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Evolución de las opiniones de Karl Marx sobre Rusia

Francisco Fernández Buey

El 25 de agosto de 2022 se cumplieron diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se organizaron diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.

mientras tanto, 19 (julio 1984), pp. 101-135 y mientras tanto, 20 (octubre 1984), pp. 84-131. La primera parte está fechada en Valladolid, octubre de 1983.

1. De la revolución de 1848 al final de la Guerra de Crimea

Lo característico de casi todos los alemanes en su opinión
sobre Rusia es un cierto sentimiento de morboso recelo.
F. M. Dostoiewski, en Vremia, enero de 1861

Cien años después de la muerte de Karl Marx la evolución de sus opiniones sobre Rusia es todavía poco conocida fuera de los círculos dedicados a la marxología. Algunos de los escritos marxianos de la década de los cincuenta acerca de la historia del absolutismo zarista, la política exterior rusa en el siglo XVlII y la relación entre la diplomacia de los zares y la inglesa ni siquiera fueron recogidos en las primeras ediciones rusas y alemanas de las Obras. Tal es el caso de las Revelations of the Diplomatic History of the Eigtheent Century, publicadas en la Free Press de Londres entre 1856 y 18571.

Otros escritos suyos, señaladamente los relativos a la estimación de los problemas de orden socioeconómico planteados en los setenta del siglo pasado por los populistas rusos, fueron olvidados durante mucho tiempo o valorados con perplejidad2.

Estos hechos pueden parecer paradójicos si se tiene en cuenta el vínculo que habitualmente suele establecerse entre el pensamiento de Karl Marx y la revolución rusa de octubre de 1917; tanto más si uno piensa que la «cuestión rusa», esto es, la aclaración de la naturaleza de aquella revolución y el papel asignado a sus protagonistas en el movimiento emancipatorio contemporáneo, ha sido –y en cierto modo lo sigue siendo– motivo principal de debate entre las varias tradiciones socialistas y comunistas que durante el siglo transcurrido desde la muerte de aquél se han inspirado en su obra. Pero también esta aparente paradoja tiene su explicación. Y, en efecto, hay razones históricas que hacen comprensible la situación incómoda en que se han encontrado al valorar la evolución y el conjunto de las opiniones de Karl Marx sobre Rusia tanto la corriente que cristalizó en la Segunda Internacional como la que dio lugar a la Tercera.

Conviene empezar subrayando el plural razones porque los motivos de la incomodidad histórica de unos y otros ante el asunto que aquí nos ocupa son difícilmente reductibles a una causa única. Ante todo está el hecho de que Marx, el cual en 1847 y en los años que siguieron sólo tomaba en consideración a Rusia en tanto que «baluarte de la reacción» global y agresivamente opuesto a las potencialidades revolucionarias existentes entonces en Europa central y occidental, acabó su vida sumamente interesado por la evolución de los populistas rusos3 hasta el punto de llegar a escribir con Engels, en 1882, que consideraba factible, tal como habían mantenido aquéllos, el que la comuna rural rusa, a pesar de los síntomas de disolución que pesaban sobre ella, sirviera como base de partida o como punto de apoyo para un desarrollo cooperativo y colectivista moderno siempre y cuando la revolución en el Imperio de los zares se complementara con la revolución proletaria en Occidente4.

Este giro del pensamiento de Marx respecto de la función de Rusia en la historia europea fue debido, como se verá, a motivos diversos. Algunos de ellos resultarán de fácil entendimiento para quienes conozcan la historia de la segunda mitad del siglo XIX; y, en cualquier caso, fueron expuestos con suficiente claridad en el prólogo de 1882 a la segunda edición rusa del Manifiesto comunista. Efectivamente, entre 1847 –fecha en la que fue redactado el Manifiesto– y 1882 el panorama económico, social y político mundial había experimentado un vuelco considerable, dos de cuyos factores sin duda esenciales fueron la emancipación de los siervos en Rusia (con la consiguiente presencia del campesinado como sujeto político activo) y el rapidísimo desarrollo económico de los Estados Unidos de Norteamérica, cosa que hizo de esta nación una verdadera potencia con la que había que empezar a contar incluso en el ámbito de los conflictos que entonces se estaban produciendo en el continente europeo.

Por lo que hace a Rusia, y en la estimación del viejo Marx, la oposición interior al absolutismo zarista –que fue aumentado progresivamente y haciéndose más resuelta desde la controversia acerca de la emancipación de los siervos– modificaba al menos uno de los elementos centrales de lo que el consejo general de la Asociación Internacional de Trabajadores solía llamar política «exterior» del proletariado. En efecto, a partir de entonces la neutralización del principal obstáculo que se oponía a la emancipación de los trabajadores europeos, el Imperio zarista, ya no dependería exclusivamente de la unidad alemana contra Rusia y del heroísmo de los polacos, como en las décadas anteriores, sino que cabía esperar una evolución de los acontecimientos según la cual aquel obstáculo acabara hundiéndose por sí mismo o al menos como consecuencia de la acción combinada entre las fuerzas operantes en el interior de Rusia, la resistencia polaca y la presión de los trabajadores unidos del resto de Europa.

Tal es el marco histórico y la composición de lugar a través de los cuales Karl Marx pasó de un interés exclusivo por la política exterior de los zares –justamente crítico en lo que consideraba, pero unilateral en lo que dejaba fuera de consideración– al estudio específico, particularizado, de la formación económico-social rusa y de los movimientos sociales que iban surgiendo en ella. Pero en esta evolución del pensamiento de Karl Marx no hay sólo una adaptación del análisis a realidades nuevas, como lo eran el comienzo del movimiento revolucionario en Rusia y la presencia internacional de los Estados Unidos de Norteamérica; en ella es patente también un cambio de acentos, respecto de lo escrito en los años cincuenta, que no podía pasar desapercibido para los marxismos finiseculares. Hay, por ejemplo, en esta evolución una atención positiva hacia los vientos revolucionarios que llegaban del Este, en contraposición a cierta fraseología vacía a la parisina, que no podía dejar de molestar a intelectuales marxistas franceses formados, por lo que hace a Rusia, en el espíritu de las Légendes démocratiques du Nord de Jules Michelet.5 Hay, por poner otro ejemplo, una exaltación de la capacidad y heroica sobriedad de los miembros de Narodnaia volia, contrapuesta tanto al infantilismo petulante como al «cretinismo parlamentario» de algunos dirigentes del movimiento obrero alemán, que por fuerza tenía que molestar a «marxistas» de esta nacionalidad que habían crecido con la convicción de que la primera pasión revolucionaria de los alemanes es odiar a los rusos. Y hay por último –para no alargar demasiado esta introducción– una corrección del esquema más divulgado del volumen primero de El Capital que había de provocar serias reticencias tanto en los marxistas del Este como en los marxistas del Oeste6.

Lo cierto es, si se me permite la generalización, que en lo tocante al pensamiento marxiano sobre Rusia los marxistas occidentales –algunos de los cuales ya en vida de Marx creyeron excesiva su dedicación al estudio de documentos rusos– tendieron a quedarse con el primer Marx acentuando la polémica antirrusa de los años cuarenta y cincuenta, mientras que los marxistas rusos se inclinaron a privilegiar lo que conocían del último Marx –corresponsal de compatriotas suyos revolucionarios y científicos– adaptándolo para el análisis de las novedades que aquél no llegó a ver, señaladamente para la estimación del impulso industrializador que tuvo lugar en Rusia durante las dos últimas décadas del siglo.7 De modo que cuando, con la primera guerra mundial, volvió a sonar la hora de los nacionalismos, buena parte de los socialdemócratas alemanes utilizaron el tradicional odio democrático y revolucionario al expansionismo ruso como coartada para cubrir la propia justificación subalterna del imperialismo alemán, y cuando el patriotismo gran-ruso se impuso en la Rusia soviética de los años treinta de este siglo, José Stalin y sus pseudohistoriadores hicieron desaparecer de la obra de Marx aquella parte dedicada a la crítica de la política exterior zarista que la razón de estado consideraba excesiva.8

Distintas y plurales fueron, pues, en un principio las razones de la incomodidad de unos y otros ante el conjunto de los escritos de Karl Marx sobre Rusia. Plurales –y en cierto modo explicables por la dificultad que entrañaba entonces el conocimiento de ciertas piezas clave para reconstruir el pensamiento de Marx en su totalidad– sobre todo en las décadas que hacen de gozne entre los dos siglos, momento en el cual no faltaron ni en el marxismo ruso ni en el marxismo occidental las excepciones. Entre éstas hay que destacar el forcejeo del joven Lenin y de Rosa Luxemburg, así como los esfuerzos de Karl Kautsky, por repensar precisamente aquellos puntos conflictivos de la evolución intelectual de Marx que más perplejidad producían en la época. Pero con el tiempo, esto es, a medida que el protagonismo y la influencia de SPD y PCUS fueron aumentando en los destacamentos en que se dividió la tradición inaugurada por Marx, aquellas razones fueron limitándose hasta situar en primer plano, en uno y otro lado, el motivo particularista. Las agudas sugerencias de Boris Nicolaievski, el excelente trabajo reconstructivo de David Riázanov, la intuición de Antonio Gramsci y la perspicacia de Karl Korsch9 cayeron pronto en el olvido. No es casual, en absoluto, que la principal recopilación y el más sugestivo intento de reconstrucción del pensamiento de Karl Marx sobre Rusia hayan sido hechos desde fuera de las dos corrientes marxistas dominantes, en la serie Études de Marxologie dirigida por Maximilien Rubel10. Corno no es casual tampoco que el interés histórico-crítico por esta problemática durante los últimos años haya coincidido con el agotamiento de aquellas dos corrientes11.

La relevancia que aún pueda tener la reconstrucción de lo que fue el pensamiento de Karl Marx sobre Rusia es, en primer lugar, historiográfica: hacer valer los derechos de la investigación histórico-crítica de las ideas de un clásico del pensamiento social frente a reducciones propagandísticas cuyos motivos, por explicables que sean, no han dejado de tener consecuencias desfiguradoras. Pero como suele ocurrir en toda investigación historiográfica –y más tratándose de un pensador y revolucionario que ha dado nombre a toda una tradición emancipatoria, bajo cuyo amparo teórico se han fundado estados y que sigue presente, por otra parte, en lo más vivo de las luchas sociales en la actualidad– es posible esperar de ella algo más. En tal sentido me propongo mostrar que el examen histórico-crítico de la evolución del pensamiento de Karl Marx sobre Rusia puede contribuir a: 1) refutar el tópico según el cual Marx pensó sólo en la revolución europeo-occidental; 2) liquidar documentalmente el tópico más reciente según el cual el Gulag es la conclusión lógica de las ideas de Marx; 3) valorar con conocimiento de causa el método de Marx en acto, así como la debilidad del punto de vista que atribuye a éste una concepción determinista y unidireccional de la historia; 4) apreciar la importancia decisiva que la información y el conocimiento sin prejuicios tiene en la superación de los particularismos, para salir, en suma, del «desprecia cuanto ignora» al que se refirió el poeta12.

Esto último me parece susceptible de ser subrayado en un momento como el presente en el cual no pocos intelectuales europeo-occidentales están haciendo gala, con sus declaraciones, de un desconocimiento de la sociedad rusa y de su historia por lo menos tan grande como el de Michelet hace más de un siglo (y, desde luego, con menor justificación); en un momento en el que reaparecen, casi sin modificaciones, los tópicos decimonónicos sobre las «esencias invariables» del alma rusa, se desprecia el conocimiento específico, particularizado, de aquello acerca de lo cual se pontifica, y se exalta la propia superioridad cultural para cubrir ingenua o hipócritamente la demencia armamentística de los más poderosos13. Pues nada hay, en mi opinión, tan peligroso en la situación actual como la exaltación de las vísceras propias y de las pasiones patrióticas que lo ignoran casi todo sobre lo que hacen, sienten y piensan los vecinos. Tal exaltación ha contribuido, por supuesto, a desfigurar las opiniones de Karl Marx. Pero esto es de importancia secundaria al lado de la otra consecuencia: la de haber sido ya en varios momentos de la historia europea –cuando la exaltación nacionalista afectó a los más– factor principal de la derrota de los trabajadores que trataban de hacer realidad el ideario comunista de Karl Marx.

Marx fue, en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, un rusófobo que, sin embargo, llegaría a superar más tarde esa limitación gracias a la pasión del conocimiento, al estudio de la lengua, la cultura, las instituciones, la economía y los movimientos sociales rusos; los escritos de sus diez últimos años revelan aún la existencia de un conflicto entre el sentimiento de un revolucionario alemán que, como tantos otros, se formó en el odio a lo ruso por asimilación de esto con el zarismo, y la pasión razonada del internacionalista que supo informarse de lo que estaba ocurriendo en la sociedad rusa con la misma dedicación científica que había puesto en el estudio de los «libros azules» ingleses. De la pasión marxiana por conocer y de la tensión íntima de Marx en esto tienen todavía algo que aprender la historiografía y el pensamiento político-social contemporáneos. Como sin duda tienen que aprender de otra tensión interna semejante, vivida en aquellos mismos años desde dentro de la cultura rusa, la de Aleksandr Herzen14.

La guerra contra los rusos, primera misión revolucionaria de Alemania

La evolución del pensamiento de Karl Marx sobre Rusia se puede estudiar dividiéndolo en cuatro períodos. El primero incluye los años que van desde 1842 a 1852, esto es, para lo que aquí interesa, desde la publicación de la Rheinische Zeitung, donde Marx hizo aparecer sus primeros artículos periodísticos, hasta el inicio de sus colaboraciones en New York Daily Tribune. El segundo se extiende desde 1853 hasta 1857 y comprende varios ensayos sobre el desarrollo de la guerra de Crimea, diversos artículos acerca de la llamada «cuestión oriental», las ya citadas Revelations sobre la política exterior de los zares y una serie de diatribas en torno a la política, en opinión de Marx, prorrusa de Lord Palmerston al frente del departamento de asuntos exteriores del gobierno británico y como primer ministro del mismo. El tercero se inicia en 1858 con un tema entonces de palpitante actualidad (el comienzo de la emancipación de los siervos en Rusia), incluye el punto de vista de Marx acerca del carácter y las consecuencias de la sublevación polaca de 1863, así como los documentos relativos a la política internacional del consejo general de la AIT, y se cierra en 1870, fecha en la que Karl Marx da comienzo a sus estudios de la lengua rusa. Finalmente, el cuarto período comprende los doce últimos años de vida de Marx, en los cuales éste leyó un considerable número de publicaciones estadísticas, económicas y sociológicas rusas así como varios estudios dedicados a la evolución de la comunidad rural en distintos países orientales y europeos, mantuvo constantes contactos con revolucionarios y científicos rusos, y esbozó su punto de vista sobre el futuro de la revolución en el país de los zares.

Por debajo de la evolución intelectual que condujo a Karl Marx del democraticismo radical al comunismo hay, en su obra de 1842 a 1852, un mismo pensamiento sobre el papel de Rusia en la historia de Europa; estimando las revoluciones que tuvieron lugar en Francia a finales del siglo XVIII y los avatares que llevaron a la derrota de las revoluciones europeas de 1848-1849, a través de las guerras napoleónicas y de la Santa Alianza, el imperio zarista es visto como el principal baluarte que se oponía, con continuidad y sin posibilidades advertibles de cambio, a la patria de las libertades y de la revolución, a la república francesa.

Durante esos años Karl Marx escribió poco texto específicamente dedicado a Rusia. En la tácita división del trabajo periodístico establecida con Engels en la época de la Nueva Gaceta Renana (1848-1848) fue este último quien se dedicó con más asiduidad a fustigar el absolutismo de los zares, lo cual, como se sabe, dio lugar a una intervención del gobierno ruso, que contribuyó decisivamente a la prohibición de la publicación en Alemania. De todas formas, como ha señalado Maximilien Rubel15 y como se sigue de la correspondencia de entonces y de varias cartas posteriores, hay pocas dudas acerca del acuerdo de Marx y Engels en este punto. Tal posición sobre el papel de Rusia en la historia de Europa era, por lo demás, generalmente compartida en los ambientes democráticos y socialistas de Alemania, Francia e Inglaterra, a pesar de los esfuerzos que algunos exiliados rusos estaban haciendo ya por convencer a los revolucionarios europeo-occidentales de que existía «otra Rusia», la Rusia campesina, de la que cabía esperar lo mejor.16

Lo que caracterizó, no obstante, a la Nueva Gaceta Renana y en cierto sentido particulariza su punto de vista por comparación con el de socialistas y comunistas de otras nacionalidades europeas fue la acentuación de la polémica anti-rusa en función del objetivo de la independencia y la unidad de Alemania. Este es el marco en el que hay que entender la afirmación de Marx, en carta a Lassalle, según la cual «nosotros proclamamos desde el primer número de la Nueva Gaceta Renana la guerra contra los rusos como primera misión revolucionaria de Alemania». La justificación de esta particularidad, típicamente alemana, que fue «el odio revolucionario a los rusos», está esbozada ya en una carta de Marx a Ruge, escrita en mayo de 1843, en la que alude a la intromisión del zar ante las veleidades democráticas que en ese año se observaban en ciertos sectores de la sociedad alemana. Marx hablaba allí del intervencionismo del «Señor de todos los rusos de atrás» inquieto por el «movimiento en las cabezas de los rusos de acá», intervención, claro está, a favor de una vuelta en Alemania «a la tranquilidad del antiguo estado de las cosas», esto es –como afirmaba el propio Marx en su denuncia del absolutismo ruso y del servilismo germánico–, de «la vuelta al rancio y anquilosado estado de lacayos en el que el dueño de la tierra y de la gente no hace sino dominar en el mayor silencio posible gracias a una servidumbre bien adiestrada, obediente y silenciosa.»17

Las razones de esta denuncia y del subsiguiente combate contra el absolutismo ruso fueron explicitadas con la mayor determinación desde las páginas de la Nueva Gaceta Renana. Así, por ejemplo, en un suelto del número 64 de la misma, publicado el 3 de agosto de 1848, Karl Marx salía al paso de una nota distribuida por la embajada rusa con la intención de contrarrestar los sentimientos rusófobos existentes en Alemania, e ironizaba –en dicho suelto– sobre «las pretensiones francamente pacifistas» del zar; luego de lo cual el propio Marx declaraba que Rusia no podría despertar nunca simpatías entre los alemanes de 1848 porque en éstos se hallaba fresca el recuerdo de la intervención negativa del zarismo en las guerras napoleónicas. Si Napoleón hubiera triunfado –concluye ese paso– se habría favorecido la unidad alemana, «eliminando toda la inmundicia medieval, todo ese orden feudal, etc.»18.

Cabe preguntarse hasta qué punto influyó en esta posición de la Nueva Gaceta Renana el factor nacionalista en auge entonces en Alemania. La pregunta puede parecer innecesaria tratándose de gentes que acababan de hacer publicar el Manifiesto comunista donde se dice que los obreros no tienen patria.

Pero no es gratuita. El mismo Engels tuvo que enfrentarse con ella en su crítica de esos años al paneslavismo en ascenso y sabemos que poco después el debate sobre el nacionalismo obrero acabaría siendo uno de los motivos de la ruptura en la Liga de los comunistas.

El fondo del ensayo de Engels acerca del eslavismo democrático publicado en febrero de 1849 era generalizar la enseñanza histórica de los meses anteriores a toda Europa y oponer a lo que él llamaba «los dulces sueños» de la fraternidad universal de los pueblos y la paz mundial eterna el programa de la revolución. «No es cuestión de una fraternidad de todos los pueblos europeos unidos bajo una bandera republicana –objetaba Engels a los eslavistas–, sino de una alianza de los pueblos revolucionarios contra los pueblos contrarrevolucionarios, alianza que se realiza solamente en el campo de batalla, y no en el papel». Pero ya esta tajante afirmación sobre «pueblos revolucionarios» y «pueblos contrarrevolucionarios» indica que la preocupación principal de su autor será que el eslavismo democrático inaugurado por el llamamiento bakuninista a los eslavos descuidara, precisamente por nacionalismo, aquello que para Marx y para Engels era la primera misión revolucionaria, la guerra contra Rusia. El surgimiento, pues, de una resistencia seria en el interior del imperio de los zares, hasta entonces globalmente considerado como el obstáculo principal ante la revolución europea, introducía una primera complicación para la declaración de principios internacionalistas contenida en el Manifiesto comunista.

Tanto es así que esta crítica del eslavismo democrático tiene que oponer a la «reivindicación absoluta de la libertad» los «distintos niveles de civilización de cada pueblo». Se trata de la célebre argumentación engelsiana acerca de los pueblos sin historia que, por ser tales, tampoco tienen derecho propio a articularse en naciones-estados. Argumentación que incluye la defensa del derecho de conquista para la nación con un mayor nivel civilizatorio (lo que en ese momento quiere decir con un mayor nivel industrial y comercial, como se sigue de la ejemplificación por Engels acerca de los derechos norteamericanos en México tras la ocupación de California)19. Independientemente de lo que se piense acerca del peso respectivo que haya de concederse a tradición cultural y voluntad de unión en la articulación nacional, y reconociendo por otra parte que también en el eslavismo democrático de entonces había su punta nacionalista por debajo de las fórmulas genéricas, el discurso de Engels era tan resbaladizo para una perspectiva internacionalista que en un segundo artículo publicado también en la Nueva Gaceta Renana tuvo que dedicar cierto espacio a refutar la sospecha de que por debajo de la crítica del nacionalismo eslavista estaba la afirmación del nacionalismo germánico.

Efectivamente, Engels rechazaba allí la acusación de pangermanismo con la consideración de que antes de la revolución de 1848 fueron precisamente los redactores de la Nueva Gaceta Renana quiénes se elevaron de la forma más decidida contra la estrechez del nacionalismo alemán, contra «el sórdido papel histórico de la nobleza y de la burguesía alemanas» por comparación con la «legitimidad de las grandes naciones occidentales, ingleses y franceses». Precisamente por ese motivo creía Engels que los miembros de la redacción de la NGR estaban suficientemente justificados a la hora de criticar las ilusiones románticas que después de la revolución habían crecido entre los eslavos.20

En esto último la justificación de Engels es veraz en lo esencial. El sentimiento nacional que impulsó su posición, y la de Marx, favorable a la unidad y a la independencia de Alemania, que les hizo acentuar la crítica de «los rusos», tuvo siempre la contrapartida de la autocrítica como alemanes. Y la tuvo, efectivamente, antes, durante y después de las revoluciones de 1848 en un asunto entonces muy decisivo para valorar la diferencia entre particularidad de un punto de vista movido al mismo tiempo por el sentimiento nacional y el internacionalismo y la óptica nacionalista que conduce a la xenofobia: la cuestión polaca. Para aducir un solo ejemplo al respecto, refiriéndose al debate sobre Polonia en Frankfurt, Karl Marx hacía –en el número 81 de la NGR correspondiente al 20 de agosto de 1848– un repaso histórico de la cuestión poniendo de manifiesto que la partición de Polonia fue el hecho que dio cohesión a la Santa Alianza ruso-austro-prusiana; afirmaba luego que desde el primer reparto de Polonia, Alemania había quedado en dependencia respecto de Rusia y que esto contribuyó en gran medida al fracaso de los esfuerzos de una parte de la burguesía prusiana por seguir el ejemplo francés. A partir de tales estimaciones, Marx concluía así: «Mientras contribuyamos a oprimir a Polonia, mientras fusionemos una parte de Polonia a Alemania, permaneceremos fusionados a Rusia y a la política rusa y no podremos quebrar de raíz en nuestro propio territorio el absolutismo feudal patriarcal. El establecimiento de una Polonia democrática es la primera condición del establecimiento de una Alemania democrática»21.

De manera que en la intención de Marx la insistencia en la guerra contra Rusia –no, por cierto en un sentido metafórico, sino en sentido literal– fue durante este período un objetivo a la vez revolucionario (en el marco de la democratización antifeudal y antiabsolutista de Alemania), internacionalista (en la medida en que se propone que la primera condición para ello es la desvinculación de Polonia también del yugo alemán) y nacional-alemán (en tanto que esa guerra representaría no sólo la potenciación de la unidad alemana sino además «un rompimiento real, franco y total con todo nuestro pasado ignominioso»). Esta última afirmación puede leerse en el número 81 de la NGR ya citado, pero no es un paso aislado: algo parecido se encuentra también en el número 42 de la misma publicación correspondiente al 12 de julio de 184822 y, mucho antes de eso, en un plano más general, en numerosos desarrollos acerca de la «miseria alemana».

Ahora bien, cosas no muy distintas podrían decirse respecto del eslavismo democrático de la época. Si se tiene en cuenta el punto de vista de Bakunin y de Herzen sobre la cuestión polaca, su crítica del absolutismo y la parte de autocrítica como rusos que hay en su obra, se llega fácilmente a la conclusión de que lo que de verdad se estaba enfrentando en aquel debate son dos idearios revolucionarios nacientes que, en ambos casos, apuntaban hacia una concepción internacionalista de la revolución sin poder superar todavía el peso de las propias tradiciones nacionales. Veremos algún detalle sobre eso. Pero desde ahí, esto es, desde el conflicto entre dos idearios, alemán y ruso respectivamente, que afirman el derecho de dos pueblos a protagonizar la revolución europea criticando al mismo tiempo la miseria de la propia historia anterior, se puede empezar a captar ya toda la importancia que en la historia de las ideas tiene el paso de un concepto de revolución europea que empezó poniendo, como premisa, la guerra contra otro pueblo, en función de la superioridad civilizatoria, al concepto del último Marx sobre la complementariedad de las revoluciones en el Este y en el Oeste de Europa.

Al final de la década de los cuarenta, Max combatía el nacionalismo alemán dominante no sólo como política explícitamente reaccionaria, sino también, en su forma populista, como aditivo para atraer a los compatriotas a la lucha revolucionaria. Es más: esta última posición fue denunciada por él mismo durante el debate que puso fin a la Liga de los comunistas. El 15 de septiembre de 1850, oponiéndose a quienes habían sido compañeros suyos durante los años anteriores, afirmaba: «Un planteamiento nacionalista alemán que apela al nacionalismo de los trabajadores manuales alemanes ha reemplazado la perspectiva universalista del Manifiesto. La voluntad se pone como factor principal de la revolución, en lugar de las relaciones reales»23. Si a pesar de declaraciones así el sentimiento de ser alemán se superpone también en el Marx de esa época a la consciencia internacionalista, ello debe verse como una prueba más –sobre todo en ocasiones en las cuales la polémica pasa a primer plano– de las dificultades a las que siempre ha de enfrentarse la racionalidad y la tolerancia.

Así, volviendo al caso, lo que a veces hace unilateral el discurso de Marx durante esos años es que su forma de expresión no siempre distingue entre «los rusos» y el poder zarista. Pero, naturalmente, esto no es una mera cuestión formal. La indistinción se debe en gran medida a que el desconocimiento de la sociedad rusa de la época oculta bajo la prepotencia del aparato estatal (en Rusia el Estado «lo era todo», escribiría mucho después Gramsci), unido al prejuicio extendidísimo por entonces en los ambientes intelectuales de la Europa occidental según la cuál por debajo del moscovita culto acaba saliendo a relucir el alma bárbara del tártaro, no permitieron a Marx entender que ya en esa época existían en el interior de Rusia gentes cuyos intereses y esperanzas no coincidían con el absolutismo de los zares.24 Su negativa a encontrarse en Londres con Aleksandr Herzen por no compartir el deseo de «ver a la vieja Europa rejuvenecida gracias a una transfusión de sangre rusa» documenta en buena medida tal prejuicio, el cual, junto a las diferencias políticas y de carácter, tuvo igualmente su papel en el primer conflicto con Bakunin en 1848. Ya entonces, y precisamente en relación con Bakunin, aparece la obsesiva manía de Marx que le llevaba a ver en casi todo ruso un agente secreto25. Por lo demás, su afición desde 1853 a las elucubraciones del manomaníaco rusófobo David Urquhart refuerza esa misma impresión.

Marx y Urquhart

Entramos ahora en una segunda fase del pensamiento de Karl Marx sobre Rusia, en la cual el análisis de lo que fue históricamente y de lo que era en la década de los cincuenta la política exterior de los zares pasa a primer plano. El que Marx concediera tanta importancia a este asunto, hasta el punto de dedicar a ello un tiempo que le era precioso para la elaboración de lo que él mismo consideraba la obra de su vida, El Capital, corrobora una vez más la inseparabilidad del científico y del analista político. Las razones más inmediatas de su interés por los vericuetos de la ·diplomacia secreta de esos años, y particularmente por las relaciones anglo-rusas, fueron varias. En primer lugar contó en ello el ascenso al poder de Luis Napoleón en Francia y el temor consiguiente a un acercamiento de la política exterior francesa a la rusa, lo cual significaría un nuevo obstáculo tanto para la unidad alemana como para la causa de los trabajadores. En segundo lugar influyó en ello el comienzo, en 1853, de la guerra ruso-turca, vista inicialmente por Max como una nueva manifestación de la superioridad rusa en Oriente. En tercer lugar contó también la sospecha de que los agentes del zarismo habían logrado infiltrarse en el Ministerio británico de Asuntos Exteriores, orientando en un sentido prorruso la política inglesa en la cuestión oriental. Hechos y sospechas hicieron aumentar en Marx su permanente preocupación por la unidad alemana en un momento histórico en el que la contrarrevolución, que siguió a la derrota de 1848-1849, parecía alejar sin lugar a dudas las posibilidades revolucionarios en la Europa central y occidental.

Si en 1850 Marx estaba convencido de que era inútil oponer a la prosperidad general, la mera voluntad revolucionaria (principal razón aducida para disolver la Liga de los comunistas), ya en esa fecha y más aún en los años que siguieron consideró, no obstante, que una inminente crisis comercial volvería a crear las condiciones para un nuevo estallido revolucionario. En tal contexto las iniciativas militares rusas en Oriente y la actividad de la diplomacia zarista en Occidente (sobre todo en Inglaterra) fueron convirtiéndose para él en una verdadera obsesión.26 Testimonio de ello es la relación que estableció por entonces con David Urquhart. Urquhart fue un contradictorio personaje escocés que, imbuido por el espíritu romántico dominante en las décadas anteriores, se había alistado durante su juventud en las milicias griegas para hacer frente a la dominación turca; pero más tarde, en los años treinta, realizó varias misiones secretas en Constantinopla por encargo del gobierno británico, en el transcurso de los cuales cambió de bando para convertirse en un encendido defensor de las costumbres e instituciones turcas y, por implicación, en acérrimo enemigo de los rusos en tanto que principales adversarios tradicionales de sus enemigos.

Cuando Marx trabó relación con Urquhart, éste hacía años que había sido apartado ya de su misión en Oriente por Lord Palmerston –al parecer por excederse en sus atribuciones diplomático-secretas– y se había dado a conocer en los medios políticos londinenses por sus frecuentes diatribas contra el ministro de Asuntos Exteriores27. El propio Marx, en la Story of the Life of Lord Palmerston, nos ha dejado un relato bastante detallado de las vicisitudes por las que hubo de pasar la publicación que dio fama a Urquhart: una colección de documentos con la correspondencia secreta de ministros y embajadores rusos desde principios de siglo hasta 1830 –lograda a través de refugiados polacos– que fue, editada por el gobierno británico en 1853 y luego desautorizada por Palmerston28.

Esta documentación, conocida como Portfolio: a collection of state papers, fue a parar a manos de Marx en marzo de 1853 mientras buscaba información para sus artículos de política internacional en New York Daily Tribune. Inmediatamente después comunicó a Engels su descubrimiento: «Ahora estoy leyendo a Urquhart, quien mantiene en su libro que Lord Palmerston está a sueldo de Rusia». En la misma carta Marx calificaba al oponente de Lord Palmerston (entonces ministro del Interior) de «chiflado» y «romántico por naturaleza»; luego de lo cual comentaba en tono más bien jocoso la admiración de Urquhart por el Islam y las divagaciones de esté acerca de la «pureza y superioridad de la Constitución turca»29. Pero después de una entrevista con el interfecto –al parecer, a iniciativa de Urquhart–, a su vez interesado en el punto de vista de Marx sobre la cuestión oriental y la connivencia ruso-inglesa, modificó su opinión y, aunque siguió pensando que Urquhart era un monomaníaco rusófobo, escribió a Engels a finales de año que él mismo había llegado a una conclusión similar: «Por curioso que pueda parecerte, después de seguir las huellas del noble vizconde [Palmerston] durante los últimos veinte años, he llegado al mismo resultado que el monomaníaco de Urquhart, o sea, que desde hace varias décadas Lord Palmerston ha sido comprado por los rusos»30.

A pesar de que, por lo general, se ha dado muy poca importancia al hecho, el contacto con Urquhart dejó cierta huella en el círculo de los Marx en Londres y la impresión de sus opiniones sobre el propio Max no fue ocasional. Jenny von Westphalen todavía lo recordaba cuando redactó las breves notas autobiográficas que los editores llaman «Bosquejo de una vida memorable». Y lo recordaba, muy probablemente, porque aquella relación había proporcionado cierta notoriedad a su marido en la prensa y los medios políticos londinenses en unos tiempos en los que las desgracias familiares, los agobios económicos y el aislamiento asolaron la casa de los Marx31. Casi idéntica visión en su relación con Urquhart dio Marx en Herr Vogt32. Es más: el propio Marx citó varias veces en El Capital la obra de David Urquhart, Familiar words as affecting England and the English, publicada en 1855. Dichas referencias33 son interesantes para el tema que aquí tratamos porque sugieren que la coincidencia en la rusofobia lleva a Marx a tratar a Urquhart con una cautela que no tuvo para con otros y precisamente en un tema en el que por entonces no podía compartir en absoluto las opiniones de aquél, el de la crítica romántica de la civilización. La rememoración de la relación con Urquhart reaparece todavía –aunque ya más distanciada– con ocasión de otro de los descubrimientos bibliográficos del devorador de libros que era Marx, cuando comunica a Engels, en 1868, su lectura de la obra de Maurer sobre la historia antigua y medieval de los germanos.34

Y, sin embargo, tanto los artículos que componen la Story como las Revelations, salidas de ese contacto con Urquhart y, desde luego, del quemarse los ojos entre los legajos diplomáticos depositados en la biblioteca del Museo Británico,35 son seguramente un ejemplo más de lo poco que cunden las obsesiones. Por espectacular que pareciera en la época la hipótesis de Marx acerca de las relaciones anglo-rusas y el papel de Lord Palmerston en ellas, y pese al relativo éxito de los panfletos marxianos al respecto (pocos papeles escritos por Marx alcanzaron una tirada igual), la base documental de aquellos ensayos es insuficiente y raya a veces en lo anecdótico. Tienen, en cambio, el mérito indiscutible de haber puesto a disposición de una opinión pública, por lo general mal informada o ignorante de los secretos diplomáticos, una documentación que en otro caso hubiera quedado –y tal vez por mucho tiempo– como exclusivo objeto de atención de los especialistas en la historia diplomática.

Con anterioridad a la Story y a las Revelations Marx había puesto ya de manifiesto los intereses económicos del colonialismo británico de entonces y su influencia en la política internacional; había sugerido también en varias ocasiones, para aclaración de liberales ingenuos, que existía una distancia considerable entre las declaraciones progresistas y las maniobras diplomáticas de quienes aparecían ante la opinión pública como resueltos adversarios del absolutismo zarista36. Lo que estos artículos añaden a lo dicho es una acumulación de hechos concernientes al larguísimo período durante el cual Lord Palmerston estuvo vinculado al Ministerio británico de Asuntos Exteriores o al frente del mismo37, hechos interpretados de manera monocorde en el sentido de que su política no sólo favoreció objetivamente –por así decirlo– el expansionismo ruso hacia Oriente sino que fue además la materialización de un excelente trabajo realizado por los servicios secretos, motor de la diplomacia zarista, a la que Marx atribuyó a la vez un primitivismo y una doblez muy superiores en efectividad a la de las cancillerías de la Europa occidental.

Si hay que conceder a Marx el que, efectivamente, en la actuación de Lord Palmerston hubo cierta contradicción –por otra parte característica de la diplomacia secreta de entonces y de siempre– entre los trinos a favor de la restauración de Polonia como nación, o las declaraciones propugnando la devolución de Crimea a los turcos, y la escasa energía con que de hecho se estaba oponiendo Inglaterra a Rusia al principio de la guerra de Crimea, no parece, en cambio, que la conclusión extrema compartida con Urquhart pueda mantenerse. Los historiadores del período al que aquí se hace referencia suelen coincidir en que la política del gabinete Palmerston fue, en cualquier caso, menos oscura y tortuosa desde el punto de vista de las relaciones internacionales de lo que había sido la de su antecesor Aberdeen. Por otra parte, no hay ninguna duda de que la acción militar anglo-francesa en 1856, siendo Palmerston primer ministro inglés, situó a la diplomacia zarista en un callejón de difícil salida luego del sitio de Sebastopol38.

Por lo que hace al esbozo de historia de Rusia desde sus orígenes hasta el siglo XIX, contenido en las Revelations, hay que decir que Marx utilizó más adjetivos que documentación fehaciente. En su opinión, el rasgo más saliente de esa historia desde la conquista de Novgorod por Iván III hasta los tiempos modernos habría sido la continuidad rectilínea. Debe tenerse en cuenta que se trata de un bosquejo muy genérico de casi tres siglos de historia rusa, en el que no se presta atención alguna a lo que los historiadores conocen como el período de las turbulencias o de los trastornos que precedió a la llegada al poder de los Romanov. En cualquier caso, ni siquiera el giro occidentalista de Pedro el Grande –tan discutido por entonces entre eslavófilos y europeístas rusos– le parece a Marx una desviación de aquella trayectoria histórica rectilínea que sigue la política de los zares. Al contrario, cambian los nombres, el lugar y el carácter de la potencia enemiga –afirma Marx en las Revelations– pero no cambia nunca el rasgo central que caracteriza al Imperio, su naturaleza expansionista: «Moscovia se ha formado y se ha hecho grande en la escuela terrible y abyecta de la esclavitud mongol. Ha logrado su fuerza haciéndose virtuosa en el arte de la esclavización. Incluso después de su emancipación, Moscovia ha seguido jugando el tradicional papel del esclavo disfrazado de amo. Fue justamente Pedro el Grande quien combinó el arte político del esclavo mongol con la orgullosa ambición del amo mongol al que Gengis Khan legó su voluntad de conquistar el mundo»39.

Precisamente en la época de Pedro el Grande situaba Marx el comienzo de la connivencia anglo-rusa y la subalternidad de la política exterior inglesa. Y cosa curiosa: para ello ni siquiera necesita datos contrastados; le basta con una suposición de mero sentido común, a saber: aunque ignoráramos el detalle de las operaciones militares de Pedro el Grande a finales del siglo XVII –argumenta en ese contexto– ya la conversión de un país semiasiático de tierra adentro en una potencia marítima del Báltico nos conduce derechamente a la conclusión de que Gran Bretaña, la principal potencia marítima de la época, tuvo que ver con eso. De ahí la conclusión tajante: «La auténtica historia demostrará que los khanes de la Horda de Oro no influyeron tan decisivamente en los planes de Iván III y sus predecesores como los gobernantes del Reino Unido en los planes de Pedro I y de sus sucesores»40.

David Riazánov, en un ensayo escrito durante la primera década de este siglo –y libre, por tanto, de los condicionamientos políticos que en la época de Stalin había de sufrir la lectura por los historiadores rusos de éste y de otros textos de Marx sobre Rusia– señaló ya algunas de las deficiencias del punto de vista expresado en las Revelations. La opinión de Riazánov es que, al no tener en cuenta las condiciones internas del desarrollo del absolutismo en Rusia y al haber desatendido toda la historia interna de Rusia desde Iván III hasta Pedro I, «Marx se cerró el camino para comprender la política exterior rusa»41. Tal vez también esta última afirmación sea excesiva; pero se puede mantener, en cambio, que entre intrigas y secretos diplomáticos Marx –demasiado cogido por las «revelaciones»– dejó de lado algunas cosas de importancia, entre ellas la repercusión de la misma política exterior rusa en la economía y la sociedad de aquel país y el hecho de que las principales simpatías por Rusia en Inglaterra no estuvieron generalmente en el campo de los whigs, sino en el partido tory.

En realidad el expansionismo ruso durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX tiene un carácter paradójico, como se ha señalado en muchas ocasiones: Rusia fue un estado constantemente atacado en varias de sus fronteras por Suecia, Turquía, Francia, etc., el cual, sin embargo, sacó una y otra vez partido de esos ataques para acabar resultando beneficiado por ellos. Esa paradoja, sumamente patente en el caso de la ofensiva napoleónica, ha dificultado siempre mucho en la Europa occidental la comprensión de algunos de los rasgos de escritores y pensadores rusos antizaristas del siglo XIX.

Es notable, por otra parte, constatar que un hombre como Marx hiciera suyas en las Revelations las palabras de un reverendo inglés del siglo XVIII según las cuales «los vínculos que unen a Gran Bretaña con el Imperio de los zares han sido formados por la naturaleza y, por tanto, son inviolables». Pues esa metafísica está en las antípodas de lo que acostumbraba a ser el punto de vista de Marx como historiador. Siendo esto así cabe afirmar que el principal interés de la Story y de las Revelations no radica en lo que tales ensayos aportaran al conocimiento de aquella fase de la historia de Europa de la cual se ocupan. Basta con pensar que esos escritos son contemporáneos de la guerra de Crimea y que ésta representó el comienzo de la crisis del absolutismo y el primer revés serio de la política exterior rusa en el siglo XIX. Las previsiones de Marx sobre el desarrollo de aquella guerra resultaron erróneas.

Los textos que comentamos son relevantes desde otra perspectiva; no porque su lectura sugiera una vez más la confirmación trivial del dicho de que «Homero también dormía» –que, evidentemente, lo sugieren– ni tampoco porque su estudio contribuya especialmente a una desmitificación hoy ya innecesaria, sino porque documentan bien –y en el caso del propio Marx– cómo el concepto materialista de la historia no es algo que se adquiera de una vez para siempre ni una llave maestra a disposición de todo aquel que cree saber el truco. O dicho de otra manera: porque ponen de manifiesto cómo una obsesión puede contribuir en un momento dado a reemplazar la concepción dialéctica de la historia por una visión especulativa y sustancialmente conspirativa de la misma. La implicación metodológica de eso se verá más clara si el lector interesado compara estos documentos marxianos con El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte o incluso con los escritos sobre España, que son de la misma época.

En relación con aquella obsesión cabe preguntarse por qué a la hora de escribir sobre la diplomacia zarista y la historia de Rusia a mediados de la década de los cincuenta Karl Marx prefirió las especulaciones del romántico reaccionario David Urquhart o el informe de un oscuro párroco inglés que vivió en San Petersburgo bajo el reinado de Pablo I a las consideraciones que aportaba el romántico revolucionario ruso Alekxandr Herzen, el cual acababa de publicar por entonces una de sus más importantes obras, El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia42. La respuesta a esa pregunta la conocemos ya parcialmente. Por si quedaran dudas, el propio Marx aportó un nuevo dato en carta escrita a Lassalle en 1860. En ella aceptaba que había establecido una alianza con David Urquhart desde 1853 porque, «aunque [éste] es romántico y reaccionario, su política exterior es revolucionaria; los urquartistas tienen un gran objetivo: la lucha a muerte contra Rusia y contra el principal apoyo de la diplomacia rusa, Downing Street, en Londres»43.

Esta respuesta se complementa con otro testimonio que quisiera aducir aquí y que se refiere a la otra cara de la obsesión anti-rusa del Marx de esos años. Se trata en este caso de un testimonio externo, el de Ch. Dana, el hombre que proporcionó a Marx su trabajo periodístico en New York Daily Tribune y que hacía de director-gerente de la publicación norteamericana. En efecto, Dana se quejaba a Marx el 8 de marzo de 1860:

«Usted ha escrito para nosotros de forma continuada y no es sólo uno de nuestros más apreciados colaboradores permanentes, sino también uno de los mejores pagados. […] La única cosa que tengo que reprocharle es haber acentuado a veces excesivamente sus sentimientos alemanes. Todo lo contrario ha ocurrido cuando se refería a Francia y Rusia. En mi opinión, usted se ha mostrado excesivamente interesado en la unidad e independencia de Alemania»44.

Hay todavía un par de anécdotas sobre la vida de Marx en Londres durante esos años que confirman la plausibilidad del reproche de Dana relativo al exceso de «los sentimientos alemanes», ratifican la influencia de Urquhart no sólo en Marx, sino también en sus amigos de entonces, y sirven para explicar mejor los motivos de la animadversión hacia Herzen. La primera la cuenta Wilhelm Liebknecht. Durante una juerga nocturna de Hampstead Road en el mes de abril de 1854, el narrador, Marx y Edgar Bauer entran en una acalorada discusión con colegas ingleses que confunden Prusia con Rusia. «Marx –relata Liebknecht– soltó unas parrafadas de entusiasta alabanza de la ciencia y la música alemanas, afirmando que los ingleses, que no tenían música, se encontraban en el fondo muy por debajo de las alemanes, quienes, debido a su miserable situación política y económica, se habían visto impedidos hasta entonces para realizar grandes trabajos prácticos, lo que no les impediría en el futuro colocarse a la cabeza de todos los pueblos». El propio Liebknecht, para no ser menos en la expresión de sus sentimientos alemanes, hizo también su contribución aquella noche: «Por mi parte expuse con palabras drásticas que la situación política de Inglaterra no era ni un ápice mejor que la de Alemania –aquí me fueron de gran ayuda los slogans de Urquhart– y que la única diferencia consistía en que nosotros, los alemanes, sabíamos que nuestro sistema político era miserable, cosa que los ingleses no sabían del suyo, de donde se deducía que nosotros contábamos con una inteligencia política superior a la de los ingleses»45.¿In vino veritas?

Refiriéndose a febrero de 1855 Alekxandr Herzen recordaba, por otra parte, que Marx se opuso radicalmente a la propuesta de Ernest Jones para que el propio Herzen entrara a formar parte de un comité internacional. Según la versión que Herzen da del incidente, «Marx declaró que consideraba mi elección incompatible con los fines del comité», y ante las objeciones de Jones afirmó que «no me conocía personalmente ni tenía acusaciones concretas que hacer, pero que le bastaba que yo fuera ruso, y encima un ruso que en todos sus escritos era partidario de Rusia; y que, en el caso de que el comité no decidiera excluirme de su seno, él [Marx] se vería obligarle a darse de baja junto con todos sus amigos»46.

No parece necesario seguir insistiendo sobre el trasfondo sentimental de las opiniones de Marx acerca de Rusia y de los rusos de esa época. Interesa, por lo demás, resumir la idea que entonces se hizo de la situación europea en relación con la llamada cuestión oriental que saltó a las páginas de la prensa internacional con ocasión del nuevo conflicto ruso turco que luego se prolongaría, al intervenir Francia e Inglaterra, en la guerra de Crimea.

Una nación semiasiática y conquistadora

Marx empezó sentando la tesis de que la cuestión oriental, tal como aparecía en 1853-1854, no era cosa nueva para Europa; al contrario, en su opinión ésta estuvo siempre vinculada directamente a las fases de descenso de la marea revolucionaria durante toda la primera mitad del siglo XIX, pero eran esos momentos –argumentaba– los que la diplomacia zarista había aprovechado para intervenir en Turquía. Esta coincidencia, por así decirlo, cíclica (ascenso de Napoleón, los años inmediatamente posteriores a 1831, a 1840 y a 1848), se habría visto favorecida además por otros factores. Marx dedicó especial atención a tres de ellos: 1º, la mejor comprensión histórica que los rusos habrían tenido del problema oriental, debido sobre todo a que «Rusia es una nación semiasiática por su estado, sus costumbres, tradiciones e instituciones»; 2º, la subestimación del tema por parte de las diplomacias occidentales, las cuales «no sabían del asunto más de lo que conocían del hombre en la luna»; y 3º, la debilidad, el carácter subalterno, cuando no la sumisión, de las diplomacias de Prusia, Austria e Inglaterra respecto de la política de los zares en este punto.47

Gran parte del espacio dedicado por Karl Marx en New York Daily Tribune a documentar tales factores se lo lleva el esfuerzo por probar la responsabilidad de la política exterior inglesa en esa situación. La idea central la conocemos ya: desde el siglo XVIII la diplomacia inglesa fue siempre subrepticiamente favorable a la política exterior zarista en el Este. Desde esta perspectiva resulta natural que Marx juzgara prioritario abrir los ojos de los lectores de lengua inglesa sobre el peligro, en su opinión inadvertido por Palmerston, que tanto en el plano comercial como en los planos estratégico y geopolítico tenía para Inglaterra la aproximación de los rusos a los Dardanelos y al Bósforo. Peligro no sólo para Inglaterra, sino también para el conjunto europeo-occidentál. Vale decir que Marx estaba recogiendo aquí un sentir muy extendido en los ambientes democráticos europeos del momento, el de que la guerra ruso-turca –desde la intervención en ella de las potencias inglesa y francesa– representaba sustancialmente un enfrentamiento entre el absolutismo y la reacción político-social de un lado y los ideales revolucionarios, la democracia y la misión civilizadora de Occidente, de otro.

Ahora bien, aunque Marx hizo suya en líneas generales esa visión de las cosas con la consideración de que el colonialismo inglés en Oriente siempre sería mejor que la ampliación de la barbarie semiasiática,48 y aunque hay pasos en sus artículos de esos años en los que se tiende a aproximar las esperanzas de la causa revolucionaria a los intereses ingleses en sentido estricto,49 no fue ésa la óptica predominante en sus comentarios acerca del desarrollo de la guerra. Es ilustrativo a este respecto repasar cómo en los artículos dedicados a la colonización inglesa en la India –que son contemporáneos de la guerra de Crimea– su optimismo inicial sobre la misión civilizadora occidental va dejando paso a un tono cada vez más crítico de la hipocresía de los colonizadores.50. Puede decirse, en cualquier caso, que la tajante afirmación de 1849 sobre las guerras entre «pueblos revolucionarios» y «pueblos contrarrevolucionarios» había quedado ya en 1856 limitada al caso ruso y que, en lo sustancial, la guerra de Crimea tendió a ser vista como el enfrentamiento entre dos mundos en decadencia (conservadurismo occidental y absolutismo ruso) que aplazan el combate decisivo por el temor compartido ante el mundo nuevo que está surgiendo, el de la revolución de los trabajadores.

Efectivamente, al principio del conflicto ruso-turco hay en los artículos periodísticos de Karl Marx una superposición de planos. Por una parte están las consideraciones estratégicas y geopolíticas, esto es, el hecho de que la ofensiva rusa sobre Turquía podía llegar a cerrar la puerta geográfica por la que Inglaterra inició sus dominios comerciales. Estas consideraciones parecen exclusivamente dedicadas a llamar la atención del público de lengua inglesa sobre el riesgo que está corriendo el imperio colonial inglés y a urgir la intervención de Gran Bretaña en la guerra. En tal sentido hay que entender el razonamiento marxiano según el cual, dado el carácter absolutista del zarismo y establecida la irreversible naturaleza expansionista de su Imperio, el gozne natural de unión entre Europa y Asia no puede ser Rusia –pese a ser definida culturalmente como semiasiática– sino Inglaterra. La libertad de comercio prima en ese razonamiento sobre la geografía: «La unión principal de Europa y Asia y, por consiguiente, el medio fundamental de recivilizar estos lugares dependen de la libertad continuada del comercio [establecida por el imperio colonial inglés] por estas puertas del mar Negro»51. En última instancia, pues, los intereses ingleses, la conservación de la «libertad» de comercio y la radicalización anti-rusa de la política inglesa en Oriente aparecen como factores globalmente favorables a los objetivos de los trabajadores en el plano internacional.

Pero, por otra parte, y teniendo en cuenta la naturaleza de los gobiernos existentes en Inglaterra, Francia y Alemania en ese momento histórico, las consideraciones estratégicas y geopolíticas no podían serlo todo para el autor del Manifiesto comunista. Por eso cuando Marx pasa del asunto de la guerra ruso-turca al análisis de las políticas de Luis Napoleón y de Palmerston se sitúa en un plano en el que el tono cambia para convertirse en una acerada crítica del bonapartismo y de la doblez del capitalismo colonial. Ambos planos, el geopolítico –en el que domina la denuncia del expansionismo ruso– y el de la crítica de los gobiernos europeo-occidentales fueron fundiéndose hasta dar en un concepto bastante más preciso durante los años de la guerra de Crimea. Así, cuando finalizada ya aquella guerra, Marx toma conocimiento de la existencia de torturas en la India aplicadas a los indígenas por los recaudadores ingleses de impuestos, el último velo sobre la misión civilizadora o recivilizadora del Imperio inglés ha caído.52

En cualquier caso, Rusia fue para Marx en esos años –y seguiría siéndolo luego– «una nación conquistadora» cuya vocación expansionista tiene ya un antecedente en los tiempos de Sviatislav53. Frente a la «ingenuidad» con que el Times aceptaba en 1853 los argumentos de la diplomacia rusa, Marx aduce los datos siguientes: desde la época de Pedro el Grande las fronteras rusas se habían desplazado 1.200 km hacia Berlín y Viena, 800 km hacia Constantinopla, 1.000 km hacia Estocolmo y 1.600 km hacia Teherán54. Con todo, respecto de los tiempos de Pedro el Grande, Marx ve una novedad que particulariza y complica la naturaleza de este expansionismo ruso. Se trata, naturalmente, de las revoluciones europeas. Teniendo eso en cuenta, el colaborador del New York Daily Tribune se pregunta si Rusia actúa por propio impulso o «es sólo esclava inconsciente del fatum moderno, de la revolución». Y se contesta a sí mismo que él cree esto último55.

El fatum de la revolución es precisamente el elemento unificador de los dos planos en los que, como se ha dicho, se movía el pensamiento de Marx en 1853, pues aparece en primer plano tanto al estimar los obstáculos que podían oponerse entonces al expansionismo ruso como al analizar las debilidades de los gobiernos europeo-occidentales. En efecto, entre los factores que en mayor o menor medida podían contribuir a debilitar el impulso conquistador del zarismo ruso, Karl Marx se fijó en varios. Algunos de ellos han sido ya aludidos. Otros le fueron sugeridos por el mismo desarrollo militar de la guerra de Crimea. Así, por ejemplo, cuando la presión anglo-inglesa se hizo más patente no dejó de subrayar que entre esos factores estaba el propio tradicionalismo de la política exterior rusa. Marx estaba pensando en dos cosas. Primera, que la ejecución estereotipada de la política expansiva –centrada en el engaño, en los subterfugios, en los servicios secretos y en el maniobrerismo diplomático– tal vez siguiera causando admiración en las cortes europeo-occidentales de corte igualmente tradicional, o entre periodistas liberales, pero era ya vista como un síntoma de la barbarie y de la estrechez de miras del sistema zarista por los «movimientos históricos de los pueblos europeos»56. Segunda, que la rigidez de este sistema iba a impedir el necesario recambio de altos mandos militares obligado por el desenvolvimiento de la guerra57.

Otro obstáculo a tener en cuenta en el mismo sentido, entre los enumerados por Marx, fue la incipiente intervención norteamericana en la política europea, señaladamente en relación con la cuestión oriental: «En Beirut los norteamericanos han rescatado a otro refugiado de las garras del águila austríaca. Es alentador ver el comienzo de la intervención norteamericana en Europa precisamente en ocasión del problema oriental. Además de los resultados comerciales y militares de la situación de Constantinopla, hay otras consideraciones importantes que hacen su posesión tema de controversia y disputas entre Oriente y Occidente, y Norteamérica es el representante más joven y fuerte de Occidente.»58

Pero de todos esos factores hay uno que se mantiene invariablemente, la necesidad de la revolución en Europa. Sobre las posibilidades reales de la misma Marx tuvo durante esos años vacilaciones. Las veremos. Pero antes conviene recapitular sobre su percepción de la situación europea y mundial, con especial referencia al papel de Rusia en ella.

Derrotadas las revoluciones europeas de 1848-1849, se inicia una fase de reacción política y social en los países centrales coincidente con un relativo bienestar económico. Este hecho determina un resurgimiento del expansionismo ruso hacia Oriente, pone en evidencia la debilidad –frente a Rusia– de los gobiernos europeo-occidentales en general, obstaculiza la misión civilizadora inglesa, condiciona la involución interna y en política exterior de la «patria de las libertades», aplaza y complica la unidad e independencia de Alemania, deja en manos del absolutismo zarista la solución del problema polaco y añade una calamidad más a la ya precaria situación de las fuerzas revolucionarias derrotadas. Las previsiones que Marx hizo en ese contexto para el futuro próximo combinan, al parecer, dos opciones. Primera: que la situación siguiera pudriéndose como consecuencia de la misma debilidad de los gobiernos europeo-occidentales y la cuestión oriental se enquistara ante un estado de decadencia de todas las potencias en lucha. Segunda: que una nueva crisis comercial agudizara la debilidad de las potencias occidentales favoreciendo con ello una nueva fase revolucionaria en Europa, tal vez ayudada por la intervención del «representante más joven y fuerte de Occidente», los Estados Unidos de Norteamérica.

La oscilación entre ambas previsiones es una constante en los artículos periodísticos de Marx durante esos años. Así, el 5 de agosto de 1853 escribía con esperanzado optimismo: «Las fuerzas revolucionarias tienen que felicitarse ante este estado de cosas [los planes rusos de expansión hacia el Mediterráneo y la impotencia de los gobiernos occidentales favorables al status quo en Turquía]. La humillación de los gobiernos de Europa occidental y su evidente impotencia para evitar el avance de los rusos no pueden sino producir una sana indignación en los pueblos que desde 1848 han sufrido el gobierno de la contrarrevolución. La crisis industrial que se aproxima se ve afectada también, y acelerada, tanto por esta complicación semioriental como por la complicación completamente orienta] que es China.»59

Esta dialéctica negativa que hace esperar lo mejor de un empeoramiento general de la situación interna e internacional halla su justificación en lo que sigue: «Si miramos mejor las causas de la debilidad relativa de Europa occidental podemos alimentar muchas esperanzas. Europa occidental es débil y tímida porque los gobiernos se sienten ya rebasados por sus pueblos, los cuales no creen en aquéllos. Las naciones han ido más lejos que sus gobernantes.[…] Los pueblos de Occidente recuperarán la potencia y la unidad de sus propósitos mientras que el coloso ruso caerá deshecho por la progresión de las masas y la fuerza explosiva de las ideas de éstas. De ahí que no haya ninguna razón para temer la conquista de Europa por los cosacos».60

No obstante, cuando hay que concretar y particularizar más las razones de la esperanza tampoco falta el pesimismo de la inteligencia. No es sólo que la Europa del orden, de la familia, de la propiedad y de la religión se muestre impotente porque «está ya podrida»; la guerra, en opinión de Marx, ha puesto también de manifiesto que «la nación aparentemente menos contaminada por la civilización debilitadora, Rusia, tampoco es capaz de reaccionar». De manera –concluye el razonamiento en este paso– que «todo se reduce a una cuestión de grados de impotencia». De esa inquietante reflexión se sigue, en un artículo de 1854, que «con gobiernos así» la guerra de Oriente puede continuar aún «durante treinta años más sin llegar a nada». Todavía en 1855, comentando los avatares militares en un artículo publicado en la Neue Oder-Zeitung, Marx consideraba aquélla como una guerra que pasaría a la historia militar con el nombre de «incomprensible» por las grandes palabras y las acciones mínimas, por los preparativos enormes y los resultados insignificantes, por las derrotas deseadas y los malentendidos.61

Incluso la dialéctica negativa que en los momentos históricos malos –y aquél lo era– permite conservar la esperanza en lo mejor presenta en el Marx de entonces algunos resquicios, aunque no sea más que tentativamente esbozados. Por ejemplo: «Los trabajadores industriales adoptan [en Francia e Inglaterra] la misma peculiar posición respecto de la guerra que sus gobiernos. Los proletarios británicos y franceses están henchidos de un considerable ánimo nacional, aunque aparecen más o menos libres de los anticuados prejuicios nacionales que fueron comunes a los campesinos de ambos países»62. Pero esta consideración, que introduce con inquietud lo que con el tiempo acabaría convirtiéndose en uno de los obstáculos principales para la emancipación proletaria, parecer haber sido sólo una momentánea sospecha.

Se puede concluir, pues, sobre las opiniones de Marx a mediados de la década de los cincuenta en el tema que aquí nos interesa. Captó lo esencial de la dirección tomada por la política internacional en la época desvelando con agudeza una constante histórica, la recurrente interrelación existente entre contrarrevolución en Occidente y expansionismo ruso hacia Oriente; profundizó el punto de vista democrático y socialista europeo-occidental sobre el papel de la política exterior de los zares; esbozó algunas consideraciones muy notables sobre la distinta función que las religiones empezaban a tener en su relación con la política y la guerra en Oriente y en Occidente63; dejó en claro que el fatum moderno, el miedo de los dominadores a la revolución, estaba haciendo ya sumamente compleja la oposición entre absolutismo zarista y liberalismo europeo-occidental; intuyó muy pronto el futuro papel de los Estados Unidos de Norteamérica en la política internacional; y procuró informarse acerca de la historia de Rusia para fundamentar con mayor conocimiento de causa el lugar común europeo-occidental sobre la trayectoria rectilínea de la misma.

En esto último, sin embargo, topó con varios obstáculos entre los cuales hay que destacar el desconocimiento generalizado de la sociedad rusa existente por entonces en Occidente y los propios prejuicios, el exceso de los «sentimientos alemanes» que a veces se superponían en su actividad política a la vocación internacionalista del programa. Tanto los artículos acerca de la cuestión oriental como las diatribas contra Palmerston y las Revelations adolecen de un mismo defecto: se fustiga la omnipotencia del zar y el carácter bárbaro de su dominación ilimitada, se comprende la naturaleza semiasiática de aquel estado y el «perfume equívoco» de los despachos secretos de los diplomáticos rusos, pero se ignora casi todo de la estructura social rusa. Rusia, en esta visión de Marx, no tenía propiamente historia64. Por eso él mismo pudo escribir poco tiempo después, con motivo de la emancipación de los siervos, que entonces sí comenzaba la historia interior de aquel país.

Este desconocimiento de la sociedad rusa y de la incipiente oposición existente en ella a la tiranía zarista –con sus consecuencias sin duda negativas para una estimación prospectiva– salta a la vista, como se adelantaba antes, cuando se comparan los ensayos citados con otros trabajos sociohistóricos del propio Marx escritos durante esos mismos años, por ejemplo, con sus juicios sobre Alemania, con su análisis de las luchas de clases en Francia o con los artículos sobre España. Mientras en estos últimos encontramos información particularizada acerca del papel específico de los ejércitos, de las formaciones políticas, de las clases sociales, de las instituciones alemanas, francesas, inglesas o españolas más características, las referencias a Rusia no rebasan por lo general los tópicos una y otra vez repetidos por la intelectualidad democrática europeo-occidental de entonces (incluyendo las citas de ritual de la Historia de Rusia de N. M. Karamzin para apoyar la idea de la inmutabilidad de la política rusa). Rusia es, en suma, para el Marx de aquellos años primero y principalmente su política militar y diplomática, luego y secundariamente una masa sumisa, servil y bárbara que sólo cuenta como base de maniobra para los planes militares del Gran Zar.

Muchos de los lugares comunes europeo-occidentales sobre la Rusia eterna, ignorancias propias de una visión etnocéntrica y que motivaron con razón la queja de Herzen y –tal vez con menos razón– los sarcasmos de Dostoiewski,65 se hallan efectivamente dispersos en los trabajos de este Marx admirador de la política exterior «revolucionaria» de los urquhartistas: la duda retórica acerca de si Rusia existe realmente puesta en boca de los historiadores, el esquematismo simplificador sobre el «bárbaro de las nevadas orillas del Neva», el reduccionismo acerca del moscovita bajo cuya piel «se oculta el tártaro», la sospecha de que en todo ruso europeizado se esconde un espía al servicio del zar, la idea de que éste es un pueblo sin honor que ha entrado indirecta e injustamente en la civilización occidental de la mano de ingenuos diplomáticos ingleses y franceses o gracias a la sabiduría maquiavélica de gentes de otros orígenes, como Pozzo di Borgo, que pusieron su genio aJ servicio de ]a más bárbara de las dominaciones, etc. El Marx de los años cincuenta, como 1a gran mayoría de sus contemporáneos, no tenía aún ni noticia de la otra cara de Rusia, de lo que se estaba moviendo en el subsuelo y de los orígenes de una historia interior de la sociedad civil, de la intelectualidad ilustrada, de los primeros socialistas, del círculo Petrachevski, del papel de la revista Sovremennik, del cambio de orientación –en un sentido liberal– de la Otéchestvennie Zapiski, de los primeros ensayos de Chernichevski.

Y, sin embargo, pudo haber conocido todo eso a través de Herzen, quien en 1852 vivía en Londres no demasiado lejos de la casa de los Marx. Por ello, también respecto del Marx de esos años, vale el reproche que el revolucionario ruso hiciera al historiador francés Jules Michelet: «Europa no conoce a este pueblo más que por una lucha de la que él salió vencedor. [… ] Actualmente las cosas han cambiado mucho y esta ignorancia soberbia no tiene ya razón de ser en Europa.»

 

2. De la emancipación de los siervos a la guerra ruso-turca de 1877-1878

La historia es para nosotros como una vieja abuela que siente un gran amor por sus nietos más pequeños. Tarde venientibus no les da los huesos, sino medullan ossium para romper los cuales Europa occidental tuvo antes que desollarse las manos.
N. G. CHERNICHEVSKI

El comienzo de la historia interior rusa

La muerte de Nicolás I en 1855, las expectativas creadas por el ascenso al trono de Alejandro II y el inicio del gran debate acerca de la abolición de la servidumbre –hechos que se producen en un momento histórico en el cual la potencia militar del imperio ruso había quedado quebrantada por la conclusión de la guerra de Crimea– atrajeron, como se ha dicho ya, la atención de Karl Marx hacia los acontecimientos internos de aquel país. Por primera vez algo parecía moverse en una sociedad a la que anteriormente había considerado como marcada por una continuidad sin fisuras. En efecto, en 1857 el nuevo zar pronunciaba ante la nobleza de Moscú las palabras habituales de quienes presienten el peligro: «Es preferible que las transformaciones se hagan desde arriba a que tengan que producirse por presión de los de abajo». Lo que Herzen llevaba anunciando en su exi1io desde principios de la década de los cincuenta parecía a punto de materializarse en aquellos años. En tal contexto Marx escribía a Engels el 29 de abril de 1859: «El movimiento en favor de la emancipación de los siervos en Rusia me parece importante porque saca a la luz el comienzo de una historia interior en el país que podría contrarrestar su tradicional política exterior»66.

Por aquellas fechas las noticias de Rusia empezaban a llegar a Londres con regularidad. Herzen y Ogarëv publicaban los primeros números de Kolokol y la relación de los exiliados con los intelectuales demócratas de Moscú y Petersburgo se hacía más fluida.67 Las esperanzas –y todo hay que decirlo: también no pocas ilusiones infundadas– sobre el futuro inmediato de la sociedad rusa ganaron terreno en Europa occidental. Simultáneamente las obras de Proudhon, de Massini y de Garibaldi empezaban a difundirse en las universidades y por las principales revistas publicadas en Rusia. Marx seguía, no obstante, distanciándose de la visión de Herzen y de la interpretación que éste hizo de los acontecimientos. Así, en la misma carta antes citada, luego de apuntar aquel comienzo de una «historia interior», añadía con cierta sorna: «Naturalmente, Herzen ha hecho una vez más el descubrimiento de que la libertad ha emigrado de París a Moscú». De manera, pues, que aun reconociendo que entonces podía hablarse ya de una historia interior en Rusia, el motivo continúa siendo en sustancia el mismo que durante los años anteriores: la distinta forma de ver el papel histórico de Rusia en su relación con Europa occidental y, particularmente, con el futuro de Alemania. La acritud de esta discrepancia -que dominó siempre por encima de tantas otras opiniones compartidas- se entenderá mejor si se tiene en cuenta que Marx consideraba entonces el despotismo ruso como un rasgo asiático parcialmente contagiado a los alemanes por la debilidad de sus clases dirigentes, mientras que Herzen pensaba que la aristocracia rusa y su tendencia al absolutismo eran una herencia de los tártaros reforzada por la influencia alemana en las capas superiores de la burocracia rusa68.

Pero, como suele ocurrir, las radicales diferencias de talante enraizadas en dos formas tan distintas de vivir el sentimiento nacional encontraron en los acontecimientos cotidianos –y en las grandes fechas históricas, sobre todo– materia para su profundización. A finales de la década de los cincuenta Herzen, y con él la mayoría de los demócratas rusos de esa época, ponía todo el acento en las consecuencias que el cambio que estaba anunciándose tendría en el conjunto de la sociedad rusa; Marx, como se ve por la carta de junio a Engels, apuntaba principalmente a las repercusiones internacionales –europeas– de aquellos acontecimientos internos. En una nueva carta a Engels escrita el 8 de octubre de 1858 queda aún más de manifiesto esta prioridad. Marx, quien durante todo el año anterior había considerado inminente una crisis comercial aguda, constata el nuevo giro expansivo que empieza a tomar el comercio mundial del momento y encuentra razones de consuelo para la voluntad de los socialistas europeos en lo que era ya para él «un comienzo de la revolución en Rusia», entendiendo por tal la convocatoria de los nobles por el zar Alejandro II en Petersburgo. Luego de lo cual vuelve a su preocupación mayor: «Por malsana que fuera la guerra rusa de 1854-1855 y por mínimos que hayan sido los daños causados a los rusos (sólo los turcos han salido perdiendo), lo cierto es que ha provocado con toda evidencia el actual cambio en Rusia. La única circunstancia que ha hecho de los alemanes satélites de Francia en su movimiento revolucionario fue la actitud de Rusia. Una vez desencadenado el movimiento interior en Moscovia está a punto de acabar esta pesadilla.»69

Así pues, los nuevos vientos que llegaban del Este iban a proporcionar a los revolucionarios alemanes, en opinión de Karl Marx, la oportunidad histórica única de liberarse al mismo tiempo de las dos influencias contrapuestas que marcaron la evolución anterior de Alemania, la rusa y la francesa. Los hechos parecían hacer plausibles las expectativas de un punto de vista alemán que en su vocación internacionalista recogiera la herencia democrática de la Ilustración y el talante rebelde del primer romanticismo sin hacer concesión política alguna al liberalismo ni a la reacción. Pero ya en ese mismo contexto Marx plantea el que habría de ser problema central del movimiento revolucionario, su mundialización, esto es, el hecho de que tal movimiento fuera a producirse en un marco internacional caracterizado a la vez por la creación de un mercado mundial y por el enorme desfase existente desde el punto de vista económico y cultural entre el continente europeo y el resto del mundo. Marx alude a este problema en 1858 calificándolo como «la cuestión difícil».

En efecto, aunque la revolución se presenta como inminente en Europa y en la previsión de que ésta tomara en seguida un carácter socialista –argumenta– hay que preguntarse «si no será aplastada necesariamente en este pequeño espacio teniendo en cuenta que en un terreno mucho más amplio el movimiento de la sociedad burguesa es aún ascendente»70. Los factores que entonces entraban en la consideración de Marx eran sin duda complejos, nada fáciles de pensar en su interrelación: de un lado estaba la reciente crisis económica de 1857, manifiesta en Europa y con amplias repercusiones internacionales; de otro lado, las potenciales consecuencias del camino emprendido por Alejandro II en Rusia para la configuración política de Europa; junto a ello el crecimiento de la pasión revolucionaria en países europeos que llegaban tarde a la industrialización, señaladamente Italia y España; y, por último (pero también en relación con lo anterior en la medida en que estaba configurándose un mercado mundial), la presencia norteamericana en la política internacional y las resistencias surgidas en la India y en China ante la expansividad del proceso colonizador de la sociedad burguesa.71 Se comprende que Marx viera a veces este conjunto por aquellos años como «una extraña época» y algunos de los acontecimientos que les tocó vivir a sus contemporáneos como «una extraña tragedia». Pero conviene ir por partes.

A la cuestión de la emancipación de los siervos en Rusia dedicó Marx varios artículos publicados en el New York Daily Tribune, uno de ellos aparecido como editorial sin título en 1858 y al menos otros dos como corresponsalías fechadas a finales de ese mismo año y a principios del siguiente. En el primero de estos escritos72 Marx constataba la oposición inicial de la mayoría de la nobleza rusa –entonces encabezada por el gran duque Constantino– a los designios liberalizadores del zar, estimaba que la fracción favorable a la abolición de la servidumbre era poco importante, además de hallarse internamente dividida, e indicaba las -en su opinión- razones principales del malestar y de las vacilaciones entre los nobles: temor a la pérdida de rentas adquiridas, preocupación por la desvalorización de las tierras y miedo a la consiguiente limitación del poder con que esta clase social había contado anteriormente.73 Tal estado de cosas podía entenderse sin dificultades como la reproducción tardía de un conflicto perfectamente conocido en Europa occidental: «No se puede liberar a la clase oprimida sin perjudicar a la clase que vive de esta opresión y sin quebrantar al mismo tiempo toda la sobrestructura del Estado que descansa en una base social tan miserable».

Pero si ésta es una constante que en formas por lo demás muy similares se repite a lo largo de la historia europea y, aún más en general, en la historia de todos los pueblos –una constante de la que Marx encontrada fácilmente numerosos ejemplos anteriores–, hay junto a ella una particularidad que distinguía a la situación rusa de entonces. Karl Marx la formula en los siguientes términos. Mientras que los gobiernos europeos se vieron obligados a abolir la servidumbre como consecuencia de revoluciones surgidas de lo hondo de la sociedad o por efecto de las guerras, en Rusia el problema se estaba planteando sencillamente corno una cuestión de Estado. Y puesto que en este caso no había existido un movimiento revolucionario previo -argumenta el colaborador del New York Daily Tribune– se explica que algunos tiendan a pensar que las medidas propuestas por Alejandro II eran sin más la confirmación del supuesto talante humanitario del zar. Marx descarta tal hipótesis por ingenua74 y aduce que la razón de Estado se impone en la situación rusa de entonces condicionada por el endeudamiento que siguió a la guerra de Crimea así como por los conatos insurreccionales que tuvieron lugar en las provincias polacas del Imperio. El artículo se cierra con un interrogante acerca de lo que podría llegar a ocurrir en Rusia si los nobles se atrevieran en 1858 a poner como requisito previo para abolir la servidumbre su propia emancipación política.

La diatriba marxiana contra la ingenuidad liberal y frente a la falta de memoria histórica en la interpretación de los acontecimientos rusos es un aspecto que conviene no perder de vista. Pues, efectivamente, durante aquellos meses una buena parte del campesinado ruso aceptó la idea del talante humanitario de Alejandro II. Franco Venturi ha reproducido una de las muchas anécdotas reveladoras al respecto: en los distritos de Ekaterinoslav y de Jerson corría de boca en boca el rumor de que el zar esperaba en el istmo de Perekop con un sombrero de oro para conceder la libertad a todos los que se apresuraran en llegar hasta allí mientras que quienes no se presentaran o llegaran tarde seguirían siendo siervos de los señores, como antes. La anécdota revela, entre otras cosas, la distinción que los campesinos solían establecer entre el zar y los señores de la tierra. Pero la diatriba de Marx cobra otro interés si se tiene en cuenta que, con matices, esa misma idea respecto del talante humanitario de Alejandro II estaba igualmente extendida en los medios democráticos e ilustrados tanto en Rusia como en Europa Occidental. Cuando en los meses que hacen de gozne entre 1857 y 1858 fueron publicadas las medidas preparatorias para la emancipación de los siervos, Aleksandr Herzen escribió desde Londres un «Venciste, Galileo» en el que alababa al zar y prometía ayuda a los nuevos liberadores. Y Chernichevski –aunque él por menos tiempo que Herzen– pensaba algo parecido y lo escribía en la propia Rusia: «La bendición prometida a los pacíficos y a los humildes coronará a Alejandro II con un gozo que no conoció ninguno de los gobiernos de Europa, el gozo de iniciar y cumplir, él solo, la liberación de sus súbditos».75

Marx, por su parte, no llegó nunca a creer en el buen fin de aquella transformación social desde arriba. Y es de suponer que esta diferencia de apreciación le alejara aún más de Herzen, cuyo posibilismo en cierto modo legalista durante aquellos meses de 1858 y 1859 provocaría incluso un enfrentamiento con Chernichevski. Este último corrigió muy pronto su elogio de la bendición prometida a los pacíficos e inspiró casi con toda seguridad una carta enviada desde el interior de Rusia a Kolokol en la que se criticaba duramente a Herzen, se denunciaban las ilusiones liberales y se hacía una prognosis de los acontecimientos futuros sorprendentemente próxima a la que encontraremos en Marx: «Usted, impresionado por la voz de los liberales, tras los primeros números de Kolokol, ha cambiado de tono, ha entonado la canción que desde hace cientos de años está arruinando a Rusia. No, no cabe olvidar ni por un instante que Alejandro II es el zar, el autócrata [… ] Bien lo verá cuando este Alejandro II enseñe los dientes de Nicolás. No se deje engañar por la cháchara acerca de nuestro progreso: seguimos estando donde estábamos antes […] No, nuestra situación es horrible, insoportable, y sólo el hacha de los campesinos puede salvarnos. Nada, salvo ese hacha, servirá de nada. Esta idea ya se la han expuesto a usted, al parecer, y es sumamente verdadera; no hay otra salvación. Usted hizo todo lo posible para colaborar a una solución del problema; cambie ahora de tono. Que su Campana [Kolokol] no llame a oración, sino que toque a rebato. Llame a las hachas de Rusia.»76

La controversia que abre este texto nos pone ya en el camino de la comprensión de un hecho que suele sorprender, a saber: ¿por qué criticó Marx con tanta acritud a Herzen en la década de los cincuenta y en cambio, veinte años después, alabó tanto a Chernichevski, el cual ha sido considerado en ciertos aspectos como un continuador de la obra iniciada por aquél y con el que compartió tantas cosas esenciales sobre el futuro de Rusia? Desde luego no es sólo la coincidencia antiliberal en la previsión desde 1858 acerca de1as consecuencias de la reforma rusa lo que permite explicar ese dato que tanto ha dado que pensar a teóricos e historiadores; concurren otros factores que habrá que analizar con más detalle. Pero no cabe duda de que en esta coincidencia –todavía muy genérica y fruto por lo demás de dos reflexiones paralelas que aún no tenían forma de contactar– podemos encontrar uno de los hilos a través de los cuales se sale de ese laberinto de paradojas que fue la relación de Marx con los revolucionarios rusos de las décadas siguientes. Sirva esto, en cualquier caso, para introducir la hipótesis de que la inflexión del viejo Marx en este tema no se debió solamente -como se ha pretendido con frecuencia- a meras concesiones políticas, coyunturales, hechas a los populistas. El acercamiento mutuo, primero de los populistas a Marx y luego de éste a aquéllos, tiene su origen en el simultáneo distanciamiento de los revolucionarios rusos de los años sesenta respecto del optimismo, en cierto modo resignado, de Herzen77.

Volviendo ahora a los acontecimientos de 1858-1859, vale la pena añadir que la comparación entre el debate ruso acerca de la abolición de la servidumbre y el preámbulo de la revolución francesa de 1789 –comparación esbozada por Marx en su colaboración anterior– vuelve a aparecer de forma aún más implícita en el número del New York Daily Tribune correspondiente al 17 de enero de 1859. En esta nueva entrega Karl Marx enumera los principales criterios establecidos por la Comisión Central Imperial creada al efecto, analiza tales criterios como una reafirmación del poder administrativo frente a la nobleza y concluye no sin cierta ironía: «La nobleza rusa no piensa que haya llegado su 4 de agosto [de 1789]; en cambio el gobierno ruso avanza mucho más rápidamente y llega a la “declaración de los derechos del hombre”»78. Pero este desfase entre la aceleración del proyecto reformista gubernamental y las reticencias retardadoras de la nobleza no hay que valorarlo sólo en relación con cosas del pasado, como la conocida y recurrente resistencia de las clases dominantes a ceder parcelas del propio· poder, ni tampoco exclusivamente en relación con el secular atraso ruso por comparación con Europa occidental. Junto a estos factores Marx no deja de subrayar un hecho relativamente nuevo: el reflejo en el absolutismo ruso de una inquietante orientación de época en cierto modo inaugurada por el papa Pío IX al ponerse en 1846, a la cabeza de un movimiento liberal.

Esta nueva entrega, además de ilustrar cómo el colaborador de New York Daily Tribune ha mejorado su información sobre Rusia, revela que Karl Marx tenía presente en tales circunstancias el carácter singular –y en parte inesperado– de las maniobras conservadoras que desde 1848 estaban realizando los poderes político y religioso en varios países europeos para mantener las relaciones de propiedad cubriéndose con el lenguaje del liberalismo. El papado fue en esto, como en tantas otras cosas, un adelantado. Pero la finalidad del encubrimiento era ya meridiana en Europa: evitar las revoluciones, la liberación de los de abajo por ellos mismos. Por tanto, lo que en 1859 estaba ocurriendo en Rusia se parecía a lo ocurrido en Francia durante el siglo XVIII, pero también tenía rasgos de la contemporaneidad europeo-occidental. De ahí que Marx pudiera escribir que el comienzo de la historia interior en Rusia estaba deparando a los ciudadanos de Europa (que vieron siempre en aquel país el baluarte de la contrarrevolución) «la vivencia de una extraña época». Pues extraño tenía que parecer, sin duda, para el europeo-occidental el hecho de que «el déspota de todos los rusos» se presentara en aquellas circunstancias como «paladín de los derechos del hombre».79

Tal vez tenga interés indicar, por otra parte, que esta sensación de extrañeza del revolucionario europeo-occidental habituado a juzgar los acontecimientos nuevos con criterios axiológicos derivados de los ejemplos francés e inglés enlaza con aquel cabo suelto que es la primera formulación marxiana de la «cuestión difícil», a la cual se ha hecho antes referencia. Esta sensación de extrañeza reaparece con mayor rotundidad aún en un artículo escrito por las mismas fechas y que versa sobre la evolución del comercio del opio en China. En este caso la reflexión de Marx abandonaba del todo aquel olimpismo goethiano aplicado a la historia universal con que en otra oportunidad valoró el conflicto entre la civilización europea y las culturas orientales colonizadas. El acento cae ahora sobre la naturaleza trágica de una pugna que sería histórica: «Que un imperio gigante [China], cuya población constituye casi una tercera parte de la raza humana, vegete a despecho del espíritu del tiempo, aislado, por exclusión violenta, del sistema de relaciones mundiales y se las ingenie para engañarse con las ilusiones de su perfección celeste, que tal imperio –digo– deba perecer finalmente en un duelo mortal en el que el representante del mundo caduco está impulsado por motivos éticos, mientras que el representante de la modernísima sociedad [Inglaterra] lucha por el privilegio de comprar en los mercados más baratos y vender en los más caros, esto es verdaderamente una tragedia más extraña de lo que un poeta hubiera osado imaginar alguna vez.»80

Extraña tragedia, sin duda, la de culturas que afirmando el ideal moral son derrotadas a manos de la mercantilización que se impone como espíritu del tiempo; extraña época aquella que pasaría a la historia de Rusia con el significativo rótulo de período del laisser-faire doctrinario;81 y difícil problema el de decidir en tales circunstancias qué iba a ser de la revolución socialista europea, cómo pensarla en un concepto que manteniendo la centralidad sociopolítica de «lo europeo» no se limitara a levantar acta –con sorpresa o con extrañeza– del inevitable destino trágico de las viejas culturas que conservan la moralidad o del catastrófico hundimiento del Imperio ruso justo cuando parece a punto de comenzar una nueva historia. Pues debe observarse que cuando en ese contexto –en el que vemos agrietarse la concepción eurocéntrica dominante– Marx se refería al comienzo de la «revolución» rusa no estaba pensando en una resolución, por así decirlo, positiva del conflicto social que resultara favorable a los sectores secularmente expoliados y oprimidos por el absolutismo. En estas fechas el proletariado industrial era una pequeña minoría de la población rural82; y, por otra parte, las dos fuerzas sociales que hipotéticamente podían contar para una resolución interna así –el campesinado y la intelectualidad– ni siquiera han entrado todavía en la consideración de Marx. Por consiguiente, el desenlace de la crisis que él tenía en mente parece consistir por el momento en el hundimiento del Imperio ruso, algo parecido a una catástrofe natural a la que vagamente tenían que contribuir las disensiones entre la nobleza y el zar; si este hundimiento así entendido podía ser visto como un desarrollo positivo, ello se debe a que la reflexión marxiana está adoptando una óptica histórico-universal que da la primacía a la repercusión externa de aquella eventualidad, esto es, a la posibilidad de que el hundimiento del Imperio ruso facilitara la revolución europeo-occidental mejorando las condiciones de maduración de esta última.

Para entender mejor tal punto de vista debe recordarse que el análisis de Marx sobre el comienzo de la historia interior rusa es contemporánea de la redacción del borrador conocido con el título de Líneas fundamentales para una crítica de la economía política. Se trata, pues, de una época en la cual revive en Marx el interés por la filosofía de Hegel. Como ha escrito Manuel Sacristán, «la productividad de la negatividad en la dialéctica hegeliana permitía insertar en el marco del optimismo histórico todos los horrores debidos al hecho de que el movimiento avanza por su lado malo».83 En efecto, el tratamiento marxiano de la cuestión rusa en relación con la perspectiva de la revolución europeo-occidental confirma esta sugerencia y documenta también el ímpetu a la vez «cautivador» y «parcial» (eurocéntrico) de la visión marxiana así establecida. Al mismo tiempo, sin embargo, la necesidad de dar cuenta de los problemas y aspiraciones de los sujetos sociales, en la particular circunstancia rusa obligará a Marx a matizar y relativizar, ya en 1859, su propia perspectiva sobre la productividad de la negatividad; lo cual ratifica, por otra parte, la intuición gramsciana acerca de los distingos introducidos por el Marx historiador y publicista.

Cuando Marx empezó a ocuparse del comienzo de la historia interior rusa no tenía, al parecer, información precisa acerca del estado de ánimo de los campesinos rusos ante el anuncio de las medidas reformadoras. Además, su mala relación con el círculo de Herzen en Londres le impedía seguir con suficiente conocimiento de causa el debate jurídico-político que durante aquellos meses estaba centrándose en los rasgos específicos que habría de tener el rescate a pagar por los siervos a sus antiguos amos. Por estas razones, si bien el juicio de Marx se libró de no pocos formalismos del tipo de los de Kolokol –formalismos que a la postre, todo hay que decirlo, resultarían inútiles– tuvo en cambio que cabalgar todavía sobre analogías establecidas a partir de lo que fue el siglo XVII para Inglaterra y el siglo XVIII para Francia. En tal sentido, por ejemplo, en la tercera entrega mencionada, Marx compara el documento del comité de nobles de Petersburgo con la petition of rights que el Parlamento inglés presentó al rey Carlos I el 28 de mayo de 1628 o con la actuación de la aristocracia francesa en 1788. Pero ya la continuación de ese mismo paso, al plantearse la pregunta que estaba en la cabeza de tantas gentes –¿qué piensan los principales afectados por las medidas emancipatorias?, ¿qué piensan los campesinos rusos?–, empuja el razonamiento de Marx por otros derroteros.84

Lo primero que llama la atención en el texto que ahora comentamos es que, al introducir la consideración sobre las expectativas del campesinado ruso, las anteriores analogías históricas se van desplazando preferentemente hacia el 1793 francés. Esto no tiene por qué interpretarse en el sentido de que Marx estableció un símil mecánico entre las situaciones respectivas de los campesinos franceses de entonces y de los campesinos rusos de 1859. La analogía se refiere más bien a las expectativas creadas por promesas de liberación parcialmente incumplidas. De ahí que la previsión de Marx apuntara propiamente a un 1793 ampliado. Atendiendo al hecho de que durante largo tiempo la existencia toda de los siervos estuvo marcada por la intensidad de la asociación rural, por un casi total desconocimiento de lo que podía ser la propiedad individual de la tierra y por la creencia –parcialmente religiosa– en el carácter autosuficiente de la comuna rural desde el punto de vista administrativo, la argumentación de Marx concluye afirmando que el campesinado ruso acabaría rechazando también el proyecto del zar. Pues en opinión de Marx el peso de aquellas tradiciones y la consiguiente aspiración de los campesinos a que la propiedad del suelo siguiera siendo cosa de la comuna se estaban configurando ya como un enorme obstáculo para la materialización de la reforma, de manera que, incluso en el caso de que Alejandro II lograra solventar otras resistencias y finalmente el decreto emancipador viera la luz, los principales afectados acabarían viendo el verdadero rostro de aquélla: un sistema patrimonial en manos del terrateniente cuyo modelo más próximo era la legislación agraria prusiana de 1808-1809, iniciada bajo la presión de los ejércitos napoleónicos.85

Ésta es la primera vez –que yo sepa– en que la sociedad rusa, «la otra Rusia», sus gentes, sus tradiciones campesinas, sus necesidades históricas opuestas al Estado absolutista entran en la consideración de Marx con una cierta especificidad. Y es de notar que de ello el colaborador de New York Daily Tribune hace seguir una anticipación muy parecida a la expresada en la carta crítica anónimamente dirigida a Kolokol, a saber: que aun en el caso de que la nobleza no se atreviera a llegar a la oposición abierta dando un sesgo de autonomía política a las medidas propugnadas por el Comité de Alejandro II, las expectativas creadas entre los campesinos iban a ser sin más «la señal indicadora de un terrible conflicto en el campo ruso». El tono de la prognosis de Marx sobre el 1793 ampliado era tal vez el que desde Rusia se estaba pidiendo a Herzen: «El Terror de los siervos semiasiáticos no tendrá parecido en la historia». Duro destino el de quienes llegan tarde, una vez más. Pero también en este caso había que afrontarlo porque, en opinión del hegeliano Marx, ése y no otro era el precio que los rusos tenían que pagar para elevarse a la altura de la historia europeo-occidental.

Hay ahí, no obstante, una inflexión que no puede pasar desapercibida. El «terrible conflicto» no se contempla ahora como un mero hundimiento del Imperio que favorecería la situación de las clases trabajadoras europeas sino que, al dar cabida en el análisis a las expectativas del campesinado ruso, el proceso parece tener también un desarrollo positivo interno. Éste: «Será d segundo giro en la historia de Rusia. Con él se instaurará finalmente una civilización auténtica y universal en lugar de este simulacro introducido por Pedro el Grande»86. Aun sin especificar –como es el caso– la naturaleza social de esa nueva cultura, una solución interna así (que daba por supuesta la caída del Imperio zarista) enlaza ya con las preguntas que los revolucionarios rusos que están en el origen de la primera Zemlia i volia [Tierra y Libertad] empezaban a hacerse. Para formularlas en los mismos términos del discurso marxiano: ¿Por qué un hundimiento ruso sin solución positiva interna? Si se admitía que la pasividad social tocaba a su fin, si se había acabado la época de la servidumbre voluntaria y los «siervos semiasiáticos», pasaban también a ser sujetos de la historia, ¿por qué limitar el 1793 ruso a la comparación con la historia ascendente de la burguesía europeo-occidental? Más aún: ¿podía mantenerse esa conclusión pagando el elevado precio de un Terror sin igual en la historia para elevarse a una altura de la que el propio Marx había dicho que era el trágico triunfo de la mercantilización sobre los valores morales? Si la filosofía eurocéntrica del progreso histórico, por dialéctica que fuera, al mirar más allá del Sena, del Támesis y del Rin tenía que contemplarse a sí misma como justificación –ilustrada pero dolida– de la mercantilización, de la hipocresía y de la disolución de los valores morales al menos mientras el nuevo sujeto histórico, el proletariado industrial europeo, no hubiera acabado de completar el proceso de la emancipación, ¿por qué no pensar las cosas de otra manera? ¿Por qué no aceptar que la «extraña tragedia», de las culturas sometidas a la colonización y la «extraña época» del laisser-faire a la rusa imponían otra reflexión acerca de la «cuestión difícil» concediendo positividad interna también a los movimientos que surgían del atraso, en los márgenes del mercado mundial en formación?

La formulación de tales interrogantes está ya esbozada en algunos escritos de Herzen y de Chernichevski que son contemporáneos de la reflexión de Marx acerca de la emancipación de los siervos; en las décadas siguientes preguntas así, contestadas de forma afirmativa y con mucha pasión, serían habituales en los medios revolucionarios rusos, sobre todo entre los populistas de orientación sismondiana. No obstante, si se quiere evitar malentendidos conviene añadir una precisión más. Aunque en 1859 Marx no llegó a concretar qué entendía por una civilización «auténtica» y «universal» en el caso ruso, la reconstrucción de su pensamiento de entonces no permite identificarle con las principales preocupaciones que están en el origen del populismo. En primer lugar, pese al atraso desde los puntos de vista económico y cultural en un sentido amplio, la situación rusa no era para Marx asimilable a la de los viejos imperios orientales sometidos al proceso de la colonización por parte de los países europeo-occidentales; de manera que aun aceptando –y parece claro que esto debe aceptarse si se valoran convenientemente los anteriores pasos sobre China y la India– que a finales de la década de los cincuenta Marx admitía el derecho de los pueblos colonizados a rebelarse incluso contra lo que pasaba por ser la altura de los tiempos, esta admisión servía de poco para el tema que nos ocupa. Reducir la situación rusa a un caso más de la resistencia de culturas tradicionales frente a la modernización burguesa y la mercantilización acelerada de las relaciones interpersonales era en aquellas circunstancias una extrapolación de las cosas al menos tan inconsistente como la óptica eurocéntrica. En opinión de Marx, el caso ruso –aun analizado en el ámbito de un mercado mundial en formación– era específico, mezcla de despotismo asiático y de vocación europea (como lo mostraba la misma reforma emprendida por esos años). Así pues, en segundo lugar, descartada esta asimilación y teniendo en cuenta que un desenlace socialista era impensable en un país en el cual la clase obrera industrial no pasaba de ser una pequeña minoría, es obvio que el modelo de civilización «auténtica» y «universal» que Marx tenía en la cabeza había de ser el establecido por las revoluciones burguesas en Inglaterra y Francia.

Este esquema, sin embargo, se complica por el desfase temporal de los acontecimientos comparados y por el distinto tempo histórico mundial. ¿Por qué iba a ser «auténtica» y «universal» en Rusia una civilización cuyos modelos conocidos habían producido igualmente horrores sociales tanto en el plano interior como en el plano mundial? El Crédit Mobilier y Louis Napoleón hacían dudar de lo logrado en la Francia de principios de siglo; las leyes de pobres y la política colonial de Palmerston añadían nuevas dudas sobre el modelo que indicaba la altura de los tiempos. Por tanto, junto y frente a la supuesta necesidad histórica de aquel desenlace existían razones de peso para no repetir tardíamente y a destiempo experiencias cuyo «lado malo» era muy patente ya. Pues una cosa es afirmar a posteriori y genéricamente que la historia, con sus ironías, progresa por el lado malo y otra bastante distinta convencer a las gentes de que en las encrucijadas históricas –y de eso se trataba– hay que aceptar libremente seguir el lado malo (ya conocido) para progresar. No es casual que el esquema hegeliano fuera en aquella circunstancias adornado con metáforas de distinto signo al Oeste y al Este del Rin: para el hegeliano Engels, por ejemplo, la Historia es una diosa cruel que nos alecciona sobre nuestras debilidades (y señaladamente a los rusos, los cuales tendrían que pasar también por los horrores de la industrialización burguesa); para el hegeliano Chernichevski -quien toma el símil de Herzen- la Historia es una bondadosa abuela que reserva lo mejor para aquellos que llegan tarde.

En cualquier caso, el desfase temporal de los acontecimientos comparados y la especificidad rusa derivada del distinto tempo histórico empezaba a poner de manifiesto la insuficiencia del pensamiento analógico para explicar la situación y estimar sus desarrollos posibles.

La complicación polaca y el problema del internacionalismo

Si las colaboraciones enviadas al New York Daily Tribune y la correspondencia de esos años muestran el esfuerzo de Karl Marx por comprender la especificidad rusa87, la polémica con Karl Vogt –que interrumpió de nuevo su trabajo científico– sugiere una vez más que la opinión marxiana sobre la amenaza representada por la política exterior de los zares no había cambiado un ápice. Al contrario. Todo indica que la inminencia de las medidas reformadoras de Alejandro II y la convicción de que la nobleza se estaba sometiendo a los designios de aquel gobierno atenuaron incluso la esperanza de Marx en que el comienzo de la historia interior rectificara el carácter expansionista de la política zarista. En efecto, en 1859 Marx recupera parte del material sobre la diplomacia secreta zarista y lo envía a Das Volk para su publicación; unos meses después, en carta a Lassalle, ratifica su alianza con los urquhartistas e insiste en la necesidad de mantener la vieja idea de la guerra contra Rusia. En el contexto de su controversia con Karl Vogt,88 en 1860, Marx argumentaba que de imponerse la visión que de la emancipación de los siervos tenía el gobierno ruso de entonces era de esperar un reforzamiento del poder absoluto del zar, un empeoramiento de la situación del campesinado y «la multiplicación por cien de la potencia agresiva de Rusia». No es ya, por tanto, la emancipación de los siervos genéricamente entendida lo que puede corregir «el inmutable espíritu guerrero de Rusia», sino sólo una emancipación «auténtica», esto es, un movimiento liberador en el cual el campesinado rompiera al mismo tiempo con la tutela del zar y con el yugo de los terratenientes.

Los sucesos que siguieron a la publicación de los decretos gubernamentales emancipando a los siervos reforzarían las convicciones de Marx tanto en lo que se refiere al sentido último de las medidas reformadoras como a la relación de éstas con la política exterior rusa. Pues la oposición más relevante y, en cualquier caso, la que más interesaría a Marx no se produjo en la propia Rusia sino en las provincias polacas del Imperio. No hubo, pues, 1793 ampliado. Cierto es que entre febrero de 1861, fecha en la cual se dieron a conocer finalmente los decretos reformadores, y durante todo el año 1862 las hachas campesinas salieron a relucir en el interior del país, pero las sublevaciones remitieron ya muy sensiblemente en 1863, coincidiendo con los acontecimientos de Polonia. Una gran parte de la nobleza rusa siguió vacilando, cuando no tergiversó abiertamente en su propio beneficio ciertos párrafos oscuros de las disposiciones legales. Además, la mayoría de los campesinos continuó confiando en el zar y la minoría que se sublevó lo hizo precisamente contra las reticencias de los nobles e invocando la superior autoridad del propio Alejandro II. De manera que el terror que siguió a 1861 fue el organizado por los aparatos represivos del Estado absolutista, un terror tanto más deplorable cuanto que por lo general sus principales víctimas fueron aquellos que con frecuencia tenían en los labios el nombre del «zar libertador». Muchas de las sublevaciones campesinas de aquellos dos años tuvieron su origen en las imprecisiones técnicas del Decreto de emancipación y en las constantes contradicciones en que éste incurría. Tal cosa, unida al analfabetismo de gran parte de los campesinos que deseaban leer en el texto del Decreto su completa liberación, dio lugar a un movimiento no sólo heterogéneo sino también impulsado con frecuencia por líderes naturales a quienes la leyenda situó entre la locura y la santidad. Por otra parte, la intelectualidad rusa, señaladamente aquella fracción de la misma que estaba pasando del liberalismo al democraticismo radical o que compartía ideas socialistas, vivió la amarga experiencia de la represión policial en la propia carne sin lograr enlazar de verdad con aquellos humillados y expoliados en interés de los cuales pretendía actuar89. El cierre de las universidades y la supresión por algún tiempo de las revistas que más se habían destacado hasta entonces por su orientación ilustrada y democrática son otros tantos hechos que documentan bien el final de las ilusiones liberales de la década anterior y que contribuyen a explicar la aparición en Rusia de una brecha generacional muy patente en los orígenes del populismo revolucionario.

El desplazamiento del centro de la preocupación política hacia los acontecimientos polacos a partir de 1863 tendría amplias repercusiones tanto en la evolución de las opiniones de Marx como en el tipo de relación que éste estableció con los rusos en el ámbito de la Asociación Internacional de Trabajadores. La cuestión polaca se convirtió por algún tiempo en el problema europeo por excelencia. De ahí que el análisis de la política internacional y las consideraciones geopolíticas volvieran a pasar a primer plano. Hay que subrayar que durante toda la década de los sesenta la controversia en torno a la reivindicación de la independencia de Polonia mediatizó de manera muy intensa la reflexión acerca de lo que podía llegar a ser una «civilización auténtica» en Rusia, condicionando tanto el punto de vista de Marx al respecto como el programa de los primeros núcleos revolucionarios organizados en el interior del Imperio de los zares. Así, sin dejar de reconocer que la emancipación de los siervos en Rusia –tal como se produjo en 1861– inauguraba el movimiento social en el este de Europa, también Marx prestó entonces mucha más atención a las consecuencias de la sublevación polaca para el futuro del Imperio ruso y para la concreción de los objetivos revolucionarios en el continente. Ésta es la razón principal de que su participación en el Consejo General de la AIT estuviera orientada preferentemente a configurar una política internacional del proletariado que tuvo como ejes el apoyo incondicional a los polacos, la reafirmación del derecho de Polonia a formar un Estado independiente y la lucha por debilitar interna y externamente el poderío del absolutismo zarista. En tal sentido la mayor parte de las declaraciones de Marx entre 1863 y 1870 tienen que leerse por lo que hace a este punto como una continuación de lo que había sido su pensamiento en la década de los cincuenta, antes de la controversia acerca de la emancipación de los siervos. Tal vez, no obstante, con una acentuación aún mayor de la desconfianza respecto del papel europeo de Francia.

Inmediatamente después del comienzo de la insurrección polaca de 1863 Marx escribe a Engels una carta en la que expresa esta desconfianza que luego sería una constante en el debate con la sección francesa de la AIT: «Al menos esto –y no es poco– resulta cierto: la era de las revoluciones ha vuelto a iniciarse más claramente en Europa […] Esperemos que esta vez la lava fluya de Este a Oeste y no en el sentido contrario, de suerte que nos sea ahorrado el “honor” de una iniciativa francesa»90. Con esta inflexión, que se añade a la dura requisitoria de los años de la guerra de Crimea contra la doblez del gabinete Palmerston en su relación con la diplomacia rusa precisamente respecto de Polonia –y que le conduce ahora a hablar de «la permanente traición de los franceses a Polonia»–, el punto de vista de Marx sobre la situación europea se mantiene en todo lo sustancial. La cuestión polaca es vinculada directamente al destino de la unificación de Alemania en el sentido de que sólo la independencia de la nación polaca puede debilitar la hegemonía rusa y potenciar, por implicación, la emancipación alemana. Por otra parte, la requisitoria de Marx contra la política exterior de Alejandro II tiene el mismo tono que las críticas expresadas en la época de Nicolás I; su sólido convencimiento de que los hechos posteriores a la emancipación de los siervos siguen confirmando la idea de una continuidad sin fisuras en la política rusa le induce a repetir afirmaciones que ya conocemos sobre la «indiferente debilidad» con que las cancillerías europeas dejan hacer a Rusia y acerca del «carácter magistral» con que ésta interpreta el papel que ha decidido jugar en la «tragicomedia europea»91.

Pero donde más explícitamente aparece la idea de la continuidad inevitable de la política zarista es en el discurso que Marx pronunció el 22 de enero de 1867, en Londres, con ocasión del cuarto aniversario de la insurrección polaca. El centro del discurso de Marx fue también en aquella oportunidad la diatriba contra las ilusiones liberales acerca del cambio que se estaba produciendo en Rusia, ilusiones según las cuales el absolutismo zarista no era ya lo que fue en la época de Napoleón, de modo que Polonia había dejado de ser una «nación necesaria» para convertirse en un «recuerdo sentimental». Marx parece temer que esta opinión, difundida por ciertos órganos de prensa, llegue a hacer mella entre los trabajadores ingleses y franceses. Por eso, ironizando sobre los sentimientos que no se cotizan en las bolsas capitalistas, pone el dedo en la llaga de la «indiferente debilidad» de algunos gobiernos europeo-occidentales ante la cuestión polaca y alude directamente al trasfondo económico del asunto: «Cuando los últimos ukases rusos, cuyo objeto era la supresión de Polonia, se conocieron en este país, el órgano de los medios dirigentes de las finanzas exhortó a los polacos a convertirse en moscovitas. ¿Por qué no? ¿Acaso no era eso una garantía suplementaria para los seis millones de libras esterlinas prestadas al zar por los capitalistas ingleses?»

Así, pues, la razón de fondo de que el Times y otros órganos de la prensa continental de la época pudieran presentar las cosas de Rusia como si este país hubiera entrado ya en la familia de las naciones civilizadas se encontraría, según Marx, en los beneficios que proporcionaban a ciertos sectores capitalistas las inversiones hechas en los comienzos de la industrialización rusa. A diferencia de lo sucedido al estallar la guerra de Crimea ahora, a mediados de los años sesenta, la suerte de Polonia –y, por extensión, de Alemania– no dependía sólo de los acuerdos diplomáticos secretos entre ingleses y rusos por el dominio de Oriente sino también de los más explícitos convenios cuyo objeto era la transferencia capitales y de tecnología. Marx consideraba en tales circunstancias que el predominio de este concepto mercantil en las relaciones internacionales falseaba la situación real de la sociedad bajo el absolutismo zarista; y juzgaba igualmente ingenuo el punto de vista según el cual la progresiva potencia económica y militar lograda por Prusia era ya suficiente para oponerse a la «barbarie asiática»92. De ahí que en su discurso a los trabajadores Karl Marx acentuara su anterior pesimismo sobre los efectos reales de la emancipación de los siervos. Las consecuencias inmediatas de la misma –argumentó en aquella ocasión– eran globalmente negativas para el conjunto de las fuerzas revolucionarias europeas: aumento del poder centralizador del zarismo, creación de una amplia base de reclutamiento para su ejército, aislamiento de los campesinos por disolución de la comuna rural y, sobre todo, reforzamiento de la confianza de estos últimos en la bondad del autócrata.

Puesto que la emancipación de los siervos no había servido –frente a las apariencias– para «purificar a los rusos de la barbarie asiática» y dado que Alemania, en opinión de Marx, seguía siendo «fiel vasallo y ejecutor de los designios del zar», la conclusión de tal razonamiento se imponía con la misma fuerza que quince años antes: Europa seguía estando en la disyuntiva de restablecer la integridad territorial de Polonia –«colocando entre ella y Asia un obstáculo de veinte millones de héroes»– o admitir la barbarie asiática «bajo la dirección moscovita». Uniendo una vez más la óptica del internacionalista con el sentimiento del revolucionario nacional-alemán aquel obstáculo de los veinte millones de héroes levantado frente a la barbarie asiática era para Marx una forma de ganar tiempo, «recobrar el aliento y consumar la regeneración social».93

Es de notar que los factores anteriores –a saber: el convencimiento de que la Reforma no había limitado la agresividad del zarismo ruso, la consideración de la cuestión polaca como elemento central para el futuro de Europa y la concatenación argüida entre ésta, la guerra contra Rusia y la revolución alemana– orientaron igualmente el punto de vista de Marx acerca de la posición que la AIT debía adoptar ante el problema de la paz y de los ejércitos. Su intervención en la sesión del Consejo General celebrada el 13 de agosto de 1867, cuyo objeto era decidir acerca de la actitud a adoptar por la AIT ante el congreso de la Liga por la Paz y la Libertad convocado para el mes siguiente, fue en sustancia una ratificación de aquellas opiniones. Las actas de la sesión recogen la formulación de principios según la cual la unión de las clases trabajadoras de los diferentes países haría imposible en última instancia la guerra entre las naciones al trastocar la función de los grandes ejércitos permanentes que es «mantener en jaque a las clases trabajadoras». Pero establecidos los principios y tras recordar la naturaleza de los ejércitos modernos, Marx criticó a los partidarios de la paz incondicional con la consideración de que mantener tal postura en las condiciones de entonces equivaldría a «dejar que sólo Rusia poseyera los medios para hacer la guerra al resto de Europa». También para Marx querer la paz exigía prepararse para la guerra: «La existencia de una potencia como Rusia bastaría por sí sola para que todos los demás países mantuvieran intactos sus ejércitos».94

La importancia que Marx concedía al tema de la guerra contra Rusia le impulsó incluso a participar en conversaciones con un coronel polaco tendentes a organizar una legión alemana que habría de contribuir a la resistencia antizarista en Polonia95. Tales actividades eran cosa corriente en los medios revolucionarios europeos mediada la década de los sesenta, esto es, mientras se mantuvo viva la insurrección polaca, y en ellas participaron igualmente otras gentes con convicciones distintas a las de Marx (incluidos los primeros núcleos revolucionarios rusos y los seguidores de Herzen en Londres). Por ello, independientemente del inquietante problema que plantea la defensa tajante de los ejércitos mientras exista una potencia adversaria belicista, no puede dejar de subrayarse que la obsesión de Marx en este asunto le lleva una vez más a la injusticia. En efecto, preocupado ante el número creciente de los internacionalistas partidarios de la paz incondicional, unas semanas después escribe a Engels para ratificar su idea de la necesidad de mantener los ejércitos contra Rusia y, ya privadamente, se despacha a gusto sobre «la cobardía» de «gallinas» y «charlatanes» de la paz para acabar atribuyendo a los rusos, a través de su «agente Bakunin», la organización del Congreso de Ginebra96.

En esas fechas al igual que en los años cincuenta Marx sigue estando todavía mal informado sobre el desarrollo del movimiento de oposición en Rusia. En otro caso no habría hablado, como hace en la carta a Engels, de «los rusos». La cuestión polaca fue también para los rusos revolucionarios de esos años un asunto central. Ya a principios de la década Kolokol –reafirmando la posición anterior de Herzen– se manifestaba abiertamente a favor de las reivindicaciones polacas y emprendía una estimable campaña contra lo que en sus páginas se llamó «la sífilis patriótica» que se extendió en los ambientes eslavófilos y en los medios liberales después de los primeros conatos insurreccionales en las provincias polacas del Imperio. Los términos empleados por Kolokol entonces seguramente habrían podido ser compartidos por un Marx menos obsesionado ante «lo ruso» genéricamente entendido: «La exasperación patriótica ha sacado a la superficie todo lo que hay de· tártaro, de señorito rural, de sargento, todo lo que, como en sueños y semiolvidado, vagaba en nosotros. Los eslavófilos pueden alegrarse; el fond nacional de la época anterior a Pedro el Grande no ha cambiado, al menos en lo que concierne al bárbaro exclusivismo, al odio por el extranjero y a la indiferencia respecto de los medios de juicio y castigo.»

La verdad es que la solidaridad con la resistencia polaca estuvo presente en las primeras manifestaciones que se produjeron en algunas de las universidades rusas y que la autodeterminación de Polonia (propugnando en unos casos la federación y en otros la independencia) fue una de las reivindicaciones constante mente incluidas en los programas de los grupos que constituyeron la primera Zemlia i volia. Es más: por lo que hace a la cuestión polaca la actitud de los revolucionarios rusos de entonces se parecía mucho a la que en otro tiempo adoptaron los alemanes que colaboraban en la Nueva Gaceta del Rin. Por tanto, la desconfianza de Marx era injustificada: inmantenible en su acusación de cobardía si se tiene en cuenta que algunos de aquellos pequeños grupos de revolucionarios rusos se quemaron precisamente apoyando a la insurrección polaca en las más difíciles condiciones; y paradójica cuando se sabe que mientras algunos profesores liberales podían hacer abiertamente suya en Rusia la Contribución a la crítica de la economía política de Marx otras gentes –entre las que hay que contar a Chernichevski– fueron a la cárcel o al destierro por el mero hecho de recibir en sus casas Kolokol o por la sospecha de que habían mantenido relaciones con el grupo de Herzen97. Varios de los rusos que pocos años después mantuvieron relación con Marx habían pasado por esta última experiencia.

Ironías del destino

Apenas había transcurrido un año desde esta nueva prueba de desconfianza en «los rusos» cuando Marx recibe la célebre carta de Danielson en la que éste le informaba de la intención de publicar la traducción del primer volumen de El Capital en Rusia, además de darle noticia del interés allí existente por su obra. Psicológicamente el impacto parece haber sido considerable en nuestro hombre. Marx estaba pasando por uno de los momentos más difíciles de su vida: el estado de salud empezaba a preocuparle tan seriamente como para llegar a pensar que se halla al borde de la tumba, las estrecheces económicas se habían agravado y le amargaban las relaciones familiares, y el escaso eco encontrado por su obra, a la que había dedicado más de veinte años, habían acentuado sus sarcasmos sobre el mundo académico alemán, inglés y francés. Existen muchas muestras de esto último en su correspondencia con Engels durante esos meses, pero tal vez la más significativa –porque sirve para subrayar la ironía del destino– sea este paso de una carta de noviembre de 1867: «El silencio en torno a mi libro empieza a ser inquietante. No oigo ni veo nada al respecto. Los alemanes son unos buenos chicos. Sus servicios como lacayos de los ingleses, de los franceses y hasta de los italianos en esta ciencia les autorizan, naturalmente, a ignorar mi libro. Ya que no podemos hacer otra cosa, haremos como los rusos: esperar. La paciencia es la clave de la diplomacia y de los éxitos de Rusia. Lo malo es que nosotros, simples mortales que no vivimos más que una vez, podemos palmar mientras esperamos»98.

Es natural que en aquella espera desesperanzada la carta de Danielson le sugiriera una reflexión menos amarga sobre la propia obra. Y, en efecto, Marx, que en 1860 –en el contexto de su polémica con Karl Vogt– había pasado por alto una comunicación del viejo conocido Sazónov sobre la rápida difusión de Zur Kritik en Rusia99, se muestra ahora agradablemente sorprendido e ironiza con buen humor acerca de «los buenos amigos rusos» al hacer partícipe de la noticia a Kugelmann. No creo exagerado afirmar que esta ironía del destino iba a cambiar el talante con que en lo sucesivo trataría Marx las cosas de Rusia. No, desde luego, en el sentido de que la correspondencia con Danielson modificara su anterior opinión sobre la naturaleza del zarismo tanto en el plano interior como en lo que se refiere a la política internacional, sino porque a partir de entonces Marx fue interesándose cada vez más positivamente –y con menos prejuicios– en el conocimiento de la estructura económica y social de la Rusia contemporánea, de sus científicos, de sus escritores, así como en la evolución del movimiento revolucionario de aquel país.

Hay que añadir, de todas formas, que este cambio de talante fue laborioso y que en él influyeron otros acontecimientos además del proyecto de traducir al ruso el primer volumen de El Capital. La consciencia del propio Marx sobre la ironía del destino fue sólo el primer paso. En la mencionada carta a Kugelmann100 se alude, efectivamente, a la paradoja de que los rusos, «a los que he combatido de manera ininterrumpida durante veinticinco años no solamente en alemán, sino también en francés e inglés», hayan sido en diferentes momentos «protectores» de Marx; éste recuerda al respecto que «dos aristócratas» rusos le trataron «a cuerpo de rey» durante su estancia en París en 1843-1844, se refiere al hecho de que su escrito contra Proudhon fue acogido en Rusia mejor que en cualquier otro país europeo y deja en el olvido el éxito más reciente de Zur Kritik. Pero, admitida la paradoja, rebrota la vena rusófoba: «No hay que hacer mucho caso de eso, pues la aristocracia rusa pasa la juventud en las universidades alemanas o en París, busca con pasión todo lo que en Occidente hay de extremista y, sin embargo […] esto no impide a los rusos convertirse en unos gárrulos tan pronto como entran al servicio del Estado». (Lo cual, dicho sea de paso, tal vez fuera una consideración acertada respecto de la generación de los cuarenta, pero más que dudosa si se refiere a los exiliados rusos de los sesenta.)

Otros dos factores contribuyeron casi simultáneamente a aumentar el interés de Marx por las cosas de Rusia: el estudio del origen y de la evolución de las comunidades campesinas –relacionado con el previsto capítulo de El Capital sobre la renta territorial– y la participación de los primeros núcleos revolucionarios rusos en la AIT. Durante la primavera de 1868 Marx trabajó con mucha afición los estudios de G. L. Maurer sobre la estructura rural primitiva centroeuropea y encontró en ellos no pocas sugerencias de valor para su propia investigación, empezando por una ratificación detallada de la hipótesis según la cual las formas de propiedad asiáticas o indias habían configurado en todas partes los orígenes de Europa. Para entender bien este punto hay que recordar que Marx estaba librando una batalla teórica en dos frentes: contra la opinión de que la propiedad privada de la tierra había sido la forma primitiva de explotación agrícola y contra la idea de que la comuna rural rusa constituía un caso único en Europa por su estructura comunitarista, esto es, contra dos formas paralelas de tergiversar la historia de las comunidades rurales por motivaciones políticas, formas ambas cuya punta patriótico-reaccionaria era manifiesta tanto en el caso de Alemania (utilización de las Phantasien de Justus Möser) cuanto en el caso de Rusia (utilización por los eslavófilos de la obra de Maxthausen). Marx, que vio en Maurer a otro combatiente contra los rusos (más veterano aún que Urquhart), interpreta los datos de éste sobre la persistencia en Alemania de un sistema de distribución de tierras similar al existente todavía en 1868 en Rusia como la refutación última de la supuesta originalidad del caso ruso101. De ahí que su conclusión en esta fecha sea literalmente la inversa de la mantenida por los eslavófilos (y parcialmente por Herzen y por Chernichevski): además de que la existencia de la comunidad rural sobre bases comunitarias no ha sido en el pasado un elemento diferenciador, específicamente ruso, su permanencia hasta la década de los sesenta del siglo XIX no puede verse como un factor positivo para la futura regeneración social –frente a la propiedad privada de la tierra– sino como un síntoma de atraso respecto de lo ocurrido en otros lugares de Europa, de manera que «lo único que les queda [a los rusos] es ser en nuestros días prisioneros de formas de las cuales sus vecinos se han librado hace ya tiempo».

En 1868 la reflexión de Marx sobre este tema se mueve entre el análisis histórico-comparativo (por ejemplo, de la comunidad rural rusa y la comunidad germánica primitiva cuyos restos redescubre, a través de Maurer, en su propia tierra natal), la estimación de los efectos que la reforma de 1861 estaba produciendo en la agricultura rusa y la polémica de fondo político, cuyo objeto parece seguir siendo el Herzen de los años cincuenta «descubridor» de la obschina a través de Haxthausen. Ese mismo año encuentra una nueva confirmación de sus opiniones al respecto en el libro de P. Lilienfeld sobre la situación de la agricultura rusa después de la abolición de la servidumbre, texto que acababa de ser publicado en ruso y que S. L. Borkheim tradujo fragmentariamente para Marx en Londres. En este caso la confirmación afecta al proceso de disolución de la comuna rural en Rusia. El material estadístico aportado por el estudio de Lilienfeld permite a Marx afirmar, de una parte, que la persistencia de la propiedad comunal después de la Reforma es causa de la ruina del campesinado y, de otra parte, que el valor de cambio está infectando también aquélla, por lo que no parece que pueda mantenerse en el futuro102.

Probablemente tiene interés apuntar que en líneas generales tanto la situación interior en Rusia (derrotada ya la insurrección polaca) como la evolución de los acontecimientos europeos durante esas fechas habían contribuido a moderar fobias de otros tiempos, al menos entre los revolucionarios de distintas nacionalidades. La implantación social de la Internacional, el mejor conocimiento mutuo, la intensidad de las relaciones que entonces se establecieron y, sobre todo, la urgencia de una política unificada ante el peligro de guerra en Europa motivaron un relativo –aunque momentáneo– cambio de actitud en las gentes (no sólo en Marx). De finales de 1868 es, por ejemplo, la famosa carta enviada por Bakunin a Marx desde Ginebra en la que se presenta como discípulo de éste, se muestra orgulloso de serlo, afirma estar haciendo lo que el otro empezó a hacer veinte años antes y declara –alusión significativa– que «su patria es ahora la Internacional». De esos meses es también la primera aproximación de los núcleos revolucionarios rusos a Marx, el descubrimiento por parte de éstos de la problemática específica de los obreros industriales (cosa que empieza a matizar el tradicional agrarismo dominante en Rusia), los contactos de Aleksandr Serno-Solovievich para lograr un acercamiento entre Bakunin y Marx, etc. El propio Marx, a principios de 1869, hace a un lado prejuicios anteriores y se plantea la posibilidad de adoptar la nacionalidad inglesa. E inmediatamente después torna la decisión de aprender ruso.

De esta última decisión existen varios testimonios del propio Marx que permiten datarla en el otoño de 1869. El motivo inmediato de la misma fue, al parecer, la lectura del libro de N. Flerovski sobre la situación de la clase obrera en Rusia, que había aparecido ese mismo año y le fue enviado a Marx desde Petersburgo por Danielson103. Pero el año ruso de Marx –si se me permite hablar así– fue 1870. En él se acumulan algunos hechos de lo más interesante para el tema que nos ocupa. En primer lugar, Marx –que ha debido hacer un esfuerzo considerable al respecto– empieza a leer ruso con cierta corrección (al menos ésa era su creencia). Recibe nuevos documentos sobre aspectos diversos de la vida en Rusia, entre ellos seguramente una antología de escritos de Chernichevski. Conoce –también por indicación de Danielson– al primer ruso por el que no iba a sentir la inicial desconfianza de otras veces, German Lopatin, que sería uno de los traductores del primer volumen de El Capital. Y, finalmente, acepta la propuesta de representar en el Consejo General de la AIT a la sección rusa de Ginebra. Una combinación de sucesos así, además de ratificar la ironía del destino, sugiere que la decisión de Marx en esa época no puede reducirse a mera curiosidad intelectual. Y, en efecto, él mismo dio en seguida una dimensión más amplia al esfuerzo que estaba realizando: «El botín que estoy recogiendo hace bueno el trabajo que un hombre de mi edad tiene que realizar para asimilar una lengua tan apartada de las ramas lingüísticas clásicas, germánicas y románicas. El movimiento intelectual que se desarrolla actualmente en Rusia revela una profunda fermentación subterránea. Las cabezas pensantes están siempre conectadas por hilos invisibles al body del pueblo.»104 De este movimiento intelectual ruso de los años sesenta tenía ya Marx a esas alturas bastantes noticias. Cuando escribe a Meyer las palabras recién citadas estaba pensando con toda seguridad en Chernichevski y Flerovski, entre otros. El libro de Flerovski impresionó profundamente a Marx, basta el punto de sugerirle que se estaba produciendo un giro relevante en los ambientes intelectuales rusos. En la primera quincena de febrero de 1870, cuando llevaba leídas poco más de cien páginas de aquel ensayo, escribía a Engels: «Es el libro más importante que se ha publicado después de tu trabajo sobre la situación de las clases trabajadoras»105. Elogio que sólo se valorará en toda su dimensión si se tiene en cuenta la alta estima en que Marx tuvo siempre la ya vieja obra de Engels sobre Inglaterra. Por lo demás, una opinión similar reaparece en la contestación que el propio Marx dio a los rusos de Ginebra al aceptar la propuesta de representarles en el Consejo General de la AIT. Precisamente la comparación de las cartas enviadas a Engels respecto del trabajo de Flerovski con la respuesta dada a los rusos de Ginebra permite poner de manifiesto, de un lado, el esfuerzo de Marx por vencer las reticencias que sigue produciéndole todo lo ruso y, de otro, la inicial perplejidad con que se decide a aceptar la profundidad de los cambios que estaban ocurriendo en aquel país.

En efecto, Marx vio en La situación de la clase obrera en Rusia la ratificación de lo que él mismo –en polémica con los rusos de la década anterior– había afirmado en varias ocasiones, a saber: que no existía fundamento para seguir idealizando las tradiciones campesinas rusas y menos aún para abordar el futuro de las relaciones de Rusia con la Europa central y occidental en los términos optimistas con que muchas veces se expresaron los esclavófilos y no pocas Herzen y Bakunin. De ahí que –desconociendo todavía la aportación de Chernichevski– Marx pudiera escribir a Engels que ésta era «la primera obra que dice la verdad sobre la situación económica de Rusia». Las razones que aquél adujo en la correspondencia con Engels para calificar de muy importante la obra de Flerovski son de diferente tipo: desde la originalidad del método de exposición (que a Marx recuerda al historiador francés del siglo XVIII Amans-Alexis Monteil) hasta la capacidad para observar las costumbres populares de las más distintas tierras. Pero probablemente por encima de estas dos cosas lo que más valoró Marx fue la cruda veracidad de Flerovski en su descripción de las relaciones sociales, un descriptivismo muy alejado de la grandilocuencia verborreica, del pathos nihilista que hizo célebres a tantos rusos en Europa y de la angustiada suma de complejos de inferioridad y superioridad que Marx sospechaba en el «optimismo ruso». Tal vez por eso, sin dejar de observar en aquella obra de Flerovski ciertas concesiones ruralistas en lo que respecta a la forma rusa de la comunidad rural, Marx se siente tan entusiasta que perdona incluso los rasgos sentimentalistas de La situación de la clase obrera en Rusia como un tono apropiado teniendo en cuenta las personas a quienes su autor se dirigía106.

Lo que a Marx no acaba de encajarle en ese cuadro es que la mencionada obra hubiera sido publicada legalmente en la Rusia zarista, tanto más cuanto que él mismo parece convencido en ese momento de que la traducción rusa de El Capital no iba a lograr pasar la censura. Así, en abril de 1870, Marx comunica a Engels una información procedente de Lafargue según la cual Flerovski habría sido desterrado a Siberia como consecuencia del efecto de su libro; comunicación a la que añade la noticia de que El Capital había sido prohibido en Rusia107. Ambas informaciones eran erróneas. La primera inexacta, pues el autor de La situación de la clase obrera en Rusia, V. V. Bervi, había sido detenido ya ocho años antes, internado luego en un manicomio, deportado a Siberia en 1864 y finalmente desterrado a otros lugares de la geografía rusa en los que obtuvo –entre otras cosas– el inmenso material que tanto sorprendió a Marx; el seudónimo utilizado en su obra más conocida y el descriptivismo de la misma despistaron a la censura zarista108. La segunda información de Marx, como es obvio, era falsa. Pero lo sintomático para quien quiera comprender la paradoja de la relación de Marx con los rusos de esos años es que La situación de la clase obrera en Rusia y El Capital pasarían la censura por razones parecidas: en ambos casos el censor subestimó la punta político-social de los libros que tenía entre manos. (Es posible, además, que la publicación de ambas obras se viera favorecida en aquellas fechas por cierta vacilación de los censores sobre el límite de la «liberalización» del régimen de Alejandro II.) Más aún: el crudo realismo descriptivo de Flerovski –como luego la forma científica de El Capital– echaba por tierra la especulación sin otra base que el deseo de que las-esencias-siempre vivas permanecieran. Por eso, como ocurrió con la traducción rusa de El Capital, su recepción en los ambientes democráticos. y populistas fue mucho más ambivalente de lo que podía esperarse atendiendo a la filiación política de los autores en cuestión. Desde luego, la acogida del libro de Flerovski en las revistas democráticas rusas de la época (e incluso en aquellos medios próximos al populismo) no fue tan calurosa como la que· le proporcionó el entusiasta Marx que empezaba a leer ruso109.

En la respuesta que unos meses más tarde dio Marx al ofrecimiento de los rusos de Ginebra, además de ponerse de manifiesto ese cambio de talante al que se ha aludido, aparece aún con más claridad la razón por la cual después de despreciar con tanto sarcasmo la actividad de Herzen y de Bakunin nuestro, autor juzga ahora tan positivamente el libro que le enviara Danielson: «El optimismo ruso, extendido incluso en el Continente [sic] por los sedicentes revolucionados, ha quedado [con el libro de Flerovski] completamente desenmascarado»110. La puya es clara: va dirigida a alejar definitivamente a los componentes de la sección rusa de Ginebra de sus orígenes herzenianos y bakuninistas. La contestación de Marx no es, pues, simplemente el cumplido de oficio de un hombre agradecido y en parte sorprendido por la ironía del destino («curiosa posición la mía haciendo de representante de la joven Rusia», había escrito a Engels). En ella se esbozan –sin mayor especificación, cierto es– algunas reservas metodológicas respecto del trabajo de Flerovski que no estaban en las cartas escritas a Engels. Por ejemplo, que «en ciertos pasos dicho libro no satisface enteramente las exigencias de la crítica desde el punto de vista puramente teórico». En esas fechas Marx ha recibido ya, y probablemente leído, algunos de los trabajos de Chernichevski. Tiende, por tanto, a considerar a éste por encima de Flerovski y, en cualquier caso, valora la obra de ambos como un síntoma de que, por fin, Rusia empieza a «tomar parte en el movimiento general de nuestro siglo». Esto en un plano teórico amplio. Pero Marx intenta también en aquella oportunidad una aproximación en el marco de la política internacional inmediata. Y lo hace, justamente, en el terna más delicado para todos: Polonia.

Tal aproximación no tenía que resultar difícil dados los términos con que N. I. Utin, en nombre de la sección rusa de Ginebra, introdujo la propuesta que hizo por carta a Marx al comenzar la primavera de 1870. Pues varias de las opiniones comunicadas por aquél eran de hecho un elogio tanto de la exposición marxiana de los principios socialistas como de la crítica que el propio Marx había hecho a lo que Utin llamaba «el falso patriotismo» de los paneslavistas111. Este último reconocimiento, así como la referencia positiva de Utin a Chernichevski y sobre todo la advertencia explícita de que el grupo de Ginebra no tenía absolutamente nada en común con Bakunin y «sus escasos seguidores» convencieron finalmente a Marx de que era posible una comunicación provechosa con los rusos no sólo en el plano científico sino también en el político. La correspondencia de Marx con Engels en esas fechas sugiere que la decisión de Marx estuvo motivada en gran manera por un cálculo bastante elemental acerca de lo que un acuerdo con los rusos de Ginebra podía dar de sí en el marco de la polémica antibakuninista. Pero esto no es todo. A través de la correspondencia con Danielson, Utin y Serno-Solovievich, así como en sus entrevistas con German Lopantin, Karl Marx captó muy pronto el giro que en el movimiento social ruso se estaba produciendo desde la muerte de Herzen al menos desde el punto de vista de las orientaciones más generales. Este giro se deja resumir bastante acertadamente en la fórmula «abandonó del optimismo respecto de los valores tradicionales rusos» emblemáticamente expresado por Serno-Solovievich unos años antes al contraponer las obras de Herzen y Chernichevski.112

En cualquier caso, la contestación de Marx a Utin, al poner el acento en el problema polaco, muestra que el móvil de aquél rebasaba con mucho el intento de instrumentación antibakuninista de la sección rusa de Ginebra. En efecto, orientados por convicciones internacionalistas y recogiendo ideas favorables a Polonia inicialmente expresadas por Herzen pero que se distanciaban ya del moderantismo de la época de Kolokol y de la punta aristocraticista de su editor, los miembros de la sección rusa de Ginebra habían escrito en su programa que el yugo zarista sobre Polonia no sólo era un obstáculo para la libertad de los polacos, sino también para la de los mismos rusos. Marx, aun estando de acuerdo con esta formulación en su sustancia, recuerda el espíritu del Manifiesto Inaugural de la AlT y les propone dar un paso más, una ampliación de aquella formulación que recogiera la referencia a Alemania y a Europa en su conjunto: la conquista violenta de Polonia por Rusia y el sometimiento por la fuerza de aquella nación –argumenta allí– tiene que verse como un apoyo al régimen militar de Prusia y, en tal sentido, como la base de mantenimiento del militarismo en todo el continente113.

¿Puntillismo germanófilo? La respuesta es: no. Pero exige una explicación. Cuando Marx contesta los rusos de Ginebra, está radicalizando una de las ideas programáticas establecidas por la Internacional, a saber, que la Rusia zarista continuaba siendo el principal obstáculo para la emancipación de los trabajadores europeos. La insistencia en ello se debe a que este punto ni siquiera era compartido ya por la mayoría de los miembros de la AIT al menos cuando se pasaba de las declaraciones genéricas a las tomas de posición explícitamente políticas. Es interesante señalar el sesgo polémico del punto de vista de Marx sobre esta cuestión en 1870-1871 para no sacar de su contexto la precisión hecha a los rusos y su decisión de representarlos en el Consejo General extrayendo conclusiones precipitadas. No es sólo que por entonces no quedara ya en Inglaterra reaccionarismo romántico «con punta revolucionaria en el plano internacional» (para expresarlo con la misma fórmula que Marx empleó para los urquhartistas en 1860), sino que incluso una parte del socialismo de la época –el de influencia proudhoniana– había dejado de considerar al régimen zarista como el principal peligro para Europa. Desde 1846 a 1870 la derrota de la insurrección polaca y el paso a primer plano de las preocupaciones suscitadas por el conflicto franco-prusiano amenazaban con colocar a Marx entre la minoría de quienes seguían viendo tras el expansionismo y el militarismo «la siniestra figura de Rusia». Si unos años antes, al conmemorar la insurrección polaca, Marx estaba sumamente interesado en denunciar el trasfondo económico del acercamiento inglés a la Rusia de los zares, así como en contrarrestar la influencia del liberalismo conservador sobre los trabajadores en política internacional, ahora, en 1870, su preocupación era que el desarrollo del conflicto franco-prusiano acabara echando a franceses o alemanes (o a ambos) en brazos del zar y haciendo por tanto de la Rusia zarista el árbitro de la situación europea. Tal preocupación aparece muy explícitamente en los informes que escribió para el Consejo General de la AIT sobre el comienzo y la evolución de la guerra franco-prusiana.114 Efectivamente, el contenido de estos informes -y sobre todo las precisiones del segundo de ellos, fechado en septiembre de 1878- permite concluir, en mi opinión, que lo que movió a Marx en su contestación a los rusos no era primordialmente la germanofilia, sino una muy precisa composición de lugar sobre la correlación de fuerzas existentes en Europa desde la perspectiva emancipatoria de las clases trabajadoras en general. Esta perspectiva incluye en tal fecha la denuncia de «la mentalidad de anticuario» con que el nacionalismo germánico alababa el poder político existente en Alemania y pretendía rehacer el mapa de Europa. Es más: la misma contundencia con que en la respuesta a los rusos se precisaba la crítica al «falso patriotismo» eslavo reaparece en el segundo informe mencionado al denunciar la euforia patriótica de los alemanes. Por tanto, lo que da continuidad al pensamiento de Marx en esas fechas –enlazando con cosas escritas en la década de los cincuenta– es que la consideración crítica de los nacionalismos paneslavos, francés, inglés y alemán se hace siempre con la vista puesta en las condiciones de posibilidad del expansionismo zarista; así, en todos esos casos la acusación dirigida al nacionalismo es similar: ignorar que a medio plazo la exacerbación patriótica favorece los intereses de Rusia. Con una última precisión en el caso del «nacionalismo teutónico», que es importante para la argumentación del presente ensayo, a saber: que una actitud así sólo podía conducir a convertir a Alemania en instrumento del engrandecimiento de Rusia, o bien a la necesaria preparación en el futuro para una guerra «de nuevo estilo», para una guerra «contra las razas eslavas y latinas coaligadas»115.

De modo, pues, que por encima del puntillismo germanófilo que ciertos protagonistas de la época vieron latir en la relación de Marx con N. I. Utin y los rusos de Ginebra (complicando las discusiones en el seno de la AIT ya en la Conferencia celebrada en Londres en 1871) parece más plausible interpretar aquélla en primer lugar como una consecuencia lógica y natural de la aparición en Rusia de núcleos revolucionarios que además de combatir al absolutismo zarista se acercaban a la Internacional, se declaraban socialistas y decían inspirarse en la doctrina marxiana; y, en segundo lugar, por lo que hace al propio Marx, como el reconocimiento de un hecho (la existencia de «fuerzas volcánicas» que minaban el Imperio) al que se añade el intento de obstaculizar la convergencia de aquellos sectores de la Internacional que por su abstencionismo político situaban en el mismo plano a todos los regímenes entonces vigentes en Europa con aquellos otros grupos que dejándose llevar por el particularismo contribuían a difuminar el peligro ruso. Importa poco aquí que las sospechas de Marx sobre la rusofilia de los otros fuesen a veces tan exageradas como las acusaciones de germanofilia que a él mismo se le hicieron. Lo que interesa en este contexto es recapitular acerca de los factores de continuidad y cambio en el pensamiento de Marx para el tema que nos ocupa. Y en tal sentido puede decirse que en esos años se mantiene la idea central sobre el mayor peligro comparativo del absolutismo zarista respecto de todos los demás regímenes entonces existentes en Europa desde el punto de vista de los objetivos de los trabajadores (lo cual no tiene por qué obstaculizar el reconocimiento de la acentuación de la crítica marxiana a la civilización burguesa, al bonapartismo, al liberalismo y al bismarkismo contemporáneos). Lo que sufre una modificación en el pensamiento y en el hacer de Marx al iniciarse la década de los sesenta es, por así decirlo, las alianzas establecidas en función del proyecto revolucionario y de la consideración anterior sobre la política internacional. Por lo que hace a Rusia, este cambio es muy patente: los aliados no son ya los urquhartistas: ingleses obsesionados por la maniobrabilidad de la diplomacia zarista y por la eficacia de sus agentes secretos, sino los revolucionarios rusos que dentro y fuera de las provincias del Imperio estaban contribuyendo al debilitamiento de éste y tratando de conectar,al mismo tiempo con las esperanzas de la vanguardia de los trabajadores de la Europa occidental. Tal era precisamente por entonces el caso de A. A. Serno-Solovievich (muerto en 1868), de N. I. Utin, de E. Tomanovskaia, de G. A. Lopatin, de P. L. Lavrov, por mencionar sólo algunas de las personas que tuvieron relación con Marx.

Los amigos rusos

En efecto, a partir de 1870 Karl Marx se relacionó personalmente o por carta con varios de los protagonistas de la oposición rusa al absolutismo zarista y con un buen número de científicos rusos de la época. Marx solía distinguir entre los amigos científicos, con quienes comentó o discutió aspectos metodológicos, históricos, económicos, etnológicos o sociológicos relativos a la particularidad rusa, y los revolucionarios de la década que habitualmente se incluyen bajo el rótulo de «populistas».116 De entre los primeros hay que destacar –por el interés que Marx puso en la lectura de sus obras– a Maksim M. Kovalevski, con el que coincidió en Karlsbad, y a Nikolai Ivánovich Sieber, economista y estadístico de la universidad de Kiev, mencionado en el epílogo a la segunda edición de El Capital, así como en la correspondencia con Danielson. Este último fue sin duda el puente entre los amigos científicos y los revolucionarios rusos que contactaron con Marx. Y un papel parecido, aunque en otro plano, tuvo P. L. Lavrov, autor de las célebres Cartas históricas, con quien Marx y Engels se cartearon desde 1875. La lista de los amigos y corresponsales que aportaron a Marx noticias y valoraciones de interés sobre el movimiento político-social en auge en la Rusia de la época es más amplia: además de los citados en relación con el grupo de Ginebra a principios de 1870, visitaron a éste o le escribieron en distintas oportunidades entre esa fecha y 1882 Lev Hartmann, Nikolai A. Morozov, Nikolai Chaikovski, D. I. Richter, Vera Zasulich, entre otros célebres políticos y activistas de la resistencia antiabsolutista.

Los testimonios que nos han llegado de estas relaciones –tanto por lo que hace al propio Marx como a sus visitantes o corresponsales– ponen de manifiesto que las mismas no fueron en absoluto fáciles. De creer a Kovalevski, Marx no habría llegado nunca a superar del todo sus viejas reticencias respecto de los rusos. En tal sentido todavía en 1875 habría declarado al «amigo científico» que, con escasas excepciones, todos los rusos afincados en el extranjero eran agentes paneslavos, incluido Herzen. No hay razones de peso para dudar del testimonio de Kovalevski, aunque a éste seguramente no le gustaba demasiado la distinción que Marx solía hacer entre sus amigos. En cambio, existe constancia de varios incidentes de esos años que prueban cómo Marx seguía juzgando con un puntillo excesivo cualquier actuación de sus conocidos rusos que le pareciera ligeramente sospechosa117. Actitud ésta confirmada por Henry Mayers Hyndmann, el dirigente socialdemócrata inglés que por entonces tuvo una relación bastante intensa con Marx en Londres y que no deja de referirse en su Record a la persistencia de la rusofobia de éste. No he encontrado, sin embargo, documentos que prueben la opinión de Hyndmann según la cual aquella exageración era una consecuencia lógica del origen judío de Marx y del sentimiento que le produjo la forma en que su raza estaba siendo tratada en Rusia118.

De todas formas, conociendo la abundancia de adjetivos despreciativos existentes en la correspondencia de Marx (adjudicados incluso a personas a las que trató con más intimidad que a los rusos) no estará de más relativizar un poco este aspecto de la cuestión. Sobre todo atendiendo a que también en lo que respecta a los rusos hubo excepciones. La principal de ellas entre los rusos a los que Marx conoció personalmente fue sin lugar a dudas German Lopatin, a quien en un determinado momento Marx consideró como «el único ruso serio». Esta preferencia se comprende, por lo demás, teniendo en cuenta no sólo la responsabilidad de Lopatin en la edición rusa de El Capital, sino también la admiración compartida por Chernichevski, además de la valentía que le caracterizó en todo momento119. Otra excepción fue precisamente Chernichevski, detenido en 1862, desterrado desde entonces y al que Marx no llegó a tratar pero cuya obra conoció parcialmente a través de los envíos de Danielson desde Rusia y de las reimpresiones de artículos suyos hechas por los rusos exiliados. Las referencias de Marx a Chernichevski no son muchas ciertamente, pero merecen tratamiento aparte porque ayudan a comprender el acercamiento del autor de El Capital al tema central de los populistas de la época, sus matices sobre el futuro de la obschina en el umbral de los años ochenta y algunas de las vacilaciones del último Marx acerca de la relación entre la revolución en Occidente y lo que podía llegar a ser una «civilización auténtica» en Rusia.

Se ha aludido ya a una primera coincidencia entre las opiniones de Marx y de Chernichevski en los meses inmediatamente anteriores a la reforma de 1861. Se trataba entonces de la crítica a las ilusiones liberales sobre la orientación de fondo del proyecto de Alejandro II. En esas fechas –y aún más en los meses que siguieron al decreto de emancipación de los siervos– Chernichevski había llegado a la conclusión de que lo que se estaba presentando como una modernización occidentalista no era tal. En su opinión, al hacerse al margen y parcialmente contra los deseos y esperanzas de la mayoría del campesinado la reforma corría el peligro de quedarse en una reedición de lo que fuera la época de Pedro el Grande, cuyo rasgo principal habría sido la conversión de Rusia en una potencia militar sin que cambiara sustancialmente en otros aspectos. Pero al mismo tiempo la crítica de Chernichevski a la reforma de 1861 se diferenciaba de las reticencias anticapitalistas existentes en los ambientes intelectuales rusos de la época. Chernichevski no compartía el desprecio de los eslavófilos por la industrialización europea, ni el populismo aristocratizante de Tólstoi, ni el liberalismo conservador teñido de paneslavismo de Dostoievski ni el prurito germanófobo de Herzen. Su concepción de la «auténtica civilización» del futuro para Rusia trataba de amalgamar la conservación de la cultura solidaria e integrada de la vieja comuna rural con una reforma moral e intelectual que tenía mucho que aprender de Alemania, Francia e Inglaterra. No, desde luego, el liberalismo económico, ni tampoco el liberalismo político conservador de la época; sino la disponibilidad técnica en el desarrollo agrícola, el sentido de la unidad nacional, la tolerancia y la ilustración. Su optimismo de la voluntad respecto de los pueblos que llegan tarde a la historia, y señaladamente sobre el futuro de Rusia por comparación con los países de la Europa occidental, no se basaba en la idealización de la comuna rural genéricamente entendida, sino en la consideración de que la persistencia de ésta hasta fechas relativamente tardías constituía un hecho positivo porque permitía aprender no sólo de los errores sino también de los ensayos logrados en otros lugares de Europa. Ahora bien, en la argumentación de Chernichevski, recoger los frutos de esta particularidad exigía el conocimiento de «los otros» y, por tanto, la superación del patriotismo metafísico y la toma de conciencia por parte del campesinado servil respecto de los males del «asiatismo» en Rusia, esto es, respecto de las consecuencias sociales y culturales de la inexistencia de derechos, de la arbitrariedad, del atraso económico, de la ineficacia administrativa y de la indiferencia en lo que hace a la participación ciudadana en la vida política, en los asuntos de la colectividad.

Esto último es en cambio el fundamento del pesimismo de la inteligencia de Chernichevski en los años de la reforma, de su escepticismo sobre la proximidad de una salida positiva en 1858. Es de notar también en este caso la similitud de su punto de vista y el de Marx. Pues ambos expresaron la lucidez ante las dificultades de la encrucijada social, económica y política del momento mediante una acentuación de la crítica de las ideologías. He aquí la opinión de Chernichevski: «Existen en la historia situaciones tales que no tienen una salida positiva, no porque no se la pueda concebir, sino porque la voluntad de la cual depende esa salida de ningún modo puede aceptarla. ¿Qué le queda por hacer al observador honesto en tales casos? ¿Acaso engañarse con las tentaciones de la posibilidad, incluso de la verosimilitud, de esa aceptación? No sabemos qué hará, pero sabemos al menos lo que no debe hacer: empeñarse en cegar a otros. Debe, por tanto, guardarse de contagiar a otros la peste ideológica si por desgracia la sufre».

Es posible que algunas de las similitudes y coincidencias entre las opiniones de Chernichevski y de Marx tuvieran un fondo filosófico más general. Y en tal sentido un estudio comparativo de los juicios respectivos sobre el positivismo de época, sobre los orígenes del darwinismo social y sobre el desarrollo simultáneo de liberalismo y cesarismo en Europa probablemente tendría el interés adicional de mostrar hasta qué punto, con muchos quilómetros de distancia y aun sin existir contacto directo entre los autores, también en las ciencias sociales los grandes temas brotan y son tratados a veces de forma similar. Pero aun dejando este asunto para ocasión más propicia, vale la pena subrayar aquí que algunos rasgos comunes en la formación intelectual de Marx y de Chernichevski explican tal vez esas coincidencias: como Marx, también Chernichevski se formó en Hegel; como Marx, se rebeló frente al conservadurismo político en Hegel, el aspecto idealista de su dialéctica y el espíritu de sistema; como Marx, también Chernichevski encontró provisionalmente en el materialismo antropológico feuerbachiano el antídoto para lo que uno y otro consideraron peligroso atractivo especulativo de aquel sistema; como Marx, también Chernichevski se volvió hacia la economía política inglesa para buscar en ella críticamente la explicación a las realidades político-sociales que le preocupaban; y como Marx, también Chernichevski asumió la defensa de Hegel frente a aquellos que le trataban como a perro muerto. Esto último tiene importancia directa para nuestro tema, pues no deja de ser un síntoma que uno y otro reivindicaran el esquema histórico-dialéctico hegeliano precisamente al abordar el asunto de la comuna rural rusa, y ambos ya en trabajos de madurez. En efecto, la justificación filosófica de la obschina por Chernichevski tiene muchos puntos de contacto con el concepto del último Marx, el cual atribuyó a aquélla una función que es a la vez conservadora de valores culturales tradicionales y revolucionaria desde el punto de vista de las relaciones sociales, enriquecedora vuelta a los orígenes.120 En uno y otro caso se tiene la impresión de que el dialéctico retorno a un principio enriquecido cultural y socialmente (el comunitarismo igualitario técnicamente perfeccionado que se postula) cumple el papel de justificación teórica de una aspiración (ahorrar a los hombres los horrores de la altura de la historia, de la civilización capitalista) que chocaba ya en la Rusia de entonces con numerosos obstáculos reconocidos por el pesimismo de la inteligencia: El hegelismo de Chernichevski, como el del viejo Marx, habría sido por tanto la forma mediante la cual se hace concordar el análisis y el ideal, la explicación científica y la voluntad político-moral. Tal es el trasfondo teórico del entusiasmo de Marx al constatar la quiebra del «optimismo ruso», esto es, de la idealización de lo viejo, del antiguo comunitarismo como mera reacción romántica anticapitalista sin consciencia de los factores disolventes en acto121.

De la facilidad con que Marx captó la inflexión que, por influencia de Chernichevski, se estaba produciendo en los medios revolucionarlos rusos dan cuenta los ya aludidos comentarios a la obra de Flerovski. Pero hay más. La edición rusa de El Capital, publicada en abril de 1872, prescindía de la referencia negativa a Herzen contenida en la edición alemana e incluía un elogio de Chenichevski que luego figurará también en el epílogo a la segunda edición de la obra fechado en Londres el 24 de enero de 1873. A ese cambio contribuyeron sin duda motivos políticos o de oportunidad que tienen que ver con la relación establecida por Marx con los nuevos «amigos rusos». Pero no sólo ni primordialmente. Pues la referencia de Marx al «gran sabio y crítico» Chernichevski está en un contexto en el cual se habla de los hombres que después de la revolución continental de 1848 aspiraban a tener «alguna importancia científica» y se contrapone precisamente al «sincretismo sin nervio» de John Stuart Mill.122 Además, de la correspondencia con Danielson se sigue que en esas fechas Marx conocía mejor la obra científica de Chernichevski (sus escritos económicos) que la actividad de éste como publicista y filósofo social. En cualquier caso Marx proyectaba tratar ambos aspectos del quehacer de Chernichevski, el científico en el segundo volumen de El Capital y el político-social (o tal vez las dos cosas juntas) en un ensayo aparte que sirviera para dar a conocer la personalidad del ruso en Occidente.123 Como tantos otros proyectos del viejo Marx, tampoco éste llegó a realizarse. Marx siguió con mucha simpatía una audaz iniciativa de Lopatin para liberar a Chernichevski (que acabó con la detención del primero), colocó en su despacho londinense una fotografía de aquél, pero no pudo escribir lo que se proponía. La enfermedad, el retraso con que recibió el material que había pedido a Danielson y otras ocupaciones frustraron el proyecto. Con ello se perdía la ocasión de un encuentro intelectual que, por motivos distintos a lo ocurrido en el caso de la relación con Herzen, deja un hueco que no pudo ser cubierto por la posterior aproximación leninista a Chernichevski.

Además del «descubrimiento» –si se me permite hablar así– de Chernichevski, esta doble relación científica y política con los rusos de la década de los setenta tuvo en el pensamiento de Marx otras repercusiones que merecen ser subrayadas. En primer lugar está el esbozo de una nueva valoración del papel potencial de los distintos grupos sociales actuantes en la Rusia de la época. En tal sentido es significativo el hecho de que ya en 1871, en la Conferencia de la AIT celebrada en Londres, Marx apoyara –frente a las reticencias de otras delegaciones– la posición de N. I. Utin; pues, de acuerdo con ella, se estaba admitiendo que la particularidad rusa permitía una confluencia de los estudiantes pobres con los trabajadores y defendiendo que, pese al escaso número de obreros industriales allí existentes, era posible superar la fase de las sociedades secretas y crear una sección de la Internacional. La base de la argumentación de Utin y de Marx fue en aquella oportunidad la constatación del espíritu de socialidad y de solidaridad de que daba muestras la minoría aludida. Tal declaración, además de poner de manifiesto la punta antisectaria de las intervenciones de Marx en los organismos de la AIT124, suponía admitir implícitamente una cierta modificación del concepto habitual, europeo-occidental, de clase obrera (respondiendo positivamente, por tanto, el interrogante que unos años antes planteara Engels en sus cartas a la revista Commonwealth) y dedicar una mayor atención a la función del campesinado en Rusia. En los años siguientes Marx precisaría, en contextos casi siempre polémicos, esa nueva valoración del papel del estudiantado y del campesinado rusos. Por lo que hace a los primeros obtuvo información de Lopatin y Danielson acerca de las dimensiones del nihilismo de la época en relación con la actividad de Nechaev. La opinión que se formó al respecto fue, de un lado, ratificadora de su impresión sobre la profundidad del proceso de disolución que afectaba a la sociedad rusa y, de otra, crítica de los métodos utilizados por los estudiantes y de su forma de entender la intervención en la vida política.125 El punto de vista de Marx sobre el campesinado ruso sería motivo de elaboración más detallada en los borradores de la carta que escribió a Vera Zasulich en marzo de 1881, aunque la reflexión sobre aspectos decisivos para este tema ocupó buena parte de la actividad científica del autor de El Capital, centrada precisamente en el estudio de la renta territorial y, más en general, de los problemas agrarios126.

En segundo lugar, la relación con los rusos reforzó el anterior convencimiento de Marx sobre la inevitabilidad y la inminencia de la revolución en Rusia. Aunque el pronóstico de 1858, en el momento del anuncio de la emancipación de los siervos, no se cumplió, Marx siguió pensando que todas las condiciones estaban ya dadas para que aquélla se produjera y manifestó tal seguridad con mayor fuerza a medida que fue conociendo de cerca la actividad de los grupos antizaristas. Desde 1870 hasta 1883 Marx vio en todos y cada uno de los principales acontecimientos internos e internacionales por los que pasó o en los que estuvo implicado el absolutismo zarista un preámbulo de la revolución. Es por tanto una curiosa ironía el que, a la larga, se haya impuesto una interpretación del pensamiento marxiano según la cual nuestro hombre se interesó sólo por la revolución europeo-occidental. Los hechos son, sin embargo, inequívocos y cualquier investigación detallada de las manifestaciones de Marx en los doce últimos años de su vida tiene que llegar a la conclusión de su convencimiento en lo que respecta a la proximidad de la revolución rusa. Sin ánimo de exhaustividad se pueden mencionar al menos cinco pasos relevantes que prueban lo dicho. Primero, la visión del conflicto franco-prusiano en 1870 como una oportunidad histórica en la cual la firma de una paz honorable potenciaría la revolución rusa en ciernes; segundo, la visión del replanteamiento de la cuestión oriental, esto es, de 1a nueva guerra ruso-turca en 1877 como un giro crucial en la historia europea, cuya consecuencia sería el que «la revolución se inicia ahora en el Este»; tercero, el tratamiento específico del tema de la revolución rusa en relación con la persistencia de la comuna rural en 1881; cuarto, la interpretación del terrorismo populista de finales de la década de los setenta y, en medida mayor aún, del atentado que costó la vida a Alejandro II como una ratificación de la madurez de las condiciones para el cambio revolucionario, y quinto, la admisión explícita de la complementariedad entre revolución rusa y revolución proletaria en Europa occidental, en 1882, al firmar con Engels el prólogo a la segunda edición rusa del Manifiesto comunista.127

Hasta aquí se ha hablado de convencimiento. Para ser más precisos y reflejar con más verdad el pensamiento de Marx al respecto habría que decir que no fue sólo convencimiento razonablemente argüido sino también deseo de que las cosas ocurrieran así, esperanza de la revolución rusa. Lo que, por lo general, complica el buen entendimiento de esta posición, tanto para el marxismo occidental como para el marxismo ruso, es que aquel convencimiento y este deseo fueron motivados y argumentados, en el caso de Marx, casi siempre en contra de la corriente. En efecto, la esperanza y el convencimiento de Marx a este respecto no tienen nada que ver con el espíritu regeneracionista de Herzen en su consideración salvadora de una Europa en decadencia, tampoco coinciden con las esperanzas de la mayoría de los activistas del populismo de la época, pero al mismo tiempo están muy lejos de la visión economicista que se empecina en la idea del atraso económico ruso así como de la mera y chata consideración geopolítica. Que el convencimiento de Marx en lo relativo a la inminencia y a la inevitabilidad de la revolución en Rusia tiene tanto de análisis de la situación en el continente como de afirmación de la voluntad es algo patente, por ejemplo, en la carta que escribió a los socialdemócratas alemanes durante el conflicto franco-prusiano, recomendándoles manifestarse en contra de la anexión de Alsacia-Lorena y en favor de una paz honorable con Francia, pues su argumento central allí es que dicha paz tendría como contrapartida, por fin, la guerra de Alemania contra Rusia y el desencadenarse de la revolución en este último país128. La misma afirmación de la voluntad, el mismo deseo lo encontramos, implícita o explícitamente, en sus declaraciones sobre la guerra ruso-turca, momento en el cuál –como en 1853– Marx se puso del lado turco aduciendo, por una parte, la valentía del campesinado de aquella nacionalidad y, por otra, la esperanza de que la guerra misma, independientemente de quien la ganara, fuera el golpe definitivo para el Imperio de los zares y potenciara la revolución en Rusia129. Declaraciones así ponen de manifiesto una vez más lo que hay de continuidad en el pensamiento de Marx para el tema que nos ocupa aquí: vinculación del cambio en Rusia a la necesidad de la guerra, conducida ésta desde el Oeste o provocada desde Turquía, pero siempre con la intervención decisiva en la misma de las potencias occidentales. Síntoma anecdótico de esta continuidad de pensamiento es el que, al replantearse la «cuestión de Oriente» en 1877-1878, Marx volviera a dirigirse a un viejo conocido urquhartista para seguir denunciando lo que consideraba rusofilia del gobierno inglés de entonces130.

Esta insistencia de Marx en su idea de vincular la revolución rusa a la necesidad de la guerra contra Rusia desde el Oeste o desde Oriente está cargada de implicaciones. Una de ellas es la relativa ambivalencia sobre el potencial carácter de la revolución rusa en tales condiciones. En sus últimos años Marx parece haber oscilado entre un concepto de revolución rusa en la que el rasgo central sería el hundimiento del Imperio, algo así como una beneficiosa catástrofe natural, y la dificultad de definir la naturaleza económica y social de lo que de ahí podía brotar. Dejando para más adelante la estimación del esfuerzo teórico de Marx, en los borradores de la carta a Vera Zasulich, para hallar una solución positiva a dicha cuestión desde el punto de vista teórico, se puede añadir aquí lo que Marx no creía que fuera a ser la revolución rusa. Tal vez el paso más explícito al respecto se encuentra en sus comentarios críticos al ensayo de Bakunin sobre estatismo y anarquía. En efecto, Bakunin apuntaba allí muy agudamente una posible implicación futura de la adopción de una perspectiva nacional-alemana al caracterizar las revoluciones en ciernes, y señaladamente la relación entre la revolución alemana y la de los pueblos eslavos, a saber: la posibilidad de que los eslavos, mayoritariamente campesinos, acabaran convirtiéndose en siervos del proletariado alemán, con lo que se reproduciría una situación similar a la existente entonces entre el proletariado y la burguesía. La especulación de Bakunin era relevante porque hacía pasar al primer plano de la discusión el vínculo entre revolución y permanencia de las nacionalidades abordando, por tanto, una preocupación muy sentida por las diferentes corrientes de la Internacional y una dificultad apreciable en todos los programas de la época. La opinión de Bakunin era, en sustancia, que impedir aquel potencial desarrollo negativo de las cosas exigía reafirmar la necesidad de «la revolución socialista radical» también en Rusia. Esta opinión dio pie a Marx para aclarar el propio punto de vista. Interjecciones aparte, la respuesta de Marx fue esta: que una revolución social radical depende de ciertas condiciones históricas de desarrollo económico previo o, lo que es lo mismo, de que el proletariado industrial haya alcanzado con anterioridad un peso cuantitativo y cualitativo importante en la masa del pueblo; que sólo en ese caso es posible hacer por el campesinado al menos tanto como lo que hizo la revolución francesa, y que, en consecuencia, no se podía pretender realizar en pueblos de campesinos y pastores –como los rusos y los eslavos en general– una revolución social a la europea. De acuerdo con este razonamiento, la equiparación de los contenidos sociales de las revoluciones rusa y alemana (o europeo-occidental en general) era puro voluntarismo con olvido de las condiciones económicas.131

La respuesta de Marx a Bakunin aclara, efectivamente, lo que Marx no creía que fuera a ser la revolución rusa. Pero en su recordatorio del abc del socialismo –para decirlo con palabras que meses después emplearía Engels en su polémica con otro ruso, Piotr Nikititch Tkatchov– deja a un lado la principal preocupación de aquél, esto es, el tipo de relación entre revoluciones con distinto contenido social, complicadas, además, por diferencias culturales muy marcadas. Como decía Brecht de la buena gente que pone la piedra en lugar equivocado y ayuda con ello, cuando la miramos, a descubrir el lugar verdadero, así también en este caso la objeción de Bakunin apunta hacia un problema insuficientemente argumentado por Marx. Se entra así en una segunda implicación de la insistencia de Marx en vincular la revolución rusa a la guerra de los alemanes contra Rusia. Ya en los años cincuenta la argumentación de Marx presentaba una circularidad que tiene todo el aspecto de nudo gordiano, pues se daba como causa principal de la demora de la revolución en Occidente la existencia del baluarte reaccionario representado por la Rusia zarista, pero se hacía depender el hundimiento de este baluarte de la intervención militar de potencias occidentales a cuyos gobiernos el propio Marx, como comunista, no podía dejar de criticar (y no sólo, desde luego, en el aspecto internacional de la cuestión, como es sabido). La forma de romper el nudo la conocemos: aliarse con reaccionarios que son «revolucionarios» en política exterior. Pero en la segunda mitad de la década de los setenta ese nudo se enredaba todavía un poco más en la argumentación de Marx, dado que, por una parte, había intensificado la denuncia del papel conservador de las potencias occidentales (desde la Comuna de París no sólo de las potencias europeas, sino también de los Estados Unidos de Norteamérica) y, por otra parte, admitía la interrelación de los procesos revolucionarios ruso y europeo-occidental. ¿Cómo, admitida la guerra como un imperativo, poner de acuerdo a rusos y alemanes en un objetivo que por encima de los contenidos sociales de las revoluciones respectivas se decía común? Recoger ese cabo suelto seguramente es tarea del futuro. No obstante, para recogerlo hay que aceptar previamente que ahí estuvo uno de los mayores obstáculos frente al que se estrelló el internacionalismo decimonónico. Sólo un dato más al respecto: más allá de la capacidad del propio Marx para argüir su tesis del vínculo necesario entre guerra y revolución (dicho sea de paso, casi contra todos: contra proudhonianos franceses, contra bakuninistas, contra los populistas rusos agobiados por la nueva oleada patriótica que provocó la guerra ruso-turca, contra la tibieza del movimiento obrero inglés y contra el exceso nacionalista de algunos de sus compatriotas), basta con hojear las publicaciones de los principales dirigentes revolucionarios de la época que tuvieron relación con Marx para darse cuenta de la impotencia en que se encontraban a la hora de buscar una solución simplemente teórica al problema, no digamos programas de actuación.132 (Cierto es que el temor de Bakunin sobre el sometimiento de los campesinos eslavos al proletariado alemán no se cumplió; cierto también que cuando el genio político de Vladimir Ilich, con la contribución del azar histórico, logró cortar el nudo gordiano que Marx legó la vieja idea de la guerra de Alemania contra Rusia produjo parte del fruto esperado, pero para entonces la conversión de la vieja idea en metafísica nacionalista germánica tuvo igualmente su peso en que ocurriera lo menos esperado, la derrota de la revolución en Alemania.)133

Así pues, si el aspecto de la continuidad en el pensamiento ele Marx sobre Rusia se encuentra en las manifestaciones sobre la política internacional, en su estimación de las coyunturas y en el análisis de las correlaciones de fuerzas en el continente europeo, la nota de la novedad hay que buscarla en aquello a lo que dedicó más tiempo desde la crisis de la Internacional: el estudio de la particularidad rusa. Estudio que abarcó facetas varias, desde la evolución histórica de la propiedad comunal hasta las condiciones de la agricultura a partir de la evolución de la servidumbre, desde el mercado financiero al sistema fiscal y desde las repercusiones económicosociales de la introducción del ferrocarril hasta la comparación con el desarrollo histórico de la otra gran potencia emergente en la época, los Estados Unidos de Norteamérica. En total, varios metros cúbicos de información económica y estadística leídos, anotados o extractados que nos muestran al viejo Marx, a pesar de los achaques, como el devorador de libros que siempre fue, observado con prevención por sus íntimos razonablemente preocupados porque El Capital no se acababa nunca. Y es que desde que Marx empezara su obra, el mundo, por así decirlo, se había hecho más grande. El «todo artístico» al que aquél aspiraba como forma de exposición habría exigido ya entonces el trabajo de investigación de más de un hombre. No es extraño, por tanto, que a la muerte de Marx su colaborador de siempre, el que había seguido paso a paso la gestación de El Capital, se encontrara con la sorpresa de que el amigo desaparecido dejaba mucho más material en bruto para investigar que escritos para publicar. Entre la aspiración al «todo artístico» y aquel material en bruto queda la ironía de Balzac en Le chef d’oeuvre inconnu, recomendada un día por Marx a Engels. Pero quedan también algunos resultados del convencimiento de Marx de que el caso ruso exigía una investigación particular. Tal fue la tercera consecuencia –y, vista con perspectiva histórica, la más interesante– de aquella paradoja de 1870, del trato de Karl Marx con los «amigos rusos».

Notas

1 Eleanor Aveling Marx hizo publicar una edición (incompleta y poco cuidada) de las Revelations en 1899, en Londres. David Riazanov trabajó sobre ella y la cotejó con la colección de artículos inicialmente publicados por Karl Marx en la Free Press de Londres. Cf. al respecto, Karl Marx on anglo-russian relations, Londres, New York Publications, 1983. Después de la sustitución de Riazanov por V. Adoratski en el Instituto Marx-Engels de Moscú los volúmenes correspondientes de las ediciones rusa y alemana aparecieron sin el texto de las Revelaciones. El motivo de esta omisión fue el desacuerdo de la historiografía staliniana con el punto de vista mantenido por Marx sobre la historia de Rusia y la po1ítica exterior del absolutismo zarista. A finales de los años sesenta apareció una excelente edición inglesa de los ensayos de Marx: Secret Diplomatic History of the Eighteenth Century, Londres, Lawrence and Wishart, 1969 (traducción castellana en KARL MARX/F. ENGELS, Escritos sobre Rusia, I, Historia diplomática y secreta del siglo XVIII, México, Pasado. y Presente, 1980). Cf. también Maximilien Rubel, presentación de Karl MARX y Friedrich ENGELS, Écrits sur le tsarisme et la Commume russe, Cahiers de l’l.S.E.A., tomo III, n.º 7, julio de 1969. Más información sobre los avatares de este texto de Marx en la URSS hay en la Introducción del propio Rubel a Marx y Engels contra Rusia, Buenos Aires, Ediciones Libera, 1965. El trabajo de Rubel ha sido decisivo para la recuperación de este texto de Marx.
2 Principalmente las cartas a la redacción de Otiechestviennie Zapiski [Anales patrios] (escrita por Marx a finales de 1877), y a Vera Zasulich (8-3-1881); pero también otras piezas de la correspondencia de la misma época.
3 Cartas a A. Sorge (5-11-1880) y a Jenny Longuet (11-4-1881). Cf. también los testimonios de N. A. Morozov en Conversaciones con Marx y Engels (ed. de H. M. Enzensberger), traducción castellana en Barcelona, Anagrama, 1974, vol. II, pág. 473, y de G. A. Lopatin, ibid., pág. 507.
4 En OME (Obras de Marx y Engels), 9, Barcelona, Crítica, 1978, págs. 337-374. Se trata del prólogo a la segunda edición rusa del Manifiesto comunista, fechado en Londres el 21 de enero de 1882.
5 Esa contraposición está ya en la carta a Engels del 13-2-1863. Es sabido, por otra parte, que la frase de Marx «yo no soy marxista» fue pronunciada en el contexto del debate con «marxistas» franceses, señaladamente con Brousse y Malon. El ensayo del historiador francés Jules Michelet, Légendes démocratiques du Nord, que dio lugar a una sonada polémica con Herzen, puede verse en una reedición relativamente reciente: París, P.U.F., 1968.
6 Desde 1877 Marx -y también Engels- criticó en varias ocasiones la dirección que estaba tomando la socialdemocracia alemana. Cf. D. McLellan, Karl Marx: su vida y sus ideas, traducción castellana: Barcelona, Crítica, 1977, sobre la carta de Marx y Engels en ese sentido a Bebel y otros dirigentes socialdemócratas alemanes (la referencia está en las páginas 502-503). Por esas mismas fechas Marx se lamentaba, en carta a A. Sorge, del «espíritu corrompido que se está dejando sentir en nuestro partido» y de cierto «cretinismo parlamentario» en el mismo. La crítica al infantilismo anarquizante contrapuesta a la sobriedad de los miembros de Narodnaia volia está en la carta a Jenny Longuet del 11-3-1881. Sobre las reticencias que tanto en marxistas occidentales como orientales produjeron las ya citadas cartas de Karl Marx a la redacción de O.Z. y a Vera Zasulich, véase más adelante.
7 Sobre el punto de vista de la socialdemocracia europeo-occidental posterior a Marx en este asunto informa Bo Gustaffson, Marxismo y revisionismo, traducción castellana, Barcelona, Grijalbo, 1975. Me he referido a las diferencias de apreciación sobre el futuro de la sociedad rusa entre el último Marx y el joven Lenin en «La revolución rusa como problema histórico», El Viejo Topo, extra 2, Barcelona, 1978. Una panorámica muy completa del debate sobre este punto en el marxismo ruso es la que proporciona BERND RABEHL, «La controversia en el interior del marxismo ruso», ensayo incluido en la edición castellana citada de la Historia diplomática y secreta del siglo XVIII.
8 La rusofobia estuvo siempre latente o explícita en la socialdemocracia alemana. De ello da testimonio el folleto de W. Liebknecht titulado «¿Debe Europa convertirse en cosaca?». Por eso mismo la obra de Rosa Luxemburg sobre los acontecimientos rusos de 1905 causó gran escándalo. Ya en 1907 empezaron las justificaciones del imperialismo alemán «desde un punto de vista socialista». En los debates inmediatamente anteriores al voto a favor de los créditos de guerra por parte de la socialdemocracia alemana en 1914 la rusofobia reapareció, unida entonces a la utilización oportunista de opiniones de Marx. En el otro lado Stalin intervino personalmente para censurar la publicación de un artículo escrito por Engels en 1890 sobre la política exterior del zarismo. Cf. M. RUBEL, Avertissement a «La politique extérieur du. tsarisme» de F. Engels, en Écrits sur le tsarisme et la commune russe, cit. pp. 1377-1378. Detalles sobre la infiltración nacionalista en la tradición marxista pueden verse en H. B. DAVIS, Nationalism and socialism. Marxism and labor theories of nationalism to 1917, Nueva York, Monthly Review Press, 1967 (no comparto, sin ·embargo, la conclusión ecléctica del autor).
9 Cf. Boars NICOLAIEVSKI, «Marx und das russische Problem», publicado inicialmente en Die Geselltschaft, 1, 4, julio de 1924 (traducción castellana en K. MARX/F. ENGELS, Escritos sobre Rusia, II, México, Pasado y presente, 1980, pp. 9–17). Los trabajos de Riazánov al respecto pueden consultarse en una reciente traducción inglesa: Karl Marx on anglo-russian relations, cit. En castellano, y sobre este mismo tema, se puede consultar su ensayo titulado «Karl Marx y el origen de la hegemonía de Rusia en Europa», en Escritos sobre Rusia, ed. cit., I, pp. 9-87, y «Vera Zasulich y Karl Marx», en Escritos sobre Rusia, ed. cit., II, pp. 21-27.

En-su artículo juvenil «La revolución contra El Capital», Antonio Gramsci captó muy bien la complicación que la cuestión rusa introducía en el esquema más divulgado de la principal obra marxiana. Cosa tanto más de notar cuanto que Gramsci no tenia entonces ningún conocimiento de los textos del último Marx. Por otra parte, y aunque siguiendo una dirección en mi opinión equivocada, Karl Korsch vio tal vez mejor que ningún otro teórico marxista el giro que respecto de la cuestión rusa tomó el pensamiento de Marx. a partir de sus relaciones con los populistas rusos.
10 Además de la edición francesa de los escritos de Marx y de Engels sobre el zarismo y la comuna rusa ya citada (edición que fue la base para la recuperación de tales escritos en Alemania (y en Italia en los años setenta), se puede consultar también del mismo Rubel, Marx et Engels devant la révolution russe, París, Payot, 1971, así como Marx critique du marxisme, París, 1974.
11 Hay antecedentes: H. KRAUSE, Marx und Engels und das zeitgenössische Russland, Marburger Abhandlungen zur Geschichte und Kultur Osteouropas, band 1, W. Schwitz Verlag, Griesse, 1958; H. Hirsch, Friedrich Engels in selbstzeugnissen und Dokumenten, Hamburgo, Rowohlt, 1968. Un programa de investigación sumamente interesante en P. P. POGGIO, «L’evoluzione socio-economico-politica in Russia da 1800 al 1904, en Quaderni de la Fondazione Feltrinelli, n.º 6, Milán, 1979 (dedicado a «Problemi dell’organizzazione delle fonti»). Del mismo P. P. POGGIO, Comune contadina e rivoluzione in Rusia, Milán, Jaca Book, 1976. En lo que sigue he utilizado igualmente documentación y opiniones (no siempre compartidas) de: J. CAMATTE, Comunidad y comunismo en Rusia, traducción castellana, Madrid, ZYX, 1975; RUDl DUTSCHKE, Lenin. Tentativa de poner a Lenin sobre los pies, traducción castellana, Barcelona, Icaria, 1976; H. EATON, «Marx and the Russians», Journal of the History of Ideas, enero-marzo de 1980, vol. XLI, n.• 1, pp, 89-111.
12 Un ejemplo de la persistencia del primero de los tópicos es la Introducción de Shlomo Avinari a Karl Marx on colonialism and modernization. His despatches and other writings on China, India, México, the Middle East and North Africa. Nueva York, Doubleday, 1968. La charlatanería de los llamados «nuevos filósofos» y otros neoliberales que pretenden empalmar absolutismo zarista, autoritarismo de Marx y totalitarismo estalinista queda al descubierto cuando se comprueba que durante toda su vida Marx fue un furibundo critico de la política zarista; que en los años cincuenta si hay exceso en su obra es, como se verá, precisamente el contrario del que le atribuyen los modernos antimarxistas; y que, finalmente, el Marx que aprendió ruso en su vejez era un combatiente contra la utilización dogmática y mecanicista de su propia obra. En donde se demuestra una vez más que el verdadero dogmatismo (aunque se llame «liberal») procede de la ignorancia.
13 Ejemplos de eso cada vez hay más en Europa occidental. Para citar uno sólo C0RNELIUS CARTORIADIS, Devant la guerre, París, Fayard, 1981. Es curioso constatar que cuando remite la rusofobia tradicional alemana, con todas las implicaciones políticas y culturales que eso puede tener para el futuro de Europa, el complejo de superioridad tienda a instalarse en París y lo haga en la forma de crítica del pacifismo alemán por subalternidad respecto del militarismo ruso. Resulta penoso, en cualquier caso, tener que contar también a Octavio Paz entre los que utilizan a un Marx, el de la década de los cincuenta del siglo pasado, no sólo en la consabida línea rusófoba, sino incluso para atemorizar al movimiento pacifista occidental. Cf. «Pacifismo y nihilismo», El País, 11-8-1983, donde se hace prestar a Marx su contribución póstuma a la mierda ahistórica reinante.

Creo que puede hablarse con propiedad de hipocresía en este contexto, pues si en los tiempos de Michelet apenas se tenia documentación sobre la Rusia oficial y la del subsuelo, hace ya algunas décadas que funcionan centros históricos especializados en Birmingham, en Glasgow, en Londres, en Colonia, en Münster, en Amsterdam, en París, en Harvard, en Roma y en otras ciudades como para seguir con las monsergas especulativas acerca de la siempre igual-esencia-del-alma-rusa-por-encima-de-los-tiempos. Como escribiera Edmund Wilson (otro, por cierto, que se decidió a estudiar ruso en la madurez) hace ya tiempo, el prejuicio y los clichés siguen obstaculizando el entendimiento. Cf. A window on Rusia. Farrar, Strauss and Giroux, New York, 1972
14 Es de notar el interés que muestra la historiografía soviética reciente por la relación y las influencias entre pensadores democráticos y socialistas rusos y europeo-occidentales durante el siglo pasado. Ese interés incluye una recuperación de la figura de Herzen en su esfuerzo por integrar en la concepción propia la herencia socialista europeo-occidental. Cf. I. KOVALCHENKO y G. KUCHERENKO, «El pensamiento social progresista de Rusia y Europa occidental en el siglo XIX. Problemas de influencia recíproca», en Ciencias Sociales 3 (41), 1980.
15 En la nota previa a la edición francesa del artículo de Engels sobre el paneslavismo democrático. Cf. Écrits, cit., pp. 1291-1293.
16 Herzen vivió en Francia y en Italia, donde estableció numerosas relaciones, en 1847; en Ginebra en 1849 y en Njza en 1850. Su célebre ensayo Rusia fue publicado en 1849. En él elaboraba por vez primera la idea de una transformación socialista en Rusia sobre la base de la obschina. Un par de años antes había sido publicada la obra de Haxtbausen sobre la situación interior, la vida popular y las particularidades de la organización agrícola en Rusia, libro prohibido -por la censura zarista y que Herzen utilizó en apoyo de su tesis.
17 OME, 5, pág. 171.
18 OME, 10, pp. 172-178.
19 El ensayo de Engels se publicó en dos partes en la NGR, 15. y 16 de febrero de 1849. Cf. Écrits, cit., págs. 1.293 y ss. (corresponden a MEW, 5, págs. 270-286). Este punto de vista de Engels ha motivado un excelente comentario crítico de Roman Roldosky, «F. Engels und das Problem des Geschichtslosen Vöolker», en Archiv für Sozialgeschichte, IV, 1964, págs, 87-282 (hay traducción castellana: Barcelona, Fontamara, 1982).
20 Ibid., págs. 1.295 y ss.
21 OME, 10, págs. 212-218.
22 OME, 10, págs. 72-73: «Sólo la guerra contra Rusia es una guerra de la Alemania revolucionaria, una guerra en la cual puede lavar sus pecados del pasado, en la cual puede recobrarse, en la cual puede derrotar a sus propios autócratas, en la cual -como cuadra a un pueblo que se sacude las cadenas de una prolongada e inerte esclavitud- adquiere la propaganda de la civilización al precio del sacrificio de sus hijos, y se libera internamente al liberar al exterior.»
23 Cf. David McLellan, Karl Marx: su vida y sus ideas, ed. cit., pág. 285.
24 Los círculos intelectuales rusos de los años treinta del siglo pasado en los que destacaron Stankévitch y Bielinski, y en los que se formaron Herzen y Ogarev, pasaron desapercibidos para la gran mayoría de los demócratas y socialistas europeo-occidentales. Sólo con mucha posterioridad hubo noticia de la difusión del socialismo fourierista a través del círculo Butachevich-Petrachevski, del que formó parte Dostoiewski en 1845.
25 La negativa a encontrarse con Herzen, que vivió en Londres en 1852, está en la carta de Marx a Engels del 13-2-1855. El incidente con Bakunin en 1848, en la versión de este último, ha sido recogido por H. M. ENZENSBERGER, Conversaciones con Marx y Engels, ed. cit., vol I, pág. 95.
26 También en los acontecimientos políticos españoles de esos años vio Marx la mano de Rusia ayudada por la «ingenuidad» de Palmerston. Comentando la insurrección de la isla de León, Marx alude al «inmenso interés que se toma Rusia por las conmociones en la península», y lo atribuye a su intención de «crear una división en el Oeste, provocando disensiones entre Francia e Inglaterra. Cf. al respecto: K. MARX/F. ENGELS, Revolución en España, traducción castellana, Barcelona, Ariel, 1970 (3.ª ed.), págs. 46-47. (Se trata de un artículo aparecido en New York Daily Tribune del primero de septiembre de 1854.)
27 Véase R. PAYNE en su antología de escritos de Marx publicada con el título de The unknown Karl Marx (traducción castellana: El desconocido Karl Marx, Barcelona, Bruguera, 1975).
28 También en R. PAYNE, ibid., págs. 210 y ss.: «Esta es una ocasión apropiada para hacer justicia a míster David Urquhart, el infatigable antagonista de lord Palmerston durante veinte años, un auténtico adversario al que no se podía intimidar ni silenciar, para el que no valieron sobornos ni halagos, mientras Palmerston lograba, con lisonjas y ofrecimientos, convertir a todos, sus restantes enemigos en seres ridículos.»
29 Marx a Engels (9-3-1853).
30 David McLellan, en obra cit., pág. 332, califica esta opinión de «extraña» y la pone en relación con el afán de Marx por combatir a Herzen y a Bruno Bauer.
31 Véase R. PAYNE, ed. cit., pp. 134-135.
32 “Luego de una entrevista que mantuve con él, instó al señor Tucker, de Londres, a publicar una parte de mis artículos en forma de panfleto. Este panfleto [el anti-Palmerston] fue difundido a continuación en quince o veinte mil ejemplares.» En Herr Vogt (traducción castellana: Madrid, Zero, 1972) Marx dice que «los escritos de Urquhart sobre Rusia y contra Palmerston» le interesaron vivamente, pero no le convencieron.
33 OME, 40, p. 111; OME, 41, p. 141; OME, 41, p. 394; y OME, 41, p. 395. La referencia tal vez más crítica a David Urquhart está en el capítulo dedicado a «Maquinismo y gran industria» (libro primero, volumen segundo, sección IV, capítulo XIII). El contexto es el análisis de la gran industria aplicada a la agricultura. Al referirse al lado negativo de dicha aplicación, Marx cita a Urquhart: «Dividís al pueblo en dos campos hostiles, campesinos pesados y enanos reblandecidos. ¡Santo cielo! Una nación escindida en intereses agrícolas e intereses comerciales que se llama a sí misma sana, hasta se considera ilustrada y civilizada no sólo a pesar de, sino precisamente a causa de esa separación monstruosa e innatural.» Tras lo cual Marx comenta: «Este paso muestra al mismo tiempo la fuerza y la debilidad de un tipo de crítica capaz de juzgar y condenar el presente, pero no de entenderlo.»
34 Marx a Engels (14-5-1868: «[Maurer] fue también uno de los primeros en denunciar a los rusos, antes incluso que Urquhart.» Después de la muerte de Karl Marx la opinión de Engels sobre David Urquhart se hizo mucho más distante. Así, en su ensayo acerca de «La política exterior del zarismo», escribía: «Urquhart acabó convirtiéndose en algo parecido a un profeta oriental; en vez de atenerse a los hechos históricos, enseñó una doctrina secreta, esotérica, con un lenguaje misterioso, hiperdiplomático, lleno de alusiones a datos que no eran sólo desconocidos para la generalidad, sino que incluso nunca fueron aclarados del todo […] Hombre de gran mérito, Urquhart fue además un verdadero hidalgo de la vieja escuela y, sin embargo, los diplomáticos rusos bien podrían decir que si míster David Urquhart no hubiese existido, habría que inventarlo» (MEW, 32, págs. 13-41: reproducido en Écrits, cit., págs. 1.379-1.380).
35 En Herr Vogt, Marx afirma que se dedicó a un largo análisis de los Parliamentary Debates de Hansard (resúmenes de los debates que tenían lugar en las dos cámaras inglesas) y de los Blue Books de 1807 a 1850. No deja de ser curioso, por otra parte, que el texto de la polémica con Vogt –otra de las cosas que aplazaron el trabajo científico de Marx– sea probablemente el más autobiográfico de los ensayos marxianos.
36 Véase en este sentido D. R. Riazánov, «Karl Marx y el origen de la hegemonía de Rusia en Europa», en ed. cit., págs. 9-16. Riazánov exagera al retrotraer a la época de la Nueva Gaceta Renana el convencimiento de Marx sobre la connivencia ruso-inglesa.
37 H .J. T. Palmerston había sido tory hasta 1830, año en el que se pasó al partido whig, Fue ministro de Asuntos Exteriores de 1830 a 1834, nuevamente en 1835 hasta 1841 y, una vez más, desde 1846 a 1851. Al año siguiente pasó a dirigir el ministerio del Interior, cargo que ocupó hasta 1855. Finalmente fue primer ministro de 1855 a 1858 y, otra vez, de 1859 a 1865.
38 El comienzo del reinado de Alejandro II (1855), el final de la guerra de Crimea y el tratado de paz de París (1856) neutralizando el mar Negro para todos los barcos de guerra señalan una nueva fase de la historia de Rusia, marcada por las medidas liberalizadoras cuya causa última fue el esfuerzo económico y militar que Rusia tuvo que realizar durante la guerra. Así lo reconocería también el propio Marx algunos años después. Es verdad, por tanto, que el bloqueo económico británico sobre Rusia durante la guerra de Crimea no dio los resultados esperados por el gabinete Palmerston (restauración de Polonia, devolución de Finlandia a Suecia y de Georgia y Crimea a Turquía), pero tuvo importantes consecuencias en un plazo más amplio.
39 Escritos sobre Rusia, I, cit., pág. 148.
40 Ibid.
41 En «Karl Marx y el origen de la hegemonía en Europa», ed. cit., pág. 43. Riazánov encuentra diferencias notables entre las opiniones de Marx y las de Engels sobre Rusia, e incluso ve en algún párrafo de Herr Vogt una polémica indirecta contra Engels. Cf., ed. cit., pág. 82. No he podido estudiar ese punto. Es seguro, en cambio, que a finales de la década de los setenta hubo diferencias de criterio entre Marx y Engels sobre Rusia. Sobre el comienzo de la crisis del absolutismo en Rusia véase P. ANDERSON, El estado absolutista, traducción castellana, Madrid, Siglo XXI, 1979, pp. 335-369.
42 Herzen publicó su ensayo en francés, residiendo en Niza, en 1850. Su célebre carta a Jules Michelet, «El pueblo ruso y el socialismo», fue publicada, también en francés, en 1852. Ambos textos se pueden leer ahora en castellano, Madrid, Siglo XXI, 1979 (con una excelente introducción de F. Venturi).
43 Marx a Lassalle (15-9-1860), en MEW, XXX, 547. Cf. también M. RUBEL, Crónica de Marx, traducción castellana, Barcelona, Anagrama, 1972. En esta correspondencia Marx se ve obligado a una precisión: después de manifestar a Lassalle que es evidente que en Alemania se odia a Rusia, añade que «odiar y comprender son dos cosas muy distintas» y que su opinión sobre Rusia no es mero odio sino «fruto de largos años de estudio de la diplomacia rusa».
44 Ch. Dana a Marx (8-3-1860), en MEW, XIV, 679.
45 Recogido en H. M. ENZENSBERGER, Conversaciones, cit., I, págs. 234-235.
46 Ibid., págs. 236-237.
47 NYDT, 7-4-1853, y NYDT, 19-4-1853. Cf. Marx y Engels contra Rusia, Buenos Aires, Ediciones Libera, 1965, pág;. 131 y ss.
48 «No se trata, por tanto, de si Inglaterra tenía o no derecho a conquistar la India, sino de si preferimos una India conquistada por los turcos, los persas o los rusos a una India conquistada por los británicos», en NYDT, 8-8-1853: K. Marx/F. Engels, Acerca del colonialismo, Editorial Progreso, s/f, pág. 48. Se trata del artículo titulado «Futuros resultados de la dominación británica en la India».
49 Así, por ejemplo: «El detener los planes de anexión rusos es algo de la mayor importancia. Aquí van de la mano los intereses de la democracia revolucionaría y de Inglaterra. Ninguna de las dos puede dejar al zar que convierta Constantinopla en una de las capitales de Rusia», en NYDT, 12-3-1853.
50 En «La dominación británica en la India» (NYDT, 11-7-1853) Marx consideraba los aspectos destructivos y civilizatorios de la colonización inglesa afirmando que «la miseria ocasionada por la dominación británica» había sido infinitamente más intensa que todas las calamidades experimentadas hasta entonces en aquel país». Pese a lo cual no creía que hubiera que lamentar la desaparición de las comunidades rurales allí. Su conclusión era esta: «De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la. historia para realizar dicha revolución». Cf. K. MARX/F. ENGELS, Acerca del colonialismo, cit., págs. 18-26. Cuatro años más tarde, al volver a valorar la tensión entre la misión destructiva del industrialismo inglés y sus aspectos civilizadores de culturas materiales y productores de miseria moral, Marx concluía: «Aquí no hemos dado sino un breve capítulo, muy suavizado, de la historia real de la dominación británica en la India. En presencia de tales hechos, las personas imparciales y razonables podrán, tal vez, verse inducidas a preguntar si no tiene razón un pueblo para intentar expulsar a los conquistadores extranjeros que han cometido tales abusos con sus súbditos» (NYDT, 28-8-1857), en Acerca del colonialismo, cit., pág. 76.
51 NYDT, 12-4-1853.
52 Cf. «Investigación de las torturas de la India», en Acerca del colonialismo, cit., págs. 71-76. Ya en 1853 había captado Marx el más negro de los rasgos del colonialismo: «La profunda hipocresía y la barbarie propias de la civilización burguesa se presentan desnudas ante nuestros ojos cuando, en lugar de observar esa civilización en su casa, donde adopta formas honorables, la contemplamos en las colonias, donde se nos ofrece sin ningún embozo» (NYDT, 8-8-1853). Pero entonces Marx consideraba eso sólo como el lado malo del periodo burgués de la historia que estaba llamado «a sentar las bases materiales de un nuevo mundo» (ibid.). La evolución del pensamiento de Marx a través de sus artículos en New York Daily Tribune presenta la dificultad de que muchos de ellos fueron recortados por el editor. Cf. sobre esto Études de marxologie, 4, Cahiers de l’I.S.E.A., enero de 1961. pág. 156.
53 «El rasgo peculiar de la política rusa es la identidad tradicional no sólo de sus objetivos, sino de la forma de dedicarse a ellos. No hay hecho en relación con la actual cuestión oriental que no resulte una cita de otras páginas de la historia» (NYDT, 12-8-1853), en Marx y Engels contra Rusia, ed. cit., págs. 176-178.
54 NYDT, 14-6-1853: «Lo que obtuvo Rusia durante los últimos sesenta años equivale en extensión e importancia al imperio que ya antes tenía en Europa».
55 NYDT, 9-6-1853.
56 NYDT, 11-6-1854.
57 Ibid.: «El ejército ruso, con su enorme cantidad de soldados y sus enjambres de oficiales, no puede producir jefes para reemplazar a Paskevicht y a Gortschakof cuando los dos tienen más de setenta años y Luders, el más joven, ha pasado ya de los sesenta»
58 NYDT, 12-8-1853. Cf. también NYDT, 24-9-1853, en Marx y Engels contra Rusia, cit., pp. 185-186.
59 NYDT, 5-3-1853. Una argumentación parecida hay al final del artículo publicado en NYDT el 2 de febrero de 1854.
60 NYDT, 5-8-1853; NYDT, 30-12-1853, y NYDT, 2-2-1854.
61 Cf. Escritos sobre Rusia, I, cit., pág. 270. Se trata de un artículo publicado el 20 de agosto de 1855. Un análisis estratégico del desarrollo de la guerra hay en NYDT, 1-1-1855. En esas fechas Marx era muy crítico respecto de la conducción de la guerra por parte del ejército inglés. Pensaba, en cambio, que «Austria y Prusia unidas son capaces -si consideramos solamente las posibilidades militares- de obligar a Rusia a una paz vergonzosa».
62 NYDT, 27-4-1855, en Marx y Engels contra Rusia, cit., pp. 198-199. No obstante, en el momento de hacer la anterior consideración, Marx seguía pensando, de todas formas, que la coincidencia entre los comienzos de la crisis comercial y una guerra que tenía ya dimensiones europeas -conducida, además, en su opinión, por cabezas ineptas- permitirían recuperar al proletariado la posición que perdió en 1848.
63 Notable en este sentido es el artículo de NYDT, 24-10-1854: «Este contraste entre la Rusia religiosa y Francia e Inglaterra laicas merece un examen profundo y prolijo que no podemos hacer ahora porque nuestro objeto es simplemente llamar la atención sobre unos hechos que son grandes y nuevos». Al parecer, Marx no volvió sobre el tema.
64 El alcance de tal afirmación no tiene por qué exagerarse. La falta de historia se refiere propiamente a la sociedad civil. Los mismos literatos rusos de la época ironizaban sobre ese punto. Por lo demás, véase A. HERZEN, El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia, ed. cit., pág. 60: «La historia de los eslavos es pobre. A excepción de Polonia, pertenecen más a la geografía que a la historia».
65 La queja de Herzen, en carta a Jules Michelet: «Me parece que se ocupan demasiado de la Rusia oficial, de la Rusia del zar, y muy poco de la Rusia del pueblo, de la Rusia sagrada […] Para mí hay algo trágico en esa distracción senil con que el viejo mundo confunde todas las nociones concernientes a su antagonista». Cf. «El pueblo ruso y el socialismo», en El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia, ed. cit., págs. 220-226. Marx leyó el texto de Herzen puesto que cita alguna frase textual del mismo en la mencionada carta a Engels de 1855. Sobre los sarcasmos de Dostoiewski, véase Diario de un escritor, en Obras Completas (ed. Vergara), VIII, p. 44 y ss.
66 MEW, XXX, 334. Un contrapunto sarcástico sobre el comienzo de la «historia interior rusa», en F. M. Dostoiewski, Diario de un escritor, en Obras, ed. castellana citada, vol. VIII, p. 65. Dostoiewski recuerda la celebrada broma de Lérrnontov comparando a Rusia con llià Múromets, héroe de leyenda que permaneció treinta años cruzado de brazos hasta que de pronto se puso en marcha.
67 Sobre la relación del grupo de A. Herzen -entonces establecido en Londres- y la resistencia antiabsolutista en el interior de Rusia informa FRANCO VENTURI, El populismo ruso, vol. I, trad. castellana, Alianza, Madrid, pp. 221 ss. La influencia de Herzen fue muy notable en la década de los sesenta.
68 En carta dirigida a Proudhon en 1860 Herzen escribía: «Nuestra aristocracia son tártaros ascendidos al rango de alemanes». Esa misma idea estaba ya en El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia: ,«El poder imperial del zar pertenece al pasado (…) No es ruso sino profundamente alemán; alemán bizantinizado. Dos nombres para la muerte (ed. cit:, p. 63). Una interesante discusión sobre el «tartarismo» ruso en relación con el tópico europeo-occidental hay en D. Chizhevski, Historia del espíritu ruso, trad. castellana, Alianza, Madrid, 1967, vol, 2, pp. 14 ss.
69 MEW, XXIX, 359. El paso de Marx continúa con una alusión a los «cuentos de hadas» inventados por Haxthausen sobre la comuna rural rusa. No parece, sin embargo, que en esa fecha Marx hubiera leído todavía la obra de Haxthausen. En cualquier caso, entonces pensaba que la obschina era una creación literaria de aquél, recogida luego por los eslavófilos y por Herzen. En opinión de Marx, los acontecimientos rusos estaban probando el error de tales idealizaciones. Marx revisarla este punto en la década de los setenta.
70 Cf. al respecto M. RUBEL, Crónica de Marx (Datos sobre su vida y su obra), trad. castellana: Anagrama, Barcelona, 1972, p. 70. La carta de Marx a Engels lleva la fecha 22-X-1858.
71 NYDT, 17-IX-1857 («Investigación de las torturas en la India»), y NYDT, 31-VIII-1858 («El comercio del opio»), en K. MARX y F. ENGELS, Acerca del colonialismo, ed. cit. En esos artículos se acentúa la denuncia del carácter destructivo de la llamada misión civilizadora inglesa en Oriente y se defiende la razón histórica de pueblos que «intentan expulsar a los conquistadores europeos que han cometido tales abusos con sus súbditos».
72 NYDT, 19-X-1858. Reproducido en K. MARX y F. ENGELS, Écrits sur le tsarisme et la commune ruse, ed. de M. Rubel cit., pp. 1315-1318.
73 Leon Tólstoi nos ha dejado un testimonio de primera mano sobre la orientaciones de la nobleza rusa por esas fechas; en una carta dirigida a V. P. Botkin, publicista liberal que estuvo vinculado a Herzen, escribía: «Hasta ahora [1858] una cosa ha quedado de manifiesto. La nobleza presiente que no tiene más prerrogativas que el régimen de servidumbre, razón por la cual se aferra encarnizadamente al status quo. El noventa por ciento de los nobles son enemigos de la emancipación. Pero en ese noventa por ciento hay actitudes distintas: los hay que, confusos e irritados, no saben a qué atenerse; otros odian hasta la idea misma de la emancipación; otros, los más, se muestran tercos pero sumisos». C.f. K. LOMUNOV, «Leon Tólstoi y el movimiento revolucionario ruso», en AAVV, L.T. y la contemporaneidad, Academia de Ciencias de la URSS, Moscú, 1980. La desconfianza de Tólstoi tanto en lo que se refiere al papel de la nobleza como a la orientación del gobierno está ya documentada en 1856. Véase al respecto LEON TÓLSTOI, Cartas, trad. castellana, Bruguera, Barcelona, 1984, pp. 21-22.
74 Marx insistiría en la crítica de este punto de vista ingenuo en polémica con Karl Vogt (MEW, XIV, 497-500). Detalles sobre las ilusiones suscitadas en el mundo rural por el anuncio de las medidas emancipadoras, en F. VENTURI, obra citada, vol. 1, pp. 353 ss.
75 La posición de Herzen –compartida en 1858 por muchos demócratas rusos– puede resumirse así: lo esencial era lograr la emancipación de los siervos independientemente de que esto se hiciera por arriba, por voluntad del zar, o por ahajo; de ahí que concluyera en Kolokol que «sobre los medios no tenemos nada que objetar». El punto de vista de Chernichevski apareció en el segundo número de Sovremennik. Suele considerarse, sin embargo, que poco después se produce un giro en el pensamiento de Chemichevski que le aleja de Herzen y, más en general, de la euforia liberal sobre las medidas emancipadoras. Cf. sobre esto l. PATlN, El pensamiento socialista en Rusia, Progreso, Moscú, 1979, pp. 62 ss.
76 En F. VENTURI, obra citada, vol. I, p. 316. Venturi valora el viaje de Chernichevski a Londres en 1859 como una manifestación clara de las diferencias con Herzen. Al parecer, dicho viaje estuvo motivado por la impresión negativa que al grupo de Sovremennik le causó la postura liberal de Kolokol por esas fechas. A su regreso a Rusia, Chernichevski habría comentado a Dobroliúbol que «Herzen era un Kavelin al cuadrado», expresión inequívoca si se tiene en cuenta que Kavelin era entonces el principal exponente de la corriente liberal de Petersburgo. Aunque no está probada la atribución directa a Chernichevski de la carta citada en el texto, parece clara la influencia de éste en su redacción. Ecos de la discrepancia entre Herzen y Chernichevski pueden encontrarse en el movimiento populista ruso de la década siguiente.
77 Hay otro aspecto que ya entonces diferenciaba a Chernichevski tanto de los liberales como de los eslavófilos y que sin duda habría de atraer la simpatía de Marx, a saber: la crítica de las exageraciones patrióticas sobre el destino de Rusia y, como consecuencia, su percepción desapasionada y en absoluto particularista de la relación entre Rusia y Europa occidental. Chernichevski no creía que la misión de la vieja Rusia fuera precisamente vivificar «la moribunda Europa». Es más, ridiculizó con acritud tales pretensiones y llegó a escribir polémicamente que «Europa no tiene nada que aprender de nosotros».
78 NYDT, 17-1-1859. Cf. Écrits, cit. p. 1.321.
79 Ibid. La comparación entre el zar Alejandro II y el papa Pío IX está también en Herr Vogt (MEW, XIV, p. 498): «El “benevolente” zar ha descubierto que una verdadera emancipación de los siervos es incompatible con la autocracia al igual que el benevolente papa Pío IX descubrió que la liberación de Italia era incompatible con las condiciones de existencia del Papado».
80 NYDT, 31-VIII-1858. Cf. K. MARX y F. ENGELS, Acerca del colonialismo, ed. cit., p. 105. La exclamación final parece apuntar a una anterior referencia a Goethe y supone una reconsideración del olimpismo teñido de etnocentrismo. Expresiones así, junto con la descripción de las atrocidades de la acumulación primitiva y 1a crítica al carácter formal de la democracia política burguesa, contribuyeron al acercamiento de los primeros populistas a Marx. Este punto ha sido suficientemente argumentado por A. Walicki, The controversy over capitalism. Studies in the social philosophy of the russian populist, University Press, Oxford, 1969.
81 Sobre este punto véase PIERRE LEON, Historia económica y social del mundo, vol. 4 (La dominación del capitalismo, 1840-1914), trad. castellana: Encuentro, Madrid, 1978.
82 En 1860 Marx no tenía aún datos sobre los comienzos de la industrialización en Rusia. Este tema se ha discutido luego prolijamente. W. L. BLACKWELL, The beginnings of Russian industrialisation (1800-1860), Princeton, 1968, considera las décadas inmediatamente anteriores a 1860 como período preparatorio de la industrialización. M. E. FALKUS, The industrialisation of Russia (1700-1914), Londres, 1972, afirma que las fábricas privadas que empleaban mano de obra asalariada en 1860 se habían convertido en elemento significativo de la estructura industrial rusa. Existe acuerdo en reconocer que el número de obreros asalariados aumentó de forma considerable entre 1830 y 1860, alcanzando la cifra de 565.000 en esta última fecha. Se trata, en cualquier caso, de un proletariado industrial de creación reciente muy vinculado aún a las tradiciones campesinas. Para hacerse una idea de lo que esta cifra podía representar en los años inmediatamente anteriores a la reforma hay que recordar que el censo ruso de 1857–-conocido por Marx– revelaba la existencia de casi 24 millones de siervos sin contar los directamente dependientes de la Corona.
83 M. SACRISTÁN Luzón, «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», mientras tanto, 16-17, Barcelona (agosto-noviembre de 1983), p. 29.
84 NYDT, 17-1-1859: «¿Qué dirán los campesinos sobre un período de prueba de doce años en el que tendrán que hacer frente a duras prestaciones y al final del cual habrán de pasar a una situación que el actual gobierno no se atreve a describir en detalle?».
85 Ibid. En ese contexto Marx recuerda que las sublevaciones de los siervos contra los amos eran una constante en Rusia al menos desde 1812 y que las rebeliones se habían multiplicado desde la guerra de Crimea. Todo lo cual le hace suponer que el descontento iría en aumento después de la Reforma.
86 NYDT, 17-1-1859. Cf. K. MARX y F. ENGELS, Écrits (ed. M. Rubel, cit.), pp. 1.327-1.328.
87 Véase, por ejemplo, la carta escrita a Lassalle el 15 de septiembre de 1860: «Es evidente que en Alemania se odia a Rusia […] Pero odiar y comprender son dos cosas muy distintas». Marx añade allí que su posición sobre Rusia no es mera continuación del odio de la época de Nueva Gaceta Renana, sino «fruto de largos años de estudio de la diplomacia rusa».
88 MEW, XIV, 497.
89 Cf. F. VENTURI, El populismo ruso, vol. 1, ed. cit., pp. 282 ss., 407 ss. y 434 ss. Sobre la extensión de la represión en los medios intelectuales es interesante el testimonio de L. Tólstoi en cartas a A. T. Tolstaia y al zar Alejandro II. Véaselas en L. TÓLSTOI, Cartas, ed. citada, pp. 73-74 y 77-78.
90 K. Marx a F. Engels (13-II-1863). En esa fecha Marx intentaba redactar un manifiesto sobre Polonia, pero aquejado por la enfermedad no llegó a darle forma.
91 Cartas a F. Engels (7-VI-1864) y a L. Philips (25-VI-1864). De esos meses es también el Memorial dirigido a Lincoln en nombre del Consejo General de la AIT para felicitarle por su elección como presidente de los Estados Unidos. Marx escribió en él: «Desde el comienzo de aquella lucha gigantesca de América, los trabajadores de Europa han comprendido instintivamente que la bandera estrellada llevaba los destinos de su clase».
92 El discurso de K. Marx está publicado –con una nota introductoria de M. Rubel– en Cahiers d’ISEA, n.º. 109 (enero de 1961), pp. 79 ss. Rubel –discutiendo con otras interpretaciones– fecha el discurso en enero de 1867. Una traducción francesa del original inglés del mismo hay en K. MARX y F. ENGELS, Écrits sur le tsarisme et la commune russe, cit., pp. 1.329 ss.
93 La misma argumentación aparece en las cartas que Engels envió al director de la revista británica Commonwealth y que fueron publicadas entre marzo y abril de 1866. Cf. al respecto Marx y Engels contra Rusia, Libera, Buenos Aires, 1965, pp. 106-115: «¿Qué tienen que ver con Polonia las clases trabajadoras?». Engels adelanta ahí una afirmación que ayuda a comprender mejor el cambio de talante de Marx en los años siguientes: «Cuando las clases trabajadoras de Rusia (si en ese país existe una cosa así, en el sentido en que lo entendemos en Europa occidental) establezcan un programa político y en ese programa esté la liberación de Polonia, entonces, y sólo entonces, Rusia como nación quedará también para su escena y sólo el gobierno del zar será acusado».
94 Reproducido en Écrits, ed. cit., pp. 1422-1423. El punto de vista de Marx lleva implícito no sólo la desconfianza respecto de los gobiernos francés, inglés y prusiano de la época en lo tocante a la cuestión polaca, sino también el desprecio por lo que él consideraba como rusofilia de los proudhonianos. La misma idea en Engels, «¿Qué tienen que ver con Polonia las clases trabajadoras?», en Marx y Engels contra Rusia, ed. cit., pp. 106-107.
95 Cf. D. McLellan, Karl Marx: su vida y sus ideas, trad. castellana citada, p. 417.
96 K. Marx a F. Engels (23-X-1867).
97 Los miembros de la primera Zemlia i volia eran conscientes de la inmadurez del movimiento revolucionario en Rusia; por eso en sus relaciones con los rebeldes polacos tendían a considerar que si los polacos se adelantaban, ellos no podrían hacer otra cosa que orientar a la opinión pública rusa en favor de Polonia. Franco Venturi, en obra citada, vol. 1. pp. 466-467, reproduce algunas de las cláusulas del acuerdo al que los revolucionarios polacos y rusos llegaron inmediatamente antes de 1863. El punto principal del mismo –formalismos aparte– era fomentar la participación de los militares rusos residentes en Varsovia en el caso de que estallara la insurrección antizarista. Cuando ésta estalló los grupos revolucionarios rusos hicieron lo posible por apoyarla, aunque no sin reticencias, Las detenciones y deportaciones fueron muy numerosas en esos años.
98 K. Marx a F. Engels (2-XI-1867).
99 N. I. Sazonov a K. Marx (10-V-1860): «Su éxito es inmenso entre la gente que piensa aquí. Si le interesa saber la repercusión que sus doctrinas encuentran en Rusia le diré que a principios de este año el profesor I. K. Babst ha dado en Moscú un curso público de economía política cuya primera lección no ha sido otra cosa que la paráfrasis de su reciente publicación». Cf. M. Rubel, Crónica de Marx, ed. cit. Por otra parte, y todavía antes de la publicación de El Capital en ruso. P.N. Tkachev (con el que luego polemizaría Engels) hizo una utilización de Zur Kritik desde una perspectiva revolucionaria que oscilaba del economicismo más crudo al voluntarismo. Cf. al respecto A. WALICKI, Populismo y marxismo en Rusia, trad. castellana: Estela, Barcelona, 1971, pp. 104-105.
100 K. Marx a L. Kugelmann (12-X-1868).
101 K. Marx a F. Engels (14-III-1868 y 25-III-1868). Cf. también L. KRADER, «Evolución, revolución y Estado: Marx y el pensamiento etnológico», en Historia del marxismo, vol 2, Bruguera, Barcelona, 1980, p. 130.
102 K. Marx a F. Engels (2-VII-1868). Pavel Fedorovich Lilienfeld, terrateniente de origen alemán, había sido gobernador de San Petersburgo.
103 K. Marx a L. Kugelmann (29-Xl-1869): «Además tengo que trabajar el ruso. Me han enviado desde San Petersburgo un libro sobre la situación de la clase obrera en Rusia, etc.». Cf también la carta que Marx dirigió a S. Meyer el 21-1-1871, en la que comunica su intención de leer a Chernichevski.
104 K. Marx a S. Meyer (21-I-1871).
105 K. Marx a Engels (10-II-1870).
106 Ibid. En una nueva carta dirigida a Engels dos días después, Marx insistía: «Este valiente ruso enseña a sus compatriotas la forma de cambiar en su contrario el odio reciproco que alimentan todas esas razas». Luego de lo cual añade otro de los motivos de su interés: «Su libro muestra irrefutablemente que la situación actual en Rusia se ha hecho inmantenible, que la emancipación de los siervos ha acelerado el proceso de disolución y que es inminente una espantosa revolución. En todo esto se reconoce la base real del nihilismo infantil actualmente en boga entre los estudiantes rusos».
107 K. Marx a F. Engels (14-IV-1870). Por algún tiempo Marx pensó que las pruebas de la traducción rusa de El Capital habían sido destruidas por orden del censor. Se trata seguramente de un malentendido debido a la confusión con otra publicación en la que se citaban extensos pasos de su libro. Véase al respecto la carta de S. Meyer citada más arriba.
108 Sobre la figura de V. V. Bervi (Flerovskj), véase l. PATIN, El pensamiento socialista en Rusia, cit., pp. 172-186. Muy ilustrativas son las páginas que le· dedica Franco Venturi en El populismo ruso, cit, vol. 2, pp. 756– 760 y 768-769.
109 Otechestvennie Zapiski y Nedelia formularon serios reparos al cuadro pintado por Flerovski. Cf. I. PATIN, obra citada, p. 174 y 186. El editor de La situación de la clase obrera en. Rusia fue N. P. Poliakov, el mismo que publicada poco después la traducción rusa de El Capital.
110 MEW, XVI, 407. Cf. Écrits, cit., p. 1427.
111 N. I. Utin a K. Marx (12-III-1870). Sobre la relación de Marx con los rusos de Ginebra informa D. Mc LELLAN, «Marxist or populist? The Russian section of the First International», en Études de Marxologie, 8 (1964). Años antes, N. l. Utin había estado vinculado al grupo de Kolokol. Cf. también H. EATON, «Marx and the Russians», Journal of the History of Ideas, vol. XLI, n.º 1 (enero-marzo de 1980), p. 95.
112 A. Serno-Solovievich había polemizado agriamente con el grupo de Kolokol en marzo de 1867 en un artículo titulado «Asuntos de nuestra casa» en el que contraponía las figuras de Herzen y Chernichevski. En 1868 chocó con la tendencia bakuninista, lo cual le impulsó a escribir a Marx desde Ginebra. Probablemente ésa fue la primera noticia que Marx tuvo de la discrepancia de los revolucionarios rusos de la nueva generación respecto de las orientaciones de Herzen y Ogarëv. En cualquier caso, unos años después, en 1872, Marx recordaría «Los asuntos de nuestra casa» de Serna para criticar al «socialista aficionado» Herzen. Cf. K. MARX y F. ENGELS, Scritti italiani, ed. de G. Bossio, Milán-Roma, 1956. Detalles sobre la interesante evolución de A. Serno-Solovievích hay en F. VENTURI, obra citada, vol. I, pp. 472 ss.
113 MEW, XVI, 407 ss. Se trata de la respuesta del Consejo General de la AIT a los miembros del Comité de la sección rusa de Ginebra. La respuesta ha sido reproducida por M. Rubel en su edición de los Écrits, cit., pp. 1426-1427.
114 En el primer manifiesto sobre la guerra franco-prusiana K. Marx escribía: «Al fondo de esta lucha suicida se alza la siniestra figura de Rusia. Es un mal presagio que la señal para el desencadenamiento de esta guerra se haya dado cuando el gobierno ruso acababa de terminar sus líneas estratégicas de ferrocarril y estaba ya concentrando tropas en dirección al Prut. Por muchas que sean las simpatías que los alemanes puedan despertar justamente en una guerra defensiva contra la agresión bonapartista, las perderán de golpe si permiten que el gobierno prusiano pida o acepte la ayuda de los cosacos». Cf. K. MARX, La guerra civil en Francia, trad. castellana, ECP, Barcelona, 1968, p. 40.
115 Ibid., p. 51. En el mismo contexto, la denuncia del «león rugiente del patriotismo alemán» como actitud subalterna respecto de la Rusia zarista: «Estos patriotas alemanes que fingen indignarse a la vista de las fortificaciones francesas de Metz y Estrasburgo no ven ningún mal en la vasta red de fortificaciones moscovitas de Varsovia, Modlin e Ivangorod. Se les extravían los ojos ante los horrores de una invasión bonapartista, pero los cierran ante la ignominia de una tutela de la autocracia zarista».
116 Se ha discutido mucho acerca del sentido omniabarcador con que a veces se emplea el término «populismo» para designar al conjunto del movimiento revolucionario ruso del último tercio del siglo XIX. En tal sentido siguen siendo pertinentes las precisiones de A. WALICKI en el capítulo primero de The controversy over Capitalism (Studies in the social philosophy of the Russian populists), Oxford University Press, 1969. Interesantes también las consideraciones de M. I. Gefter en su prólogo a V. E. TVARDOVSKAIA, El populismo ruso, trad. castellana: Siglo XXI, México, 1978; y la Introducción de F. Venturi a la segunda edición de su libro sobre el populismo varias veces citado.
117 Detalles sobre las personalidades rusas que se relacionaron con Marx en H. Eaton, «Marx and tbe Russian», cit., pp. 89-111. Sobre la distinción marxiana entre «amigos políticos» y «amigos científicos» hay que ver el testimonio de Kovalevski en H. M. ENZENSBERGER, ed., Conversaciones con Marx y Engels, vol. 2, Anagrama, Barcelona, 1974. Sobre las sospechas de Marx aporta noticias V. N. Smirnov, ibid., p. 427.
118 El recuerdo de Hyndmann ha sido recogido también por H. M. Enzensberger en obra citada, vol. 2, p. 454. Se sabe que en 1877 Marx entabló amistad en Karlsbad con el historiador del judaísmo H. Graetz. Cf. M. Rubel, Crónica de Marx, ed. cit., p. 147. Detalles sobre el antisemitismo al final de la época de Alejandro II en C. S. INGERFLOM, «Idéologie révolutionaire et mentalité antisémite: les socialistas russes face aux progroms de 1881-1883″, Annales, 9.37, n.º. 3 (mayo-junio de 1982).
119 Lopatin informó a Marx sobre Chernichevski en junio de 1870. De Lopatin dice Venturi que «en su antiliteraria sequedad» fue una de las figuras más interesantes de todo el populismo ruso. Éste es, con todo, uno de los casos en que el término «populismo» resulta demasiado abarcador. Sobre la opinión que Marx tenía de Lopatin véase la carta de aquél a Lavrov (11-2-1875); en el mismo sentido el testimonio de J. P. Richter, en H. M. ENZENSBERGER, ed., obra citada, vol. 2, p. 414.
120 N. G. CHERNICHEVSKI, Selected Philosophical Essays, Ediciones en lenguas extranjeras, Moscú, 1953. Para los rasgos del pensamiento de Chernichevski aquí aducidos: A. WALICKI, Populismo y marxismo en Rusia, ed. citada, p. 16 ss.; íd., «Hegel Feuerbach and the Russian “philosophical left”», en Annali Feltrinelli, Milán, año VI (1963); I. PANTIN, «Chernichevski fundador del socialismo en Rusia», en El pensamiento socialista en Rusia, cit., pp. 29-82 también el capítulo que le dedica F. Venturi en El populismo ruso, vol. 1, ed. citada.
121 Por lo que hace a Chernichevski la quiebra del «optimismo» de los años cincuenta, basada en una idealización de la comuna rural rusa, parece haber sido muy radical. Walicki cita una carta, escrita ya desde el exilio siberiano, en la que Chernichevski escribía: “Estoy harto de todo esto […] Me producen náuseas los campesinos y la propiedad campesina de la tierra»·. Pero lo que Marx conoció de Chernichevski es anterior a 1862.
122 OME-40, 14. El Esbozo de la economía política según Mill parece haber sido la primera obra de Chernichevski conocida por Marx.
123 K. Marx a N. F. Danielson (12-XII-1872): «Deseo publicar algo sobre la vida de Chern., sobre su personalidad, para despertar la simpatía hacia él en Occidente». K. Marx a N. F. Danielson (1813-1873): «Depende por completo de usted el que yo pueda abordar el aspecto científico de su [de Chemichevski] actividad o también el otro aspecto. En el segundo volumen de mi obra naturalmente sólo figurará como economista».
124 Sobre esto véase M. RUBEL, «Karl Marx et la Première Internationale. Una chronologie», en Cahiers de I.S.E.A., n.º 8 (agosto de 1964), pp. 6-82. El mismo Rubel proporciona datos de interés en «La charte de la Première Internationale. Essai sur le “marxisme” dans l’Association Intemationale des Travailleurs», en Marx critique du marxisme, ed. cit., pp. 25-41.
125 La correspondencia con Danielson muestra que Marx se interesó mucho por la vinculación de Nachaev a Bakunin en 1871 con motivo del juicio del primero, acusado del asesinato del estudiante Ivanov. En varias ocasiones desde esa fecha hasta 1877 Marx criticó tanto los métodos como la ignorancia de algunos de los estudiantes rusos. Cf. K. Marx a F. Engels (l8-VII-1877). Polemizando también con lo que creía bakuninismo ruso el tono de Engels era aún más duro en 1870. Cf. F. Engels a K. Marx (29-IV-1870): «Sl algo puede arruinar el movimiento europeo-occidental, ese algo es la importación de estos 40.000 “nihilistas” rusos cultivados, ambiciosos y hambrientos, todos ellos aspirantes a oficiales sin ejército». Sobre la personalidad de Nechaev y su relación con el movimiento estudiantil en Rusia, así como sobre el sentido del nihilismo ruso de la época informa F. VENTURI, El populismo ruso, vol. 2, ed. cit., pp. 583-628. Sugerentes a este respecto son también las consideraciones de F. M. Dostoievski, en su Diario de un escritor, al comentar el material preparatorio para su novela inspirada en el asunto Nechaev, Demonios. La tesis de Dostoievski se resume así: el nihilismo es la herencia del liberalismo desencantado.
126 Trataremos este punto con detalle en la tercera parte del presente ensayo [NE: que no llegó a publicarse]
127 Entre otros se han tenido en cuenta los siguientes pasos: K. Marx al comité del partido socialdemócrata alemán (5-IX-1870), carta recogida por M. Rubel en Crónica de Marx, ed. cit., pp. 124-125; K. Marx a F. Fleckles (21-1-1877), en MEW, XXXIV, 243; K. Marx a F. A. Sorge (27-IX-1877), reproducida en Écrits sur le tsarisme, cit., p. 1368; K. Marx a W. A. Freund (primavera de 1878), en MEW, XXXIV, 245; K. Marx a W. Liebknecht (4-11-1878), en MEW, XXXIV, 317-318; borradores de la carta de K. Marx a V. Zasulich (8-III-1881), en Escritos sobre Rusia, 2: El porvenir de la comuna rural rusa, Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1980; K. Marx a J. Longuet (ll-IV-1881), en MEW, XXXV, 178 y en Écrits sur le tsarisme, cit., 1430; prólogo a la segunda edición rusa del Manifiesto, en OME 9, 337.
128 «La guerra entre Alemania y Rusia emancipará a Europa de la dictadura· moscovita, hará que Rusia sea absorbida por Alemania, permitirá al continente occidental desarrollarse pacíficamente y desencadenará la revolución rusa.»
129 K. Marx a F. A. Sorge (27-IX-1877): «Esta crisis es un nuevo giro en la historia europea. Rusia […] está desde hace tiempo a las puertas de una conmoción; todas las condiciones están dadas para ello. Los valientes turcos han acelerado en varios años la explosión [ … ] Todas las capas de la sociedad rusa se hallan en plena descomposición económica, moral e intelectualmente».
130 M. RUBEL, Crónica de Marx, ed. cit., p. 146.
131 MEW, XVIII, 633. El paso es de 1873. La misma argumentación aparece en la respuesta que en 1875 dio Engels a P. N. Tkatchov. Algunos autores tienden a contraponer ciertos pasos de este escrito de Engels al punto de vista del viejo Marx sobre Rusia, señaladamente en lo relativo a la estimación de la vitalidad de la comuna rural rusa y, por implicación, al contenido de la revolución rusa. Creo que esa opinión es exagerada. Pero el asunto exige un estudio comparativo que tenga sobre todo en cuenta las fechas de cada una de las declaraciones de Marx y de Engels. Mientras tanto se puede añadir que este escrito de Engels (a quien Marx recomendó para la ocasión «mano izquierda») mejora las anteriores exposiciones de Marx en algunos puntos. Por ejemplo, no se deja coger en la discusión meramente verbal sobre la «revolución social» rusa («La única cuestión que aquí se plantea es ésta: cuál será el resultado de esta revolución. Tkatchov dice que será una revolución social. Lo cual es pura tautología, pues toda revolución es una revolución social desde el momento en que conduce a una nueva clase al poder y permite a esta clase transformar la sociedad a su imagen. Lo que Tkatchov quiere decir es que esta revolución será socialista»); es más sistemático que anteriores declaraciones de Marx sobre las condiciones de la revolución rusa; y más prudente al abordar el tema de la relación entre guerra y revolución rusa, pues, por una parte, no considera estrictamente necesaria la guerra de Alemania contra Rusia para hacer caer el Imperio de los zares («hay en su interior elementos que trabajan con fuerza en la ruina del mismo») y, por otra, no descarta la hipótesis de que una guerra ganada por el zarismo (contra Turquía o contra Austria) tuviera el efecto contrario, esto es, retrasar el comienzo de la revolución en Rusia. Cf. Écrits sur le tsarisme, cit., pp. 1335- 1342. Volveremos sobre el texto de Engels al ocuparnos del estudio marxiano de la comuna rural rusa.
132 Todavía en vida de Marx, Engels hubo de desplegar todas sus dotes de polemista para aclarar las dudas de Bernstein y de Kautsky, entre otros. Véase, por ejemplo, F. Engels a E. Bernstein (22-II-1882) y F. Engels a K. Kautsky (7-II-1882), en AAVV, Les marxistes et la question nationale, Maspero París, 1974, pp. 101-109. En sus últimos años el propio Marx abandonó la idea de la conexión necesaria entre guerra europea y revolución rusa. Eso al menos es lo que parece seguirse de una carta escrita a Danielson el 19 de septiembre de 1880: «Espero que no habrá una guerra general en Europa. Pues aunque esta guerra no pudiera detener el desarrollo social o, por mejor decir, económico, en sus efectos últimos -al contrario: podría intensificado-, llevarla consigo, durante un periodo más o menos largo y con toda seguridad, un inútil agotamiento de las fuerzas». Este cambio de opinión explicaría el hecho de que ni en los borradores de la carta a Vera Zasulich (1881) ni en el prólogo a la edición rusa del Manifiesto (1882) se haga referencia a la guerra en relación con el futuro de la revolución rusa. ·
133 Terminada la guerra ruso-turca, Engels -que, como se ha dicho, era ya bastante cauto en el tema de la conexión necesaria entre la guerra de Alemania contra Rusia y la revolución rusa- escribió: «Sería buena cosa que los acontecimientos de Rusia llegaran rápidamente a la crisis y se eliminara, con una revolución interna allí, la perspectiva de guerra. Pues la situación se está haciendo muy favorable a Bismarck. Una guerra simultánea contra Rusia y Francia se convertiría en una lucha por la existencia nacional que inflamaría las pasiones nacionalistas, con lo que nuestro movimiento se arruinaría durante años» (F. Engels a K. Marx, 9-IX-1879).

Un comentario en «Evolución de las opiniones de Karl Marx sobre Rusia»

  • el 11 julio, 2023 a las 2:38 pm
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    Este es un texto largo. Siempre es interesante la revisión histórica de la conducta del ser humano, en este caso la relación de Marx con Rusia. La cuestión es que la revolución se ha convertido en algo literaria o documentalmente inmenso, que amenaza con ser inmanejable. La revolución tiene que ser intelectualmente simple para que podamos participar todos. La revolución tiene que ver con la “consciencia de si mismo” o Individualismo y las consecuencias de la aplicación de ese mecanismo en el vivir: un colosal desorden planetario.

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