Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sobre el pacifismo de Einstein

Francisco Fernández Buey

 El 25 de agosto de 2022 se cumplieron diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se organizaron diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

Ciclo «Justicia i Pau», conferencia en el Pati Manning (Barcelona), 25/II/2000

Anexo: «Pacifismo y ecologismo en la lucha política contemporánea» (1988)

 
I. Aunque la suma de las intervenciones de Albert Einstein contra el militarismo y en favor de la paz da sin duda para un volumen de proporciones respetables, seguramente, y para evitar exageraciones al uso, es indicado empezar diciendo que su pensamiento al respecto no tuvo carácter sistemático. No hay en su obra una teorización precisa del motivo pacifista y antimilitarista ni tampoco particular aspiración doctrinal. Einstein consideraba su pacifismo como un sentimiento intuitivo más que como el resultado de una teoría elaborada.

Pese a ello, y precisamente porque sus intervenciones en tal sentido fueron una constante desde los años de la primera guerra mundial, estas opiniones fragmentarias y ocasionales —que, a buen seguro, pueden ser juzgadas como atisbos o tanteos—siguen teniendo mucho valor no sólo para el movimiento pacifista sino también, más en general, para todas aquellas personas que en la era nuclear se preocupan por hacer compatible un punto de vista de especie con el objetivo de la emancipación social. Tales atisbos son, según creo, razón suficiente para justificar una relectura de los principales documentos en que fueron expresados. Más allá de eso, quien pretendiera hallar en la obra de Einstein un cuerpo doctrinal sistemático sobre pacifismo taparía con ciertas protestas escritas del propio autor que conviene no desconocer.

La primera de tales protestas no se refiere exclusivamente al pacifismo sino más en general a los asuntos político-sociales y es su tan repetida como modesta declaración según la cual él sólo se ocupó de la cosa pública intermitentemente, es decir, en aquellas contadas ocasiones en que sintió que esas cosas iban tal mal que era obligado intervenir al respecto. De creer al propio Einstein, nuestro hombre se habría abstenido de manifestar opiniones personales en todos los demás casos no excepcionales: «Jamás he hecho esfuerzo sistemático alguno por mejorar la suerte de los hombres, para combatir la injusticia y la represión y para mejorar las formas tradicionales de las relaciones humanas. Sólo hice esto: con largos intervalos, expresé mis opiniones sobre cuestiones públicas siempre que me parecieron tan desdichadas y negativas que el silencio me habría hecho sentir culpable de complicidad».

Pero el lector dispuesto a tomarse al pie de la letra la modestia y la autoironía de las declaraciones autobiográficas de Einstein en relación con sus actividades públicas quede luego sorprendido por el número de éstas y tiene necesariamente que llegar a la conclusión de que se encuentra ante uno de esos hombres a los que hay que admirar tanto por lo que hacen como por la humildad con que dicen haber hecho sólo una pequeña parte de lo que realmente hicieron.

En este sentido probablemente también para él vale su elogio del asesinado Walther Rathenau, que había sido ministro de relaciones exteriores durante la república de Weimar: «No tiene mérito ser idealista cuando se vive en Babia; lo tiene en cambio viviendo en la Tierra y conociendo su hedor». Porque, efectivamente, lo que a primera vista puede parecer ingenuidad y hasta en ciertos momentos precipitada expresión de un espíritu infantil, ignorante de la política como ciencia de lo posible, es en Einstein percepción profunda de las contradicciones del ser humano y de la vida del hombre en sociedad, consecuencia de una concepción zoológica de la humanidad que no se deja bloquear por el pesimismo acerca del futuro de la especie ni siquiera cuando más datos tiene acerca del aumento de las probabilidades de un final catastrófico.

Hay a este respecto una anécdota entre muchas que revela bien las dificultades de una aproximación no beata ni superficial a la personalidad de Einstein. Ya en los años cincuenta el viejo Bertolt Brecht, con su olfato característico para los grandes temas de época, quiso dedicar un montaje teatral a la vida de Einstein como forma de abordar directamente el asunto de la relación entre ciencia y política en la era nuclear. Brecht anduvo meses metido en ese proyecto (del que hay huellas significativas en su última versión del Galileo Galilei) y, cuando buscando material para su obra se trasladó a Polonia para interrogar a Infeld (que había sido durante algún tiempo secretario de Einstein), éste le dijo: «Einstein no sirve para el teatro, no tiene a nadie a su lado. ¿Con quién le va a hacer dialogar?».

Un «viajero solitario con buen humor y autoironía»: el carácter «manicomial» del ser humano y el «ideal de la pocilga» (sencillez, modestia, frugalidad).

 

II. He dicho que Einstein no fue un teórico del pacifismo, sino un científico que se hace pacifista por intuición y convicción racional. La pregunta que hay que plantearse ahora es cómo calificar el pacifismo de Einstein, dónde ubicar su posición en la historia de las ideas modernas sobre la guerra y la paz.

Aquí distinguir entre: 1] el punto de vista «legalizador»; 2] el punto de vista analítico y/o fenomenológico; 3] el punto de vista clasista y/o populista; y 4] el punto de vista pacifista radical.

En la medida en que Einstein fue siempre un científico y pensador muy respetuoso de las tradiciones se podría decir, para empezar a enmarcar su posición en relación con estas corrientes de pensamiento, lo siguiente: fue un ilustrado neokantiano que osciló a lo largo de vida entre el punto de vista «legalizador» y el pacifista radical, entre Kant y Tolstoi-Gandhi; que despreció en esto (pero sólo en esto y por razonas morales) el punto de vista analítico o fenomenológico (la tradición de Von Clausewitz) y se mantuvo siempre en diálogo crítico con el punto de vista clasista y/o populista característico del movimiento obrero y del socialismo en el siglo XX.

Para entender bien esto, que puede sonar a eclecticismo, hay que tener en cuenta que Einstein fue un tipo de científico muy singular: defensor del método científico (hipotético-deductivo), pero atento también a la historia de la ciencia; defensor del análisis científico (él era, sobre todo, un gran matemático), pero nada neopositivista, abierto siempre a la dimensión filosófica de las teorías científicas; y, al mismo tiempo, sin ver en ello contradicción, profundamente religioso, pero de una religiosidad espinoziana, laica y civil: era un «hombre religioso pero no creyente».

Esto último, la «religiosidad» del no-creyente, es lo que le aproxima al pensamiento pacifista del viejo Tolstoi y de Gandhi. Y lo primero, es decir, su concepción abierta de la ciencia y del conocimiento, su criticismo y su escepticismo, es lo que le hace oscilar entre el punto de vista «legalizador» y cosmopolita, a lo Kant, y el antimilitarismo situacionista o «pacifismo accidental» de la otra tradición, de la tradición socialista (entendiendo aquí «socialista», en un sentido amplio que luego precisaré).

III. Hay tres fases o etapas claramente diferenciadas en el pacifismo de Einstein [1879-1955]. La primera se extiende desde 1914 hasta 1932; la segunda, desde el ascenso de Hitler al poder hasta 1945; y la tercera , desde la utilización de la bomba atómica contra Hiroshima y Nagasaki hasta 1955.

Voy a referirme ahora a lo más relevante de la evolución del pensamiento de Einstein sobre la paz y la guerra en cada una de esas tres etapas. Pero antes querría decir que hay en Einstein una convicción profunda que recorre su evolución como un hilo rojo y que cambió nunca. Él la expresó así: «El peor producto de la vida de rebaño es el sistema militar, plaga de la civilización que debería abolirse lo más rápidamente posible. Odio el culto al héroe, la violencia insensata y todo ese repugnante absurdo que se conoce con el nombre de patriotismo. Tengo tan alta impresión del género humano que creo que este espantajo habría desaparecido hace mucho si los intereses políticos y comerciales, que actúan a través de la enseñanza y de la prensa, no corrompiesen sistemáticamente el sentido común de las gentes.»

Esta aversión a lo militar y a la militarización de la sociedad, junto con la desconfianza frente a los nacionalismos y la denuncia de la manipulación de las gentes en nombre de las patrias, son rasgos que configuraron el ideario de Einstein durante toda su vida; rasgos que encontramos en su juventud y volveremos a encontrar en su vejez de Princeton, cuando al iniciarse la década de los cincuenta se queja de que en los Estados Unidos de Norteamérica se está sufriendo un proceso de militarización de la ciencia y de la sociedad que le recuerda al conocido durante su adolescencia en Alemania.

III.1. Hay dos circunstancias de la adolescencia y de la juventud de Einstein, previas a la formulación de sus ideas pacifistas, que conviene tener en cuenta.

Una: a los quince años [1895] manifestaba ya su oposición al tipo tradicional de enseñanza prusiana negándose a aceptar la formación paramilitar que entonces era de rigor en el Luitpold Gymnasiun de Munich. Y, sin duda, su traslado a Suiza, el contacto con métodos educativos basados en la tolerancia, y la obtención de la ciudadanía en un país tradicionalmente neutral fue para él una satisfacción en la medida en que rompía así, temporalmente, con aquellos métodos autoritarios que siempre despreció.

Dos: Einstein no era precisamente un joven dotado de esas características físicas que acostumbran a valorarse en los cuarteles: en 1901 fue declarado inapto para el servicio militar. Y por lo que se sabe de los años inmediatamente siguientes a través de los recuerdos que han dejado amigos suyos de esa época, tendía a verse a sí mismo como un inconformista, como un rebelde. Al referirse a esos años de juventud el propio Einstein escribió mucho tiempo después que por entonces había llegado al convencimiento de que «el Estado miente deliberadamente a los jóvenes», convicción de la cual le nació una permanente desconfianza ante todo tipo de autoridad.

Su primer enfrentamiento público serio con los poderes establecidos (y también con la mayoría de sus colegas) tuvo lugar en 1914, después de que hubiera regresado a Alemania y siendo miembro ya de la Academia Prusiana de Ciencias. En esa ocasión se negó a respaldar con su firma un llamamiento patriótico de científicos e intelectuales en favor de los derechos que supuestamente motivaban a los alemanes para la guerra. Fue ésta la primera ocasión –aunque, desde luego, no la última– en que Einstein se quedaría casi solo entre sus colegas alemanes por motivos político-sociales.

A partir de esa fecha entró en contacto con la minoría que en Alemania se opuso a la guerra y, a través de algunos miembros de esta minoría, con los principales representantes del pacifismo europeo de la época, como Romain Rolland o Bertrand Russell. En seguida su nombre aparecería en las fichas de la policía de Berlín como pacifista notorio, sobre todo desde que, en 1915, unió su firma a la de otros intelectuales europeos contra la guerra, en favor de la cooperación cultural entre los pueblos y en defensa de los derechos humanos.

En los años de entreguerras, y sobre todo hacia el final de la década de los veinte, el pacifismo antimilitarista de Einstein se hizo más drástico, más radical. A esta radicalización contribuyeron acontecimientos que le tocaban de cerca, pero también reflexiones compartidas con otros acerca de la situación internacional, sobre las causas de la guerra y sobre los factores psicológicos y culturales de la violencia entre los seres humanos. La visión próxima de la violencia antisemita que empezaba a teñir el nacionalismo y el militarismo le afectó profundamente, razón por la cual, sin considerarse en ningún momento sionista, hizo suya la causa de la «tribu» judía y comenzó a intervenir públicamente al respecto. El hecho de que él mismo hubiera tenido que experimentar esa violencia, todavía incipiente al comienzo de los años veinte, en ocasión de una conferencia científica suya interrumpida y la noticia del asesinato de Walther Rathenau le convencieron de que la lucha por la paz obligaba a luchar también por algo más que la paz.

Este convencimiento se reforzó en 1923-1924 por su experiencia negativa en el Comité para la Cooperación Intelectual dependiente de la Sociedad de Naciones, organismo en el que Einstein había puesto muchas esperanzas y del que acabó dimitiendo por considerar que sus actuaciones prácticas eran contrarias a la paz y a los derechos de las minorías.

En 1923, al presentar la dimisión como miembro del Comité de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, Einstein todavía manifestaba su deseo de trabajar en un organismo supranacional que hiciera de árbitro en los conflictos internacionales, pero su punto de vista acerca de la relación entre el arbitraje supranacional para asegurar la paz y el respeto a los derechos de las minorías le impedía seguir colaborando con el organismo supranacional realmente existente. Los motivos en que fundamentó su decisión son suficientemente explícitos y se refieren tanto al Comité de Cooperación como a la misma Sociedad de Naciones; son motivos relativos a ese algo más que la paz a lo que se aspira y que, en el caso de Einstein, contradecía de hecho la paz de los imperios: la tibieza en la lucha contra el militarismo y el chovinismo que seguía impregnando la educación oficial en los países miembros de la Sociedad de Naciones, las reticencias de su organización intelectual frente a los que postulaban un orden internacional radicalmente nuevo oponiéndose a todo sistema militar, así como la discriminación que este mismo organismo practicaba en favor de las culturas estatalmente instaladas en perjuicio de las minorías culturales de todos los países.

Cierto es que en esos años Einstein osciló entre el rechazo radical de la tibieza de las organizaciones supranacionales existentes y su aceptación como mal menor para evitar la utilización propagandística de su postura por parte del militarismo alemán renaciente. Pero poco a poco fue llegando a la conclusión de que los medios para lograr el objetivo perseguido no eran primordialmente los tratados y las comisiones de arbitraje sino la intervención activa de los ciudadanos en cada uno de los países.

Sus intervenciones públicas en la época inmediatamente anterior al triunfo del nazismo adquirieron un tono profundamente moralizador y en ocasiones profético, tono al que no es ajena la comprobación de la escasa resistencia de las poblaciones ante el empuje de una ideología que Einstein veía ya como el embrión del desastre no sólo para Alemania sino para toda Europa.

Rasgos de este antimilitarismo radical son: 1) la crítica de la insuficiencia de las normas y tribunales de arbitraje; 2) la oposición al servicio militar obligatorio considerado como causa del patriotismo nacionalista; 3) la defensa del desarme generalizado y el rechazo, por insuficiente, del gradualismo; 4) la admisión del unilateralismo en la política de desarme; 5) la defensa de la renuncia parcial a las soberanías nacionales; 6) la afirmación del pacifismo como postulado ético y, en consecuencia, la oposición absoluta a la guerra, y 7) la consideración de la práctica de la objeción de conciencia como medio principal de este pacifismo radical.

Es natural que un punto de vista así le condujera a acentuar, de un lado, la importancia de los aspectos psicológicos en la explicación de fenómenos socioeconómicos y políticos, y, de otro lado, el valor moral, la autenticidad y la veracidad de los individuos en la posible resolución de los problemas de su época, esto es, la exigencia del cambio de mentalidad de los sujetos.

El inicio de una correspondencia con Sigmund Freud acerca de los mecanismos profundos que impulsan al hombre a la guerra y a la violencia tiene para Einstein una motivación inmediata, que es, por supuesto, el recrudecimiento de conductas violentamente militaristas en la fase de ascenso del nacional-socialismo en Alemania, pero en seguida deriva hacia la especulación —para la que Einstein busca un fundamento racional— sobre las pulsiones destructoras en el ser humano. Tal vez sea precisamente en esta correspondencia privada con Freud donde con más claridad se observa el aristocraticismo moral de Einstein. y su concepto nada maquiavélico de la actividad política.

Ya los antecedentes invocados —Jesucristo, Goethe, Kant— para proponer a Freud una elitista asociación de sabios y científicos con carácter internacional, cuya finalidad sería el regeneracionismo moral e intelectual de la humanidad basándose en los ideales del pacifismo y la tolerancia, son ilustradores de un concepto pre-maquiavélico y anti-maquiavélico de la relación entre moral y política. E impresiona el que eso haya podido ser escrito en unos años en los que la mayoría se mostraba convencida de estar viviendo la definitiva aparición de las masas en la historia y la pugna de los partidos políticos europeos por convertirse en mediadores entre masas y estado.

Einstein vio bien una de las limitaciones de aquella irrupción —el hecho de la manipulación de las masas, precisamente— y captó igualmente la fragilidad de la función mediadora de los partidos políticos en una época de crisis económica y social; pero su aristocraticismo, su individualismo intuitivo, le empujan una y otra vez, en esa correspondencia, hacia el límite último del quehacer político: la desconfianza respecto de lo social, de lo colectivo. Así, cuando en la primera carta propone a Freud —al que considera «el hombre menos propenso a ser víctima de los propios deseos» y del que dice que le escribe antes que a cualquier otro intelectual del mundo porque «su juicio crítico se apoya en un altísimo sentido de la responsabilidad»— constituir una asociación pacifista de carácter internacional, en seguida añade: «Una asociación de este género sería sin duda víctima de todos los males que suelen destruir las asociaciones culturales, peligros inseparablemente ligados a la naturaleza humana».

Y todavía aparece más explícito ese límite cuando en julio de 1932 cree haber encontrado un camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra (la renuncia parcial a la soberanía nacional y la creación de un organismo supranacional con poder decisorio para dirimir conflictos). En esa carta, casi sin solución de continuidad, apostilla: «Pero me encuentro con una dificultad y es que un Tribunal es una institución humana». La tentativa de cortar ese nudo conduce derechamente a Einstein, como a tantos otros «viajeros solitarios», al borde del abismo. Y desde él deja caer la pregunta de un hombre que por encima del escepticismo acerca de las instituciones humanas siente el deber imperativo de acabar con las guerras: «¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y de la destructividad?».

Freud, por cierto, contestaría con cautela a esa pregunta.

Al mismo tiempo que en privado se declaraba escéptico sobre las posibilidades de modificar la mentalidad imperante en torno al tema guerra (tal vez buscando en los interlocutores razones para el optimismo que él no tenia), Einstein no dejaba de hacer, en esos años de entreguerras, propuestas alternativas al respecto. Y bien sea porque el deber imperativo de la conciencia le empuja a ello, bien porque la percepción de la psicosis militarista de masas le impide callar y le obliga a sobreponerse al pesimismo de la inteligencia, lo cierto es que no sólo mantiene las críticas al armamentismo, el servicio militar obligatorio y el nacionalismo sino que, al radicalizar estas críticas, los destinatarios de su discurso pacifista cambian. Ya no son los gobiernos ni siquiera las instituciones oficiales verbalmente antibelicistas creadas al final de la primera guerra mundial (o, por lo menos, no lo son primordialmente), sino minorías activas en los márgenes de la legalidad vigente.

Poniendo el acento en la subjetividad y en los factores psicológicos, subrayando el carácter de postulado moral del pacifismo en una época en la cual la tecnología militar empieza a hacer insoportable la vida humana, Einstein se dirige sobre todo a jóvenes que se niegan a aceptar el servicio militar y a adultos dispuestos a respaldarles. Escribe entonces que el servicio militar obligatorio es causa principal de la decadencia moral de las poblaciones blancas; niega la posibilidad de que el desarme paso a paso vaya a conducir algún día al desarme pleno; postula la necesidad del desarme unilateral y de una vez por todas y pone, finalmente, en primer plano la exigencia de practicar y apoyar la objeción de conciencia. Einstein había sacado sus propias conclusiones sobre el «pacifismo» institucional y también sobre la inconsecuencia de un pacifismo que se declara antibelicista en abstracto pero se rinde ante los argumentos patrióticos. Y es también drástico a este respecto: «Esos individuos no son de fiar en un momento de crisis, como demostró sobradamente la [primera] guerra mundial».

Este llamamiento a la objeción activa y a la desobediencia civil contra las actividades armamentistas y militares de los gobiernos situaba al pacifismo de Einstein fuera de la legalidad alemana. Él sabía que era así y por eso se refiere abiertamente a la objeción como a una «lucha ilegal» cuyo propósito es convertir la cuestión del pacifismo en un problema agudo para los gobiernos. Contaba, una vez más, con el vigor moral de los objetores y con el entusiasmo que su ejemplo podía llegar a suscitar en los espíritus valerosos y fuertes. Respecto de esto Einstein pensó siempre que el único medio racional de educar es dar ejemplo y en los momentos malos, cuando no hay otro remedio, al menos un ejemplo que ponga sobre aviso. El contexto de tales intervenciones sigue siendo la situación alemana inmediatamente anterior al triunfo del nazismo, la época de la república de Weimar.

III.2. En 1993, ya antes de su llegada a EE.UU., donde viviría hasta el final de sus días, Einstein abandonó el punto de vista pacifista «radical». El factor básico de ese cambio fue la llegada al poder del nacional-socialismo en Alemania. Esa cambio es apreciable en las cartas que escribió (a Paul Langevin, al rey Alberto de Bélgica, al antimilitarista francés Alfred Nahon, a los miembros de la «War Resisters’International») y en las intervenciones públicas que tuvo durante su estancia en Bélgica, en Francia y en Inglaterra antes de su llegada a Princeton.

El 1º de julio de 1933 escribía: «He de confesar que la época no me parece propicia para seguir defendiendo algunas proposiciones del movimiento pacifista radical. Por ejemplo, ¿cómo podemos aconsejar a un francés o a un belga que se niegue a cumplir el servicio militar ante el rearme alemán?, ¿debemos lanzar una campaña para defender esta política? Francamente, no lo creo. Me parece que en la situación actual hemos apoyar una organización de fuerza supranacional y no preconizar la abolición de todas las fuerzas militares. Los acontecimientos recientes han constituido para mi una lección en este sentido.»

El 14 de julio del mismo año da su opinión al rey de Bélgica: no hay que criminalizar la conducta de las personas que por razones religiosas o morales se niegan a cumplir el servicio militar; hay buscar un tipo de servicio social sustitutorio; pero en las actuales circunstancias, y teniendo en cuenta la militarización de Alemania, hay que mantener las fuerzas armadas de Bélgica con carácter defensivo. Más explícito todavía es una carta (del 20 de julio de 1933) a Alfred Nahon: «Si yo fuera belga, no me negaría, en las circunstancias actuales, a hacer el servicio militar; muy al contrario, iría a cumplirlo con alegría, convencido de que, con ello, contribuiría a salvar la civilización europea».

En esos meses de 1933 Einstein no consideró que sus opiniones pacifistas hubieran cambiado. Declaró, una y otra vez, que seguía manteniendo, en general, los mismos principios antimilitaristas y pacifistas, aunque preconizaba un cambio de método de actuación como consecuencia del cambio de situación que se estaba produciendo en Europa. Esto le enfrentó a varias de las organizaciones pacifistas europeas y americanas del momento y le alejó por algún tiempo de Romain Rolland y de otros pacifistas de la época de la primera guerra mundial. Einstein formuló entonces varios argumentos en favor de este cambio de método tratando de probar al mismo tiempo que no se trataba, en su caso, de un abandono de los principios pacifistas.

Al secretario francés de la Liga de Objetores de Conciencia Einstein le recordó algo que él mismo había escrito unos años antes, a saber que «para algunas tribus negras de África la renuncia a la guerra significaría exponerse a los graves peligros» y que había que distinguir esa situación de la existente en las naciones civilizadas de Europa. Pero a continuación ejemplificó drásticamente su caracterización de la nueva situación. «La situación en Europa (y, señaladamente en la Alemania nazi) se ha aproximado más a las condiciones de Africa». Este argumento, obviamente, no es muy bueno. La comparación suscita dudas y da lugar a equívocos. Es mejor, como argumento para el cambio de método, la prognosis de Einstein (hecha en septiembre de 1933) sobre la futura evolución de los acontecimientos en Alemania:

Estoy convencido de que la evolución en Alemania acabará produciendo acciones bélicas parecidas a las de Francia después de la Revolución. Si este proceso se desarrolla sin obstáculos, los últimos restos de libertad personal en el continente europeo serán destruidos

En esas circunstancias, los obstáculos a oponer, según Einstein, no pueden ser ya sólo morales, ni siquiera ético-políticos. Por dos razones: porque en los países con un régimen fascista la negativa a cumplir el servicio militar significa el martirio y la muerte; y porque en los países que respetan los derechos políticos de sus ciudadanos, la negativa a cumplir el servicio militar debilita la capacidad de resistencia de los sectores más sanos ante el agresor.

Para hacer frente a una amenaza de las características del nazi-fascismo se necesita «una fuerza organizada». En polémica con el Comité belga de Opositores a la guerra y con otras organizaciones pacifistas que empezaban a tacharle de «apóstata» o de renegado, Einstein fue precisando bastante más su postura en aquellos meses:

1º. La negativa a hacer el servicio militar es inapropiada en los países que siguen siendo fieles a las instituciones democráticas (Bélgica, Francia, Inglaterra) y han de hacer frente al peligro nazi.

2º. Para no ser fundamentalistas, los pacifistas prácticos o realistas deben, en esas circunstancias, dejar de propugnar la destrucción de la fuerza militar en general y pasar a defender el control internacionalizado de las armas y de las instituciones militares, una fuerza de policía internacional que garantice la seguridad del mundo.

3º. Esto se podría concretar en la creación de una fuerza militar internacional y en una reforma en profundidad de la Sociedad de Naciones que la haga operativa con una fuerza ejecutiva adecuada. Esta idea se concretaría en la organización de un tribunal de arbitraje internacional que disponga de medios para cumplir sus decisiones, o sea, con un tribunal internacional de justicia y una fuerza militar o de policía permanente.

4º. Para eso se necesita un acuerdo de cooperación o alianza entre los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Rusia.

¿Qué queda, pues, del anterior pacifismo tolstoiano-gandhiano de Einstein? ¿Hasta dónde llega, desde la perspectiva de los ideales y de los principios, esta rectificación del pacifismo?

A la pregunta sobre Tolstói y Gandhi, contesta Einstein en una entrevista publicada en agosto de 1935: «No creo que haya existido en el mundo un verdadero líder moral con influencia universal desde Tolstói. El muchos sentidos sigue siendo el mayor profeta de nuestro tiempo. No hay nadie actualmente que pueda compararse con la profundidad de visión y con la fuerza moral de Tolstói. Admiro muchísimo a Gandhi, pero creo que se programa adolece de dos defectos: la no-resistencia es la manera más inteligente de luchar contra el adversidad, pero sólo puede practicarse en condiciones ideales. Puede ser factible en la India contra los ingleses, pero no en la Alemania actual contra los nazis. Gandhi se equivoca también cuando quiere eliminar o minimizar la producción mecanizada en la civilización moderna. Esta producción existe y hay que aceptarla.»

Y a la otra pregunta se puede contestar recordando la identificación de Einstein, entre 1934 y 1935 con una causa célebre: la candidatura de Carl von Ossietzky, editor pacifista alemán que había sido condenado a prisión durante la república de Weimar, liberado luego y encerrado finalmente por el régimen de Hitler en un campo de concentración (lo que le condujo, finalmente, a la muerte en 1938). Einstein desempeñó un papel central, ya desde los EE.UU, en esta campaña en favor von Ossietzky (recogiendo firmas de personalidades, escribiendo personalmente al comité Nobel y participando en mítines) lo que confirma, efectivamente, que su distanciamiento del pacifismo radical en esa época es más una cuestión de métodos que de principios. El comité Nobel declaró desierto el premio en 1935, pero se lo concedió a Ossietzky en 1936.

Motivos personales (el impacto de la muerte de su segunda esposa, Elsa) y políticos (la advertencia de las autoridades norteamericanas de que se mantuviera al margen de la política) limitaron mucho las intervenciones públicas de Einstein entre 1934 y 1939. Se dedicó, sobre todo, al trabajo científico.

Sobre la carta firmada por Albert Einstein y dirigida a F. D. Roosevelt el 2 de agosto de 1939 se ha escrito mucho. Y todavía ahora suele ser utilizada con intereses distintos e incluso contrapuestos al tratar el tema de la relación entre ciencia y política en las sociedades contemporáneas u ocuparse de la problemática más específica que vincula conocimiento científico-técnico e instituciones militares. No siempre, sin embargo, se dedica el mismo esfuerzo a reconstruir aquella historia, a pesar de que desde la publicación de los archivos de Leo Szilard se dispone de documentación de primera mano y detallada acerca del papel real que en ella jugó Einstein.

De la pléyade de físicos que tuvieron que ver, directa o indirectamente con el «Proyecto Manhattan», Leo Szilard fue sin duda el que más conciencia política tenía. Szilard captó muy pronto las derivaciones tecnológicas y las posibles aplicaciones practicas del descubrimiento de la fisión nuclear. En 1939 trabajaba con Fermi en un sistema de uranio y agua capaz de mantener dicha reacción. De sus conversaciones con otros colegas acerca de las investigaciones propias le nació la preocupación por lo que podía llegar a ocurrir en aquellas fechas si la Alemania nazi lograba hacerse con grandes cantidades de uranio procedentes de los yacimientos que Bélgica estaba explotando en el Congo. Fue en tal circunstancia cuando Szilard pensó en Einstein.La carta que Einstein firmó dice así:

Señor Presidente:

Recientes trabajos realizados por Enrico Fermi y Leo Szilard que he podido conocer en manuscrito me hacen suponer que el elemento uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el inmediato futuro. Ciertos aspectos de la situación que se ha creado parecen aconsejar la atención de la Administración y, eventualmente, una acción rápida. Creo, por tanto, que es mi deber poner en su conocimiento los hechos siguientes y formular algunas sugerencias.

En los últimos cuatro meses, gracias al trabajo de Joliot en Francia y de Fermi y Szilard en América, se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena en una amplia masa de uranio mediante lo cual se generaría una gran cantidad de energía y una gran cantidad de nuevos elementos semejantes al radio. Ahora existe casi la certeza de que esto podrá lograrse en un futuro inmediato.

Este nuevo fenómeno podría conducir también a la fabricación de bombas y, aunque con menos certeza, es probable que con este procedimiento se pueda construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes. Una sola bomba de este tipo, transportada por una nave y explosionada en un puerto, podría fácilmente destruir el puerto entero y una parte del territorio circundante. Tales bombas, no obstante, podrían resultar tal vez demasiado pesadas para ser aerotransportadas.

Estados Unidos sólo posee mineral de uranio muy pobre y en cantidades modestas. Hay mineral bueno en Canadá y en la exChecoslovaquia, pero la fuente más importante de uranio está en el Congo belga.

Teniendo en cuenta esta situación sería oportuno establecer un contacto permanente entre la Administración y el grupo de físicos que en América trabajan sobre la reacción en cadena. Una posible forma de lograr esto sería que usted confiara tal tarea a una persona de su confianza que pudiera operar eventualmente de manera no oficial. El trabajo de esta persona consistiría en:

    1. a) contactar con los departamentos gubernamentales, tener a éstos informados de los desarrollos futuros y hacer sugerencias para una actuación del gobierno, prestando particular atención al problema que supone asegurar a los Estados Unidos la provisión de mineral de uranio,
    2. b) facilitar el trabajo experimental, que en la actualidad se lleva a cabo dentro de los límites presupuestarios de los laboratorios universitarios, asegurando la provisión de fondos –cuando sean requeridos– mediante contactos con personas privadas que estén dispuestas a dar su contribución a esta causa e incluso obteniendo la cooperación de laboratorios industriales que cuenten con el instrumental necesario.

Tengo entendido que Alemania ha suspendido la venta del uranio de las minas checoslovacas de las que se ha apoderado. El que Alemania haya tomado esa decisión tan rápidamente quizá se explica por el hecho de que el hijo del subsecretario alemán, von Weiszäcker, forma parte del Kaiser Wilhelm Institut de Berlín en el que actualmente se está repitiendo una parte de las investigaciones americanas sobre el uranio.

Saludos cordiales.

 

Einstein estuvo siempre de acuerdo con Szilard en lo que hace a la motivación sustancial de la carta. En las varias ocasiones en que –años después– se refirió a este episodio, Einstein lamentó haber intervenido en él, pero asumió su parte de responsabilidad compartida con Szilard. No hay que olvidar, además, que –independientemente de que las sospechas sobre las investigaciones alemanas relacionadas con el uranio resultaran a la postre exageradas– la iniciativa de Szilard y los demás se producía en un momento en el que el comienzo de la segunda guerra mundial era inminente. Las sospechas parcialmente infundadas acerca de la capacidad científico-tecnológica del Instituto Kaiser Wilhelm y las prisas por dar la voz de alarma (prisas que, como hemos visto, también invadieron a Einstein) se explican por este otro hecho: todos los físicos que inicialmente intervinieron en el asunto eran exiliados que conocían bien la situación política alemana del momento y que por sus contactos internacionales y su formación anterior poseían elementos de juicio más que suficientes sobre los institutos científicos de la Alemania nazi.

La documentación conocida permite ratificar, según creo, la opinión formulada antes: el papel de Einstein en el proceso que había de conducir a la fabricación de la bomba atómica fue pequeño y subalterno. Einstein puso su firma al aldabonazo de Szilard. Con ello llamó la atención de Roosevelt. Insistió sobre el peligro de que la Alemania nazi estuviera poniendo las bases científico-tecnológicas para fabricar la bomba. Favoreció con su intervención las investigaciones de Fermi y Szilard. Pero en el momento de su ultima intervención en ese proceso, durante la primavera de 1940, muy pocos creían realmente en Estados Unidos que lo que estaban haciendo Fermi y Szilard fuera a tener aplicaciones militares. En ese fecha la mayoría de los militares eran escépticos, algunos de los industriales con los que contactó Szilard ni siquiera creían en aplicaciones prácticas. El propio Fermi dudó hasta 1942 de que fuera a salir una bomba de aquel trabajo. Queda, eso sí, la llamada de atención, la posible influencia en las decisiones de Roosevelt. Pero también en esto hay que estar de acuerdo con Abraham Pais cuando en su biografía escribe que la influencia de Einstein en Roosevelt fue marginal y que éste se sintió influenciado sobre todo por los esfuerzos que estaban realizando los británicos.

Sólo cuando estuvo seguro de la derrota militar de Alemania y de que, a pesar de ello, los dirigentes del Proyecto Manhattan estaban dispuestos a continuar con la fabricación de la bomba y a lanzarla sobre Japón, Szilard se decidió a visitar nuevamente a Einstein. Fuera por respeto al secreto impuesto por las autoridades o por la delicada situación en la que se encontraba desde meses antes a consecuencia de sus enfrentamientos con los dirigentes del proyecto, lo cierto es que Szilard fue en esa oportunidad muy prudente con Einstein. Había escrito un memorándum dirigido al Presidente Roosevelt en el que subrayaba, entre otras cosas, que el mayor peligro de una «demostración norteamericana con la bomba radicaba en que eso desencadenaría una carrera para la producción de armas atómicas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética». Szilard pedía al presidente que a la hora de decidir sobre el uso o no de la bomba se pensara sobre todo en el futuro. La idea que él se había hecho sobre el futuro ha resultado exacta. Pero, según cuenta en sus Memorias, a Einstein sólo le dijo que había dificultades, sin llegar a concretar la naturaleza de éstas.

Pidió a Einstein una carta de recomendación para Roosevelt. Einstein la escribió y la fechó el 25 de marzo de 1945. Roosevelt murió sin haber llegado a conocer el memorándum. Otras iniciativas, como la de James Frank chocaron con incomprensiones y obstáculos semejantes. Einstein lamentaría después no haber intervenido en eso más activamente. Es seguro que su voz hubiera sido una más de las pocas que entre marzo y agosto de 1945 clamaron en el desierto. En cambio, resulta significativo que en la carta escrita a Von Laue poco antes de morir, carta en la que hace repaso de su actividad en relación con la bomba atómica, no mencione la gestión de Szilard a la que él colaboró: «Desgraciadamente no tuve participación alguna en el llamamiento contra la utilización de la bomba en Japón. Todo el mérito del mismo hay que atribuírselo a James Frank. ¡Si le hubieran hecho caso!»

III.3. Einstein quedó muy impresionado por el bombardeo de Hiroshima. Según Helen Dukas, que era su secretaria desde hacía algún tiempo, el físico no esperaba que realmente fueran a usarse las bombas atómicas. Reaccionó como a finales de los años veinte: volvió a intervenir de forma muy activa en asuntos políticos y sociales.

Los diez últimos años de su vida fueron muy productivos desde este punto de vista. Es sintomático que la documentación referida a este tipo de actividades durante el período 1945-1955 ocupe casi la mitad del volumen Einstein on Peace.

Sus temas principales en el período de 1945 a 1955 fueron los siguientes:

1º. La responsabilidad social de los físicos (y, mas en general, de los científicos) en la era nuclear.

En sus últimos años Einstein se refirió varias veces al «destino trágico» de los científicos (en particular de los físicos atómicos) y aludió a la ciencia como un producto ambivalente cuyo desarrollo enlaza con el viejo mito del Génesis. La idea de levantar un movimiento por la paz cuyo pilar fueran científicos conscientes de su destino trágico enlaza con un racionalismo autocrítico para el cual la razón es insuficiente cuando de lo que se trata es de garantizar la supervivencia de la especie humana sobre la tierra.

En este sentido Einstein pensaba que el movimiento contra las armas nucleares en la época contemporánea necesitaría de emociones y pasiones que en otros tiempos fueron propias de las órdenes religiosas o, en otras palabras, que la racionalización del objetivo se complementara con una «cultura ética», sólidas creencias acerca del sentido de la existencia humana; solidez que Einstein sólo veía por lo general en las tradiciones, religiosas y en el comunismo como movimiento de masas.

2º. La denuncia del nuevo armamentismo.

Así, por ejemplo, en enero de 1947 -en un contexto en el que denunciaba la manipulación de los científicos por el poder político- escribía: «Pero el hecho es que actualmente los países no democráticos [la URSS, etc.] constituyen una amenaza menor para la paz internacional que los países democráticos, los cuales gozan de superioridad económica y militar y han sometido a los científicos a una verdadera movilizacion militarista».

3º. La crítica del militarismo y de la militarización del pensamiento político.

Crítica al poder desnudo y a la militarización en el interior de los estados. Por «poder desnudo» Einsteín entendía –recogiendo una expresión de Russell– una situación en la cual prevalecen los intereses militares, el estado garantiza la ‘inseguridad generar aboliendo derechos civiles básicos de los ciudadanos, controlando abiertamente la enseñanza, la investigación y los medios de comunicación y potenciando la caza de brujas por motivos políticos e ideológicos; una situación en la que, además, falta resistencia popular al generalizarse la creencia en el carácter omnipotente de la fuerza física. Más de una vez Einstein escribió en sus últimos años a ese respecto que el ejercicio del poder desnudo y la sumisión de los más a ese estado de cosas llevaba en su seno la destrucción del espíritu democrático y de la dignidad de la persona humana. Situación tanto más paradójica, ésta de la extensión de las constricciones del estado sobre los ciudadanos y la sumisión de los mismos al poder desnudo, cuanto que, por otra parte, dada la naturaleza de las nuevas armas, ese mismo poder no está ya en condiciones de garantizar la seguridad necesaria a los ciudadanos.

4º. La exigencia de un gobierno mundial con carácter operativo que supliera las deficiencias de las Naciones Unidas.

Un gobierno mundial con capacidad real de intervención dirigido por las tres grandes potencias militares de la época (USA, URSS y Gran Bretaña). En su opinión de entonces, tal solución tenía como presupuesto -y esto Einstein lo escribe polemizando seguramente con colegas suyos- el que el secreto de la bomba no fuera entregado por los Estados Unidos a la URSS, ni a las Naciones Unidas, sino solamente al gobierno mundial que se constituyera. La utopía de Einstein le vuelve realista cuando tiene que concretar los lugares de intervención del gobierno mundial en posesión del arma decisiva. La justificación del poder de intervención se basa en una extensión al plano internacional de la regla democrática sobre mayorías y minorías. Por tanto, el gobierno mundial intervendría allí donde una minoría oprima a la mayoría.

El mismo tono, tan bienintencionado como primitivo, tienen en este artículo su estimación de las consecuencias posibles del gobierno mundial y la conclusión sobre el talante de la nueva época. Einstein formula ambas cosas como disyuntivas cerradas: un gobierno mundial puede desembocar en una tiranía mundial, pero ese peligro es preferible al carácter pernicioso de las guerras. Y en lo que hace a la amenaza atómica, no hay mal que por bien no venga: «Tal vez pueda intimidar a la especie humana hasta el punto de obligarla a poner orden en los asuntos internacionales, cosa que sin la presión del miedo jamás llegaría a concretarse».

5º. La recuperación de la vieja idea de la objeción de conciencia y la extensión de la misma a la desobediencia civil con una orientacion gandhiana.

Ya en 1939, con ocasión del sexagésimo aniversario del líder hindú, Einstein había escrito un elogio del mismo en el que se advierten las viejas convicciones que siempre le acompañaron: el recelo ante todo tipo de autoridad no basada en la moral y la oposición a la alta política tecnológicamente orientada. Y, en efecto, el gandhismo sería desde 1950 una constante en la reflexión político-moral de Einstein: está presente en una entrevista radiofónica concedida ese mismo año sobre la lucha por la paz; vuelve a aparecer, en 1951, en relación con la reforma moral, cultural y educativa que Einstein consideraba necesaria; se convierte, en 1953, en método prioritario de actuación para resistir a las brutalidades del mccarthismo; y, por último, es presentado, en 1954, como la mejor forma de concretar el derecho de los hombres a la no cooperación con un estado cuyas actuaciones en política exterior e interior ponen en peligro la pervivencia de la especie y la dignidad de la persona.

6º. La defensa de una nueva forma de entender las cuestiones políticas y la intervención en los problemas de la polis; nueva forma determinada por la prioridad que habían tomado las relaciones internacionales en un mundo sometido al temor de las nuevas armas.

 

Anexo: Pacifismo y ecologismo en la lucha política contemporánea

Escrito fechado el 8/1/1988. Probable material para una conferencia.

 

Mi intención es argumentar la necesidad en que nos encontramos de incorporar la problemática ecológica y el punto de vista pacifista a la hora de continuar y renovar la lucha secular en favor de la emancipación, o sea, en favor de una sociedad más justa e igualitaria en un mundo habitable.

La era nuclear en la cual nos ha tocado vivir se caracteriza por la proliferación (desde el final de la segunda guerra mundial, pero aceleradamente en la última década) de las armas atómicas, químicas y bacteriológicas. El armamentismo y el belicismo no son fenómenos nuevos; armas químicas y bacteriológicas habían sido empleadas ya durante la primera guerra mundial. Lo nuevo, lo que representa un cambio sustancial en la historia de la humanidad tampoco es la cantidad de armas que llegan a fabricarse, sino su potencial destructivo, su capacidad potencial para terminar con toda civilización, para eliminar a la especie humana y a otros muchas especies de la faz de la Tierra.

De ahí la sensación que hoy en día tenemos de estar viviendo como de prestado, siempre con la espada de Damocles colgando sobre nuestras cabezas.

Pero es que, además, ya la mera existencia del arsenal nuclear, químico y bacteriológico –aunque no se utilice– tiene otras implicaciones o consecuencias que conviene no desconocer. La primera y principal de esas implicaciones o consecuencias es que la existencia, conservación, proliferación y constante renovación de tales armas requiere un tipo de poder, una articulación del poder y del control social, que hace de las poblaciones rehenes de los dominadores del mundo, de lo que suele llamarse el complejo industrial-militar-político. Pues tantas y tan peligrosas armas exigen nuevos tipos de vigilancia sobre los ciudadanos.

En efecto, aunque no fuera más que para conseguir que tantos ciudadanos olviden diariamente que están viviendo así, de precario, con la espada de Damocles colgando sobre sus cabezas, con el peligro de ser liquidados sin saber por qué, aunque no fuera más que por eso –digo– hace falta un enorme control de individuos, grupos y colectividades (incluyendo en esto la vigilancia de las naciones por los gendarmes mundiales). Este enorme control de individuos, grupos y colectividades se consigue habitualmente de dos formas: mediante la represión y la violencia pura y simple y mediante la desinformación e intoxicación de las grandes masas. Las dos formas existen en nuestras sociedades. En los países dependientes suelen predominar la primera, en las sociedades donde hay democracia indirecta o «representativa» o formal, los gobiernos solo recurren a la represión pura y simple en última instancia, mientras tanto intoxican y desinforman a través de medios técnicos sofisticados. Como hemos tenido una experiencia reciente en este sentido, con motivo del referéndum sobre la OTAN, podemos ahorrarnos los detalles. No sin antes subrayar que la brutalidad de la represión y de la guerra en los países de África, Asia y América Latina descalifican a quienes defienden que la existencia de las armas nucleares es una bendición porque gracias a ellas no ha habido guerra desde 1945. Este es un punto de vista «occidentalista» que solo llama «guerras» a las que tienen lugar en el centro del Imperio.

Es verdad que la militarización, el aumento constante de las fuerzas de policía y la multiplicación de los controles sociales no son una consecuencia únicamente del armamentismo nuclear. Pero, como señalara Einstein después de la segunda guerra mundial, el arma atómica favorece la afirmación del poder desnudo. Precisamente por eso el historiador británico y luchador desde antiguo en el movimiento pacifista, E. P. Thompson, ha dicho de nuestro tiempo que es una época exterminista, una en la cual muchas especies y, desde luego, toda nuestra civilización pueden ser exterminadas; una época en la cual el poder generado por las armas se va haciendo autónomo, escapa a los controles parlamentarios y –como se basa en el secreto– se presenta cada vez más como poder independiente de los partidos políticos y de los gobiernos elegidos. De manera que poco a poco se va creando una situación que recuerda la caricaturizada por Kubrick en Doctor Extrañoamor.

Es esa situación la que explica el resurgimiento de los movimientos pacifistas, que en los últimos años han sido sobre todo movimientos antinucleares. El origen reciente estuvo en la oposición al despliegue de los euromisiles de la OTAN en Europa. De ahí que la protesta haya sido mayor precisamente en Europa que en USA o Japón. Y de ahí que, al firmarse recientemente el acuerdo de limitación de armas de medio alcance, algunas personas se hayan hecho la ingenua idea de que el problema que motivó la protesta  está ya resuelto. Aunque el nuevo Tratado es sin duda un alivio de la tensión internacional, no hay que hacerse ilusiones al respecto. Es muy posible que ese mismo Tratado abra una nueva etapa de sustitución de armas obsoletas por otras nuevas y más sofisticadas (lo que en este caso quiere decir más mortíferas todavía). Es decir, que la limitación del arsenal existente no impedirá seguramente el paso a los proyectos que se conocen con el nombre de «guerra de las galaxias». Eso es al menos lo que piensan la mayor parte de los analistas informados.

De ahí hay que sacar necesariamente una conclusión: por algún tiempo todavía la denuncia del armamentismo y la lucha contra la proliferación nuclear seguirá estando en primer plano, seguirá siendo una cuestión central para todos aquellos que quieran mejorar la situación social. Y en primer lugar para los socialistas y los comunistas europeos.

En la medida en que el movimiento pacifista sea consciente de esta continuidad de la lucha en la era nuclear y mantenga su independencia respecto de los dos bloques militares tendrá que plantearse y contestar a algunas preguntas hoy pendientes, como las siguientes: ¿qué pacifismo? ¿Un pacifismo fundamentalista o un pacifismo pragmático? ¿Cómo conciliar el punto de vista pacifista con el apoyo a movimientos armados que luchan en el tercer mundo por la liberación, cómo conciliar pacifismo y emancipación social? ¿Cómo conciliar el pacifismo y la soberanía nacional? Algunas de esos problemas están ya hoy en el centro de la discusión en el seno del movimiento pacifista europeo, el cual, como es obvio, ha perdido fuera en estos dos últimos años. Es muy posible que la respuesta a preguntas como esas tenga que ser flexible y estar en función de situaciones muy diferentes como las que realmente existen en nuestro mundo de hoy (¿cómo comparar –a pesar de que muchas veces se hace son simpleza– la situación en El Salvador, Perú, Colombia, etc, con la situación en nuestros países europeos?). Pero por debajo de esa flexibilidad y del hipotético carácter plural de las respuestas hay al menos dos cosas que no deberíamos olvidar en España y en Europa; 1º que nuestra situación es comparativamente privilegiada y que sigue habiendo guerras brutales en el mundo, y 2º que la lucha por la paz no es un objetivo táctico de tal o cual partido, organización política o grupo, sino una exigencia prioritaria, fundamental, de toda persona sensible y consciente. Por eso es ahora una cuestión vital desprenderse de vicios tacticistas y de viejas tendencias a la instrumentalización del movimiento. Lo cual incluye no cejar en esa lucha cuando (como en los últimos tiempos) parece que los aires son más favorables a la paz.

Un segundo rasgo característico de nuestra época es la crisis ecológica incipiente. Fue a comienzos de los años setenta cuando las poblaciones empezaron a darse cuenta de que la afirmación de algunos científicos en el sentido de que hay que límites naturales al crecimiento económico indiscriminado es una verdad, una verdad que tiene que ser incorporada a nuestra visión del mundo, puesto que de ella se deriva una nueva forma de mirar a la naturaleza y, sobre todo, una nueva forma de comportarse en lo que respecta a los recursos naturales no renovables. Así pues, la problemática ecológica fue cobrando cada vez más importancia a medida que los primeros datos de la incipiente crisis llegaban a las gentes; contaminación de las ciudades, desaparición de la vida de los principales ríos, lagos y mares, esquilmación de las tierras, desertización progresiva de muchas zonas del planeta (entre ellas, y aceleradamente, España), debilitamiento de la capa de ozono, cambios climáticos, desastres naturales, etc.

Las consecuencias directas e indirectas del conjunto de circunstancias que componen la llamada crisis ecológica están ya a la vista de todos aquellos que no quieren permanecer ciegos. Ya no es sólo las molestias que producen los humos de vehículos y fábricas que envenenan la atmósfera indiscriminadamente. Es algo más que eso; los efectos negativos del industrializado depredador y biocida están llegando a zonas y lugares que hace unos cuantos años parecían muy seguros, muy al margen de la contaminación: la salva amazónica, uno de los pulmones del planeta, está siendo saqueada en los últimos años, muchas especies se encuentran en trance de desaparición total, y aquí mismo, en nuestro país, bajo nuestros ojos se está produciendo uno de los fenómenos de desertización más pronunciados de toda Europa. Es verdad que muchos de los efectos más negativos de la crisis ecológica no llegaremos a verlos nosotros, pero los verán y los sufrirán nuestros descendientes. Por eso los economistas más sensibles a la problemática ecológica han empezado a plantearse durante estos últimos años la urgencia de programas de transición ecológicamente fundamentados que tengan en cuenta lo que suele llamarse «distribución intergeneracional de recursos», es decir, la idea de que el mundo en cierto modo no se acaba con nosotros mismos, cn nuestra generación. Esa idea, que siempre estuvo en la base de la lucha de la Humanidad por su emancipación social, empieza a estar presente también ahora en relación con la lucha por mejorar nuestro contacto con la naturaleza. De ahí han surgido los movimientos ecologistas primero y los denominados partidos verdees o listas alternativas después.

Los movimientos ecologistas, los grupos conservacionales y las personas que han decidido adoptar un punto de vista medioambientalista deben mucho a ecólogos pioneros, como Barry Commoner, y a personalidades y científicos que dieron la voz de alarma, como aquellos que redactaron el primer informe al Club de Roma. Importa poco que tal o cual cifra, tal o cual aspecto tratado por el primer informe al club de Roma, no se corresponda exactamente con lo que hoy, quince años después, podemos conservar en el planeta Tierra. Hay, desde luego, cifras más aproximadas en un informe como el Global 2000. Lo que de verdad importa es que aquel primer informe inauguraba una nueva manera de pensar acerca de la relación entre los problemas económico-sociales y los problemas medioambientales. Precisamente el rechazo de esa nueva forma de pesar y de la inevitable relación existente entre el reconocimiento de los límites del crecimiento, la crítica de la civilización industrialista expansiva y la lucha por mejorar socialmente la suerte de los sectores más oprimidos de la humanidad fue un handicap que la izquierda europea no ha logrado superar todavía, a pesar de la rectificación que a ese respecto empezó a producirse hace cuatro o cinco años (y con más decisión desde la catástrofe de Chernobyl).

¿Cómo explicar la desatención por la parte de la izquierda tradicional, y durante tantos años, de la problemática ecológica? Seguramente, por tradicionalismo cultural, porque muchos dirigentes políticos y sindicales pensaron que la contaminación, la desertización, la desaparición de especies y, en general, el expolio de los recursos naturales no renovables eran cosas de poca monta, cuestiones menores al lado de la explotación social y la opresión política. Además, algunos de esos dirigentes se quedaron en la observación superficial de que los animadores de los primeros movimientos ecologistas eran estudiantes e intelectuales pequeñoburgueses bien alimentados. Hubo incluso a mediados de la década de los setenta más de un político procedente de países africanos y latinoamericanos que denunció el ecologismo como una maniobra de los capitalistas o como un producto cultural de la sobreabundancia. Hoy sabemos que eso era una profunda incomprensión de lo que estaba ocurriendo tanto en el plano mundial como en los ámbitos locales. Y por eso mismo la actitud de los sindicatos y de los partidos políticos relacionados con los trabajadores ha empezado a variar no sólo en lo que respecta a la problemática ecológica misma sino también en lo tocante a las relaciones con los ecologistas, con el movimiento ecologista.

Precisamente por ello, porque felizmente ha  empezado a cambiar la actitud de los sindicalistas tanto en las fábricas como en las zonas rurales, este es un buen momento para enumerar algunos de los problemas que están abiertos y cuya resolución depende en primer lugar de la relación que acabe estableciéndose entre las organizaciones de los trabajadores urbanos y agrícolas, por un lado, y el movimiento ecologista tal como está constituido por otro. En tal sentido conviene distinguir desde el primer momento entre ecología y ecologismo y aún entre ecologismo como tendencia meramente conservacionista y ecologismo político. Pues de la ecología como ciencia pueden derivarse –y de hecho así ocurre– posiciones sociopolíticas muy diferentes que abarcan todo el arco de las ideologías. Y el mero conservacionismo –por muy bien intencionado que esté– no siempre consigue liberarse de incrustaciones irracionalistas, por confundir los males de la civilización industrial con el desarrollo simple de la ciencia y de la tecnología tal como la hemos conocido hasta ahora.

Esto último puede servir para llamar la atención acerca de algo que no siempre tienen en cuenta algunos sectores de los movimientos ecologistas y pacifistas. A saber: que el marco económico-social en el que se produce el avance del militarismo y la crisis ecológica incipiente es fundamental para concretar tanto el análisis como las propuestas alternativas. Ese marco viene caracterizado por factores como los tres siguientes: 1) La aparición de la tecnociencia como fuerza productiva directa y fundamental, lo que supone un impresionante desarrollo de la automatización y de la informatización (con efectos contrapuestos: de un lado liberación de la fuerza de trabajo manual; pero de otro lado, nuevas posibilidades de manipulación no solo social, sino también –cosa peligrosísima– de cerebros y de genes). 2) Difusión del imperialismo, tanto desde el punto de vista militar como desde el económico y cultural, lo cual da lugar a la limitación de las soberanías nacionales (limitación, por lo general, aceptada por los gobiernos actuales de manera cínica o hipócrita). 3) Transformación del mundo en una especie de plétora miserable en la que conviven, con diferencias insultantes, el despilfarro y la superabundancia con el hambre, la persistencia de las enfermedades debidas a la miseria con el aumento de las llamadas enfermedades de la civilización, propias de hartos materialmente.

Desde el punto de vista político es obvio que la tarea actual consiste en un acercamiento entre vieja y nueva izquierda, entre organizaciones de trabajadores y oprimidos y movimientos especialmente sensible a la problemática ecológica y de la paz (sin olvidar lo que para inaugurar una nueva forma de pensar ha significado y significa el feminismo). Casi todo está todavía por hacer en ese sentido, aunque empieza a haber ejemplos interesantísimos en algunos lugares de Europa (sobre todo en la República Federal alemana). Pero en que está casi todo por hacer no justifica el que a veces esa lucha se presente a sí misma como una utopía, como algo por lo que vale la pena luchar pero no será alcanzado nunca. Sería una triste desgracia el que por exageración polémica contra la ciencia y la tecnología de nuestra época se dejaran éstas exclusivamente en manos de los dominadores mientras que los trabajadores de la ciudad y del campo eligen la utopía. Por muy sana que sea moralmente la afirmación del espíritu utópico en relación con el pacifismo, el ecologismo y el igualitarismo, se hace necesario contestar con precisión y con efectividad (por emplear una palabra que a veces no gusta) a preguntas que son básicas y sin cuya contestación no se puede esperar la movilización requerida de las masas. Contestar a preguntas como ¿qué tipo de comunidades alternativas en el plano local, regional y mundial? ¿Qué producción de bienes y qué distribución de los mismos para detener las máquinas de guerra y paliar el hambre de una gran parte de la humanidad? ¿Qué formas de participación social y política en las comunidades alternativas? ¿Qué necesidades satisfacer prioritariamente en función del punto de vista igualitario?, etc etc. es algo que implica estudiar, investigar y trabajar en programas económico-ecológicos de transición, además –claro está– de movilizarse y actuar por ellos y desde ellos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *