Entrevista a Raimundo Cuesta Fernández sobre Unamuno, Azaña y Ortega, tres luciérnagas en el ruedo ibérico (I)
«Unamuno jamás fue hombre de una sola pieza y de una misma opinión.»
Raimundo Cuesta Fernández (Santander, 1951), licenciado en Filosofía y Letras y doctor en Historia con premio extraordinario por la Universidad de Salamanca, fue catedrático en el IES Fray Luis de León de Salamanca y ha sido Premio Nacional a la Innovación Educativa. Profesor invitado y colaborador de universidades españolas y latinoamericanas, es especialista en historias de las disciplinas escolares, las relaciones entre historia y memoria, la evolución del pensamiento crítico y de la génesis de la cultura en la España contemporánea. Cofundador de Cronos y Fedicaria, es miembro del equipo editorial de Con-Ciencia Social. Entre sus últimas publicaciones, Las lecciones de Tersites (2017), Religión, historia y capitalismo (2019) y Unamuno, Azaña y Ortega, tres luciérnagas en el ruedo ibérico (2022).
¿Por qué Unamuno, Azaña y Ortega? Por cierto, ¿por qué ruedo ibérico?
Mi obra nace de un interés crítico. Por crítico entiendo, siguiendo la huella de la Escuela de Fráncfort y de Nietzsche, aquel pensamiento que se impone la tarea de no aceptar el presente como algo dado y, en consecuencia, recurre a la genealogía, a la historia de los problemas de su tiempo para comprender el hoy e imaginar el mañana. A esto lo he llamado problematizar el presente y pensar históricamente. Mi indagación histórica en este caso arranca de la preocupación ante el papel condescendiente y cómplice jugado, por algunos intelectuales españoles con las manifestaciones actuales del posfascismo. De ahí tomo nota y me animo a examinar la función y las metamorfosis del intelectual público en el escenario de la edad de Plata de la cultura española (1898-1936) a través de sus tres figuras más prominentes, Unamuno, Azaña y Ortega (a los que llamo «luciérnagas» (en evocación indirecta de la sentencia de Schopenhauer según la cual como la religión esas criaturas solo brillan en la noche). Por otro lado, «ruedo ibérico» es un término que alude oblicuamente a esa noche y también sugiere aires valleinclanescos.
En todo caso, mi trabajo posee mucho de historia de una época vista a través del prisma biográfico de tres personajes de notoriedad pública e intelectual sin parangón en la España de entonces. La dificultad, y quizá el mérito de esta obra, estriba ver a través de tres robustos árboles el conjunto del bosque formado por los grandes temas que dan sentido a la vida colectiva de esos años, sin obviar sus valiosas aportaciones a la historia de la literatura y el pensamiento español. Los tres coincidieron (en revistas, prensa y en la vida política; los tres fueron parlamentarios en la II República, etc.), en las pugnas artísticas y políticas. Se conocieron y reconocieron, se respetaron, se odiaron, se envidiaron…
Señala también que estas tres luciérnagas representan otros tantos arquetipos de intelectual profético (Unamuno), político (Azaña) y olímpico (Ortega). ¿Qué es un intelectual profético? ¿Y un intelectual olímpico?
Ciertamente, he tratado de presentar a los tres personajes con arreglo a la idea weberiana de «tipos ideales» y tengo el convencimiento que esta herramienta conceptual me ha sido útil. Unamuno (1864-1936) era, en efecto, «profético» en el sentido que juega dentro del campo de la cultura y la política como un intelectual «pre-moderno», con las formas y sensibilidades de un agitador de masas de carácter semirreligioso, mientras que Azaña (1880-1940) es un hombre que en su época adulta elabora y ensaya un proyecto político muy articulado y fundamentado en su interpretación de la historia de España. En cambio, Ortega (1883-1955) siempre estuvo dudando entre su vocación y su destino, entre la política y la filosofía. El cansancio de la primera le llevaba a la segunda, y en ambos casos ejercía el papel luminiscente de alguien que miraba la sociedad desde los cielos, de donde vienen sus continuas recaídas en lo que llamaba «imperativo de intelectualidad», que se impuso hasta su muerte después de 1932 cuando se sintió incapaz de «rectificar» el camino de la II República. Como se verá, el comportamiento de las tres luciérnagas en la guerra de España, la noche más oscura de sus vidas y la de tantas otras personas, resume y compendia la frustración del papel de dirección intelectual y moral que habían incorporado a sus vidas.
Continuo por la primera luciérnaga. ¿Qué fue Unamuno en su vida pública? ¿Tuvo aspiraciones a ser Presidente de la II República?
Más bien pretendió ser el alma mater del nuevo régimen republicano y su guía espiritual, lo que se vino abajo en poco tiempo. Cuando en 1932, en una célebre conferencia en el Ateneo de Madrid arremetió durísimamente contra el Gobierno de Azaña, se comentó que su perorata denotaba la furia de quien se sentía depositario carismático de una esperanza republicana defraudada.
Miguel de Unamuno está muy presente, aunque con altibajos, en la arena política española entre finales de siglo y hasta la guerra civil del 36 (concejal del Ayuntamiento de Salamanca, diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, y con anterioridad y también en 1933 varias veces candidato frustrado a ese cargo). En puridad, hizo de la contradicción un principio de ser y estar en el mundo, por lo que su conducta no puede examinarse a la luz de un solo rasgo simplificador o de una determinada posición en un momento dado. En él, como de otro modo en Azaña y Ortega, las otras dos «luciérnagas» abordadas en mi libro, se plasman las zozobras y la bancarrota final del intelectual público en la crisis española del siglo XX.
El dramatismo y la tragedia de su vida contienen algo de novelesco. Ahora bien, considero que resulta vano «salvar» a Unamuno mediante la operación de hacer coincidir su errática y paradójica figura con la ideología de cada cual. Pero el profesor salamantino distaba de ser uno y el mismo; se sabía objeto legendario. Su imagen pública antaño y hogaño ha sido objeto de diversas formas de apropiación a menudo torcidas o muy interesadas, como por ejemplo la absurda pretensión de adscribir su persona a ese invento de la «tercera España». Él mismo durante toda su vida no dio tregua al cultivo de su propia leyenda, como si fuera autor y a la par protagonista de la nivola de don Miguel. En realidad, fue un gran cultivador de su yo como personaje destinado a perdurar en la memoria colectiva.
Uno de los epígrafes de su libro reza así: «Profeta laico por las tierras de España». ¿No es contradictorio «profeta» y «laico»? ¿No sería mejor hablar de «pensador» y de político anticlerical?
Aparentemente, sí. Ese título me lo sugiere la experiencia de Unamuno, siendo ya rector de la Universidad de Salamanca (lo fue entre 1900 y 1914), que dedica parte de sus ocios veraniegos a llevar la buena nueva por las tierras de España en lo que se conoce como «sermones laicos», esto es, la difusión oral del liberalismo y de los problemas de su país recurriendo a toda suerte de admoniciones morales y al empleo de un encendido y muy personal un verbo. En cierto modo, su estilo es el de un intelectual moderno («laico») vestido con las galas proféticas de un lenguaje deudor de los laberintos religiosos de los que nunca salió.
En todo caso, el concepto de laicismo unamuniano serpentea y evoluciona. Por ejemplo, el mensaje de los sermones laicos ataca con acuidad la intervención de la Iglesia en la enseñanza, de la que echa pestes, aunque luego rechazara el laicismo de la II República. No era un anticlerical a la vieja usanza republicana. Para él «laico» era igual a «popular» y la religión (que no el clero) formaba parte de la raíz, de la intrahistoria y de la tradición, del pueblo español. En su famoso ensayo En torno al casticismo (1895) queda esbozado un concepto esencialista de pueblo, que se muestra como un conjunto de tradiciones profundas (casi geológicas), una especie de latir profundo de la vida de la nación y sobre la que se alza faramalla ocasional de los sistemas políticos.
En realidad, en Unamuno coexisten mal avenidos durante toda su vida los fermentos ultrarreligiosos-conservadores de su niñez y primera juventud con el descubrimiento del pensamiento liberal progresista de acento krausista imperante en la Universidad de Madrid a la que asiste como estudiante en los años ochenta.
Señala que «los especialistas en el pensamiento unamuniano no se ponen de acuerdo acerca de la unidad de los aspectos determinantes de su discurso político». ¿Cuándo Unamuno se hace republicano? ¿Qué clase de liberal era? ¿Qué tipo de vínculo tuvo con el PSOE?
Durante la mayor parte de su existencia la corriente que imprime carácter a su acción es el liberalismo, aunque casi siempre desvinculado de todo partido político (sólo de joven estuvo fugazmente afiliado a la Agrupación Socialista de Bilbao del PSOE). Solía decir que a las elecciones «le» presentaban, no se presentaba. En la mayoría de los casos fue propuesto dentro de candidaturas liberal-socialistas nítidamente de izquierda y no fue hasta 1933 (a la sazón frisaba los setenta años) cuando aceptó encuadrarse en una lista republicana de centro-derecha. En verdad, él era su propio programa y nunca se sometía a mandatos ajenos a sus volubles estados de ánimo.
Incluso en los años noventa, habiendo ya obtenido cátedra en la Universidad de Salamanca, experimenta una atracción por el socialismo de su admirado Pablo Iglesias (cuya austeridad, honradez y aire de «apóstol» coincidía con su prototipo de hombre de bien) y seducido por las primeras grandes huelgas obreras aledañas a la ría del Nervión, lo que le lleva a afiliarse al PSOE y a colaborar en su prensa. La ruptura data de 1897, aunque ello no supuso la interrupción de su carrera política como concejal o diputado, que se multiplica después de que fuera destituido en 1914 como rector de la Universidad de Salamanca, y que a menudo tuvo el apoyo del socialismo. Habitualmente comparecía como candidato de republicanos y (o) socialistas.
Pero no fue marxista.
Nunca fue marxista. Sospecho que sus lecturas de Marx fueron más bien superficiales. Abominaba de la lucha de clases y del determinismo económico. Sus posiciones políticas guiadas por un liberalismo político radical a menudo fueron muy contradictorias (por ejemplo, fue antimperialista y antimilitarista en 1898, mientras que en la Semana Trágica de 1909 estuvo a favor de la intervención militar en Marruecos y contra la campaña de indulto a Ferrer y Guardia).
El «abolengo liberal» (el nombre de un artículo suyo) preside su acción pública durante la mayor parte de su vida, pero no estaba exento de ciertas excentricidades provenientes de un sustrato filosófico y religioso paradójico. Ahora bien, su liberalismo repudiaba el ultraliberalismo economicista de tipo manchesteriano (lo que hoy llamaríamos neoliberalismo) y, por el contrario, ponía al Estado en el centro de la acción política reformista. Así, por ejemplo, defendía el Estado educador frente a la presencia Iglesia en el sistema de enseñanza.
Pero ¿era propiamente republicano? ¿Desde cuándo?
Durante la primera parte del reinado de Alfonso XIII, la «doctrina» política de Unamuno era, como la de Azaña, Ortega y buena parte de los intelectuales, accidentalista en lo tocante a la Monarquía, lo que va cambiando tras su cese en el rectorado de la Universidad de Salamanca. En un mayo de 1917 pensaba que «muchos que no hemos sido republicanos ni lo somos hasta ahora, tendríamos, repito, que hacernos republicanos». Pero a esas alturas, tras su destitución como rector, había ya desenterrado el hacha de guerra contra la familia real. En 1920 se le condena por delito de ofensas a la Corona a dieciséis años de cárcel y multa, barbaridad que suscita una impresionante campaña de protesta.
Entre 1914 y 1924 Unamuno llega contraer una especie de fijación morbosa, en tanto que hiperbólicamente obsesiva, sobre las taras políticas y morales de la figura real (Rey del cabaret o Kaiser Codorníu). Tampoco conviene olvidar que el reinado de Alfonso XIII, el «rey patriota», no constituye un bloque homogéneo. Su giro integrista coincide con la inquina unamuniana que llega al paroxismo cuando el rey acepta la Dictadura de Primo de Rivera. En 1923 estima que la dictadura es la consecuencia natural de una «monarquía infecta» y ya tiene claro que la cuestión palpitante era dictadura o república. Después de su largo exilio, Unamuno regresa a España en febrero de 1930 como encarnación del espíritu de un nuevo régimen, que se estalla luminosamente en abril de 1931.
¿Cómo caracterizaría la filosofía y el filosofar de Unamuno? ¿Qué importaría destacar de su pensamiento?
Unamuno en una de sus abundantes confesiones afirma que era ante todo poeta. Yo diría que más que nada era un escritor proteico, brillante, espasmódico. En un artículo de 1902 él mismo se definía como «escritor ovíparo», esto es, como alguien que carece de plan previo y metódico, porque los temas, personajes y argumentos de sus obras nacen de una rumia interior que brota de su mente al galope.
Uno de sus biógrafos sostuvo que «Unamuno fue el Sócrates, y Ortega el Platón de nuestra tradición filosófica». En su estilo de pensamiento adquiere un relieve pronunciado el «ensayo», un género del que es precursor con En torno al casticismo (1895). En Del sentimiento trágico de la vida (1913) y en La agonía del cristianismo 1925) se dibuja un obsesivo universo vitalista y existencialista: «este hombre concreto de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto de toda filosofía» (Del sentimiento trágico…). Desde la crisis de finales del siglo XIX en Europa emerge una crítica de la razón positivista que Unamuno lleva la extremo dando rienda suelta a una concepción del mundo y la vida como lucha agónica entre la razón y su contrario, entre la tradición clásica y la cristiana, entre el deseo de persistir en el ser y la suprema realidad de la muerte, etc. Por lo demás, no hay que olvidar que las nivolas y otra criaturas estéticas unamunianas van cargadas de tesis filosóficas.
¿Paralelismos con Nietzsche?
En cuanto los paralelismos con Nietzsche, salvado cierto aire familiar, las diferencias no dejan de ser siderales. El mismo Unamuno era evasivo al hablar de su colega alemán, utilizando a menudo el conmiserativo epíteto, tan unamuniano, de «pobre», el «pobre Nieztsche», decía. Sea como fuere, Unamuno, a diferencia del solitario camiante y su sombra, fue un intelectual público que ejerció muchos, distinguidos y variados cargos públicos (catedrático, rector, concejal, diputado, presidente del Consejo de Instrucción Pública, etc.).
Según señala, su Diario íntimo (1897) es uno de los textos más conmovedores de su cosecha bibliográfica, solo comparable con El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y guerra de los españoles (1936). ¿Dónde reside su fuerza? ¿Fue Unamuno capaz de explicarse a sí mismo?
He sido lector de Unamuno desde mis tiempos de Bachillerato durante los cuales pergeñé una reseña sobre Niebla. Me despedí como catedrático de historia en el salón de actos de mi instituto con la disertación Despojos de ciencia y crisol de experiencias. Recuerdos unamunianos entre el Instituto de Bilbao y la Universidad de Salamanca (2011). Pero solo en el curso de la investigación que llevó a la publicación del libro que motiva esta entrevista, me topé con esos dos textos, ambos de publicación póstuma. En ellos se recoge una prosa que rasga el cielo vital de Unamuno con una fuerza relampagueante.
El nacimiento de su tercer hijo en 1896 con una deformación psicosomática muy grave enturbia las aguas de su patriarcal oasis familiar salmantino. El divorcio con el socialismo vizcaíno ensombrecen su existencia. Tal concurrencia de hechos y otros de naturaleza más interior, como la insaciable e imposible sed de Dios, ocasiona una pulsión de muerte que atraviesa su Diario íntimo (1897), un texto patético y emocionante en grado sumo. Entonces explota una confesión de sinceridad nada habitual.
Pues bien, esa experiencia sufrida a los treinta y siete años, en cierto modo se repite en unos cuadernos improvisados que emborrona a lápiz en hojas sueltas en un momento en el que un anciano derrotado, con el pie en el estribo de la muerte, es capaz de recoger en los meses postreros de 1936 la total desolación, el terremoto cognitivo y afectivo que produjo la guerra civil. No conozco en castellano testimonio tan vibrante y expresivo. Unamuno, dominador de todos los registros literarios, aquí se muestra como inventor de una literatura del yo desgarrado que rompe amarras con todas las convenciones gramaticales habidas y por haber.
Las posiciones políticas de Unamuno durante la II República y en el curso de la guerra civil han sido y son motivo de viva controversia. ¿Cómo alguien de su inteligencia, información y compromiso pudo equivocarse tanto respecto al golpe militar de Franco y sus secuaces?
Una de las razones que me inclinó a investigar sobre las «tres luciérnagas» (Unamuno, Azaña y Ortega) fue observar cómo a menudo el comportamiento público de los intelectuales nos ofrece abundantes ejemplos de «traición» a su propio itinerario ideológico y vital. Unamuno no fue el único escritor que acabó enemistado con la labor de la República española.
En un principio él se había empapado de la entusiástica ola que trajo la República, a la que percibía como la realización de un auténtico mandato popular, como un imperativo que dimanaba de entrañas intrahistóricas de la nación. Así, como pocas veces la voluntad profunda de un pueblo habría emergido en forma de nuevo régimen. La República, creía, era cosa del pueblo, que la había traído, y no de los políticos republicanos. Precisamente Unamuno piensa, desde el mismo momento del debate sobre la Constitución del 1931, que la República no puede desviarse de lo que él juzgaba que eran las esencias de España como nación. Así, sin considerarse enemigo del nuevo sistema político, sin embargo pronto despliega una hipercrítica de los gobiernos de izquierda y cada vez más concuerda con la derecha (incluso con la antirrepublicana). La decisión de apoyar el golpe militar de 1936 indica algo más que una desastrosa y ciega actitud personal. Plasma una evolución personal en el contexto de la crisis del liberalismo tradicional atrapado entre el ascenso del fascismo y la presencia de la experiencia socialista soviética.
Hay diversas interpretaciones de su comportamiento durante la guerra. ¿Qué ocurrió realmente el 12 de octubre en el paraninfo de la Universidad de Salamanca? ¿Sabemos todo sobre la muerte de Unamuno?
Todavía hoy no se deja de discutir por qué Unamuno se adhirió al 18 de julio. Los postreros meses de Unamuno en su Salamanca, entre el 18 de julio y el 31 de diciembre de 1936, son un continuo sinvivir. Tal vez movido por el resorte de encontrar justificación ante sí mismo y los demás, en vísperas de su muerte deja unas cuartillas que constituyen una especie de lúcida despedida: «Cómo y por qué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados (…). El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad. (…) Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios-pretorianos-la legión y los regulares; no el pueblo».
Por mucho que unos y otros pretendan llevarlo al hogar ideológico de cada cual, Unamuno jamás fue hombre de una sola pieza y de una misma opinión, aunque es indudable que su existencia adulta se construye sobre la coexistencia inarmónica y agónica de una vetusta estirpe liberal y decimonónica junto a una concepción arcaizante del pueblo, de la vida, de España y de la religión. Por añadidura, su pensamiento entre el verano de 1931 y julio de 1936 va girando hacia el conservadurismo adobado de aborrecimiento de la experiencia reformista republicana, lo que ayuda a explicar, que no a justificar moralmente, que su primera reacción ante el golpe militar de julio de 1936 fuera de adhesión como fármaco necesario con vistas a la defensa de los valores de la civilización cristiana occidental.
Visto lo visto, es lícito preguntarse si su trepidante, valiente y apodíctica alocución del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca supone un total, inesperado, radical y heroico divorcio respecto al bando franquista.
¿Lo supone en su opinión?
Esta tesis no se sostiene. Severiano Delgado en Arqueología de un mito (2019) ha efectuado una genealogía de los aspectos legendarios y las construcciones a posteriori de este suceso, que pese a todo, hoy conocemos bien en su conjunto. Probablemente sus rotundas palabras de ese célebre día probablemente, plasman ideas y actitudes que se han ido fermentando lentamente como consecuencia y a la vista de los excesos represivos de los militares sediciosos. No obstante, y a pesar de ello, la actitud postrera, en sus epístolas, entrevistas y otros textos, pone de manifiesto que Unamuno trata de salvar sus graves errores y desajustes de percepción pero dentro de un esquema agónico, atormentado y paradójico.
Sometido a vigilancia policial, murió en su domicilio salmantino. Su fallecimiento fue debido a causas naturales, aunque ahora algunos se empeñen en propalar la «posibilidad» de envenenamiento a manos de un falangista. Ni natural ni espontáneo fue el aprovechamiento propagandístico de su entierro el día 1 de enero de 1937 a cargo de animosos fascistas que llevaron a hombros su féretro y dieron tierra al gran escritor como si fuera uno de los suyos. Una vez más, la figura de Unamuno fue utilizada y zarandeada en su ataúd.
¿Qué queda de la leyenda unamuniana? ¿Sigue siendo motivo de atención e interés?
Al final, si bien se mira, pese a quien pese, son muchos los Unamunos susceptibles de ser encontrados dentro del bastidor del personaje modelado por él, por la percepción de sus coetáneos y por la nuestra. Por cierto, nuestro hombre había afirmado casi treinta años antes de su muerte que «nadie está libre de leyenda. Y, después de todo, ¡qué caramba!, peor sería no tenerla». La leyenda sigue viva y también el incansable afán por dar significado a un laberinto vital inexpugnable.
Pervive hoy más que su cultivo académico como filósofo, su gigantesca talla de escritor y también las peripecias de su contradictoria y trágica vida como personaje público.