Un punto de encuentro para las alternativas sociales

De la inexistencia de la «Astucia de la Historia» en Hegel (2023)

Joaquín Miras
Por qué es absolutamente imposible que una persona que de veras se pone a leer a Hegel, pueda declarar que en Hegel se elabora la noción de la «Astucia de la Historia»
Por: Hipogrifo Violento
Cuando uno no ha leído ningún texto de Hegel, desde luego, lleva en mente multitud de explicaciones, de teorías, de argumentos, que ha leído en otros autores, quienes dicen haber leído a Hegel, y que lo que presentan es un resumen, y lo interpretan y valoran, aun sin que el lector les haya pedido que opinaran al respecto. Un curiosum de tales textos es su recurrente afición a la poesía de cancionero del siglo XV: al «mal de ausencia». Hay en esos textos y autores, siempre, total ausencia de citas textuales de las obras de Hegel.
Y ahí es donde me encontraba yo, que había recibido durante años una masa moderadamente enorme de interpretaciones sobre Hegel, a través de lecturas segundas de autores que, he ido descubriendo con los años, yacen abismados en la décima morada del octavo círculo del infierno de Dante, el de los falsificadores, junto a la esposa de Putifar.
Espántanme algunas veces el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo pudiera creer, que en estas cosas, soy yo de la misma opinión que la de Teresa de Cepeda. Y es que, cuando me paro a contemplar mi estado y ver los pasos por donde me han traído, hallo, según por donde anduve perdido, que a mayor mal pudiera haber llegado.
Debo reconocer que sí que había leído, una vez, durante un verano, entre dos cursos, y estando en la facultad como estudiante, un librito con textos de Hegel, sobre estética, pero esta tienta en capea no había dejado huella alguna en mi: ni lo había entendido, y ni siquiera había entendido que no lo entendía.
Posteriormente sí había leído un libro declaradamente escrito sobre Hegel, de Georg Lukács, dado mi interés por el húngaro, El joven Hegel y los problemas de la revolución. En su lectura se me escaparon multitud de pasos, y, además, no me creí la tesis fundamental, porque, precisamente, contravenía y contradecía lo que yo había leído anteriormente: lo que me había llegado a través de muchos que se decían lectores de Hegel. A saber, Lukács decía que Hegel había sido un revolucionario.
Desconocía yo, entonces, que Lukács había publicado el libro con toda la discreción y sigilo del mundo, haciéndolo editar, con precaución, cautela y temor, en Suiza, no en Alemania, para que pasara desapercibido. Pensé que, por el contrario, el libro era una operación intelectual del sabio Lukács, ante el gran público marxista en general, para producir en el mismo una amplia captatio benivolentiae y ponerle en situación de atender –iudicem atentum parare-, exponiendo ante los camaradas jóvenes «carmina non prius audita» sobre Hegel. Esta forma intelectual de trabajo había sido utilizada por Lukács en otras ocasiones. No en la obra sobre la que la extrema izquierda hace más hincapié para acusarlo de acomodarse al estalinismo, y que es Historia y consciencia de clase. Todo lector de Lukács sabe que esa obra es una sociología mesiánica, si cabe esta definición. Sociología porque parte de la división de la sociedad en clases, mesiánica porque atribuye a una de ellas la posibilidad de salvar la sociedad mediante una acción política revolucionaria. En toda su obra posterior, Lukács parte de una onto antropología del ser humano, de las características del ser humano como ser social e histórico, para reflexionar sobre las posibles alternativas de cambio social. Y sabe, al hilo de Hegel, que se trata, no de organizar una alternativa de poder político, sin más, sino de crear, en acción comunitaria, una alternativa de cultura material de vida, de eticidad, proceso en el cual, los mismos agentes en acción pasan a generar en sí mismos nuevas necesidades antropológicas distintas a las que poseían como agentes inmanentes a la sociedad capitalista, y que en el esquema de la clase revolucionaria que el había sostenido siguen incambiadas.
A menudo Lukács hace pasar esas otras nuevas ideas, que le llevaron a escribir una ontología del ser social, como basadas, propias, y ya larvadas in nuce en la obra de Marx. Y para llegar a acuerdos y compromisos con el diamat, enfatiza el papel limitador de la naturaleza respecto de la libertad humana, como explicación de la lentitud o estancamiento de los procesos en la Europa de influencia soviética. Cuando la libertad es un asunto que depende de las relaciones sociales inmanentes que organizan cada sociedad. Y tácitamente, viene a sugerir que las ideas sobre la necesidad de crear una nueva eticidad proceden de Marx, mediante citas seleccionadas de la obra de este, que interpreta de otra manera -por ejemplo: «no lo saben, pero lo hacen»- cosa que no tiene fundamento.
Mantiene en silencio el hecho de que las formas organizativas comunistas, que tienen variantes, e incluyen las opciones trotskistas y extremo izquierdistas, todas ellas en general, están pensadas para la intervención política en su sentido convencional, y no son funcionales para ayudar a organizar, en proceso, una eticidad nueva -el caso de excepción es el del intelectual colectivo de Gramsci, que ya no es un partido según nosotros lo entendemos, con su elaboración de programa, y su esfuerzo por alcanzar las instituciones de poder político o por crear otras-.
Con el tiempo y las lecturas descubrí que era por completo cierta la tesis de Lukács y que en esta obra sobre el joven Hegel se fundamentaría el marxismo posterior de Lukács, con las concesiones o peajes posteriores, añadidos, tomados de la dialéctica con de naturaleza, procedentes del diamat y de Engels, para tratar de establecer diálogo intelectual con el pensamiento filosófico coetáneo.
Georg Lukács tenía clara consciencia de que había que repensar y comprender el fracaso revolucionario de los años veinte, sin imputaciones de culpa ad hominem -«je suis tombé par terre, c’est la faute à Voltaire, le nez dans le ruisseau, ciest la faute à Rousseau»-. Fracaso cuya incapacidad de análisis, consecuencia de una teoría que no podía ir más allá, exigía un replanteamiento filosófico radical, sin concesiones al revisionismo, pero sin complacencias en un modelo filosófico político que se había mostrado impotente. Precisamente, la serenidad de Lukács se debía a que sabía que la causa del fracaso no estaba en los grupos dirigentes, y no valía la pena participar en las broncas y en el mutuo devorarse los unos a los otros. Porque el problema tenía otro fuste. Y había que volver a comenzar por el principio, y a ser pontífice para el futuro, de todo el legado intelectual humano del pasado, cuyo valor para la tarea era incalculable.
La impotencia del modelo comunista estándar se revelaba, no tanto en el fracaso político, cuyas causas, en primer lugar, fundamentales eran práxicas, civilizatorias, y dado que no es la filosofía, la teoría de la vanguardia, la que guía las luchas, como en la incapacidad de comprender el proceso histórico en términos de totalidad concreta, esto es de cultura civilización, de antropología humana, la generada por el mundo existente.
Lukács poseía consciencia de que el pensamiento revolucionario estaba necesitado de una fundamentación filosófica coherente, radical, que fuera a la raíz, que reflexionara sistemáticamente sobre la totalidad real del ser humano, y en términos de historicidad y eticidad, que es lo que le proporciona Hegel.
Dejemos aquí esta apasionante referencia a estos comunistas, los hegelianos que adoptaron la teoría del plusvalor de Marx, los Georg Lukács, Antonio Gramsci, Ernst Bloch, etc. Pero no por creer superfluo meditar en ellos. Bien se echa de ver mi desacuerdo pleno con la opinión que expusiera Evaristo Carriego, en aquel Buenos Aires de 1930, según la cual que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente.
En resumen: en lo que a mi respecta, por aquellas fechas, y en lo que hace a Hegel, como sabe todo filólogo que haya hecho exámenes sobre una obra, leyendo bibliografía crítica sobre la misma, pero sin haber leído el libro de referencia, cada uno de los estudios resulta ser en parte un arcano, en parte un sinsentido. Se desconoce a qué se refiere el crítico, y se acaba no sabiendo si el estudio es una genialidad deslumbrante o una sarta de estupideces.
Por todo esto, puedo afirmar que cuando decidí leer por vez primera, de veras, tratando de entender cada línea, o al menos evitando que se me pasara la consciencia de que no estaba entendiéndola, una obra de Hegel, yo ignoraba todo de Hegel pero acumulaba prejuicios sobre el mismo.
Comencé por donde se suele, si bien quizá no es la obra más indicada para iniciarse: nada menos que por la Fenomenología del Espíritu. Y por el comienzo de la misma. El «Prólogo». Ese extraordinario, apretadísimo, fulgurante y, para ser puesto como prólogo, dificilísimo texto. Un texto sin embargo formidable, admirable, si se hubiera colocado como epílogo, pues fue escrito al final de la Fenomenología, una obra en la que Hegel iba cociendo ideas mientras las escribía, como lo muestra el que muchos pasos de la misma -muchos, literalmente: que van encabezados por un guion, usualmente- son adendas escritas en las galeradas.
El problema central consistía, precisamente, en la ignorancia del sentido técnico que poseían determinados términos usados por Hegel. Términos que no se correspondían con el vocabulario que, desde el racionalismo ilustrado, y el positivismo, habían sido acuñados con el significado convencional usual. También en la ignorancia del sentido y propósito de la obra. Que me acarreaba otro problema, dada mi ignorancia de la filosofía escolástica. Y de toda la historia, en general, de la filosofía anterior. Porque la elaboración de significados ejecutada por Hegel era lógica, no era arbitraria, y tenía como objeto recuperar el sentido de la filosofía escolástica, incluidos sus términos, y sorber, reinterpretando, reactualizando, las nociones allí expuestas, o, en todo caso, contravenirlas en parte, discutiéndolas en un preservar transformando, incorporándolas a un marco de sentido posterior, creado por la propia historicidad de la praxis humana, y del pensamiento que la registraba.
Una obra que es una historia de la experiencia de la consciencia -sabemos que el subtítulo de la Fenomenología es «Saber/Wissenschaft de la experiencia de la consciencia»-, cuyo autor sabe que lo único que ha quedado como documento de las experiencias de las consciencias de periodos históricos anteriores son las escrituras filosóficas coetáneas, que son un saber tercero, reflexivo, sobre ese saber segundo que fue cada una de las experiencias práxicas, -cada una de las eticidades y praxis generadas, de las cuales son inherentes las experiencias- no puede obrar de otra manera.
Creo sin embargo que ese prólogo permite hacer comprender al lector no enardecido por cruzadas antihegelianas, que no está entendiendo los términos técnicos que se encuentran en él. Que estos -que la obra- poseen otro sentido, que al lector, de entrada, no se le alcanza.
Y eso pasa muy fundamental y claramente cuando el lector se topa, precisamente, con la palabra Razón/ Vernunft.
Si el saber de uno, como lector, proviene del código del racionalismo ilustrado y del positivismo, en el que la razón es la denominación del conocimiento objetivo, valioso, de base científica, que vamos obteniendo sobre la realidad, y que nos permite ver en qué se habían equivocado «nos ancêtres, le Gaulois» y el mundo africano que comenzaba en los Pirineos, -cuánta torpeza, ignorancia y fanatismo acumulados durante los siglos anteriores… Tantae mollis erat, la empresa de deshacerlas-, pues, uno se percata de que ese no es el significado que la palabra posee en el texto de Hegel.
Razón/Vernunft no es la denominación del pensamiento objetivante que elabora verdad no fetichista sobre el mundo objetivo que está expuesto, ante nuestra mente. Ni el que orienta nuestro hacer objetivo, nuestra praxis. Esa era la primera constatación. Porque todo esto pertenece a otro tipo de pensamiento denominado por Hegel Entendimiento/Verstand.
Qué fuera, entonces, la Razón/Vernunft, no se sabía. Pero en ese prólogo se diferencia meridianamente entre Entendimiento/Verstand, y Razón/Vernunft. Y se hace un elogio entusiástico del «Entendimiento», término que traduce el «nous» aristotélico, y que recoge toda una tradición filosófica, la escolástica, que, a su vez, traduce el «nous» griego como «intellectus». Por eso mismo, las traducciones italianas de Hegel, vierten el término «Verstand» «Intellectus» al italiano, como «intelletto».
Sí queda claro en el prólogo referido -no confundir el «Prólogo», al que me refiero, y que tiene casi medio centenar de páginas, con el texto que viene a continuación, titulado «Introducción», que sí fue elaborado al inicio de la escritura, y no llega a las 15 páginas-, que lo que el racionalismo ilustrado entiende por saberes, esto es todo el cúmulo de conocimientos objetivantes, sobre el mundo real, que posee el ser humano, las ciencias, pero también todo tipo de pensamiento técnico, como el usar una gubia, por ejemplo, y todo aquel otro tipo de pensamiento práxico que nos permite orientarnos en el mundo, y no morir atropellados en una calzada, o no dejarnos timar, etc., está incluido en su totalidad en lo que Hegel denomina Verstand/Entendimiento/intellectus, y que Hegel, una vez se refiere al mismo en dicho prólogo, hace de él un elogio encendido, entusiasta, tajante y sin cautelas. Lo considera aquel pensamiento sin el cual la vida humana no sería posible. Sin más.
«Analizar (…) superar la forma en que [una representación] era familiar y conocida (…) La actividad de separar es la fuerza y el trabajo del entendimiento, el más grande y maravilloso de los poderes, o más bien, el poder absoluto…» [1]
A partir de aquí, antes de la trigésima página, un lector que de veras lea a Hegel, sabe que no sabe qué es la Razón. Sabe también que nada tiene que ver con el pensamiento que directamente produce la vida humana, con lo que produce la historicidad material, las eticidades. En consecuencia, sea lo que sea la Razón, sabe que no puede ser un pensar que genere el proceso de constante autoproducción del ser humano, e impulse la historicidad humana. Y en conclusión, no puede ser, menos aún, un pensar que haga evolucionar en una dirección la materialidad del mundo.
Esto es así, y así queda constituida la conclusión como fruto de la lectura, conclusión que va acompañada del crecimiento de la perplejidad del lector, que no tiene idea sobre qué hacer con tal palabra: Razón, respecto de la que, al comienzo, pensaba que poseía el sentido cognoscitivo que la ilustración le confería a la palabra razón: pues no.
Una vez llegados aquí, ya está dicho lo más importante: sea cual fuere su significado, incluso en el caso de que su sentido fuera una inconsistencia de sentido, un paralogismo, un loquefuera, la palabra Razón/Vernunft, sí que no podría referirse a ninguna facultad ni potencia ni saber de los que producen mundo, y de los que, en el caso de que la producción de mundo fuese siempre a mejor, lo impulsase a evolucionar materialmente hacia un fin ya preestablecido en algún momento del tiempo -pongamos: «el final de la historia», una frase que no existe en Hegel- con independencia de la voluntad de los seres humanos, y los propósitos que ellos creyeran que dirigían su hacer. Propósitos de los seres humanos que hubieran sido, en ese caso, medio instrumental para la «Astucia» de algo o alguien. También queda claro que no es la denominación para un saber que reflexiona sobre las ciencias y sobre los demás tipos de conocimiento, y que pretendiera estipular cuáles son los límites epistemológicos de los diversos conocimientos, sus inconsistencias, sus paralogismos, etc., como crítica de los mismos, en plan «conflicto entre las facultades» de Kant.
Por ello mismo, un filósofo verdaderamente conocedor de Hegel, como lo es Lukács, puede escribir un libro que se titule El asalto a la razón, o La destrucción de la Razón, escribir sobre la decadencia de la razón en el mundo capitalista, sin que ello implique un juicio negativo sobre el progreso y eficiencia de las ciencias, las técnicas y la racionalización y mejora de la eficiencia de la actividad productiva humana, de la que los mismos hornos crematorios nazis eran una prueba en positivo.
Para un «lector in fabula» que esté en la fábula ilustrada racionalista, sin embargo, si un filósofo habla de destrucción de la Razón, no puede estar sino diciendo que las ciencias, la técnica, la vida moderna generada por ellas, está en retroceso, en involución. Y eso no es verdad, porque… la energía atómica, el ADN, la teoría de cuerdas, etc., muestran a contrario lo mucho que progresamos constantemente. Pero Lukács no está discutiendo eso. ¿A qué se referirá? Y por tanto, ¿qué significación posee la palabra Razón/Vernunft?
Pero hay una cosa que ya le ha quedado clara, en esos momentos iniciales de lectura, al lector de Hegel. Puesto que la Razón no denomina en primer lugar -y sé que me reitero- al saber teórico sustantivo, ni al cúmulo de saberes que producen el mundo, ni a la reflexión segunda sobre esos saberes teóricos desde la filosofía, eso que se denomina Razón: ¿cómo, si no es a base de mala fe, o de fe, buena, pero luterana, necesitada de la predestinación del mundo desde toda la eternidad, puede ser pensada como un pensamiento entitativo, cuya evolución induce, «astutamente», el cambio del mundo en un sentido?
Existe un segundo enigma, todavía no puesto en descubierto, pero que adelanto ya. De dónde proceda lo que se denomina Razón en la Ilustración, sí tiene un misterio, que, sin embargo, y como veremos de inmediato, no se produce en Hegel. La Razón racionalista ilustrada es ese esfuerzo por comprender la realidad y su acumulación de saberes. Un esfuerzo cuya actividad ponemos en la mente humana, no en todas, sino en las preclaras -vivimos, no en una época ilustrada, sí en una época de Ilustración en la que unos le dicen a otros, amodorrados, ¡Sapere, aude!-. Pero de dónde proceda esto, esta razón esclarecida, eso, ya, sí es un misterio.
Existen unos trascendentales intelectuales, que recogen la tradición aristotélica, y la modifican. Son reducidos y puestos en la mente del ser humano. De dónde procedan estos, qué, o quién los haya puesto en la mente humana, esto es un ignotum, un «corporis misterium» del que la relación entre «genitori genitoque» están inexplicados. Universales innatos, innatos a la naturaleza humana, pero, producto de qué, de quién, generados cómo, etc.
Y eso, la duda de lo que sea la Razón/Vernunft, pero la claridad sobre lo que no es, y sobre lo que no puede ser: que no puede ser «una astucia que guía la historia», ni «una astucia de -genitivo subjetivo- la historia», eso, es algo que ya, desde el mismo prólogo, queda meridianamente claro, lo mismo que el origen del saber del Entendimiento, por otra parte.
Si alguien quisiera hipotetizar la existencia de un motor de la humanidad que la dirigiera en una dirección, un Santos Luzardo, ingeniero que viste y calza, que combatiera a Doña Bárbara, debería tratar de encontrarlo y justificarlo entre los saberes del Entendimiento, o en todos juntos, o en algunos privilegiados, etc.
No en esto que no se sabe, aún, lo que es, y que Hegel denomina Razón/Vernunft.
Y colorín colorado. Aquí termina esta crítica contra la crítica, crítica, que ha descalificado con tanta alegría al pobre Hegel, acusándolo de ser teorizador de «la Razón como astucia que obra en la historia», o de «la Razón como astucia de la historia», ambas alternativas, versiones a medias laicas sobre un dios que escribiría derecho -desde toda la eternidad, con designios ya adoptados, predestinadores de la humanidad, la cual carecería de libre arbitrio, pero, para el bien de ésta, hacia su bien, por su bien… en su bien, con su bien y demás preposiciones propias- con renglones torcidos.
Pues, bueno, eso no es así, y quien ha leído a Hegel, así lo sabe. Y punto redondo. Y eso aunque el que haya llegado en su lectura hasta aquí piense que la Vernunft es un concepto, oscuro, confuso, difuso… quimérico, fabulado, sin fundamento, inconsistente, o simplemente, carente de explicación sobre lo que él sea o en qué consista, etc.
Pero es que Hegel sí nos explica, en el prólogo, y a lo largo del resto de la obra, y una y otra vez, sobre todo a partir del capítulo Quinto de la Fenomenología qué cosa sea la «Vernunft».
Qué quiere decir Razón/Vernunft
Ante todo, comencemos por citar dos palabras nefandas que la galería analítica y neopositivista, que muda a menudo en tribunal de la inquisición, condena a quien las usa a los suplicios más terribles, a la hoguera, y a la «kancelación»: «Especulación» y «reflejo». Ahí queda eso, y recibamos a puerta gayola.
Ya escucho la voz analítica «la de bien construido lenguaje», el logos hermoso, o logos «eú», bello, -sirva el epíteto: «Eulogio», para mencionarla, al estilo de los epítetos de la Ilíada, tales «el de los pies ligeros», «el fértil en recursos», «la de níveos brazos», «la de larga cabellera», el…-, ya se la escucha, cantando, con Gardel, «Victoria, saraca, Victoria, estoy en la gloria, se fue mi mujer», y declarando «si hasta el mismo moro hegeliano lo reconoce…». Así se expresa Eulogio, quien, a su vez, denomina al moro Otelohegeliano, con el epíteto «perra maléfica y abominable», que es otro de los que le corresponde a la bella Elena.
Evidentemente, el grueso del ejército analiticoneopositivista, arduamente formado en lógica analítica, en matemáticas y otros lenguajes y metalenguajes generales, aplicables a toda situación bajo toda condición, lo que no está mal, salvo que es entonces cuando comienza el intento de saber qué ocurre en cada situación bajo cada condición -lo del análisis concreto de la situación concreta, que decía, creo, el Julián de la Verbena de la Paloma…- desconoce el latín e ignora que ambas palabras poseen un mismo significado y raíz.
Para ellos, reflejo es la «naïvité» de creer que percibimos la realidad del mundo pasivamente y sin elaboración intelectual activa. Neopositivistas hay que le atribuyen la parida a Aristóteles -no han leído ni el De ánima, oigan, un libro minúsculo…-. Para ellos, especular es irse intelectualmente de vareta por los cerros de Úbeda, fantaseando que el purgante es el bálsamo de Fierabrás. Pero, especulum-speculum, es espejo, y, claro, reflejo, el reflejar, el espejar, es lo propio del espejo. Reflexividad, ya les suele parecer otra cosa distinta, pero reflexividad es el nombre de la condición de reflejarse.
Especulación, reflexividad, teoría del reflejo, en la que lo que se espeja o espejea, refleja o especula en la mente humana, lo que se «re-flexiona» en la consciencia -podemos usar esta palabra, ya- no es el mundo…Sino que es la propia consciencia, ella consigo misma, desdoblándose de sí misma para considerarse, a sí misma, según su experiencia y saberse tal como ella es, en su histórica etapa dada. Veamos como funciona esto:
Recapitulemos una miaja: recordemos que estamos ante el libro que se subtitula «Saber de la experiencia de la consciencia». Que es consecuencia de la Fenomenología del espíritu. Qué quiere decir esto, cómo se ordena esto. Espíritu es la denominación de la capacidad intersubjetiva, social, humana, de manifestarse como erscheinung o erscheint/erscheinen, y no solamente, pero también, la capacidad de schein/scheinung. Nada queda aclarado todavía
«Erscheinen» es la denominación que recibe el aparecer de lo que hay debido a la creación del mismo, es la denominación de la consecuencia objetivadora, material de eso que hay, por parte de esa capacidad creadora. Lo que aparece –erscheint– es realidad material, generada por la actividad, que antes no existía, y que es puesta como consecuencia de nuestra capacidad intersubjetiva de crear que poseemos los seres humanos intersubjetivamente interrelacionados a través de la comunicación entre sus consciencias, que son eminentemente práxicas -espíritu-. Erscheint y Fenómeno, significan lo mismo, pues también la palabra fenómeno y fenomenología -del espíritu- hace referencia a lo que se percibe porque aparece, y aparece porque lo producimos. El espíritu, nosotros en intersubjetividad organizada, producimos eso que se manifiesta ante nosotros, y que es producción nuestra y es nosotros. Este poner, crear u objetivar lo que antes no existía y no éramos, o sea, este «aparecer», lleva inherentemente aparejado, para las consciencias creadoras que lo generan, una «apariencia» o «schein»; que el mundo objetivado por las consciencias adquiera inherentemente, para ellas, un schein o apariencia, que varía y es dinámico, como lo es el constante producir en permanente cambio que generamos. La experiencia que nos genera el mundo por nosotros creado es distinta en uno u otro momento del proceso histórico, y es distinta según uno sea amo, o esclavo, etc.
El «erscheint/aparecer», conlleva inherentemente un «schein», palabra que como sabemos, designa también en la actualidad una tienda online, de ropa pija, mediante la que los pijos aparentan apariencias -la mona y la seda- bajo de las cuales hay una oquedad vacua abismal, una nada.
El «schein», la apariencia, lo que se percibe, sin embargo, en otras filosofías, va desvinculado de toda referencia a la realidad; puede ser declarado como simple apariencia intelectiva, tras de la cual no sabemos si existe nada, tras de la cual está el «noúmeno»… el schein puede ser declarado lenguaje bien construido, sin referente: Eulogio… por lo tanto, en esas filosofías, es tan solo una imago activa creada por procesos intelectivos meramente epistémicos, no un pensamiento creador de mundo que dirige manos y genera praxis, cuya objetivación genera una percepción en quienes la crean y la viven.
En Hegel, que no usa el término, el schein es reflejo, pero reflejo interno de la consciencia que reflexiona sobre la experiencia de su acción, y sobre la experiencia que el mundo objetivado por su acción causa sobre ella misma y los suyos. La consciencia, como agente y como paciente del mundo que ella crea en intersubjetividad práxica.
Este desdoblamiento experiencial es la… «¡negatividad!». Negatividad no es, no consiste, sino en ese reflexionar sobre la acción y sus consecuencias, reflexión sobre la experiencia que, a su vez, genera una autoconsciencia que elabora una reflexividad segunda, la de la autoconsciencia sobre la consciencia, saber reflexionado que elabora desdobladamente, y reflexiona, sobre el saber hecho consciente por la consciencia que registra la experiencia. Todo esto constituye la negatividad, que es el nombre de ese desdoblamiento interno de nosotros respecto de nosotros mismos. Especulación, pensamiento espaculado. La negatividad o desdoblamiento consciente sobre la experiencia práxica y sus consecuencias, tiene una fuerza privilegiada, muy fuerte, cuando la experiencia sobre la que se abre el proceso de reflexividad y desdoblamiento internos de la consciencia sobre sí misma y consigo misma -consciencia reflexionada de la experiencia, autoconsciencia reflexionada sobre la consciencia- se basa en una experiencia negativa, de sufrimiento, dolor, de no ser reconocidos por los demás como iguales, de falta de libertad. Las experiencias que recogen que el mundo va -«e la nave va»- y dentro del mismo, «se puede vivir», poseen un bajo nivel de apercepción sobre lo que está a la mano y, más o menos , funciona. Esa negatividad que nos desdobla respecto del mundo que vivimos, lo deslegitima. Lo que parecía ser eterno, estar siempre incólume, ser cemento armado, se convierte en arenisca, en ceniza, en humo, en sombra, en nada. Porque somos nosotros quienes generamos el mundo con la acción dirigida desde la consciencia, y nuestra deslegitimación y desdoblamiento conscientes, nuestra negativa consciente, son las que ponen data de caducidad a un mundo.
Deseo detener mi ímpetu hipogrífico, por un instante, reprimir mi fiera condición segismundiana por un momento más, porque tras el asunto de la negatividad se han producido interpretaciones simplonas, explicaciones «tic toc», de la misma. ¿Cómo puede ser que la consciencia humana se desdoble de su hacer y haga reflexión y experiencia del mismo?
La versión aniñada, tictocquera, de todo esto, filosofía en tres minutos a ritmo de caderamen descoyuntado, vuelve, como explicación simplona, ramplona y tartajeante, hacia la naturalización del ser humano, hacia una esencia humana perennis, reducida ya, tras Kant, a unos trascendentales innatos, y vuelta reducir por su seguidor Fichte. Pero en ella hay siempre un algo fijo que funciona como ideal regulativo, que guía la praxis de la sociedad humana. Cada hacer práxico intersubjetivo, queda siempre por debajo de las expectativas regulativas, y se da así, el volver a empezar.
Pero Hegel es el hijo predilecto del padre de las filosofías del ser humano causa libre de sí mismo, carente de naturaleza prefigurada, y libre albedrío puro, en consecuencia. De Francisco de Suárez y su escolástica. La ontología humana de Hegel se fundamenta en que el ser humano intersubjetivamente organizado es una nada práxica. Su hacer no es etología, es civilización cultura, generada por la praxis intersubjetiva que, de primeras, debe elaborar el propio saber hacer que pone en obra: «Espíritu».
El ser humano no puede vivir sin una eticidad, sin un saber hacer y un hacer, que medien con la naturaleza. Pero esa eticidad y ese saber hacer creador de la misma y creado por ella, es algo inexistente por naturaleza e indefinido. En ese proceso creativo, el espíritu, nombre de la energueia que emerge de la organización de la acción en comunidad, sin determinación ni predestinación a priori, se crea el saber hacer y el hacer. Pero también se crean las capacidades y facultades, las necesidades del ser humano, que son culturales, y tan históricas como cada eticidad y cada praxis. Y que son inherentes a estas. «Funcionales». Pues nada preexiste a la acción del Espíritu, esto es a esa energueia comunitaria que carece de sustancia. La acción del espíritu que somos nosotros, nos crea también como mente –veni creator spiritu mentes tuorum visitans-.
Entonces, si esto es así, ¿cómo se puede producir la disfunción? Como consecuencia del proceso práxico imparable, en constante cambio -sobre todo desde el siglo XVI, en Europa- que desbarata las condiciones orgánicas que posibilitaban la reproducción de ese vivir del que las necesidades y facultades humanas eran orgánicas. Sobreviene el sufrimiento, el calvario del espíritu, la odisea del espíritu.
Esa disfunción, esa disrupción, genera la experiencia de negatividad respecto de su propio mundo, de una antropología concreta, histórica, inherente al mismo, en principio. Se produce el desdoblamiento, ese ethos antes formidablemente pétreo -lo hacía nuestra asunción entusiasta del mismo, no otra cosa- se hace arenisca. Pero la antropología humana doliente que se desdobla y niega el mundo no es una esencia trascendental fija. No hay en ella modelo predeterminado, predestinado, que permita orientar el nuevo hacer. Las ideas que traten de orientar la génesis del nuevo hacer desde el antiguo, funcionan como ideologías falsas. Sabemos lo que no queremos, no sabemos lo que va a surgir de nuestra capacidad generadora libre. El Creator Spiritus crea siempre ex novo, y lo que surja, sus consecuencias y su devenir, son incognoscibles, no porque carezcamos de buenas ciencias sociales, sino porque nada se puede decir sobre lo inexistente, ni sobre la creación en acto, incognoscibles.
Esta es la radicalidad de la negatividad hegeliana, libre de toda predestinación, al margen de toda razón de la historia. Pues el espíritu creador somos nosotros mismos, y nada hay por detrás. Por eso, el modelo tictoc sí puede ser definido, desde esa antropología de trascendentales fijos como: tesis (el ideal regulativo), antítesis (su realización en un mundo preexistente que echa agua al vino, que es el tío Paco, con la rebaja), síntesis, siempre por detrás de lo regulativo, posterior a todo eso. Mientras que el modelo Hegel de la energueia intersubjetiva, que debe objetivarse por fuerza, para poder vivir, eligiéndose en un nuevo hacer generado, sin modelo predestinado, comienza por: negación/negatividad (carencia de posición de fines concreta previa), objetivación, que es negación de la primera negación vacía, y negación de la negación, en una nueva vuelta a la capacidad intersubjetiva de creación de eticidad.
Todas las capacidades y facultades humanas, son no naturales, son práxico históricas. Lo es la lógica, lo es la matemática, lo son los conceptos metafísicos de la filosofía. Y por ello, Hegel escribe otro libro en el que se explica la génesis histórica de las categorías filosóficas, fundamentales, y lo hace, esa es su pretensión, al hilo del surgimiento de las mismas durante la historia, en este caso la historia de la filosofía, y de sus categorías fundantes en cada momento: ser, nada, devenir, etc. Este libro, que estudia el logos o discurso filosófico en su proceso histórico de creación intelectiva, lo titula saber del logos: Ciencia de la lógica. Este es su porqué.
Dejo el excurso sobre los tictocqueros, y retomo el hilo sobre la experiencia y su auto reflexión de ella sobre sí misma. Sobre todo porque he usado la palabra Filosofía, de la que hay que dar cuenta y razón, aunque solo sea en esbozo.
En este proceso de reflexión, y de reflexión sobre la reflexión, surge la Filosofía, saber especulado sobre la experiencia de la consciencia. Si la consciencia genera su fuerza discriminadora en los periodos de crispación que conducen al final de un mundo, la filosofía solo puede aparecer como reflexión tercera, -o cuarta- como especulación, al final de ese mundo. «El búho de minerva solo levanta el vuelo al atardecer» en el periodo crepuscular cuyo caos genera negatividad en las consciencias.
Me he referido ya al periodo que va desde el siglo XVI hasta la Revolución Francesa como un periodo de grandes trastornos y conmociones sociales y un precipitado de sufrimientos, y experiencias negativas respecto del mundo moderno en proceso de transformación y de descomposición permanente. Este periodo es el estudiado en los capítulos quinto y sexto de la Fenomenología. Ahí son estudiados los bruscos cambios de consciencia y la acumulación de reflexión experiencial sobre estos procesos de crisis. La consciencia, a consecuencia de todo esto, comienza a comprender claramente que el mundo, que anteriormente había creído ser obra natural, u obra de la voluntad divina, no es sino obra nuestra, tal como lo revela a su experiencia que la agitación social precipite o acarree enormes cambios rápidos [2].
A esa consciencia reflexionada sobre sí misma que toma consciencia de que nosotros somos los creadores del proyecto que genera la realidad, que la realidad es consecuencia de nuestro obrar, a eso, precisamente es a lo que Hegel denomina «Razón/Vernunft». Ya en los primeros párrafos del capítulo quinto explica Hegel que la Razón comprende ser toda realidad:
«La Razón/Vernunft es la certeza que la conciencia tiene de ser toda realidad; así enuncia el idealismo el concepto de Razón/Vernunft» [3].
Esto es: esta percepción intelectiva de que el mundo no es sino la consecuencia de nuestro hacer, y de que somos el ser libre, la sustancia que es más bien sujeto, intersubjetividad en proceso constante -pero cotidiano, práxico- de deliberar en comunidad y desde lo cotidiano, activo, y transformar el mundo al cambiar la manera de hacer intersubjetivo, es a lo que se denomina Razón.
Reparemos que es un saber, digamos que «tercero», y un saber ex post, a partir de la experiencia que es reflexionada. Y un saber que no genera proyecto de futuro, porque no es el saber que produce la actividad, sino la reflexión sobre el mismo. Con la Revolución Francesa hemos llegado a sabernos claramente, el ser libre ontológicamente, que se crea intersubjetivamente. Que somos espíritu, que el espíritu creador es, no algo exterior, sino nosotros. Que nuestro mundo no es natural, no es sustancia fija, sino sujeto intersubjetivo. Pero este saber Razón/Vernunft, que podríamos considerar, respecto del pasado y del presente, omnisciente, sin embargo, respecto de la capacidad de generación de mundo, respecto de la capacidad de inspirar la praxis aún no generada que constituye ese nuevo presente en creación perpetua que llamamos futuro, es por completo impotente. Solo en la medida en que aumenta la percepción de que somos un ser libre y afianza la confianza en que somos el ser inmanente que se crea a sí mismo, tiene alguna eficacia.
Evidentemente, el capitalismo, una vez domina el mundo, rechaza y combate esa percepción de que somos un ser libre que puede cambiarse. Que somos Razón, que somos Espíritu. Y lo hace usando las propias ciencias del Entendimiento. Usando el saber darwiniano sobre el ser humano para afianzar ideologías que nos animalizan y naturalizan y que rechazan la posibilidad de cambio. Utilizan la biología para convertir ideológicamente en animales, en no humanos, a grupos de la humanidad, los colonizados, etc. Ese uso de las ciencias para combatir y rechazar que somos el ser libre subjetividad en común, intersubjetiva, que se crea, es un uso contra la Razón. Y se puede hablar de un superdesarrollo de las ciencias, y de una involución y decadencia de la Razón, la que genera la animalización ideológica del nazismo, con su racismo, que interpreta al ser humano como animal con diversos grados de perfección, superioridad zoológica e infrahumanidad zoológica. Pero no es únicamente el nazismo el que ha elaborado teorías supremacistas según las cuales hay subespecies humanas superiores e inferiores. El liberalismo ha desarrollado en su seno diversas ramas de pensamiento de este tipo.
Llegados aquí, se abren otras temáticas diversas, que deberán ser objeto, en todo caso, de otros textos, de otras narraciones, otras noches. Sherezade, con manifiesto riesgo de su lindo cuello, volverá sobre estos asuntos que tanto incomodan a su señor el sultán Barbazul, pero eso será durante otros atardeceres, en otros crepúsculos, en otras ocasiones. Segismundo, el que reprime su fiera condición, ha quedado satisfecho, en el fondo de su caverna, en la que, teniendo más albedrío, tiene menos libertad, y Rosaura da por buena la carrera desfogada de su corcel brioso, Hipogrifo Violento, bruto sin instinto, rayo sin llama, pájaro sin matiz: ser vivo carente de naturaleza prefigurada o predestinada, quien a tan raros parajes intelectuales, por tales pasos ignotos y nunca vistos ni oídos, la ha conducido.
Queda para esta noche la bella moraleja de la seductora narración de Sherezade que ha cautivado, interinamente, la voluntad del fiero, sanguinario, sultán: «Confundir lo que es Razón y lo que es Entendimiento, -oh tú, mi señor, luz del oriente, el predilecto del Profeta- revela no haber leído, haber entendido catastróficamente, kakánikamente, a Hegel». Y hasta aquí.
Notas
[1] G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Ed. Abada, Bilingüe, Madrid, 2010, pág. 91
[2] Hegel, que era creyente, considera que Dios solo se conoce a sí mismo a través de la praxis humana y de la subjetividad humana. El padre se conoce en el Hijo, la humanidad.
[3] G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Op. Cit., pág. 307

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