Cartografía de las turbulencias
Joshua Rahtz
Las historias de Robert Brenner sobre la «larga recesión», The Economics of Global Turbulence (1998/2006) y The Boom and the Bubble (2004), figuran entre las conceptualizaciones más significativas de la economía mundial de posguerra. Una versión comprimida y simplificada de su argumento es la siguiente. Hacia finales de la década de 1970, la presión a la baja sobre los precios resultante de la entrada de nuevos competidores en sectores manufactureros sobrecargados provocó una caída de la rentabilidad y la inversión, dejando a la economía vulnerable a perturbaciones exógenas como la crisis del petróleo de 1973. El estímulo keynesiano de la demanda fue incapaz de erradicar ese exceso de capacidad e incluso lo agravó. El posterior giro hacia el neoliberalismo tampoco produjo una recuperación duradera, sino que desembocó en un periodo de austeridad y financiarización. Este análisis, que anticipó la crisis económica mundial de 2008 y sus consecuencias, ha ido ganando adeptos en la última década tanto entre los economistas convencionales como entre los heterodoxos. Sin embargo, dos comentarios recientes, de Seth Ackerman en Jacobin y de Tim Barker en NLR, parecen cuestionar sus premisas subyacentes. Señalan una afinidad electiva, si no una conexión lógica, entre las historias radicales de Brenner y su política antirreformista, rechazando las primeras basándose en las segundas. ¿Hasta qué punto son válidas sus afirmaciones y hasta qué punto es compatible su imagen de la obra de Brenner con los textos en cuestión?
Ackerman
Cabría esperar que una crítica de Brenner reconstruyera los principales argumentos de su obra e indicara sus limitaciones. El artículo de Ackerman no lo hace. Pertenece más bien al género de la polémica. El autor comienza con una introducción a la «teoría de la crisis», haciendo referencia a material interesante sobre la caída de la tasa de beneficios de Nobuo Okishio, Paul Mattick y Anwar Shaikh, así como al volumen II del Capital. A continuación, se centra en la narrativa histórica de Brenner sobre el periodo posterior a 1973, que según él pertenece a esta tradición marxista más amplia que subraya la centralidad de la crisis para la práctica socialista. Ackerman escribe que el enfoque histórico de Brenner está motivado por la necesidad de identificar tendencias irreformables en el capitalismo –como la caída tendencial de los beneficios– cuya existencia exige una «supresión revolucionaria del modo de producción existente». A continuación, esta posición se tacha de dogmática e injustificable, o incluso ilógica a nivel teórico. Para defender esta postura, Ackerman aduce dos grandes defectos en la obra de Brenner.
En primer lugar, se dice que Brenner se basa en diferentes teorías, mutuamente excluyentes, de la caída de la rentabilidad, que utiliza como una solución para las anteriores teorías refutadas de la crisis de Mattick et al.: un análisis sectorial de la competencia manufacturera, y una teoría de la «compresión salarial» que pretende rechazar pero de la que depende encubiertamente su tesis. En segundo lugar, Ackerman defiende que la «larga recesión» es un mito: que la tasa de beneficios mundial sólo sufrió un golpe durante la década de 1970 y se recuperó totalmente después. En la medida en que han surgido dificultades económicas, escribe, se deben simplemente a problemas de coordinación: «Con una división del trabajo a gran distancia, las actividades de millones o miles de millones de personas deben coordinarse minuciosamente y cualquier cosa que interrumpa esta intrincada coordinación desbarata los engranajes de la producción». Consideremos estas afirmaciones sucesivamente.
Brenner, como reconoce Ackerman, no está siguiendo una línea de argumentación sobre la caída tendencial de la tasa de beneficio. Está haciendo afirmaciones sobre la caída de las tasas de beneficio en sectores específicos en momentos específicos. Por esta razón, obviamente, las críticas a Okishio, Mattick y Shaikh no pueden implicar lógicamente su trabajo. El largo excurso de Ackerman sobre estos pensadores, que ocupa la mayor parte de su artículo, es por tanto algo superfluo. Sin embargo, lo que es más importante, la afirmación de Ackerman de que Brenner se contradice al apoyarse en la teoría de la compresión salarial no está respaldada por nada que Brenner haya escrito; Ackerman tampoco intenta respaldarla mediante una referencia pertinente, por no hablar de una cita. ¿De dónde puede haber sacado Ackerman esta idea? Parece que se deriva de una lectura errónea de un pasaje de la conferencia de Brenner «El problema del reformismo» (1993). En él, Brenner afirma que tras el inicio de la crisis de rentabilidad, «los partidos reformistas en el poder no sólo no defendieron los salarios de los trabajadores ni los niveles de vida frente a los ataques de los empresarios, sino que desencadenaron poderosas campañas de austeridad destinadas a aumentar la tasa de beneficios recortando el Estado del bienestar y reduciendo el poder de los sindicatos». Parece que Ackerman ha confundido esta descripción no controvertida de la ofensiva de clase del neoliberalismo con una explicación de la causa última de la recesión. Es decir, Ackerman interpreta la descripción de Brenner de los intentos de los empresarios de restablecer la rentabilidad –mediante la austeridad y los ataques a los salarios– como un argumento sobre las razones fundamentales de la crisis. No hace falta estar de acuerdo con Brenner para ver que son cosas distintas. De hecho, para Brenner, la ofensiva patronal no logró restablecer la rentabilidad, en parte porque no llegó al origen del problema.
¿Qué hay de las afirmaciones de Ackerman, también formuladas por Barker, de que la economía mundial es robusta, que la tasa de beneficios en todo el mundo es comparable a la de la Belle Époque y que, por tanto, toda la base de la hipótesis de Brenner es fatalmente defectuosa? Para evaluar esta crítica, es necesario comenzar con una caracterización precisa de The Economics of Global Turbulence y The Boom and the Bubble. Ambas son obras de historia, no de filosofía. La distinción es importante, dada la tendencia de los críticos a seleccionar ciertos pasajes de los libros y traducirlos en principios abstractos que, según se dice, sostiene Brenner. De hecho, el objetivo de Brenner es trazar el desarrollo a lo largo del tiempo del sistema altamente contradictorio del capitalismo global. El resultado no es una representación idealista de leyes axiomáticas, sino exactamente lo contrario: un relato de los cambios a gran escala en la economía mundial de posguerra, con sus numerosos retrocesos y transformaciones.
Si éste es el método general, ¿cuáles son los argumentos históricos centrales? En pocas palabras, Brenner afirma que las medidas keynesianas, destinadas a aliviar los problemas de exceso de capacidad y sobreproducción surgidos de la competencia industrial de posguerra, acabaron por agravarlos. Este fracaso, evidente en 1979, provocó un dramático retroceso macroeconómico. A principios de la década de 1980, Estados Unidos, a través de la Reserva Federal, intentaba provocar una sacudida (a veces denominada «neoliberalismo») subiendo los tipos de interés para inducir una recesión. Sin embargo, esta medida tampoco logró devolver a la economía mundial sus anteriores tasas de crecimiento.
De cara a la reelección, Reagan recurrió al gasto masivo con un programa de keynesianismo militar, seguido de un acuerdo con los principales competidores industriales de Estados Unidos para coordinar una devaluación del dólar con el fin de reactivar las exportaciones manufactureras estadounidenses. Pero esto a su vez debilitó la rentabilidad manufacturera de las entonces segunda y tercera economías capitalistas, Japón y Alemania Occidental. Una década más tarde, en 1995, las economías capitalistas avanzadas dieron un giro de 180 grados mediante una revaluación del dólar. Supervisaron el despegue de las finanzas y de los activos financieros denominados en dólares, incluidos el sector inmobiliario y el mercado bursátil, gracias a unos tipos de interés ultrabajos. Durante un tiempo, en la década de 1990, pareció materializarse una recuperación, con beneficios en el sector manufacturero que rivalizaban con los del boom de la posguerra. Sin embargo, con el cambio de siglo, primero con la crisis de Asia Oriental de 1997-98 y finalmente con la implosión de la burbuja de las puntocom, la llamada «nueva economía» se hizo añicos.
Aquí es donde se detienen The Boom and the Bubble y la segunda edición de The Economics of Global Turbulence. En el largo ensayo «Lo que es bueno para Goldman Sachs es bueno para Estados Unidos» (2009), Brenner demostró que el colapso histórico de la economía mundial en 2008 fue una prolongación de esos intentos tan contradictorios de resolver dificultades de larga data en la economía real, logrados temporalmente mediante la especulación excesivamente apalancada en un mercado inmobiliario inflado. Aunque se originó en EE.UU., la crisis fue tan grande que llegó a ser sistémica, y requirió la intervención histórica de los bancos centrales de todo el mundo, que duró una década o más, posiblemente hasta el presente.
La cuestión principal es que después de principios de los años 70, en cada uno de los giros analizados por Brenner, los beneficios obtenidos por la industria manufacturera en una región se produjeron a expensas de las exportaciones de ese sector en otros lugares, mientras que las finanzas tendieron a beneficiarse de la revalorización de las divisas en esas mismas economías. Sin embargo, nunca se produjo una recuperación mundial sostenida del sector manufacturero, y el resultado fue una transformación cualitativa de la economía a escala mundial: hacia la financiarización en determinadas zonas, con un dinamismo manufacturero confinado sobre todo a los recién llegados de baja remuneración y alta tecnología, como los Nuevos Países Industrializados de Asia Oriental: la República de Corea, Taiwán y, sobre todo, la República Popular China.
En otras palabras, en la medida en que se lograron recuperaciones parciales de la rentabilidad, éstas se limitaron a ciertos sectores como el financiero, a expensas de otros como el manufacturero. También fueron localizadas, así como muy dependientes del valor relativo de las divisas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos el sector financiero fue rentable a partir de 1995, pero en condiciones que perjudicaron al sector manufacturero y mediante un endeudamiento masivo. Durante un tiempo ocurrió lo contrario en Alemania, pero allí las recuperaciones efímeras y frágiles sólo fueron posibles gracias a la devaluación del marco alemán a finales de los noventa y, durante la era Merkel, a un euro infravalorado, además de la represión salarial, la deslocalización de la producción y el crecimiento temporalmente elevado de mercados de exportación como China y Brasil. China, por su parte, ha mantenido su dependencia de las exportaciones suscribiendo la creación de crédito en Estados Unidos para apuntalar el consumo en ese país. Pero, como han documentado Victor Shih y otros, también se ha visto acosada por una especulación muy apalancada en su economía nacional. Así, la caída del crecimiento de los beneficios manufactureros detonó un periodo de turbulencias. Cada intento de resolución –ataques a los salarios y austeridad combinados con tipos de interés altos; gasto militar masivo y luego tipos de interés bajos para fomentar burbujas financieras sucesivas; devaluaciones y revalorizaciones coordinadas de las monedas– sólo tuvo un efecto temporal, y preparó el terreno para nuevas rondas de inestabilidad.
¿Es la turbulencia de la economía mundial un diagnóstico esotérico –que contradice el consenso académico– como parecen pensar Ackerman y Barker? Difícilmente. No sólo entre los libertarios, como alega Barker, sino también entre sus colegas neokeynesianos, así como entre historiadores y científicos sociales radicales, se acepta la cronología general expuesta por Brenner. En esta última categoría, sus partidarios van desde Philip Armstrong a David Harvey, pasando por Eric Hobsbawm y Giovanni Arrighi (autor de la crítica más exhaustiva de Brenner hasta la fecha). Destacados economistas de la corriente dominante -como Marcel Fratzscher en Alemania y Larry Summers y Barry Eichengreen en Estados Unidos- también han desarrollado teorías del estancamiento que concuerdan con la periodización de Brenner, identificando problemas estructurales en la economía incluso cuando ésta parecía funcionar a pleno rendimiento.
Quizá lo más importante para el presente debate sea la historia del periodo de Eichengreen, que lo divide en dos fases distintas: antes y después de 1973, año que marcó el final de la «edad de oro» del crecimiento de posguerra. Eichengreen atribuye este hecho al agotamiento de lo que denomina la «puesta al día» de Alemania Occidental y Japón, que, al ejercer presión sobre el trabajo y el capital, hizo que ambos abandonaran sus acuerdos mutuamente beneficiosos. Lo que sugiere, y lo que Brenner afirma sin rodeos, es que la falta de «coordinación» después de 1973, que Ackerman sostiene que es la causa última de la ralentización, fue en realidad provocada por una fuerza subyacente más profunda. Pero mientras que Eichengreen no desarrolla su concepto de «recuperación» más allá de algunas observaciones generales, Brenner remonta su agotamiento a la caída de la tasa de beneficios en el sector manufacturero entre las mayores economías capitalistas.
La objeción potencialmente más seria a Brenner es el cálculo que hace Ackerman de la tasa mundial de beneficios, de la que cuelga su principal argumento. Esta métrica, no diferenciada por sectores y que presumiblemente incluye a China, se denomina «ratio beneficio-inversión». Al mostrar una escasa caída de los beneficios totales, deja al problema de coordinación de la economía política capitalista como única causa de las graves crisis del último cuarto de siglo. Es un artefacto estadístico interesante. Pero como no distingue entre la industria manufacturera y la tasa global en los países en los que se centra Brenner, no es realmente pertinente para su argumento. Puede ser que la medida preferida de Ackerman sea superior para entender la tasa de beneficio mundial en abstracto. Pero, por sí misma, no aborda la evidencia acumulada por Brenner, que documenta el agotamiento del dinamismo en el crecimiento de la productividad, la producción, etc., en regiones específicas en momentos específicos, causado por la persistencia subyacente de la sobreproducción y el exceso de capacidad en la industria manufacturera. Incluso si se admite que la rentabilidad global, medida como se quiera, se ha recuperado, las transformaciones emprendidas para lograrlo –financiación, racionalización de la producción, austeridad, desindustrialización– deben registrarse como acontecimientos históricos, junto con sus implicaciones políticas y sociales. Esto es precisamente lo que el trabajo de Brenner se propone hacer.
Es concebible que una crítica de Brenner pueda comenzar con la abstracta relación beneficio-inversión; pero no podría posteriormente desestimar todo el trabajo de Brenner sin considerar primero su detallada historia del periodo. Por desgracia, ese es exactamente el enfoque de Ackerman. Para él, existe una tasa de beneficios elevada más o menos continua durante todo el periodo de posguerra y en toda la economía mundial, puntuada únicamente por «fallos de coordinación» relativos a la desigual división del trabajo. A diferencia de Eichengreen, Ackerman no explica cuándo ni por qué surgen estos problemas, ni por qué, si se deben simplemente a una mala coordinación, los trabajadores y los capitalistas aún no han negociado una paz duradera para compartir los beneficios que se acumulan implacablemente en todo el sistema y que, bajo una coordinación racionalizada de la división del trabajo, pondrían a la sociedad en el camino hacia un futuro más brillante. Esta resolución duradera de la lucha de clases era, en cualquier caso, la promesa de la economía mixta en el mundo capitalista avanzado a mediados de siglo. ¿Por qué terminó finalmente este «compromiso de clase»? ¿Y por qué terminó cuando terminó? Éstas son las cuestiones históricas que Brenner aborda y Ackerman no.
Barker
Para Barker, el hecho de que Brenner se centre en la rentabilidad de las manufacturas representa una lectura estrecha y selectiva de la historia, que distorsiona el panorama económico general del periodo. No está claro«, escribe, «por qué los beneficios de la industria manufacturera deberían ser especialmente importantes, dado que la industria manufacturera representa actualmente sólo el 11% del valor añadido de la economía estadounidense». ¿Se trata simplemente de miopía por parte de Brenner? Según el propio Brenner, las dificultades del sector manufacturero constituyen la causa subyacente que desencadenó la concatenación resumida esquemáticamente más arriba. Por lo tanto, su atención a la tasa de beneficio de la industria manufacturera no se debe a un prejuicio arbitrario, sino a lo que, según él, son los orígenes empíricos e históricos de la evolución contradictoria desde finales de los años sesenta. Una crítica de este enfoque en la industria manufacturera, por tanto, debería cuestionar la explicación de Brenner de la recesión de principios de los 70 y el posterior fracaso del keynesianismo a finales de la década. Pero Barker no lo intenta. Se limita a considerar la disminución de la participación de la industria manufacturera en el conjunto de la economía como una prueba de que el sector, como tal, ya no importa tanto como antes. Al igual que con la polémica de Ackerman, incluso si uno estuviera de acuerdo con Barker empíricamente en este punto, la posición de Brenner no puede ser tan fácilmente descartada. Brenner demuestra que el giro hacia las finanzas es una respuesta a las dificultades de la economía real. Como tal, cualquier compromiso serio con su trabajo debe hacer algo más que afirmar que la economía real ya no es un destino tan vital para la inversión, ya que esta es una de las implicaciones del argumento de Brenner.
Además, Barker se opone al concepto de «capitalismo político» en los escritos más recientes de Brenner: la idea de que, en condiciones de estancamiento, «el poder político en bruto, en lugar de la inversión productiva, es el determinante clave de la tasa de rendimiento» –y que el Estado se ha convertido, por tanto, en un instrumento indispensable de extracción de excedentes–. Barker argumenta que, dado que el capitalismo siempre ha dependido de la intervención del Estado, la novedad de este fenómeno es exagerada. Pero no se puede acusar a Brenner de descuidar el papel del Estado en el desarrollo capitalista. En The Economics of Global Turbulence, las actividades de los Estados de Estados Unidos, Alemania Occidental y Japón se abordan en casi todas las secciones. Lo que distingue este periodo anterior de acumulación del actual, argumenta, es el propósito y la orientación del Estado. En el periodo de posguerra, la intervención estatal se organizó en torno al aumento de la competitividad de la industria manufacturera o, en el caso hegemónico de EE.UU., en torno al fomento de la recuperación de la industria manufacturera en la RFA y Japón. Ahora, la esfera política está menos preocupada por aumentar la acumulación o coordinar la producción en zonas competidoras.
En su lugar, la política se ha convertido en un proceso de redistribución directa (hacia arriba) de la riqueza. Ya no es el Estado capitalista el que organiza la producción; es la clase dominante la que se dedica a una práctica anfibia de auto-negociación interna corrupta, en el contexto de una falta de dinamismo en todo el sistema y de una capacidad debilitada para producir beneficios en la economía real. Por esta razón, sugiere un movimiento hacia un modo de producción novedoso, porque elude la forma específicamente económica de producción para el intercambio que es característica del capitalismo. Bajo este régimen emergente, ya no se impone la separación de lo económico de lo social y lo político.
Por lo tanto, la crítica de Barker se basa en un malentendido básico del término «capitalismo político» en su contexto. Nada en Brenner niega el argumento de Barker sobre el papel del Estado en la creación de condiciones para la acumulación. El cambio histórico que identifica Brenner es, más bien, sobre el objetivo de la política y su relación con la economía. Este es su tema, y aunque uno pueda estar en desacuerdo con su análisis o terminología, una crítica robusta tendría que enfrentarse a su argumento tal y como está expuesto concretamente.
Barker también afirma que el análisis de Brenner sobre el papel de la Reserva Federal en las sucesivas burbujas de las últimas décadas se contradice con el actual proceso de endurecimiento monetario. Afirma que esto último es algo que Brenner teóricamente «debería» apoyar, dada su objeción al régimen de crédito barato que ha caracterizado a la economía mundial desde la década de 1990. Con este análisis, Barker presenta el argumento de Brenner como una crítica unilateral al «dinero fácil». Pero, ¿qué ha escrito realmente Brenner sobre el uso de la política monetaria restrictiva frente a la «laxa»? Un pasaje ejemplar sobre el monetarismo de The Economics of Global Turbulence dice lo siguiente:
Se suponía que una política macroeconómica cada vez más restrictiva restauraría la rentabilidad y, por tanto, el dinamismo de la economía, deshaciendo los efectos inerciales de la creación keynesiana de deuda al expulsar del sistema los medios de producción redundantes y de alto coste, y reduciendo los costes salariales directos e indirectos a través de un mayor desempleo. Sin embargo, al igual que el keynesianismo, aunque logró parte de lo que se proponía, el monetarismo resultó en última instancia inadecuado, en gran medida porque sólo actuaba modificando el nivel de la demanda agregada, cuando el problema fundamental era el exceso de capacidad y de producción en un sector concreto, el manufacturero, resultante de la mala distribución de los medios de producción entre los distintos sectores económicos. En la medida en que se emprendieron seriamente restricciones importantes a la disponibilidad de crédito, éstas tendieron a resultar contraproducentes, ya que las repentinas y bruscas reducciones de la demanda agregada que provocaron golpearon indistintamente a los sectores con exceso de existencias y a los que carecían de ellas, e hicieron caer indistintamente a las empresas que funcionaban bien y a las que funcionaban mal. La reducción de la demanda agregada también causó problemas al dificultar la reasignación de los medios de producción a nuevas líneas. En cierto sentido, el problema del monetarismo como solución al problema del exceso de capacidad y de producción internacional en el sector manufacturero era el opuesto al del keynesianismo. El keynesianismo, al subvencionar la demanda agregada, ralentizaba la salida de las líneas sobreabastecidas, pero creaba un entorno más favorable para la entrada necesariamente arriesgada y costosa en otras nuevas; el monetarismo, al recortar la demanda agregada, forzaba una salida más rápida de las líneas sobreabastecidas, pero creaba un entorno menos favorable para la entrada en otras nuevas.
De este pasaje se desprende claramente que Brenner considera que tanto las políticas monetarias «fáciles» como las «restrictivas» son incapaces de resolver las contradicciones fundamentales que impulsan la presión a la baja sobre la rentabilidad de la industria manufacturera. Cada remedio, al responder sólo a un lado del problema y exacerbar el otro, preparó el terreno para una futura contracción. Los tipos de interés bajos siempre fueron desestabilizadores, políticamente y en otros aspectos, dado el nivel histórico de especulación financiera que fomentaban. En su estela, el esfuerzo continuo por destruir la riqueza –principalmente la de los pequeños inversores, los que no están bien conectados políticamente, etc.– refuerza la naturaleza «política» del actual régimen de acumulación.
Brenner no aprueba ninguna de las dos dinámicas, ni debería hacerlo. No defiende unos tipos de interés más altos como cuestión de principios, como sostiene Barker, que confunde el análisis histórico con la filosofía moral. Más bien muestra cómo, en las últimas décadas, los bajos tipos de interés habían sido la base para que los ricos ganaran dinero en una economía con pocas oportunidades de inversión rentable. Las contradicciones de ese régimen de treinta años, que se vio sacudido en 2008 y experimentó un período de posguerra entre 2009 y 19, sentaron las bases de la actual ofensiva coordinada de clase, que Brenner denomina «saqueo creciente».
El uso de medios extraeconómicos de expropiación –es decir, la coerción– y la redistribución ascendente de la riqueza son efectivamente ignorados por Barker. Pero las características observables de la economía mundial contemporánea indican que algo así está ocurriendo, ya sea en la desposesión de los pequeños propietarios o en la perspectiva de algo como una moneda digital del banco central (CBDC). Esta última sugiere la administración directa de los valores de uso, junto con la abolición no sólo del ánimo de lucro en la producción, sino también del propio dinero como medio universal de intercambio y depósito de valor. Como ha escrito Eswar Prasad, estas monedas digitales serían expresamente políticas, ya que podrían programarse para ser condicionales para usos particulares, y empleables sólo en determinadas condiciones sociales. Al sustituir al efectivo, las CBDC podrían además eliminar el «límite inferior cero» y facilitar así tipos de interés profundamente negativos para permitir la confiscación directa de los depósitos en periodos de emergencia, lo que equivaldría a un «rescate» de los bancos, como ya ocurrió en Chipre hace una década.
Aunque Brenner no discute estas posibilidades, los banqueros y los gobiernos las están aireando abiertamente y merecen una seria consideración por parte de la izquierda. En mi lectura, confirman su narrativa histórica, especialmente en sus escritos de la última década y media. Demuestran que la contradicción primaria hoy es política; y explican por qué, dada la debilidad del capitalismo económicamente, la clase dominante ha logrado consolidar su poder. (Estos desarrollos, sin embargo, no excluyen una crítica de la hipótesis del «capitalismo político» o del concepto más provocativo de «tecnofeudalismo». Como han argumentado Ruth Dukes y Wolfgang Streeck, analizando estas afirmaciones desde una perspectiva histórico-jurídica, la expansión de la libertad contractual distingue al mercado laboral contemporáneo de cualquier cosa que pudiera entenderse como feudal o no capitalista).
Reformismo frente a reformas
La cuestión de la política es fundamental para evaluar las intervenciones de Ackerman y Barker en otro aspecto importante. Ambos parecen estar motivados, más o menos explícitamente, por el deseo de conseguir reformas apelando a políticos y responsables políticos, electos y no electos. Ackerman rechaza la política revolucionaria que imputa a Brenner, mientras que Barker intenta demostrar que legislaciones como las de CHIPS y Science Act en Estados Unidos deberían ser bien acogidas por la izquierda. Ambos se oponen al escepticismo de Brenner ante tales esfuerzos cuasi-tecnocráticos. Pero el relato histórico de Brenner sobre la política estadounidense queda relegado a un segundo plano en sus comentarios, que se centran en cambio en sus «Siete tesis sobre la política estadounidense» provisionales (en coautoría con Dylan Riley) y en su conferencia sobre el «Problema del reformismo». Si tuviéramos en cuenta este análisis a más largo plazo, ¿cómo caracterizaríamos entonces las opiniones de Brenner sobre la conexión entre la política de masas, la economía política y el reformismo en Estados Unidos?
En su mordaz ensayo sobre las elecciones legislativas estadounidenses de 2006, «Structure vs Conjuncture» (Estructura contra coyuntura), Brenner sostiene que las reformas estadounidenses más significativas del siglo XX –las promulgadas por Roosevelt y más tarde por Johnson– se consiguieron a través de movimientos sociales militantes, cada uno de ellos luchando en diferentes contextos político-económicos. En contra de las críticas de Ackerman (y en menor medida de Barker), Brenner no atribuye estos éxitos a una relación simple y automática entre dichos movimientos y las condiciones económicas imperantes. Por el contrario, considera que sus logros son el resultado de acontecimientos históricos contingentes.
Para Brenner, las reformas de la era del New Deal fueron el resultado de una «explosión de acción directa de masas fuera del ámbito electoral-legislativo»; organizaciones como la United Auto Workers «inicialmente se negaron a apoyar la candidatura demócrata y, en su convención fundacional de 1936, pidieron la formación de partidos obrero-campesinos independientes». Sin embargo, en el transcurso de la «segunda depresión» y de las derrotas de la segunda mitad de la década, «la oficialidad del CIO reaccionó a la caída de las luchas de masas volcándose en la institucionalización de las relaciones sindicales-patronales, a través de la negociación colectiva y la regulación sancionadas por el Estado», lo que supuso «un compromiso total con la vía electoral y con el Partido Demócrata». A partir de ese momento, los demócratas y la oficialidad obrera trabajaron en tándem, y llegaron a «contar con el apoyo de los trabajadores», mientras que cada vez ofrecían menos a cambio.
Las reformas de mediados de los años 60 en Estados Unidos –incluidas las Leyes de Derechos Civiles y de Voto, Medicaid y Medicare– se lograron bajo una economía política totalmente diferente. Los principales sindicatos ya habían sido contenidos y domesticados por sus dirigentes de clase media. Sin embargo, la militancia del movimiento de liberación negro, principalmente en el norte, junto con la creciente presión ejercida por las luchas contra la guerra y el Tercer Mundo, consiguieron forzar una serie de concesiones civiles y legales. (La popularidad de tales reformas las estableció rápidamente como hegemónicas, y Nixon buscó más tarde su propia versión).
No fue hasta el inicio de la crisis de los setenta cuando comenzó la contraofensiva patronal, bajo Carter inicialmente, con la desregulación seguida de intentos demócratas de asegurar el respaldo de las empresas. Los sindicatos pacificados, que habían abandonado hacía tiempo la lucha por la reforma social, no se opusieron a ello. Aquí, Brenner se preocupa de contrastar las trayectorias de la historia estadounidense y europea:
. … las adaptaciones a la recesión se produjeron en el contexto de distintos equilibrios de fuerzas de clase en todo el norte capitalista, lo que dio lugar a una variación significativa de los resultados político-económicos. En contraste con el descenso de la tasa de sindicación en el sector privado estadounidense, la mayoría de las economías capitalistas avanzadas de Europa Occidental fueron testigos de la tendencia opuesta: un aumento de la densidad sindical no sólo durante los años 50 y 60, sino también a lo largo de los 70 y, en algunos lugares, de los 80. Después de 1995, con la revalorización de los sindicatos en Europa Occidental, la tasa de sindicación de los trabajadores de los sectores público y privado se redujo de forma significativa.
Después de 1995, con la apreciación del dólar en medio de la intensificación de la competencia intercapitalista, la economía estadounidense se definió en gran medida por la financiarización y la deslocalización a expensas de la industria manufacturera. Los trabajadores estadounidenses no estaban en condiciones de resistirse a este proceso, ya que habían perdido sus organizaciones políticas independientes. En 2006, Brenner pensaba que «es probable que los demócratas aceleren su estrategia electoral de moverse hacia la derecha para asegurarse votos no comprometidos y más financiación corporativa, mientras confían en que su base negra, obrera y antibélica les apoye a cualquier precio contra los republicanos». (Pelosi, a su debido tiempo, financió la guerra de Irak y, tras 2008, los demócratas se distinguieron como el socio más entusiasta en la supervisión de los rescates bipartidistas de Wall Street). ¿Es esta historia, como sostiene Ackerman, fatalmente dependiente de la «teoría de la crisis», excesivamente recelosa de la burocracia sindical y reacia a emprender reformas desde dentro del Estado?
La evaluación de Ackerman claramente no capta el detalle del análisis de Brenner, expuesto en «Estructura contra. Coyuntura», que revela que las reformas pueden ganarse en condiciones político-económicas dramáticamente diferentes. La comparación con Europa se ofrece como prueba de que, incluso durante los periodos de crisis, la alta densidad sindical pudo evitar temporalmente la contraofensiva masiva llevada a cabo por el capital durante los años setenta y ochenta. Así pues, las principales distinciones que establece Brenner no son únicamente entre diferentes coyunturas económicas (auges y recesiones). Pertenecen más bien a la historia de la izquierda en su entorno social concreto –sus tácticas, composición de clase y capacidad para mantener la independencia de partidos como los demócratas– a medida que responde a tales coyunturas. No se trata en absoluto de un argumento historicista: está claro que ciertas tácticas son más útiles que otras, sea cual sea el contexto más amplio; y también está claro que durante las recesiones y depresiones, los trabajadores deben estar más preparados que nunca para la confrontación. Pero en cualquier condición, la movilización de una masa independiente y activa de la clase obrera aumenta la probabilidad de conseguir reformas.
En resumen, el debate suscitado por los recientes escritos de Brenner podría beneficiarse de un juicio histórico más agudo. Existe un parecido superficial entre el régimen de bajos tipos de interés de principios de siglo y la edad de oro de la gestión keynesiana de la demanda. Del mismo modo, el reciente giro hacia los tipos de interés altos y el saqueo extraeconómico puede evocar el monetarismo que acompañó a la ofensiva patronal de finales de los setenta. Pero la relación diacrónica de estos episodios demuestra su especificidad. La economía mixta keynesiana de 1948 se invirtió con la llegada del neoliberalismo en 1979, y fue superada por la era de la «bubblenomics» a partir de 1995. El fracaso de esta última puso en marcha el neoliberalismo de emergencia de los rescates liderados por Geithner después de 2008, seguido de un patrón de mantenimiento de una década. A su vez, esto fue sucedido por la actual coyuntura «capitalista política»: un asalto a los niveles de vida de la población combinado con un endurecimiento de los aparatos represivos del Estado. Esta perspectiva revela ciertos vínculos causales y determinantes entre los acontecimientos a medida que se desarrollan en el tiempo. Por ello, puede resultar desalentadora para quienes esperan que las reformas de una época puedan transplantarse quirúrgicamente a otra, mediante las opciones políticas correctas. En última instancia, sin embargo, una política basada en una comprensión clara de estas distintas fases históricas es una guía más útil para el presente.
Fuente: Sidecar (New Left Review), 6-10-2023 (https://newleftreview.org/sidecar/posts/mapping-turbulence)