Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Entrevista a Eugenio del Río sobre Jóvenes antifranquistas (1965-1975)

Salvador López Arnal

«No lamento el compromiso antifranquista, pero sí algunos de los marcos ideológicos, entre ellos el maoísmo, a través de los cuales se plasmó ese compromiso durante bastante tiempo.»

Eugenio del Río (San Sebastián-Donostia, 1943) fue miembro de ETA a mediados de los años sesenta. Entre 1975 y 1983 fue secretario general del MC. En la actualidad es editor de www.pensamientocritico.org. Ha publicado una quincena de libros. Entre ellos: La sombra de Marx. Estudio crítico sobre la fundación del marxismo (1993), La izquierda. Trayectoria en Europa occidental (1999), De la indignación de ayer a la de hoy (2012), Liderazgos sociales (2015).

Su último libro publicado es: Jóvenes antifranquistas (1965-1975), en Libros de la Catarata.

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¿Quiénes eran esos jóvenes antifranquistas a los que aludes en el título de tu último libro? ¿Hijos o nietos de los vencidos en la guerra civil?

Y en muchos casos de los vencedores, o sea, que no habían participado de una socialización familiar antifranquista. Hubo obreros y estudiantes. También bastantes miembros de asociaciones cristianas. Estuvieron repartidos por muchos territorios. Las mujeres tuvieron una participación inicialmente reducida. A mediados de los setenta, en el Movimiento Comunista, que es el que mejor conocí, venían a ser un tercio. En esos años, dicho sea de paso, el feminismo como tal no había calado aún en las organizaciones revolucionarias. Las cosas empezaron a cambiar inmediatamente después.

¿Por qué el período 1965-1975?

El Frente de Liberación Popular fue la primera organización de jóvenes que hizo acto de presencia en el antifranquismo, en 1958. A comienzos de los sesenta se produjeron algunas experiencias juveniles nuevas dentro del mundo libertario, pero nunca llegaron a ser muy amplias. En 1964, hubo varias escisiones del Partido Comunista. Pero es en la segunda mitad de los sesenta y en la primera de los setenta cuando se crean la mayor parte de las nuevas organizaciones antifranquistas integradas por jóvenes. Si nos referimos a esa ola, es en esos dos lustros cuando tiene más importancia.

No me atrevo a dar cifras pero estimo que, en vísperas de la Transición, seguramente estamos hablando de unas pocas decenas de miles de jóvenes agrupados establemente en las organizaciones clandestinas de extrema izquierda.

La llegada de esta ola juvenil, señalas en la introducción, se dejó sentir en muchas estructuras: PCE, asociaciones católicas, plataformas sindicales,.. y también en las nuevas organizaciones de la extrema izquierda. Te centras en estas últimas. ¿Cuáles eran esas organizaciones a las que haces referencia? ¿Qué les diferenciaba del PCE, de la izquierda tradicional por decirlo de algún modo?

Algunas de las nuevas organizaciones procedían del PCE o del PSUC (PCEm-l, PCI, OCE-BR…), pero la mayor parte no venían del Partido Comunista.

Las divergencias de las distintas organizaciones con el PCE no afectaban principalmente a la base doctrinal, por llamarla de algún modo, aunque también las había. Todas ellas eran marxistas, si bien en diferentes corrientes del marxismo. Se distinguían por un mayor radicalismo, preconizaban una lucha más dura y defendían unos objetivos de mayor calibre. Veían al PCE como demasiado moderado, o reformista, si nos servimos de su propio lenguaje.

¿Debemos seguir usando la expresión-concepto «extrema izquierda»?

No me gustan las tres formas más frecuentes de nombrarla, entre ellas la que enfatiza el carácter extremista. Tampoco me convence izquierda radical, que además de no ser precisa facilita la equiparación con la derecha radical. Izquierda revolucionaria, que es como nos llamábamos, nos dice algo sobre los fines últimos que perseguían esas organizaciones pero no sobre la política que practicaron, que estuvo lejos de ser algo parecido a una revolución. Así pues, he hecho una concesión a regañadientes al llamarlas con los nombres más extendidos a falta de un término mejor.

La acción de estas organizaciones, señalas, tuvo indudables efectos políticos, aunque sea difícil calibrar sus dimensiones. ¿Cuáles fueron los principales efectos políticos de la acción de esos grupos?

La irrupción de esta remesa generacional en el antifranquismo representó un acontecimiento mayor. No fue un simple crecimiento de lo ya existente, que hasta entonces giraba sobre todo en torno al PCE. Fue bastante más.

Aquel conglomerado de organizaciones trajo nuevas energías, implantación y movilizaciones en más lugares, y más oposición también en las universidades. La existencia y la actividad de esta constelación de organizaciones contribuyeron a agudizar la crisis del franquismo.

Al considerar la historia de la última etapa del antifranquismo hay que prestar una atención especial a las cuestiones generacionales.

¿Por qué son tan importantes aquí las cuestiones generacionales?

En ese período tuvieron bastante envergadura en la izquierda española, no solo en la marxista sino también en la anarquista, las rupturas generacionales. El conocimiento de lo que fue el antifranquismo no puede dejar de lado ni esas rupturas ni las dinámicas de disociación generacional a las que dieron lugar.

¿Qué procesos revolucionarios del siglo XX influyeron más en esas fuerzas?

En ese período dos procesos: el de la Revolución cubana, que triunfó en 1959, aunque su influencia fue más pasajera, y la llamada Revolución Cultural china, que se desplegó en mayor medida entre 1966 y 1969. La Revolución portuguesa tuvo lugar en 1974, al final de este período. Pero además de estas revoluciones tuvieron influencia las experiencias guerrilleras latinoamericanas, la guerra de Viet-Nam, la resistencia palestina, las luchas anticoloniales…

Si no nos limitamos a los hechos del período considerado, hay que mencionar en un lugar sobresaliente a la Revolución rusa, cuya sombra se proyectó sobre los grupos revolucionarios durante buena parte del siglo XX.

¿A qué aspiraban estos colectivos? ¿Pensaron realmente que era posible en aquellos años una revolución socialista en España? ¿O era más bien una forma de dar ánimo a los militantes de la organización?

Había dos planos que coexistían, no siempre armoniosamente. Uno era el de la actividad antifranquista y las luchas sociales cotidianas. En este plano había una mejor percepción de la realidad y pesaba menos la fantasía revolucionaria. En otro plano estaba el horizonte revolucionario, el socialismo, el comunismo.

Hubo algunas organizaciones, en el período último del franquismo, que tal vez creían que se podía unir en un mismo impulso el fin del franquismo y una revolución socialista.

¿No fue ese el caso del MC?

No lo fue. La revolución portuguesa de 1974 suscitó una nueva reflexión en el MC, que hasta entonces no creía en la viabilidad de una reforma del franquismo y sí más bien en su derrocamiento aunque no a corto plazo. La experiencia portuguesa y lo que observábamos en España nos llevó a pensar que podía llevarse a cabo una reforma del Régimen, que en ella podía participar una parte de la oposición, que esa reforma podía desembocar en un régimen democrático-liberal, aunque lastrado parcialmente por su origen, y que, si todo esto ocurría, la izquierda revolucionaria se encontraría desplazada y más aislada. Pensábamos que, en el corto plazo en el que podría culminar la reforma del franquismo, no había en España ninguna posibilidad de que triunfara una revolución.

¿Fueron demasiado utópicos e irrealistas aquellos jóvenes antifranquistas? De hecho, ¿pudieron no serlo?

En nuestra experiencia prevalecían esos dos planos que acabo de señalar. En la política real, cotidiana, y en la actividad social, había bastante realismo, aunque nuestro conocimiento de la sociedad era claramente insuficiente. La parte propiamente utópica es la que se explicitaba en los documentos sobre una revolución futura y sus características. Estos documentos desempeñaban un papel más bien autoidentificador. La verdad es que la relación entre los dos planos no existía en la actividad práctica, cada uno de ellos tenía vida propia al margen del otro.

En el clima ideológico de aquel tiempo, en España y en el mundo, es difícil imaginar una organización de la izquierda radical que careciera de ideales utópicos.

Y esos ideales utópicos a los que aludes, ¿jugaron un papel positivo o negativo?

Pensar más allá de lo ya existente tiene un lado bueno, sin duda. Bien está pensar que las cosas no tienen por qué ser como son inevitable y duraderamente. No obstante, los ideales utópicos que yo conocí, y que ayudé a verbalizar y a difundir, nacían con un defecto. Partían de la idea, creo que equivocada, de que es posible esbozar proyectos precisos de transformación de la vida social mediante la imaginación, al margen de las condiciones concretas de cada país y de cada momento, y prescindiendo de la necesaria experimentación y de los resultados que esta puede ofrecer. Esos ideales muchas veces alimentaban una retórica que no se traducía en nada concreto en la política realmente practicada. Y nos hizo perder algún tiempo en debates sobre cómo debería ser, más o menos en detalle, la sociedad socialista y cosas por el estilo. Descripciones especulativas que, como digo, tenían un alcance sobre todo identitario, cohesionador y diferenciador de cada grupo. En el ambiente ideológico al que nos estamos refiriendo cualquier organización revolucionaria que se preciara necesitaba contar con estas piezas imaginarias.

Citas las declaraciones de una antigua militante del PST, que hablando de los años setenta, señaló: «El partido era más que una militancia; era una forma de vida, estaba por encima de todo.» ¿Se puede generalizar esa consideración?

No estoy seguro. En bastantes casos, probablemente. Pero quizá habría que distinguir entre las diferentes organizaciones y, dentro de ellas, entre los distintos niveles de implicación.

¿Por qué hablas de relación paradójica cuando hablas de la relación de estos jóvenes con la gente común? ¿Qué tipo de paradoja era esa?

Me refiero a la conjunción de una idealización del pueblo, de la clase obrera, o de las masas, en una expresión que se utilizaba entonces, y de la idea de que estos grupos tenían la misión de llevar a la gente común la comprensión de lo que consideraban sus verdaderos intereses.

¿No era ese el papel de lo que entonces llamábamos partido de vanguardia, partido de clase, partido revolucionario? De la clase en sí a la clase para sí y esos partidos como conductores de esa transición.

Algo así. No era su único papel, pero formaba parte de su papel.

Sostienes que en las ideas de aquella generación revolucionaria resonaba el eco de su formación católica y de la religiosidad de la época. Empero, la religiosidad de la época era, como sabes bien, muy reaccionaria, y la formación católica de muchos de nosotros era bastante conservadora y, en otros casos, muy superficial, muy aparente. ¿Cómo entonces de aquellos condimentos emergieron ideologías tan rupturistas, tan contrarias a las ideologías hegemónicas en la España de aquellos años (incluyendo, desde luego, la ideología del nacional-catolicismo?

No veo la religiosidad de la época como solamente reaccionaria. Aquella religiosidad abarcaba muchos aspectos, algunos más relacionados con la mayor parte de la jerarquía del catolicismo oficial, otros con la base social de la Iglesia, otros con las organizaciones sociales católicas, otros muchos con las tradiciones y sentimientos de amplios sectores de la población… ¿Cómo olvidar lo que podemos llamar el cristianismo social de los años sesenta y setenta, la teología de la liberación, el Concilio Vaticano II y su influencia en tantos jóvenes? Estamos refiriéndonos a un magma humano que no era homogéneo y cuya coherencia no era especialmente densa. Y tampoco era estático sino cambiante.

En los niños y en los adolescentes se inculcaron ideas reaccionarias, desde luego, pero también se fomentaron valores y actitudes, en las familias y en los colegios religiosos, que influyeron en su transformación ideológica posterior. Los mensajes que recibimos fueron ambivalentes. Las ideas recibidas, las mejores y las peores, estuvieron presentes en nuestra evolución ideológica juvenil, para bien y para mal

Observas que las personas que asumisteis las principales responsabilidades en la mayor parte de aquellas organizaciones no estuvisteis acompañados por miembros de generaciones anteriores, no teníais mentores mayores (no en el caso del PCE, por ejemplo). ¿Por qué esa ausencia? En algún caso sí que hubo esa presencia. Pienso, por ejemplo, en el FRAP y en Julio Álvarez del Vayo.

Desde este punto de vista, el PCE era muy diferente a las organizaciones nuevas. Si nos ceñimos a estas últimas, que es de las que me ocupo en mi libro, la presencia de militantes de más edad fue mayor en las escisiones del PCE de 1964 que en las que vinieron después, en las que o mucho me equivoco o fue muy reducida.

Hablando de ti: ¿por qué te hiciste revolucionario? ¿En qué consistía ser revolucionario en aquellas circunstancias?

El mío fue un proceso no muy rápido y algo escalonado. Lo primero fue el antifranquismo. A eso se fue agregando el resto: el marxismo y la conciencia revolucionaria. En las transformaciones ideológicas tuvieron su importancia los factores ambientales, las movilizaciones obreras de aquel período, las luchas populares en tantos lugares del mundo y algunas ideologías internacionales. Creo que fueron decisivas también ciertas lecturas, algunas de ellas prohibidas, y la influencia de amigos marxistas.

Ser revolucionario era una identificación personal, conllevaba la adhesión a alguna ideología revolucionaria y, casi siempre, la pertenencia a una organización que se declarara revolucionaria.

¿Tuvieron influencia las organizaciones de las que hablamos en las luchas obreras de aquellos años?

Bastante influencia en muchos ocasiones, participando en las estructuras sindicales, clandestinas o no, que tenían peso en los centros de trabajo. Es un período, además, en el que hay mucha gente joven que se incorpora a las fábricas. Entre esos obreros jóvenes crecieron a buen ritmo estas organizaciones.

Sin embargo, salvo error por mi parte, esa influencia que señalas no siempre ha sido reconocida, y se ha hablado usualmente del central y casi exclusivo papel del PCE-PSUC y de CCOO.

Hay muchos trabajos sobre experiencias locales en los que se transmite una imagen más acorde con la realidad y, por lo tanto, más plural, pero acaso sigue viva una imagen como la que apuntas.

¿Y en el movimiento universitario antifranquista?

Fueron determinantes.

¿Nos puedes dar algún ejemplo?

Si mi memoria no me traiciona, estas organizaciones contaban en las universidades con núcleos, no siempre muy numerosos, pero muy activos y que fueron haciéndose más grandes en estos años. La acción de la Brigada Político-social en las universidades denota la creciente preocupación del Régimen ante la presencia de fuerzas consideradas subversivas en las universidades. Para no demorarme con episodios parciales, recomiendo el excelente trabajo de Miguel Gómez Oliver (El movimiento estudiantil español durante el franquismo. 1965-1975). Se puede bajar de la Red y da cuenta de la influencia del radicalismo estudiantil entre 1969 y 1975.

Sostienes que comprometerse con la actividad antifranquista era una de las mejores opciones posibles para un joven que se asomaba a la vida de adulto. Pero, ¿no eran muchos los riesgos que se corrían (la tortura, la prisión e incluso la muerte en algunos casos)? Por lo demás, por lo que sabemos, la militancia antifranquista no fue, ni de lejos, mayoritaria entre los jóvenes de aquellos años, ni siquiera entre los universitarios. Para ellos, no era una buena opción.

La tortura y las cárceles fueron un poderoso medio disuasorio. Es muy difícil medir su eficacia. Siempre me admiró la decisión con la que muchos jóvenes asumían los compromisos y los riesgos de la clandestinidad.

Cuando digo buena opción estoy hablando de lo que esos compromisos supusieron para su constitución moral y para su comportamiento social.

Te cito: «En mi conciencia no hay lugar para el arrepentimiento sobre el hecho de haberme embarcado en la acción antifranquista.» ¿Ni siquiera cuando fuiste militante de ETA? ¿Ni siquiera cuando el MC vivió su etapa más maoísta, sin mucho conocimiento de causa según tú mismo reconoces?

Mi ingreso en ETA fue una forma de incorporarme al antifranquismo. A la altura de 1965, ETA había experimentado ciertos cambios ideológicos que me parecían positivos. Pero he de reconocer que me moví con una visión ingenua y voluntarista. Tenía la ilusión de poder contribuir, junto con quienes tenían un enfoque parecido, a que ETA, que entonces era ajena a una práctica terrorista, eso vino años después, se convirtiera en una organización desprovista de sus defectos originarios, como era la influencia del nacionalismo vasco sabiniano. No tardé en comprobar que eso no era posible.

Aparte de eso y en pocas palabras: no lamento el compromiso antifranquista, pero sí algunos de los marcos ideológicos, entre ellos el maoísmo, a través de los cuales se plasmó ese compromiso durante bastante tiempo.

¿Y por qué fuimos tan maoístas a pesar de que nuestro conocimiento de la historia y la situación política china era bastante débil?

Todas las organizaciones revolucionarias, y el MC no era una excepción, necesitaban algún soporte ideológico más o menos consagrado. No lo veo como algo positivo pero sin eso era difícil sobrevivir. De hecho casi todas disponían de alguna de las ideologías disponibles en el mundo.

El maoísmo, después del conflicto chino–soviético de comienzos de los años sesenta y de la Revolución Cultural de la segunda mitad de esa década, podía atender a esa demanda. Lo que llegaba de China tenía un aire más revolucionario y hasta innovador que lo que procedía de la Unión Soviética. Se implantó rápidamente en Europa. Y el Gobierno chino tenía poder para producir y difundir propaganda entre quienes estábamos bajo la influencia de esas ideas. A los jóvenes maoístas de entonces nos faltaba conocimiento, experiencia, sentido crítico y nos sobraba ingenuidad. Tardamos en darnos cuenta de lo que era realmente la dictadura china. Y finalmente, ya en los años ochenta y después. tratamos de alcanzar una autonomía ideológica de la que inicialmente carecíamos.

No se ha hecho justicia, señalas, con los luchadores antifranquistas. Se les trató mal, sostienes, igualándoles en la ley de Amnistía con verdugos y torturadores, como si todos fueran corresponsables. ¿La aceptación de la ley de Amnistía de octubre de 1977 fue entonces un error de la izquierda desde tu punto de vista?

Me cuesta emitir ahora un juicio preciso sobre aquella ley que no recuerdo en su contenido concreto. Tampoco sé qué alternativas reales podían valer. Con todo, me parece problemática esa mezcla entre beneficiarios franquistas y antifranquistas.

Usas en varias ocasiones el concepto conversión. Aquí, por ejemplo: «¿qué se había almacenado en nosotros que facilitó esa conversión?». Pero conversión suena a religión. ¿Se trató de eso, de una especie de conversión religiosa? ¿Pero no éramos muchos de nosotros agnósticos, ateos más bien, e incuso anticlericales en algunos casos?

Tocamos una cuestión crucial.

El libro parte de la constatación de que en esos años hay múltiples factores que propician la incorporación de sectores de la juventud al antifranquismo. Pero trata de ir más allá: plantea una cuestión que, a mi juicio, posee interés: ¿Qué había en cierto número de cabezas juveniles que favoreció el paso al antifranquismo, al marxismo, al revolucionarismo?

Las ideas de todos los niños y los adolescentes estuvieron influidas por la educación escolar, por los ambientes culturales, por las familias, por las costumbres sociales… El adoctrinamiento religioso era muy potente.

Fueron notables los cambios ideológicos que se produjeron en los jóvenes que integraron esta hornada antifranquista. La palabra conversión trata de subrayar la importancia de esos cambios.

No obstante, esos cambios no fueron tan completos como muchos pensábamos. Creíamos que habíamos roto enteramente con las ideas que nos habían transmitido en la infancia y en la adolescencia. Y muchos pensábamos que nuestra ruptura con la religión era total.

Pero no fue tan total…

Eso pienso. Entiendo que fue un proceso de cambio importante en el que hubo rupturas y superación de lo que habíamos recibido anteriormente, pero también conservación parcial aunque fuera bajo expresiones distintas.

Si volvemos la vista hacia aquellos años, no es difícil apreciar en nuestros valores y actitudes de entonces, elementos dejados en nosotros por la educación que se nos había dado. Algunos mejores y otros peores.

Puedo mencionar la búsqueda de una sociedad perfecta hacia la que encaminarnos, una tendencia a otorgar una trascendencia excesiva a nuestros actos, el propósito de mejorar poco menos que ilimitadamente a los seres humanos, la idea de considerar como absolutos los objetivos políticos… Estos aspectos problemáticos algo tienen que ver con la experiencia religiosa anterior.

También tienen que ver con ella el altruismo, la generosidad, la abnegación, que venían de atrás y que afortunadamente intervinieron en esas transformaciones ideológicas y permanecieron en nuestro caudal de valores.

A mi parecer no estábamos en lo cierto cuando creíamos que nuestras ideas posteriores a esa conversión no tenían nada que ver con las que nos habían sido inculcadas en la infancia y en la adolescencia.

Hablas de la actitud antagonista exagerada de aquellos jóvenes. ¿Por qué exagerada? ¿Qué efectos negativos tuvo esa actitud?

No es raro que una dictadura, exagerada por naturaleza, suscite oponentes también exagerados aunque en otras direcciones. Nosotros lo éramos: tendíamos a hacer asuntos de vida o muerte de demasiadas divergencias políticas. Condenábamos severamente a quienes pensaban de otra forma. Criticábamos algunas demandas, consideradas reformistas, en nombre de objetivos muy ambiciosos que no era posible hacer realidad… ¿Me equivoco si digo que a menudo éramos demasiado belicosos?

¿Por qué hubo tanta animadversión en los grupos de extrema izquierda de aquellos años a organizaciones políticas y sindicales, como el PCE o CCOO, a las que se tildaba, con mucha desconsideración-desprecio poliético además, de reformistas, revisionistas, pactistas, entreguistas, poco combativas, etc.?

Esto ilustra lo que acabo de decir, aunque algo tiene que ver también con la competencia entre organizaciones que se disputan unos mismos espacios.

¿Por qué fuimos durante años tan poco críticos con la violencia política, con lo que llamábamos violencia revolucionaria? ¿Por la violencia que el franquismo (y más allá del franquismo) ejercía con mano de hierro sobre la sociedad, sobre sus sectores más vulnerables? ¿Porque no quedaba otra, porque no existían otros medios?

Otros medios los había y eran los que empleaba casi todo el antifranquismo.

En esos años, la legitimación de la violencia política formaba parte de la tradición y de las señas de identidad de los movimientos revolucionarios en todo el mundo.

Y esa fue en España una característica de las organizaciones radicales de izquierda. Defendíamos la legitimidad de la violencia política no solo para luchar contra una dictadura como la franquista sino, más ampliamente, para construir una vida social y política que nos parecía preferible.

Esta forma de ver las cosas favoreció que una parte de la izquierda revolucionaria justificase la violencia de ETA no solo bajo el franquismo sino también después. Ese fue mi caso durante años. Un error grave que deploro profundamente.

¿Cuándo dejamos de justificar la violencia de ETA?

Habría que hablar de la evolución de cada cual. Personalmente tendría que repasar mis papeles para poner fechas a todo esto. Y ordenarlo, porque hay que distinguir aspectos diversos. Por ejemplo: una cosa es llegar a la idea de que no tiene sentido político seguir con aquella violencia política y otra diferente rechazar por razones éticas que se mate a personas. No es lo mismo. Tampoco es igual, por un lado, rechazar en privado lo que hacía ETA y, por otro lado, condenarlo y manifestarse públicamente en contra. Y algo diferente es unir a la condena la solidaridad con las víctimas.

Citas a Schumpeter –«Es absurdo negar que hasta en el trabajo más científico de Marx su análisis está deformado no solo por la influencia de motivos prácticos, no solo por influencia de apasionados juicios de valor, sino también por el autoengaño ideológico»– y señalas que en aquel tiempo «muchos hubiéramos puesto el grito en el cielo ante tamaño aserto». En cambio, la opinión del influyente economista liberal-conservador, ministro de Finanzas en 1919 de la primera República austríaca, te parece a día de hoy un juicio bien fundado. ¿Por qué?

En los años ochenta y noventa del siglo XX tuve la oportunidad de estudiar detenidamente la obra de Marx y llegue a la conclusión de que, en mayor o menor medida, en los trabajos de Marx con alcance científico se encuentran elementos ideológico-políticos extra-científicos, algo nada raro por lo demás ni en el siglo XIX ni hoy en día. Tuve ocasión de abordar esta cuestión en un libro publicado en 1993 que se tituló La sombra de Marx. En los últimos treinta años no he encontrado motivos para cambiar de opinión.

Pero si no es raro, si es muy general la presencia de elementos ideológico-políticos en las disciplinas sociales, entonces eso no representaría un, digamos, defecto singular en el caso Marx. A lo mejor también Schumpeter, por ejemplo, bebió de la misma taza.

Vaya que si es frecuente. No digo que ese sea un defecto singular de Marx, sino que Marx no escapó al mismo, tan extendido en el siglo XIX y que no ha desaparecido hoy en día.

Doy un salto en el tiempo, de 1975 a 1986. ¿Se equivocó esa izquierda radical cuando puso toda su carne en el asador para evitar la permanencia de España en la OTAN?

En un principio toda la izquierda estaba en esa idea, incluido el PSOE. Creo que en aquellos momentos estuvo bien emplearse a fondo para tratar de impedir lo que finalmente se produjo. Además del interés que pudo tener el debate público que planteó el movimiento contra la pertenencia a la OTAN, se logró movilizar a amplios sectores sociales y reactivar en cierta forma algunas fuerzas antifranquistas que habían ido aletargándose tras la Transición.

¿Y sigue siendo razonable actualmente ser anti-otánico?

Hay mucho que criticar en la OTAN actual, en su composición, en ciertas actuaciones, en el papel que desempeñan en ella los Estados Unidos… Pero no estoy de acuerdo con que se impugne la resistencia ucraniana frente la guerra de agresión rusa por el hecho de que la OTAN la apoye. Y tampoco que no se comprenda a las poblaciones limítrofes con Rusia cuando tratan de protegerse de la política que hoy encarna Putin bajo el paraguas de la OTAN.

Si tuvieras que señalar los puntos fuertes de aquella generación de jóvenes, ¿cuáles destacarías?

Su compromiso con el antifranquismo y todo lo que llevaba consigo: oposición a la desigualdad, rechazo de la injusticia social, audacia, creatividad, generosidad, sentido de la solidaridad y del apoyo mutuo…

¿Y cuáles serían sus puntos débiles?

Destaco los siguientes: uno, la identificación con dictaduras como la de la Unión Soviética, la cubana o la china (esto último se registró particularmente en quienes fuimos maoístas durante algunos años). Otro es el ya mencionado problema de la violencia política. Otro, en fin, la dependencia de ideologías procedentes del siglo XIX, que eran asumidas sin la menor distancia crítica y con un espíritu frecuentemente dogmático.

Afirmas que el examen crítico sobre aquel período ha sido escaso tanto entre quienes han permanecido en la izquierda como entre quienes han buscado climas políticos más moderados o simplemente se han alejado de sus inquietudes juveniles. ¿No eres tú, por ejemplo, un contraejemplo de esa afirmación? ¿No lo son muchos amigos y compañeros? Por lo demás y con disculpas: ¿qué beneficios podríamos obtener de agudizar nuestro espíritu crítico sobre todo aquello a estas alturas de nuestras vidas?

Los que participamos en aquellas experiencias hemos escrito poco sobre ellas. O así me lo parece. No acabo de tener una explicación satisfactoria de este hecho.

Además, una parte de mi generación muestra una tenaz aversión a la autocrítica.

¿Beneficios del reconocimiento de los errores? Por de pronto tener nosotros mismos un punto de vista más exigente sobre lo que fuimos e hicimos. Y más realista. No es poco; tiene cierta importancia. En general no está de más transmitir esa percepción a quienes vienen detrás y se interesan por conocer cómo fue aquello. Aunque no se me escapa que las notables diferencias entre aquella situación y el presente hace difícil entrar provechosamente en el meollo de aquellos problemas.

¿Quieres añadir algo más, querido Eugenio?

Temo que, buscando la brevedad, algunas de mis respuestas hayan sido excesivamente sumarias. Sobre todos estos puntos he podido extenderme en el libro que estamos comentando.

Gracias por tu trabajo, Salvador.

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