¿Vuelven los años de la discordia en Barcelona?
Ernest Cañada
El 30 de agosto de 2014 es una fecha importante en la historia reciente de Barcelona. Miles de personas se manifiestan desde la Barceloneta hasta las puertas del Ayuntamiento en la Plaza Sant Jaume. Reclaman la abolición de los pisos turísticos, aunque también confluyen otras reivindicaciones de distintos barrios. En común hay un malestar creciente por las consecuencias provocadas por la progresiva turistificación de su vida cotidiana. Un clamor popular concentra en el turismo la percepción de pérdida de la ciudad. Hay hartazgo acumulado. Sin tener en cuenta lo que representa ese episodio es difícil entender qué había ocurrido en esos años previos y lo que vendría después. Solo era una manifestación, pero encarnó la ruptura del consenso construido en torno a la apuesta por transformar Barcelona en una ciudad de servicios.
Desde fines del franquismo, las élites de la burguesía barcelonesa buscaban cómo remodelar la ciudad para aprovechar la reubicación de la industria y, sobre todo, especular con el suelo que liberaba el traslado de una gran cantidad de fábricas a otros municipios. Lo que durante la dictadura logró detener un vigoroso movimiento vecinal, años más tarde, se impuso a través de los ayuntamientos del PSC, como bien describe José Mansilla en este libro. A través de distintos macroproyectos, y de lo que se conoció como el «modelo Barcelona», se hicieron realidad los sueños de una burguesía cada vez más parasitaria. Enormes cantidades de recursos municipales fueron transferidos al sector privado de manera directa. En 1989, por ejemplo, se cedió suelo público para la construcción de un gran número de hoteles. Otro caso: en 1993, por medio de un acuerdo entre el Ayuntamiento y la Cambra de Comerç, se creó el consorcio público-privado Turisme Barcelona con el objetivo de, una vez pasados los Juegos Olímpicos, seguir promoviendo turísticamente la ciudad. El acuerdo, en realidad, se basó en que el sector público ponía el dinero y el privado tomaba las decisiones. Y en los mismos términos seguimos. De este modo, se planificó una ciudad de servicios en un contexto de globalización y competencia entre grandes urbes.
Tras el agotamiento de los gobiernos socialistas, acompañados en minoría por el PSUC, después ICV, y cada vez menos diferenciados de lo que cabría esperar de la derecha política, llegó el turno de Convergència i Unió, que bajo la alcaldía de Xavier Trias gobernó la ciudad entre 2011 y 2015. Sin complejos, ni necesidad de excusas comunicativas o relatos en torno a grandes eventos, como los Juegos de 1992 o el Fòrum de les Cultures de 2004, con Trias en la alcaldía, la ciudad eclosiona como mercancía. Son los años de la «marca Barcelona», que ilustra con claridad el episodio explicado en estas páginas del registro ante la Oficina Española de Marcas y Patentes (OEMP) de la «marca colectiva Barcelona» que hizo el Ayuntamiento en 2011.
En sí misma, la ciudad quedó convertida en un espacio para hacer negocios. Y quienes mejor lo supieron aprovechar fueron los empresarios de las actividades vinculadas al turismo en sus múltiples dimensiones. De aquella gran apuesta por la transformación de la vieja ciudad industrial, lo que quedó fue, fundamentalmente, una economía especulativa y rentista, con el turismo como uno de sus principales pilares, cuando nunca antes había tenido un peso específico. Este predominio no solo se explica por razones locales. La salida de la crisis financiera de 2008, que fue una crisis global del capitalismo, se basó en el desplazamiento hacia nuevas áreas en las que fuera posible la reproducción del capital, como el proceso de urbanización en China o la expansión del turismo, en particular en espacios urbanos. Ante las dificultades de reproducción del sistema había que encontrar nuevos nichos de mercado y espacios que facilitaran la reactivación económica. Y muchas ciudades entraron en la competencia por ese marco de oportunidades, aunque supusiera acentuar la desigualdad y el conflicto de clases. Fueron años trepidantes, de «tonto el último» y de hacer dinero como fuera. No es casualidad que en ese momento, gracias a la dinámica turística, favorecida por los avances tecnológicos, pudieran colocarse en los circuitos capitalistas de acumulación enormes cantidades de vivienda con alquileres a corto plazo, mucho más rentables que su uso residencial tradicional. Desde el Ayuntamiento, al servicio de las élites locales, interconectadas ya con el empresariado transnacional, como muestran, por ejemplo, los cambios en la composición de las juntas directivas del Fútbol Club Barcelona, lo que se hizo fue brindar las condiciones para que la ciudad pudiera ser explotada como negocio. Un ejemplo: las licencias de las viviendas de uso turístico en Barcelona pasaron de las 824 en 2012 a las 9.606 de 2014.
La vivienda turística sería la punta de lanza del proceso de aceleración del capitalismo que daría lugar a los «años de la discordia» en los que pone su atención José Mansilla. Pero el desacuerdo social se extendió, porque para las clases populares todo era cada vez más complicado: encarecimiento del precio de la vivienda, pérdida de tejido comercial de proximidad, masificación del transporte, ruido por todas partes. El colofón lo pusieron las denuncias de las camareras de pisos de los hoteles, conocidas como «las kellys», que justo se organizaron entre finales de 2014 y primeros de 2015. Su irrupción en las redes sociales y en los medios de comunicación señaló problemas como cargas de trabajo inhumanas, externalización, horarios a conveniencia de la empresa, salarios de miseria o la necesidad de medicarse a diario para aguantar el trabajo. Todo ello terminó por poner en cuestión el argumento legitimador del turismo como fuente de empleo. Al final, la transformación de la economía de la ciudad se mostraba en toda su crudeza en los cuerpos de aquellas trabajadoras que eran quienes sostenían la apuesta por el turismo.
Todos estos malestares, que confluyeron en aquella manifestación de fines de verano de 2014, se reflejaron también en términos macro en los resultados del barómetro de opinión que hace periódicamente el ayuntamiento. Así, durante varios años, el turismo ascendió hasta ser considerado uno de los primeros problemas que sufría la ciudad y en 2017 el número de personas que pensaban que Barcelona ya había llegado al límite para poder atender a más turistas superó por primera vez a quienes creían que había que seguir atrayéndoles. No es poca cosa.
La respuesta empresarial fue, como cabía esperar, redoblar los esfuerzos por tratar de deslegitimar cualquier voz crítica. No en vano estaban acostumbrados a que las políticas turísticas, y también urbanísticas, se hicieran a su dictado. Tampoco es casualidad que fueran los años en los que desde los gabinetes de comunicación de los principales lobbies patronales se intentara posicionar en la opinión pública la «turismofobia» como marco de interpretación irracional a lo que, en realidad, era un cuestionamiento del orden turístico establecido.
En este contexto, uno de los temas clave del debate electoral de las elecciones de 2015, en las que los Comunes se harían con la victoria, fue precisamente el turismo. Este libro concentra su mirada en el proceso histórico que llevaría hasta ese momento, cómo se pasó del «modelo» a la «marca» Barcelona y qué consecuencias comportó esa transición en lo que Mansilla califica como «los años de la discordia». En el libro se dedica menos atención a qué ocurriría después, porque no está ahí su principal foco de interés, pero no se ocultan los esfuerzos por poner ciertos límites al uso de la ciudad como espacio para el negocio de las élites. La moratoria a nuevos alojamientos turísticos, la puesta en marcha del PEUAT, la creación de los Puntos de Defensa de Derechos Laborales, la nueva política de acceso a la información que facilitó el proceso de elaboración del Plan Estratégico de Turismo fueron medidas que, entre otras, trataron de contener y de reparar los desórdenes causados por los años anteriores de expansión turística. Aunque Mansilla señala también, con razón, cómo estos intentos resultaron insuficientes. Probablemente, todo ello tenga que ver con cómo se llegó al gobierno municipal, tanto en términos de la representación alcanzada, como del poder social, y, por tanto, de capacidad de movilización para defenderse de las embestidas de unas élites que siempre trataron de contrarrestar las acciones municipales con mayor voluntad transformadora.
La cuestión ahora, en 2023, es si estamos entrando en un nuevo ciclo de aceleración en el uso de la ciudad como espacio privilegiado para la reproducción del capital. Aunque también habría que preguntarse si, más bien, con un gobierno municipal bicéfalo entre Comunes y PSC, con la excusa de la reactivación pospandemia, no hemos entrado ya en esta fase. La reforma de horarios comerciales promovida por el Ayuntamiento en 2022 con el fin de posibilitar la apertura en domingos y festivos en 27 barrios de la ciudad entre el 15 de mayo y el 15 de septiembre, para aprovechar la mayor llegada de cruceros, y que se hace a costa de sus trabajadoras, marca el ritmo de una nueva vuelta de tuerca en el proceso de turistificación. En el debate sobre políticas turísticas ya están planteadas con toda crudeza las demandas de las élites empresariales: ampliación de infraestructuras, fortalecimiento de la promoción internacional, desconcentración y creación de nuevas ofertas, reducción de regulaciones que puedan poner límites y contenciones a su actividad. La discusión se plantea en un escenario de incertidumbre global y, por eso, entramos en una nueva dinámica de competencia creciente entre ciudades y territorios por atraer turistas de alto poder adquisitivo, aunque se disfrace con eufemismos como «turismo de calidad». Hoy, en torno a la elitización del turismo es que se encuentran las mayores oportunidades para la reproducción del capital. Y así habrá que leer las demandas de política pública por parte de determinados sectores, porque esta estrategia entraña costes y, como siempre, el empresariado turístico exige que se financien sus necesidades con recursos públicos. Pero tener la capacidad de gastar más nunca fue un sinónimo de redistribuir mejor. Y eso lo saben bien las camareras de piso de nuestra ciudad. Recuerdo bien una entrevista que hice en 2015 a una trabajadora de uno de los hoteles de mayor lujo en Barcelona. Me dio tres cifras: 900, 22 y 655. 900 eran los euros que pagaba un huésped por pasar una noche ahí, 22 eran los minutos que tenía para limpiar su habitación, y 655 euros al mes, lo que ella cobraba por una jornada a tiempo completo, antes de las subidas del salario mínimo interprofesional que se produjeron posteriormente.
Si este es el escenario, el libro de José Mansilla no solo es oportuno por la actual coyuntura, ni solo sirve para satisfacer su noble gusto por incordiar, es sobre todo necesario en términos políticos. Ayuda a entender cuáles fueron las estrategias utilizadas para convertir la ciudad en una marca y qué efectos tuvieron. También permite, aunque no sea su principal propósito, evaluar algunas de las herramientas con las que se trató de desandar los caminos recorridos. El conflicto de clases en torno a la configuración de la ciudad nunca desapareció, pero ahora asistimos a una nueva aceleración de este proceso y, en consecuencia, de un previsible ascenso del conflicto social. Esperemos que así sea, porque de otro modo nos arrollarán.
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Epílogo del libro Los años de la discordia. Del Modelo a la Marca Barcelona de José Mansilla (Apostroph, 2023).