Francisco Fernández Buey y la perestroika (III)
Salvador López Arnal (editor)
“Después de las perestroikas. Respuesta a ocho preguntas de l’Esborrany” es el titular de una entrevista publicada inicialmente en la revista l’Esborrany [El borrador], nº 16, Sant Boi de Llobregat (Barcelona), septiembre de 1991. Fue recogida por Francisco Fernández Buey en Discursos para insumisos discretos, Madrid: Ediciones libertarias, 1993, pp. 533-541.
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Recuerdo las dos citas con las que abría el autor el libro, reflexiones que, en mi opinión, estuvieron muy cerca de su espíritu y mirada político-cultural desde casi siempre, especialmente desde principios de los años noventa. La primera de P. P. Pasolini, de El caos. Contra el terror:
Todo quedará claro cuando especifique que por burguesía no entiendo tanto una clase social como una enfermedad propiamente dicha. Una enfermedad que es, además, muy contagiosa. Tanto que ha contagiado a casi todos los que la combaten.
La segunda cita es de Baltasar Gracián, de El discreto:
Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura; y consiste en una audacia discreta, muy asistida por la dicha. No hablo aquí de aquella natural superioridad que señalamos por singular realce al héroe, sino de una cuerda intrepidez, contraria al deslucido encogimiento y fundada o en la comprensión de las materias, o en la autoridad de los años, o en la calificación de ellas puede uno hacer y decir con señorío
Vuelvo a la entrevista La conversación se abría con otros dos citas. La primera de Heiner Müller, La misión, con traducción de su amigo Jorge Riechmann (juntos escribieron Ni tribunos; Trabajar sin destruir, y Redes que dan libertad. Introducción a los nuevos movimientos sociales).
Cuando los vivos no puedan seguir luchando lucharán los muertos. Con cada latido de la revolución les vuelve a a crecer carne sobre los huesos, sangre en las venas, vida en su muerte. La rebelión de los muertos será la guerra de los paisajes, nuestras armas los bosques, las montañas, los mares, los desiertos del mundo. Yo seré bosque, montaña, mar, desierto. Yo es África. Yo es Asia. Américas soy yo.
La segunda era de Vladimir Maiakovski (uno de sus poetas): exhortación a los pobres y mendigos para resistir y hacer frente a la impotencia cuando “uno no tiene pechos para poder amamantarlos como una buena nodriza”.
Acariciad los gatos. Hay que aprovechar la energía eléctrica que se acumula en estos animales.
La primera pregunta de L’esborrany se interesaba por su valoración de la realidad orgánica de la izquierda organizada, sobre el panorama internacional y, más en concreto, sobre el proceso llamado “perestroika”.
Como tantas otras veces había ocurrido en la historia de los seres humanos, señala el autor de Marx (sin imos), el desfase entre acontecimientos importantes que tienen lugar en distintos países del mundo desvirtuaba el significado inicial de algunos de ellos. La perestroika, que en 1986 había suscitado una opinión generalmente favorable en la izquierda europea, se había ido convirtiendo con los años en un fenómeno preocupante. Sólo una minoría veía en aquel momento en la perestroika una refundación del socialismo en la URSS.
Para el coautor de Ni tribunos habría que hablar de varias perestroikas en marcha. El desplazamiento de prácticamente todo el arco político soviético hacia la derecha (nos situamos, recordemos, en septiembre de 1991), hacia la justificación -más o menos ingenua- del capitalismo, era un hecho incontrovertible. Tanto era así que el liberal-socialismo europeo-occidental, y hasta el liberalismo sin más, empezaban a estar preocupados por la evolución de las corrientes sociopolíticas en la antigua URSS. Y, sin embargo, en su opinión, este proceso, que entonces provocaba reflexiones más bien sombrías, era la consecuencia de una situación mundial muy condicionada por el desarrollo del capitalismo.
Había tres fenómenos decisivos para entender lo que había sido la perestroika entre 1986 y 1990.
El primero en el tiempo había sido la aceleración de la carrera de armamentos, una aceleración forzada por los EEUU en tiempos de Ronald Reagan, que había puesto a la URSS contra las cuerdas en el plano económico.
El segundo se ubicaba en la atracción de las poblaciones de toda la Europa oriental por el modo de vivir y consumir del llamado “capitalismo avanzado”. Sin duda, en esto los medios de comunicación-formación de masas habían jugado un papel importante.
El tercer punto estaba relacionado con el resurgir de los nacionalismos “tanto en la periferia como en el centro del estado multinacional soviético”.
Ninguno de esos fenómenos era favorable a la renovación socialista, más bien al contrario.
Lo que se puede esperar de ellos es una nueva versión del viejo enfrentamiento entre occidentalistas y eslavófilos, sobre todo a partir del momento en que las gentes empiecen a darse cuenta de que la extensión del tipo de consumo norteamericano y europeo-occidental a la URSS es una utopía. El desencanto polaco es ya un indicio. Pero cuando ese fenómeno llegue a la URSS, que llegará, sus dimensiones van a ser mucho más graves.
En suma, no había motivos para el optimismo: se salía de una década conservadora y probablemente se estaba entrando en una década reaccionaria, concluía Fernández Buey.
Se la preguntó a continuación por el “socialismo real”.
En su opinión, lo que sí podía afirmarse es que se había abierto una fase nueva en la historia de los movimientos de emancipación social. La perestroika había puesto fin a una ilusión ideológica. La siguiente: llamar socialismo a lo que realmente había sido “un proceso de industrialización acelerada con fuerte intervención estatal, durísimo control de las poblaciones y una cierta tendencia, eso sí, a la igualación social en la escasez”.
El llamado socialismo “real” o “realmente existente” tenía la connotación cínica-pragmática que siempre acababan adoptando las ideologías que hacen de la necesidad virtud: “Existe un socialismo “ideal”, el de los libros, el de los clásicos del marxismo, el de los intelectuales que no se enteran de lo que hay en el mundo, y un socialismo “verdadero”, “real”, que es el que hay.”
En la historia reciente de la URSS habían existido diversas formas de presentación de este cinismo. Primero se había dicho que el “socialismo real” era el único posible y se tomaban medidas represivas contra los que aspiraban a otra cosa, a otro socialismo muy distinto. De esta manera, recordaba el antiestalinista autor de Leyendo a Gramsci, el estalinismo había asesinado a muchos comunistas. La perestroika había sido, en principio, una refundación, en el sentido de que los dirigentes del PCUS querían volver a aquella idea inicial según la cual era posible otro socialismo, “un socialismo en el que habría que conjugar igualdad y libertad, democracia representativa, respeto a los méritos de cada cual y corrección de las desigualdades existentes”.
Esta corrección de la ideología del “socialismo real”, proseguía el que fuera militante del PSUC-PCE, pudo haber empezado en 1956. Algo así se apuntaba en los primeros discursos de Jruschev después del XX Congreso. También pudo haber aprendido de aquella “autocrítica (práctica) del leninismo” que había sido la esperanzadora Primavera de Praga. Lamentablemente, en ambos casos, había prevalecido el conservadurismo, la versión conservadora de la ideología que acababa dando en cinismo.
Cuando los dirigentes del PCUS se plantearon en 1986-1987 un giro en serio seguramente era ya demasiado tarde. De nuevo, remarcaba el autor de Utopía e ilusiones naturales, el desfase histórico. La más patética expresión de las consecuencias de ese desfase había sido, probablemente, el destino del héroe de la Primavera de Praga, Alexander Dubĉek.
Y sin embargo, desde su punto de vista, Dubĉek era la excepción moralmente sana. La regla de los últimos tiempos había que sacarla del comportamiento de los burócratas que cambiaban apresuradamente de chaqueta. Gramsci lo había llamado “transformismo”. Era un fenómeno que se daba siempre en las fases de revolución “pasiva”, es decir, de revolución sin revolución.
El drama era que esa fase histórica que empezaba en aquellos años tenía detrás el fuerte descrédito de las palabras “socialismo” y “comunismo”.
En Moscú, Budapest, Bucarest, Praga, Leningrado o Berlín estas palabras suscitan el malestar, cuando no el odio, de sectores importantes de la población, sobre todo de los de abajo. Brota de ahí una paradoja que va a condicionar toda política socialista y comunista en los próximos años: los comunistas y socialistas que durante décadas han luchado por la democracia y las libertades en la Europa occidental y del sur, y que al mismo tiempo criticaron por despótico el pseudosocialismo de los países del Pacto de Varsovia, no pueden por el momento ser reconocidos como hermanos por las gentes que en aquellos países han experimentado el descrédito de «socialismo real».
Las grandes palabras no servían para comunicar sino para abrir fosas. Era ilustrativo observar cómo “los burócratas transformistas del este y del oeste” se cambiaban de nombre para reconocerse entre ellos. Pero, preguntaba el autor de Conocer a Lenin y su obra, “¿cómo se reconocerán en el futuro los otros, los que allí sufrieron el autoritarismo y aquí lucharon contra el fascismo?”. Parecía claro que en tales condiciones la noción misma de socialismo tenía que ser reconstruida.
La tercera pregunta se formuló en estos términos: “a pesar del componente positivo desde un punto de vista político-cultural de la perestroika, ¿no podía resultar peligrosa la nueva actitud económica y política en el ámbito internacional?”
En el plano internacional, respondía el miembro fundador de mientras tanto, los consecuencias de la perestroika no podían ser valoradas equilibradamente sin tener en cuenta la mundialización del capitalismo, la universalización del Imperio. Ya no podía hablarse con propiedad de «tercer mundo» porque no había propiamente segundo mundo.
Los cambios que se estaban produciendo en la URSS, y en toda Europa oriental, tenían una inmediata consecuencia negativa para la lucha en favor de la liberación de los pueblos. La economía cubana, por ejemplo, se estaba resintiendo fuertemente en aquellos años. El resultado de las elecciones en Nicaragua (la derrota del sandinismo en las elecciones de 1990) seguramente no era ajeno a la convicción de muchos ciudadanos de que su soledad era inmantenible. En Latinoamérica, Asia y África, el efecto del giro en la política soviética se notaría mucho. El respiro que representaba para las poblaciones europeas la firma de acuerdos para el desarme nuclear se iba a convertir en agobio para las poblaciones de Asia, África y América que quisieran liberarse.
Salía a relucir así otro hecho que había tenido una gran importancia durante las últimas décadas y que no se había valorado suficientemente:
la repercusión en la vida económica de la URSS del tipo de relaciones comerciales establecidas con los gobiernos de los países del tercer mundo que se iban liberando del yugo colonial, lo cual incluye, sin duda, también la ayuda militar. No se entenderá nada de lo que ha sido la fase última de la historia del mundo sin darse cuenta de que los ricos y poderosos de este mundo, lo que algún día volverá a ser llamado capitalismo imperialista, forzó a los pueblos de América, Asia y África que quisieron afirmar su dignidad, liberándose, a dedicar una parte sustancial de las energías nuevas, recién liberadas, a comprar armas para defenderse mientras se empobrecían y vendían sus escasos productos a aquellos poquísimo países que querían comprárselos a precios que nada tenían que ver con los establecidos por la economía de mercado.
Sólo la hipocresía y la mala conciencia de los hartos insatisfechos, de los cerdos sueltos del rebaño de Epicuro apuntaba Fernández Buey (recordando el decir de su amigo y maestro Manuel Sacristán en una entrevista de 1969 sobre la construcción del socialismo en Checoslovaquia), que circulaban por el mundo de los ricos, podía presentar la situación como prueba del fracaso del socialismo y contraprueba del triunfo moral del capitalismo.
Pero también en el plano internacional las cosas podían estar, a partir de entonces, más claras.
El ridículo ensoberbecimiento de tantos intelectuales europeos y americanos por el triunfo moral del capitalismo no puede ocultar a la opinión pública la conflictividad latente en esta plétora miserable en la que vivimos. El hambre y la miseria del mundo actual era un fardo demasiado pesado para cargarlo mayormente sobre los hombros de gentes que se llamaban «socialistas» sin poder serlo pero que, al menos, ayudaban un poco a los otros. ¿Quién va a cargar ahora con ese fardo que no ha hecho sino crecer en los últimos años? ¿El Banco Mundial? ¿Cada uno de los ciudadanos de la CEE?
La guerra del golfo Pérsico era el primer aviso de que empezaba una época nueva en la que iban a ser determinantes tres cosas: 1. La vuelta de las hambrunas que afectarán a grandes poblaciones. 2. Las migraciones intercontinentales, y 3. La lucha por el control de reservas energéticas y algunas materias primas de carácter básico. Las nuevas «guerras del opio» a las que se estaba asistiendo en torno a la economía de la droga eran parte de ese escenario.
Se le preguntó a continuación por el mito de Europa, por su valoración de la izquierda, y, finalmente, por la crisis del marxismo. Tres en una.
Quería relativizar un poco esa idea tan extendida de la crisis del marxismo, señaló Fernández Buey en primer lugar. Lo primero que había que decir era que desde el momento de la muerte de Marx había habido varios marxismos, no uno solo.
Había que tener en cuenta también que el «marxismo», dicho en general, en un sentido amplio y vago, había pasado desde hacía tiempo a formar parte de la cultura media y superior de muchos europeos. No solo por presión de las masas proletarias; ya a finales del siglo pasado había marxismo académico, hasta en Rusia.
Por último, había que decir que el marxismo dominante entre los intelectuales de la izquierda europea en los años sesenta, que fue un momento de auge, era un marxismo muy cientificista, muy pagado de sí mismo, que ponía escasamente el acento en el papel de los sujetos.
Desde luego, ese marxismo, representado por althusserianos y dellavolpianos (recordemos su tesis doctoral: Contribución a la crítica del marxismo cientificista, Barcelona: Edicions de la Universitat de Barcelona, 1984 [En Amazon, ¡al precio de 675,68 euros!]) era muy inadecuado para dar cuenta de las subjetividades que estaban configurándose. Por eso había entrado en crisis.
La crisis del marxismo en la década de los años setenta del siglo XX había sido esencialmente una crisis del marxismo cientificista.
La prueba de ello es que en los ochenta otros marxismos han seguido siendo muy productivos, aunque, eso si, casi siempre en alianza con otras tradiciones culturales. Así se explica el auge del marxismo analítico en los países anglosajones. Pero así se explica también el interés por el gramscismo en casi todos los países del mundo. Y lo que es más importante: la contribución del marxismo a varias filosofías contemporáneas de la liberación (teológicas o no). El panorama no es, por tanto, uniforme. El marxismo analítico es muy bueno en el plano teórico, pero enlaza poco con los movimientos de liberación realmente existentes. La teología de la liberación es expresión de anhelos morales liberadores como seguramente no hay otros en el mundo, pero al mismo tiempo se resiente de su eclecticismo.
Para él, no fue la única vez que lo señaló, el gramscismo era el marxismo del final de siglo XX “si no fuera porque a veces esas expresiones se toman como eslóganes sin más” (Recodemos el título de uno de sus últimos trabajos largos: “Sobre culturas nacionales y estrategia internacionalista en los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci”. En G. Pala, A. Firenze y J. Mir Garcia (eds), Gramsci y la sociedad intercultural, Vilassar de Mar: El Viejo Topo, 2014, pp. 13-41).
[Vídeo: Giaime Pala y Jordi Mir Garcia https://www.youtube.com/watch?v=S1khap8iXc4 ]
La distinción entre politiquería y función pedagógico-cultural de la política alternativa le permitía insistir en esa idea de que el gramscismo era el marxismo del final del siglo XX sin que la cosa quede reducida a una frase.
En las organizaciones marxistas que yo he conocido dominaba alternativamente el hiperidealismo y el hiperempirismo. O se atribuía al supuesto sujeto de la transformación social una tal conciencia que no había forma humana de comprobarlo empíricamente, o se pasaba a la orilla contraria aceptando positivamente el estado de ánimo de la mayoría de los obreros como prueba de que nunca hubo, hay ni habrá conciencia propiamente dicha. Los principales exponentes de la primera de estas exageraciones (hablo de los que he conocido yo) dejaron hace mucho tiempo la política; los principales exponentes de la segunda de estas exageraciones son hoy ministros, directores generales o distinguidos dirigentes que se preocupan muy poco por el estado del marxismo en el mundo.
Desde su punto de vista, Gramsci supo sortear al mismo tiempo la exageración hiperidealista y la exageración positivista:
Supo decir la verdad sin asustarse de sus consecuencias, aunque algunas de ellas eran amargas para las gentes que quieren cambiar el mundo; pero, por otra parte, no quiso reconciliarse nunca con aquella mierda de mundo que le tocó vivir. De ahí sale una idea no instrumental sino pedagógica.
Lo que la izquierda revolucionaria de este final de siglo tenía que hacer era traducir la idea gramsciana de reforma moral e intelectual a unas condiciones en las que la batalla de ideas se había ampliado a todos los ámbitos de la vida por la enorme extensión y potencia de los medios de comunicación (y desinformación en ocasiones) de masas.
Veremos en la próxima entrega su aproximación al golpe de Estado de octubre de 1993.