Julián Grimau, un crimen de estado contra la reconciliación nacional
Francisco Erice
Sucedió en la madrugada del 20 de abril de 1963, hace ahora sesenta años. En un campo de tiro en Carabanchel, con rasgos propios de un ritual de los viejos tiempos (incluyendo los faros de tres vehículos iluminando en semicírculo el macabro escenario), caía abatido por los disparos de un pelotón de fusilamiento Julián Grimau García, justamente calificado como «el último muerto en España de la guerra civil». Grimau, según el testimonio de su defensor militar, el joven, honesto y pundonoroso capitán Alejandro Rebollo, murió dignamente, con la serenidad que era propia de su carácter, sin gritos ni aspavientos y sin dejar que le vendaran los ojos. Acababa de cumplir 52 años y acumulaba ya una larga trayectoria de servicios al que era su partido desde octubre de 1936, el PCE; primero como exiliado en Latinoamérica y, desde 1947, en Francia, donde había ido implicándose de manera cada vez más intensa en los trabajos de contacto con el interior.
Desde 1957 combinaba estar tareas desde el país vecino con estancias clandestinas en España, donde el partido necesitaba el apoyo de cuadros para su rápida reconstrucción. Grimau, al que quienes lo conocieron califican como hombre con alto sentido del deber y la lealtad, se negaba obstinadamente a ser, como él decía, un «capitán Araña» que expusiera a los mayores riesgos a sus colaboradores mientras él se preservaba de la represión en una cómoda retaguardia1. En sus estancias frecuentes, más o menos prolongadas, en España, según el libro-ajuste de cuentas de Jorge Semprún con su antiguo partido, Grimau pecaba de cualquier cosa menos de precavido. Incluso recibía, por ello, reproches del mismo Semprún, muy ducho en temas de clandestinidad, crítico con su arriesgado hiper-activismo; censuras que Grimau solía responder con una sonrisa a modo de disculpa2.
El contexto del proceso
Grimau era, en cierto modo, la primera pieza de importancia que se cobraba el régimen tras muchos meses cargados de sinsabores. Primero habían sido las huelgas asturianas de la primavera de 1962, auténtico parteaguas de la oposición al franquismo, que habían generado un movimiento de solidaridad en toda España y que habían mostrado el insólito espectáculo de todo un ministro acudiendo al escenario de los hechos y negociando con la representación legítima, pero no legal, de los trabajadores. Luego, en junio, en la estela de estos acontecimientos, tuvo lugar lo que el régimen denominó «Contubernio de Munich», reunión auspiciada por el Movimiento Europeo, en la que 118 representantes de la oposición no comunista en el exilio y el interior condenaban la dictadura y reivindicaban libertades democráticas para España3. Por si esto fuera poco, a final de año, la Comisión Internacional de Juristas de Ginebra, un organismo que distaba mucho de ser radical e incluso había sido utilizado por Occidente como ariete contra países del bloque soviético, publicaba su informe crítico El imperio de la ley en España.
Cada uno de estos acontecimientos, y en especial la suma de todos ellos y algunos más, provocaban un enorme daño a la imagen internacional del régimen, en un momento en que este intentaba integrarse de alguna manera en el proceso de unificación europeo, cuyos requisitos políticos básicos, más allá de lo económico, distaba mucho de poder cumplir.
En sentido más amplio, por tanto, el contexto de los hechos debe entenderse en una doble dimensión: la readaptación político-económica del régimen a nuevos tiempos y escenarios, y la emergencia creciente de la oposición obrera y popular. En el primero de estos órdenes de cosas, el salto que para el régimen supuso el Plan de Estabilización y los comienzo del desarrollismo implicaba, como señalamos, una apertura de la economía española y un acercamiento a los países de Europa occidental, que vivían entonces las primeras etapas de la construcción el Mercado Común; aproximación que el obstáculo político de un régimen superviviente de la derrota de los fascismos hacía difícil vender a sus propias opiniones internas, incluso por parte de gobiernos conservadores, más o menos copartícipes con el de España de la geopolítica de la guerra fría y las lógicas del capitalismo transnacionalizado. Ello no impedía la profundización de las relaciones comerciales y un sistema de discretas complicidades que pueden ilustrarse por ejemplo, con la coincidencia de la vista del ministro de Hacienda francés Giscard d’Estaing a España coincidiendo con la ejecución de Grimau; el político francés tuvo, entonces, que reducir su agenda y fue compensado con una condecoración que, al pretender su beneficiario exhibir ingenua y orgullosamente, tuvo de ser verbalmente repudiada por el general De Gaulle, nada enemigo, por cierto, de esta cruda y sutil política de intereses. España podía ser un amigo con objetivos económicos y geopolíticos compartidos, pero era una amistad poco presentable ante la opinión pública de países donde las fuerzas políticas cuyos grupos homólogos en España eran sometidos a cárcel, represión y como mínimo la ilegalidad, formaban parte de gobiernos y parlamentos o, al menos, de un reconocimiento legal derivado, entre otras cosas, de su activo papel en la resistencia antifascista4.
Pero incluso semejantes esfuerzos de normalización, por muy discretos y parciales que fueran, requerían algunos cambios, cosméticos en lo esencial, pero no irrelevantes en lo que atañe al funcionamiento institucional, o incluso en las fisuras que eventualmente podían introducir en el sistema y por el que siempre podían infiltrarse los enemigos de la «verdadera España», la del 18 de Julio. El franquismo necesitaba ante todo mejorar su imagen, construir la apariencia de un «Estado de derecho» adaptado, eso sí, a las peculiaridades y tradiciones españolas. En 1958, la operación neo-falangista de volver a las esencias del pasado era abortada con la Ley de Principios del Movimiento Nacional, fuertemente apoyada por los católico-franquistas (incluida la cúpula episcopal). La norma legal ya no hablaba de «partido único», pero reafirmaba el confesionalismo del régimen y asumía como horizonte de futuro una «Monarquía tradicional, católica, social y representativa», con un sistema de participación no basado en los principios del individualismo liberal, sino en una «democracia orgánica» sustentada en las entidades naturales (familia, municipio y sindicato). España exhibía ante el mundo, en palabras del propio Caudillo, un sistema de «derechos humanos y de libertades» que los tribunales hacían cumplir, aunque siempre compatibles con el orden y la autoridad y, ante todo, impregnadas de un fuerte sentido cristiano. A partir de estos momentos, sin dejar de hablar ocasionalmente o recurrir cuando era preciso a la legitimidad de origen (la victoria en la guerra civil), la dictadura franquista prefería enfatizar cada vez más la legitimidad de ejercicio (haber logrado la paz y –desde los años sesenta– el desarrollo económico).
Estas adaptaciones obligadas de un régimen que siempre supo «cambiar para que todo siguiera igual», y que le proporcionaron varios lustros más de supervivencia e incluso la posibilidad de ir incrementando su base social de apoyo en determinados sectores, se extendieron también a otros campos, como el laboral, en el que la necesaria flexibilización económica requería la válvula de escape y el mecanismo de la negociación colectiva; aunque limitada y llena de cortapisas y sustentada, claro está, en los mecanismos seudo-representativos del Sindicato Vertical. E incluso, de manera más tortuosa y contradictoria, estimularon la modificación de los mecanismos represivos que conduciría a la creación del Tribunal de Orden Público, precisamente tras la ejecución de Grimau; jurisdicción especial al fin y al cabo, pero de carácter civil, ya que sustraía a la mayor parte de los presos políticos de los consejos de guerra y permitía al menos algunos recursos de defensa con la participación de defensores civiles, que el combativo grupo de abogados del PCE sabría aprovechar en los años siguientes para abrir un nuevo frente de lucha contra la dictadura5.
Sin embargo, quien contribuía decisivamente a desmontar esta imagen amable del régimen, que el nuevo y dinámico ministro de Información y Turismo Manuel Fraga se encargó particularmente de construir y difundir, fue la oposición política y social, particularmente la desarrollada en el interior, pero con resonancias exteriores que proyectaban su lucha y recababan acciones de solidaridad en todo el mundo. En ella, al menos desde mediados de los años cincuenta, el papel más activo y hegemónico (aunque no único) lo desempeñó el PCE. La Política de Reconciliación Nacional, formulada en finalmente en 1956, situó a los comunistas, en los años siguientes, en el centro de la lucha antifranquista. El trasfondo de la misma era una propuesta de alianzas para aislar al régimen que permitiera superar la línea divisoria de las fuerzas y sectores enfrentados en la guerra civil; por ejemplo, y ante todo, aproximándose al mundo católico, en cuyo seno había ido creciendo una nueva generación militante que abominaba del nacionalcatolicismo y hacía acto de presencia, codo con codo con otros luchadores antifranquistas, en huelgas y movilizaciones. A la vez, y con una alternativa de vía pacífica para alcanzar la democracia mediante un amplio pacto político y social que permitiera la ruptura con el régimen, situaba la oposición al franquismo en los terrenos en que este resultaba más vulnerable: no en la conspiración cerrada y claustrofóbica de las vanguardias, sino en el impulso de la movilización de masas, amplia, lo más abierta posible y unitaria; no en las acciones violentas, donde la dictadura siempre llevaba las de ganar, sino en una propuesta de transición sin una nueva guerra o algo que se le pareciera, y con la que pudieran sentirse identificados sectores cada vez más amplios de la sociedad española. Todo ello se envolvía con una retórica humanista de superación de las trincheras de la guerra y de compromiso de resolución pacífica de los problemas del país capaz de despertar amplias adhesiones6.
Es cierto que la idea de la Reconciliación Nacional se caracterizaba por una notable vaguedad y una no menos apreciable ambigüedad, y que dio lugar a plasmaciones muy diversas, en la propuesta y la acción práctica, que complejizan y matizan su alcance y limitaciones. Por ejemplo, con su «recuperación» y utilización al servicio de la política de consenso en la Transición, cuestión que no es este el momento y el lugar para discutir. Pero su formulación y puesta en práctica desde 1956, pese a algunos errores tácticos y algunos sesgos excesivamente optimistas en cuanto a las expectativas de cambio del régimen, propició un despliegue de la política del PCE que acabó por convertirlo en el partido antifranquista por antonomasia. El VI Congreso (Navidad de 1959) ratificó esta política y diseñó una propuesta de asalto a la dictadura que mostraría luego sus insuficiencias, pero que colocaba la movilización social (hipotéticamente conducente a la huelga general y la huelga nacional política) y la unidad como bases de acción antifranquista. El partido se fue implantando, de manera desigual y pese a la persistencia de una dura represión, pero sobre todo se desarrolló la movilización obrera (Oposición Sindical, comisiones de obreros que aún no lograban estabilizarse) y estudiantil (creación de la Federación Democrática de Estudiantes -FUDE-), que fue luego extendiéndose a otros sectores campesinos, ciudadanos, intelectuales, culturales o profesionales hasta configurar, desde finales de los años sesenta, una poderosa red de plataformas, entidades y núcleos y formas de acción militantes que iba progresivamente abriendo espacios de libertad, cercando al régimen y amenazando su continuidad tras la muerte del dictador7.
Las huelgas de 1962 no pueden entenderse sin este contexto, en el que confluían las contradicciones sociales generadas por el desarrollismo con los cambios de expectativas en amplios sectores de la sociedad española (y no sólo en la clase obrera) y con la progresiva articulación y capacidad de acción mostrada por la oposición al régimen, particularmente la de los comunistas. No eran, por tanto, una especie de tempestad en un cielo sereno, sino el fruto de un lento, desigual y contradictorio proceso de acumulación de fuerzas. Lo más sorprendente fue, sin embargo, su intensidad y su extensión desde las cuencas mineras asturianas al resto del país, donde las muestras de apoyo y solidaridad, con diversos niveles de implicación, se manifestaron como nunca antes, desde la guerra civil, había sucedido. Los gritos de «Asturias sí, Franco no» recorrieron España, haciendo pensar a los más duros de entre los vencedores de la guerra, que el enemigo que creían definitivamente derrotado volvía a levantar peligrosamente la cabeza. Porque la dictadura podía mostrar muchos signos aparentes de moderación y cambio, pero mantenía incólumes y activos –y así sucedería hasta el final– sus dispositivos y aparatos represivos
Los sucesos asturianos permitieron presenciar el espectáculo insólito de todo un ministro desplazándose a Asturias y negociando con los representantes legítimos, pero no legales, de los trabajadores, que arrancaron además importantes concesiones. Por eso la «debilidad» que, a juicio de los sectores más duros del régimen, se había mostrado entonces, no debía volver a repetirse. De ahí, entre otras cosas, que el trato dispensado a algunos de los asistentes al coloquio de Munich (deportaciones y algunas otras medidas intimidatorias) distara de las tradicionales amonestaciones o advertencias aplicadas a opositores inocuos en cuanto a su peligrosidad en la oposición interior, pero que enturbiaban la imagen de la dictadura ante los poderes europeos a los que esta pretendía aproximarse. Cuando en el mes de agosto se produjera un nuevo rebrote en las cuencas mineras de Asturias, la represión se aplicó ya sin cortapisas ni comedimientos, como solía hacerse cuando los rebeldes eran obreros y no «notables», profesionales o personajes más o menos públicos: 126 trabajadores (mineros casi todos y militantes o simpatizantes comunistas en su mayor parte) fueron deportados, centenares de ellos despedidos, y el movimiento quedó descabezado durante algún tiempo.
Cuando, en el mes de diciembre, la Comisión Internacional de Juristas de Ginebra presentaba su demoledor informe de menos de un centenar de páginas, la reacción del régimen volvía a mostrarse furibunda. No sólo se prohibió, obviamente, su difusión en España, sino que se movilizó al cuerpo diplomático para que saliera, en tromba, a defender el honor mancillado del régimen español, y el ministro de Justicia (Iturmendi) y el de Información y Turismo (Fraga) convocaron una rueda de prensa denunciando las «calumnias comunistas y filocomunistas». Iturmendi negó que en España hubiera presos políticos (solo delincuentes subversivos), y Fraga destacó por su virulencia habitual, arremetiendo contra Marcos Ana, afortunadamente fuera del alcance de sus garras, al que calificó de «auténtico asesino»; y, de manera parecida, proyectó sus diatribas contra Ramón Ormazábal y Julián Grimau, cuando este último acababa de caer en manos de la policía unas semanas antes, iniciando así su lento calvario.
Detención, juicio y castigo
La detención de Grimau el 7 u 8 de noviembre fue consecuencia de las debilidades ante la policía de un militante que ni siquiera conocía la personalidad del delatado, aunque sí le constaba que se trataba de un alto dirigente. Era una oportunidad de oro para que el régimen mostrara sus dientes ante quienes comenzaban a cuestionarlo. Grimau, militante disciplinado ante todo, actuó desde el principio siguiendo el protocolo exigido en estos casos a los dirigentes del partido: reconocer su personalidad y condición partidaria y negarse a dar más información. Así lo escribió de su puño y letra en un papel en blanco que solicitó al efecto: «Me llamo Julián Grimau García. Soy miembro del Partido Comunista en España y me encuentro en España cumpliendo una misión de mi Partido». A partir de ese momento, se negó a revelar cualquier dato comprometedor, y la policía se ensañó con él, como solía hacer con los comunistas, incluyendo al médico-verdugo que le preguntaba con sorna, durante los interrogatorios, si prefería que le pegara como policía o como médico. Lo más conocido de los hechos en estos primeros días fue la defenestración del preso, que, honestamente, él aseguraba no recordar por haber perdido el conocimiento con los golpes, pero que resulta difícil de explicar como un intento de suicidio, dadas las condiciones de custodia (esposado), su estado físico y la forma de la ventana por la que supuestamente se había arrojado. Lo cierto es que, a partir de entonces, además de otras secuelas, Grimau mostraba un hundimiento de considerable tamaño del frontal izquierdo de la cabeza, explicable bien por la caída, bien por el golpe de un culatazo de pistola o fusil.
El problema para el régimen era que Grimau, miembro de los servicios policiales de la República, no figuraba en el amplio volumen de testimonios que formaba parte de la Causa General, el corpus documental utilizado por el franquismo para mostrar la «barbarie roja» y castigar a sus enemigos, ni se conocían testigos personales contra él. Hubo que «construir» literalmente su figura de represor, mediante declaraciones de dudosa fiabilidad, que ni siquiera fueron luego ratificadas por sus emisores en el juicio, para convertirlo en el supuesto chekista de la Plaza Berenguer el Grande de Barcelona. Para llevar a cabo esta operación, se recurrió a los siempre eficaces servicios de Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información, responsable también del informe vejatorio y calumnioso contra Marcos Ana o del contrainforme al texto de la Comisión de Juristas de Ginebra, publicado con el significativo título España, Estado de Derecho. El de Julián Grimau llevaba un encabezamiento de ridículas y pretenciosas resonancias dostoyevskianas: Crimen o castigo.
Con esta información, la peculiar acusación de «rebelión militar continuada» y las infinitas dificultades puestas a la defensa, la suerte estaba echada. Juan José del Águila ha puesto de relieve el cúmulo de irregularidades procesales del «caso Grimau», que corroboran los testimonios de su «defensor civil», el abogado comunista Amandino Rodríguez Armada, y su «abogado militar», el capitán Alejandro Rebollo8. La defensa de Rebollo, según la crónica emocionada de la abogada comunista María Luisa Suárez, que presenció el juicio, fue «bien argumentada jurídicamente, con una hermosa oratoria, llena de humanidad»9. Como consecuencia de ello y de la amistad contraída con Grimau, al que acompañó en las últimas horas de su vida, Rebollo vio truncada su carrera militar y hubo de abandonar el Ejército. El acusado negó los cargos y afirmó haber actuado limpiamente al servicio del régimen legítimo de la República, sin ejecutar actos (torturas, asesinatos) que –afirmó– iban contra sus convicciones morales. Por lo demás, el juicio estaba sentenciado de antemano, sin garantías para el reo y, para mayor ignominia, con la presencia en la sala de una auténtica jauría de miembros de la Brigada Político Social que provocaron incidentes insultando a gritos al acusado. Para colmo de irregularidades, el ponente militar (Manuel Fernández Martín), único miembro de este tipo de tribunales que solía tener experiencia jurídica, había falsificado su título de abogado, como se demostró más tarde.
Tanto la detención como, sobre todo, la posterior condena y ejecución de Julián Grimau produjeron una fuerte conmoción en todo el mundo. Su partido y los organismos de solidaridad, obviamente, contribuyeron a proyectarla y canalizarla. Hubo manifestaciones, irrupciones en embajadas, mítines y protestas por doquier; según la enfática afirmación de Mundo Obrero, «un inmenso clamor de consternación y cólera se extendió por el mundo». Fraga, siempre fiel a sí mismo y por tanto sin el menor atisbo de arrepentimiento, recordaba aún en sus Memorias, publicadas en 1980, que en vísperas del consejo de guerra llegaron a su despacho «una montaña de radios y telegramas, en relación con el caso Grimau, el dirigente comunista conectado con graves acciones de las ‘chekas’ durante nuestra guerra»: «la organización comunista internacional –añade– funcionó con su acostumbrada perfección, y la campaña tuvo una fuerza enorme».
En Francia, los monumentos a los caídos en la guerra se llenaban de flores por Grimau, mientras Angelita, su viuda, intervenía en la televisión pidiendo que «la sangre derramada por Julián Grimau sea la última». Dionisio Ridruejo publicó en Le Monde su valiente artículo «La guerra continúa», donde afirmaba que Franco deseaba mantener viva la contienda para perdurar él mismo, y que matar a alguien que se le había escapado en 1939 era «como volver a matar a todos los muertos». Calles y colegios de diversos países adoptaron el nombre del supliciado. En Italia, el órgano del PCI, L’Unità, le dedicó un número especial, y hasta la Democracia Cristiana le ofreció una misa como «mártir de la libertad». En Bruselas se llegó a plantear la posibilidad de ubicar un monumento suyo junto al de Ferrer i Guardia, el pedagogo radical objeto de otro crimen de Estado en 1909, simbolizando con ambos casos la pervivencia de la España inquisitorial. Personalidades de todo el mundo (de Kruschev al Papa, el presidente Kennedy o la reina de Inglaterra, entre otros muchos) solicitaron en vano clemencia, ante un imperturbable Caudillo que quiso esta vez reeditar el viejo pacto de sangre obligando a los miembros de su gobierno a implicarse en la decisión; ocioso es decir qué postura adoptaron unánimemente, aunque el ministro de Asuntos exteriores, Castiella, advirtió de que el caso podría provocar problemas en el exterior10.
En el interior del país, las protestas fueron fácilmente contenidas, pese a la indignación y el dolor de la militancia comunista y de muchos demócratas. Se buscó y se logró la mediación de personajes como el ya nonagenario Ramón Menéndez Pidal, Joaquín Ruiz Jiménez y hasta dignatarios eclesiásticos, que tampoco pudieron modificar la impasibilidad del Caudillo. Sólo quedaron, como hitos de una dignidad que se resistía a ceder, algunos gritos aislados en las cárceles; unos cuantos carteles clandestinos; el minuto de silencio de Juan Antonio Bardem en el rodaje de su película »Nuca pasa nada»; la convocatoria de una manifestación en Las Ramblas de Barcelona por parte de Manuel Sacristán, cuyos 17 asistentes (incluido él mismo) fueron inmediatamente detenidos; o la carta enviada al diario Ya por el poeta Carlos Álvarez que, frente a observaciones particularmente injuriosas de uno de los redactores, hablaba del «asesinato de Grimau» y se atrevía nada menos que a recordar las relaciones del franquismo con el nacionalsocialismo, lo cual dio lugar al procesamiento y encarcelamiento del poeta. La dirección del PCE desautorizó estos actos suicidas, e incluso las propuestas de huelgas de hambre o acciones de protesta de presos, que hubieran supuesto meses o años de prolongación de condenas a quienes llevaban ya muchos lustros de reclusión y sufrimiento penitenciario.
No obstante, las repercusiones del asesinato legal de Grimau no fueron desdeñables. En el ámbito internacional, las demandas franquistas de integración en Europa sufrieron un nuevo parón. Y el régimen, a la postre, tuvo que promulgar la ley que creaba un tribunal especial (el TOP) en el que la imagen tenebrosa y sangrienta de los consejos de guerra era sustituida por ciertas apariencias de civilidad.
En cambio, el PCE no cambió ni un ápice su propuesta de Reconciliación ni sus políticas de alianzas y movilización social. Para el régimen, el efecto de galvanización de su base política y social pudo ser positivo, así como la muestra de solidez y firmeza que pretendía transmitir; pero en modo alguno amedrentó a una oposición que iba creciendo, organizándose e invadiendo nuevos espacios. Algunos antifranquistas presos (anarquistas, miembros del Felipe –el Frente de Liberación Popular– u otros) llegaron a pedir entonces su ingreso en el PCE; los nombres de Sagaseta, Conill o Eliseo Bayo son bastante conocidos en ese sentido, pero no son los únicos.
Grimau, por su parte, pasó de la historia a la leyenda o el mito. Centenares, quizás miles, de militantes le dedicaron sus emotivos y rudimentarios poemas romanceados, muchos de los cuales pueden encontrarse en la documentación del PCE conservada en su archivo histórico. Grimau podía condensar el sentimiento dolorido de una militancia baqueteada, entre otras cosas porque representaba muy bien el perfil no del jefe carismático o el líder brillante, sino del hombre sencillo, sereno y abnegado, siempre dispuesto a darlo todo por su partido. Pero su martirio asumió también tonos más épicos, glosados por cantantes como Leo Ferré, Sánchez Ferlosio («malditos los que viven de la venganza») o Violeta Parra, que concluía su invocación inicial («¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma / que le están degollando a su paloma?») con la tradicional y tantas veces repetida metáfora de la sangre como sustento o elemento germinal («…lindo se dará el trigo / por los sembraos, / regado con tu sangre, / Julián Grimau»).
En los primeros años, la fecha de su muerte fue objeto de recordatorios en la prensa comunista. Pero luego vino el olvido. Y cuando llegó la Transición y la familia de Grimau pidió el apoyo del partido para rehabilitar su memoria, Carrillo aseguró que «no era el momento», mientras que sí lo era, según su peculiar concepción de la realpolitik, de que el secretario del PCE apareciera dando la mano a Fraga, que lo presentó en el Club Siglo XXI asegurando, ante la benevolente complacencia del interesado, que Carrillo era «un hombre de cuidado», «un comunista de pura cepa»11. No era de extrañar, a tenor de la anécdota relatada por Jordi Solé Tura, trabajador, en 1963, en Radio España Independiente. La Pirenaica, en cuyo colectivo la muerte de Grimau se vivió como una inmensa tragedia, emitió varios programas en los que se iban nombrando los ministros de la dictadura y se repetía cada vez el apelativo «asesino». Carrillo desaprobó estos programas y aseguró que no todos los ministros estaban de acuerdo con la sentencia, y que con algunos a lo mejor había que terminar entendiéndose para facilitar el cambio en el país.
El interesante relato novelado de José Luis Losa sobre la clandestinidad comunista en Madrid en los años que preceden a la muerte de Grimau reproduce además las acusaciones mutuas entre Semprún y Carrillo sobre sus posibles responsabilidades en el caso: el primero mostrando el supuesto desinterés del secretario general en las horas supremas que precedieron al fusilamiento, y el segundo sugiriendo, más o menos sibilinamente, que Semprún fue sacado antes de tiempo de España por petición de su esposa, dejando así expuesto a Grimau a su terrible destino. El dolor de Ángela Martínez Campillo, la viuda y «la primera víctima de la Transición», sería, a juicio de Losa, lo más auténtico, «de esta historia sobre la simulación, la desmemoria, la mentira»12.
Como es bien sabido, la sangre de Grimau no fue precisamente la última derramada por la dictadura. Pocos meses después, en otro de esos procesos de dudosas credenciales jurídicas y habitual crueldad que tanto gustaban al régimen, eran condenados a muerte y ejecutados los anarquistas Granados y Delgado. La sangre de luchadores antifranquistas siguió siendo «legalmente» derramada hasta las vísperas de la propia muerte del Dictador, y la violencia policial y parapolicial en las calles continuó generando víctimas después de esta e incluso durante la Transición, como herencia envenenada de un régimen nacido de la violencia que se resistía a desaparecer13. Fue en esta Transición en la que, para muchos, la política de la Reconciliación se convirtió en algo más, o algo distinto, de aquello para lo que estaba pensada: en la coartada de concesiones que implicaban el olvido de quienes pagaron el precio más duro por su compromiso.
Intentos fracasados de revisión. Las hipotecas de la Transición
Lo textos de Dolores Ibárruri y de Lola Grimau constituyen testimonios impresionantes de lo que significó el proceso y supuso la muerte de Grimau. El primero es un alegato moral en favor de la vida de Julián, una acusación contra la inhumanidad de jueces y verdugos y un llamamiento a la reconciliación, a poner fin, en suma, a la «lucha cainita» entre españoles. En él no se ahorran ni siquiera invocaciones a Pilar Primo de Rivera y a miembros del Consejo Nacional del Movimiento, que al parecer -al menos en el caso de Pilar- habían manifestado su desacuerdo con la condena.
El segundo recoge las palabras de una de las dos hijas de Grimau, pronunciadas en el homenaje que, finalmente, decidió brindarle el PCE a los 60 años de su muerte. Lola recuerda la vergonzosa cicatería del partido con su madre, en el exilio y luego durante la Transición, así como los cuatro intentos fallidos de rehabilitación moral y revisión del proceso, llevados a cabo por la familia con ayuda de algunos abogados y amigos, antes de que la Ley de Memoria Democrática actual declarara la nulidad de los juicios franquistas. Estos intentos, que han sido reconstruidos por Juan José del Águila, resultan esclarecedores de muchas de las lógicas de la Transición y de nuestra historia reciente14.
El primero fue un recurso de nulidad de actuaciones presentado en 1966, al saberse que el ponente militar carecía de facultades legales para actuar como tal. Tras no ser aceptado por el Consejo Supremo de Justicia Militar alegando que las actuaciones contra el letrado que había falsificado su título estaban todavía en curso, se presentó meses siguientes un nuevo recurso que, como cabía esper, volvió a ser rechazado, considerando insuficientes las causas alegadas.
El tercer intento, que a juicio de J. J. del Águila, pone de manifiesto el «tutelaje militar» de la Transición y la primera post-Transición, tuvo lugar en 1987, casi diez años después de que hubiera sido aprobada la Constitución, cuando, además, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 preveía la desaparición del ya citado organismo de justicia militar; el resultado y los argumentos volvieron a ser sustancialmente semejantes a los de 1966. El último fue el Recurso de Revisión instado por el Fiscal General del Estado, Javier Moscoso, en abril de 1989 ante la Sala Quinta del Tribunal Supremo, que una vez más fue rechazado con rebuscados argumentos jurídicos, aunque esta vez con el voto discrepante de uno de los magistrados, José Jiménez Villarejo.
En abril de 2002, Izquierda Unida presentó en el Congreso una Proposición no de Ley para la rehabilitación pública de la figura de Grimau. El portavoz de IU, Luis Carlos Rejón, afirmó entonces que «sería duro que, cuando tenemos democracia, uno de los verdugos esté rehabilitado y la victima no». Obviamente, Rejón se refería a Manuel Fraga, a la sazón presidente de la Xunta de Galicia. En este caso, fue el rodillo parlamentario del Partido Popular el que rechazó la iniciativa La argumentación de su portavoz es bastante representativa del alcance de la Transición y el uso espurio de la idea de Reconciliación por parte de la derecha política de nuestro país: la iniciativa podía convertirse en un juicio histórico contra un «padre de la Constitución» y significaría tanto como reabrir un proceso para revisar la transición democrática15.
Notas
1 Una excelente reconstrucción de los hechos y sus repercusiones, en Pedro Carvajal, Julián Grimau. El último muerto de la guerra civil, Madrid, Aguilar, 2003.
2 Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, Barcelona, Planeta, 1977.
3 Francisco Aldecoa (ed.), El Contubernio de Munich sesenta años después, Madrid, La Catarata, 2022.
4 Consideraciones sobre estas cuestiones y las siguientes relativas al régimen, en Francisco Erice, Militancia clandestina y represión. La dictadura franquista frente a la represión comunista (1956-1963), Gijón, Trea, 2017, pp. 42-66.
5 Juan José del Águila, EL TOP. La represión de la libertad (1963-1977), Barcelona, Planeta, 2001. Claudia Cabrero y otros, Abogados contra el franquismo. Memoria de un compromiso político (1939-1977), Barcelona, Crítica, 2013.
6 Carme Molinero, «La política de reconciliación nacional. Su contenido durante el franquismo, su lectura en la Transición», en Ayer, nº 66, 2007, pp. 201-225. Francisco Erice, «Los condicionamientos del giro táctico del PCE en 1956: el contexto de la Política de Reconciliación Nacional», en Papeles de la FIM, nº 24, 2006, 2ª época, pp. 129-150.
7 Véanse aportaciones de Francisco Erice y de Carme Molinero y Pere Ysàs, en F. Erice (dir), Un siglo de comunismo en España. I, Historia de una lucha, Madrid, Akal, 2021, pp. 141-255. Sobre grupos de intelectuales, Felipe Nieto y Giaime Pala, «Los intelectuales comunistas durante la dictadura franquista», en F. Erice (dir.), Un siglo de comunismo en España II. Presencia social y experiencias militantes, Madrid, Akal, 2022, pp. 399-431.
8 J. J. del Águila, El TOP…, pp. 75-177.
9 María Luisa Suárez Roldán, Recuerdos, nostalgias y realidades. Sobre la defensa de las víctimas del franquismo, Albacete, Bomarzo, 2011, pp. 113-121.
10 F. Erice, Militancia clandestina…, pp. 241-245. Marcos Ana, Decidme cómo es un árbol. Memorias de la prisión y la vida, Barcelona, Umbriel, 2007, pp. 269-276. Julián Grimau: el hombre, el crimen, la protestas, París, Éditions Sociales, 1973. Manuel Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública, Barcelona, Planeta, 1980, p. 69.
11 Gregorio Morán, Miseria, grandeza y agonía del PCE, 1939-1985, Madrid, Akal, 2017, pp. 974-975.
12 José Luis Losa, Caza de rojos. Un relato urbano de la clandestinidad comunista, Madrid, Espejo de Tinta, 2005, especialmente su parte final.
13 Ejemplos en Varios autores, «Los crímenes del franquismo», en Crónica popular, Madrid, Suplemento nº 5, Madrid, 2014.
14 Juan José del Águila, «Cuatro intentos frustrados de revisar la sentencia que condenó a muerte a Julián Grimau», en Crónica Popular, Madrid, Suplemento nº 5, pp. 114-131.
15 P. Carvajal, Julián Grimau…, pp. 260-262.