Una carta de amor – y desamor. Carta abierta al sindicalismo
Miquel Falguera i Baró
Sostiene José Luís López Bulla que la más famosa pareja de hecho del siglo XX ha sido la formada entre el iuslaboralismo y el sindicalismo. No le falta razón: ese amancebamiento ha dado lugar –al menos en nuestra vieja Europa- a una prole incontable de derechos de ciudadanía. Derechos que han sido metabolizados socialmente con una rapidez inaudita. Pero, también, derechos que son puestos ahora en entredicho por determinadas instancias neo-liberales y neo-conservadoras, cada vez con un tono más elevado de exigencia, cada vez con más reiteración.
Si bien se mira la argamasa sobre la que se construyó nuestra unión de hecho se basaba en un evidente valor compartido: la igualdad. Y su consecuencia en la acción colectiva: la solidaridad. Fueron las ansias de igualdad de muchas generaciones de trabajadores (a la fuerza, ahorcan o, como dice, Neruda: “del sufrimiento nació el orden”) las que dieron lugar a lo que se conoce como Estado social y democrático de Derecho basado en la ciudadanía social. Y fue ese clamor lo que determinó que muchos juristas dedicasen sus saberes profesionales a la articulación de las instituciones, las tutelas y los mecanismos jurídicos sobre los que se construyeron los instrumentos de igualdad formal. De esta manera, los sindicalistas precisaban de los juristas para defender y estructurar los derechos progresivamente conquistados. Y los juristas necesitábamos –lo seguimos haciendo- de los resultados prácticos del quehacer sindicalista (especialmente, de la negociación colectiva en un sentido amplio) para ir avanzando en nuestra doctrina. El “quid pro quo” sobre la que se cimentó nuestra larga historia de amor se basaba, por tanto, en un afán común de igualdad.
Ocurre, sin embargo, que hoy la igualdad no está de moda (al menos en los media hegemónicos). Es más, aquellas voces atronadoras del supuestamente nuevo modelo ideológico de la derecha niegan que la igualdad sea un valor social. Incluso –afirman- es contraria con la propia condición humana (como si la historia de la especie no fuera una constante lucha por la civilidad: es eso, en definitiva, lo que nos diferencia del resto de animales) Por tanto, les sobra el sindicalismo, como les sobra el iuslaboralismo. Ambos son obstáculos en el avance del darwinismo social, en tanto que no benefician a los poderosos, sino a los menos favorecidos.
Y en ese discurso aparece un tercero que está situando ante una evidente crisis la larga historia de amor entre Derecho del Trabajo y sindicalismo. Me refiero a doña Economía. Es verdad que esa zascandil lleva tiempo insinuándose con ambos miembros de la pareja. Pero ahora, en la medida en que la igualdad –sobre la que se cimentó nuestra vida marital- pasa por momentos bajos, nos susurra a ambos miembros de la unión de hecho sus cada vez más osadas proposiciones (“esa chica –o ese chico- no te conviene, está gagá… en cambio yo estoy estupenda….” nos dice a los dos)
Por mi parte, debo reconocer que algunos iuslaboralistas han caídos en sus redes seductoras. Hace ya tiempo que proliferan por ahí especialistas en mi disciplina que proponen irnos a vivir con dicha dama, olvidando veleidades igualitarias. De esta manera, el Derecho del Trabajo dejaría de ser un instrumento de regulación del conflicto social en clave igualitaria, para pasar a ser una especie de apéndice en el Derecho privado de la normativización de la productividad y la gestión empresarial de recursos humanos. Pero no hace falta irse a posiciones tan extremas: cada vez más la aplicación del derecho social está sometida al imperio de los caprichos de doña Economía. Y es ésa una tendencia que no sólo es apreciable en el legislador (que impone en las leyes nociones tan antijurídicas e inconcretas como “la productividad”, la “competencia”, “el mercado” o las “exigencias de la demanda”: ¿hay alguien capaz de entender eso desde una perspectiva jurídica?); también los propios jueces y tribunales de lo social –tradicionalmente tan celosos de las tutelas de los trabajadores- caemos a menudo en reflexiones economicistas.
Sin embargo, estas tendencias no me preocupan excesivamente –lo que no quiere decir, evidentemente, que no me preocupen-. De momento, el Derecho del Trabajo mantiene incólume su ontología igualitaria. Y ello por un motivo egoísta (e incluso corporativo, si se quiere): si renunciamos a la igualdad como elemento vertebrador habremos fracasado como disciplina autónoma. Cien años de emancipación se irán al carajo y deberemos volver, cabizbajos, a nuestra maternal casa civilista. Aunque algunos apuestan por ello, no deja de ser ésa una decisión muy dura.
Lo que me preocupa de verdad es el ataque de urticaria que me produce ver la progresiva seducción que doña Economía ejerce sobre mi pareja histórica, el sindicalismo. También ahí prolifera cada vez más las refriegas de sábanas con dicha meretriz. Y no sé si es una impresión mía –ciertamente, los celos ofuscan el sentido común- pero tengo la intuición que el lenguaje sindicalista cada vez habla más en clave económica –peor: macroeconómica- y cada vez menos en clave de derechos de ciudadanía y derecho a la igualdad. ¿Subjetivismo?. Quizás, pero les propongo una reflexión: léanse ustedes los balances anuales sobre la negociación colectiva de los sindicatos: muchos datos de incremento de salario y jornada, sobre IPC y competitividad y escasa reflexión sobre el desarrollo de los derechos sociales y su regulación, más allá de genéricas declaraciones. Ítem más: a veces uno oye hablar en los medios de comunicación a ciertos sindicalistas –y no generalizo- y tiene la impresión de estar escuchando al Ministro de Economía.
Sin duda que los amigos de los sindicatos me pueden reprochar que me estoy metiendo en camisas de once varas y que, en definitiva, es a ellos a quien les corresponde hilvanar el discurso de sus organizaciones y definir sus prioridades. Cierto: pero ocurre que los iuslaboralistas somos una especie de parásitos del sindicalismo: vivimos del conflicto social y sus manifestaciones. En otras palabras: nosotros no somos agentes en el conflicto social, ni creamos su contractualización, en lo que podríamos definir como Derecho del Trabajo real –más allá del que contienen las leyes-. Nos limitamos a aplicar nuestros saberes sobre ese conflicto y esa contractualización. Quien crea el alimento del que se nutre nuestra disciplina con su día a día negocial son los sindicalistas (y, por supuestos, los empresarios). Nuestra pareja de hecho –como cualquier pareja- tenía roles principales y subordinados. Y a nosotros, los iuslaboralistas, nos ha tocado jugar el de estos segundos (aunque estoy seguros que algunos egregios y engreídos compañeros de armas no compartirán este análisis: lo siento por ellos porque la soberbia no les deja ver el bosque)
Pero no quiero dar ultimátums. No se trata de ofuscarse y plantearle al sindicalismo que elija (“o ella –doña Economía-, o yo”), sino de reflexionar sobre aquellas cosas –muchas- que aún tenemos en común. Y, a partir de ahí, ver cómo superamos nuestra crisis de pareja. Y, en ese marco, resulta evidente que aquello que aún tenemos en común en nuestro ideal de igualdad.
Ciertamente el fantasma de doña Economía estará siempre rondado por ahí –es nuestro destino- pero tengo la impresión (lo he escrito en otras ocasiones) que el futuro del Derecho del Trabajo (la superación de su sempiterna crisis) pasa por el regreso a los orígenes y, en consecuencia, la recuperación del derecho a la igualdad como objetivo de nuestra disciplina. Estoy convencido que lo mismo le pasa al sindicalismo –nuestras vidas, al fin, son paralelas-. Y, si mucho se me apura, ésa es también la vía por la que debe apostar la izquierda europea para superar su falta de identidad –e, incluso, lo que es peor, su falta de alternatividad-.
Cual marido ultrajado (o una esposa ultrajada, que en esto de los cuernos todos somos iguales, aunque la respuesta sea distinta según el género) creo que lo mejor que puedo hacer es plantear a mi pareja sinceramente dónde residen a mi parecer la crisis de aquello que en su día nos unió, es decir, la igualdad.
Es verdad que el concepto de igualdad del que surgió nuestro amor no era perfecto. Y que más que de igualdad sustantiva siempre hemos hablado de igualdad formal. Pero, ¡qué demonios!, en mayor o menor medida, con más o menos intensidad nuestra relación se ha basado siempre en ese desiderátum (al menos en aquellos inolvidables primeros años de pasión, amor y rosas).
Si hecho la vista atrás creo que el principio de nuestro desamor empezó con la crisis de empleo de finales de la década de los setenta y principios de la de los ochenta. Ahí dudamos -¡qué otra cosa podíamos hacer!- y doña Economía lo notó, desplegando todas sus tretas y artimañas de seducción hacia ambos. Quizás –para qué ocultarlo- esa crisis de empleo nos hizo ver cómo nos habíamos distanciado de nuestros ideal común, la igualdad, sobre la que ser articuló nuestra vida en pareja. Y ello, tal vez, porque la previa constitucionalización de nuestros hijos (el derecho de huelga, el de libertad sindical, el de conflicto colectivo, el de negociación colectiva, el propio Derecho del Trabajo: el “sueño de Weimar”, como dice el maestro Romagnoli) hizo que, poco a poco el orgullo paterno por el rápido crecimiento de los vástagos hiciera que olvidáramos los ideales que forjaron nuestra unión. En otras palabras: nos habíamos acomodado. Olvidamos que aún quedaba mucho –mucho- camino por recorrer en nuestro afán igualitario, en el objetivo que nos marcamos al inicio de nuestra unión de hecho.
Desde entonces el empleo se ha convertido en una especie de eje central del Derecho del Trabajo y del sindicalismo. ¡Todo vale para crear empleo!. Incluso podíamos justificar el trato desigualitario entre determinados colectivos –en definitiva, la traición a nuestros principios originarios- en función de la propia igualdad, en tanto que, nos decíamos –y, como veremos a continuación, nos seguimos diciendo- no hay nada más segregador que el desempleo. Se trataba, por tanto, de rebajar nuestras ansias igualitarias, a fin de que la realidad negocial no las traicionase.
Es verdad que el desempleo es inherente al capitalismo: no en vano nuestro abuelo común –sobre todo, del sindicalismo-, Carlos Marx, se refería a los desempleados como el ejército industrial de reserva. El capitalismo precisa, decía nuestro ancestro, que existan parados, pues ese colectivo lastra a la baja la capacidad de los trabajadores con empleo en la fijación del precio de venta de su fuerza de trabajo: “O pasas por el aro o te vas a la calle… hay ahí fuera un montón de currantes esperando cubrir tu puesto de trabajo”, como seguramente decían el industrial Bonaplata o el viudo Rius (al fin y al cabo a Mariona Rebull la había matado una bomba anarquista) Y siguen pensando muchos patronos de los que no consta viudez por mor de artefactos explosivos radicales (aunque, ciertamente, ni el Liceu ya no es el Liceu, ni el anarquismo es anarquismo).
La crisis del empleo rompió el colectivo asalariado y sus mecanismos de solidaridad. La acuciante situación de muchos desempleados significó la adopción de medidas de excepción que, en gran medida, venían a romper la hasta entonces evolución exitosa de nuestra convivencia “more uxorio”. Y a algún ministro socialista (encandilado por un ignoto simposio del entonces incipiente neoliberalismo y que acabaría siendo marido de una señorona de la prensa rosa) se le ocurrió que la mejor política de empleo era la distribución del mismo a través de la temporalidad. Por supuesto me estoy refiriendo a la reforma laboral de 1984. Reforma que contó –a cambio de alguna migaja- con el beneplácito de parte del sindicalismo confederal. Y reforma en la que doña Economía hizo su espectacular entrada en acción en nuestra convivencia (“¡Aquí estoy!… ¿no soy fantástica?”).
La temporalidad sin causa rompió la columna vertebral de la igualdad y, con el paso del tiempo, la solidaridad entre los trabajadores. Más allá de los terribles y devastadores efectos que la cultura de la temporalidad comportó en nuestro mercado de trabajo –y que, aún en parte, sigue teniendo-, con nulos efectos positivos en el empleo, ese nuevo marco significó una evidente ruptura de la solidaridad intergeneracional. Los trabajadores jóvenes han sido castigados durante varias generaciones a acceder al mercado de trabajo en situación precaria. Se produjo ahí una primera disgregación del colectivo asalariado.
No quiero ocultar, sin embargo, que en esos momento iniciales el sindicalismo se mantuvo fiel a nuestros principios igualitarios. Cuatro años después de aquel cambio normativo (de aquel dislate) España conoció la huelga general más importante de su historia reciente (convocada esta vez por todos los sindicatos de clase). Y el motivo de fondo fue la oposición a una nueva vuelta de tuerca en la temporalidad, que castigaba a los jóvenes. Y tampoco quiero omitir –he prometido ser sincero- que los iuslaboralistas no supimos estar a la altura. En gran parte la cultura de la temporalidad fue posible porque la interpretación judicial del nuevo marco normativo fue muy laxa y tolerante ante los abusos empresariales. He de reconocer, pues, que en buena medida fuimos los primeros seducidos por doña Economía. Ahora bien, pronto el sindicalismo se instauró en muchos casos en el día a día de la temporalidad. Y una buena muestra de ello la encontraremos en la tendencia –no generalizada- de establecer sistemas contractuales duales en perjuicio de los trabajadores temporales (lo que motivó alguna discordia importante en nuestra convivencia, con notorios rapapolvos judiciales a dicha práctica)
Sin embargo, una década después las tornas se invirtieron (lo siguen haciendo) Tras el fallido intento de reforma laboral de 1994 –otro magnífico dislate neoliberal impulsado por doña Economía, aunque en ese caso el ministro de turno lo vuelve a ser, encumbrado hoy como gestor ejemplar por la izquierda-, el cambio normativo de 1997 pactado por los agentes sociales hizo que el Derecho del Trabajo (y también la jurisprudencia) se cuadrada ante la temporalidad.
No obstante, el sindicalismo ha seguido con una tónica negocial en los convenios que poco tiene que ver con dicho cambio de tercio. Así, las atribuciones que la Ley otorga a la norma convencional para que establezca mecanismos de limitación y/o control al uso de la temporalidad ha sido muy poco desarrollada. O, por poner otros ejemplos, debo constatar que sólo 10 convenios colectivos de Cataluña (menos de un 1 por ciento) regulan medidas específicas de prevención de riesgos de los trabajadores temporales –aún siendo notorio que es éste colectivo el que mayor riesgo tiene de padecer un accidente-. Y, por el contrario, más del sesenta por ciento de los convenios sectoriales de Cataluña regulan –sin justificación de ningún tipo- un período de duración del contrato eventual por encima del máximo legal –aunque opera, como es sabido, una margen de disponibilidad colectiva-. No sé si peco de parcial, pero tengo la impresión que el sindicalismo se ha dado por satisfecho con los acuerdos estatales que implementaron el cambio legislativo de hace una década reinstaurando el principio de estabilidad en el empleo, obviando que aún le quedaba mucho trabajo por hacer a fin de derrotar definitivamente la cultura de la temporalidad en el propio desarrollo de lo que es su función principal: la negociación colectiva. La lucha contra la temporalidad parece haber pasado a la historia, aunque cada día llegan a los tribunales demandas por despido en fraude de ley contractual. Quizás la razón de esa contradicción resida en que la temporalidad ya no es tanto un instrumento de precarización de las condiciones laborales –aunque, qué duda cabe, lo sigue siendo en determinados ámbitos-, como un mecanismo de adaptación de mano de obra ante las nuevas formas productivas. Lo que, si bien se mira, no es más que una nueva vuelta de tuerca en la ruptura de la solidaridad intergeneracional (en tanto que el currante provecto ve el nuevo modelo productivo y las nuevas tecnologías como algo ajeno…. algo propio de los jóvenes) Y en ese nuevo marco el sindicalismo ha aceptado como irremediable la temporalidad como sistema de gestión del cambio productivo, obviando que con ello se estaba creando una nueva segregación en el colectivo asalariado.
Pero la ruptura intergeneracional no se quedó allí. Cuando la temporalidad amainaba empezó a aparecer en la práctica de la negociación colectiva lo que se conoce como las “dobles escalas salariales”. De esta manera, los trabajadores de nuevo ingreso –en su inmensa mayoría, los más jóvenes- pasaban a percibir un salario inferior al de los provectos –o a tener peores condiciones contractuales-. Es éste un fenómeno muy vinculado, de nuevo, al empleo que se ha ido extendiendo como mancha de aceita a nuestra realidad negocial. Primero surgió con la necesidad de reducir costos en determinadas empresas transnacionales y luego se ha ido implementando en múltiples ámbitos (así, como mecanismo de extinción o disminución del complemento de antigüedad)
De esa manera, cuando los empresarios se cuadran y proponen reducir la masa salarial, la salida fácil es la subindiciación para los trabajadores que entran en el futuro, manteniendo incólumes las retribuciones de los que ya están en la empresa. Y surgen aquí los inevitables agravios comparativos con el tiempo. De nuevo la igualdad se va al garete y de nuevo se crea una nueva segmentación dentro del colectivo asalariado.
No creo pecar de egocentrismo si constato que en esta materia el Derecho del Trabajo ha sido diligente. Quizás, si se quiere, excesivamente diligente. Hace ya dos decenios que determinadas prácticas negociales han sido anuladas por jueces y tribunales, precisamente por ser contrarias al derecho a la igualdad. Cierto: le hemos exigido a la negociación colectiva –y no siempre con criterios claros- un optimización de la igualdad que no le demandamos ni a la autonomía individual del empresario ni, mucho menos, a la propia heteronomía. O que tampoco lo pedimos al convenio en otros supuestos de segregación laboral. Quizás aquí es donde el iuslaboralismo más énfasis ha hecho en recobrar el hilo conductor de nuestra ya vieja pasión. Sin embargo, uno de cada tres convenios colectivos de Cataluña contempla, en forma más o menos amplia, con diferentes técnicas, sistemas contractuales duales en función de la fecha de ingreso. Es ésa una segmentación demasiado evidente como para cerrar los ojos.
Hay otra ruptura intergeneracional inversa. Se trata de esos planes de prejubilación –muchas veces en empresas con ganancias millonarias- o de las famosas cláusulas convencionales de jubilación forzosa. Todo ello se justifica siempre por motivos de empleo. De un empleo ciertamente difuso. Quiero recordarte, querido sindicalismo, que cuando los jueces y los tribunales sociales hemos considerado que un cambio normativo concreto –la Ley 12/2001- comportaba que nadie podía ser obligado a jubilarse forzosamente por convenio, el legislador vino prontamente a cambiar la ley. E, incluso, intervino en el mismo sentido el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. De esta manera, basta una simple alusión al empleo –aunque no tenga contenido concreto- para que un trabajador de 65 años se vea expulsado del mercado de trabajo.
A veces tengo la impresión que con la justificación del empleo los trabajadores mayores se dedican a “putear” a los jóvenes (con contratos temporales y dobles escalas) y que cuando éstos son mayoría, obligan a aquellos a jubilarse o prejubilarse. Ya sé que es una simplificación –además, una afirmación inexacta-, pero con ello intento poner en evidencia la ruptura de la solidaridad y del principio de igualdad en la negociación colectiva. El empleo lo justifica todo.
Y luego están los pobres extranjeros. Nuestra economía ha precisado de ingente cantidad de mano de obra foránea. Y ésta se ha convertido en el nuevo ejército industria de reserva de nuestro modelo.
Vamos a ser claros: el crecimiento de los últimos años a ellos se lo debemos. Y, siendo aún más claros: las erráticas y cambiantes políticas de empleo de los inmigrantes no eran tales, sino simples mecanismos de proporcionar mano de obra barata –y dispuesta a todo, en el paradigma de los honorables Bonaplata y Rius- para rebajar costos salariales. Probablemente son los extranjeros el colectivo que hoy está más carente del afecto de la igualdad. No quiero ocultar que el sindicalismo confederal ha jugado un papel de primer orden en la tutela de esos trabajadores con pasaportes no españoles. Sin embargo, si doy una ojeada a la negociación colectiva debo constatar la pobreza de la regulación de sus singularidades.
Pese a que los extranjeros son hoy casi mayoritarios en determinadas actividades los convenios que regulan las condiciones contractuales de éstas los desconocen. Por poner un ejemplo: en la construcción hallaremos indicaciones convencionales en relación a que la información preventiva ha de ser proporcionada en el idioma del asalariado. Pero ¿alguien ha pensado en serio en el riesgo laboral que presenta un trabajador de creencias o cultura islámica trabajando ocho horas o más de sol a sol en ayunas durante el Ramadán en dicho sector?.
Y, ciertamente tampoco nosotros, los iuslaboralistas, salimos indemnes de esa –efectiva- segregación. Sin duda que algún paso significativo se ha dado, especialmente respecto a los llamados “sin papeles”. Así, reconociendo juripsrudencialmente que el hecho de que no tener residencia legal no comportaba que no existiera despido (un pequeño paso que ha costado años y años de reflexiones judiciales) Sin embargo, seguimos aplicando lógicas pensadas para el trabajador con tutelas para la mayor parte de extranjeros, aún sabiendo que en la práctica no gozan de las mismas. Les pedimos, por ejemplarificar, que justifiquen la existencia del despido o de la propia relación laboral o que prueben la realización de horas extraordinarias. Y eso es mucho pedir a alguien que no sólo desconoce en muchos casos el idioma, sino que también ignora sus propios derechos –entre otros motivos porque han sido contratados, legal o ilegalmente, por ese desconocimiento-. En la práctica del foro judicial se plasma muchas veces esa perversa tendencia a la segregación. Así, el despido del pobre magrebí contratado por una empresa fantasma duda pocos minutos (en muchos casos porque ese empleador ha desaparecido como sociedad mercantil, negándose a menudo la aplicación de la confesión ficticia que observa la Ley como potestad del juez). El siguiente juicio es el de un alto cargo español –que goza de todas las tutelas y fuerza contractual-: duda horas, con todo tipo de pruebas y extensas alegaciones de las partes. De esta manera quien es más igual con el empresario en el marco contractual tiene en la práctica mayores garantías procesales que quien es más desigual. Hemos pervertido el sistema. Hemos traicionado nuestro afán igualitario.
La temporalidad, las dobles escalas, las prejubilaciones y las jubilaciones forzosas y la política de extranjería comportan, por tanto, evidentes segmentaciones del mercado de trabajo. Segmentaciones que, por su regulación última, rompen la solidaridad del colectivo asalariado y, en consecuencia, son contrarias a nuestro afán igualitario. Y todo ello se ha justificado por la política de empleo. Sin embargo, me vas a permitir querida pareja, que exponga en voz alta algo que todos sabemos –aunque no digamos en público-: hoy (y pongo un especial énfasis en el “hoy”) el principal problema de nuestro mercado de trabajo no es el empleo. Ya sé que el legislador español o comunitario (el maldito proceso de Lisboa) habla siempre del empleo como justificación del trato desigual entre diferentes colectivos. Y ya sé los iuslaboralistas no nos apartamos de ese paradigma. Tampoco la negociación colectiva, que sigue apelando reiteradamente a la situación de desempleo que supuestamente reina en el país a todos los efectos.
Pero, permíteme una reflexión: ¿recuerdas la crisis de empleo de los setenta-ochenta?. ¿Recuerdas aquellos padres de familia cuarentones, especialistas metalúrgicos despedidos de la empresa, haciendo de mensajero? Eso era una crisis de empleo.
No voy a caer en el dicho fácil de que “hoy quien no trabaja es porque no quiere”. Pero el hecho cierto es que hoy falta mano de obra (de ahí el acceso a nuestro mercado de trabajo de extranjeros) Pero las ofertas de empleo rozan en la mayoría de casos la simple explotación (no en vano los sucesores de Bonaplata y Rius se frotan las manos) Si cogemos hoy una mujer despedida, mayor de cuarenta años y sin formación –uno de los colectivos donde mayores dificultades reales de empleo hallaremos- podremos pensar que puede emplearse (muchas lo hacen) en el dichoso telemarketing, donde siempre falta mano de obra. Sin embargo, ¿en qué condiciones?: trabajando en horarios imposibles, en condiciones de paraesclavitud, con contrato temporal y por una retribución irrisoria. No es casualidad que en esas llamadas telefónicas siempre inoportunas de promociones diversas que prácticamente cada día recibimos en nuestros hogares el acento de nuestro interlocutor (o, mejor dicho, nuestra interlocutora) sea extranjero. Y ello por no hablar de que la recogida de la fresa en determinados lugares de este país (donde, a veces, hay planes territoriales excepcionales de empleo) se realice por personas extranjeras. Sin embargo, los desempleados españoles de esas mismas localidades pugnar entre sí para acudir a la campaña de la vendimia en Francia.
Ya sé que estas reflexiones parecen simplistas y que, dichas así, pueden ser consideradas como propias de un neoliberal (ya he dicho antes que los cuernos ofuscan a quien los padece, te pido excusas si parecen muy fuertes) Pero, con toda la generalización que se quiera, ¿no son ciertas?. Habrá, pues, que concluir que el problema de nuestro modelo no es de cantidad de empleo, sino de calidad del empleo. Lo que está ocurriendo no es que no hayan puestos de trabajo, sino que los que hay rozan la paraesclavitud y se escapan en la práctica real de las tutelas del Derecho del Trabajo. Sin embargo, como ya he dicho, el legislador, el iuslaboralismo y la negociación colectiva siguen insistiendo en la problemática del desempleo y no en la precariedad existente en la oferta de empleo. Ya sé que la calidad del empleo es una exigencia sindical desde hace años. Pero, a las reflexiones previas me remito, esa reivindicación poco tiene que ver con lo que se pacta.
Sin duda que el modelo de crecimiento económico por el que ha apostado este país en el último decenio y medio –con gobiernos de derecha y de izquierda- ha sido un magnífico coadyuvante para la aparición de esa contradicción. Pero el hecho cierto es que, faltos de modelo alternativo, tanto el iuslaboralismo como el sindicalismo (al menos por lo que hace a éste en su práctica negocial) se han asentado en la contradicción. Y, con ello, se ha quebrado el afán de igualdad de nuestra convivencia. Hemos centrado nuestra actividad de tutelas en aquellos colectivos que tradicionalmente han gozado de las mismas. Y hemos obviado o ninguneado a los más desiguales. Y, lo que es peor, lo hemos hecho en época de vacas gordas. No en vano, cuando en alguna plataforma sindical se han pedido incrementos superiores a los estándar de mantenimiento del poder adquisitivo o cuando algún pronunciamiento judicial o reflexión iuslaboralista ha ido más allá del status quo imperante, doña Economía se ha puesto a chillar cual doncella mancillada. Y sobre el heterodoxo ha caído todo el peso del poder político, judicial, económico y mediático.
Y ello nos ha conducido a un posible callejón sin salida si, como todos los indicadores apuntan, entramos ahora en época de recesión. Si cuando las cosas iban bien hemos olvidado la igualdad, ¿qué vamos a hacer cuando las cosas vayan mal?. Jugar al dumping social tiene sus riesgos.
Sin embargo, la segmentación del colectivo asalariado no surge sólo de la política de empleo en sentido estricto. Hay también, al menos, otros dos factores que coadyuvan a la ruptura de nuestro afán igualitario. Uno de ellos deriva del cambio experimentado por dicho colectivo, singularmente por la irrupción de la mujer en el contrato laboral. Y, otro, de la modificación del modelo empresarial propio de la flexibilidad, en relación con la anterior práctica fordista.
Así, es evidente que la “feminización” de la clase obrera (una expresión esta última a la que, aunque no esté de moda, le tengo mucho apego ideológico, antiguo que es uno) determina una novación trascendental en la conformación de lo que hasta ahora era el paradigma del interés colectivo. Sin duda que han sido las mujeres las que, con mayor énfasis, han situado la noción de igualdad (aunque, en puridad, deberíamos hablar de no discriminación) en las relaciones laborales. Ellas con su lucha (en el seno de los sindicatos) han logrado la articulación y plasmación legal de mecanismos igualitarios en el mundo laboral insospechados hace sólo tres lustros (y, de nuevo, los juristas hemos sido simples amanuenses). Pero, sin embargo, las estadísticas son tozudas y ponen de manifiesto la situación precaria de las trabajadoras en relación con sus homólogos masculinos. Quizás aquí no operen tanto mecanismos de “ejército industrial de reserva” –lo que no es descartable en determinados sectores y actividades, no en vano Bonaplata y Rius nunca descasan-, sino de segregación social de la mujer en todos los ámbitos sociales. Esto se plasma, aún con mayor claridad, si se tiene en cuenta la obviedad que son ellas la que se encargan de las tareas de reproducción en el seno de la familia. O, por utilizar un lenguaje políticamente correcto: son las mujeres las que ejercer hegemónicamente los derechos legales de conciliación de la vida laboral y familiar en relación con el contrato de trabajo por los roles sociales imperantes. Ergo: son una rémora para doña Economía (a quién, quizás a estas alturas, deberíamos calificar de “don” Economía): una mujer con hijos es más problemática en el trabajo que un hombre –aunque éste tenga hijos-
También aquí el Derecho –y, en concreto el iuslaboralismo- despliega una amplia panoplia de mecanismos tuitivos. Ocurre, sin embargo, que el Derecho –al menos, por él mismo- no cambia los roles sociales, ni la sociedad (si se me permite la adición: por fortuna) Hemos experimentado en los últimos años un auténtico terremoto en materia legal de la no discriminación por género. Pero, como he dicho, la realidad es sobriamente tozuda: pese a la igualdad legal, las trabajadoras tienen menos posibilidades de promoción laboral, cobran menos salario, ocupan puestos de trabajo menos cualificados –aunque su nivel de formación en las generaciones no tan viejas nada tiene que envidiar, más bien lo contrario, al de sus compañeros masculinos- y padecen un nivel de temporalidad más elevado.
Permíteme, querido sindicalismo, que constate que tampoco aquí has sabido estar a la altura. Si doy un repaso a lo que se está pactando en materia de igualdad y conciliación de la vida laboral y familiar en los convenios colectivos no puedo dejar de expresar mi decepción. Quizás me equivoque, pero tengo la certeza de que el convenio es un instrumento más útil que la simple heteronomía para cambiar los hábitos sociales. Entre otras cosas, porque por definición está mucho más cercano que las Cortes Generales o el Consejo de Ministros al conflicto social, ergo, a las inquietudes y problemáticas de las gentes laboriosas.
La mayor parte de redactados convencionales se limitan a reproducir los contenidos de la Ley –a veces, en textos más restrictivos-. Por poner algunos ejemplos, pocos son los convenios que regulan aspectos tan importantes para la vida familiar como la disponibilidad en el tiempo de trabajo (aunque no sea no retribuida) para llevar al hijo al médico (un 21 % en Cataluña) o para asistir a reuniones pedagógicas de los vástagos (un 1,5 por ciento en el mismo ámbito territorial… y luego dicen que el sistema educativo no funciona) O, por poner otros ejemplos en el terreno de la igualdad, las cláusulas de acción positiva son irrisorias en nuestro panorama.
Ya lo sé, doña Correlación de fuerzas (una amiga íntima de doña Economía) es la que es. Y es difícil imponer esas medidas en los convenios. Por eso llamamos al Estado para que intervenga. Pero dime, querida pareja: ¿porqué la reciente Ley Orgánica de Igualdad entre Mujeres y Hombres no observa cuotas –como en los órganos societarios de las empresas- en los organismos de representación en las empresas o en las comisiones de negociación de los convenios?. ¿Por qué se le exige al legislador transversabilidad de género en las leyes y no a los convenios? Dicen las malas lenguas que porque los sindicatos no quisieron. Estoy seguro que son maledicencias de doña Economía.
Ahora bien, la excusa de trasladar al acuerdo de empresa (el plan de empresa) aquello que no eres capaz de negociar en los convenios colectivos (precisamente, lo que hace la Ley Orgánica de Igualdad), me parecen explicaciones de mal pagador.
El mismo día que escribo estas líneas se ha publicado el convenio provincial de Barcelona de la Construcción –por tanto, uno de los cinco convenios más importantes de Cataluña-. Y en materia de conciliación de la vida familiar y laboral el redactado es paupérrimo. Se han limitado a adaptar –mal, porque se ha obviado, por ejemplo, que la reducción de jornada por guarda legal ha disminuido legalmente a la octava parte de la jornada, en lugar de un tercio-, cinco aspectos que conciernen a la filiación y familia. Ya escucho tu respuesta: en la construcción hay pocas mujeres. Ocurre, sin embargo, que es precisamente ahí, en esos sectores masculinizados, donde hay que hacer una mayor énfasis en las políticas de igualdad. Porque, si no, seguirán siendo esencialmente masculinos.
Sólo ocho convenios de Cataluña publicados en el DOGC a días de hoy regulan desde que se publicó la Ley Orgánica de Igualdad los planes de igualdad. Y siete de ellos se limitan a constatar obviedades genéricas. Sólo uno, el de transporte de mercancías de la provincia de Barcelona para el período 2007 a 2010, regula en profundidad cómo deben ser los planes de igualdad en su artículo 58. Pero, ¡manda güevos! -y nunca mejor dicho- en la tabla salarial anexa ese mismo convenio define las categorías en género masculino, salvo la referente a las limpiadoras, en femenino.
Mientras las mujeres no formen parte de la mesa de negociación y de los organismos de representación unitaria y sindical en función, al menos, se su proporcionalidad va a pasar siempre lo mismo. Los olvidos en redactados, al menos formalmente, discriminatorios, la caída a las primeras de cambio de las cláusulas de las plataformas sindicales a favor de la igualdad y la conciliación de la vida laboral y familiar. Quizás ha llegado el momento de que entiendas que es más favorable para el interés colectivo en sentido amplio renunciar a medio punto de incremento salarial a cambio de mayor disponibilidad del tiempo por las personas trabajadoras.
Ya sé que es ésa una cuestión que el sindicalismo lleva escribiendo en sus papeles internos hace un montón de tiempo. El problema es que eso no se plasma, en general, en nuestra negociación colectiva. Y, en definitiva, aquello que tiene un papel didáctico en el comportamiento social –por su mayor cercanía, como he dicho- es el convenio, no la Ley. Una nueva ruptura, singularmente importante de nuestro afán primigenio como pareja.
Y, finalmente –en el terreno de las objeciones personales- el nuevo modelo productivo, o, mejor dicho –que aunque conexo no es lo mismo-, el nuevo modelo de organización de la empresa, determina que en el mismo centro de trabajo concurran múltiples asalariados de empresas diversas. En definitiva, la famosa descentralización productiva que doña Economía ha impuesto. Aquí si que los honorables Bonaplata y Rius no se reconocerían (aunque sí sus herederos): su paradigma era la empresa universal, no la empresa-red hoy vigente.
El nuevo modelo determina la aparición de múltiples agravios comparativos. Ni todos los que curran en el mismo centro de trabajo son de la empresa titular del centro, ni todos los trabajadores de la empresa están allí ubicados. Seamos, de nuevo, sinceros: aquello que surgió como un modelo de organización de los recursos humanos basado en la eficiencia productiva o del servicio se ha acabado convirtiendo en un mecanismo de rebajar costes salariales. Por tanto, en una nuevo arquetipo de quiebra de igualdad y de la solidaridad entre los trabajadores. Primero fueron las actividades accesorias, luego las esenciales pero no inherentes –en la jerga de la Sala del Tribunal Supremo-. Y hoy vale todo: las cooperativas de falsos autónomos, las empresas multiservicios –esas nuevas ETT sobre las que nadie dice apenas nada-, los autónomos económicamente dependientes con su frágil (e inconcreta) separación con los asalariados…
En muchos casos, el trabajador ya no sabe quién es el empresario, aunque bien conoce que cobra menos que el compañero del lado por hacer el mismo trabajo. Y acepto que aquí las responsabilidades son compartidas: ni el Derecho del Trabajo ha sabido instaurar nuevos mecanismos de tutela, ni el sindicalismo ha sido capaz de frenar esa desvirtuación efectiva de la responsabilidad empresarial y la precarización contractual que ello comporta.
Los iuslaboralistas, ciertamente, nos hemos limitado a aplicar instituciones propias casi seculares (las subcontratas, la sucesión de empresas y la cesión de empresas) a un fenómeno nuevo. Pero tampoco el sindicalismo ha sido capaz en la negociación colectiva y los mecanismos de representación del interés colectivo de establecer novedosas tutelas.
Y así estamos. Todos esos fenómenos –y me dejo otros muchos- han comportado la quiebra de la igualdad y, por tanto, de la solidaridad. La segmentación del colectivo asalariado está desarmando nuestro discurso –que es común- y, por ende, está desarmando el discurso de la izquierda.
Te propongo, por tanto, que recuperemos el sentido originario de nuestra vida en pareja. Que reindiquemos nuestros afanes igualitarios como elemento de vertebración social y, por tanto, como elemento de civilidad. Y que, en consecuencia, devolvamos a doña Economía a sus lindes (de donde nunca debió salir)
Reivindiquemos la igualdad como valor de civilidad, como uno de los viejos anhelos republicanos. Nosotros, ambos, somos hijos de esos anhelos.
Y en ese marco, si lo aceptas, tú tienes, querido sindicalismo, un papel central –el mío, como te he dicho es subordinado al tuyo- Lo tienes en la negociación colectiva y la concertación social.
Borremos de los convenios la segregación. Y ello comporta, indudablemente, una nueva cultura negocial que no se fije tanto en los trabajadores “instalados” (y ya sé que ésos son tus clientes naturales), sino especialmente en eso que doña Economía llama “outsiders”. Son ellos, utilizando la conocida frase del maestro, la nueva pobreza laboriosa.
Acabemos con la cultura de la temporalidad contractual, aceptando la universalización de una flexibilidad en las condiciones de trabajo de nuevo cuño, que no se instale tanto en las capacidades decisivas del empresario –eso no es flexibilidad, sino precarización- sino en su carácter bidireccional (tan legítimo es que el empleador distribuya irregularmente la jornada por motivos productivos, como que el currante haga lo propio por motivos personales o familiares) Y, por supuesto, peguemos palo a la temporalidad sin causa. Acabemos con los supuestos de segmentación intergeneracional. Aceptemos que el empleo –en términos cuantitativos y al menos por ahora- ya no es ninguna fórmula mágica que sirva para romper la igualdad y la solidaridad.
Pensemos las políticas sindicales y jurídicas en clave transversal de género. Por supuesto, replanteemos los mecanismos de respuesta a la descentralización productiva. ¿Por qué no una nueva ley sobre ese fenómeno que aborde la cuestión en clave unitaria, tanto desde la perspectiva contractual, como de participación y de negociación colectiva?
Y, por último –si me lo permites- arréglate un poco. Tu modelo organizativo centralizado y centralizante era óptimo para el fordismo, pero ya no sirve para la nueva empresa disgregada.
Te toca ahora a ti ponerme verde. De buen seguro que tendrás razón en todas las objeciones que me formules. Y te pido, ya anticipadamente, perdón por mis desvaríos con doña Economía.
Reencontremos conjuntamente la ilusión de los primeros tiempos de nuestra convivencia, aunque desde nuestra madurez. Nunca es tarde para recuperar la pasión en la pareja.
Un abrazo enamorado y esperanzado.
Miquel Falguera i Baró es Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya