Del rechazo de la universalidad hegelomarxista a la ruptura posmoderna de las identidades
Stefano G. Azzarà
Escupiendo demasiado a Hegel, tarde o temprano se acaba escupiendo también a Diotima
Prólogo
En una entrevista concedida al periódico liberal-conservador Il Foglio, la filósofa Adriana Cavarero –una de las principales teóricas italianas del feminismo de la diferencia sexual– ha expresado recientemente su preocupación por los desarrollos de la «teoría de los géneros fluidos» y las reivindicaciones políticas que han madurado en el seno de la «vanguardia LGBT»1. En esta «galaxia» compuesta, afirma, ha surgido gradualmente una profunda «polémica» con respecto a lo femenino e incluso un deseo de censura «hacia el uso de la palabra mujer». En la «neolengua» que propone este movimiento –con una arrogancia reforzada por su sintonía con la dinámica lingüística terrorista de lo «políticamente correcto» hoy dominante– estaría «prohibido declarar que hay dos sexos» y estaría prohibido sobre todo -precisamente- «el uso de la palabra mujer». Lo cual «no puede decirse ni escribirse», porque implicaría el borrado excluyente, represivo y genocida (no muy distinto del que llevan a cabo la «derecha», los «conservadores» y los «neocatólicos») de la existencia de una pluralidad indefinida y cambiante de orientaciones «intersexuales» distintas y de las respectivas autopercepciones de género, cada una con su propia legitimidad y derechos (principalmente el derecho a la paternidad, a través de la práctica que sus defensores denominan «gestación para otros», mientras que sus detractores la denigran como «gestación subrogada»).
Aquí, por tanto, estas franjas ‘quieren que no se diga que las mujeres paren, sino que paren «personas con útero»’, etcétera. Y se proponen romper, mediante sus prohibiciones morales, la «jaula teórica» que se dice subyace a esa visión binaria del mundo que se obstina en nombrar «machos» y «hembras», y de la que se dice que el feminismo es cómplice.
Al rechazar estas acusaciones, Cavarero profundiza en el significado filosófico de estas posturas. No sólo atestiguan las intenciones «consumistas» y «ultracapitalistas» de los LGBT de transformar todo deseo (incluso momentáneo) en un derecho, sino que en su opinión constituyen una verdadera «operación metafísica», en la medida en que a su vez «se fundan en la anulación de la realidad y de la percepción», es decir, en la supresión de una «facticidad» atestiguada también por la «ciencia biológica»:
«el hecho… de la diferencia sexual»; el fenómeno «por el que los seres humanos, al igual que los demás animales, se dividen en individuos femeninos y masculinos»; el «funcionamiento del género humano y animal», impugnado ahora en nombre de una excepción o serie de excepciones elevadas a «paradigma regulador». Además, Cavarero subraya el significado político global de esta operación, reivindicando la larga batalla por la emancipación de la mujer y sus méritos ahora puestos en entredicho: «después de doscientos años de lucha de las mujeres por tener una subjetividad política feminista», dice, con este movimiento «se elimina al sujeto que hizo esta revolución». En nombre de la indeterminación subjetiva, esta operación de «borrado de lo femenino» en realidad «neutraliza la diferencia sexual» y esconde tras recursos lingüísticos como lo «schwa» una venganza sustancial del patriarcado, ya que esta terminación cacofónica es «un neutro universal que en verdad es masculino».
En este sentido, quienes también desde dentro del movimiento feminista se asocian a estas posiciones se equivocan: en apariencia, aquí tendríamos ‘vanguardias subversivas’ comprometidas con discursos ‘revolucionarios’ que pretenden derrocar un orden conservador; en realidad, sin embargo, tenemos ‘un reforzamiento del patriarcado’ a través de una serie de interdicciones conceptuales y lingüísticas que ‘borran la historia del feminismo’. Aquí es que en deferencia al ‘principio individualista neoliberal moderno’, que es ‘funcional al mercado global’ y a su invasión de todos los mundos de la vida, la mujer vuelve a ser una mera ‘portadora empírica de útero’, es decir, un ‘contenedor’. Una especie de «horno» animado que, sin embargo, «pertenece al padre», como una especie de capital biológico, y por lo tanto puede ser alquilado y sometido a la «industria de la procreación»; con una destrucción total de la subjetividad de la mujer que está realmente embarazada y dando a luz, y la del niño o niña.
Se trata en muchos aspectos de una verdadera «traición», porque esta operación la llevan a cabo precisamente los «movimientos de minorías sexuales» con los que el feminismo se había aliado hasta ahora y a los que había ayudado a surgir, a afirmarse contra los prejuicios imperantes y a ganar visibilidad y derecho a la palabra.
No tengo la pericia necesaria para entrar demasiado en detalle sobre la evolución del feminismo y las complicadas relaciones de continuidad y ruptura entre sus diversos componentes, así como las que existen entre las corrientes feministas y las posiciones de otras subjetividades que han surgido más recientemente en la escena pública: el riesgo de malentender y de comportarse como un elefante en una cacharrería –o como un teólogo in munere alieno, para decirlo mejor– está siempre a la vuelta de la esquina en estos casos. Por esta razón, sin expresarme demasiado en concreto, me gustaría desarrollar aquí algunas consideraciones muy generales, que sin embargo pueden ser útiles porque se aplican a una serie de fenómenos que pueden ser muy diferentes, pero que todos tienen que ver con la afirmación de las identidades de grupo; fenómenos que tienen verdadera relevancia filosófica en la medida en que ponen en tela de juicio la contradicción entre universalidad y particularidad y la cuestión de la producción de identidades y su conflicto con las estructuras sociales y con las dinámicas de subordinación, dominación y emancipación, de falso reconocimiento y reconocimiento.
En este sentido, hay que decir que no se trata aquí en absoluto de una simple competición entre grupos excluidos, que –los últimos contra los últimos o los penúltimos y viceversa– intentan superarse unos a otros en una espiral competitiva sin fin para conquistar la centralidad en el debate público en defensa de sus propios intereses, sino de algo más profundo y significativo; algo que nos habla de cómo han cambiado las grandes categorías políticas y su percepción desde que el marxismo de los años setenta estalló en mil direcciones. Los tormentos de Cavarero y los naufragios actuales del feminismo diferencialista me parecen compartibles a nivel filosófico general, porque el riesgo es, en efecto, el de borrar para siempre incluso este momento fundamental de la lucha de clases, a saber, la lucha de las mujeres, en el destrozo de las políticas identitarias posmodernas (que se distinguen para erigirse luego en hipóstasis metafísicas y/o naturalistas, por muy fluidas que éstas se consideren); y, sin embargo, me parece que estos tormentos –compartidos por otra importante exponente de la misma corriente, Luisa Muraro2– no son plenamente capaces de captar la genealogía del fenómeno, y mucho menos de reconstruirlo en clave crítica pero también autocrítica.
Giro neoliberal y explosión del separatismo de las diferencias
Sintetizando un discurso muy complejo y dando por supuesta la contextualización histórica, puede decirse que la larga temporada posmoderna –que en mi opinión sigue en curso porque sus fundamentos filosóficos siguen activos– ha sido un componente indispensable de esa contrarrevolución neoliberal que, tras una larga fase de ascenso de los movimientos de emancipación, del socialismo y de la democracia moderna, a partir de los años ochenta ha tomado la delantera «espiritual» en nuestra época. La victoria neoliberal, que coincidió con la redención de las clases dominantes, ha derrotado de hecho a las clases y grupos subalternos en el terreno económico y político, pero no menos en el cultural. Y lo ha hecho, en primer lugar, desestructurando las identidades históricas y las formas de conciencia construidas por éstas en un arco de conflictos que comenzó con la Revolución Francesa y llegó hasta las grandes revoluciones del siglo XX, después de haberlas deslegitimado durante mucho tiempo por «holistas» y «totalitarias» y de haberlas sustituido progresivamente por la exaltación nietzscheana y luego heideggeriana -pero retomada por Deleuze y numerosos otros intelectuales gauchistas- de la «diferencia» y de la primacía del individuo en su singularidad irrepetible3. Destrozando así los frentes y alianzas de la emancipación y la democracia moderna y socavando la premisa misma de la capacidad de los subalternos, es decir, de los más débiles, para manipular las relaciones de poder: la ardua unidad conseguida por ellos en un complicado proceso de reconocimiento y aprendizaje mutuos.
La impresión es, sin embargo, que en esta dinámica de separatismo y secesión continua de subjetividades, que ha tomado la forma de lo que Gramsci denominó «revolución pasiva» –y en la que ha jugado un papel notable la capacidad de la ideología dominante de apropiarse de las palabras y conceptos del frente subalterno para «desnaturalizarlos» (Debord), desempoderarlos y hacerlos funcionales a su propia hegemonía–, el propio movimiento feminista del siglo XX ha acabado siendo arrastrado y desbordado, junto con otros movimientos vinculados a reivindicaciones similares. De modo que sus tribulaciones actuales son en parte también consecuencia de un error teórico básico que hoy le sale por la culata.
La evolución del feminismo desde un movimiento emancipador que reivindicaba la igualdad de las mujeres a un movimiento que a partir de un determinado momento comenzó a enfatizar cada vez más, en cambio, su diferencia sexual y a derrocar la vieja subordinación patriarcal en la separación programáticamente perseguida –evolución en la que Cavarero estuvo y está personalmente implicada como uno de los principales exponentes teóricos y militantes, al igual que Muraro–, entre sus muchos méritos acumulados en la identificación y denuncia de no pocas estructuras reales de dominación, tanto materiales como simbólicas, se ha ido cargando de una contradicción básica. La absolutización metafísica de la diferencia femenina y de la haecceitas frente a las oposiciones dialécticas (es decir, frente a los antagonismos de clase: ser mujer es políticamente más significativo que cualquier otra contradicción social e incluso que entre subalternos y dominantes, dado que el patriarcado prevalece entre los mismos subalternos) ha desencadenado una espiral de multiplicación nominalista de las propias diferencias, que a la larga ha hecho casi imposible cualquier discurso teórico de comprensión unitaria de la realidad y sus líneas de fractura, pero también cualquier discurso político de construcción de un proyecto coherente de transformación del mundo. Una cosa es impugnar sacrosantamente el universalismo patriarcal en la medida en que se trata de un falso universalismo, ya que la emancipación del proletario no siempre coincide con la del proletario; otra cosa muy distinta y mucho menos agradable es, en cambio, el rechazo particularista y simil-operaista4 de toda idea de universalidad como tal, incluida la idea de una universalidad concreta como universalidad construida en un camino compartido por mujeres y hombres en nombre de ideales políticos comunes y de una emancipación democrática en la que también forma parte la comprensión y la superación de la subordinación femenina. Es precisamente este desplazamiento de lo universal a lo particular, paralelo al paso del paradigma de la igualdad y de la búsqueda de la emancipación colectiva (a través del conflicto y en el seno de un movimiento más amplio) al de la diferencia y luego del empoderamiento individual querido por el feminismo liberal rampante de hoy, lo que tiene mucho que ver con los acontecimientos de nuestros días.
Es un planteamiento, éste, que sigue y a pesar de todo reivindicado por Cavarero, con una argumentación que reitera este error epistemológico y que por ello es tanto más significativo cuanto que se muestra incapaz de reconocer sus consecuencias divisorias e incluso autodestructivas. El movimiento gender-fluid, dice, reivindica la «inclusión» como el «bien absoluto», mientras que la «exclusión» sería el «mal». Y sin embargo, la novedad del feminismo diferencialista con respecto al de la época anterior (el feminismo todavía ligado en gran medida a la idea de igualdad, como en Rosa Luxemburgo o incluso Simone de Beauvoir, por ejemplo) reside precisamente en la impugnación del «concepto de inclusividad». En efecto, «en la historia política a la que pertenezco», prosigue, «el término inclusividad estaba ausente, porque se refiere a una pretendida universalidad».
Este es, en mi opinión, el meollo del problema, como he intentado decir: inclusión es sinónimo de igualdad, pero para Cavarero igualdad es sinónimo de universalidad, y universalidad es a su vez sinónimo de «dominación» y de «voluntad de dominar», como ocurre en primer lugar con «la palabra «hombre»: una palabra que siempre ha pretendido ser universal e incluir a todo el género humano», englobando y neutralizando y aniquilando así la diferencia femenina. El feminismo posigualitario, el feminismo que rechaza la categoría de igualdad por considerarla represiva, ha contrarrestado programáticamente estas «palabras inclusivas» con «palabras que enfatizan la diferencia» y la «pluralidad», es decir, «la parcialidad real de las mujeres que reivindican un orden simbólico y un imaginario para su sexo». Sin embargo, al hacerlo, simultáneamente con la aparición de las reivindicaciones de otros numerosos grupos sociales y minorías, este movimiento estableció el paradigma que desencadenó una cadena nominalista de escisiones, cuya consecuencia es, como hemos dicho, la explosión posmoderna de identidades y la imposibilidad de construir cualquier discurso y plataforma políticos comunes.
El nominalismo y relativismo de los movimientos actuales, en definitiva, fue anticipado por el nominalismo promovido por el mismo feminismo diferencialista que hoy está pagando las consecuencias. De modo que puede decirse, un tanto provocativamente, que escupiendo demasiado sobre Hegel –la referencia es al famoso libro de Carla Lonzi que dio origen en Italia (y en otros lugares) a la teoría de la diferencia sexual5, anticipando posiciones que por otras vías elaborarían también autoras como Luce Irigaray6– tarde o temprano se acaba escupiendo también sobre Diotima (el epónimo de la subjetividad femenina finalmente autoconsciente y autónoma que inspiró la colección de manifiestos que marcó el arraigo del feminismo diferencialista en Italia, así como la comunidad militante que se inspiró en él7). Me temo, además, que esto no ha terminado y que incluso quienes hoy están en la cresta de la ola, a saber, el movimiento LGBTQ+, pueden verse arrinconados mañana por nuevas y ulteriores vanguardias de lo posthumano, que encontrarán su camino en gran medida allanado no en la reivindicación de sus diferencias –que pueden ser legítimas y útiles–, sino en su absolutización.
Igualdad y diferencia, universal y particular: Losurdo
Para intentar orientarnos en este atolladero, puede ser de ayuda, llegados a este punto, recordar un viejo discurso de Domenico Losurdo, poco conocido pero que figura entre los más significativos de su recorrido teórico8. Se trata de un ensayo de 1998 que es pródromo de textos más conocidos como La lotta di classe ( La lucha de clases ) e Il marxismo occidentale ( El marxismo »occidental ) y en el que Losurdo reflexionaba –con un ejercicio magistral de razonamiento dialéctico y en uno de sus primeros intentos de esbozar una reconstrucción del materialismo histórico redefinido como teoría general del conflicto– precisamente sobre la contradicción igualdad-diferencia.
«Igualdad», «universalidad» y, por tanto, inclusión, explicó Losurdo, habían sido las principales consignas de los movimientos emancipadores y revolucionarios desde 1789 como reivindicación de «la igual dignidad de todo ser humano», mientras que, en el mismo periodo, el frente reaccionario que se había alzado en defensa del particularismo feudal (Burke, De Maistre) había cuestionado estas categorías en nombre de la historicidad y la peculiaridad de cada situación particular, es decir, de la «diferencia». Sin embargo, con el paso del tiempo, la situación cambia radicalmente y pone de manifiesto la complejidad de la contradicción universal-particular. Si el expansionismo napoleónico ya había puesto de manifiesto los riesgos de un universalismo que podía volverse «agresivo» en su pretensión de imponerse inmediatamente a la realidad y afirmar los intereses franceses tras revestirlos de los ideales de la Revolución –de modo que, en la medida en que es expresión de la autodeterminación de los pueblos y naciones, incluso «la reivindicación de la particularidad y de la diferencia» podía adquirir una «significación progresiva»–, en la segunda mitad del siglo XX el panorama parece haberse invertido por completo. En un determinado momento, por ejemplo, en las reflexiones que acompañan el proceso de descolonización y en el movimiento de emancipación de los negros, «la reivindicación de la égalité cede el paso… a la orgullosa ostentación de la négritude», y a partir de ese momento, a medida que se toma conciencia de la dialéctica inmanente a la Ilustración, se observa el mismo fenómeno para «todos los grupos que han pasado de diversas maneras por la discriminación y la opresión», como «las mujeres, los homosexuales, las lesbianas».
Se trata, pues, de un fenómeno general que, según Losurdo, nos hace comprender cómo «el paso de la reivindicación de la igualdad a la afirmación de la propia diferencia» es «ante todo el síntoma del proceso de radicalización de un movimiento de emancipación». Un movimiento, es decir, que en un momento dado rechaza la «autofobia», la «cooptación» o las formas hipócritas de asimilación impuestas por los «blancos» (o los varones) y «exige el reconocimiento del grupo oprimido o subalterno como tal». Acentuando así al extremo su diferencia –esa diferencia hasta ahora deplorada por los gobernantes como el estigma de una inferioridad natural: el color de la piel o la supuesta pasión o debilidad física de las mujeres…– y reivindicándola con orgullo e incluso de forma provocadora, hasta el punto de llegar a sobrepasar los límites del «separatismo» de grupo.
A pesar de estas intenciones progresistas, para Losurdo es evidente el riesgo inherente a esta dinámica: el riesgo de deshistorizar, endurecer e incluso naturalizar estas diferencias, confirmando la oposición blanco/negro u hombre/mujer como algo dado, y simplemente volcando las jerarquías internas de valores con respecto a los estereotipos anteriormente dominantes. De modo que, por ejemplo, si el patriarcado oponía la racionalidad masculina a la emocionalidad femenina (del mismo modo que el supremacismo blanco oponía la racionalidad occidental a la instintividad del hombre negro), el feminismo diferencialista acaba adoptando esta misma configuración en clave invertida; e identifica ahora en la «humanidad masculina» el «pensamiento calculador» y la «voluntad de poder», responsables de todos los horrores de la historia y de todas las guerras, frente a una identidad o esencia de lo femenino cuya definición –igualmente eternizada e irenizada como ya ocurría con la négritude– se erige en improbable emblema de paz y armonía universal (como si las mujeres fueran en sí mismas inmunes al ejercicio de la violencia y no hubieran participado personalmente o como entusiastas partidarias en la historia del colonialismo o de las guerras o de la explotación de clase). Asistimos así al paso de una negación determinada que se centra en la historia, la cultura y el «conflicto entre la sociedad masculinista y las mujeres» –un conflicto que es ante todo el reflejo de una división social del trabajo precisa que se está superando o que ya ha quedado obsoleta en el desarrollo de las sociedades industriales– a una negación indeterminada y absoluta; una negación abstracta que implica una oposición inmediata entre «hombre y mujer» como tales e incluso entre una supuesta «esencia o naturaleza masculina (el disvalor)» y una no menos supuesta «esencia y naturaleza femenina (el valor)».
Es evidente, además, cómo la impugnación feminista de la «categoría del hombre como tal» –del «hombre en su universalidad», ya que «tendría el grave error de ignorar la diferencia de género, de eliminar el hecho de que la humanidad está esencialmente constituida por hombres y mujeres»– en la medida en que no se refiere a una concepción determinada inadecuada de la universalidad (hombre como sinónimo de varón, y por tanto hombre como término inadecuado para indicar el género humano en su totalidad y unidad tendencial), sino que arremete contra la universalidad como tal, creyéndola siempre y en todo caso culpable, conduce a un nominalismo radical. Lo cual, sin embargo, es epistemológicamente falaz y «filosóficamente ingenuo»: «diferencia e igualdad se implican mutuamente», en efecto, de modo que «captar lo uno y lo otro comporta siempre un proceso de abstracción» del que ni siquiera las feministas diferencialistas pueden eximirse, por muy atentas que estén a la dimensión de la pluralidad o de la singularidad, en la medida en que captan «en las mujeres características comunes» al tiempo que deben «abstraerse de todas las demás diferencias (de clase, raza, edad…)».
En estas condiciones de «particularización extrema de las diversas identidades» y con su «definición en términos tendencialmente naturalistas», la «idea de igualdad» carece de sentido, pero carente de sentido se convierte también la misma «idea de libertad» entendida como libertad moderna, es decir, como esa «igual libertas» que supera las particulares libertades premodernas. Y carente de sentido se convierte, sobre todo, la construcción de una idea del sujeto humano dotado de «igual dignidad, independientemente de su riqueza, raza, sexo», es decir, la idea misma de la democracia moderna como superación de estas gigantescas discriminaciones históricas. Vacía de sentido, en una palabra, queda la idea de una posible «unificación del género humano» y la «lucha por realizar concretamente al hombre» –al ser humano, podemos decir mejor hoy– «como entidad genérica(Gattungswesen)».
Crisis de la idea de igualdad y crisis de la democracia moderna
No cabe duda de que esta actitud tiene mucho que ver con la crisis de la izquierda: como ya hemos visto, precisamente «este nominalismo extremo», susceptible de infinitas modificaciones y multiplicaciones (como atestigua el actual conflicto entre la Teoría de Género y el feminismo diferencialista), «constituye el pendant epistemológico de la incapacidad política para construir un proyecto general de emancipación», es decir, la premisa teórica del resquebrajamiento de lo que con tanto esfuerzo se había unido a lo largo de dos siglos de lucha de clases. Sin embargo, de poco serviría, para Losurdo, acentuar aún más este resquebrajamiento reforzando la contraposición que lo inerva hasta el punto de un muro contra muro, con la ilusión de resolver la contradicción a favor de uno de los dos bandos; mientras que mucho más útil, en el plano político como en el epistemológico, es el intento de encontrar un terreno común de entendimiento y una nueva forma de unidad posible.
Para un filósofo e historiador que consideraba la dialéctica como el esfuerzo por comprender la totalidad y encontrar así un elemento de verdad también en las razones de los demás –un filósofo e historiador que nunca enfrentó la estructura a la superestructura, los derechos económicos y sociales a los derechos individuales y civiles, libertas maior a libertas minor, mostrando, si acaso, la conexión inseparable entre ambos polos– se trata, por tanto, de comprender las razones de esta dinámica a partir de la lógica inmanente del conflicto político-social (que es ante todo un conflicto por el reconocimiento) y de su solución históricamente determinada. Observando que «históricamente, no existe ningún movimiento de emancipación que haya alcanzado su madurez sin pasar por una fase ‘infantil’», es decir, una fase «de extremismo y unilateralidad»; de modo que incluso el extremismo diferencialista y el «contrasexismo» –y hoy de género fluido, podríamos añadir–, es decir, la particularidad y la reivindicación de las particularidades, «tienen una legitimidad histórica parcial», que debe reconocerse y a la que no sería justo negar una dimensión progresista igualmente parcial. Pero, al mismo tiempo, se trata de que estas posiciones salgan tarde o temprano de esta fase extremista. Y de comprender que la universalidad no es en absoluto necesariamente sinónimo de dominación, porque ésta –correctamente entendida y practicada– requiere, si acaso, de lo particular y es efectiva y plenamente universal precisamente en la medida en que se muestra capaz de reconocer lo particular y comprenderlo.
Al fin y al cabo, esto es exactamente a lo que aspira, aunque en su ingenuidad nominalista y aunque inconscientemente, el propio diferencialismo o separatismo. Para el materialismo histórico, explica Losurdo, «la ideología es la atribución de la forma de la universalidad a determinados contenidos e intereses empíricos que de este modo se transfiguran». Y sin embargo, continúa, esto no significa negar la universalidad como tal, dado que la «denuncia de la pseudouniversalidad», al ser una denuncia «de la arbitraria y subrepticia actualización a lo universal de un particular determinado y a menudo vicioso», no puede sino referirse a su vez «a la categoría de universalidad», es decir, de una universalidad más plena. Por eso la protesta contra el reconocimiento erróneo de un individuo o de un grupo –negros, mujeres, grupos LGBTQ…– es al mismo tiempo la exigencia de un reconocimiento de igual dignidad humana y eso es una exigencia de inclusión, aunque a menudo inconsciente. Por eso
Bien mirado, los diversos movimientos inspirados por la cultura de la diferencia truenan contra la abstracción de la categoría del hombre como tal, pero en realidad critican la excesiva «concreción« de la que históricamente están cargadas las Declaraciones de Derechos, que, al definir al sujeto titular de derechos inalienables, no han sido capaces de abstraerse plenamente de la raza, el censo y el género; esos movimientos creen celebrar la diferencia, en realidad apelan ante todo a la universalidad, una universalidad que exigen con razón que sea capaz de subsumir las diferencias.
En otras palabras, la vía de la ampliación de derechos y del reconocimiento no puede salir del terreno de la universalidad aunque queramos: «no es posible cuestionar una determinada ideología universalista sin recurrir a una metauniversalidad, a una universalidad más rica y verdadera». Y es una suerte que sea así, porque la alternativa sería la disolución definitiva de toda proyectualidad emancipadora y, antes incluso, la disolución nominalista de los conceptos y del lenguaje, con la consiguiente imposibilidad de toda comunicación y, por tanto, de toda puesta en común de un camino humano, incluso antes de que sea político.
Se trata de un riesgo extremo que va de la mano con el de la subalternidad ideológica, en el que también corre el riesgo de incurrir el feminismo diferencialista. El periódico que recogió las palabras de Cavarero, Il Foglio, no es un periódico como cualquier otro sino, como decíamos, una agencia ideológica neoliberal y conservadora a la vez. Es decir, es el defensor de un proyecto que promueve la libertad de mercado más desenfrenada en no menor medida que los sectores liberales y liberal-demócratas; pero al mismo tiempo se desmarca de estos últimos en el terreno cultural y lleva a cabo una batalla contra la llamada mentalidad woke porque le interesa acompañar y apuntalar este neoliberalismo extremo (y los sacrificios que conlleva para las clases medias) con dosis masivas de reafirmación tradicionalista. Il Foglio, para entendernos, es un periódico en el que hace sólo unos años era posible encontrar artículos titulados Por qué los títulos femeninos son causa de declive demográfico, o Las mejores mujeres son las que no piensan9. Si incluso el refinado feminismo diferencialista, con su historia de luchas y sus cuarteles académicos de nobleza, acaba permitiendo que su discurso se incorpore a la estrategia hegemónica de quienes querrían prohibir el aborto –y si incluso acaba pidiendo la castración contra el hombre violador, como podría hacer cualquier exponente de la extrema derecha10–, ¿cómo extrañarse de la deriva socialchovinista de aquellos sectores antaño vinculados a la izquierda clasista que ante los fenómenos migratorios hablan hoy de un «ejército industrial de reserva» y se asocian abiertamente a la reivindicación autodenominada «soberanista» del cierre de fronteras y la protección de la mano de obra blanca frente a la invasión y la «sustitución étnica»?
Es la confirmación de que la confusión cultural e ideológica posmoderna que ha afectado a las diversas tradiciones filosófico-políticas es muy profunda. Y que, a menos que seamos capaces de reconstruir un mínimo de orientación conceptual, así como de organización política, será muy difícil erradicarla
Stefano G. Azzarà, Università di Urbino, giuseppe.azzara@uniurb.it
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Notas
1 Tavella (2023).
2 Autora de un libro fundamental para el feminismo diferencialista publicado en su día por la editorial del PCI, Muraro (1991), la filósofa lanzó hace unos años, en una editorial católica, un texto de título muy indicativo que, de la denuncia de la mercantilización del cuerpo femenino a la del nexo deseo-capitalismo, se acerca mucho a las posiciones de Cavarero: Muraro (2016).
3 Recuerdo a este respecto un texto fundamental sobre el nietzscheanismo de izquierdas: Rehman (2021).
4 La referencia es a la teoría operaísta propuesta por Tronti (1966), en la que se reivindica la parcialidad absoluta e irreductible de la clase obrera frente al marxismo «sintético» y universalista de inspiración hegeliana. De estas posiciones, más tarde profundamente reelaboradas por el propio Tronti, partirían los caminos, a su vez diferentes, de Massimo Cacciari y Toni Negri.
5 Lonzi (1977, 23): «La diferencia es un principio existencial que concierne a los modos del ser humano, a la peculiaridad de sus experiencias, de sus objetivos, de sus aperturas, de su sentido de la existencia en una situación dada y en la situación que quiere darse. La diferencia entre la mujer y el hombre es la diferencia básica de la humanidad […] El mundo de la igualdad es el mundo de la opresión legalizada, de lo unidimensional; el mundo de la diferencia es el mundo en el que el terrorismo depone las armas y la opresión cede ante el respeto por la variedad y la multiplicidad de la vida. La igualdad de los sexos es el disfraz con el que hoy se disfraza la inferioridad de la mujer» (20-21); «La relación hegeliana siervo-maestro es una relación dentro del mundo humano masculino, y a ella se aplica la dialéctica en los términos precisamente deducidos de los presupuestos de la toma del poder».
6 «Pero sucede que, desde el mundo inferior, se alzan fuerzas que amenazan a la comunidad, fuerzas que se han vuelto hostiles porque se ven privadas del derecho a expandirse en plena luz. Amenazan con ponerla patas arriba. Al negarse a ser la criadora inconsciente de la naturaleza, la feminidad reclama para sí el derecho al placer, al goce e incluso a la actividad real; y al hacerlo traiciona su destino universal. Pero, lo que es peor, pervierte la propiedad del Estado burlándose del ciudadano adulto ocupado únicamente por el pensamiento de lo universal»: Irigaray (1975, 209).
7 Cf. Cavarero et al. (1987). Sobre la comunidad filosófica Diotima véase. Diotima (s.d.); sobre la experiencia de la histórica Libreria delle donne de Milán -pero también para hacerse una idea de las rupturas y divisiones del movimiento feminista en Italia- véase el breve pero significativamente polémico texto Libreria delle donne (2017).
8 Losurdo (1998, 55-65).
9 Langone (2016a); Lancone (2016b).
10 Me refiero a la postura de la directora teatral Emma Dante, celebrada en la izquierda por su sofisticación y originalidad expresivas y su capacidad para escenificar el punto de vista femenino, tras un trágico crimen de violación en grupo en Palermo: Dante (2023).
Fuente: Sinistra in rete (https://www.sinistrainrete.info/filosofia/28632-stefano-g-azzara-dal-rifiuto-dell-universalita-hegelomarxista-alla-frantumazione-postmoderna-delle-identita.html) y originalmente en Dialettica & filosofia, Nuova Serie, XVIII, 2024 (https://www.dialetticaefilosofia.it/files/12_S.-G.-Azzara,-Dal-rifiuto-della-universalita-hegelomarxista-alla-frantumazione-postmoderna.pdf).