Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La «bancarrota de la ciencia». El joven Gramsci y la crisis del positivismo

Antonio Di Meo

1.- Un ambiente cultural tormentoso

Como es bien sabido, el pensamiento de Antonio Gramsci estuvo fuertemente vinculado desde sus inicios a las corrientes culturales de su época[1]. Diría que creativamente vinculado, hasta el punto de que muchos de los conceptos que más tarde se convertirían en típicamente «gramscianos», incluso en el Gramsci marxista, no derivaban directamente de las diferentes versiones del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional, y en el caso de los que derivaban de este, a menudo sufrían verdaderas traducciones –es decir, eran integrados en su propio sistema teórico con un cambio parcial de los significados originales–, enriqueciendo así sus distintos usos[2]. Además, a Gramsci tuvo que pensar y actuar en un tiempo marcado por intensas tensiones históricas e intelectuales –que fue definido por muchos como una «crisis» radical e incluso como un «ocaso» o «decadencia» del pensamiento racional y/o historicista e incluso de la civilización europea en su conjunto–, en el que pudo comprender y comprobar los límites del marxismo de su tiempo. Pretendo esbozar algunos pasos de las intervenciones de Gramsci en este campo a partir de un problema de gran actualidad.

Entre las formas de conocimiento consideradas en crisis estaba sin duda –y, en primer lugar– la ciencia y la filosofía que en gran medida la había acompañado a lo largo del siglo XIX, el positivismo. Este hecho tuvo sus repercusiones en el seno de un socialismo (el de Karl Marx y Friedrich Engels) que hallaba su propio carácter distintivo respecto a los demás precisamente por ser «científico» y porque además había tenido múltiples conexiones con el positivismo.

A este respecto, en 1895 se iniciaría un importante debate a partir de la publicación del artículo Après une visite au Vatican en la revista Revue des deux mondes[3], en el que su director Ferdinand Brunetière, por entonces recién convertido al catolicismo, escribía sobre la bancarrota de la ciencia (banqueroute de la science), casi como un desenlace negativo de la edad de oro de esta forma de conocimiento, que había dominado la cultura europea, como en el caso de la Tercera República francesa, en la que la ciencia, la libertad y la justicia estaban estrechamente vinculadas al ideal republicano de una educación laica universal[4]. En la vasta y agria polémica que siguió a la publicación del artículo, muchos vieron en este la sombra amenazadora y oscurantista de una Iglesia católica, que mostraba un nuevo dinamismo, tanto en el terreno social con la encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII, como en el intelectual con el ascenso del neotomismo como filosofía oficial, con vistas a recuperar la hegemonía cultural, sobre todo en el terreno intelectual y científico[5]. Este programa neotomista se utilizaría también en el interior de la propia Iglesia católica como respuesta, en particular, contra el llamado modernismo, movimiento eclesiástico y laico que pretendía reconciliar el catolicismo con el mundo moderno, reformándolo cultural y teológicamente. El modernismo indicaba, entre otras cosas, su intención de superar los esquemas del aristotelismo escolástico y del neotomismo con la llamada a la experiencia religiosa como testimonio interior de la verdad de la fe, en fuerte polémica tanto con el intelectualismo teológico, como con el sobrenaturalismo popular. En esencia, el modernismo católico quería elaborar una nueva apologética que tuviera en cuenta una aspiración a lo sobrenatural intrínsecamente presente en el ser humano, y analizar los dogmas con un espíritu histórico-crítico. Este intento de reforma fue reiteradamente condenado, sobre todo por el Papa Pío X (encíclica Pascendi dominici gregis, 1907). En Italia sería duramente reprimido llegándose a la excomunión y la abjuración exigida a sus protagonistas, adeptos y simpatizantes, entre ellos el historiador del cristianismo y sacerdote Ernesto Bonaiuti. El modernismo había desarrollado una sensata una relación con la ciencia, como en el caso del matemático bergsoniano Edouard Le Roy[6], diferente de la que tradicionalmente había mantenido. Recientemente, algunos han considerado este aspecto crítico del programa modernista análogo al de Galileo Galilei y al de otros pensadores italianos. Sin embargo, esta comparación viene de más atrás. De hecho –a diferencia de los idealistas Croce y Gentile, pero también de Gramsci– había sido subrayada y enfatizada por Giovanni Papini en el artículo «L’Italia risponde» del primer número de su nueva revista La Voce, dentro de una especie de reivindicación de ciertas primacías culturales nacionales que consideraba desatendidas o incomprendidas[7]. Unos años más tarde Gramsci percibiría la relación entre el nacimiento de esta corriente de pensamiento y la existencia del movimiento obrero socialista, tanto la condena teológica por parte de la Iglesia, como el desarrollo del popularismo católico favorecido por esta. De ahí, se derivaría también el interés y la atención que Gramsci mostrará en relación a los aspectos políticos y sociales del modernismo: «el «modernismo» no creó «órdenes religiosas» sino «órdenes políticas», (la democracia cristiana)» (Q8 §220, p.1081).

2.- Ciencia versus religión. La reproposición finisecular de Ernest Renan

A pesar de todo, Brunetière distinguía entre los resultados positivos de la ciencia y el cientificismo, sobre todo en la forma que había adoptado dentro del vasto y desigual paradigma cultural decimonónico, aunque declinara criticar esta metafísica en favor de la religión y especialmente del catolicismo. Y dentro de ese paradigma, se generalizaría la combinación de ciencia y cientificismo positivista, aunque con notables excepciones. En 1890, Ernest Renan (autor bien conocido por Gramsci) volvía a proponer el cientificismo con la reedición de su Avenir de la science de 1848, en el que, una vez más, proponía «organizar científicamente a la humanidad»[8], y en una carta de 1878 a su amigo Marcellin Berthelot, químico y grand commis de la Tercera República de la que había sido varias veces Ministro de Educación, escribiría con tono sapiencial, «todo es vanidad, excepto la ciencia»[9].

Sin embargo, en esta época se producía también un nuevo renacimiento del pensamiento positivista, sobre todo por parte de los científicos, especialmente en el campo de la medicina y de la psicología experimental. El problema planteado por Brunetière se refería a una constatación recurrente en la cultura moderna: la imposibilidad de que los hechos y las leyes particulares derivados de las ciencias proporcionasen un sentido último a la vida y al destino humanos, entendiendo por sentido la sensibilidad, el significado, la orientación[10], o proporcionasen un conocimiento total, absoluto e inmutable. Es decir, el hombre moderno no podía resistir el desencanto weberiano del mundo, o, incluso (y más bien), la conciencia de la radical inmanencia de su vida, de su destino y, por tanto, de su obrar, del que Nicolás Maquiavelo se había hecho abanderado en la política de la Edad Moderna. De ahí el continuo resurgir de temas existencialistas, antiintelectualistas y espiritualistas. Como ha escrito Stefano Poggi a este respecto

La proclamada «bancarrota de la ciencia» es en realidad la «bancarrota» de una ciencia ilusoriamente erigida […] para desempeñar las funciones de garantía o fundamento absoluto del conocimiento, de una ciencia concebida nada más que como una metafísica […] las acusaciones [de «bancarrota»] son precisamente las acusaciones de quienes buscan un «absoluto» y, decepcionados por no encontrarlo en las ciencias, precisamente porque éstas reconocen sus «límites», quieren afirmar desde una visión filosófica sin fronteras de ningún tipo[11].

Sin embargo, en aquella época se hablaba mucho de una «crisis de la ciencia» o de una «crisis de los fundamentos» (en este último caso de las matemáticas) –que a menudo se confundían con la mencionada bancarrota–, aunque tenían dos aspectos distintos: uno se refería a un supuesto conflicto entre la ciencia y las formas de vida por el que habían abogado algunos autores desde distintos puntos de vista (Friedrich Nietzsche, Edmund Husserl, Henri Bergson, Oswald Spengler, etc.); otro, sin embargo, se refería a la necesidad de reformular las ideas filosóficas y la cultura en general, de modo que estuvieran a la altura de las impresionantes innovaciones teóricas provocadas por la crisis de la ciencia clásica del siglo XIX y la aparición en los campos matemático, físico, químico y biológico de evidentes novedades: teoría de la relatividad, mecánica cuántica y ondulatoria, geometría no euclidiana, mecánica estadística, teorías atómicas y moleculares, termodinámica, neodarwinismo, así como la fisiología y la psicología experimentales, etc.[12].

Entre finales del siglo XIX y principios del XX tuvieron lugar en Europa y también en los Estados Unidos de América importantes debates entre filósofos, científicos, historiadores y sociólogos, pero también entre científicos-filósofos y científicos-historiadores que marcarían la cultura del pasado siglo sobre los fundamentos del conocimiento, el papel del sujeto, las formas de axiomatización de las diversas formas de conocimiento y la manera de conectarlas entre sí. Incluso estas rotundas innovaciones plantearon cuestiones filosóficas de primer orden.

En realidad, por lo que respecta a las ciencias (pero también a la filosofía y a la historiografía) el concepto de «crisis» debía entenderse en su acepción más propia, derivada de la medicina antigua, de una condición de inestabilidad que podía preludiar un cambio positivo más o menos radical (aunque también negativo), y desde este punto de vista en esta época se hizo evidente que el conocimiento científico y los relacionados con este debían considerarse perpetuamente en «crisis», que el cambio –incluso el cambio repentino y profundo de disciplinas– era un aspecto fisiológico y no patológico de su desarrollo. De ahí, también, el cuestionamiento de una idea de la filosofía basada en la absolutez y universalidad del conocimiento que haría que Edmund Husserl –más tarde– argumentara sobre una «»bancarrota» de la filosofía y de la ciencia», con obvias referencias al debate que nos ocupa, en particular con la disolución de la realidad «objetiva» de tipo realista derivada del anterior planteamiento del conocimiento por parte de David Hume y de George Berkeley, cuyo pensamiento –junto con el de Kant– volverá a ser uno de los protagonistas del nuevo ambiente filosófico[13].

Todo ello contribuyó a definir aún más el significado de la «bancarrota» antes mencionada, más allá de las propias intenciones de Brunetière. Este término dramatizaba el cambio que se estaba produciendo hacia una idea convencionalista, probabilista y relativista, en la que entre observador y observado (o entre sujeto y objeto) ya no podía haber una distinción clara como en el pasado (ciencia clásica) y, lo que es más, el propio Yo en la psicología humana y experimental ya no se consideraba una realidad unitaria y unívoca, sino pluralista y contradictoria entre sus diversos componentes. Además, representaba la ratificación del fin de la idea de la ciencia como ideología general de la sociedad, o incluso, como único fundamento de la «idea de progreso»: una idea al mismo tiempo filosófica, historiográfica y epistemológica. Esta hipótesis aparentemente catastrofista, fue seguida por movimientos que promovían distintas formas de espiritualismo e incluso de ocultismo y espiritismo, junto con la exaltación de la existencia de una «cuarta dimensión» de la realidad, que sin embargo estaba presente en la geometría del siglo XIX (hiperespacio), y que había tenido una notable influencia en la pintura (cubismo); «cuarta dimensión» que no debe confundirse con el espacio-tiempo de la teoría de la relatividad de Albert Einstein (1905). En este contexto, se revelan importantes correlaciones –aunque no de manera determinista– entre ciencia, arte y literatura. Sin embargo, como más tarde argumentaría Gramsci en los Cuadernos de la cárcel, la primera estaba sujeta al progreso en sus contenidos (pero también en el estilo de la investigación), la segunda, en cambio, era una creación irrepetible y subjetiva, aunque podía tener un «aire de familia» con otras creaciones de la misma época.

Pero esta afirmada y reiterada bancarrota revelaba también la emergencia de una nuevo tiempo filosófico fundado en el siglo de la entrada de las masas o de las «muchedumbres» (para algunos, es decir, de la democracia, pero también de la mediocridad) en el escenario de la historia, de ahí la continua exaltación del sujeto y del individuo, tal como en Italia describía el programa de la revista Leonardo fundada en Florencia en 1903 por escritores y filósofos no académicos como Giovanni Papini y Giuseppe Prezzolini, muy vinculados al pensamiento de Henri Bergson y William James, y por tanto al vitalismo y al pragmatismo[14].

3.- Reflexiones iniciales de Gramsci. El «eterno error»

Esta extensa e importante problemática había llegado también a Cerdeña, donde un joven Gramsci, estudiante del Liceo Classico Giovanni Maria Dettori de Cagliari, en graves apuros económicos, pero lector omnívoro de las revistas culturales de la época[15], la trató en un ensayo sobre un pasaje de Henrik Ibsen «Las verdades, al envejecer, se convierten en errores», hasta hace poco tiempo inédito y publicado en el periódico Il Fatto quotidiano el 26 de junio de 2022. En este, Gramsci indicaba ampliamente, dentro de una verdadera y propia teoría del desarrollo del conocimiento y del estatuto verificativo de las ideas tanto científicas como de otro tipo, con una intención fuertemente antirreligiosa basada en la idea (persistente también más tarde, pero sobre un terreno distinto) de que la filosofía podía tener una función emancipadora respecto de la religión. Todo ello dentro de una idea continuista sobre la naturaleza del hombre, que más tarde modificaría radicalmente, como modificará su concepción de las ideas del pasado como errores, por el de condiciones dialécticamente superables y útiles en un determinado período histórico:

Si observamos cuántas de las afirmaciones que se han hecho desde que el mundo es mundo, se han salvado de la destrucción, veremos que todo el trabajo realizado hasta ahora ha sido en vano: la ciencia misma, que a algunos puede parecer diosa y reina, no se ha salvado de este lamentable destino: no hace muchos años que Brunetière afirmaba su débâcle [16]. Entristece pensar que estas pretendidas verdades han sido causa de luchas encarnizadas, masacres y de feroces represalias; la parte más brutal del hombre, que parece estática y conservadora, ha mostrado siempre sus horribles cualidades en su intento de destruir lo que es dinámico y progresivo. La creencia ptolemaica y aristotélica de que la tierra era el centro del universo, porque el hombre, que es lo más perfecto, la habita, sirvió durante casi dos mil años; satisfizo a las mentes y ciertamente fue una verdad, porque verdades son las que los hombres creen que lo son, y ninguna fue más profesada que ésta. Nosotros, que la hemos superado, podemos ver su defecto orgánico, que está relacionado con todo un sistema de civilización individualista; pero no podemos ver si la verdad que hemos reemplazado tiene algún otro defecto; porque si es bueno decir que los instrumentos científicos se han perfeccionado; sigue siendo el hombre quien usa el instrumento, y esto no ha cambiado. Otra verdad que ha tenido distinta suerte a través de los siglos es la existencia de Dios; y ésta es la que más daño ha hecho a los hombres: tenía este mérito, que era grande para muchos: que llenaba fantásticamente todos los vacíos y daba el bálsamo consolador a las almas desesperadas por la búsqueda. Pero tuvo que surgir un poderoso cerebro razonador, y Emanuel Kant decapitó al viejo Dios[17]: la sepultura aún no lo ha recibido, y el cadáver bien inmumificado pellizca de vez en cuando a los hombres. Y también en la vida moderna, muchas de las causas de los desequilibrios, de las aberraciones que se producen, hay que buscarlas en algunas de esas verdades que han envejecido y ya no nos satisfacen; pero siguen siendo oficialmente verdades y hay que respetarlas […] Toda la vida social se basa en esas pequeñas hipocresías y en esos acomodos; los ídolos de bronce y de madera han sido sustituidos por ídolos morales o intelectuales. Todos los débiles e imbéciles se oponen a una renovación con vagas ilusiones y sutiles conveniencias, y todo lo que es sano y vital se agita sin encontrar salida, entorpecido o enmarañado en este cieno que todo lo envuelve. Pero el hombre que tiende hacia no sé qué destinos desconocidos sabrá derribar incluso estos prejuicios, o estas verdades, y formará otras que serán mejores y más racionales que las del pasado. Hemos pasado por muchas otras edades y por muchas otras creencias, y éstas siempre se han refinado, se han perfeccionado; la vida está en un constante devenir: sólo así puede justificarse este eterno error. Todas las épocas no son más que períodos de transición, y han pasado con todo su bagaje de prejuicios y errores; nadie podrá decir nunca si llegaremos a la anulación o a la deificación[18].

Casi de la misma forma que un jovencísimo Giacomo Leopardi[19], Gramsci ve la misión de la razón sobre todo la de crítica radical de las ideas generalizadas existentes en un determinado período histórico, que fueron consideradas en un determinado momento como errores, mientras que hasta entonces habían sido consideradas verdades. Una vez destruidas las verdades-errores, eran sustituidas por otras verdades, que, sin embargo, también eran transitorias y estaban destinadas a ser superadas históricamente como errores, como parte de una continuidad en el errar. Sin embargo, todas estas verdades relativas habían desempeñado una importante función histórica, pues habían complacido al alma humana al ser creídas por la mayoría como verdaderas y conformes a las formas de vida de la época, incluso ilusoriamente verdaderas. Por eso era difícil erradicarlas y sustituirlas. El desarrollo intelectual estuvo plagado de conflictos, a veces agudos y sangrientos, aunque tendió a imponerse aquello resultaba sano y vital, es decir, tendieron a imponerse las ideas relativamente mejores y más racionales. Como hemos visto, para el bachiller Gramsci cada época de la historia no era más que una transición hacia un futuro imprevisible, que podía conducir o bien a una realidad plenamente iluminada por la razón, o a la transformación de los errores o de las «viejas» verdades intelectuales en ídolos permanentes casi de tipo religioso. El Gramsci «maduro», no escapará a esta dinámica –que será modificada radicalmente por el uso de la dialéctica historicista marxiana– ni siquiera el materialismo histórico, más tarde definido como filosofía de la praxis: siendo productos históricos, estaban destinados a desaparecer una vez realizada la sociedad autorregulada (comunismo), donde los antagonismos de clase no tendrían ya razón de ser.

Es importante destacar cómo para el bachiller Gramsci la verdad no sólo no era absoluta, es decir, un reflejo de la realidad objetiva de las cosas, sino una creencia compartida por la mayoría de los hombres: es decir, sólo era verdad lo que muchos (o todos) creían que era; y por tanto, debía ser considerada la vertiente intersubjetiva más amplia posible de las creencias humanas. Esta sería la premisa para posteriores posiciones sobre la objetividad de la realidad como intersubjetividad. Sin embargo, a diferencia de Leopardi –que había asumido la posición exclusivamente destructiva y escéptica de la razón de Pierre Bayle– y para quien la verdad, por ser enemiga del error útil y de la ilusión (que también era útil), era en el fondo enemiga de la sociedad, Gramsci pensaba en cambio que era necesaria una sustitución progresiva y constructiva de una verdad por otra, que con el tiempo se había convertido en una «ilusión» negativa, y por tanto a superar. Era el mundo de las «ilusiones», por muy formadas que estuvieran, el que, aunque útil hasta cierto punto, tenía que ser eliminado -aunque de forma tendencial- por el progreso de la cultura y la racionalidad. Pero incluso Gramsci revela en esta ocasión un rasgo de radical escepticismo histórico con cierta referencia a una leopardiana vanidad e inanidad de la indagación humana sobre el mundo:

Durante miles de años [el hombre] se ha estado atormentando, se agita, ahora feliz ahora triste, ahora ondeando una bandera de victoria y poco después golpeándose y descuartizándose por una derrota, y se encuentra donde estaba antes; todo lo que ha sufrido no le basta; las desilusiones no le han cambiado; ha seguido siendo el eterno niño que se divierte con la arena, y que con constancia quisiera vencer al viento que destruye sus construcciones.[20]

4.- La idea de progreso y su crisis

En realidad, esta compleja situación, que posteriormente sería desarrollada por Gramsci en los Cuadernos de la cárcel, indicaba una crisis más general de las clases dominantes de la época que hasta entonces habían hecho suya la idea ilustrada, ideologista y positivista del progreso. Pero esta había sido adoptada también por una gran parte del movimiento socialista, en esto especularmente inadaptado para dominar los efectos sociales provocados por las dinámicas más recientes del capitalismo, presentadas bajo una apariencia destructiva e ingobernable como si fueran catástrofes naturales: es decir, la segunda naturaleza se volvía tanto o más peligrosa que la primera. Sin embargo, Gramsci distinguía el concepto ideológico de progreso del concepto filosófico de devenir. El primero llevaba implícito un elemento cuantitativo combinado con otro cualitativo (más y mejor) históricamente determinados; el segundo, en cambio, representaba la dinámica inmanente al proceso histórico en general:

Progreso y devenir. ¿Se trata de dos cosas distintas o de aspectos diferentes de un mismo concepto? El progreso es una ideología, el devenir es un concepto filosófico. El «progreso» depende de una determinada mentalidad, constituida por ciertos elementos culturales históricamente determinados; el «devenir» es un concepto filosófico, en el que puede estar ausente el «progreso». En la idea de progreso se sobrentiende la posibilidad de una medida cuantitativa y cualitativa: más y mejor. Se supone, por tanto, una medida «fija» o precisable, pero esta medida la da el pasado, una cierta fase del pasado, o ciertos aspectos que pueden medirse, etc. (No es que se piense en un sistema métrico del progreso). ¿Cómo ha nacido la idea de progreso? ¿Representa este nacimiento un hecho cultural fundamental, capaz de marcar época? Parece que sí. El nacimiento y desarrollo de la idea de progreso corresponde a la conciencia adquirida de que se ha alcanzado cierta relación entre sociedad y naturaleza (incluyendo en el concepto de naturaleza el concepto de azar y de «irracionalidad») por la cual los hombres, en su conjunto, tienen más seguridad en su porvenir, pueden concebir «racionalmente» planes de conjunto para su vida […] Que el progreso haya sido una ideología democrática, es indudable; que ha servido políticamente para la formación de los modernos Estados constitucionales, etc., también. Que hoy ya no esté en auge, está igualmente fuera de toda duda; ¿pero en qué sentido? No en el sentido de que se haya perdido la fe en la posibilidad de dominar racionalmente a la naturaleza y al azar, sino en el sentido «democrático»; es decir, que los «portadores» oficiales del progreso se han vuelto incapaces de este dominio, porque han suscitado hoy fuerzas destructivas igual de angustiosas y peligrosas que las del pasado […] como las «crisis», el desempleo, etc. La crisis de la idea de progreso no es pues crisis de la idea misma, sino crisis de los portadores de esa idea, que se han convertido, ellos mismos, en una «naturaleza» que hay que dominar. Los asaltos a la idea de progreso, en esta situación, son muy interesados y tendenciosos (Q10 II §48, pp. 1335-6).

Pero el progreso al que Gramsci se refería –repetidamente y también en muchos escritos periodísticos de juventud– no era el teorizado en el siglo XVIII o por los evolucionistas decimonónicos –darwinistas o no–, según los cuales el progreso de la civilización era una ley intrínseca y necesaria presente en la propia sociedad (a menudo asociada al concepto de perfectibilidad natural y social)[21], sino el resultado de una dinámica de tipo dialéctico. Retomando críticamente los conceptos giobertianos de conservación e innovación, Gramsci constataba el giro moderado que les había atribuido el historicismo idealista italiano, articulándolos de un modo más acorde con la original declinación hegeliana y marxiana:

En realidad, si bien es cierto que el progreso es dialéctica de conservación e innovación y la innovación conserva el pasado superándolo, también es verdad que el pasado es una cosa compleja, un conjunto complejo de vivo y muerto, en el que la elección no puede realizarse arbitrariamente, a priori, por un individuo o una corriente política. Si la elección se hizo de tal modo (sobre el papel), no puede tratarse de historicismo sino un acto de voluntad arbitrario, de la manifestación de una tendencia práctico-política, unilateral, que no puede fundamentar una ciencia, solamente una ideología política inmediata. Lo que se conservará del pasado en el proceso dialéctico no puede determinarse a priori, sino que resultará del proceso mismo, tendrá un carácter de necesidad histórica, y no de elección arbitraria por parte de los llamados científicos y filósofos. Mientras tanto, debe observarse que la fuerza innovadora, en la medida en que ella misma no es un hecho arbitrario, no puede no ser ser ya inmanente en el pasado, no puede no ser ella misma en cierto sentido el pasado, un elemento del pasado, aquello del pasado que está vivo y en pleno desarrollo, es ella misma conservación-innovación, contiene en sí todo el pasado, digno de desarrollarse y perpetuarse (Q10 II §41XIV, pp. 1325-6. Cursivas mías)[22].

En este caso, me parece que Gramsci se aleja notablemente de su originario bergsonismo. Era también muy consciente de los grandes límites de la optimista ideología decimonónica del progreso, a la que consideraba una especie de religión, un «opio», al que –en su opinión– probablemente el propio Karl Marx habría intentado poner remedio con la elaboración de la ley tendencial de la caída de la tasa de ganancia, que incluía un elemento pesimista:

El motivo de la tierra de Cuccagna, señalado por Croce en Graziadei, tiene cierto interés general, porque sirve para rastrear una corriente subterránea de romanticismo y fantasías populares alimentada por el «culto a la ciencia», por la «religión del progreso» y el optimismo del siglo XIX, que fue también una forma de opio. En este sentido, hay que ver si no ha sido legítima y de largo alcance la reacción de Marx, que con la ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia y con el llamado catastrofismo arrojaba mucha agua al fuego; también hay que ver hasta qué punto la «opiomanía» impidió un análisis más cuidadoso de las proposiciones de Marx (Q28 §11, p. 2330).

En efecto, la historia podía progresar, también retroceder, pero nunca ser totalmente reversible; de hecho, la idea de progreso presupone inevitablemente la irreversibilidad de los acontecimientos, tanto más cuanto que se consideraba el resultado de un conflicto de fuerzas sociales opuestas incluso en el plano ético-político, aunque no estuviera automáticamente asegurado y presupusiera la coexistencia del retroceso[23]. Por otra parte, Friedrich Engels había argumentado en su El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1.884) sobre el carácter ambivalente del progreso económico y social en función de las clases implicadas en el propio proceso.

Pero, de entre todas las superestructuras, la ciencia era una excepción: aunque su existencia no fuese necesaria, sin embargo, cuando estaba presente y actuaba, se progresaba siempre, «más y mejor». De hecho, su desarrollo se tomó como modelo para la propia elaboración de la idea y la ideología progresistas. Tanto es así que iba a ser parte integrante de la «disputa entre los Antiguos y los Modernos» que comenzó en la Francia del siglo XVIII por cuestiones artísticas y literarias y que más tarde se generalizaría a un juicio histórico-comparativo entre civilizaciones, en el que la ciencia y la tecnología desempeñaban un papel decisivo. Gramsci hará referencia a esta disputa en una nota sobre una polémica entre Corrado Barbagallo, Rodolfo Mondolfo y Giovanni Sanna sobre las distintas épocas del capitalismo. En ella vuelven a aparecer juicios de valor de carácter «progresista»:

La polémica parece una secuela farsesca de la famosa «Disputa entre los antiguos y los modernos». Pero esta disputa tuvo una gran importancia cultural y un significado progresista; fue la expresión de una conciencia generalizada de que existe un desarrollo histórico, que se había entrado de lleno en una nueva fase de la historia del mundo, que renovaba por completo todos los modos de existencia, y tenía un filo envenenado contra la religión católica, que debía afirmar que cuanto más retrocedemos en la historia, más perfectos deben ser los hombres, porque están más cerca de la comunicación del hombre con dios, etc. (A este respecto, hay que ver lo que escribió Antonio Labriola en el fragmento póstumo de su libro inacabado De un siglo a otro sobre el significado del nuevo calendario instaurado por la Revolución Francesa: entre el mundo antiguo y el mundo moderno nunca había existido una conciencia tan profunda de desapego, ni siquiera por el advenimiento del cristianismo) (Q16 §6, p. 1848)[24].

Estas posiciones gramscianas eran el resultado de un recorrido intelectual en muchos sentidos accidentado, del cual ahora examinamos los primeros pasos.

Es evidente que la idea de progreso implica juicios de valor, como el sostenido por el propio Gramsci desde el materialismo histórico, mientras que la sociología de su tiempo –Max Weber, Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca, Georg Simmel y tantos otros– mantenían su autonomía respecto de tales juicios, proponiéndose como una ciencia objetiva y desapasionada; neutral desde un punto de vista ético, debiendo distinguir, precisamente en términos del propio Weber, el conocimiento de la evaluación. Pero el concepto de progreso escapaba necesariamente a tal paradigma, como también reconocería Robert Michels en su ensayo En torno al problema del progreso, iniciado en 1914 y reelaborado varias veces hasta 1919, año de su publicación[25]. En este escrito, no sólo sostenía la coexistencia entre progreso y retroceso; la asincronía de ambos a nivel general –nacional o incluso mundial– y, por tanto, de su curso no lineal; sino que también argumentaba que tales fenómenos entrelazados –típicos sobre todo de la fase de un industrialismo cada vez más amplio en el que había un progresivo predominio del maquinismo– comprometían globalmente las formas de vida de los hombres, sus ideas, su espíritu, gracias también a las repetidas crisis económicas y sociales; a las convulsiones financieras; a los conflictos por el dominio de los mercados; a la separación entre el campo y la ciudad; y, finalmente, al progresivo empobrecimiento de una gran parte de las masas[26].

Esto, confirmaba el convencimiento de Gramsci en una crisis radical de las clases dominantes burguesas incapaces de regular las fuerzas sociales que ellas mismas habían conjurado. Michels, a quien Gramsci no estimaba en absoluto como se puede comprobar en los Cuadernos, había sido inicialmente de orientación socialista y –a su manera– divulgador de los análisis de Marx y Engels al respecto, como muestra por ejemplo su «Economía y política» (1919), en el que criticaba la reducción economicista de estos análisis[27]. Además, en el «Examen de algunos criterios orientativos para la historia de las doctrinas económicas»[28], de 1929, Michels sostendrá la relatividad y la historicidad de las teorías económicas, es decir, que una teoría considerada válida para un determinado período podría dejar de serlo más tarde, gracias a la crítica radical de que podría haber sido objeto; el hecho de que los denominados «errores» debieran tomarse tan en serio como las denominadas «verdades», cuyo juicio se veía muy afectado por la subjetividad del historiador; y, por último, la imprevisibilidad de las condiciones sociales futuras que tal vez pudieran refutar o reconfirmar alguna teoría que hubiera caído en el olvido. Así, para Michels, no había leyes de bronce o de hierro de la economía ni una historia de esta que procediera de verdad en verdad: contribuyó así a ese clima de relativismo cultural muy generalizado en la época, basado también en el carácter histórico de las ideas, incluidas las que se presentaban como científicas en diversos campos y que –como hemos visto– tanto habían impresionado al jovencísimo Gramsci. Pero como es evidente, a estas alturas estamos mucho más allá de las reflexiones del estudiante de bachillerato sardo, en medio de las cuestiones contenidas en los Cuadernos.

Notas

[1] Ver, entre otros muchos estudios L. Paggi, Antonio Gramsci e il moderno principe, Roma, Editori Riuniti, 1.970; L. Rapone, Cinque anni che paiono secoli. Antonio Gramsci dal socialismo al comunismo (1914-1919), Roma, Carocci, 2.011; G. Vacca, Vita e pensieri di Antonio Gramsci 1926-1937, Turín, Einaudi, 2014.

[2] Sobres esto, de forma más general ver A. Di Meo, Decifrare Gramsci. Una lettura filologica, Roma, Bordeaux, 2020. Sobre el concepto de traducibilidad en Gramsci ver D. Boothman, «Traducibilità e traduzione», in Le parole di Gramsci, a cargo de F. Frosini e G. Liguori, Roma, Carocci, 2004, pp. 237-55; G. Cospito «Traducibilità dei linguaggi scientifici e filosofia della praxis» en Filosofia italiana, 2017, pp. 47-65.

[3] F. Brunetière, «Après une visite au Vatican», in Revue des deux mondes, 1° enero 1895, pp. 97-118. También en F. Brunetière, Questions actuelles: après une visite au Vatican, éducation et instruction, la moralité de la doctrine évolutive, Paris, Perrin, 1907, p. 4. En Italia este artículo fue utilizado durante mucho tiempo por la parte católica con una función anticientífica y antipositivista. Ver G. Moschetti, «A proposito della «Bancarotta della Scienza»», en La Scuola cattolica e la scienza italiana, s. II, a. V, vol. X, 1895, pp. 27-35. Pero igualmente encontró críticas decididas entre los positivistas como la del psicólogo Enrico Morselli, «La pretesa bancarotta della scienza. Una risposta a F. Brunetière», en Rivista di sociologia, a. 2, n. 1, 1895, pp. 81-100; rist. in G.P. Lombardo (a cargo de), Storia e «crisi» della psicologia scientifica in Italia, Milán, LED, 2014, pp. 195-211; o el escritor Arturo Graf, «La bancarotta della scienza», en L’Illustrazione italiana, 24 mayo 1895, y también en A. Graf, Preraffaelliti, simbolisti esteti: «Dos fuerzas verdaderamente vivas y poderosas operan ahora en el mundo, agitándolo y transformándolo: la ciencia y la idea social. La ciencia, cuyos ingenuos adversarios y piadosos detractores anuncian su descrédito, su bancarrota, su fin, no ha hecho más que comenzar, puede decirse, su obra multiforme, y responde a las acusaciones y a las burlas disciplinando, beneficiando y creando. La idea social arrastra irresistiblemente a las sociedades civiles a un nuevo orden, a una nueva utilización de las energías humanas, a una nueva vida. No hago pronósticos ni conjeturas sobre el futuro de esa poesía que se inspira en la idea social, la calienta con el sentimiento, la propugna y la difunde». (A. Graf, Preraffaelliti, simbolisti esteti, Roma, Forzani-Tipografi del Senato, 1897, pp. 46-7. También en https://archive.org/stream/foscolomanzonile00grafuoft/foscolomanzonile00grafuoft_djvu.txt). Sobre este tema trató también amplamente Ernst Heinrich Haeckel, I problemi dell’universo, la primera traducción italiana autorizada del autor de A. Herlitzka, con una introducción sobre la filosofía monista en Italia y notas de E. Morselli, Turín, UTET, 1904. Probablemente sea una edición extendida de Haeckel a partir de la obra Die Welträthsel (Gli enigmi dell’universo), 1899, un ejemplar de su edición francesa Les énigmes de l’Univers (París, Schleicher, 1902) era poseído por Gramsci en la cárcel de Turi.

[4] G. Lanaro, «La controversia sulla «bancarotta della scienza» in Francia nel 1895», en Rivista di storia della filosofia, vol. 48, n. 1, 1993, pp. 47-81. Lanaro sostiene que probablemente la primera persona que utilizó la expresión «bancarrota» en relación con la ciencia fue el escritor Paul Bourget, crítico con el naturalismo y el racionalismo de su época. En efecto, en sus Essais de psychologie contemporaine (1883) Bourget había escrito: «Es probable que, ante la bancarrota final del conocimiento científico, muchas de estas almas caigan en una desesperación comparable a la que se habría apoderado de Pascal si le hubieran privado de la fe». (P. Bourget, Essais de psychologie contemporaine: Baudelaire, M. Renan, Flaubert, M. Taine, Stendhal, París, Lemerre, 1895, p. 94) y también en Science et poesie (1889): «No ignoro que la Ciencia contiene un fondo incurable de pesimismo, y que la bancarrota es la última palabra de esta inmensa esperanza de nuestra generación, bancarrota que es ya segura para quienes han medido el abismo de esta fórmula: lo Incognoscible. Hay un principio seguro de desesperación en la definición misma del método experimental, pues, al condenarse a alcanzar sólo hechos, se condena de paso al fenomenismo final, tanto como al nihilismo». (P. Bourget, «Science et poesie», in Ètudes et portraits, París, Lemerre, 1889, p. 202; también en Les Annales politiques et littéraires, París, 10 marzo 1895, p. 148). Más general ver A. Rasmussen, «Critique du progrès, «crise de la science»: débats et représentations du tournant du siècle», en Mil Neuf Cent, n. 14, 1996, pp. 89-113.

[5] Ver A. Di Meo, «Gramsci e le scienze fra nazionalismo e cosmopolitismo», en Decifrare Gramsci, cit., pp. 203-49. Por otra parte, la revista jesuita francesa Études, al reseñar un libro de Brunetière, afirmaba que la tarea del erudito francés consistía en reconciliar el pensamiento de Comte, es decir, el positivismo, con el catolicismo, ya que el primero sólo había adquirido accidentalmente connotaciones antirreligiosas. Ver Études, «M. Brunetière et les théologiens sur les rapports de la science avec le fait, l’inconnaissable et la croyance». M. Brunetière e i teologi circa i rapporti della scienza col fatto, l’inconosci-bile e la fede») por M. de la Taille, reseña en Vita e pensiero, v. 38, fasc. 150, 1905, pp. 245-6. Gramsci se había dado cuenta de ello: «Los neoescolásticos modernos intentan precisamente incorporar el positivismo al catolicismo (la escuela de Lovaina, etc.).» (Q4 §3, p. 424). Para los Cuadernos de la cárcel la edición de referencia es A. Gramsci, Quaderni del carcere, edición crítica del Istituto Gramsci, dirigida por V. Gerratana, Turín, Einaudi, 1975. En el texto, las citas se indicarán con Q, seguida del número del Cuaderno, el número del párrafo y el número de página.

[6] E. Le Roy, Dogme et critique, París, Bloud, 1907; Id., Le problème de Dieu, París, L’Artisan du Livre, 1929

[7] «Casos de conciencia absolutamente similares a los de los neocatólicos actuales los encontramos en dos grandes mentes del siglo XVII: en Galileo y en Fra Paolo Sarpi. Ambos son católicos, pero en el primero se da el caso del contraste entre la verdad científica y el texto bíblico, y en el otro el del contraste entre el poder civil y el religioso. Ambos buscan salvarse a sí mismos y a la Iglesia con razones, y estas razones se parecen a muchas de las que nuestros sacerdotes avanzados o fervientes neófitos imaginan que están inventando hoy. ¿Y no fue Sarpi acusado por la Inquisición por decir que la Santísima Trinidad no puede derivarse del Génesis? Y en Pomponazzi ¿no se encuentra la doctrina querida por los modernistas, de los diversos mundos o planos de verdad? ¿Quieres cosas más antiguas? Busquen los sermones morales de Francesco Sacchetti y allí encontrarán críticas a los abusos y costumbres eclesiásticas que podrían ser escritas por un Murri o un Bonajuti. ¿Quiere cosas más recientes? Entonces acuérdese de ese pobre Scipione de’ Ricci y verá que, si le hubieran dejado, habría nacido en Italia un cierto modernismo a finales del siglo XVIII». (G. Papini, «L’Italia risponde», en La Voce, a. I, n. I, p. 1).

[8] E. Renan, L’avenir de la science: pensées de 1848, París, Callman Lévi, 1890, p.37.

[9] E. Renan, «Lettre a Monsieur Berthelot, Florencia 10 septiembre 1878», en E. Renan y M. Berthelot. Correspondance 1847-1892, París, Calmann Lévy, 1898, p. 467.

[10] En Italia, estas cuestiones habían sido tratadas, con una amplia perspectiva, por Giacomo Leopardi a principios del siglo XIX: véase G. Stabile, «Scienza e disenchantmento del mondo: poesia, verità, nulla in Leopardi», en G. Stabile (ed.), Giacomo Leopardi. Il pensiero scientifico, Roma, Fahrenheit, 2001; A. Di Meo, Essere e non essere. Felicità, natura e conoscenza nel pensiero di Leopardi, Nápoles, Istituto Italiano per gli Studi Filosofici Press, 2021.

[11] S. Poggi, Il positivismo, Bari, Laterza, 1987, p. 198.

[12] A propósito de la obra de Vilfredo Pareto, Giovanni Papini argumentó que Pareto no era seguidor de las religiones tradicionales, ni tampoco de las religiones laicas de la época: «[como], por ejemplo, las diversas religiones del Pueblo (o democráticas), del Progreso, de la Razón, de la Ciencia, de la Humanidad, de la Solidaridad, de la Higiene, de la Verdad; las diversas religiones Socialistas, Pacifistas, Nacionalistas, Positivistas e incluso Sexistas y Antialcohólicas. Estas religiones se han difundido prodigiosamente en los países de la civilización europea en los últimos cien años y son tanto más peligrosas cuanto que sus adeptos no saben, las más de las veces, que pertenecen a ellas y creen que actúan y hablan en nombre de verdades ciertas y experimentales». Luego añade inmediatamente: «[Pareto] sabe que las teorías científicas, incluso las más sólidas en apariencia, están destinadas a cambiar, a desaparecer, para dar paso a descripciones sintéticas de la uniformidad de los hechos que son más exactas, más comprensibles o convenientes (en el sentido de ser más previsibles y precisas). Sabe que partiendo de postulados diferentes –como fue el caso de la Geometría– se pueden construir ciencias diferentes en torno a un mismo orden de hechos o conceptos que son igualmente legítimos y, en un sentido particular, igualmente «verdaderos». No se engaña a sí mismo, como tantos otros antes que él, ofreciendo verdades definitivas expresadas en formas absolutamente libres de la posibilidad de inexactitud y error». (G. Papini, Testimonianze. Saggi non critici, Milano, SEL, 1918, pp.167-8).

[13] E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie: Eine Einleitung in die phänomenologische Philosophie (1936), trad. it. La crisi delle scienze europee e la fenomenologia trascendentale, prefazione di E. Paci, Milano, Il Saggiatore, 2015, pp. 113-14.

[14] «Un grupo de jóvenes, ávidos de liberación, anhelantes de universalidad, anhelantes de una vida intelectual superior, se reunieron en Florencia bajo el simbólico nombre auspicioso de Leonardo para intensificar su existencia, elevar su pensamiento, exaltar su arte. En la VIDA son paganos e individualistas: amantes de la belleza, de la inteligencia, adoradores de la naturaleza profunda y de la plenitud de la vida, enemigos de toda forma de borreguismo nazareno y de servidumbre plebeya. En el PENSAMIENTO son personalistas e idealistas, es decir, superiores a todo sistema y a toda limitación, convencidos de que toda filosofía no es más que un modo de vida personal – negadores de toda otra existencia fuera del pensamiento. En el ARTE aman la transfiguración ideal de la vida y luchan contra sus formas inferiores, aspiran a la belleza como figuración evocadora y revelación de una vida profunda y serena». (Programma sintetico, en Leonardo, a.1, n.1, 4 enero de 1903, p. 1. Cursivas mías).

[15] Il Marzocco (1904-1911), Le cronache letterarie (1909-1911), La Lupa (1910-1911), Piemonte (1911-1912), La Voce (1910-1914), L’Unità (1911-1913), Patria (1912). Vedi L. Paulesu, «Le riviste ritrovate: la formazione del giovane Gramsci in Sardegna (1907-1914)», en La Nuova Antologia, a. CLVI, n. 2299, v. 3, julio-septiembre 2021, pp. 11-31.

[16] De hecho, Brunetière no había utilizado el término débâcle, sino banqueroute o faillite. El término débâcle sería utilizado también por Gramsci en Margini, un artículo fuertemente antipositivista del número único de febrero de 1917 de La città futura que apareció en el Grido del popolo y en Avanti. Es probable que se haya producido una coincidencia involuntaria con alguna de las publicidades francesas o italianas en las que a veces se utilizaba este término.

[17] Véase otra referencia a esta expresión de G. Carducci («Versaglia», 21 septiembre 1871, en Giambi ed epodi, 1867-1879) en los Quaderni: «Decapitaron, Emmanuel Kant, a Dios / Massimiliano Robespierre, al rey» (Q8 §208, p. 1066; cfr. También en Q11 §49, p. 1471 y Q16 §9, p. 1860).

[18] A. Gramsci, «Le verità, invecchiando, diventano errori», en Il fatto quotidiano, 26 junio, 2022.

[19] Ver A. Di Meo, Leopardi copernicano, Demos, Cagliari, 1998; Id., Essere e non essere. Felicità, natura e conoscenza nel pensiero di Leopardi, Nápoles, Istituto Italiano per gli Studi Filosofici Press, 2022.

[20] Gramsci, «Le verità, invecchiando», cit.

[21] J. B. Bury, The idea of progress: an inquiry into its origin and growth, Londres, Macmillan, 1921, trad. it. Storia dell’idea di progresso. Indagine sulla sua origine e sviluppo, Milán, Feltrinelli, 1964.

[22] Sobre la inmanencia en Gramsci ver F. Frosini, «Immanenza e materialismo storico nei «Quaderni del carcere» di Gramsci», en Quaderni materialisti, vol. 5, 7 junio 2012.

[23] De nuevo, Gramsci será muy claro sobre el taylorismo y el fordismo: «Pero también esta [la fase taylorista. Ed.] será superada y surgirá un nuevo nexo psicofísico diferente a los anteriores e indudablemente superior. Habrá sin duda una selección forzada y una parte de la vieja clase trabajadora será eliminada sin piedad del mundo de la producción y del mundo tout court». (Q4 §52, p. 490; cfr. también Q22 §11, p. 2165).

[24] Hace referencia al pasaje: «Tampoco defiendo la árida arquitectura de ese calendario [de la Revolución Francesa] que no es fácil de recordar. Pero los motivos del decreto son un testimonio singular de la plena conciencia con la que los autores del gran movimiento se desprendieron de todo el pasado y fijaron una primera fecha para toda la gran revolución que aún exaspera al mundo occidental. La era vulgar queda abolida…». (A. Labriola, «Da un secolo all’altro», en A. Labriola, Scritti vari di filosofia e politica, a cargo de B. Croce, Bari, Laterza, 1906, p. 479).

[25] R. Michels, «Intorno al problema del progresso», en Problemi di sociologia applicata, Milán-Roma, Bocca, 1919, pp. 38-69.

[26] Sobre esto ver R. Michels, La teoria di C. Marx sulla miseria crescente e le sue origini: contributo alla storia delle dottrine economiche, Milán-Roma, Bocca, 1922.

[27] R. Michels, «Economia e politica», en Problemi di sociologia applicata, cit., pp. 189-211.

[28] R. Michels, «Disamina di alcuni criteri direttivi per la storia delle dottrine economiche», en Giornale degli Economisti e Rivista di Statistica, s. IV, vol. 69, a. 44, n. 3, 1929, pp. 105-121. Ver también R. Michels, Saggi economico-statisticisulle classi popolari, Palermo, Sandron, 1913.

Traducción: Nando Zamorano

Fuente: International Gramsci Journal

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