Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Cuatro horas en Chatila

Jean Genet

Cuatro horas en Chatila, del autor francés Jean Genet (París, 1910-1986), es un testimonio políticamente contundente y de una belleza sobrecogedora de las matanzas de los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila perpetradas por las milicias de la ultraderecha libanesa en connivencia con el ejército israelí, cuyo ministro era Ariel Sharon, durante los días 16, 17 y 18 de septiembre de 1982, trágicas jornadas en las que el tiempo se detuvo en las afueras de Beirut.

 
Jean Genet nació en París en 1910. Abandonado por su madre, ingresa por primera vez en 1920 en un reformatorio, acusado de robo. Marginal, desertor de la Legión Extranjera, viajero, marinero y delincuente, Genet redactará en la década de los años 40 sus primeras y magistrales obras (Nôtre-Dame des Fleurs, Le Miracle de la rose, Haute surveillance) en las prisiones francesas, hasta que escritores e intelectuales de su país (Sartre y Cocteau, entre otros) le reivindican como la nueva figura literaria de Francia y logran que le sea concedida la gracia presidencial en 1947. Después vendrán L’enfant criminel o Le journal du voleur, en 1949, y nuevos procesos, esta vez por atentado contra la moral. Homosexual declarado y reivindicativo, Genet apoyará con gran valentía las causas de los desheredados y de los pueblos: a los Panteras Negras en Estados Unidos, adonde viaja en 1969 para hacer campaña a favor de la liberación de sus presos; a los palestinos, conviviendo con sus refugiados y guerrilleros en Jordania y Líbano entre 1970 y 1972, experiencia y compromiso (frente a una izquierda francesa mayoritariamente filosionista) que narrará en la obra Un captif amoureux, sobre la que se centra el texto de Juan Goytisolo «Genet y los palestinos: ambigüedad política y radicalidad poética» que cierra el presente volumen [de la fuente original]. Genet está en Beirut cuando en septiembre de 1982 entra el ejército de Israel y se producen las matanzas en Sabra y Chatila, por donde camina a las pocas horas de ser perpetradas, cuando los cadáveres aún no han sido retirados de sus callejuelas. Escribirá entonces «Cuatro horas en Chatila», un testimonio políticamente contundente y de una belleza sobrecogedora. Jean Genet murió en 1986.

 

«En Chatila, en Sabra, unos no-judíos han masacrado a unos no-judíos,
¿en qué nos concierne eso a nosotros?»
MENAHEM BEGIN
(primer ministro de Israel en 1982, ante el Parlamento israelí)

Nadie ni nada, ni ninguna técnica narrativa, dirán lo que fueron los seis meses que pasaron los fedayines1 en las montañas de Yeras y de Ashlun en Jordania, sobre todo en las primeras semanas2. Otros han dado cuenta de los hechos y han establecido la cronología, los logros y los errores de la OLP. Se podrá describir el aspecto del tiempo y el color del cielo, de la tierra y de los árboles, mas nunca transmitir la ligera borrachera, la marcha sobre el polvo, el estallido en los ojos, la transparencia de la relación entre fedayines y de éstos con sus jefes. Todo, todos, bajo los árboles, vibraban, reían, maravillados por una nueva vida para todos, y en aquellas vibraciones había algo sorprendentemente fijo, al acecho, reservado, protegido como alguien que reza sin decir nada. Todo era de todos. Cada uno en sí mismo estaba solo. Quizá no. En suma, sonrientes e inquietos. La región jordana donde se habían retirado, siguiendo una decisión política, era el perímetro que iba de la frontera siria a As-Salt y estaba delimitado en profundidad por el Jordán y la carretera de Yeras a Irbid. Alrededor de sesenta kilómetros de largo y una profundidad de veinte en un territorio muy montañoso cubierto de encinas verdes y villorrios jordanos de cultivos muy pobres. Bajo los bosques y las tiendas camufladas los fedayines habían dispuesto unidades de combate y armas ligeras y semipesadas. Una vez en el lugar, dirigida la artillería principalmente contra las eventuales operaciones jordanas, los jóvenes soldados se ocupaban de las armas, las desmontaban para limpiarlas, engrasarlas y las montaban a toda velocidad. Algunos lograban montar y desmontar las armas con los ojos vendados a fin de entrenarse para la noche. Entre cada soldado y su arma se había establecido una relación amorosa y mágica. Como los fedayines habían dejado hacía poco la adolescencia, el fusil en cuanto arma era el signo de la virilidad triunfante, y aportaba la certeza de ser. La agresividad desaparecía: la sonrisa mostraba los dientes.

El resto del tiempo, los fedayines bebían té, criticaban a sus jefes y a la gente rica —palestinos y otros—, insultaban a Israel; pero más que nada hablaban de la revolución, de aquella que hacían y de aquella que iban a emprender.

Para mí, esté en un título, en el cuerpo de un artículo o en un panfleto, la palabra palestinos evoca inmediatamente a los fedayines de un lugar preciso —Jordania— y en una época que podemos datar fácilmente: octubre, noviembre, diciembre del 70, enero, febrero, marzo, abril de 1971. Entonces y allí es donde conocí la Revolución palestina. La extraordinaria evidencia de lo que pasaba, la fuerza de esa dicha de ser, también se denomina belleza3.

Pasaron diez años y no supe nada de ellos, salvo que los fedayines estaban en Líbano. La prensa europea hablaba de los palestinos despreocupadamente, incluso con desdén. Y, de repente, Beirut Oeste4.

* * *

Una fotografía tiene dos dimensiones, la pantalla de un televisor también, ni la una ni la otra pueden recorrerse. De un lado al otro de una calle, doblados o arqueados, los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra, los cadáveres, negros e hinchados, que debía franquear eran todos palestinos y libaneses. Para mí, como para el resto de la población que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola. Un niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos. Su olor es sin duda familiar a los ancianos: a mí no me incomodaba. Pero cuántas moscas. Si levantaba el pañuelo o el periódico árabe puesto sobre una cabeza, las molestaba. Enfurecidas por mi gesto, venían en enjambre al dorso de mi mano y trataban de alimentarse ahí. El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado. El cinturón estaba desabrochado, el pantalón se sujetaba por un solo botón. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora?, ¿huía? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campamento de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total?

Las fotografías no captan las moscas ni el olor blanco y espeso de la muerte. Tampoco dicen los saltos que hay que dar cuando se va de un cadáver a otro. Si miramos atentamente un muerto, sucede un fenómeno curioso: la ausencia de vida en un cuerpo equivale a la ausencia total del cuerpo o más bien a su huida ininterrumpida. Aunque nos acerquemos, creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos. Pero si hacemos un gesto en su dirección, nos agachamos junto a él, le movemos un brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo.

El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de un hombre de treinta a treinta y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como si todo el cuerpo no fuese más que una vejiga con forma humana, se había hinchado bajo el sol y por la química de la descomposición hasta inflar el pantalón, que amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La única parte de su rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla, bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un cuchillo, un puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, más grande que una sandía —una sandía negra. Pregunté su nombre, era musulmán.

—¿Quién es?

—Palestino—me respondió en francés un hombre de unos cuarenta años—.Vea lo que le han hecho.

Tiró de la manta que cubría los pies y una parte de las piernas. Las pantorrillas estaban desnudas, negras e hinchadas. Los pies, calzados con botines negros desatados, y los tobillos atados fuertemente con el nudo de una soga —visiblemente resistente— de aproximadamente tres metros de largo, que yo colocaba para que la señora S. (americana) pudiese fotografiar con precisión. Pregunté al hombre de cuarenta años si podía ver la cara.

—Si quiere véalo, pero usted mismo.

—¿Quiere ayudarme a girarle la cabeza?

—No.

—¿Lo han arrastrado por las calles con esta cuerda?

—No lo sé, señor.

—¿Quién lo ha atado?

—No lo sé.

—¿La gente del comandante Haddad?5

— No lo sé.

—¿Los israelíes?

—No lo sé.

¿Los kataeb?6

—No lo sé.

—¿Lo conocías?

—Sí.

—¿Lo has visto morir?

—Sí.

—¿Quién lo ha matado?

—No lo sé.

Se alejó del muerto y de mí rápidamente. De lejos me miró y desapareció por una callejuela transversal.

¿Qué calle cogería ahora? Estaba acosado por hombres de cincuenta años, por jóvenes de veinte, por dos viejas señoras árabes, y tenía la impresión de estar en el centro de una rosa de los vientos cuyos rayos contuvieran cientos de muertos.

Anoto esto ahora, en este punto de mi narración, sin saber del todo por qué: «Los franceses tienen la costumbre de emplear la sosa expresión ‘trabajo sucio’, pues bien, igual que el ejército israelí ha encargado ‘el trabajo sucio’ a los kataeb, o a la gente de Haddad, los laboristas han hecho rematar ‘el trabajo sucio’ al Likud, Begin, Sharon, Shamir»7. Cito a R., periodista palestino, todavía en Beirut, el domingo 19 de septiembre.

En medio, cerca de ellas, de todas las víctimas torturadas, mi espíritu no puede deshacerse de esta «visión invisible»: ¿cómo era el torturador? ¿quién era? Lo veo y no lo veo. Me arranca los ojos y su forma será para siempre la que dibujan las poses, posturas, gestos grotescos de unos muertos devorados al sol por nubes de moscas.

Al irse tan rápido (¡los italianos, llegados en barco con dos días de retraso, salieron en aviones Hércules!), los marines americanos, los paracas franceses y los bersaglieri italianos que constituían la fuerza de interposición de Líbano, un día o treinta y seis horas antes de su partida oficial, como si huyeran, en la víspera del asesinato de Bechir Gemayel, ¿se equivocan acaso los palestinos al preguntarse si americanos, franceses e italianos habían sido advertidos de que hacía falta largarse para no verse involucrados en la explosión de los kataeb?8

—Se han ido muy rápido y muy pronto. Israel se jacta y presume de su eficacia en el combate, de la preparación de sus compromisos, de su habilidad para aprovechar las circunstancias. Veamos: la OLP deja Beirut gloriosamente, en un navío griego, con una escolta naval. Bechir, escondiéndose como puede, visita a Begin en Israel. La intervención de los tres ejércitos (americano, francés, italiano) cesa el lunes. El martes Bechir es asesinado. El [ejército israelí] Tsahal entra en Beirut Oeste el miércoles por la mañana. Como viniendo del puerto, los soldados israelíes suben hacia Beirut la mañana del entierro de Bechir. Desde el octavo piso de mi casa, con unos gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me extrañé de que no pasase nada puesto que un buen fusil de mira telescópica debería haberlos abatido a todos. Su ferocidad los precedía.

Los carros tras ellos. Después los jeeps.

Cansados de una tan larga marcha matutina, se pararon cerca de la embajada de Francia, dejando que los tanques los precedieran, entrando de lleno en Hamra9. Los soldados espaciados de diez en diez metros, se sentaron en la acera, el fusil apuntado al frente, la espalda apoyada en la pared de la embajada. El torso muy grande, me parecían boas que tuviesen dos piernas extendidas ante ellos.

«Israel se había comprometido ante el representante americano, Habib10, a no poner los pies en Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones palestinas de los campamentos de refugiados. Arafat tiene todavía la carta en la que Reagan le promete lo mismo. Habib habría prometido a Arafat la liberación de nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan las matanzas de Chatila y Sabra. ¡El «baño de sangre» que Israel pretendía evitar aportando orden a los campamentos !»… me dice un escritor libanés. «Será muy fácil para Israel librarse de todas las acusaciones. Ya los corresponsales de todos los periódicos europeos se ocupan de excusarlos: ninguno dirá que durante las noches del jueves al viernes y del viernes al sábado se hablaba hebreo en Chatila».

Esto me lo cuenta otro libanés.

La mujer palestina —puesto que yo no podía salir de Chatila sin ir de un cadáver a otro y este juego de la oca conduciría fatalmente a este prodigio: Chatila y Sabra arrasadas por la batalla de las inmobiliarias con el fin de reconstruir sobre este llanísimo cementerio— la mujer palestina probablemente era mayor, puesto que tenía el pelo gris.

Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol?

—¿Le han pegado con la culata?

—Mire, señor, mire sus manos.

No me había fijado. Los dedos de las dos manos estaban desplegados en abanico y los diez estaban cortados con una cizalla de jardinero. Los soldados, riendo como niños y cantando alegremente, se habían divertido descubriendo esta cizalla y utilizándola.

—Mire, señor.

Las puntas de los dedos, las falanges con la uña, yacían en el polvo. El hombre joven que me mostraba, con naturalidad, sin ningún énfasis, el suplicio de los muertos, recubrió tranquilamente con una tela la cara y las manos de la mujer palestina, y con un cartón rugoso sus piernas. Yo ya no distinguía más que un montón de telas rosas y grises sobrevolado por moscas.

Tres jóvenes me llevaban a una callejuela.

—Pase, señor, nosotros lo esperamos fuera.

La primera habitación era lo que quedaba de una casa de dos pisos. Habitación muy tranquila, acogedora incluso, un intento de felicidad, quizá una felicidad lograda con restos, con lo que sobrevivió de musgo en un trozo de muro destruido, con lo que en un primer momento creí ser tres sillones, de hecho tres asientos de coche (tal vez un Mercedes de desguace), un sofá con cojines tapizados con una tela de flores de colores chillones y dibujos estilizados, una pequeña radio silenciosa, dos candelabros apagados. Una habitación bastante tranquila, alfombrada de cartuchos gastados… Una puerta batió como si hubiese una corriente de aire. Avancé sobre los cartuchos y empujé la puerta que se abría hacia fuera y que tuve que forzar: el tacón de una bota me impedía pasar, tacón de un cadáver tumbado de espaldas junto a cadáveres de otros hombres tumbados boca abajo, y reposando todos sobre una alfombra de cartuchos. Casi tropiezo varias veces.

Al final de esta habitación otra puerta estaba abierta, sin cerradura, sin pestillo. Saltaba los muertos como si fuesen fosos. La habitación contenía, amontonados en una sola cama, cuatro cadáveres de hombres, apilados, como si cada uno se hubiese preocupado de proteger al que tenía debajo o como si hubiesen sido poseídos por un celo erótico en descomposición. Esta pila de cuerpos olía fuerte, pero no mal. El olor y las moscas parecían habituarse a mí. Yo no molestaba ya a nadie en estas ruinas imperturbables.

—Durante las noches del jueves al viernes, del viernes al sábado y del sábado al domingo, nadie los ha velado, pensé.

Sin embargo sentía que alguien había pasado por allí antes que yo y después de la masacre.

Los tres jóvenes me esperaban bastante lejos de la casa y con un pañuelo en las narices. Fue entonces, saliendo de la casa, cuando tuve un ataque de ligera locura que a poco me hace sonreír. Me dije que nunca habría suficientes planchas y tablas para los ataúdes. Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran todos musulmanes que se envuelven en sudarios. ¿Cuántos metros de tela harán falta para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones.

—Venga, señor, venga.

Es tiempo de escribir que esta repentina y momentánea locura que me hizo calcular metros de tejido blanco dio a mi paseo una viveza casi alegre, y que la causó quizá la reflexión escuchada la víspera a una amiga palestina.

—Esperaba que me trajesen mis llaves (¿qué llaves?: las de su coche, las de su casa, sólo sé la palabra llaves), un viejo pasó corriendo.

—¿Adónde vas?

—A buscar ayuda. Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos están al descubierto. Hay que ayudarme a recoger los huesos.

Esta amiga creo que es cristiana. También me dijo: «Cuando la bomba de vacío —llamada de implosión— mató a doscientas cincuenta personas, nosotros sólo teníamos una caja. Los hombres cavaron una fosa común en el cementerio de la iglesia ortodoxa. Llenábamos la caja e íbamos a vaciarla. Íbamos y veníamos bajo las bombas, retirando los miembros y cuerpos como podíamos».

Desde hacía tres meses las manos tenían una doble función: por el día, coger y tocar, por la noche, ver. Los apagones obligaban a esta educación de ciego, igual que a la escalada bi o tridiaria del acantilado de mármol blanco, los ocho pisos de la escalera. Tuvimos que rellenar de agua todos los recipientes de la casa. El teléfono fue cortado cuando los soldados israelíes y las inscripciones hebraicas entraron en Beirut Oeste. Igualmente lo fueron las carreteras. Los carros [israelíes] Merkaba, siempre en movimiento, vigilaban toda la ciudad a la vez que adivinábamos el espanto de los ocupantes por no convertirse en blancos fijos. Sin duda temían la actividad de los morabitun11 y de los fedayines que habían podido quedarse en Beirut Oeste.

Al día siguiente de la ocupación israelí estábamos prisioneros, pero me pareció que los invasores eran más despreciados que temidos, causaban más desagrado que miedo. Ningún soldado reía o sonreía. El tiempo aquí no era para tirar arroz ni flores.

Desde que las carreteras estaban cortadas, los teléfonos mudos, privado de comunicación con el resto del mundo, por primera vez en la vida me sentí palestino y odié a Israel.

En la Ciudad Deportiva, junto a la carretera Beirut-Damasco, en el estadio casi destruido por los bombardeos intensivos de la aviación, los libaneses entregaban a los oficiales israelíes amasijos de armas, al parecer, todas deterioradas voluntariamente.

En el inmueble que habito todos tenemos radio. Escuchamos Radio Kataeb, Radio Morabitun, Radio Ammán, Radio Jerusalén (en francés), Radio Líbano. Sin duda, todos hacemos lo mismo.

«Estamos unidos a Israel por numerosas vías: nos traen bombas, carros, soldados, frutas y legumbres, y se llevan a Palestina a nuestros soldados, a nuestros hijos… en un continuo vaivén que no cesa, como dicen ellos, estamos unidos desde Abraham, en su descendencia, en su lengua, en un mismo origen…» (un fedayín palestino). «En fin —añade— nos invaden, nos ceban, nos asfixian y querrían besarnos. Dicen ser nuestros primos y estar entristecidos al ver que nos apartamos de ellos. Deben estar furiosos con nosotros y con ellos mismos».

* * *

La afirmación de una belleza propia de los revolucionarios plantea muchas dificultades. Sabemos (supongamos) que los niños o adolescentes que viven en medios antiguos y severos, tienen una belleza de rostro, de cuerpo, de movimientos, de mirada, muy próxima a la de los fedayines. La explicación tal vez sea ésta: al quebrar el antiguo orden, una nueva libertad aparece a través de la piel de los muertos, y a los padres y abuelos les costará apagar el estallido de los ojos, el voltaje en las sienes, la alegría de la sangre en las venas.

En las bases palestinas, durante la primavera de 1971, la belleza estaba sutilmente difusa en un bosque animado por la libertad de los fedayines. En los campamentos de refugiados la belleza se establecía como el reino de las madres y los hijos, y era diferente, un poco más ahogada. Los campamentos recibían un tipo de luz que venía de las bases de combate y la explicación de la euforia de las mujeres necesitaría un largo y complejo debate. Más aún que los hombres, más aún que los fedayines en combate, las mujeres palestinas parecían suficientemente fuertes como para mantener la resistencia y aceptar las novedades de una revolución. Ya habían desobedecido a las costumbres: mirada directa aguantando la mirada a los hombres, rehusaban el velo, cabellos visibles y desnudos, voz sin fisuras. La más corta y prosaica de sus conquistas era parte de un avance seguro hacia un orden nuevo, por lo tanto desconocido para ellas, pero donde presentían para ellas mismas su liberación como un baño y para los hombres como un orgullo luminoso. Estaban dispuestas a convertirse a la vez en esposas y madres de héroes como lo eran ya de sus hombres.

En los bosques de Ashlun, quizá los fedayines soñaban con chicas, más bien cada uno dibujó sobre sí mismo —o modeló con gestos— una chica pegada a él, de ahí la gracia y la fuerza —entre divertidas risas— de unos fedayines armados. No estábamos sólo en las lindes de una pre-revolución, sino también en las de una indistinta sensualidad. El rocío, congelando cada gesto, le confería su dulzura.

Cada día durante un mes, siempre en Ashlun, veía una mujer delgada pero fuerte, acuclillada a la fría intemperie, acuclillada como los indios de los Andes, o algunos negros africanos, los intocables de Tokio, o los gitanos en un mercado, lista para partir en caso de peligro, bajo los árboles, frente al puesto de guardia —una sólida casa pequeña, construida rápidamente. Descalza, con un vestido negro galoneado en las mangas, esperaba. Su expresión era severa pero no de cólera, agotada pero no cansada. El responsable del comando preparaba una habitación casi vacía y después le hacía una señal. Ella entraba en la habitación. Cerraba la puerta sin llave. Luego salía, sin decir nada, sin sonreír, y con los pies descalzos regresaba directamente a Yeras y al campamento de Baqa12. En la habitación reservada para ella en el puesto de guardia supe que se quitaba las dos faldas negras, desataba todas las cartas y sobres que estaban cosidos, hacía un paquete y golpeaba suavemente la puerta. Entregaba las cartas al responsable, salía, y se iba sin haber dicho una palabra. Al día siguiente volvía.

Otras mujeres, más mayores que ésta, se reían de tener por hogar tres piedras ennegrecidas que llamaban: «nuestra casa». Con qué voz infantil me mostraban las tres piedras, y a veces con las brasas encendidas, me decían riendo: darna13. Estas mujeres viejas no eran parte ni de la revolución, ni de la resistencia palestina: eran la alegría que ya no espera más. El sol sobre ellas, continuaba su trayecto. Un brazo o un dedo extendido proponía una sombra cada vez más fina. Pero ¿qué suelo? Jordano, por efecto de una ficción administrativa y política decidida por Francia, Gran Bretaña, Turquía, EEUU… «La alegría que ya no espera más», la más jovial puesto que es la más desesperada. Todavía veían una Palestina que ya no existía cuando tenían dieciséis años, pero por fin tenían un suelo. No estaban ni debajo ni encima, en un espacio inquietante donde el menor movimiento será un falso movimiento.

¿Era firme la tierra bajo los pies desnudos de estas octogenarias actrices trágicas sublimemente elegantes? Cada vez lo era menos. Cuando escaparon de Hebrón bajo las amenazas israelíes14, la tierra aquí parecía sólida, cada uno se aligeraba y se movía sensualmente al son de la lengua árabe. Pasado el tiempo, esta tierra experimentó lo siguiente: los palestinos eran cada vez menos soportables, a la vez que estos mismos palestinos, estos campesinos, descubrían la movilidad, la marcha, la carrera, el juego de las ideas redistribuidas casi a diario como naipes, las armas, montadas, desmontadas, utilizadas. Cada mujer, a su vez, toma la palabra. Ríen. Recojo la frase de una de ellas:

—¡Héroes! Vaya broma. He parido y azotado a cinco o seis que están en el yebel.15 Les he limpiado el culo mil veces. Sé lo que valen y puedo parir a más. En el cielo siempre azul el sol continúa su trayecto, pero todavía hace calor. Estas actrices trágicas, a la vez recuerdan e imaginan. Con el fin de ser más expresivas, apuntan con el índice el final de cada período y acentúan las consonantes enfáticas. Si un soldado jordano pasase, estaría orgulloso: en el ritmo de las frases encontraría el ritmo de las danzas beduinas. Sin frases, un soldado israelí, si viese a estas diosas, les dispararía sobre el cráneo una ráfaga de metralleta.

* * *

Aquí, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada. Algunas mujeres ancianas, mudas, se esconden rápidamente tras una puerta en la que hay un trapo blanco clavado. Algunos fedayines muy jóvenes, a algunos de los cuales reencontraré en Damasco.

La elección que hacemos de una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una adhesión irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atracción sentimental, incluso sensible, sensual; soy francés, pero francamente, sin racionalismos, defiendo a los palestinos. Tienen el derecho puesto que los amo. ¿Pero los querría si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo?

Casi todos los edificios de Beirut, en lo que aún se llama Beirut Oeste, están tocados. Se resquebrajan de distintas formas: como un milhojas chafado entre los dedos de un king-kong monstruoso, indiferente y voraz; otras veces los tres o cuatro últimos pisos se inclinan deliciosamente siguiendo un pliegue muy elegante, un pliegue libanés del edificio. Si la fachada está intacta, dad la vuelta a la casa, las demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada por el avión ha caído en el centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor. En Beirut Oeste, tras la llegada de los israelíes, S. me dice: «Había caído la noche y debían de ser las siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra, de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra. De vez en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con centinelas ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y 40 ó 50 niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente pequeños bidones de hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y acompasados: ilâh illâ Allah, Lâ Kataib wa yahud (‘No hay más Dios que Dios, no a los kataeb, no a los judíos’)».

H. me dice: «Cuando viniste a Beirut y a Damasco en 1928, Damasco estaba destruido. El general Gouraud y sus tropas, destacamentos de tiradores marroquíes y argelinos, habían arrasado y devastado Damasco. ¿A quién acusaba la población siria?

Yo:

—Los sirios acusaban a Francia de la destrucción y las masacres de Damasco.

Él:

—Nosotros acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos estos crímenes sobre la espalda de sus sicarios, los kataeb. Israel es culpable de haber introducido en los campamentos dos compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campamento por la noche».

De nuevo H., profesor de historia. Me dice: «En 1917 el golpe de Abraham se repitió, o si prefieres, Dios era ya la prefiguración de lord Balfour16. Dios, decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no pertenecía al dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses), este territorio estaba poblado por los cananeos, que también tenían sus dioses, y lucharon contra las tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la victoria. Gran Bretaña en 1917 todavía no poseía Palestina (esa tierra de miel y leche), puesto que el tratado que le concedía el Mandato todavía no había sido firmado».

—Begin pretende haber venido al país…

—Es el título de una película: Una ausencia tan larga. A ese polaco, ¿lo ves heredero del rey Salomón? En el campamento, tras veinte años de exilio, los refugiados soñaban con su Palestina, nadie osaba saber ni decir que Israel la había arrasado de cabo a rabo, que en el lugar del campo de cebada hay un banco, una central eléctrica en el lugar de una viña trepadora.

—¿Cambiaremos la cerca de la granja?

—Hará falta reconstruir una parte del muro junto a la higuera.

—Todas las cacerolas estarán oxidadas: habrá que comprar bayetas.

—¿Por qué no ponemos también electricidad en la cuadra?

—Ah, se acabaron los vestidos bordados a mano: me darás una máquina de coser y una de bordar.

La gente mayor de los campamentos de refugiados vivía miserablemente, quizá también en Palestina, pero la nostalgia funcionaba allí de un modo mágico y podía quedar presa de los desgraciados encantos de los campamentos. No es seguro que esta parte de los palestinos los deje con añoranza. En este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido, al mismo tiempo que la amargura habrá conocido una alegría extrema, solitaria, incomunicable. Los campamentos de refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, están desnudos, pero en sus periferias hay desnudeces más desoladas: barracones, tiendas agujereadas habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso. Negar que el hombre puede ligarse a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone desconocer el alma humana.

La soledad de los muertos, en los campamentos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campamento, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán.

—¿Cómo comunicárselo a los parientes que se han ido con Arafat confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no tocar a las poblaciones civiles de los campamentos?17 ¿Cómo decir que han dejado masacrar a los niños, a los ancianos, a las mujeres, y abandonado los cadáveres sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora dónde están enterrados?

Las masacres no se perpetraron en silencio y en la oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos israelíes, los oídos israelíes estaban, desde el jueves por la tarde, a la escucha en Chatila. Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al ejército israelí, que escuchaba, miraba, animaba, reprendía. No he visto al ejército israelí escuchando y mirando. He visto lo que hizo.

Al argumento: «Qué ganaba Israel con asesinar a Bechir18: entrar en Beirut, restablecer el orden y evitar el baño de sangre».

—¿Qué ganaba Israel con la masacre de Chatila? Respuesta: «¿Qué ganaba con entrar en Líbano? Bombardear durante dos meses a la población civil: expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que quería ganar en Chatila? Destruir a los palestinos».

Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila. No está ausente de la especulación inmobiliaria que se hará en el terreno: vale cinco millones de francos antiguos el metro cuadrado de terreno arrasado. Pero ¿cuánto valdrá limpio y saneado?…

Escribo en Beirut donde, tal vez debido a la vecindad de la muerte que todavía aflora, todo es más verdadero que en Francia: todo parece suceder como si, cansado, abatido de ser ejemplar, de ser intocable, de explotar lo que cree haber llegado a ser: la santa inquisitorial y vengativa Israel hubiera decidido dejarse juzgar fríamente.

Gracias a una metamorfosis sabia pero previsible, helo aquí tal cual se preparaba desde hace tiempo: un poder terrenal execrable, colonizador sin límites, transformado en Instancia Definitiva tanto por su larga maldición como por elección propia.

Muchas preguntas quedan planteadas:

Si los israelíes sólo han iluminado el campamento, escuchado y oído los disparos efectuados por todas las municiones cuyos cartuchos he pisado (decenas de miles) ¿Quién disparó realmente?

¿Quién arriesgó su piel asesinando? ¿Los falangistas?

¿Los haddadíes?19 ¿Quiénes? ¿Cuántos?

¿Dónde han ido las armas que han causado todos estos muertos? ¿Y dónde aquellas de los que se defendieron? En la parte del campamento de refugiados que he visitado, sólo he visto dos armas anticarro no utilizadas.

¿Cómo se introdujeron los asesinos en el campamento de refugiados? ¿Estaban a todos los efectos los israelíes encargados del campamento? En cualquier caso, ya estaban el jueves en el hospital de Acca, frente a la puerta del campamento.

Se ha escrito en los periódicos que los israelíes entraron en el campamento de Chatila en cuanto supieron de las masacres, y que las hicieron cesar al momento, es decir, el sábado. ¿Qué hicieron con los autores de la masacre? ¿Dónde están?

Tras el asesinato de Bechir Gemayel y de veinte de sus compañeros, tras las masacres, cuando supo que yo regresaba de Chatila, la señora B., de la alta burguesía de Beirut, vino a verme. Subió —sin electricidad— los ocho pisos del inmueble —la encuentro mayor, elegante pero mayor.

—Antes del asesinato de Bechir, antes de las masacres, tuvo usted razón al decirme que lo peor estaba en marcha. Lo he visto.

—Ante todo no me diga lo que vio en Chatila, se lo ruego. Mis nervios son muy frágiles, no debo fatigarlos para poder soportar lo peor, que aún no ha llegado.

Vive sola con su marido (setenta años) y su sirvienta en un gran apartamento de Ras Beirut. Es muy elegante. Muy cuidado. Sus muebles tienen buen estilo, creo que Luis XVI.

—Sabemos que Bechir había ido a Israel. Se equivocó. Cuando uno es jefe de Estado electo no frecuenta a esa gente. Estaba segura de que acaecería una desgracia. Pero no quiero saber nada. No debo fatigar mis nervios para soportar los golpes que todavía no han llegado. Bechir tuvo que haber devuelto aquella carta en la que Begin le llamaba «querido amigo».

La alta burguesía, con sus sirvientes mudos, tiene su propia forma de resistir. La señora B. y su marido «no creen en absoluto en la metempsícosis». ¿Qué pasaría si renaciesen en el cuerpo de un israelí?

El día del asesinato de Bechir es también el día de la entrada del ejército israelí en Beirut Oeste. Las explosiones se aproximan al edificio en el que estamos; al fin, todo el mundo baja a protegerse en un sótano. Embajadores, médicos, sus mujeres, sus hijos, un representante de la ONU en Líbano, sus trabajadores domésticos.

—Carlos, tráeme un cojín.

—Carlos, mis gafas.

—Carlos, un poco de agua.

Los sirvientes, puesto que también hablan francés, están admitidos en el refugio. Quizá también hace falta protegerlos: sus heridas, su transporte al hospital o al cementerio, ¡qué faena!

Hay que saber que Chatila y Sabra son kilómetros y kilómetros de callejuelas estrechas —las callejuelas son tan angostas, tan esqueléticas que dos personas no pueden avanzar a no ser que uno de ellos se ponga de perfil— obstruidas por escombros, bloques, ladrillos, harapos multicolores y sucios, y por la noche, bajo la luz de los cohetes israelíes que alumbraban el campamento, quince o veinte francotiradores, aun bien armados, no hubieran logrado hacer esta carnicería. Los asesinos participaron en gran número y probablemente también escuadras de verdugos que abrían cabezas, tullían muslos, cortaban brazos, manos y dedos, arrastraban, trabados con una cuerda, a gente agonizando, hombres y mujeres que vivían aún porque la sangre ha chorreado abundantemente de sus cuerpos, hasta el punto de que no he podido saber quién, en el pasillo de una casa, había dejado ese riachuelo de sangre seca, desde el fondo del pasillo donde estaba el charco hasta el umbral donde se perdía en el polvo. ¿Era un palestino? ¿Era una mujer? ¿Un falangista del que habían evacuado el cuerpo?

Desde París, sobre todo si se ignora la topografía de los campamentos de refugiados, se puede dudar de todo. Se puede permitir a Israel afirmar que los periodistas de Jerusalén fueron los primeros en dar la noticia de las masacres. ¿Cómo se la dieron a los países árabes y en lengua árabe? ¿Y cómo en lengua inglesa y en francés? ¿Y en qué momento? ¡Cuando se piensa en las precauciones que se toman en Occidente en cuanto se constata una muerte sospechosa, las huellas, el impacto de las balas, las autopsias y los expertos! En Beirut, nada más conocer la masacre, el ejercito libanés tomaba inmediatamente bajo su mando los campamentos de refugiados y enseguida borraba tanto las ruinas de las casas como las de los cuerpos. ¿Quién ordenó esta precipitación? Después de que esta afirmación recorriese el mundo: cristianos y musulmanes se han matado entre ellos; después de que las cámaras hubieran registrado la ferocidad de la matanza.

El hospital de Acca ocupado por los israelíes, frente a la entrada de Chatila, no está a doscientos metros del campamento, sino a cuarenta.

¿Nada visto, nada oído, nada comprendido?

Es lo que declara Begin en la Knesset [parlamento israelí]: «Unos no-judíos han masacrado a unos no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?»

Interrumpida un momento, debo terminar mi descripción de Chatila. He aquí los últimos muertos que vi, el domingo, hacia las dos del mediodía, cuando la Cruz Roja entraba con sus bulldozers. El hedor cadavérico no salía de una casa ni de un suplicio: mi cuerpo, mi ser parecía emitirlo. En una estrecha callejuela, en el saliente en forma de espina de una pared, creí ver un boxeador negro sentado en el suelo, sonriente, sorprendido por estar K.O. Nadie había tenido el coraje de cerrarle los párpados, sus ojos desorbitados, de azulejo muy blanco, me miraban. Parecía vencido, el brazo levantado, adosado al ángulo de la pared. Era un palestino muerto desde hacía dos o tres días. Si primero lo confundí con un boxeador negro, fue porque su cabeza era enorme, hinchada y negra, igual que todas las cabezas y todos los cuerpos, tanto a la sombra de las casas como al sol. Pasé junto a sus pies. Recogí del polvo una muela superior y la coloqué en lo que quedaba del alféizar de una ventana. La concavidad de la palma de su mano tendida hacia el cielo, la boca abierta, la abertura de su pantalón donde faltaba el cinturón: cuántas colmenas donde se alimentaban las moscas.

Franqueé otro cadáver, luego otro. En este espacio de polvo, entre los dos muertos, había un objeto muy vivo, intacto en esa carnicería, de un rosa translúcido, que todavía podía servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un zapato negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la habían arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas.

Esta pierna pertenecía al segundo muerto. Aquél del que sólo había visto una pierna y un pie calzado con un zapato negro y un calcetín gris.

En la calle perpendicular a aquella donde había dejado los tres muertos, había otro. No taponaba completamente el paso, pero estaba tumbado al principio de la calle, por lo que tuve que adelantarlo para girarme y ver este espectáculo: sentada en una silla, rodeada de jóvenes mujeres y hombres callados, sollozaba una mujer —vestida de árabe— que me pareció tenía dieciséis o sesenta años. Lloraba a su hermano cuyo cuerpo casi cortaba la calle. Me acerqué a ella. Miré mejor. Tenía un pañuelo anudado bajo el cuello. Lloraba, lamentaba la muerte de su hermano que estaba a su lado. Su rostro era rosa —un rosa infantil, casi uniforme, muy dulce, tierno— pero sin cejas ni pestañas, lo que creí rosa no era la epidermis sino la dermis ribeteada por un poco de piel gris. Tenía toda la cara quemada. No pude saber por qué, pero sí por quién.

Con los primeros muertos, me había esforzado en contarlos. Llegado al duodécimo y al decimotercero, envuelto por el olor, por el sol, tropezando en cada ruina, no podía más, todo se embrollaba.

Casas reventadas de las que salen edredones y edificios derrumbados, he visto muchos con indiferencia, pero al ver los de Beirut Oeste y de Chatila encontré el horror. De los muertos, que generalmente me son familiares, incluso amigos, al ver los de los campamentos no distinguí más que el odio y el alborozo de los que los habían matado. Había tenido lugar una fiesta bárbara: rabia, borrachera, danzas, cantos, juramentos, quejas, gemidos, en honor de los espectadores que reían en el último piso del hospital de Acca20.

* * *

Antes de la guerra de Argelia, en Francia, los árabes no eran guapos, su aspecto era pesado, arrastrado, el morro ladeado, pero de repente la victoria los embelleció, pero ya, un poco antes de que fuera cegadora, cuando más de medio millón de soldados franceses se extenuaban y agotaban en los Aurès y en toda Argelia, un curioso fenómeno se hizo perceptible, modificando la cara y el cuerpo de los obreros árabes: algo como la cercanía, el presentimiento de una belleza todavía frágil pero que nos deslumbraría cuando las escamas hubiesen por fin caído de su piel y de nuestros ojos. Había que aceptar la evidencia: se habían liberado políticamente para aparecer como debían ser vistos, muy guapos. Del mismo modo, escapados de un campamento de refugiados, escapados de la moral y del orden de los campamentos, escapados a una moral impuesta por la necesidad de sobrevivir, escapados a la vez de la vergüenza, los fedayines eran muy guapos; y esta belleza era nueva, ingenua, inocente, fresca, tan viva que descubría inmediatamente lo que la ponía de acuerdo con todas las bellezas del mundo arrancándose la vergüenza.

Muchos de los macarras argelinos que cruzaban Pigalle por la noche, utilizaban su situación en provecho de la revolución argelina. La virtud estaba ahí también. Es, creo, Hannah Arendt21 quien distingue las revoluciones según que persigan la libertad o la virtud —es decir, el trabajo. Haría falta tal vez reconocer que las revoluciones y liberaciones se dan (en el fondo) con el fin de encontrar o reencontrar la belleza, es decir, lo impalpable, lo que sólo se puede designar por este término. O más bien no: por belleza entendemos una insolencia reidora a la que desafían la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la miseria y de la vergüenza, pero una insolencia reidora que percibe que el estallido, lejos de la vergüenza, era fácil.

Esta página debía tratar sobre todo de esto: una revolución lo es cuando ha hecho caer de los rostros y los cuerpos la piel muerta que los reblandecía. No hablo de una belleza académica, sino de la impalpable —inefable— alegría de los cuerpos, de las caras, de los gritos, de las palabras que dejan de ser mortecinas, quiero decir una alegría sensual y tan fuerte que quiere desterrar todo erotismo.

* * *

De nuevo en Ashlun, en Jordania, después en Irbid. Retiro lo que creo que es uno de mis cabellos blancos caído en mi jersey y lo dejo en la rodilla de Hamza, que está sentado a mi lado. Lo coge entre el pulgar y el dedo corazón, lo mira, sonríe, lo introduce en el bolsillo de mi blusón negro, y apoya su mano diciendo:

—Un pelo de la barba del Profeta vale menos que esto.

Respira largamente y retoma:

—Un pelo de la barba del Profeta no vale más que esto.

Sólo tenía veintidós años, su pensamiento volaba ágil muy por encima de los palestinos de cuarenta años, pero ya se encontraban en él los signos —en él: en su cuerpo, en sus gestos— que lo ataban a los viejos.

Antes los labriegos se sonaban en los dedos. Un chasquido rápido enviaba el moco a las zarzas. Se pasaban bajo las narices su manga de terciopelo con flecos que, al cabo de un mes, estaba cubierta de un ligero nácar. Igual los fedayines. Se sonaban como aspiraban el rapé los marqueses, como los prelados: un poco encorvados. Hice lo mismo que ellos, que me lo enseñaron sin pensarlo.

¿Y las mujeres? Bordar noche y día los siete vestidos (uno por cada día de la semana) del ajuar de bodas ofrecido por un marido generalmente viejo y elegido por la familia, deprimente despertar. Las jóvenes palestinas se volvieron muy bellas cuando se rebelaron contra el padre y rompieron las agujas y las tijeras de coser. En las montañas de Ashlun, de As-Salt y de Irbid, en los bosques mismos se había depositado toda la sensualidad liberada por la revuelta y los fusiles, no olvidemos los fusiles: eso bastaba, todos estaban hartos. Los fedayines, sin darse cuenta —¿de verdad?— encarnaban una belleza nueva: la viveza de los gestos y el cansancio visible, la velocidad del ojo y su brillo, el timbre de la voz más clara se aliaban a la prontitud de la réplica y a su brevedad. Y a su precisión también. Las frases largas, la retórica sabia y voluble, las habían desechado. En Chatila, muchos han muerto, y mi afecto y amistad por sus cadáveres pudriéndose era grande también porque los conocía. Ennegrecidos, inflados, podridos por el sol y la muerte, seguían siendo fedayines.

Hacia las dos de la tarde, domingo, tres soldados del ejército libanés, apuntándome con el fusil, me condujeron a un jeep donde dormitaba un oficial. Le pregunté:

—¿Habla francés?

—Inglés.

La voz era seca, tal vez porque acababa de despertarlo con un sobresalto. Miró mi pasaporte. Dijo en francés:

—¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a Chatila).

—Sí.

—¿Ha visto?

—Sí.

—¿Va a escribirlo?

—Sí.

Me devolvió el pasaporte. Me hizo una señal para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron. Había pasado cuatro horas en Chatila. En mi memoria quedaban alrededor de cuarenta cadáveres. Todos —digo todos— habían sido torturados, probablemente bajo la embriaguez, entre cantos, risas, el olor de la pólvora y de la carroña.

Sin duda estaba solo, quiero decir que era el único europeo (con algunas ancianas palestinas aferradas todavía a un pañuelo blanco desgarrado; con algunos jóvenes fedayines desarmados) pero, si estas cuatro o cinco personas no hubieran estado allí al descubrir yo esta ciudad abatida, los palestinos horizontales, negros e hinchados, me hubieran vuelto loco. ¿Dónde estaba? Esta ciudad hecha migas y derribada que he visto o creído ver, recorrida, zarandeada y arrasada por el olor de la muerte, todo eso, ¿había tenido lugar?

Sólo había explorado, y mal, una veinteava parte de Chatila y Sabra, nada de Bir Hassan, y nada de Burj el Barajne22.

* * *

No es por mis inclinaciones por lo que he vivido la época jordana como un cuento de hadas. Los europeos y los árabes norteafricanos me hablaron del sortilegio que sintieron allí. Viviendo esta larga presión de seis meses, apenas teñida de noche durante doce o trece horas, conocí la ligereza del acontecimiento, la excepcional calidad de los fedayines, pero presentía la fragilidad del edificio. En todos los sitios de Jordania donde el ejército palestino se reagrupó  —cerca del Jordán— hubo puestos de control

donde los fedayines estaban tan seguros de sus derechos y de su poder que la llegada de un visitante, de día como de noche, a uno de los puestos, era ocasión para preparar té, para hablar entre estallidos de risa y dar besos fraternales (aquel que abrazaban se iba esa noche, cruzaba el Jordán para poner bombas en Palestina, y frecuentemente no regresaba). Los únicos islotes de silencio eran los pueblos jordanos: los sorteaban. Todos los fedayines parecían ligeramente elevados del suelo como por un vaso de vino o la calada de un poco de hachís. ¿Qué era? La juventud despreocupada de la muerte y que poseía, para disparar al aire, armas checas y chinas. Protegidos por armas que alcanzaban tan alto, los fedayi nes no temían nada.

Si algún lector ha visto el mapa de Palestina y de Jordania, sabe que el terreno no es una hoja de papel. El terreno, en las riberas del Jordán, es muy montañoso. Todo este desatino debería haber llevado como subtítulo El sueño de una noche de verano, a pesar del mal gesto de los cuarentones. Todo esto era posible gracias a la juventud, al placer de estar bajo los árboles, de jugar con las armas, de estar lejos de las mujeres, es decir, de escamotear un problema difícil, de ser el punto más luminoso por ser el más agudo de la revolución, de tener el asentimiento de la población de los campamentos de refugiados, de ser fotogénicos en todo lo que se haga, y quizá de presentir que este cuento de hadas de contenido revolucionario sería dentro de poco devastado: los fedayines no querían el poder, ya tenían la libertad.

A la vuelta de Beirut, en el aeropuerto de Damasco, encontré jóvenes fedayines escapados del infierno israelí. Tenían dieciséis o diecisiete años: reían, eran parecidos a los de Ashlun. Morirán igual que ellos. El combate por un país puede llenar una vida muy rica, pero corta. Es la elección, recuérdese, de Aquiles en la Ilíada.

Notas

1.- Guerrilleros palestinos. En árabe el plural es fedayin y su singular, fedai. Pese a ello, mantenemos fedayín, plural fedayines, por su uso más corriente en castellano.

2.- En febrero de 1970 estallan los enfrentamientos armados entre el ejército jordano del rey Husein y la resistencia palestina, sólidamente asentada en Jordania desde el fin de la guerra árabe-israelí de 1967. Estos enfrentamientos alcanzarán su máxima intensidad en septiembre y conducirán a la salida de los combatientes palestinos y de la dirección de la OLP de Jordania hacia Líbano en menos de un año. Aquellos sucesos, que causarían la muerte a millares de civiles palestinos, se recordarán desde entonces como Septiembre Negro, nombre que tomará una organización armada palestina creada por Al-Fatah. Genet habla de los lugares de reasentamiento de los fedayines en Jordania antes de su expulsión definitiva a Líbano.

3.- Genet narra su experiencia palestina en Jordania y Líbano en Un captif amoureux (Un cautivo enamorado), obra publicada póstumamente en Francia en 1986 por Gallimard y de la que existe una versión en castellano editada por Editorial Debate en 1988.

4.- La capital libanesa, Beirut, estaba dividida en los sectores occidental y oriental desde el principio de la guerra civil, en 1976. Beirut Oeste era el sector bajo control nacionalista libanés y palestino, de mayoría musulmana. El 6 de junio de 1982 Israel invadió Líbano utilizando como excusa la tentativa de asesinato de su embajador en Londres dos días antes. En realidad, la invasión de Líbano (bautizada Paz para Galilea) había sido preparada con mucha antelación por el gobierno israelí de Begin, que inicialmente tenía previsto ocupar una franja de 40 kilómetros a fin de desalojar a la resistencia libanesa y palestina de la frontera norte de Israel. En 1978 Israel ya había invadido y ocupado el sur del país. La nueva invasión de 1982 fue dirigida por el ministro de Defensa Ariel Sharon, actual primer ministro de Israel, quien decidió proseguir su avance hasta la capital, Beirut, ciudad a la que somete a un cruel asedio a partir del 18 de junio, que ocasionó 18.000 muertos y 30.000 heridos, la mayoría civiles.

5.- El comandante Saad Haddad dirigía la milicia llamada ejército del Sur de Líbano (ESL), aliada de Israel y que controlaba el sur libanés ocupado por Israel desde 1978. En 1982, el ESL siguió al ejército israelí en su avance hacia Beirut. Haddad murió en 1984, sucediéndole al frente del ESL el general Antoine Lahad.

6.- En árabe, falangistas. El Partido Kataeb o Falange, formación de la extrema derecha cristina maronita aliada de Israel, fue creado por Pierre Gemayel en 1936 tras un viaje por la Europa fascista. El nombre deriva, de hecho, de la Falange española. Fueron las milicias falangistas (hegemónicas dentro de la estructura militar unificada de las organizaciones políticas de la derecha cristiana libanesa, las denominadas Fuerzas Libanesas, FL) las que perpetraron las matanzas de Sabra y Chatila. Las FL estaban dirigidas por el menor de los hijos de Gemayel, Bechir, elegido presidente de Líbano el 23 de agosto de 1982 con el apoyo de Israel y EEUU. Bechir Gemayel fue asesinado el 14 de septiembre, excusa de las matanzas de Sabra y Chatila, perpetradas durante los días 16 y 18 de septiembre, tras la entrada del ejército israelí en Beirut Oeste esa misma madrugada.

7.- El 17 de mayo de 1977 el Likud gana las elecciones en Israel y Menahem Begin se convierte en primer ministro. Ariel Sharon es designado ministro de Defensa.

8.- Tras dos meses de combates y asedio, el mediador norteamericano del presidente Reagan, Philip Habib, logra el compromiso de la OLP de abandonar Beirut Oeste a cambio de garantizar la protección internacional para la población palestina de los campamentos de refugiados situados en la periferia sur de la ciudad, los de Sabra y Chatila, por medio del despliegue de una fuerza multinacional de soldados italianos, franceses y norteamericanos. Los combatientes palestinos abandonan la capital libanesa el 1 de septiembre, y el 10 de septiembre lo hace la fuerza multinacional desplegada. Tras el asesinato — nunca esclarecido—, ese mismo 14 de septiembre, del recién elegido nuevo presidente libanés, Bechir Gemayel, el ejército israelí ocupa Beirut Oeste en contra de lo pactado con EEUU.

9. Calle principa beirutí.

10. Véase la nota 8.

11. Milicianos naseristas (nacionalistas libaneses) aliados de los palestinos, junto a los que combatieron activamente durante el asedio de Beirut.

12. Campamento de refugiados palestino en Jordania.

13 En árabe, «nuestra casa».

14. Referencia al éxodo palestino de la guerra de 1967.

15 En árabe, monte.

16. Lord Arthur James Balfour, ministro británico de Asuntos Exteriores, escribió el 2 de noviembre de 1917 una carta al representante de los judíos británicos en la que expresaba que el gobierno se mostraba favorable a la creación de un «hogar nacional para el pueblo judío en Palestina», compromiso que se considera clave del inicio del problema palestino. Genet señala más abajo que Gran Bretaña aún no era entonces potencia mandataria sobre Palestina.

17. Jefes de gobierno o presidentes de los países comprometidos en la fuerza de interposición desplegada en Beirut (véase la nota 8).

18. Genet recoge aquí la hipótesis de que Gemayel fuera asesinado por sus propios aliados israelíes a fin de justificar un control definitivo de Israel sobre Líbano o, al menos, la entrada de su ejército en Beirut Oeste a fin de aniquilar definitivamente a la resistencia palestina que aún pudiera permanecer allí y a sus aliados libaneses. En cualquier caso, su asesinato no ha sido nunca esclarecido.

19. De Haddad, véase la nota 5.

20 Los israelíes, allí situados.

21. Filósofa alemana (1906-1975).

22. Campamentos de refugiados palestinos cercanos a Beirut.

 

 Fuente: https://www.nodo50.org/csca/palestina/genet/jean-genet.pdf

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