El mundo alternativo, si llega a existir, será un orden civilizatorio nuevo, hoy desconocido y no pensable
Joaquín Miras Albarrán
«…cuando las gasolineras sean ruinas románticas…»
Existe una tradición de pensamiento político, que es la praxeológica, cuyos textos fundacionales podemos encontrar en Aristóteles. Esta tradición no concibe la vida humana sino como praxis comunitaria a partir de un saber hacer compartido, y la política sino como frónesis, saber experiencial a la luz de lo vivido desde lo que se propone nuevo hacer, no como ciencia o episteme, pues cada momento activo es singular y no hay ciencia de las singularidades.
Su concepción última de la sociedad –su metafísica– es que el ser humano es un ser comunitario o, si se quiere, social; y que la verdadera constitución de toda sociedad o comunidad es su «eticidad».
Las obras clásicas, «inaugurales» de esta traditio son las tres éticas de Aristóteles, que no son obras de moral. Las éticas explican qué es el ethos, y para hacerlo Aristóteles asume y vincula dos términos: ethos con e larga o eta –η– y ethos con e breve o épsilon –ε–. Ethos con e larga es la denominación que da Aristóteles a la manera de ser, adquirida mediante la acción, por cada miembro de la comunidad de los polites o partícipes de la polis. Características que los ahorman y los hacen vivir y actuar de una determinada manera. Esta forma de ser se vincula con el ethos con e breve, que es la denominación para el conjunto de saberes que constituyen la cultura material, el acervo del saber hacer que los polites ponen en obra, que, previamente, han creado en común, y que los caracteriza en su forma de ser como consecuencia de su actuar y vivir. La polis, la comunidad social, consiste en este vivir en común conforme a ese saber hacer elaborado entre todos y puesto siempre en acción por todos. Polis no es nombre de ciudad como urbe, –la palabra para eso en griego es «asty» -άστυ-, y en latín urbs– sino, comunidad de ciudadanos que comparten un hacer que los conforma, la polis. Que en latín es denominada ciuitas, y societas ciuilis, y res publica. Los análisis de Aristóteles son verdaderamente filosóficos, esto es, son un ex post, o reflexión segunda, no prescriptiva, no normativa, a partir de las praxis organizadas que generan los diversos regímenes constitucionales de las polis, los existentes, los generados por su hacer. Por eso son el núcleo de la filosofía praxeológica, o filosofía de la praxis.
Esta tradición se sostiene, en variantes, con modificaciones nocionales propias de la historicidad, durante la Edad Media, a través de las filosofías de inspiración aristotélica. Se mantiene en la modernidad por obra de los fundadores de la filosofía política moderna, Francisco de Vitoria en primer lugar, y en segundo lugar, se mantiene como elemento fundamental dentro de la obra del autor que produce la gran inflexión con la que la filosofía Moderna adquiere su plenitud conceptual, Francisco de Suárez. Ciuitas, societas ciuilis, res publica, y consuetudo, mores. Societas ciuilis como «corpus mistycum» o comunidad organizada en cuya totalidad de miembros, constituida por la totalidad de seres humanos poseedores de derechos naturales, reside el principatus politicum o soberanía, etc.
En esta tradición praxeológica, siempre mientras existe, la noción de constitución de la res publica o societas ciuilis, su nomos o lex constituyente, es su manera de producir el vivir: su ethos, la consuetudo o mores, las costumbres o Sittlichkeit, la eticità. Esta idea, la encontramos en Montesquieu y en Rousseau, tan buen conocedor de Suárez, como nos muestran las citas de los comentaristas de la edición de sus obras en la Pleiade. Sin ir más lejos podemos consultar la brevísima obra de Rousseau titulada Proyecto de constitución de Córcega, escrito en el que a penas una vez se menciona lo que denominamos leyes, y todo él se dedica a pensar cómo debe ser la cultura material, el vivir, de una comunidad que pretenda constituirse en civilidad de libres e iguales. Y lo mismo en el extenso Espíritu de las leyes, también incluido en esta tradición que en la modernidad es la iusnaturalista. Y en la que se incluye –basta leer su Dos ensayos Sobre el gobierno civil– el siempre denominado liberal John Locke. Salir de dudas es sencillo, porque ambos textos suyos a penas suman en total 120 páginas.
En esta tradición se inscribe Hegel. Se puede ver su opinión expresada en toda su obra en realidad, pero, privilegiadamente en Principios de filosofía del derecho y en Enciclopedia de las ciencias filosóficas, cuya tercera redacción es la última obra del autor. Ya en su juventud tenía escrito un texto titulado El sistema de la eticidad. El termino alemán para la palabra eticidad es Sittlichkeit, término que procede de sitte, costumbres.
A lo largo de la historia del pensamiento de filiación aristotélica, praxeológica, se produce un desplazamiento, y de la importancia conferida por Aristóteles al ethos con e larga, o sea al carácter de los individuos introyectado por su hacer, que era correlacionado con el ethos con e breve, se pasa a darle el peso fundamental al ethos con e breve, o sea a las costumbres, a la cultura que posibilita el vivir material. Con todo, Aristóteles , como he escrito vincula lo uno a lo otro al extremo de considerar que ambas palabras tienen un étimo común. Los filólogos señalan que esto es una confusión de Aristóteles, pero precisamente la confusión del estagirita nos permite ver hasta qué punto vinculaba él lo uno a lo otro.
Una vez cerrado este comentario retroactivo sobre el origen de la traditio, incluido in media res, prosigo con Hegel. Precisamente en una de sus dos obras, Hegel pone como ejemplo de constitución en tanto que comunidad de cultura, España. Explica que la constitución legal española de 1809, la denominada de Bayona o de José Bonaparte, implota y no se sostiene precisamente porque no es orgánica de la eticidad del pueblo español. Agregado/ zusatz al § 274 de Principios de filosofía del derecho. La misma idea, expuesta ya sin referencia a España, puede encontrarse en el § 540 de Enciclopedia de las ciencias filosóficas.
No todo el pensamiento que se denomina marxista y se desempeña con ideas inspiradas en Marx se incluye en esta traditio. Sí los pensadores que me interesan, me interpelan y me han enseñado a ver la realidad de otra manera e incluso a descubrir para mi –mi ignorancia no docta– la traditio en la que se incluyen. Antonio Gramsci y su filosofía de la praxis. Georg Lukács y su propuesta de modificación democratizadora, organizada, de la vida cotidiana, fundamento de la cultura material de vida. Ambos, comprometidos con su mundo. Ambos, hegelianos y por lo tanto historicistas, donde historicismo no quiere decir teleología o sea no quiere decir ingeniería social que propone ex ante «fines». Ambos, sabedores de que su tradición era más ancha y vasta de lo que, incluso a veces, ellos mismos declaraban y llegaban a abarcar. Ese Gramsci que, como nos muestran Cesare Vacca y Antonio di Meo lee a Spaventa además de leer a Hegel y a Labriola; y lee a todos los neoidealistas italianos, Croce y Gentile muy especialmente. Que estudia el Pragmatismo Filosófico y sus sicologías, que admira a Pirandello por su agudeza sicológica, y que estudia con rigor minucioso a todos los autores que generan el debate político de la Italia de la unificación o Risorgimento, asumiendo categorías políticas de los mismos. Qué pensaría Gramsci de nosotros, que hemos leído a Donoso Cortés, porque lo elogiaron desde «Anglosajonia», pero que, para escándalo y risa seguras de Gramsci, no hemos leído ni una página del gran fautor de nuestra Revolución Pasiva, inspirador del proceso español análogo al del Risorgimento italiano, la Restauración española, Cánovas del Castillo. Indocta Ignorantia, por toda la izquierda española compartida nunc et semper, y que tiene, de seguro, mucho que ver con la catastrófica autoderrota de la república española. O, para decirlo con frase –media frase– que escribe don Manuel Azaña en sus notas, ya en fecha de 1938, la autoderrota por sí misma «de la revolución española».
Ese Gramsci, que como todo lector de los Quaderni sabe, afirma tajantemente, que el gran libro sobre la historia de la literatura italiana, escrito por Francesco de Sanctis, es el manual de literatura «de la Filosofía de la praxis». Lo escribe en los Quaderni, en las libretas de madurez. Francesco de Sanctis, muerto el mismo año que Marx. Filosofía de la praxis.
Ese Lukács, que escribe una gran monografía sobre Hegel, que es un extraordinario conocedor de Aristóteles , al que interpreta en clave expresiva y práxica –los lectores de su Estética no me dejarán mentir–, cuyas nociones de Vida cotidiana y Pensamiento Cotidiano son conceptos tomados de la Fenomenología. Estudioso atento y minucioso, e imbuido por ella, de la ontología de Nicolás Hartmann, y de la excelente ontología antropológica del gran Arnold Gehlen, El Hombre, con la que Lukács, dialoga y a la que presenta alternativa en su Ontología del ser social. «Pensamiento cotidiano», ya no, «consciencia de clase». No fue óbice, para Gramsci y Lukács, que Pirandello y Gentile fueran fascistas y Cavour un reaccionario. Que Gehlen fuera rector nazi de la universidad de Berlín y Nicolai Hartmann profesor sin problemas en Berlín hasta 1945. Ambos, como hegelianos historicistas proponen organizar la acción, para crear poder, o sea capacidad de control sobre el hacer, y poder generar un nuevo modo de vida. No proponen nunca metas felices de nombres repetidos como jaculatoria. Gramsci, lo máximo que escribe sobre el futuro histórico, es el deseo de una «sociedad regulada» en que el estado sea absorbido por la sociedad civil. Lukács, el proceso de la lucha por la democratización capilar de la vida cotidiana: Democratización del ethos. La historia es incognoscible por adelantado y solo se puede ser garante de lo que se está haciendo, en el presente, cuando se está haciendo. Precisamente los que proponen metas «garantizadas» y «radiantes porvenires» –les lendemains qui chantent–, esos sí son los teleológicos
No sé si Marx hubiera estado de acuerdo con esta aproximación propia de la praxeología, incluidas las praxeologías historicistas de la Modernidad, para la cual todo análisis basado en la organización de la producción económica como figura exenta, separada de lo demás, es considerado economicismo. Desde luego, Marx, que sí procedía del mundo de los hegelianos de izquierda, y sí utiliza a Hegel para construir su modelo económico sobre el capital, en tanto que totalidad económica, tal como nos demuestran Manuel Sacristán, o Roberto Fineschi, no elaboró modelos totalizantes, sobre la eticidad, que integraran en ella la economía. Sí trabajó en sus años postreros mucha etnoantropología, también química y matemáticas, sí que dejó en suspenso el trabajo de redacción de su obra de madurez. No podemos decir que lo uno fuera para elaborar lo otro.
Marx desarrolló una doble categorización para caracterizar las relaciones sociales de tipo económico generadas por el capitalismo. Definió el capitalismo como la totalidad de relaciones sociales en que las relaciones entre personas están mediadas por cosas que son mercancía. Relación en la que la propia actividad humana, el trabajo, la fuerza de trabajo, es una extraña mercancía, que se utiliza para producir otro extraño producto, semejante en su extrañeza al extraño fruto que pendía de los árboles, sobre el que cantaba Billie Holiday: el fruto es la plusvalía.
Pero Marx, también Engels, adopta la concepción ilustrada de la escuela escocesa, que naturaliza el «trabajo» o actividad que produce «riqueza económica» en el capitalismo, y que pasa a ser para él, como para los escoceses, una noción ahistórica, válida para toda época de la humanidad. Piensa como Ricardo, de quien parte para elaborar su creativa concepción sobre la «Fuerza de Trabajo», que esta actividad, figura exenta y «desempotrada» –Karl Polany– del resto de las demás actividades o praxis del hacer humano mediante las que el ser humano metaboliza con la naturaleza y que se integraban en una eticidad, ha existido siempre así. Tan solo que había sido ejercida, dotada con diferentes tecnologías, de modo que el molino a mano y su técnica, puesta en obra por el trabajo, hubiera dado el feudalismo, y el molino a vapor y su técnica, el capitalismo. Y todo eso a pesar de los deslumbrantes análisis elaborados en los capítulos XXlV y XXV del primer tomo de El Capital, escritos por él para ser añadidos en la segunda edición, en los que explica cómo el capitalismo surge por desposesión, para lo que hay que destruir la comunidad campesina, con lo que se destruye, de paso, la comunidad agremiada urbana.
En consecuencia, veía en el mundo urbano de las culturas comunitarias materiales de vida agremiadas, y en el mundo de la comunidad campesina, un mundo de «trabajo» o actividad exenta y separada del resto del bajorrelieve orgánico de actividades humanas. No percibía los densos tejidos y culturas que controlaban el acceso a los procesos productivos, tierras y talleres, el aprendizaje en comunidad, las relaciones y estrategias matrimoniales, reguladoras del acceso a los recursos materiales, a los que se accedía por consuetudo, o por saber de familia; ni la tarea orgánica de la familia y la familia extensa, y sobre ella, la de la comunidad aldeana o urbana agremiada. Los recursos naturales, controlados por la comunidad a través de usos establecidos. Los usos y costumbres que eran las normas de aplicación y regulación de toda actividad, y, en las actividades más tecnificadas, la creación de comunidades de productores fieles entre sí, las cofradías, los «compagnonnages» que imponían a todo participante una iniciación, viaje iniciático incluido, a lo largo del país; las mutualidades, entramado cultural mediante el que la totalidad de la comunidad dirigía la totalidad del proceso práxico mediante el que se generaba el metabolismo con la naturaleza y se organizaba la distribución de sus recursos, incluidas las exacciones. La reglamentación de su distribución comercial en los mercados que eran entidades locales y de carácter público, adonde debía ser llevada toda la producción para ser vendida –el «acaparador» podía ver arder su cosecha o la producción «arte- sana», en el almacén en el que la ocultara– y donde se vendía al por menor, según precios públicamente regulados, y tan solo al final de la jornada se podía vender al por mayor. Mercados: locales y públicos, que tampoco tienen nada que ver con lo que hoy denominamos mercado. Todo esto, tal como nos lo explican: Thompson, Polany, Sewell, Maillard, Godelier, Meillassoux, Sahlins, etc. El vivir ha sido siempre una Praxis ético antropológica. O una eticidad práxica.
Marx y Engels, despojados voluntariamente de la noción de eticidad, no tienen gafas para ver que la destrucción de esa eticidad, cuya desaparición celebran y juzgan liberadora en El Manifiesto comunista viene sustituida por otra nueva, la eticidad o cultura material del liberalismo, incontrolable, la del individualismo posesivo, el egoísmo antropológico, el fiero competir, la provisionalidad absoluta en el vivir –el tener que «reinventarse» varias veces y varias vidas en la propia vida– el consumismo, o la miseria, el narcisismo: una eticidad masivamente constituida por mores cuyo origen no responde a decisiones comunitarias.
El maestro artesano, que a ojos de Marx podía ser un precapitalista, –desde luego, a ojos del marxismo convencional– es la figura que constituye el núcleo originario del movimiento comunista neobabuvista del siglo XlX en Francia. Porque no deseaba obtener más ganancias, sino poseer el control en comunidad de su propia actividad, lo que sólo lograba en el seno de su cultura, contra el despojamiento del control que generaba el capitalismo.
Pero Marx, que convive con ellos, no se percata, y, por el contrario, deslumbrado por la producción que el capitalismo genera –«La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista aparece como un “enorme cúmulo de mercancías”» frase con la que Marx inaugura dos de las pocas obras suyas por él editadas, ambas, obras de madurez–, se fija tan solo en esta variante: la colosalidad de la producción en el capitalismo, y la fija como la sola condición de posibilidad de un mundo alternativo
Respecto de Marx, cada hombre es hombre de su época, y él es un clásico que debe ser leído, y no debe ser manipulado desde cada nuevo presente. Ni los romanos que crucifican a Cristo deben llevar borgoñotas, ni Marx debe ser tratado como un travesti que puede llevar, unas veces, vestes de ecologista, o de feminista, o de lo que cada escolástica marxista, cuyo objeto del marxismo es el marxismo, tenga a bien querer calzarle, para poder sacar al santo en la procesión en que ellos se meten.
Marx, además de las relaciones sociales de producción, sí analiza otras, de menor rango dentro de la intención de su obra, al menos según mi interpretación lectora. Las denominadas relaciones técnicas de producción. El capitalismo, que parte de las relaciones técnicas existentes, como condición para instaurar las relaciones sociales capitalistas, con el tiempo, desarrolla otras, orgánicas, cuya función es despojar al trabajador de su capacidad de control sobre el proceso productivo. «De la subsunción formal a la subsunción real del trabajo al capital», para expresarlo con frase de Marx. Marx expone esto en el primer libro de El Capital, y cita a Ure, autor que propone este desarrollo como medio para arrebatar el poder de control sobre el proceso productivo que las relaciones técnicas heredadas aun confieren a los trabajadores. No creo que Marx percibiera la carga de este segundo hallazgo suyo, a la hora de tratar de organizar una eticidad, o si se quiere, una sociedad alternativa, cosa fiada por él al crecimiento enorme de la riqueza material generada por el capitalismo, que nos libraría de socializar la pobreza –como si «pobreza» y «riqueza» no fueran nociones inherentes a las necesidades internas a las antropologías producidas por cada eticidad histórica–
No ocurre así en los pensadores imbuidos por la tradición de la Filosofía de la praxis. Vayamos al Cuaderno 22 de Antonio Gramsci, titulado «Americanismo y fordismo». Allí, vemos cómo Gramsci que conoce la colosal capacidad de producción de las nuevas tecnologías Taylor-fordistas, se aterra ante las mismas, porque en contrapartida, arrebatan irremisiblemente la capacidad de control sobre el proceso productivo, es decir, el poder de control sobre la propia actividad –dicho a secas: el Poder– a los trabajadores, y genera lo que Gramsci denomina «El Gorila Amaestrado», una antropología práxica impotente, sólo capaz de dominar sus pulsiones en el trabajo, para fijar la atención en la cadencia en la que repite una y otra vez lo mismo, y en la casa y la cama, donde debe guardar toda energía para emplearla en el trabajo, a cambio, eso sí, de participar como consumidor en la colosal producción desatada por la cadena de producción. El Gorila amaestrado no puede ser alternativa de poder social. Su ethos, la verdadera constitución de su sociedad es el de la obediencia impotente, ignorante. Una impotencia bestial. «Desgraciado mono, jovencito de Darwin y cautivo en tu enorme libertad, arrastrado por tu hércules autónomo».
Por mucho que las constituciones escritas digan lo contrario, eso es así en Detroit-via y en Moscovia; o en Shangai-nia –el terror tácito de Gramsci es ceteris paribus–. Porque la producción, que sí es infinitamente mayor, ha pasado a ser infinitamente más descontrolada y extraña. Útil para la revolución pasiva, catastrófica como condición de poder democrático. De otra manera, pero también extraña, –Fremd– como el Extraño fruto que cuelga de los árboles de la canción de Billie Holiday. Eticidad, verdadera constitución.
Diversas son las definiciones del comunismo que hay en Marx y en Engels, muy datadas, con referencias a manantiales que brotan desbordantes, y a reinos de la libertad; con final feliz, o «deber ser», descrito por adelantado y con su nombre y apellidos. Pero la única que deslumbra a la luz de la filosofía de la praxis es: «Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual». Dixi et salvavi animam meam.
16-3-24