Acerca de la voluntad como un primer motor en Francisco Suárez
Mauricio Lecón Rosales
Resumen. El objetivo de este trabajo es mostrar la fundamentación metafísica de la tesis suareciana según la cual, la voluntad es el primer motor de las acciones humanas. La voluntad es una causa eficiente que no está determinada a obrar por ninguna causa eficiente extrínseca: ni por la gracia de Dios, ni por el entendimiento, ni tampoco por la ley o el hado. Todos estos principios activos son sólo una condición necesaria para la acción de la voluntad o, bien, algo que determina el juicio práctico con el que el entendimiento guía a la voluntad, pero ninguno afecta a la voluntad misma. Por otra parte, la teoría suareciana de la potencia y el acto permite explicar la existencia de una causa eficiente capaz de determinarse a sí misma. De acuerdo con Suárez el acto no perfecciona a la potencia y, por lo tanto, la voluntad puede denominarse simultánea- mente agente y paciente en relación a su propia acción porque esto no supone que la voluntad es capaz de darse a sí algo de lo que previamente carecía.
En la disputación XIII de su comentario al De anima de Aristóteles, Francisco Suárez afirma que «la voluntad es, por así decirlo, el primer motor y el primer principio de las acciones humanas» (DA XIII, I, 10)1. Desde el punto de vista de la física o del filósofo de la naturaleza esto significa, por un lado, que todas las potencias humanas son mediata o inmediatamente movidas por la voluntad. Por otro lado, esto implica que ninguna causa eficiente precede al acto de la voluntad, sino que éste es autoproducido por ella. Para justificar el antecedente de esta tesis debe argumentarse que la voluntad no es movida por ningún principio eficiente externo; el consecuente, en cambio, exige defender la posibilidad de que un principio activo obre por sí mismo. En este trabajo argumentaré en ambas direcciones valiéndome del sistema metafísico suareciano con la intención de ofrecer una explicación de los fundamentos teóricos que están detrás de la consideración de la voluntad como una causa contingente y que permiten describirla como un primer motor2. Para ello, primero, reconstruiré brevemente la ontología de la acción en Francisco Suárez; después, ofreceré las razones suarecianas por las cuales la voluntad no es determinada a obrar por ningún agente externo; por último, explicaré el modo en que un principio activo puede moverse a sí mismo.
1. Ontología de la acción
De acuerdo con Suárez, una causa es un principio que esencialmente infunde el ser en otro y, por ende, está intrínsecamente relacionado con un término. Un principio causal es formalmente constituido como tal por su propia causación; la cual, «no es otra cosa que el influjo aquel o el concurso con que una causa en su género infunde actualmente el ser en el efecto» (DM XII, II, 13). También es posible concebir la causalidad de un principio desde el punto de vista contrario del circuito causal; de manera que una causa sea «aquello de lo que algo esencialmente depende» (DM XII, II, 4). La primera aproximación parece más apropiada desde el punto de vista natural o físico, pero describir la naturaleza de causal de un principio por la dependencia de un término a él ayuda a dilucidar algunos problemas teológicos y a construir un concepto de causa que sea común a todas sus especies. Sin embargo, ambas descripciones son equivalentes, ya que refieren a una misma realidad. La dependencia de un término a su principio no es más que el anverso del influjo esencial de dicho principio aquel término, pues el verbo depender significa «que para la causalidad es necesario que aquel ser que la causa infunde esencial y primariamente en el efecto, sea causado por la misma causa y, por consiguiente, que sea un ser distinto del propio ser que tiene en sí la causa. Por lo cual, depender en su ser de otro es propiamente esto, a saber: tener un ser distinto de aquél y participado o que de algún modo fluye del ser de aquel» (DM XII, II, 7).
Esta doble definición de «causa» conviene fundamentalmente a la causa eficiente (DM XII, III, 3), pues su influjo «no sólo es más conocido, sino que también es en sumo grado real y afecta con toda propiedad al mismo ser que comunica al efecto» (DM XXVII, I, 11). El influjo con el que un eficiente infunde el ser en otro es denominado «acción»; lo cual, hace de ésta la causación o ejercicio en acto de la virtud causativa de un principio eficiente. Así, la acción es una forma predicamental que procede del eficiente sin ser su efecto y que se distingue realmente de aquél3.
Ahora bien, la acción, en cuanto género predicamental y causalidad de un eficiente, plantea la siguiente paradoja: la acción es una forma que parece relacionar a un principio activo con su término, sin ser ella misma una relación. La última parte de esta tesis es evidente porque los géneros predicamentales son realmente distintos entre sí y, por tanto, ninguno puede identificarse o estar contenido en el otro. Lo primero, en cambio, exige indagar en la naturaleza misma de la acción. Cada extremo del circuito causal está relacionado con la acción4; la cual, ‘se ubica’ entre el eficiente y su efecto. La acción está realmente relacionada con el principio activo en la medida en que expresa un proceder o emanar de él, pero también posee una relación real con el término al que comunica el ser «porque la acción en cuanto acción, si es verdadera y propia, no es más que una producción o efección o causalidad de la causa eficiente; ahora bien, resulta imposible ni siquiera concebir una verdadera producción sin que sea producido algo por ella, o alguna causalidad actual sin alguna realidad causada» (DM XLVIII, II, 16). Estas dos relaciones de la acción no son predicamentales, sino trascendentales; es decir, respectos reales, pero con una entidad tan tenue que no constituyen una esencia completa. Ambas relaciones trascendentales realmente vinculan a la acción con la causa eficiente y con su efecto sin convertirla en una instancia de otro género accidental. Ninguna relación trascendental
se compara como accidente ni como forma completa con aquella realidad a la que actúa próximamente y de la que es respecto, sino que se compara como una diferencia esencial y, consecuentemente, como un ente incompleto en el género al que pertenece la realidad a la que actúa y constituye, y propiamente no hace que ésta se refiera a otra a manera de forma física, sino que la constituye por modo de diferencia metafísica (DM XLVII, IV, 3).
La causa eficiente y su efecto se vinculan entre sí por una relación predicamental que surge de manera inmediata cuando la acción depara satisfactoriamente en un término. La acción es la forma que produce el efecto y, concomitantemente, la relación de éste con su causa. Sin embargo, dicho respecto que sucede a la acción, no vincula a ésta con ninguna otra cosa, pues la acción no es el sujeto en el que inhiere dicha relación, sino tan sólo su razón o fundamento5.
2. Indeterminación de la voluntad
La voluntad es la única causa eficiente creada que es indiferente en su ejercicio y especificación. Esto quiere decir que la voluntad no es determi- nada por ninguna otra causa a obrar o no obrar y, además, está abierta a los contrarios. Contra esta idea se esgrimen las opiniones según las cuales, la acción de la voluntad está determinada por la a) Causa Primera, b) por el entendimiento, c) la ley o d) por la acción de algunos otros agentes, por ejemplo, los astros o la fortuna.
2.1 La moción divina no determina a la voluntad
En primer lugar, parece insostenible que la voluntad pueda autodetermi- narse a obrar o no obrar a la luz de los misterios teológicos de la gracia y la predestinación divina. Pues «bajo la causa primera no hay ninguna otra que no obre por necesidad, ya que no hay ninguna que obre si no es movida por ella; en efecto, toda causa segunda necesita ser movida por la primera; pero toda cosa que mueve siendo movida obra por necesidad, pues el hecho de que se mueva no depende de ella, sino del motor, cuya moción no pueda poner, ni impedir» (DM XIX, II, 2).
Suárez ataja el problema planteando la discusión en sus propios tér- minos e interpretándola como la dificultad para compatibilizar su propia definición de causa eficiente libre con la idea de que toda causa creada es movida por la Causa Primera.
Se propone de otro modo la misma dificultad: causa libre es aquella que, puestos todos los requisitos para la operación, puede obrar y no obrar; pero uno de los requisitos para que la causa segunda obre es la moción de Dios, puesta la cual no puede obrar y no obrar, sino que obra necesariamente, de igual manera que, no puesta aquélla, necesariamente no obra; luego esa definición repugna a toda causa segunda y, en este sentido, no hay ninguna contingencia o libertad con respecto a ella, sino sólo con respecto a la primera (DM XIX, IV, 1).
Una vez planteado el problema de esta manera, la eficacia de la gracia de Dios parece contradecir la definición de causa formalmente libre o, al menos, obliga a pensar que esta definición repugna a la de causa segunda. Sin embargo, para salvar la afinidad entre la definición de causa libre y causa creada –advierte Suárez–, no es necesario suprimir la moción de Dios de entre los requisitos para la acción y reformular la definición de causa eficiente libre. Semejante maniobra conduciría a negar la eficacia de la Causa Primera sobre las causas segundas o, bien, convertiría la causa libre en aquella que puede obrar o no obrar únicamente de cara a los prerrequisitos de parte del entendimiento y la voluntad. En cambio, debe defenderse que la voluntad es una potencia activa capaz de por sí misma ejercer y suspender su acto cuando todas las condiciones (creadas o increadas) están óptimamente dispuestas para su operación; incluido el concurso de la causa divina. Para ello no basta con justificar que la voluntad permanece indeterminada frente al acto del entendimiento, sino que hace falta argumentar que aunque la voluntad es movida de alguna manera por la Causa Primera, esto no la determina en su ejercicio ni especificación.
Así, Suárez procede a defender la suficiencia de su definición de facultad libre como aquella potencia activa que, por sí misma y por su capacidad interna, tiene el poder para ejercer y suspender su acción cuando están puestos todos los requisito para obrar. Para ello, Suárez precisa que «hay dos maneras de decir que algo se requiere para un acto: una, como requisito previo para la acción; otra, como intrínseca o esencialmente incluido en la acción misma» (DM XIX, IV, 10). Lo primero es denominado prerrequisito en sentido antecedente o por parte del acto primero, pues es un principio de la acción o una condición requerida para el obrar de algún género causal. Lo segundo es llamado requisito en sentido concomitante o en acto segundo, ya que no se distingue en la realidad de la acción misma. «Consiguientemente, cuando se dice que es libre aquello que, puestos todos los requisitos para obrar, puede obrar o no obrar, debe entenderse de los prerrequisito en sentido antecedente y en acto primero, no de los otros» (DM XIX, IV, 10). El uso o causación eficiente libre de una potencia demanda que la causa conserve la potestad sobre su propia acción y no sea determinada por ninguno de los requisitos antecedentes –tomados individual o colectivamente–. De lo contrario, la causa libre no dejaría de obrar por su propia virtud, sino por defecto de alguna condición exigida; lo cual, no sería signo de libertad, sino de impotencia. Ahora bien, la definición de causa libre no alude a los requisitos en sentido concomitante porque éstos están incluidos en la acción; es decir, son requisitos exigidos de la misma manera en que la propia forma predicamental de acción se necesita para el obrar de la facultad activa. La acción
se requiere en cuanto es aquello por lo que, formalmente, la potencia se determina y se constituye como agente en acto; por eso no puede incluirse en aquellas condiciones con las cuales la potencia debe ser indiferente para obrar y para no obrar, ya que eso implica una contradicción palmaria; luego tampoco debe incluirse en aquellos requisito todo lo que pertenecen a la razón intrínseca de acción o está incluido en ella de manera esencial, puesto que existe la misma razón para todos aquéllos que para la acción (DM XIX, IV, 12).
Este doble sentido de la noción de «requisito» duplica los sentidos en los que Dios puede considerarse un requisito para la acción de las causas segundas. En primer lugar, existe una moción divina antecedente –poco conocida en filosofía, pero cierta en teología— que al estar contenida en las condiciones previas para la acción de la causa segunda funge como principio del mismo (DM XIX, IV, 13). En segundo lugar, existe una moción divina concomitante que es, propiamente, el concurso que Dios presta esencialmente a la acción de la criatura; el cual, es más más fácilmente conocido por la luz natural de la razón gracias a que este concurso es físicamente necesario de un modo más intrínseco. La voluntad creada es libre frente a la moción antecedente de Dios, ya que la voluntad tiene la posibilidad de no actuar según el orden para el cual se da tal moción. Ahora bien, de la moción concomitante de la Causa Primera «es cierto que, una vez puesta, la voluntad no puede no moverse; sin embargo, negamos que esto sea contrario al uso de la libertad, ya que dicha moción no es una de las condiciones previamente requeridas para el acto, sino que está esencialmente incluida en la acción misma de la voluntad» (DM XIX, IV, 14). Si la voluntad no puede no obrar puesta la moción de Dios es porque la voluntad ya está obrando; de la misma manera en que acerca de cualquier cosa se dice que algo no puede no existir cuando existe (aunque absoluta y simplemente, pudiera no existir). En consecuencia, el concurso divino no repugna a la libertad de la voluntad porque la supone constituida bajo su acción libre. Luego Dios concurre a las acciones intrínsecamente libres de los hombres sin alterar la modalidad y naturaleza de las mismas. Debajo de esta maniobra suareciana subyace la idea de que Dios es una causa eficiente libre. Esta idea es el pilar de la defensa suareciana de la libertad, ya que pone de relieve que la libertad de las causas segundas no es el resultado de un defecto o impotencia divina. Si Dios, en tanto Causa Primera, no fuese una causa libre, sería imposible que existiera la libertad en el reino de las causas creadas porque Él siempre movería con su absoluta potencia. En cambio, puesto que Dios es absolutamente libre, Él tiene dominio sobre sus actos y sobre el modo en el que influye sobre las causas segundas. «Y esto no atenta contra la eficacia de la moción divina, ya porque no ocurre por impotencia, sino por sabiduría, providencia y voluntad del primer motor, ya también porque, cuando Él quiere, hace, asimismo, de manera eficaz, que la voluntad consienta infaliblemente, aunque pueda no consentir» (DM XIX, IV, 14). Dios voluntariamente elige no impedir el ejercicio de las causas eficientes creadas y racionales. Esta elección divina es sólo una condición necesaria para el ejercicio libre de las causas creadas y no lo que las constituye como libres, pues éstas lo son en sí mismas por su propia naturaleza.
2.2 El entendimiento no determina a la voluntad
En segundo lugar, se argumenta que el acto de la voluntad es determinado por el acto del entendimiento, «porque la voluntad es una potencia ciega, que no puede pasar al acto si no es conducida por el intelecto, ni puede resistir a éste si mueve e impera con eficacia» (DM XIX, II, 5). Además, se añade que la voluntad no puede ser indeterminada en su acto porque ni siquiera el entendimiento –el cual es una potencia más perfecta que la voluntad– posee ese modo de obrar.
Ciertamente, el entendimiento guía el acto de la voluntad, ya que ésta no puede darse a sí misma su objeto –el cual no es otro que el bien bajo la razón de bien6–. La voluntad no puede querer nada que antes no haya sido conocido como bueno7, sino que sólo puede ‘disparar’ su acto hacia un objeto que un juicio de la razón le ha propuesto como apetecible (DM XXIII, V, 5). Sin embargo, la voluntad permanece indeterminada aún después de que el entendimiento juzga un objeto como bueno, «porque [ella] puede aborrecer aun las mismas cosas corporales que son deleitables, y no es coaccionada a amar por parte de objeto alguno, por más vehemente que sea, ni tampoco a odiar por más triste que sea el objeto» (DA II, III, 18).
Esto es signo de que la dirección que el entendimiento presta a la voluntad no consiste en su excitación o en un influjo eficiente sobre ella, pues la capacidad para mover eficiente o físicamente a otras potencias compete únicamente a la voluntad, no al entendimiento; «luego no puede suceder que el entendimiento, el cual es movido eficientemente por la voluntad, mueva por su parte a la voluntad de igual manera» (DM XIX, VI, 7). El entendimiento sólo mueve a la voluntad a través del objeto y los objetos contingentes no pueden determinar el acto de la voluntad, ya que en ellos va aneja alguna malicia o desventaja, por fuer de la cual el entendimiento puede representarlos como inconvenientes permitiendo que la voluntad los aborrezca. Por consiguiente, el juicio práctico del entendimiento no actualiza a la voluntad ni tampoco concurre eficientemente en la esencia de sus actos, sino sólo participa del acto de apetición como una condición necesaria por modo de aplicación del objeto.
En cuanto a la segunda parte de la objeción, debe decirse que el entendimiento no es una potencia libre en su ejercicio ni en su especificación. El entendimiento no es libre en el ejercicio porque «está determinado por su naturaleza a asentir a la verdad y disentir de la falsedad; y si no hay en el objeto ninguna de estas dos razones, o el entendimiento no la capta, no puede realizar ningún acto porque no puede obrar sin objeto» (DM XIX, V, 14). Tampoco el entendimiento es libre en su especificación, pues su objeto formal es la verdad y ésta no puede coexistir en un mismo objeto con su opuesto, la falsedad. Por consiguiente, «el entendimiento, esencialmente y en cuanto depende de los méritos del objeto, siempre está determinado a una sola cosa en lo concerniente a la especie del acto» (DM XIX, V, 16).
Ahora bien, la determinación del entendimiento para producir su acto no obsta para que realmente guíe el acto libre de la voluntad. La razón de esto es que el entendimiento, aunque sea una potencia natural, posee una indiferencia objetiva, según la cual puede descubrir distintas razones de bondad o malicia en un objeto y, en consecuencia, de juzgarlo contingente respecto de su fin8.
Debido a su universalidad, capacidad discursiva y de raciocinio, [el entendimiento] goza de una cierta indiferencia por la relación con sus objetos. Ésta debe entenderse en el sentido de que el entendimiento es capaz de discernir cuál es el grado de conveniencia de cada objeto, de descubrir su utilidad por relación con el fin, de indagar diferentes medios para alcanzar un fin, o incluso de perseguir diferentes fines (salvado el último). Por todo ello, no presenta al apetito que le sigue (el apetito racional) un único curso de acción sino diferentes objetos (González Ayesta 2011, 148).
La indiferencia objetiva del entendimiento no es una perfección inferior a la indiferencia formal de la voluntad. Por un lado, el entendimiento es la raíz de la libertad en virtud de esta indiferencia, ya que a través de dicha cualidad el entendimiento abre el horizonte sobre el cual se proyecta el acto libre de la voluntad. Por el otro, la indiferencia objetiva del entendimiento es signo de su mayor nobleza9, pues la voluntad es libre, pero ciega; en cambio, el entendimiento es determinado, pero cierto. Así, ser regla de la voluntad es la máxima perfección de una potencia racional, aunque tal perfección sea incompatible con ser una potencia formalmente libre «no sólo porque la regla debe ser cierta y de suyo inmutable, sino también porque aquella operación que es regla no lo es por una inclinación y tendencia a la cosa regulada, sino por cierta adecuación a ella, adecuación que no es indiferente, sino cierta y determinada» (DM XIX, VI, 25).
2.3 La ley no determina a la voluntad
A su vez, la ley también puede considerarse un obstáculo para la libertad de la voluntad, ya que su efecto próximo es la obligación y ésta no es otra cosa que «cierta necesidad de obrar o de no obrar» (DL I, XIV, 4). Cuando el legislador promulga una ley, lo que hace es producir un modo (a saber, el de necesidad) que de alguna manera afecta el modo (en este caso, el de contingencia) que poseen las acciones típicamente humanas. Las leyes preceptivas imponen una necesidad sobre las agentes para realizar la acción mandada; en cambio, las leyes prohibitivas imponen la necesidad de no actuar de determinada manera. Lo anterior, sugiere que cuando los ciuda- danos actúan en conformidad con la ley lo hacen movidos por la necesidad que el legislador introdujo en su obrar y no por su propia determinación. En consecuencia, pareciera que los hombres sólo actúan libremente cuando contravienen la ley o cuando realizan una acción acerca de la cual no existe un mandato.
Sin embargo, la idea de que la ley anula la libertad de las acciones de los hombres atenta contra la razón de ser de la propia ley, pues ésta requiere de la libertad para que su existencia tenga sentido; tal como se constata en «el modo corriente de obrar y de gobernar las acciones humanas por medio de consejos, leyes y preceptos, exhortaciones y reprensiones, promesas de premios y amenazas de castigos, todo lo cual sería superfluo si el hombre obrase por necesidad natural y no por su libertad» (DM XIX, II, 13). La ley es el instrumento político con el que se dirigen las acciones libres de los hombres sin alterar su modalidad; esto es, sin convertirlas en acciones necesarias. Lo cual, no es signo de que la ley no ejerza una influencia real sobre los hombres sino tan sólo de que ésta no influye en el uso de la voluntad. Si una la ley manda hacer la acción X, lo que hace es introducir un contrapeso a la intención de no realizar X, pero no hace necesaria la acción cuando se realiza X, ni mucho menos suprime la posibilidad de que la voluntad desee no hacer X o elimine la capacidad de ésta para resistir a la orden. Si el agente efectivamente obra según la ley, no es movido a hacerlo por la fuerza de ésta, sino que lo hace por su propia virtud. En consecuencia, el carácter imperativo de la ley no elimina la posibilidad de que pueda cumplirse libremente.
La razón de ello es que la ley dirige y orienta las acciones de los agentes a través del uso práctico del entendimiento y no mediante una determinación de la facultad libre. La obligación legal entra en el circuito de la producción de la acción humana como un operador modal –por decirlo de alguna manera— que en el proceso deliberativo imprime el carácter de necesidad a un acto práctico del entendimiento10. El modo o necesidad que produce la ley afecta a un juicio práctico del entendimiento, pero no altera el modo de la acción porque no ejerce un influjo que pueda determinar a la voluntad11.
2.4 Los astros y el hado no determinan a la voluntad
Por último, se puede objetar que todos los efectos de las causas del universo, incluidos los de las voluntades humanas, proceden de una necesidad fatal producto de la intrínseca conexión de todas las causas y del influjo de los cielos y los astros en ellas. En general, dice Suárez, quienes defendieron esta opinión afirmaron que los astros y las estrellas ejercen un influjo externo en las voluntades humanas. Sin embargo, de esta idea no se sigue que la acción de la voluntad sea esencialmente necesaria, pues es perfectamente compatible que la operación de la voluntad sea esencialmente libre, pero esté sometida a la acción violenta de los cuerpos celestes. Una versión alterna de esta tesis afirmaría que el movimiento de los cielos es sólo un signo (no su causa) de que el hombre no es libre. Las acciones humanas serían necesarias porque el agente carece de facultad que por naturaleza sea indiferente en sus acciones.
En efecto, si las cosas no se mueven violentamente, sino de acuerdo con la exigencia de su naturaleza, cada cosa se mueve según la aptitud natural que de suyo tiene para moverse; consiguientemente, puesto que el influjo de los cielos […] no es violento, sino natural, si el hombre obra siempre necesariamente en virtud de tales causas, es indicio de que, por su naturaleza, exige ese modo de obrar (DM XIX, II, 11).
Contra esta idea, sin embargo, se esgrime la propia experiencia de la libertad, pues el presunto influjo de los astros en todas las causas inferiores (incluidas también las voluntades humanas) destruye el libre albedrío y, por ende, la existencia de cualquier causa segunda indeterminada. Adicionalmente, al influjo del hado en las voluntades humanas subyace la idea de que los cielos influyen directa y absolutamente en las almas y voluntades humanas, pero sólo pueden hacerlo si ambos están en contacto o a través de un medio físico que comunique el influjo del cielo; lo cual «atenta contra la inmaterialidad del alma y, consecuentemente, contra su inmortalidad» (DM XIX, XI, 8).
3. Autodeterminación de la voluntad
Si la voluntad no es determinada a obrar por un principio eficiente externo, entonces debe pasar al acto por su sola virtud. No obstante, parece imposible que algo en potencia pueda pasar al acto por sí solo porque si pudiera hacerlo, entonces sería simultáneamente agente y paciente de su propia acción y, por tanto, estaría en potencia y en acto respecto de una misma cosa12. Luego aparentemente todo lo que se mueve debe ser movido por otro.
Sin embargo, la capacidad de la voluntad de determinarse a sí misma no implica en el sistema suareciano que la voluntad existe o es simultáneamente en potencia y en acto (i.e. en sentido trascendental)13. La autodeterminación de la voluntad nada tiene que ver con el hecho de si la voluntad puede existir y no existir fuera de sus causas, o de si puede existir en acto como dos pre- dicamentos distintos (i.e. como cualidad y como acción o pasión). Tampoco se discute ahora si la potencia predicamental es un acto trascendental o si un acto predicamental existe en potencia trascendental. Pues, por una parte, la potencia y el acto predicamentales son actos trascendentales14, ya que ambos existen fuera de sus causas y; por la otra, toda pasión o acción que todavía no ha sido producida sólo existe en potencia trascendental, ya que su ser aún está en las respectivas potencias [predicamentales] activas y pasivas que pueden producirlas.
Se ha trasladado el tema de potencia y acto a la causalidad; ahora, la pregunta que resta es sólo ésta: ¿es imprescindible que la causa y el efecto sean dos sujetos realmente distintos, esto es, físicamente separados? Es obvio que, si la respuesta fuera afirmativa, sólo habría acciones transitivas; la causalidad eficiente sería sólo cosa de la Física; pero existen operaciones inmanentes, luego, en éstas, la misma facultad está en potencia para recibir y en acto para producir (Fernández Burillo 1997, 76).
En la metafísica de Francisco Suárez no hay nada de contradictorio en afirmar que un ente puede estar simultáneamente en potencia y en acto siempre y cuando ambos términos no sean tomados en el mismo sentido: «no hay contradicción alguna en que una misma facultad se encuentre en acto primero y en potencia para un acto segundo inmanente, ya que el acto primero no incluye formalmente al segundo, sino el poder de producirlo, poder que es capaz de tener la misma facultad que es potencia receptiva de dicho acto» (DM VIII, VII, 51).
La posibilidad de la voluntad de producir y recibir simultáneamente una forma accidental por sí misma, entonces, más que faltar al principio de no contradicción supone la adaptación de la teoría aristotélica del acto y la potencia a un incipiente dinamismo físico. Suárez concede el principio clásico según el cual nada puede darse a sí mismo lo que carece. Sin embargo, el acto predicamental (i.e. la acción o la pasión) no es una perfección de la potencia predicamental en cuanto potencia, ya que ésta es perfecta en su propio orden (DM XLIII, I, 6). La potencia activa que obra en acto sólo es más perfecta que al principio, si se compara consigo misma como pasiva, mas no si se compara consigo en cuanto activa. De ahí que el tránsito de la potencia al acto no sea, propiamente, un movimiento porque no consiste en la adquisición de una nueva forma por parte de la potencia, sino del sujeto en el que inhiere. Así, «la voluntad no se perfecciona con pasar al acto porque pasar al acto es estar obrando y produciendo una acción, y el producir una acción no perfecciona la causa que se supone ya completa, y, por tanto, ni la muda ni la mueve» (Hellín 1948, 371).
Dado que algo es denominado ‘agente’ o ‘paciente’ en función de la virtud activa o pasiva que se despliega o ejercita; nada impide que la voluntad sea denominada al mismo tiempo ‘agente’ y ‘paciente’ de su acción, pues esto no implica que la voluntad infunda en sí misma una forma que antes no tenía. Antes bien, el hecho de que la voluntad sea agente y paciente de su acción significa que ejercita o despliega simultáneamente dos virtudes que ella misma posee; ninguna de las cuales se perfecciona en su propio ser por su respectivo acto predicamental producido por la otra15. La virtud para elicitar el acto de amor debe ser perfecta para producir tal forma en conjunción con la virtud igualmente perfecta para recibirla; sin embargo, ninguna de ellas recibe la forma opuesta en su ser, sino que lo hace su respectivo sujeto (i.e. la voluntad). El cual, al elicitar la acción y recibirla se constituye como agente y paciente en acto relacionándose trascendentalmente con ella.
Consiguientemente, así como por un acto realmente idéntico se constituye una cosa en agente y paciente en acto, y así como una misma cosa es acción y pasión según diversas relaciones, de igual manera un supuesto puede, por una facultad realmente idéntica, constituirse en principio activo y pasivo en potencia; por ello, en este sentido no hay inconveniente en que una misma realidad se constituya en agente y paciente bajo un mismo aspecto, siempre que se entienda de manera proporcional -es decir, ambas cosas en potencia o ambas cosas en acto (DM XVIII, VII, 51).
Lo que no puede ser el caso es que la voluntad sea denominada agente en acto y paciente en potencia (o viceversa) respecto de su propia acción. Pues es imposible que la voluntad actúe sobre sí misma en acto sin recibir en acto su propio influjo o, bien, que reciba en acto su propia acción sin estar actuando. Esto mismo vale en el otro sentido, ya que es igualmente absurdo pensar que la voluntad esté en mera potencia para producir una acción sobre sí misma mientras recibe en acto dicha acción o, bien, que mientras produce en acto su propia acción inmanente permanezca en potencia de recibirla. Luego la voluntad es agente y paciente de su propia acción o moción cuando aún no ha actuado y, por ende, permanece aún sin recibir ninguna forma o influjo; o bien cuando actúa o se mueve a sí misma y al mismo tiempo recibe su acción o eficiencia. En la voluntad, la pasión de su propia acción o influjo es inmediata y sin dilaciones. De ahí que cuando obra en acto, simultáneamente, es movida en acto. Ni siquiera los objetos a los que se dirigen sus actos producen una dilación entre la elicitación del acto voluntario y su recepción; la voluntad es informada por el acto de amar tan pronto ama cualquier bien, por ejemplo. La razón de esto es que todos los actos racionales del hombre, según Suárez, son directos y reflexivos16; con el añadido de que en el caso de los actos voluntarios, las condiciones o estado en que la voluntad actúa es exactamente el mismo a cuando padece17. De hecho, esta propiedad reflexiva operante desde que la voluntad se echa a andar a sí misma es la responsable de que sus actos sean genuinamente voluntarios: «el acto que por sí mismo es intrínsecamente voluntario, no se compara como objeto propio o efecto con aquel otro acto por el que es voluntario, ya que es voluntario por sí mismo y, propiamente, no es objeto o efecto de sí mismo; consiguientemente, tiene un objeto distinto al que tender directamente y es efecto de la potencia que lo realiza, y sólo es voluntario por cierta reflexión virtual que incluye en sí mismo; por eso suele decirse que es querido por modo de acto, no por modo de objeto»18.
Además de la proporcionalidad, Suárez añade que la voluntad puede denominarse agente y paciente en acto o potencia siempre que «la expresión bajo un mismo aspecto se limite a reduplicar o designar una misma realidad, pero no una misma relación o una misma razón formal concebida y precisa por operación de la mente» (DM XVIII, VII, 51). Esto significa que la realidad respecto de la cual la voluntad es llamada agente y paciente no es ninguna de las relaciones trascendentales que la vinculan con la acción: la voluntad no puede ser solamente el principio de la acción en acto y en potencia, ni tampoco ser, al mismo tiempo, término actual y potencial de la misma. En cambio, la inmanencia de la voluntad demanda que la voluntad sea principio y término (i.e. los dos a la vez) en acto o en potencia. O lo que es lo mismo, que esté en acto virtual y en potencia formal respecto del mismo; a saber, la acción.
Consideraciones finales
La descripción suareciana de la voluntad como un primer motor remite, indefectiblemente, al terreno de la eficiencia. De ahí que la justificación metafísica de esta descripción se haya construido enteramente desde la teoría causal suareciana: primero, descartando la influencia real de la gracia divina, del entendimiento, de la ley y de los astros en los actos voluntarios; y, segundo, explicando la manera en que la voluntad se mueve a sí misma al acto como una instancia trascendental de su inmanencia (i.e. no el porqué de su inclinación, sino el cómo esa inclinación se dispara por sí sola en sede física o eficiente).
Representarse a la voluntad como un primer motor ayuda a sintetizar la indeterminación en el uso o ejercicio de esta facultad, pero parece decir poco acerca de la indeterminación en la especificación de sus actos. Pues la diversidad de cosas a las que puede dirigirse la voluntad bajo la razón de bien es un asunto que compete al nivel representacional en el que no opera la eficiencia, pues el entendimiento sólo mueve metafóricamente a la voluntad a través de sus objetos. Sin embargo, es importante advertir que la indeterminación en la especificación de sus actos es el resultado de que la voluntad participe en el circuito representacional moviéndose a sí misma. Es decir, al modo de una fuerza o impulso que se dispara por sí sola para amar, desear o elegir los objetos o juicios que el entendimiento le presenta20. Por este motivo, la voluntad puede elegir libremente un objeto que le presenta el entendimiento como bueno, preferir algún otro o abstenerse de elegir cualquiera siguiendo la correspondiente representación de la inacción como un bien. En un segundo momento, este juego entre el entendimiento y la voluntad puede detonar, a su vez, una acción que involucre a diferentes facultades inferiores y miembros del cuerpo; por ejemplo, la locomoción hacia un lugar específico. Dichas acciones son genuinamente voluntarias (en sentido imperado) porque es ésta la que eficientemente mueve y aplica a las otras potencias del alma a su operación, como resultado de su asentimiento. Luego si la voluntad es el primer eficiente en las acciones humanas es sólo porque, a nivel intencional, la voluntad es capaz de determinarse a sí misma (sin ayuda de ningún agente externo) a la elicitación de sus actos; entre los cuales, se cuentan la elección o asentimiento a determinado juicio práctico y el acto de uso, mediante el cual la voluntad detona su función motivacional-causal.
Notas
1 A lo largo de todo el trabajo, preferiré utilizar traducciones al castellano publicadas –siempre que existan— en vez de una traducción propia. En los casos en los que no exista una traducción disponible, referiré al texto latino según la edición de Luis Vives de 1856.
2 Existen numerosos trabajos dedicados al estudio de la acción humana y la libertad en Francisco Suárez. El presente trabajo pretende sumarse a ese importante catálogo y hacer una modesta aportación atendiendo los presupuestos dinámicos o físicos detrás del obrar libre de la voluntad. Así, el propósito de este trabajo no es describir el modo en el que la voluntad obra libremente y repetir el carácter contingente e indeterminado de su causalidad, sino explicar en qué consiste el hecho de que la voluntad sea indeterminada en su ejercicio –no mencionaré nada acerca de la indeterminación de su especificación–. El carácter libre de la voluntad (i.e. su condición de causa eficiente contingente) exige una explicación acerca de cómo, en virtud de su inmaterialidad, la voluntad pasa al del acto a la potencia por sí misma. Sin embargo, me parece que la no-contradicción metafísica de la reflexividad de la voluntad no ha sido suficientemente atendida por la literatura especializada. Por esta razón y, con ocasión de la descripción de la voluntad como un primer motor; la cual, remite a una consideración física o natural, intento dar cuenta del verdadero sentido de la indeterminación y autodeterminación eficiente de la voluntad.
3 Al mismo tiempo, la acción también se distingue de la forma producida por la causa, pues aquélla es posterior a la acción y solamente existe en virtud de ella; y de la relación entre la causa y el efecto, «puesto que no surge la relación entre ellas si no interviene alguna mutación o algún modo nuevo en una de ellas» (DM XLVIII, I, 7). Luego la generación no se identifica con el progenitor, con lo producido ni con la relación entre padre e hijo; la cual, surge sólo una vez que la acción se ha realizado. Para un estudio más detallado acerca de la ontología de la acción, ver: (Lecón 2016, 249–53).
4 «Die Handlung ist einerseits das, wodurch die Ursache an ihre Wirkung reicht, genauer eine ‘tendentia ad effectum’, und andererseits das, wodurch die Wirkung von der Ursache abhängt. Der Begriff der Handlung wird hier dadurch als eine Art Relationsbegriff analysiert, daß diejenigen Eigenschaften der Relata benannt werden, welche die Relation fundieren, nämlich einerseits die Tendenz zur Wirkung und andererseits die Abhängigkeit der Wirkung vom Grund (Schnepf 2001, 42).
5 Toda relación se compone de los siguientes elementos: sujeto, fundamento y término. El sujeto es la forma o sustancia en la que inhiere la relación; el fundamento es la propiedad en función de la cual un sujeto posee una relación y ésta comparece en la realidad; el término, aquello otro a lo que la relación está esencialmente referida; ver (DM XLVII, VI, 2; VII, 1 y VIII, 1).
6 Ver (DBM II, I, 4).
7 Alejandro Vigo llama a esto ‘el primado representacional del intelecto, ver (Vigo 2011, 15).
8 «cognitio autem intellectualis ita est universalis et perfecta ut propriam rationem finis et mediorum percipiat, et in unoquoque expendere possit quid habeat bonitatis vel malitiae, utilitatis aut incommodi; item quod medium sit necessarium ad finem, quod vero indifferens, eo quod alia adhiberi possint; ergo appetitus qui hanc cognitionem sequitur habet hanc indifferentiam seu perfectam potestatem in appetendo, ut non omne bonum aut omne medium necessario appetat, sed unumquodque iuxta rationem boni in eo iudicatam; ergo illud bonum quod non iudicatur necessarium, sed indifferens, non amatur necessario, sed libere; atque hac ratione, ut supra dicebam, ad rationalem consultationem sequitur electio libera» (DM XIX, II, 17).
9 La cual, además, se refleja en que su es más abstracto e inmaterial que el de la voluntad; es una facultad más próxima a la esencia del alma; es la diferencia esencial del ser humano, entre otras, ver (DA XII, III).
10 Para un tratamiento más detallado acerca del acto práctico y el modo en el que ordena – sin imponer necesidad— al acto de la voluntad, ver los trabajos (Coujou1 2012) y (Coujou2 2012).
11 «That is to say, obligaton bursts into the process of producing a free action in the form of a necessary proposition to be taken into account in the agent’s deliberation. Thus, the mode or necessity produced by law affects some practical judgement of reason but does not modify the mode of action itself, since the will remains able to freely choose or elect the object of such judgement» (Lecón 2016, 267).
12 Prima facie, la objeción no es una crítica contra la inmanencia de la voluntad, sino contra su presunta automoción. Pareciera, entonces, que la preocupación atiende únicamente al tramo inicial o productivo de la acción voluntaria, sin importar si aquélla se recibe en ella misma o en otra potencia. Sin embargo, la autoproducción o autoeficiencia del acto de la voluntad no es más que un caso de inmanencia. «La causalidad inmanente se pone en primer plano, desde el momento en que demuestra que no es cierto que todo agente deba ser paciente con prioridad, y ser movido para mover. La distinción entre agente y paciente no es elemento esencial de la causalidad» (Fernández Burillo 1997, 76). De ahí que, como se verá, los argumentos de Suárez funcionan en los dos niveles: para justificar la autodeterminación de la voluntad para elicitar el acto de amar, por ejemplo; y para justificar el modo en que la voluntad gatilla por sí sola su propia acción.
13 Para revisar el sentido trascendental de potencia y acto en Suárez, ver: (DM XXXI, III, 1).
14 Ver (DM XLII, III, 10).
15 La voluntad es denominada extrínsecamente ‘agente’ y ‘paciente’, pues no es algo que la voluntad sea en sí misma. Antes bien, ambos términos le convienen a la voluntad en virtud de algo más; a saber, las relaciones trascendentales que constituyen a las formas accidentales de la acción y pasión. Para ver un estudio pormenorizado acerca de la deno- minación extrínseca en Suárez, ver (Doyle 1984).
16 La reflexividad como mecanismo de autotransparencia para los actos del entendimiento y de la voluntad es desarrollada en (Renemann 2015).
17 Podría objetarse que la voluntad en cuanto principio activo no es idéntica a sí misma que en tanto principio receptivo. En las acciones cognitivas inmanentes, por ejemplo, el entendimiento requiere de una especie para obrar, mientras que no necesita de ella para recibir su propia acción. Así, «el principio activo es la potencia en cuanto informada por la especie, mientras que el principio receptivo es la sola potencia» (DM XVIII, VII, 47). Sin embargo, el caso de la voluntad es distinto, pues, si bien es cierto que para obrar necesita una representación del entendimiento a la cual pueda dirigirse, dicha representación no informa ni determina a la voluntad. La representación del entendimiento y su juicio práctico son meras condiciones necesarias (no suficientes) para que la voluntad actúe; por ende, no afectan intrínsecamente a la voluntad. Luego la potencia que principia la apetición racional no se distingue de la potencia que la recibe.
18 DM XIX, V, 17. Esta misma idea aparece se lee en (DVI I, I, 6): acto.«Addendum vero est etima ipsum actum quatenus in facto esse informat voluntatem, et constituit illam volentem non tantum constituere illam volentem objectum, sed etiam ipsummet actum per virtualem reflexionem in illo inclusam».
19 «To say that an entity is in virtual act with respect to a given form (or perfection) is to say that it has an active power to effect that form. If the form is one that the entity itself lacks (i.e., does not have formally), then the entity is also in eminent act with respect to it. If, in addition, the entity, though lacking the form, has the potentiality to receive it, then it is in formal potency with respect to that form –i.e., it has the potential of being the subject of that form. Finally, to have the form is to be in formal act with respect to it» (Freddoso 1994, 133 n. 7).
20 Simo Knuuttila subraya que esta relación no-causal entre los actos vitales del entendi- miento y la voluntad –según la cual, existe un juicio evaluativo que precede a la voluntad y que ésta se determina a sí misma para asentir a ese juicio, a otro o se abstiene de hacer- lo– es explicada por Suárez en términos de simpatía, concordancia o consenso (Knuuttila 2010, 216–220). Knuuttila extiende este modelo de explicación suareciano a todos los ac- tos vitales afirmando que la psicología Suárez pretende eliminar toda causalidad eficien- te externa. Personalmente, creo que la tesis general de Knuuttila no se sostiene de cara a la capacidad de uso que tiene la voluntad respecto del resto de las facultades humanas. La sola descripción de ésta como un primer motor es suficiente indicio de que la interac- ción de la voluntad con las otras potencias, al menos, admite ser descrita en términos cau- sales (Knuuttila 2010, 192–199). Coincido en que en el nivel intencional-representacional en el que el entendimiento le presenta al apetito sus objetos, dichas interacciones no admiten un tratamiento físico o eficiente. Inclusive, podría decirse lo mismo acerca de la autodeterminación de la voluntad; es decir, negar la posibilidad de pensar que la voluntad es causa eficiente de su propio acto –para lo cual, no haría falta apelar a la armonía entre las facultades, sino a su naturaleza de impulso o fuerza (vis). En cualquier caso, la tesis de Knuuttila, creo, es sólo sostenible si se defiende un sentido restrictivo de ‘actos vitales’ reducidos a los actos inmanentes. Una discusión acerca de los horizontes semánticos del nombre ‘acto vital’, ver (Lecón 2013, 120–123)
Referencias
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MAURICIO LECÓN ROSALES
Universidad Panamericana, Campus México, Facultad de Filosofía
mlecon@up.edu.mx
Fuente: Scientia et fides, 5(1)/2017
DOI: http://dx.doi.org/10.12775/SetF.2017.007