Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Qué significa ser humano?

Marco Rovelli

Vittorio Gallese y Ugo Morelli: Cosa significa essere umani? Corpo, cervello e relazione per vivere nel presente, Raffaello Cortina Editore, 2024

¿Qué significa ser humano? Empecemos por aquí, por esta pregunta capital, porque ese interrogante no es retórico, sino fundacional. El libro plantea muchas preguntas, y ninguna de ellas pretende ser respondida de manera concluyente: en la densidad del texto, a cada página, a cada pregunta, se despliegan otros caminos, otras preguntas. Ser humano, al fin y al cabo, es una cuestión abierta: la entidad que llamamos humana, de hecho, consiste en una dimensión radical de apertura al mundo. Y lo que hace que consista en ser humano es precisamente el hecho de ser productor de sentido: lo humano es el animal que se pregunta «¿qué significa ser humano?».

Vittorio Gallese, neurocientífico que en los años noventa formó parte del equipo que descubrió las neuronas espejo, y Ugo Morelli, psicólogo y estudioso de las ciencias cognitivas, han escrito conjuntamente este texto, que suena como el precipitado de un itinerario común de conocimiento y reflexión, en la distinción de sus respectivas competencias y actividades, y plantean la cuestión del ser humano cruzando distintos saberes en la perspectiva de la complejidad, con una escritura a la vez rigurosa y divulgativa: en resumen, ponen a disposición de un amplio público la forma en que los conocimientos neurocientíficos, psicológicos y filosóficos tratan de arrojar luz sobre la «naturaleza humana» desde una perspectiva evolutiva.

A menudo, en el sentido común, la neurociencia aparece como la frontera del reduccionismo: descubrir los mecanismos del cerebro, se piensa, y descubriremos los fundamentos de lo humano, que todo puede remontarse a esos mecanismos neuronales –como muchos esperaban que hiciera el DSM-5 de 2015 -la última edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales–, es decir, cartografiar los llamados trastornos mentales en relación con su fundamento neurobiológico –un intento fallido, pero que atestigua una tendencia persistente y central de nuestra cultura y nuestra época contemporánea–.

Pero la neurociencia no es el brazo del reduccionismo: al contrario, puede mostrar lo ilegítima que es cualquier reducción organicista de lo humano, y cualquier reducción de la mente al cerebro.

Si el reduccionismo implica el dualismo mente-cuerpo (donde la mente se reduce a un atributo del cerebro), el marco de ¿Qué significa ser humano? es el de la superación de los diversos dualismos que trae consigo nuestra tradición cultural: mente-cuerpo, naturaleza-cultura, yo-tú. Hasta que no salgamos de estas dicotomías, nunca podremos entender qué es ser humano. Dicotomías que en cambio forman la base del sentido común, e incluso del sentido político común de esta sociedad de individuos: y sin embargo no, el individuo no es lo único que existe, como la vulgata hegemónica, formulada por Thatcher, inyectada en las venas de nuestro mundo por la gran transformación antropológica neoliberal, que sin embargo hunde sus raíces en supuestos culturales muy anteriores. Antes que el individuo está la relación, éste es uno de los fundamentos conceptuales de esta obra. Ya no la primacía del sujeto, sino la centralidad de la relación, que «precede a la individuación y configura una dimensión del nosotros en la que se identifica el sujeto». Es en este espacio noicéntrico, como escribe Gallese desde hace muchos años, donde se identifica algo llamado «yo», que no es una cosa, sino un proceso que emerge de un sistema dinámico. Y por eso no es individual, deberíamos decir, sino compartido, como dice el antropólogo Francesco Remotti: con-dividuo, en cuanto que lo que llamamos Ego es el resultado –siempre precario y en devenir– de un proceso relacional. Este Ego, del que se presume un fundamento, resulta ser la emergencia de un proceso que lo trasciende. De este proceso, el cerebro es ciertamente uno de los elementos decisivos, pero la cuestión es que implica, y es implicado por, otros elementos: el cerebro, el cuerpo, la acción, y precisamente la relación. Sin aportar estos elementos (que, propiamente hablando, dejarán entonces de ser elementos, es decir, constituyentes últimos), nos condenaremos al fracaso de la cuestión de lo humano.

Para entender la subjetividad, por tanto, debemos partir de la relación, pero «si partimos de la relación, debemos partir del cuerpo, por tanto de un concepto performativo, pragmático y agentivo del ser humano, que se identifica y se convierte en sí mismo gracias a la relación»: somos, de hecho, cuerpo-cerebro-mente en relación. Estamos, escriben Gallese y Morelli,«cableados para conectar con el otro. La imitación neonatal es la primera herramienta que tenemos, innata, para sintonizar con el otro, seguida de una serie de ajustes y de la capacidad de establecer, cambiar e invertir roles». Pero es ya en el vientre materno cuando, como se ha observado en casos de gestación gemelar, los movimientos dirigidos al otro feto están más cuidadosamente controlados que los dirigidos a otra parte: de los patrones motores con los que estamos dotados, los dirigidos al otro son los más sofisticados.

La propia racionalidad no puede entenderse realmente sin cruzarla con la dimensión de la intersubjetividad, a diferencia de gran parte de la tradición del pensamiento occidental. Para esta tradición, para este canon, lo humano es el cogito, la teoría de una realidad que está ahí fuera y que conocemos a través del a priori. En esta tradición, lo que falta es el cuerpo. La propia intersubjetividad se entiende predominantemente en términos teóricos, es decir, podemos entender a los demás a través de una teoría de la mente, en los mismos términos en que podemos resolver un problema matemático. En el paradigma teórico-«oculocéntrico» (en el sentido de la primacía de la theorìa, deleìdos, del conocimiento como visión), no hay cuerpo y no hay movimiento: la cognición es algo distinto del movimiento. Este es también el caso en el modelo sándwich del cognitivismo clásico, donde acción, percepción y cognición son elementos aislados, y relacionados por un flujo de información sobre cuya base construimos una representación del mundo: en esta perspectiva, el movimiento viene al final, informado y causado por el procesamiento del pensamiento. Esta perspectiva no considera en absoluto cómo, en cambio, la relación que se da entre los cuerpos está hecha de movimiento: «es un ir hacia o un alejarse de; es un buscar lo que nos falta, es un proyectarse hacia el otro, pero proyectarse no sólo en sentido metafórico sino en sentido físico, en sentido corporal. Tanto es así que, para mantenernos biológicamente vivos, para nosotros los humanos no sólo es central la homeostasis, es decir, la capacidad de movimiento e intercambio entre el interior y el exterior, sino también la alostasis, la regulación recíproca entre el yo y el otro a partir del yo». La acción y la percepción, lejos de ser elementos aislados y distintos, «son dos caras de la misma moneda y constituyen el ingrediente esencial de lo que llamamos cognición». Todo, en definitiva, proviene del movimiento: «sabemos cada vez con mayor evidencia que las llamadas partes motoras del cerebro son parte integrante de los aparatos que nos permiten reconocer lo que nos rodea, desde los objetos inanimados, hasta la forma en que cartografiamos el espacio, pasando por el significado que damos a las acciones y experiencias de los demás». La percepción y la acción no son secuenciales, sino que ocurren juntas: el sistema motor no es un «órgano ejecutivo», en el que la finalidad de un movimiento es trazada por otra zona del cerebro, sino que es el propio sistema motor el que traza las acciones, es decir, se caracteriza en términos de finalidad. En este sentido, la neurociencia piensa como Merleau-Ponty cuando hablaba de la practognosia, es decir, el conocimiento determinado por el potencial del cuerpo.

Es en el espacio noicéntrico, como decíamos, donde toma forma nuestra experiencia. Se trata de situar el cuerpo en movimiento en un espacio en el centro, algo que se ha comprendido bien con el descubrimiento de las neuronas espejo, que, siendo la base fisiológica del mecanismo de resonancia motora, nos permiten conectar con el otro a un nivel preintencional y prelingüístico. Neuronas espejo que, conviene recordar, existen en muchas especies animales, pero que en el animal humano se aplican no sólo en las acciones dotadas de finalidad, sino en todos los movimientos: por eso, escriben Gallese y Morelli, «somos la verdadera especie mimética», porque podemos hablar de imitación cuando reproducimos tanto la finalidad de las acciones del otro como los movimientos para alcanzar esa finalidad. Reflexionar sobre la empatía como sentimiento con el otro –ligado a la actividad de las neuronas espejo– nos saca del cerco del reduccionismo: estamos constantemente en la relación, estamos constantemente atrapados en un proceso de reflejar al otro en el yo y al yo en el otro, sin que ello borre la distinción entre el yo y el otro (el otro es siempre un «como si»: sólo accedemos a él a través del modelo de la simulación encarnada), sino que sólo los hace concebibles dentro de un proceso: un proceso en el que lo que emerge no es atribuible, reducible, a propiedades constitutivas, y que, incluso antes de eso, es donde tanto el yo como el otro se constituyen y toman forma. Reflejarse en los demás es siempre un reconocerse y reconocernos: «somos lo que reconocemos de nosotros mismos a través de nuestra autopercepción combinada con la heteropercepción, en un tiempo y en un contexto».

A continuación se plantean muchas preguntas, sin ningún orden en particular. Si somos relación –si estamos, como escriben los autores, encarnados–, ¿cómo no considerar cómo estamos intrínsecamente modulados por factores ambientales, socioculturales? Hay muchas pruebas científicas que demuestran que la simulación encarnada, es decir, la expresión del mecanismo de resonancia de las neuronas espejo, está plásticamente condicionada por nuestras experiencias: ¿cómo podemos evitar la cuestión de la responsabilidad, poniéndonos en situación de aumentar la intensidad de nuestra conexión con el otro?

La cognición, se dijo, «es una constelación de elementos en la que la percepción es la otra cara de la acción». Y el lenguaje mismo –elemento antropogénico, si es cierto que el humano es el animal que pide sentido– es evidentemente inconcebible sin pensarlo como emergente del cuerpo, y como emergencia evolutiva. El desarrollo del lenguaje al margen de nuestra corporeidad es inimaginable, aunque todavía se trate de comprender cómo determina las actividades lingüísticas más abstractas (como la negación, a la que Paolo Virno dedicó un ensayo fundamental en el que dialogaba a distancia con Gallese). La disposición a traducir un objeto en un significado, el comportamiento simbólico, es la diferencia específica de especie del humano, que es un hacedor de sentido (piénsese entonces en el humano decorando una herramienta, no con un fin instrumental, sino para comunicar un significado: ¿no podemos observar ahí el amanecer de esta dimensión simbólica específicamente humana?) El lenguaje –así como la representación en una caverna– nos hace no sólo hablantes, sino hablados: nos convertimos en un «yo», y podemos decir que «tenemos un cuerpo» (Virno, de nuevo). Y, correlativamente, no sólo sabemos, sino que sabemos que sabemos, como dicen Maturana y Varela; es decir, no sólo pensamos (como otros animales), sino que pensamos que pensamos.

Es necesario comprender cómo esta diferencia específica hunde sus raíces en la evolución: y desde este punto de vista, los autores escriben que «es plausible plantear la hipótesis de que la sintaxis del lenguaje está ligada evolutivamente a circuitos corticales premotores desarrollados originalmente para controlar la estructura jerárquica de la acción. Cuando en el curso de la evolución la presión selectiva condujo a la aparición del lenguaje, los mismos circuitos neuronales encargados de controlar la jerarquía de las acciones pueden haber sido reutilizados para servir a la función recién adquirida de la sintaxis del lenguaje». Volvemos así a esa tesis recurrente en la historia de la filosofía, de Epicuro a Condillac, según la cual la dimensión corporal sensoriomotora desempeña un papel constitutivo en la facultad lingüística del ser humano.

No se trata de ensalzar la diferencia humana en el sempiterno movimiento del engreimiento antropocéntrico: pues cuando consideramos la diferencia humana, debemos tener presente qué es lo que nos une a los demás animales y nos hace parte del sistema viviente, a saber, que «somos una rama de la evolución que ha tomado un camino determinado, pero el tronco común de la vida tiene principios básicos que, aunque difieren, mantienen características comunes».

Y luego hay muchas otras cuestiones que definen nuestro ser humano y que se ponen en juego en el libro, en páginas y capítulos que sólo podemos insinuar. El papel de las emociones en nuestra experiencia, ya que la emoción no es algo que ocurra sorgivamente in interiore homine, sino que sucede en el contexto de la relación con el otro y, por tanto, tiene una naturaleza social. El aprendizaje, que en sí mismo se produce por resonancia encarnada, es decir, a partir de la experiencia: otra cuestión profundamente política, dado que debemos entender que no puede dejar de implicar cuerpos y emociones compartidos, y de suscitar preguntas, curiosidad, investigación, exploración –mientras que, por el contrario, predomina cada vez más una perspectiva tecnicista, basada en las «competencias», progresivamente despojada de toda postura crítica y reflexiva, como podemos ver en la dirección tomada por la institución educativa–. La relación con el mundo que habitamos también se rige por la resonancia encarnada, con la necesidad de restablecer un vínculo de reciprocidad con el sistema vivo. La imaginación y la experiencia estética, que, como ya se ha dicho a propósito de la decoración y el sentido, constituyen un momento decisivo de la antropogénesis: la experiencia estética –una experiencia relacional y social, una resonancia con los demás de la creatividad individual– «se propone como un salto cuántico de lo humano» porque «el león representa ciertamente a la gacela mientras la espera, pero nunca ha pintado una»; de nuevo, la capacidad de significación de lo humano, su capacidad de trascendencia, su tensión referencial.

En definitiva, un libro que recorre todos los territorios que definen al ser humano en su hacer, en su propio atravesar el mundo, y en el que se intenta establecer la superación del dualismo mente-cuerpo, sujeto-objeto, naturaleza-cultura. En la perspectiva de la centralidad del cuerpo que se mueve en el espacio, no se puede dejar de hablar de la relación mente-cuerpo en el sentido spinoziano, es decir, como «dos niveles de descripción de una misma realidad, que manifiesta propiedades diferentes según el nivel de descripción elegido y el lenguaje utilizado para describirlas. Un pensamiento no es un músculo ni una neurona; pero su contenido, el contenido de nuestras representaciones mentales, es inconcebible sin nuestra corporeidad». Un paradigma biocultural, en el que la naturaleza y la cultura forman pareja en una intrincada danza: «nuestros cuerpos cerebrales, esculpidos por la implacable mano de la naturaleza, anhelaban un significado, dando origen a la cultura como un vibrante tapiz tejido de historias, herramientas y sueños compartidos. Pensemos en un antiguo homínido, inclinado sobre el fuego, fabricando una lanza con una rama caída. En ese gesto comenzó la danza».

En la web de la Fundación Hapax puede inscribirse en el curso doble de Vittorio Gallese y Ugo Morelli, libro y conferencia, titulado Qué significa ser humano. La Fundación Hapax y doppiozero colaboran en el proyecto Synapsis, cursos a distancia que permiten obtener créditos de Formación Médica Continuada (FMC).

Fuente: Doppiozero, 30-5-2024 (https://www.doppiozero.com/che-cosa-significa-essere-umani),

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