses y los suyos, los dioses de los otros, no son los verdaderos, estará jurídicamente justificada, por derecho de gentes, tal explotación.

7. Creo que en este contexto puede argumentarse la superioridad del punto de vista lascasiano sobre la filosofía moral mínima y sobre el concepto ilustrado de tolerancia en base precisamente a la idea de la conciencia de especie.

Las Casas [NE: véase anexo 1] afirma que toda la humanidad es una: «Todas las naciones del mundo son hombres […] todos tienen entendimiento y voluntad, todos tienen cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores se mueven por los objetos de ellos; todos huelgan con el bien y sienten placer con lo sabroso y alegre y todos desechan y aborrecen el mal». Pero Las Casas no acepta, por otra parte, la relativización absoluta de los valores de la propia cultura: simplemente argumenta a contrario la relativización de lo que creemos y decimos que son nuestros valores (para su caso los del cristianismo) por comparación con los implicados en los hábitos y costumbres de los amerindios. El pensamiento de Las Casas es interesante no sólo porque destruye las falacias inductiva y naturalista de la cultura propia sobre la cultura del otro, sino, sobre todo, porque pone ante el espejo a la propia cultura y se atreve a argumentar la autocrítica.

De ahí su grandeza: la «leyenda negra» es, si bien se mira, la autocrítica de la «leyenda rosa».

Quiero seguir aquí una línea argumental abierta por una sugerencia de José Antonio Maravall: «Las Casas es un caso típico de cómo una formación de base fuertemente tradicional puede traer consigo una apertura a posiciones nuevas, mucho más modernas, o mejor aún, más abiertas al porvenir que otras que en el mismo momento se presentan con un carácter renovador». Esto conduce a una generalización sobre tradición y renovación en filosofía política basada en la comparación entre Ginés de Sepúlveda y el propio Las Casas.

El centro de mi argumentación es una revisión del concepto corriente de modernidad: la conciencia de la no-contemporaneidad de las culturas europea y americana (y luego europea y africana, europea y asiática) ha conducido al mantenimiento de dos criterios de valoración efectiva de las actuaciones económico-sociales tal que aquello que es considerado ya antiguo (o medieval o, en nuestros días moderno) parece seguir teniendo una comprensible vigencia al otro lado del Océano. Desde el punto de vista político-cultural, «modernidad» incluye, pues, la refeudalización de América que empieza a ser inadmisible, por medieval, en la Europa del XVI.

8. Se concluye este punto afirmando que la única alternativa seria a la desigualdad de trato a la que conduce la admisión sin crítica de la falta de contemporaneidad de las culturas, ya en ese mismo siglo XVI, es la radicalización del igualitarismo cristiano en la versión lascasiana. Pero, por desgracia, la utilización de ese punto de vista, en el siglo XVI y en el siguiente, sólo tuvo una aplicación restrictiva: paradójicamente sirvió para criticar el exceso de la centralización política del moderno imperio español y fundamentar así la autonomía de los Países Bajos y de Alemania (e, indirectamente, de Cataluña: primera trasposición de la crítica del colonialismo moderno a la crítica del colonialismo e imperialismo interior). El pensamiento de Las Casas cambia de función en estas consideraciones: la autocrítica de una cultura, la de los españoles, se convierte en instrumento -justo- para la crítica de la dominación imperial perdiendo, sin embargo, lo que fue su sustancia: la oposición a la forma moderna del colonialismo europeo. [Me he referido a esto con más detalle al comentar el equívoco suscitado por la publicación fuera de España del libro de Las Casas De regia potestate con el subtítulo de «derecho a la autodeterminación»].

9. No hay duda, en cambio, de que la tarea del lascasiano sigue siendo aplicar este punto de vista al choque entre las culturas europea y no-europeas. En este sentido es importante tener en cuenta que Bartolomé de las Casas acabó dando más fuerza al argumento de la defensa legítima del propio territorio por los indígenas que al derecho de gentes que supuestamente podría asistir a los españoles. Escribió en el tratado de las Doce dudas: «Cualquier rey señor libre puede, por autoridad del derecho natural y divino y aun humano, prohibir la entrada en su reino a cualesquiera personas extrañas y no conocidas, presumiendo que vengan con intención de escudriñar lo flaco y los secretos de la tierra, para después usurpalla».

Este y otros pasos de Las Casas sugieren que ya en la discusión sobre la legitimidad del primer colonialismo moderno entre «tradición» y «modernidad» no se dan en absoluto dos posiciones separadas de golpe por concepciones del mundo cerradas (escolasticismo / humanismo; providencialismo teocrático / derecho de gentes, etc.), sino que la verdadera línea de separación hay que buscarla en el uso alternativo de conceptos tomados de una misma tradición y aplicados a la situación nueva.

10. La diferencia básica, de fondo, es, una vez más, con quién se está, de parte de quién se está. El colonialismo es siempre una aventura y ha sido históricamente una sorpresa y un misterio tanto para los colonizadores como para los colonizados (El corazón de las tinieblas, de Conrad, expresa muy bien esto). Primero se descubren tierras nuevas y se ocupan o colonizan, y luego, pero sólo luego, se discute cómo se hizo, por qué y qué conviene seguir haciendo. Finalmente se intenta cuadrar esta racionalización en el marco jurídico-legal existente. Es la discusión acerca de la legalidad de lo hecho la que suele conducir al establecimiento de variantes legislativas, a una ampliación o modificación de la jurisprudencia. Pero el juicio acerca de estas ampliaciones y modificaciones depende a su vez de la valoración de los hechos.

Así por ejemplo, una concepción lineal acumulativa y gradualista del «progreso» histórico (que se rige por categorías dicotómicas sobre primitivismo y civilización) tenderá a aceptar el derecho de gentes en la formulación vitoriana como argumento esencial de la modernidad, en la medida misma en que permite justificar jurídicamente algo que desde ese punto de vista (dicotómico, global) significa un adelanto respecto de lo que ya había: civilización frente a salvajismo, cultura frente a primitivismo.

Desde esta perspectiva pierde fuerza otro argumento siempre recurrente a la hora de discutir estas cosas, a saber: la legalidad de la defensa del propio territorio, de las propias cosas por pueblos que han habitado allí cuando llegan los descubridores (europeos), conquistadores y colonizadores. El «progresismo» tenderá a presentar las cosas como un enfrentamiento entre el «viejo derecho» y el «nuevo derecho», pero, a poco a que se piense, resulta obvio que se trata de un enfrentamiento entre derechos iguales inicialmente resuelto por la fuerza, por la violencia, y luego racionalizado.

En cada una de las formas históricas del colonialismo moderno se ha ido planteando la discusión sobre los derechos iguales. A partir de la Ilustración la afirmación europea de la superioridad de nuestro derecho ha conllevado siempre mala conciencia (en dosis mayores o menores), esto es, el reconocimiento de que algo se pierde con el triunfo de la civilización. Ahora bien, la identificación del progreso con la extensión universal del mercado capitalista acaba convirtiendo en ciertos momentos en «retrógrado» o «tradicional» el argumento clásico del derecho a la defensa del propio territorio. Primero fue así en nombre del derecho de gentes y del universalismo cristiano. Más tarde en nombre de la civilización europea y del progreso técnico. Finalmente en nombre de las necesidades de un mercado universal.

Pero el hecho de que el argumento clásico acerca de la legitimidad de la guerra defensiva contra esta ampliación del «progreso» reaparezca una y otra vez a lo largo de la historia del colonialismo da qué pensar. No se trata siempre de «reaccionarismo» o de «conservadurismo», ni de la defensa de argumentos pasados de moda, como dice quien defiende sin más distingos progreso, civilización occidental y mercado universal. Se trata, en ocasiones, de otra forma (no necesariamente «reaccionaria») de ver la relación entre modernidad y progreso. Un momento decisivo para juzgar acerca de esto fueron en Europa las guerras napoleónicas. La conciencia ilustrada europea se dividió entonces: para unos, Napoleón a caballo es la ampliación de la «libertad, la igualdad y la fraternidad» en una Europa todavía dominada en gran parte por el Antiguo Régimen; pero para otros las «guerras de la independencia» recogen el derecho de los pueblos a decidir sobre sí mismos y mantener la soberanía (en España, en Alemania, en Rusia, etc.).

Desde el momento en que la controversia entre «progreso» y «soberanía» se traslada al ámbito europeo también resulta necesario mejorar el argumento justificatorio del colonialismo. De ahí nace la doble moral que es característica del colonialismo europeo posterior a 1800. De hecho actualmente estamos en una situación parecida: la mundialización del capitalismo coincide con la ampliación del Imperio Único y se habla con insistencia, y consecuentemete, de la reforma de las NNUU para que, en su nombre, los ejércitos de la antigua OTAN puedan intervenir en todas aquellas partes del mundo en que los conflictos sean juzgados «negativos» con los criterios universalmente establecidos (que son ahora los criterios del mercado universal). La propuesta de «gobierno mundial» se generaliza y cosecha aplausos en el centro del Imperio. Se recuerdan a este respecto palabras, respetables palabras de Albert Einstein y de Bertrand Russell. Pero se olvida que las grandes palabras a veces cambian de función. Y lo que un día se dijo críticamente contra el militarismo puede acabar afirmando, al cabo de los años y en condiciones históricas cambiadas, un nuevo militarismo: el del gran mercado universal. Las pobres gentes, los colonizados de hoy, siguen sin ver por qué razón argumentos en favor de la legitimidad de la defensa territorial y de la soberanía de los países, que hasta hace dos días se consideraban correctísimos, pasan a ser considerados «anticuados». Las dudas de las pobres gentes aumentan cuando se comprueba, una y otra vez, que lo que se predica para el otro como ley universal deja de serlo en el caso de la defensa proteccionista de los propios intereses contra los de la competencia.

Lo insólito de la posición de Bartolomé de las Casas, sobre todo en sus últimos años, es justamente que haya defendido un punto de vista que podía considerarse entonces tradicional, distanciándose a la vez de Ginés de Sepúlveda y de Francisco de Vitoria y de su escuela, sin ser indio americano, lo que quería decir: contra los intereses del propio país. Cuando hay Imperio, éste es, creo, el único tipo de internacionalismo verdaderamente consecuente. Lo demás son palabras, justificación de lo hecho, racionalización de la propia conducta a posteriori: adorno, en suma, de la parte injustificable de nuestra propia historia.

12.  La prolongación del punto de vista lascasiano para la configuración de una conciencia de especie en la economía-mundo en este fin de siglo tiene que enfrentarse todavía a dos insuficiencias importantes.

Una es la parcial idealización de la «visión de los vencidos» explícita, por reacción polémica y por remordimiento, en el discurso del indio metropolitano: la atribución a la propia cultura, por autoinculpación, de hábitos y costumbres negativos que no son predicables de la generalidad de los miembros de la misma o que ni siquiera fueron históricamente propios (un caso interesante de esto es el relativo a la scalpación). Todo genocidio va acompañado, antes o después, por cierto sentimiento colectivo de culpa. Y la antropología cultural, que ha nacido con el colonialismo, también tiene a veces esta derivación, contraria, en la actualidad. (por eso los antropólogos pueden ser a la vez, entre los científicos sociales, los más comprensivos de los peores hábitos de otras culturas y los más dados a la idealización del otro, de la alteridad).

La otra insuficiencia notable del punto de vista lascasiano, que no hay que ocultar, es el resto del dogmatismo cristiano (medievalizante y moderno, insisto) que le lleva a hacer suyos algunos de los tópicos antiislamistas y antijudíos de la época y del país en que vivió. Muestras varias de estos tópicos recurrentes acerca de «la infidelidad» de mahometanos y judíos son frecuentes en las partes más polémicas de sus obras. De todas formas, para matizar esta afirmación hay que decir que Las Casas se opuso con fuerza a la hipótesis que, con intenciones genocidas, remontaba al judaísmo antiguo la genealogía de los indios americanos; que ha sido partidario de una relativa tolerancia con los ritos de los judíos; que ha escrito favorablemente sobre un pasado de pacífica convivencia entre cristianos, mahometanos y judíos en Roma, Alemania y Bohemia; y que ha defendido, tanto por razones de superioridad moral como también por razones de utilidad política, el que la Iglesia cristiana debía perdonar el deicidio y la infidelidad de unos y otros. Pero, al mismo tiempo, ha defendido el poder de dominación de la Iglesia cristiana sobre los judíos cuando éstos se encuentran dentro de un pueblo cristiano o sometidos a un príncipe cristiano; ha defendido el derecho a hacer «guerra justa» a los judíos cuando éstos obstaculizan la propagación de la fe; y ha justificado la quema histórica de los libros del Talmud por los papas Gregorio I e Inocencio III.

El antijudaísmo de este Las Casas tan comprensivo de la alteridad cuando trata de los indios americanos (o también, en sus últimos años, de los negros africanos) remite simbólicamente a otro problema: la dificultad de orientarse sobre la diferencia y la diversidad en lo más próximo cuando una cultura ha entrado ya en la selva de los tópicos compartidos. Sería unilateral dejar de fuera de consideración este otro problema, sobre todo en la época del florecimiento de las organizaciones no gubernamentales en Europa, cuando la caritas vuelve a competir con la concepción laico-republicana de la solidaridad y de la fraternidad.

13. Siguiendo esta consideración crítica de las insuficiencias del punto de vista lascasiano concluiré argumentando aquí (como forma de superación de la limitación antijudaica del universalismo corregido de los de abajo) en favor de:

a) la necesidad del diálogo entre tradiciones: en esto el Lessing ilustrado de Nathan el sabio enseña más que cualquier otro autor; y

b) la importancia del análisis contrapuntístico de las culturas para corregir las variantes del nativismo o indigenismo y del orientalismo.

Lo que suele llamarse la problemática posmoderna, que es de hecho, por lo que hace al mundo como un todo, una fusión e interrelación constante entre problemas premodernos, modernos y propiamente posmodernos, obliga a ampliar la perspectiva lascasiana, la perspectiva del indio metropolitano. Por una razón: porque el discurso europeo autocrítico, al tratar de las otras culturas (africanas, asiáticas, suramericanas), tampoco puede ser ya de dirección única después de la época de la resistencia cultural en las colonias, de la época de la descolonización y en la época del nuevo imperialismo.

Hoy en día el universalismo tiene que ser matizado nuevamente por lo que sabemos acerca de la relación entre imperialismo y cultura y aparece en el horizonte un relativismo cultural de segundo grado, por así decirlo: el postulado por autores que han vivido entre dos mundos, que forman ya parte de dos culturas (en un sentido amplio de la palabra cultura) y que, por tanto, nos están pidiendo no sólo la relativización del universalismo europeo sino también la relativización del «orientalismo».

Podría concluirse desde ahí que la conciencia del exiliado opera como fundamento de la conciencia de especie y como superación de la conciencia histórica de culpa en la cultura occidental. Metodológica e idealmente tal vez la mejor complementación del discurso lascasiano sean las obras de Edward Said, Orientalismo (1978) y Cultura e imperialismo (1993).

14. Al desvelar, en Orientalism, este mito occidental, Said había llamado la atención acerca de algo que conviene recordar: la «orientalización» occidental del Oriente geográfico no ha sido durante siglos una frívola fantasía europea con manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas y políticas, sino algo mucho más importante que eso; ha sido un cuerpo consistente, aunque variable, hecho de teorías y de prácticas, en el que los tópicos sobre el despotismo, el esplendor, la cruedad, la sensualidad y el exotismo del Otro expresan precisamente el poder atlántico-europeo sobre Oriente históricamente vinculado al imperialismo y al colonialismo. Un corpus intelectual así no se desintegra exclusivamente por la vía de los estudios académicos. Las últimas páginas de Orientalism parecen escritas para salir al paso de esa ilusión. Allí se decía:

«Si este libro ha de tener alguna utilidad para el futuro será como aportación modesta a un desafío y como una advertencia, a saber: que los sistemas de pensamiento como el orientalismo, los discursos de poder y las ficciones ideológicas se hacen, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente […] Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido es como advertencia ante la degradación seductiva del conocimiento, de cualquier conocimiento, en cualquier lugar y en cualquier época. Y ahora tal vez más que antes».

Said parte de la convicción según la cual todas las culturas tienden a construir representaciones de las culturas extranjeras para aprehenderlas de la mejor manera posible o de algún modo controlarlas. Pero no todas las culturas construyen representaciones de las culturas extranjeras y de hecho las aprenhenden y controlan. Esa es la diferencia de las culturas europeas modernas. En ese contexto Said llama la atención sobre un hecho que no se suele tener en cuenta suficientemente, a saber: que hasta mediados del presente siglo los escritores occidentales escribían en su gran mayoría teniendo in mente unicamente una audiencia occidental, aunque en determinados casos tratasen de personajes, lugares o situaciones de los territorios de ultramar dominados por los europeos (121). La propuesta en este sentido también es clara y aceptable: hoy en día debemos leer las grandes obras canónicas, y tal vez el archivo completo de la cultura europea y norteamericana premoderna y moderna, haciendo el esfuerzo de dar voz a lo que allí estaba presente en silencio, o marginalmente, o representado con tintes ideológicos.

Para llevar a cabo este análisis, Said propone incorporar la obra de revisión y deconstrucción intelectual del mundo occidental que han realizado durante estas últimas décadas intelectuales y escritores de origen africano, asiático o latinoamericano, como Fanon, Amílcar Cabral, Chinua Achebe, Ngũgĩ wa Thiong’o, Wole Soyinka, Rushdie o García Marquez , pero también, desde dentro de la misma cultura europea occidental, por Genet, Basil Davidson, Albert Memmi y Juan Goytisolo. Así se va concretando una propuesta metodológica: tomar en consideración la experiencia cruzada de occidentales y orientales, así como la interdependencia de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus proyecciones, sus geografías, sus relatos y sus historias.

La idea de entrecruzamiento es aquí básica y se deriva de lo que podríamos denominar la paradoja cultural del imperialismo, a saber: que precisamente uno de sus más importantes logros (unir más el mundo política y económicamente) está en la base del proceso de separación y distanciamiento de las respectivas imágenes de europeos y no-europeos, una imagen insidiosa y fundamentalmente injusta, pero «que obliga, en este fin de siglo y con el paso de tiempo, a considerar la experiencia histórica del imperio como algo común a ambos lados. Y ello, a pesar de la sangre derramada, del horror y del amargo resentimiento que ha quedado» (25).

Junto a la idea de entrecruzamiento cultural hay que subrayar en la obra de Said la propuesta de una lectura contrapuntística. La lectura en contrapunto debe registrar el proceso del imperialismo y el de la resistencia, lo que puede realizarse incluyendo, en el análisis de las obras literarias, lo que había sido excluido o estaba sólo supuesto: «sabiendo lo que significa que un autor muestre, por ejemplo, que una plantación colonial de azúcar es importante para mantener un particular estilo de vida en Inglaterra». Al concretar sobre la lectura contrapuntística, Said afirma que es necesario leer los textos que procedan tanto del centro metropolitano como de las periferias sin aceptar ya el criterio del privilegio de la «objetividad» por nuestra parte o el lastre de la «subjetividad» por la suya.

La cuestión, por tanto, no es sólo saber cómo leer, según lo están proponiendo los partidarios de la deconstrucción, sino también separar ese aspecto del problema de saber qué se lee. Las ideas de contrapunto, interrelación e integración representan algo más que un indicio moderamente inspirador de lo que puede entenderse por visión ecuménica. Y en este sentido Said logra resultados brillantes al comparar, por ejemplo, El corazón de las tinieblas de Conrad con Época de emigración al norte del sudanés Tayed Salih.

Said lo dice muy explícitamente: Cultura e imperialismo es el libro de un exiliado (32), de un árabe con educación occidental, que pertenece a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro. Es interesante, sin embargo, el que Said añada que al emplear la palabra exiliado no se refiere a «algo triste o desvalido». El mismo es consciente de que esta división del alma permite comprender los dos mundos con más facilidad. Dice escribir como «norteamericano y árabe que ha vivido problemáticamente en los dos mundos» (453) y que ha vivido también «la hostilidad e ignorancia propia de las dos partes de este encuentro cultural complejo y desigual» (454).

Uno de los objetivos declarados de Said es tratar de encontrar un punto de vista que supere al mismo tiempo la unilateralidad del occidentalismo y del nativismo característico de la época poscolonial. Pero sabe que el presente momento ideológico presenta grandes dificultades para la consolidación de este tipo de trabajo intelectual (89). Said, que ha criticado la evolución del nativismo y del nacionalismo en el Tercer Mundo en tanto que mera inversión del imperialismo occidental, también ha escrito al respecto: «No quiero que se me malinterprete: no estoy abogando por una posición simplemente anti-nacionalista. Es un hecho histórico que, como fuerza política movilizadora, el nacionalismo (restauración de la comunidad, afirmación de la identidad, emergencia de nuevas prácticas culturales) instió y propulsó la lucha contra la dominación occidental en todo el orbe no europeo. Es tan inutil oponerse a eso como a la ley de la gravedad de Newton» (339).

La idea de exilio cambia de significado en los últimos tiempos: se convierte en algo cercano a un hábito, una experiencia en la que, por mucho que se reconozca y se sufra la pérdida, se atraviesan barreras y se exploran nuevos territorios superando así las fronteras canónicas clásicas. No es casual en ese contexto la referencia a Erich Auerbach: «nuestro hogar filológico es el mundo entero y no la nación o el escritor individual» (488). Con esa idea reitera Said su propuesta de lectura contrapuntística de análisis global frente a las tendencias separatistas y nativistas; análisis global y contrapuntístico que no debe entenderse en la forma de una sinfonía (como las primeras nociones relativas a la literatura comparada) sino más bien bajo la forma de un conjunto atonal (489).

Lo que Said propone, alternativamente, es que nos centremos en el argumento que sostiene que, una vez adquirida la independencia, se necesitan nuevas e imaginativas reconceptualizaciones de la sociedad y la cultura para así evitar la recaida en antiguas ortodoxias e injusticias. En ese sentido Said da mucha importancia al movimiento de las mujeres en Egipto, en Turquía, en Indonesia, en China, en Ceilán desde principios de siglo donde la resistencia nacionalista ante el imperialismo fue siempre autocrítica (341). Ese punto de vista se concreta, una vez más, en una orientación histórica de carácter integrador y contrapuntístico que considera que las experiencias occidentales y no-occidentales se suponen mutuamente porque están a su vez relacionadas por el imperialismo. Esto implica una visión imaginativa, incluso utópica, que vuelva a tener en cuenta la teoría y la práctica de la emancipación como elemento opuesto a la reclusión apostando por un tipo particular de energía nómada, migratoria, antinarrativa (431).

Anexo I. Presentación de La gran perturbacion. Discurso del indio metropolitano

Para introducirse en la problemática sociohistórica del choque cultural hay que retornar al hogar clásico de la modernidad. Uno de estos choques, «la gran perturbación» que supuso el encontronazo de 1500, todavía nos sigue tocando de cerca, como lo prueba la controversia de 1992. Es posible, por tanto, que una revisión del pensamiento moderno en su orígenes en torno al importante choque entre culturas que se produce a partir de 1492 tenga algo que enseñar a la filosofía moral y política del «posmodernismo» que hoy se debate entre la autocrítica del eurocentrismo y la consideración del racismo cultural como ideología funcional del fin de siglo.

¿Puede el estudio de la percepción de la alteridad cultural en el caso de un choque tan intenso como el que enfrentó a europeos y amerindios ser útil para analizar problemas de indefinición y anomia que se dan en el presente? ¿No equivalen nuestras indefinición y perplejidad actuales al nepantlismo de los indios americanos de 1500, que sufrían por estar en medio, atormentados por su percepción de que no podían aceptar los dioses del otro a sabiendas de que los propios dioses habían muerto? ¿Puede alguna de las versiones del relativismo cultural que fueron formuladas a partir del debate filosófico, teológico y jurídico del siglo XVI valer todavía para entender comportamientos culturalmente contradictorios en una época caracterizada por la mundialización del mercado, la mercantilización universal, las grandes migraciones y la crisis, ya muy patente, del estado-nación? ¿Es posible derivar del debate europeo sobre los indios americanos un concepto de tolerancia todavía aceptable en estos nuevos tiempos de xenofobia y de reafirmación del racismo en la Europa central, occidental y del sur?

Tales son las preguntas a las que pretende contestar este libro [NE: La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano, Vilassar de Dalt, El Viejo Topo, 2021].

Desde el punto de vista de la historia de las ideas hay razones de peso para volver a fijarse preferentemente en aquel momento decisivo de nuestra historia. Pues el mero retorno del pensamiento racional a la Ilustración, tantas veces postulado en los últimos tiempos, es insuficiente para tratar de explicar qué pueda ser la conciencia de especie ante el choque entre culturas. En cambio, la controversia que se produjo en el siglo XVI sobre la naturaleza del indio americano dio lugar, entre otras cosas, a un acercamiento a los problemas del paria y a un concepto de la compresión de la alteridad que han quedado en la historia como auténticos cabos sueltos. Aquellos cabos sueltos fueron en un principio parte de la conformación autocrítica de la propia cultura europea, a pesar de lo cual se les ha prestado escasa atención en el marco de la filosofía política laica producida en los pueblos hispánicos.

La idea que se ha querido documentar en los capítulos que componen La gran perturbación podría formularse así: para hacer frente a la barbarie del neo-racismo es menester atender no sólo al espíritu de tolerancia de los ilustrados clásicos (de Locke y de Voltaire), sino recuperar a la vez lo que podríamos llamar «la variante latina» en la reflexión sobre el choque entre culturas; una variante de la comprensión de la alteridad y de la tolerancia que se inicia con el pensamiento filosófico-moral en la España del siglo XVI.

La «variante latina» se caracteriza por dar una explicación positiva de la diversidad cultural a partir del análisis de la diferencia que representaban los indios americanos. Aunque este punto de vista parte del inicial respeto al marco de la tradición aristotélico-tomista acaba (en sus puntas más elaboradas) desbordándolo al tener que comparar algunos dogmas de la tradición con las implicaciones prácticas del reconocimiento del derecho del otro a la diferencia.

Ante la observación de la diversidad cultural la «variante latina» se mantiene como una filosofía moral en sentido fuerte. Inspirada en la tradición cristiana, al entrar en conflicto con la forma que tomó la legitimación (también cristiana) del primer colonialismo, tiene que terminar poniendo en duda piezas sustanciales de la propia tradición e invirtiendo incluso, en ciertos momentos, su signo cultural. Se hace así discurso en favor del otro, discurso a contrario en el marco de la cultura propia. En la medida en que el otro, en este caso los indios americanos, es equiparable al paria, al marginado, al desposeido o al excluido de nuestra cultura, la variante latina en su forma más radical (la lascasiana) hereda el talante herético-reformista de Girolamo Savonarola. En su reafirmación del cristianismo comunitarista e igualitario da la primacía al ejemplo individual, a la libertad de la persona y a la búsqueda de la coherencia entre el decir y el hacer. No parece tener más sistema de autocorrección que la vía de la comprobación trágica, el patetismo y la compasión.

La «tolerancia» de la variante latina, en su versión lascasiana, empieza siendo piedad, compasión del otro; pero, al discutir con la propia cultura, se va haciendo radicalmente crítica de la doble moral, de la existencia de dos varas para medir las (supuestas) barbarie e ilustración de los hombres; es, pues, comprensión del otro globalmente considerado, tolerancia referida a la cultura que la generalidad considera bárbara. Es «tolerancia» en la duda, pues pone entre paréntesis la creencia generalizada según la cual el bárbaro es sólo el otro. Mantiene el mismo criterio de valoración en la estimación de todas las costumbres, pero tiene, además conciencia histórica, que utiliza en la argumentación a favor de la comprensión de la otra cultura y en contra de los olvidos interesados relacionados con la barbarie o la crueldad de la cultura propia. No es, pues, una tolerancia relativista o cínica en el sentido de estar dispuesta a pasar por alto los aspectos deplorables de la cultura otra que trata de comprender o justificarla en todo contexto, en toda discusión; al contrario: distingue y da mucha importancia a las circunstancias de la discusión, porque afirma al mismo tiempo la necesidad moral de una jerarquización de los valores y la primacía moral del ponerse a favor de los generalmente considerados inferiores. También esta tolerancia preilustrada se hace intolerante, intransigente, en situaciones límite: contra los miembros de la propia cultura que están demasiado seguros de la propia superioridad. Es, en suma, tolerancia en nombre de los (comparativamente) oprimidos, de los de abajo.

La idea de hacer un discurso del indio metropolitano se inspira, claro está, en el pensamiento y en la acción de Bartolomé de las Casas. Y pretende recordar al mismo tiempo una broma, casi olvidada ya (y, por tanto, vista desde el olvido de hoy, sin las aristas polémicas que un día tuvo) de los estudiantes universitarios italianos del 77 que, al declararse «indios metropolitanos», trataban de enlazar la protesta del 68 con la afirmación radical de la autonomía de las organizaciones alternativas de la sociedad civil, basadas en el trabajo voluntario, frente al Estado, con la dignidad del indio que no se rinde ante las trompetas de la modernidad sólo mercantil.

Pero el diálogo con Las Casas conduce a una reconsideración del ambiente espiritual de la España de 1550. Por eso los capítulos centrales de este ensayo están dedicados a la búsqueda de una explicación de lo que parece ser una paradoja histórica: el que aquella temprana crítica lascasiana de la primera forma moderna de colonialismo haya tenido que pasar, en un lapso relativamente breve de tiempo, del beneplácito casi generalizado al aislamiento y del aislamiento a ser objeto del más feroz de los odios de los compatriotas. Explicar pormenorizadamente por qué ocurrió esto sigue siendo una tarea apasionante.Tanto más cuanto que el declive y aislamiento de Bartolomé de las Casas en la España de 1550 coincide con la crisis financiera del Imperio y ésta, a su vez, con la configuración de un clima espiritual insoportable cuyo hito fue la detención y procesamiento, en 1558, del Arzobispo de Toledo.

Por un momento, entre la mole monumental de las declaraciones ante la Inquisición a que dio lugar aquel proceso, se entrecruzan dos misterios históricos a cual más fascinante: el del viejo Las Casas, cuya visión del mundo se va radicalizando con la soledad y con la edad, y el de un hombre que todavía era todavía primado de las Españas y al mismo tiempo paciente preferente de la Inquisición, Carranza de Miranda, amigo del otro Bartolomé y destinatario de una de las cartas más notables que se hayan escrito en aquellos tiempos sobre el choque entre culturas, la «carta grande» de Las Casas.

Pensando en el destino trágico de estos dos personajes La gran perturbación establece una hipótesis historiográfica que correlaciona la crisis financiera del Imperio, el proyecto de perpetuar las encomiendas peruanas y la crisis espiritual de 1558. A través de esta hipótesis, y fundiendo análisis histórico y reflexión filosófica, se avanza una síntesis renovadora para uno de los más apasionantes debates de la historia de España.

Anexo 2. Para otro concepto de tolerancia

Artículo Publicado en Ábaco. Revista de cultura y ciencias sociales, extra nº 9-10 (segunda época), 1996 (Gijón), pp. 7-14.

1. El final de siglo XX y del segundo milenio se está viendo marcado por choques entre culturas cuya dimensión es ya muy apreciable. Están teniendo lugar continuas migraciones intercontinentales y desplazamientos de población hacia las grandes ciudades en cada uno de los cinco continentes. En América Latina cientos de miles de personas se han visto obligadas durante los últimos años a abandonar sus campos para establecerse en los suburbios de las megaurbes; los refugiados se cuentan por millones en la India, Pakistán, Bangladesh, China, Indochina, Camboya y Vietnam; las gentes huyen despavoridas y sin futuro en varios países africanos y siguen sin encontrar su hogar en Oriente Medio, en la antigua Yugoslavia, en algunas de las repúblicas de la antigua URSS o en Turquía. El número de inmigrantes procedentes de países empobrecidos crece sin cesar en Francia, en Gran Bretaña, en Alemania, en Italia, en los Países Bajos, en España.

El refugiado y el paria ocupan hoy en el mundo el lugar del antiguo proletario. Algo peor que el viejo colonialismo y que la vieja explotación económica denunciada por los filántropos del siglo XIX se está extendiendo en el mundo de hoy: la proliferación de hombres y mujeres que no son siquiera objetos de explotación del rico, del poderoso. Ni explotados. Cada vez es mayor el número de hombres y de mujeres que están condenados a la muerte prematura o a la mera reproducción biológica sin llegar a producir nada en vida. La esperanza de vida en Harlem, en el centro del Imperio, es menor que en Bangladesh. Nuevas formas de esclavitud están reapareciendo en lugares del planeta en los que jurídicamente la esclavitud fue abolida hace siglos.

Es difícil prever ahora el desarrollo y las posibles consecuencias de fenómenos de dimensiones tan amplias. Pero una cosa sabemos con seguridad: esta «gran perturbación» de ahora será imparable mediante procedimientos pacíficos mientras sigan aumentando las ya enormes diferencias hoy existentes entre mundo pobre y mundo rico, entre países empobrecidos y países ricos, entre regiones pobres y regiones ricas de un mismo mundo. Los desplazamientos masivos de población y el choque entre culturas se han caracterizado casi siempre en la historia por la reaparición de la barbarie: de la barbarie real (el genocidio, el etnocidio) y de la «barbarie» inventada por los amos del mundo para calificar a «los otros»; del terror indiscriminado y de la tortura institucionalmente tolerada.

2. La observación y la vivencia del choque entre culturas ha conducido por lo general a la implantación de juicios que afirman la superioridad de la propia cultura y la inferioridad de la cultura del otro, del adversario. El miedo al otro, la percepción de la otra cultura como un peligro para la propia, suele desembocar en la consideración de que las otras etnias son incultas, no tienen cultura. Pruebas de la persistencia histórica de esto: el uso griego de la palabra «bárbaro» para designar al otro, al que no habla la lengua de la Hélade; el mantenimiento de este mismo término para designar a los no-romanos en el Imperio, o a los no-cristianos en la Europa medieval; la reaparición generalizada del mismo uso del término «barbarie» en la España del siglo XVI, cuando se produce el gran encontronazo con las culturas amerindias.

Ha habido muy pocos casos conocidos (y seguramente poco relevantes) de neutralidad valorativa en el momento del encuentro, reconocimiento y choque entre culturas. El mestizaje es, desde luego, una realidad; pero no se suele decir que es una realidad problemática, costosa, difícil. Pues la xenofobia no es una actitud exclusiva de las culturas invasoras; se da también en las culturas invadidas, en la cultura de los vencidos. En éstas, la pérdida de la conciencia de la identidad, la sensación angustiosa de que los propios dioses han muerto, conduce a veces a las nuevas generaciones a perseguir a los abuelos que aún conservan las viejas costumbres. El gran inquisidor oculta sus orígenes judíos y se vuelve con odio contra aquellos de los suyos que han conservado sus raíces; el joven azteca cristianizado manifiesta su desprecio por la «vieja palabra» humillando a sus ancestros. La derivación principal del racismo es siempre el ataque al prójimo más débil.

Hay al menos tres escollos que deberíamos evitar al tratar de tolerancia y exclusión en este fin de siglo. El primero es la generalización excesiva. El segundo es la falacia naturalista. Y el tercero es la buena conciencia respecto de nuestro concepto de tolerencia.

El individuo tiende a dar carácter universal a algunos de los rasgos observados en unos pocos y tiende desde ahí a atribuir comportamientos negativos al conjunto de los miembros de la otra cultura. Con un sólo rasgo negativo tendemos a caracterizar a todos los miembros de una cultura que no es la nuestra. Por lo general, reservamos los matices, el reconocimiento de ambivalencias y contradicciones, para los miembros de la cultura propia; la otra cultura es vista con un bloque monolítico. Así creamos la selva de los tópicos. La selva de los tópicos es nuestra naturaleza humanizada. Por ella vagan las «almas» (siempre igual a sí mismas) de culturas y naciones siempre definidas a nuestra conveniencia. Se imponen de este modo, de manera inconsciente, dos criterios que operan simultáneamente: el de la diferencia en el seno de la propia cultura y el de la identidad para juzgar a los otros.

Pero no sólo los excesos de la generalización inductiva (el inductivismo ingenuo) tienen consecuencias nefastas para los hombres en estas cosas. También la falacia naturalista opera aquí. Pasar inadvertidamente de afirmaciones de hecho a juicios valorativos (por ejemplo, del reconocimiento de la existencia de la diferencia a la afirmación de la necesidad de la desigualdad, de la superioridad, de la limpieza étnica, etc.) es cometer una falacia naturalista. La falacia naturalista se produce también, desde luego, al creer que reconocer la diversidad cultural implica necesariamente abrir camino a la xenofobia y a los juicios favorables a la desigualdad. Tal error de argumentación no sólo se sigue cometiendo con mucha frecuencia sino que, además, se comete con independencia de los valores que uno tenga, de la ideología que profese, del color del partido político en que se esté o de lo apolítico que cada cual se considere. Es un error prepolítico por así decirlo. Y tan persistente en la práctica que salta de una ideología a la contraria inadvertidamente.

Este error de argumentación se encuentra ya en los primeros teóricos europeos de la propia superioridad cultural por comparación con los indios americanos. En la modernidad europea fue muy frecuente pasar de hechos evidentes, como que buena parte de la población indígena amerindia fuera imberbe, o físicamente débil, a juicios de valor absolutizadores, como que el lampiño es inferior al barbado. El mismo error reaparece en el socialdarwinismo del siglo pasado y en los teóricos de la craneología, como ha probado Gould en La falsa medida del hombre. Los primeros teóricos nazis del racismo cometieron ese error habitualmente y los políticos acabaron convirtiendo el error en holocausto. En nuestros tiempos una buena parte del debate sobre la sociobiología se ha basado en ese equívoco de partida. Y por efecto de retorsión, el antirracismo actual lo comete también, a veces, al creer o proclamar que del reconocimiento y afirmación de las diferencias culturales se sigue ya, sin más, una actividad político-moral igualitaria, solidaria. No es así: entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores hay muchas mediaciones.

3. Importa, pues, dejar claro que el reconocimiento de la diferencia de razas y culturas no implica necesariamente una, y solo una, actitud valorativa acerca de las mismas. Reconocimiento de la diferencia racial o cultural en el plano de los hechos no es igual a -ni tiene por qué implicar- defensa de la desigualdad racial, social o cultural. Se puede admitir la diferencia de razas y culturas y luego ser racista o antirracista, xenófobo o respetuoso de la otreidad, o sencillamente estar indefinido en el plano político-moral.

Ahora bien: el reconocimiento de que existe un error lógico, de argumentación o de razonamiento (sea el exceso de la argumentación inductiva o la falacia naturalista), aunque es una buena cosa, y hasta puede ser un descubrimiento estimulante para las personas aficionadas a la discusión racional, no permite a quien lo afirma hacerse muchas ilusiones sobre la superación de tal error por vía sólo cognoscitiva. Podemos negarnos con buenas razones a emplear el cuantificador universal «todos los» cuando tratamos de culturas distintas de la nuestra en contextos como éste, pero el yerro (y algo más que eso) reaparece en la crueldad cotidiana con que aceptamos los chistes que se cuentan sobre los otros (judíos, polacos, vascos, gallegos, catalanes y demás). Podemos haber estudiado con detalle las razones por las cuales no es correcto deducir proposiciones valorativas de proposiciones de hecho, pero el racismo sigue ahí, presente, incluso en la época en que la genética de poblaciones muestra la inadecuación del viejo concepto de raza.

Quiero decir con esto que para comportarse como personas ante el problema del choque entre culturas o ante los conflictos étnicos no basta con darse cuenta de que se comete un error de lógica elemental al pasar de afirmaciones de hecho a valoraciones político-morales, de diferencias reales a desigualdades postuladas por razones morales o políticas. También sabemos -y lo decimos todos- que la guerra es el horror de los horrores y, sin embargo, la guerra sigue acompañando a la historia de la humanidad siglo tras siglo, y en cada guerra nueva descubrimos que el ser humano es capaz de mayores barbaridades. En esto de los conflictos bélicos (como en lo del racismo y la xenofobia, por lo demás) lo único que ha cambiado desde la época de la moral mesopotámica para acá es la creciente capacidad de una parte de la humanidad para aplicar los progresos de la lógica y del razonamiento discursivo, cada vez más formales, a eso que todavía algunos siguen llamando -con un eufemismo tan terrible como contradictorio- el «arte de la guerra».

También esto último es un hecho reconocible. Tal vez porque, al contrario de lo que pensaba Hegel, ni todo lo real es racional ni hay demasiada racionalidad en el animal discursivo que dicen que somos.

4. Así, pues, además del reconocimiento, en el plano científico (antropológico, sociológico, etc.), de las diferencias étnicas o culturales, y además del reconocimiento, en el plano lógico, de la importancia que tiene el superar la falacia naturalista en estas cosas, lo que más cuenta es la decisión de los sujetos en el sentido de actuar en una u otra forma, entre la xenofobia y la tolerancia.

Esta decisión está condicionada, qué duda cabe, por historias y razones históricas a las que hay que atender; pero todavía lo está más por la conformación actual del propio punto de vista, del punto de vista político-moral desde el que necesariamente actuamos todos (incluidos, por supuesto, los jóvenes y viejos, y adultos, que en este país, y en tantos otros países europeos, dicen y creen que no hacen política ni les interesa la política).

El reconocimiento de que la existencia de diferencias suele conllevar por lo general afirmaciones de superioridad e inferioridad, y de que éstas conducen a la barbarización de los nuestros, es parte de lo que llamamos en Europa conciencia histórica. En la medida en que el etnocentrismo europeo (o euronorteamericano) se ha hecho consciente de la importancia de este dato ha producido también a su par o pareja: el remordimiento por los males causados a los otros, la aparición de una conciencia desventurada y trágica de lo que ha sido la sucesión y el choque de las culturas.

Pues bien, para configurar una conciencia de especie en este fin de siglo no sólo hay que superar previamente unos cuantos obstáculos en el plano de la argumentación. Hay que evitar, sí, las generalizaciones inductivas que envenenan los juicios sobre las otras etnias y culturas; hay que superar, sí, la vieja y siempre renovada falacia naturalista que hace a los hombres saltar de la observación de la diferencia a la afirmación de la superioridad de la propia cultura y de la inferioridad de la cultura del otro. Pero también hay que hacerse a la idea de que no basta el viejo concepto humanista e ilustrado de tolerancia. La tolerancia ilustrada ha sido mayormente tolerancia hacia dentro, comprensión de las diferencias (sobre todo religiosas) en el marco de la propia cultura. Pero la tolerancia ilustrada ha justificado de forma paternalista el colonialismo y la exclusión de los otros; ha cerrado los ojos ante la práctica de la esclavitud y ha inventado una nueva versión justificadora de la «servidumbre natural». La tolerancia ilustrada es todavía etnocéntrica.

5. Ahora, por primera vez en la historia de la humanidad la palabra «mundo» ha adquirido su sentido pleno: nuestro mundo, el mundo del que hablamos, son hoy realmente los cinco continentes. El que esto sea así se debe al proceso de mundialización del capitalismo, a la existencia de un mercado propiamente mundial. El proceso de mercantilización se ha hecho tan universal que está llegando ya a los hielos perennes de la Antártida. La cultura euronorteamericana (y no sólo ella) ha hecho de los lugares más recónditos del planeta objeto de la ferocidad mercantil o simple propuesta aventurera para nómadas cansados de ver las propias desgracias. Una parte de los países empobrecidos se están convirtiendo en un gran prostíbulo para beneficio de los otros nómadas, para los turistas de los países ricos.

El planeta tierra es hoy a la vez sujeto de una amenaza ecológica sin precedentes y mero objeto de los reclamos de las agencias de viajes. La ya antigua «tendencia espiritual hacia la nada», que viene caracterizando a las culturas europeas en la crisis, celebra ahora un nuevo carnaval mientras la esperada conciencia excedente de quienes derecho al ocio sigue mutando, como casi siempre, en cinismo excedente, de vuelta ya de todas las éticas del trabajo como sacrificio voluntario.

En esas condiciones el viejo dicho «nada humano me es ajeno» está adquiriendo una dimensión nueva. Pero para que realmente la vieja máxima se convirtiera en norma de comportamiento de las gentes en Europa haría falta algo más que autoconciencia ilustrada; haría falta conciencia de especie, esto es, conciencia de que todos los hombres, mujeres y varones, niños, adultos y viejos, de las diversas etnias, culturas, religiones y creencias, somos parte de una misma especie.

Para soportar cotidianamente la observación a través de la televisión del mal existente en el mundo hay que armarse psicológicamente. Si los ilustrados se atormentaron preguntándose acerca del dios oculto que permitía cosas terribles como el terremoto de Lisboa, ¿qué decir del tormento del ilustrado de este fin de siglo que puede seguir a través de los medios de comunicación la representación instantánea de todo el mal del mundo sin moverse de casa? Lo que se empieza a llamar «hombre-máquina» es acaso el resultado del inicio de una mutación antropológica. Pues no se puede tolerar lo intolerable. Y quien lo tolera ha de desarrollar psicológicamente algo así como una coraza: un callo en la zona de los sentimientos. Tal vez porque la sensibilidad de una parte de la juventud actual intuye esto, cuando sale del psicoanalista se desplaza generosamente hacia las organizaciones no-gubernamentales solidarias.

No es seguro, en cualquier caso, que los ciudadanos europeos logremos superar ya la conciencia desventurada producida por el reconocimiento de lo hecho (en nombre del universalismo cristiano y de la civilización del progreso) entre 1492 y 1996 en América, Asia, Africa y Oceanía. Tampoco es seguro, al menos tal como yo lo veo, que lo más conveniente sea ahora dedicarse a la tarea de desmitificar este tipo de remordimiento. Hasta es posible que el remordimiento, la conciencia desventurada, haya sido una de las mejores cosas de lo que suele llamarse «civilización occidental». De que no es la peor estoy convencido. Ahí está todavía el Conrad de El corazón de las tinieblas para advertirnos.

Pero hay dudas de que la palabra misma «tolerancia» sea adecuada para la configuración de la conciencia de especie en este fin de siglo. Los movimientos anti-racistas actuales han llamado la atención acrerca de las implicaciones negativas del término con toda la razón. También lo han hecho los historiadores críticos. Pues, como ocurre con casi todos los términos político-morales de nuestra cultura, es innegable que también éste está históricamente cargado de connotaciones impropias, la más importante de las cuales es el paternalismo.

Por consiguiente, si se quiere hablar como la mayoría, esto es, seguir conservando el término, habrá que reconstruir el concepto, volver a dar a éste una significación aceptable también para las otras culturas que no son la nuestra. «Tolerancia» querría decir entonces, para nosotros, comprensión radical de la alteridad, atención a la dignidad del otro, autocrítica del etnocentrismo. En cierto modo, y con sus limitaciones históricas, esto último es lo que significó la «variante latina» del concepto de tolerancia que tiene su origen en Bartolomé de las Casas y en Montaigne. La actual filosofía de la liberación en Latinoamérica ha visto esto muy bien.

Pero comprender los hábitos, costumbres y razones del otro no es «tolerar la diferencia», o añorar la virtud del «buen salvaje», o subvencionar unas pocas manifestaciones folclóricas, o crear reservas naturales para culturas en extinción y turistas depredadores. Todo eso es (voluntad aparte) prostituir al otro, a las otras culturas. Nos conviene volver a reflexionar ahora, a propósito de este prostituir otras culturas, sobre un hecho llamativo: la primera acepción histórica de la tolerancia en nuestra cultura estuvo vinculada precisamente a las casas de putas. No éste el lugar para discutir hasta qué punto el giro lingüístico «casas de tolerancia» expresa sólo la hipocresía del cristiano europeo moderno que no se atreve a enfrentarse con la realidad del sexo y «tolera» lo que según sus mandamientos es intolerable. Aun así, la conciencia crítica del fin del siglo debería estar atenta. No fuera que la mercantilización universal nos llevara ahora a una casa mundial de la tolerancia por extensión de aquel concepto primitivo.

Concluyo: la comprensión de los hábitos, costumbres y razones del otro debería ser autocrítica de la propia civilización productivista y expansionista. Tiene que ser, como quería Las Casas, restitución de aquellos bienes del otro que un día decidimos que eran nullius, cosas de nadie y de todos (y, por tanto, nuestras, sobre todo nuestras). Si la tolerancia de este fin de siglo ha de ser igualitaria y comprensiva de la diversidad, no excluyente, entonces habrá de pensarse como configuración de un nuevo derecho internacional de gentes que respete otros valores, no sólo los mercantiles y mercantilizables. Tiene que ser, pues, ampliación de la vieja declaración ilustrada de los derechos del «hombre» (todavía blanco, varón y adulto).

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