Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Prólogo a En tiempo de fraternidad y resistencia

José Luis Martín Ramos

No fui alumno directo de Manuel Sacristán. No pude serlo, inicié el primer curso de Económicas en octubre de 1965, después de que Pifarré, por orden de García Valdecasas, lo expulsara de la Universidad, tras el curso en el que la movilización estudiantil hundió el Sindicato Español Universitario (SEU), hecho insólito en cualquier dictadura fascista. Eso sí, mi primera acción de rebeldía universitaria fue el boicot a las clases de su sustituto, Francisco Canals, que comenta en este libro un alumno entonces de segundo de Económicas. El boicot a Canals resultó mi particular vía de entrada al PSUC, cuyos militantes de segundo y tercer curso (Alberto Ortega, Francesc Artal, Francesc Bonamusa, Pere Gabriel, entre otros) destacaron en la movilización por encima de los más comedidos del FOC (Front Obrer de Catalunya) y la pareja de militantes del Moviment Socialista de Catalunya que había en la Facultad.

No pude asistir a clases suyas, decía. Sin embargo, lo tuve de maestro indirecto a través de la función que desarrolló en la filosofía y el pensamiento político en Cataluña, y de una manera más cercana a través de las enseñanzas de su alumno Francisco Fernández Buey. Ambos militábamos en la célula del PSUC de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona –a mediados de curso me matriculé como «alumno libre» en esa Facultad, una opción que entonces existía, con la intención de simultanear las dos carreras- y Paco, de vez en cuando, nos sugería lecturas y temas que, sin ninguna duda, venían de las indicaciones del mismo Sacristán. De alguna manera Francisco Fernández Buey hizo de «Platón», aunque en su caso con absoluta fidelidad.

Habría tenido, teóricamente, otra opción si Manuel Sacristán hubiese participado en los seminarios clandestinos, o no legales, que impartían algunos intelectuales importantes del PSUC a sus militantes universitarios. Pero eso fue también imposible y no dejó de suscitar entre nosotros algún desencanto, por más que había una importante razón para ello: entre 1965 y 1969 Sacristán fue miembro del comité ejecutivo del PSUC y no solo eso absorbía tiempo y fuerzas, sino que tenía que comportarse con discreción, manteniendo relaciones personales, como las que tenía con Paco Fernández Buey, pero no colectivas como las que suponían aquellos seminarios.

Y, a pesar de todo, a quienes nos movíamos en la militancia universitaria contra la dictadura en Barcelona nos llegó su magisterio. Nuestra educación intelectual, la conformación de nuestra ideología, hubiera sido muy distinta sin las traducciones de Manuel Sacristán o las indicaciones de lectura que transmitía. Sin él, nos habríamos tenido que contentar con el breve manual de Henri Lefebvre publicado en francés en la colección Què sais je?, o con cosas peores, como el manual de marxismo-leninismo de Otto V. Kuusinen, los Principios fundamentales de filosofía de Georges Politzer o el librillo sobre qué era la filosofía marxista del secretario general del Partido Comunista Francés, Waldeck Rochet.

Todos esos textos los comprábamos en la buhardilla almacén del librero Gras, en la calle Parlamento de Barcelona. Por suerte pudimos encontrar más cosas, algunas traducidas por Sacristán y publicadas por Grijalbo –«el editor del partido»–, como Prolegómenos a una estética marxista, que salió en su versión en 1966, y otras aconsejadas por Paco Fernández Buey, como las obras de Galvano della Volpe o de Mario Bunge.

Y no solo a través de sus traducciones, sino también de sus textos, obligadamente breves en aquellos tiempos. Así, sus escritos sobre Engels y el Anti-Dühring, «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» o el Manifiesto «Por una Universidad democrática», texto fundacional del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB), escrito por él para la asamblea de la Capuchinada, en marzo de 1966, cuya trascendencia fue más allá de la militancia marxista.

La presencia de Sacristán en el PSUC enriqueció de manera exponencial nuestros recursos de lectura en los inicios de la militancia política. Uno de los textos que recuerdo fundamental en mi formación juvenil fue el ensayo de Lukács sobre Lenin1, que sigo recomendando siempre que puedo. Me lo pasó el responsable político del Comité de Estudiantes de entonces, Salvador Jové, pero es más que probable que Sacristán hubiese estado en el origen de la sugerencia. Como Salvador López Arnal recuerda en este libro, una de las preocupaciones de Sacristán era que se dejara de citar, en vano y fragmentado, a los clásicos, que se dejara de instrumentar fragmentos -algo muy difundido en la literatura política marxista- y de hacer patrística, para pasar a leerlos directamente y repensarlos.

De Sacristán, de su asunción crítica del marxismo que nos llevaba a considerar todas las heterodoxias y la literatura política y filosófica no marxista, esperábamos mucho. Algunos llegamos a esperar demasiado cuando en 1967 nos enfrentamos al giro político impulsado por la dirección del PCE y del PSUC (la apertura hacia los «evolucionistas» del régimen) y decidimos «expulsar» esa dirección y recuperar al partido del «revisionismo carrillista». Estoy hablando de la escisión de la primavera de 1967 que dio lugar meses más tarde al Partido Comunista de España (Internacional). Esperábamos del sentido crítico de Sacristán que nos apoyara en esa ruptura; interpretamos mal su sentido crítico que le llevó precisamente a no secundar una aventura. No supimos compartir su responsabilidad militante. El rechazo de Sacristán fue también el rechazo de Paco Fernández Buey y uno de los frenos al progreso de la escisión entre los universitarios del PSUC.

Y sirva este recuerdo para hacer otra consideración sobre Manuel Sacristán, sobre el valor que le daba a su compromiso militante dentro del PSUC durante más de veinte años, y fuera de él hasta su muerte, prematura. Desde esa consideración hay que entender, y compartir, el enorme enfado con el que reaccionó ante el aplastamiento de la primavera de Praga el verano de aquel año de 1968 en el que vivimos tan gozosamente. Se cita en el texto, recordando el calificativo que dedicó en una carta a los dirigentes soviéticos que habían frustrado el proyecto renovador que había acogido Dubček: «gentuza».

La invasión de Praga marcó un cambio de rumbo en la forma de su compromiso. Dejó el ejecutivo del PSUC e incrementó su aportación a la formación intelectual de la izquierda. Lo hizo con la edición de una antología de textos de Gramsci, seleccionados, traducidos y anotados por él publicada en Siglo XXI en 19702. Gramsci ya empezaba a ser conocido en Barcelona, a través de Josep Fontana, Jordi Solé Tura y el propio Sacristán, pero su antología anotada supuso un salto en el acceso al pensamiento del revolucionario italiano. Como también su actividad de traductor nos permitió acceder a una historia general de la filosofía, la de Frederic Copleston, publicada por Ariel3, y a poder deshacernos del manual del teólogo católico Johannes Hirschberger, publicado en castellano por Herder.

De esos años es su intercambio epistolar con Francisco Fernández Santos, una muestra más de actitud abierta, contraria al sambenito de autoritario y dogmático que se le colgó, sobre todo por parte de algún que otro opinador en prensa o tertulia, y la firmeza en sus convicciones profundas, lo que no le impedía valorar pensamientos ajenos a su ideología o su práctica política. Francisco Fernández Santos había sido colaborador de la revista Índice, que se publicaba legalmente en España dirigida por Juan Fernández Figueroa, un peculiar exponente del «falangismo» que en los años cincuenta rompió con el régimen, simpatizaba con la revolución castrista y acogió en su publicación firmas del exilio y de la cultura de oposición al franquismo. Y también publicó en Cuadernos de Ruedo Ibérico, el pepito grillo de la izquierda española, oscilando entre el anarquismo y el trotskismo, siempre desde la independencia. Fernández Santos se situaba genéricamente en el campo de los heterodoxos del marxismo, influido por el ala izquierda del Partido Socialista Unificado de Francia, André Gorz y Gilles Martinet, trotskista sin carnet, y por Lelio Basso, admirador de Rosa Luxemburg y dirigente del Partido Socialista Italiano de Unidad Proletaria. Y fue esa independencia y esa heterodoxia lo que atrajo a Manuel Sacristán, en un momento en que él mismo, con su artículo sobre el Lenin filósofo, se situaba públicamente en contra de la ortodoxia.

El intercambio epistolar entre Sacristán y Fernández Santos evoca algunas de las cuestiones de nuestro debate intelectual de los años sesenta y setenta, que formaban parte de la evolución ideológica que experimentábamos, al calor de nuestras acciones militantes de calle y clandestinidad. La cuestión de la inmanencia, fundamental para quienes veníamos de una formación católica, o la teoría del conocimiento en la que descubrí el concepto fundamental de lo concreto, como universal concreto, y la relación entre concreto y abstracto. En nuestra adolescencia intelectual nos esforzábamos en identificar lo concreto en la acción política y en validarla de manera teórica, aunque ciertamente algunos tuvimos un empacho de «teoricismo». En cualquier caso, de lo concreto no deducíamos la respuesta «pragmática» sino la que apreciábamos como revolucionaria.

Esas y otras muchas cuestiones de filosofía de la práctica aparecen en este libro sobre el pensamiento de Manuel Sacristán, organizado en torno a su relación epistolar con Francisco Fernández Santos. Y también algunos complementos entre los que quiero destacar el relativo al estalinismo. En él aparece la preocupación por entender e interpretar por qué la URSS, aquello que con cinismo se llamó «socialismo real», era cualquier cosa menos socialismo –irreductible a la desgraciada metáfora de estatalización más industrialización. Porque nos considerábamos comunistas éramos antiestalinistas, algo que le oí muchas veces a Paco Fernández Buey y a Salvador Jové, aunque luego la fuga de algunos hacia los supuestos atajos de la revolución pretendiera la reivindicación del estalinismo como forma histórica concreta del comunismo.

No entorpeceré al lector con más indicaciones; como con los clásicos, que lo lea y lo juzgue por sí mismo.

José Luis Martín Ramos

Julio de 2023

Notas

1 Lenin. La coherencia de su pensamiento (1924). Traducido por Jacobo Muñoz para Grijalbo.

2 Reeditada por Akal en 2013.

3 Sacristán coordinó la traducción de toda la obra y tradujo el volumen VI, el dedicado a Kant.

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