Mercantilización de la universidad
Vera Sacristán Adinolfi
«No se trata de insertar la Universidad en el marco del Estado del Bienestar, tendencia que de algún modo ha estado presente en nuestra historia reciente; sino de integrar a la Universidad de manera más decidida en el tejido económico y productivo»
Círculo de Empresarios, Una Universidad al servicio de la sociedad, Madrid, 18/12/2007, pp. 5-6.
1. Unos datos históricos sobre el marco normativo
Hubo que esperar hasta 1983 para que se aprobara la Ley de Reforma Universitaria (LO 11/1983), conocida como LRU, que sentó las bases para la modernización de la universidad española asentando plantillas de profesorado a tiempo completo, renovando su docencia e impulsando una investigación que llevaba décadas de retraso respecto del entorno internacional.
De la mano de la LRU, sin embargo, se introdujeron en el sistema universitario español otras novedades de consecuencias significativas: la posibilidad de crear universidades privadas (hasta entonces, todas las universidades eran públicas salvo las cuatro universidades de la Iglesia Católica: Deusto, Pontificia de Comillas, Pontificia de Salamanca y Navarra), y la posibilidad de que el profesorado de las universidades públicas pudiera «contratar con entidades públicas y privadas, o con personas físicas, la realización de trabajos de carácter científico, técnico o artístico, así como el desarrollo de cursos de especialización», actividades que se vieron estimuladas por el hecho de que el profesorado que intervenía en ellas pudiera cobrar sobresueldos por ello, sin perjuicio de realizarlas en su horario de trabajo.
Al cabo de pocos años, la mayor parte de las universidades públicas habían creado fundaciones o entes similares –que escapaban del sistema de gobierno previsto en la LRU para las universidades públicas– o establecido acuerdos con entidades privadas con el fin de canalizar las actividades vinculadas a contratos y a docencia no reglada de estudios no oficiales, ofrecida a precios privados. De este modo, el sistema universitario español no sólo entró en la modernidad, sino también en una lógica neoliberal de desregulación y mercantilización que posteriormente se ha ido acrecentando en gran manera, tal como intentaré mostrar en este artículo.
Casi veinte años más tarde, la Ley Orgánica 6/2001 (LOU) implicó cambios significativos para las universidades, pero con escasa transcendencia fuera ellas. Seis años más tarde, la Ley Orgánica 4/2007 (LOMLOU) se aprobó en un contexto que ya había cambiado radicalmente: las universidades privadas habían pasado de 4 a 24 (frente a las 50 públicas). Y la LOMLOU propició un cambio substancial: se substituyó el Catálogo de títulos universitarios oficiales por un Registro. Las consecuencias de este cambio se analizan más adelante.
El curso 2011-2012 se produjo un punto de inflexión para el sistema universitario público.
Por una parte, el Real Decreto-ley 20/2011, de 30 de diciembre, de medidas urgentes en materia presupuestaria, tributaria y financiera para la corrección del déficit público impidió a las universidades públicas reponer las plazas de profesorado que quedaban vacantes por jubilación o cualquier otro motivo. Esta medida fue acompañada por reducciones substanciales de la financiación pública de las universidades públicas, recortes que, dependiendo de las comunidades autónomas, entre 2009 y 2015 llegaron a alcanzar el 38,2% en términos reales, es decir, una vez descontada la inflación. En 2020, la financiación pública de las universidades públicas aún se mantenía un 31,2% por debajo de la de 2009 en Cataluña y un 28,2% en Madrid, por poner como ejemplos las dos comunidades con sistemas universitarios de mayor volumen.
Simultáneamente, el Real Decreto-ley 14/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo comportó la práctica liberalización de los precios públicos, con incrementos dispares por comunidades autónomas, que llegaron a alcanzar el 66,7% en un solo año, y situaron a España entre el grupo de países más caros del Espacio Europeo de Enseñanza Superior (EEES).
En los años posteriores, se han producido nuevas modificaciones legales, entre las que cabe destacar el Real Decreto 822/2021, de 28 de septiembre, por el que se establece la organización de las enseñanzas universitarias y del procedimiento de aseguramiento de su calidad, y la Ley Orgánica 2/2023, de 22 de marzo, del Sistema Universitario (LOSU).
El RD 822/2021 orienta los estudios universitarios a una menor proporción de contenidos y un mayor reconocimiento de créditos por prácticas externas, y consagra la existencia de títulos universitarios cortos y propios de las universidades (es decir, no oficiales), totalmente desregulados y sin control de calidad por parte de las agencias evaluadoras que verifican los títulos oficiales. Por su parte, la LOSU amplía esta posibilidad a las «microcredenciales» y los «micromódulos» sin tan siquiera ofrecer una somera descripción de en qué consistirán.
Ahora bien, la LOSU hace mucho más, pues también desregula la estructura interna de las universidades públicas, actualmente organizadas en facultades y escuelas, departamentos e institutos universitarios de investigación, así como los concursos que dan acceso a las plazas de profesorado (funcionario y laboral), da un ulterior impulso a la actividad universitaria orientada a las empresas y elimina algunas de las herramientas que hasta ahora habían resultado útiles a la hora de coordinar el sistema universitario público español como, por ejemplo, la potestad de la Conferencia General de Política Universitaria para fijar los límites a los precios públicos de matrícula.
Esta evolución legislativa ha contribuido a una progresiva mercantilización de la universidad en nuestro país, tal como se analiza a continuación.
2. Elementos clave del proceso de mercantilización
Tres son los fenómenos principales que caracterizan el proceso de mercantilización del sistema universitario español:
- la implantación de universidades privadas y la progresiva transferencia de estudiantes hacia ellas;
- la modificación de la orientación de los estudios universitarios iniciales para que, en vez de formar profesionales capaces, críticos y con un largo recorrido potencial, formen para una ocupación concreta trabajadores y técnicos acríticos;
- la promoción de la investigación orientada hacia los productos comercializables de forma inmediata.
A continuación se analiza cómo se han producido y se siguen produciendo estos tres fenómenos.
3. Sobre la implantación de las universidades privadas y la progresiva transferencia de estudiantes hacia ellas
Desde los años 50 del siglo XX el estudiantado universitario en España se ha venido duplicando cada década hasta alcanzar 1.600.000 en el año 2000. Desde entonces, esta cifra oscila entre el 1.400.000 del momento álgido de la economía española (curso 2006-2007) y el 1.600.000 de los momentos de crisis económica (cursos 2011-2012 y 2021-2022). Es evidente que semejantes cifras resultan golosas para un mercado educativo potencial que, a finales del siglo XX, estaba ampliamente desarrollado en el resto de niveles educativos, pero no en el nivel universitario.
Así, desde el año 1998, no se ha creado ninguna universidad pública en España (en total existen 50, incluyendo una universidad especial, la UIMP, y una no presencial, la UNED), mientras que las privadas han pasado de 15 a 42. En el mismo período los estudiantes matriculados en universidades privadas han pasado de constituir el 5,0 % del total del estudiantado universitario al 22,9 %, configurando así un nuevo tipo de negocio en el que algunas universidades privadas se compran y se venden por parte de fondos de inversión más o menos especulativos.
Pero la realidad es que ninguna de las universidades privadas cumple a día de hoy los requisitos mínimos establecidos en el Real Decreto 640/2021, de 27 de julio, de creación, reconocimiento y autorización de universidades y centros universitarios, y acreditación institucional de centros universitarios (véase Observatorio del Sistema Universitario, ¿A qué puede llamarse Universidad?, 2021). ¿Cómo es posible, pues, que su número crezca y que su estudiantado aumente? Diversos factores han contribuido a ello. Algunos son de carácter legal y otros tienen más que ver con la formación de la opinión pública.
Entre estos últimos, destacan determinadas campañas de desprestigio de la universidad pública (combinadas con innegables errores por parte de éstas), y la repetición incesante por parte de supuestos «expertos» de tópicos manifiestamente falsos que desincentivan el estudio.
Como pequeña muestra de las campañas llevadas a cabo en desprestigio de la universidad pública, me limitaré a traer a colación el caso de los presidentes de los consejos sociales de dos universidades públicas catalanas que, coincidiendo en el tiempo con el documento del Círculo de Empresarios cuya cita encabeza este texto, escribieron en sendos periódicos que «el problema es la resistencia de nuestro sistema universitario a entrar plenamente en el siglo XXI» (Ramon Folch, El lío de Bolonia, El Periódico de Catalunya, 05/12/2007, p. 7) o que «es una evidencia que tenemos un sistema universitario ineficiente, y que lo es básicamente por su estructura y su sistema de gestión» (Joaquim Coello, La universidad, esta gran oportunidad, El Punt (Barcelona), 10/12/2007, p. 14). Para un análisis más detallado de este tipo de campañas véase A. Corominas y V. Sacristán, ¿Una campaña pro mercantilización de la universidad pública?, Sin Permiso, 30/03/2008.
Lo cierto es, por otra parte, que determinadas universidades públicas o, al menos, algunos de sus miembros y algunas de sus estructuras, han aportado más que un granito de arena al desprestigio del conjunto del sistema universitario público español. Recuérdense, por ejemplo, los diversos escándalos asociados a la obtención fraudulenta de títulos de máster y al plagio de trabajos y tesis o, más recientemente, los casos de acoso laboral o la fraudulenta producción de publicaciones científicas como si de churros se tratara y, por añadidura, con falsas adscripciones de sus autores a universidades de otras latitudes, a cambio de dinero.
Resulta todavía más irritante, si cabe, por los efectos que pueda tener en los jóvenes y sus familias, la incesante repetición de (falsos) tópicos por parte de gurús educativos que suelen prodigarse en los medios de comunicación.
Por suerte, ya hace un tiempo que ha desaparecido la idea de la universidad como «fábrica de parados»: por lo visto, finalmente todos tenemos claro la falsedad de esta idea y, en todo caso, la realidad la desmiente: según los datos del INE correspondientes al primer cuatrimestre de 2023, la tasa de desempleo entre titulados superiores es del 7,9%, mientras que la de los titulados de secundaria es casi el doble (Bachillerato: 14,45%, Formación Profesional: 14,27%) y la de las personas con menos estudios es aún mayor. Cosa distinta es la valoración que uno pueda hacer de semejantes cifras, pues el desempleo en nuestro país es alto en comparación con nuestro entorno inmediato. Así, la tasa de desempleo de los titulados superiores en el conjunto de la Unión Europea es del 3,5%, es decir, menos de la mitad de la nuestra.
Sin embargo, el mito de la «fábrica de parados» ha sido substituido por el de la «sobrecualificación», según el cual España cuenta con un exceso de personas tituladas en la universidad. La realidad es que, en vez de hablar de sobrecualificación, sería más correcto hablar de infratrabajos, pues entre la población joven de entre 25 y 34 años de edad, el porcentaje de titulados superiores no es en España muy distinto al de los países de nuestro entorno (España 48%, OCDE 47%, UE22 46%, fuente: OCDE). Lo que resulta realmente distinto es la estructura de puestos de trabajo de nuestro país: según Eurostat, España tiene un porcentaje alto de ocupaciones mecánicas o elementales (23% frente al 18% de la UE) y de servicios y ventas (32% frente 27%) y, en cambio, tenemos muchos menos puestos de trabajo de gerentes, profesionales y técnicos (34% frente al 42% de la UE).
Un mito más reciente es el que afirma que el conocimiento es accesible a cualquiera en la red y, además, cambia tan rápidamente que lo que se aprende hoy será inútil mañana. Según esto, no sería necesario adquirir conocimientos sino actitudes y aptitudes, es decir, competencias y, muy particularmente, «competencias transversales» como trabajar en equipo o hablar en público. Quienes defienden estas tesis evitan contarnos sobre qué trataría el trabajo en equipo o el discurso público, pero, sobre todo, confunden conocimiento con información, y no tienen presente que, a diferencia de los libros y textos académicos, la red está plagada de desinformación. Como ésta es igual de accesible que la información, conviene que las personas se formen suficientemente para poder distinguirlas. En cuanto a la caducidad del conocimiento, no hay más que recordar que muchas de las técnicas que hoy se aplican en la industria y los servicios, desde la criptografía para las transacciones económicas hasta el cálculo de estructuras para la construcción de puentes, se basan en conocimientos que tienen ya siglos.
Por otra parte, es cierto que con el andar de los tiempos cambian los oficios y las ocupaciones –no es nada nuevo: así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad– pero justamente por eso conviene que la formación universitaria sea lo más sólida y amplia posible, para facilitar la adaptación al cambio por parte de todas las personas tituladas.
Todos estos discursos desincentivan el estudio. Por ello, tienen al menos dos consecuencias: para las familias con menos recursos económicos y culturales, ponen en cuestión la conveniencia de un esfuerzo como el que para ellas comporta tener una hija o un hijo en la universidad; para las familias con más recursos, incentivan la idea de que lo que más importa son los contactos y las relaciones que, típicamente, se establecen en determinados centros privados.
Entre los factores de carácter legal que facilitan el aumento del número de universidades privadas y de su número de estudiantes, destacan el incremento de precios públicos y la desaparición del Catálogo de títulos. El incremento de precios públicos ha contribuido a hacer que los precios de matrícula de las universidades privadas sean algo más competitivos. Téngase en cuenta que, a pesar de las reducciones de precios públicos llevadas a cabo los últimos tres cursos, estos siguen siendo, en términos reales, substancialmente más altos que a principios de siglo (véase Observatorio del Sistema Universitario, Precios públicos de matrícula: ¿ya está?, 2023) y se sitúan en la franja alta en el contexto europeo, de acuerdo con los datos que periódicamente publica la Comisión Europea.
La cuestión de los precios resulta particularmente inquietante, además, desde el punto de vista de la equidad, pues todos los estudios llevados a cabo en la última década indican que, a pesar de su progresiva democratización, en acceso a la universidad presenta un manifiesto sesgo social no sólo en cuanto al origen social de quienes acceden, sino también en lo que atañe a la elección de estudios. Altos precios públicos de matrícula en grado, penalización económica a la repetición de asignaturas y precios de matrícula de máster más caros que los de grado no pueden más que agravar estos sesgos.
El incremento de los precios públicos ha ido de la mano de la disminución de la financiación pública de las universidades públicas, que ha precarizado las plantillas de profesorado, aumentando su temporalidad y su dedicación a tiempo parcial (íbid. y también Observatorio del Sistema Universitario, Profesorado asociado: ¿experiencia profesional o precarización?, 2020) y generando un descontento y cierta desconfianza hacia las universidades públicas.
Por otra parte, la desaparición del Catálogo de títulos ha permitido a las universidades, y muy particularmente a las privadas con ánimo de lucro, ofrecer estudios de bajo coste y nombre atractivo, y de este modo desarrollar su oferta docente (a este respecto, véase Observatorio del Sistema Universitario, Grados universitarios: ¿cuántos y cuáles?, 2019).
4. Sobre la orientación de los estudios universitarios a los intereses inmediatos del mercado
Tal como se ha mencionado, en 2008 desaparece el Catálogo de títulos oficiales y es substituido por un Registro en el que cada universidad puede inscribir sus estudios como oficiales, tras un proceso de verificación por parte de una agencia de calidad.
Ello ha dado lugar desde entonces a una incesante proliferación de estudios universitarios oficiales, que han pasado de 3.206 (entre diplomaturas, licenciaturas, ingenierías y arquitecturas) en el curso 2007-2008, a 8.251 (entre grados y másteres oficiales) en el curso 2022-2023. En particular, ha facilitado la apertura de mercado a las universidades privadas, cuya oferta oficial ha pasado de 708 a 2.433 títulos.
Ateniéndonos a los acuerdos en que se basa el EEES, así como con la legislación española, los estudios de grado deberían ser básicos y generalistas, para permitir una o más especializaciones posteriores (típicamente, vía máster) y, en todo caso, para facilitar una actividad profesional de largo recorrido. Pero la substitución del Catálogo por el Registro ha permitido la aparición de títulos de alcances conceptuales y temporales dudosos. Compárese, si no, el alcance de los grados en «Medicina» y en «Podología», o la especialización de los grados en «Diseño» y en «Diseño y Desarrollo de Videojuegos».
Asimismo, el cambio ha sembrado el desconcierto entre el estudiantado y sus familias a la hora de elegir sus estudios. Por poner solo un ejemplo, cuesta elegir entre los siguientes estudios de grado: Ciencia y Tecnología de los Alimentos, Ingeniería Agraria y Alimentaria, Ingeniería Agrícola y Agroalimentaria, Ingeniería Agroalimentaria, Ingeniería Agroalimentaria y Agroambiental, Ingeniería Agroalimentaria y de Sistemas Biológicos, Ingeniería Agroalimentaria y del Medio Rural, Ingeniería Alimentaria, Ingeniería de las Industrias Agrarias y Alimentarias, Ingeniería de las Industrias Agroalimentarias, Innovación de Procesos y Productos Alimentarios, Innovación y Seguridad Alimentaria, Tecnología de las Industrias Agrarias y Alimentarias, Tecnología e Innovación Alimentaria.
En este contexto, a la hora de elegir unos estudios que ofrezcan una formación amplia, sólida y con futuro resulta evidente la importancia de disponer de un buen bagaje cultural familiar que oriente al estudiante en lo que ya se ha convertido en un mercado de oferta de grados.
En una ulterior vuelta de rosca, el RD 822/2021 ha venido a consagrar la reducción del aprendizaje de conocimientos en la universidad. Por una parte, porque pone todo el énfasis en la metodología docente frente a los contenidos y, por otra, porque incrementa el porcentaje de créditos cursados en estudios profesionales que se pueden reconocer como cursados en los estudios universitarios y establece la existencia de estudios universitarios duales de grado y de máster en los que los créditos «cursados» en empresas pueden llegar a constituir el 50 % del total de los estudios.
Y por si todo esto no bastara, en los últimos años se están abriendo las puertas a los estudios no reglados. Concretamente, la «Declaración de París», esto es, el comunicado de la Conferencia Ministerial del EEES que tuvo lugar en París en 2018 contempló por primera vez la posibilidad de estudios universitarios de ciclo corto, es decir, de 2 años de duración, y la «Declaración de Roma», última celebrada, apostó en 2020 por «recorridos de aprendizaje flexibles y abiertos» y «unidades de aprendizaje más pequeñas», incluyendo la posibilidad de que den lugar a «microcréditos». Estas dos iniciativas se han visto reflejadas tanto en el RD 822/2021, que consolida la existencia de estudios universitarios propios de cada universidad (es decir, no oficiales) y de estudios cortos, como en la LO 2/2023, que establece la posibilidad de «microcredenciales» y «micromódulos». Todos ellos son estudios totalmente desregulados y sin control de calidad por parte de las agencias externas.
En resumen, se vienen configurando unos estudios universitarios que tienden a satisfacer las necesidades empresariales más inmediatas, pues 1) la formación se orienta cada vez más a los puestos de trabajo (para el ejercicio de una ocupación) que a la solidez y profundidad de los conocimientos (para el ejercicio de una profesión) y 2) los planes de estudio contemplan porcentajes cada vez más altos de prácticas (no necesariamente remuneradas).
Por otra parte, muchas de los cambios que se vienen produciendo juegan en contra de una mayor equidad, no sólo por la política de precios, o por la desregulación de los estudios y su consiguiente pérdida de garantías de calidad, sino también porque se está configurando un sistema que puede llevarnos a la segregación escolar universitaria, a semejanza de la que ya conocemos en el resto de niveles educativos.
5. Sobre la promoción de una investigación orientada hacia los productos de comercialización inmediata
La investigación debería tener como objetivo una ampliación del conocimiento, ya que ello abre nuevas posibilidades para mejorar la vida de las personas. Por consiguiente, es inexcusable que el conocimiento obtenido con el dinero público se ponga a disposición de toda la sociedad. Sin embargo, cada vez es mayor la insistencia en lo que ha venido en llamarse «transferencia de conocimiento», que se concreta principalmente en el art. 60 de la LO 2/2023 en la forma de «contratos con personas físicas, universidades, o entidades públicas y privadas para la realización de trabajos de carácter científico, tecnológico, humanístico o artístico, así como para actividades específicas de formación» por los que la universidad presta un servicio a una empresa a cambio de una (generalmente escasa) compensación económica.
El impulso a estas iniciativas, sin embargo, debe medirse adecuadamente, pues no es conveniente condicionar la investigación a objetivos económicos inmediatos, abandonando la investigación no lucrativa, ni debe reducirse la investigación básica que es, a largo plazo, la fuente de la investigación más aplicada.
El mencionado impulso a la transferencia se está dando actualmente por dos vías: los programas de financiación de la investigación y los incentivos económicos al profesorado.
El programa europeo para la investigación y la innovación 2021-27, Horizon Europe, por ejemplo, prevé «apoyo a innovaciones […] que puedan ser demasiado arriesgadas para la inversión privada», e incentiva los proyectos de investigación/innovación con partenariado empresarial.
Por su parte, en España se ha producido una reducción substancial de la financiación pública de los proyectos de investigación, de modo que los Presupuestos Generales del Estado para 2023, sin incluir los fondos europeos del «Mecanismo de Recuperación y Resiliencia», les asignan un 0,28% del PIB, esto es, menos que en el año 2006 (0,30%).
En cuanto a los incentivos económicos al profesorado, ya hemos mencionado la posibilidad, abierta en 1983, de que el profesorado de las universidades públicas pueda «contratar con entidades públicas y privadas, o con personas físicas, la realización de trabajos de carácter científico, técnico o artístico, así como el desarrollo de cursos de especialización», y cobrar sobresueldos por ello, sin perjuicio de realizar estas actividades en su horario de trabajo.
A ello se añadió en 2018 la creación de unos nuevos complementos retributivos, los «sexenios de transferencia», que el profesorado puede obtener tras una evaluación de su actividad de transferencia del conocimiento e innovación, por parte de las agencias de calidad, con lo que la actividad de transferencia, a diferencia de la docente o la investigadora, se puede ver doblemente retribuida.
En estas circunstancias, es fácil imaginar las consecuencias que todo ello está teniendo en la actitud del profesorado universitario hacia la docencia o hacia la investigación no rentabilizable económicamente.
Desgraciadamente, la LOSU no sólo no ha venido a reequilibrar la situación, sino que ha dado carta de naturaleza al estado actual de cosas con la siguiente definición: «La investigación que realizan las universidades constituye una actividad económica […]». Sorprendentemente, dicha definición se recoge no ya en su Título IV, sobre «Investigación y transferencia e intercambio del conocimiento e innovación», sino en el Capítulo III del Título IX, dedicado al «Régimen económico y financiero de las universidades públicas» (art. 58 LO 2/2023).
No podría cerrar este apartado sin mencionar otro aspecto de la mercantilización de la investigación científica que, aunque de carácter distinto, está teniendo efectos, a mi entender demoledores, sobre la salud de nuestras universidades y, en general, sobre la ciencia y el avance del conocimiento. Se trata de los métodos de evaluación de la investigación. Siguiendo la lógica cuantificadora de los «procesos de calidad», hace años que se implantó un sistema que no consiste en valorar la calidad de la investigación por pares (esto es, evaluación hecha por otras personas expertas en la materia que leen y analizan el trabajo que una persona o un grupo de investigación ha llevado a cabo y lo debaten públicamente con ellas) sino a través de indicadores secundarios que fundamentalmente consisten en cuantificar el número de trabajos publicados de cada persona o grupo y asociar a cada trabajo un valor en función del número de citas que obtiene la revista científica en que se publicó. Puesto que estos son los criterios con los que el personal docente e investigador es evaluado y accede a promociones y complementos de productividad, este sistema de evaluación –que en origen contribuyó a impulsar la investigación científica en nuestro país– es hoy causa de una desgraciada perversión de la investigación, que ya no se orienta más que a la multiplicación de las publicaciones en revistas bien situadas en los rankings de citas, y que incluso ha acabado dando pie a argucias como la multifirma de artículos científicos o el intercambio de firmas y citas.
6. A modo de conclusión
El proceso que está viviendo la universidad española no es nuevo ni es distinto del que han sufrido otros sectores públicos como la enseñanza no universitaria o la sanidad: por un lado, una creciente desinversión pública ha conllevado precarización y desprestigio; por otra, el aumento del copago y otros cambios normativos han facilitado su mercantilización en dos direcciones complementarias: facilitar el crecimiento de las universidades privadas y orientar la actividad académica docente e investigadora de las universidades públicas hacia el mercado más inmediato.
Las universidades públicas y el conjunto de su profesorado han contribuido a ello tanto pasiva como activamente. Pasivamente, en la medida en que han aceptado los recortes de financiación sin oponer resistencia salvo en casos honrosos pero muy minoritarios, y han adoptado sin la menor actitud crítica las orientaciones a la moda que menosprecian el conocimiento, la exaltación de la innovación docente (entendida como cambio metodológico, sin relación con los contenidos) y el papanatismo tecnológico según el cual todo está en la red y no es necesario saber nada. Activamente, en cuanto han promovido fundaciones y entidades externas, ajenas al sistema de gobierno y de control que rige en el seno de las universidades públicas, para gestionar con mayor «libertad y flexibilidad» los convenios y contratos con empresas y otras entidades, o la formación no reglada. Hasta el punto de que a día de hoy existen títulos propios de universidades públicas que son impartidos por personas que no forman parte del personal docente e investigador de las universidades y de las que no consta que hayan superado ningún proceso de selección con garantías. O incluso que algunas universidades públicas han llegado a crear centros docentes externos a la universidad (para ser claros: centros con NIF propio, pero propiedad de la universidad) que posteriormente han adscrito a su universidad, y desde los cuales imparten titulaciones oficiales que, si se impartieran desde una facultad o escuela de la universidad, deberían ofrecerse a precios públicos pero, al impartirse en un centro adscrito, la universidad ofrece a precios privados.
El resultado es un incremento de la inequidad en el acceso a la universidad y una cada vez menor incidencia de las universidades en la sociedad como instituciones críticas y proponedoras de soluciones a los problemas que esta enfrenta.
La nueva LO 2/2023 contiene algunos elementos secundarios positivos –quizás más declarativos que efectivos– que no ha habido lugar a comentar en este artículo pero, lejos de contribuir a la resolución de los grandes problemas de la universidad aquí señalados, puede incluso agravar algunos de ellos, pues da pie a una mayor confusión en la oferta de títulos, hace más énfasis en la orientación competencial y empresarial de la docencia, promueve ulteriormente la transferencia y, finalmente, renuncia a fijar límites a los precios públicos, no se plantea un objetivo ambicioso de financiación y promueve la desintegración del sistema universitario que, al ceder la Ley a las comunidades autónomas y a las propias universidades aspectos esenciales de la regulación, pierde así buena parte de las garantías de calidad mínima que ofrecía hasta ahora.
Fuente: Jueces para la democracia, Nº 107, 2023, pp. 93-102
Una precisión sobre la transferencia: no sólo hay complementos retributivos por transferencia, se añaden a los que ya había en docencia e investigación. Y además parece que no han vuelto a convocarse desde la primera vez.
Lo más perverso que se ha introducido es el uso de las valoraciones del alumnado sobre sus profesores, pudiendo incluso influir en recortes salariales.