Porqué Occidente pierde: el realismo geopolítico de Emmanuel Todd
Carlo Formenti
Reseña de La sconfitta dell’Occidente de Emmanuel Todd, Fazi, 2024. Publicado en español como La derrota de Occidente. La versión original francesa: La Défaite de l’Occident, Galimard, 2024.
A medida que las guerras provocadas por el bloque occidental para apuntalar su creciente incapacidad hegemónica resultan ser un remedio peor que la enfermedad, aumenta el número de intelectuales liberal-demócratas que critican «desde dentro» las opciones de las élites euroamericanas (más estadounidenses que europeas, dada la total sumisión de Europa a Estados Unidos, aun a costa de ser la primera víctima del dominio ultramarino). En general, son herederas del enfoque «realista» de los conflictos geopolíticos que tiene un ilustre precursor en el autor de la teoría de la «contención»: aquel George Kennan que instaba a Estados Unidos y a sus aliados a hacer frente a la amenaza soviética mediante la confrontación diplomática, evitando la confrontación militar abierta. Esta estrategia implicaba, ante todo, un análisis minucioso y profundo del adversario (intereses económicos y geopolíticos, cultura y valores ideales, potencial industrial, científico y tecnológico, poderío militar, etc.) para prever sus movimientos e intenciones. El historiador, sociólogo y antropólogo francés Emmanuel Todd, autor de un libro, La sconfitta del’Occidente, recién publicado en italiano por Fazi, un texto que está recibiendo una sorprendente atención por parte de los medios de comunicación italianos, habitualmente solícitos en silenciar cualquier crítica, incluso moderada, contra la política imperial de las barras y estrellas.
Los argumentos del libro son muy articulados y no están exentos de repeticiones, por lo que evitaré seguir su orden expositivo, agrupándolos más bien en dos áreas temáticas: por un lado, lo que Todd denomina las causas materiales que, en su opinión, contribuyen a la inevitabilidad de la derrota de Occidente, y por otro, las causas ideales. Queriendo utilizar una distinción querida por los marxistas ortodoxos, podríamos denominarlas respectivamente factores estructurales y superestructurales, y, como veremos, Todd se inclina por estos últimos.
Parto de la lista de síntomas que el autor considera indicadores de la profunda crisis socioeconómica que atraviesa Estados Unidos: menor esperanza de vida y mayores tasas de mortalidad infantil que en otros países avanzados; una elevada tasa de suicidios y homicidios masivos, así como ciudadanos que padecen obesidad y enfermedades relacionadas; un menor nivel educativo; infraestructuras obsoletas; una población reclusa superior a la de países «totalitarios» como China y Rusia; una caída de la producción industrial enmascarada por un PIB «inflado» por partidas relacionadas con los servicios personales, lo que confirma que el país produce menos de lo que consume y vive de los flujos de importación financiados por la emisión de dólares, lo que es posible gracias al «señoreaje» del dólar como moneda que sirve de reserva mundial.
Tras dos años de esta doble «cura», Rusia ha demostrado ser capaz de llevar a cabo una serie de reconversiones económicas (para las que, según sugiere Todd, evidentemente llevaba tiempo preparándose) que le están permitiendo independizarse del mercado occidental, hasta el punto de que ahora puede presumir de un aumento del nivel de vida, bajas tasas de desempleo y el logro de la autosuficiencia alimentaria (en la medida en que puede permitirse exportar productos agrícolas). Pero sobre todo, desafiando las profecías de los medios de comunicación occidentales sobre el atraso de sus tecnologías militares y la incapacidad de su aparato industrial para hacer frente al esfuerzo bélico, consigue hacer frente con relativa facilidad al enorme flujo de medios que EEUU, la OTAN y la UE ponen a disposición de Kiev, aunque sólo comprometa una fracción de su propio potencial en términos de hombres y medios. Dulcis in fundo: el apoyo popular al régimen de Putin parece inquebrantable (entre otras cosas porque, sugiere Todd, el líder ruso ha sabido aprovechar el poder de los oligarcas y prestar atención a los intereses de los trabajadores).
Surge así una paradoja: un país que cuenta con 140 millones de habitantes frente a los 800 y más millones de los países occidentales, frente a los que se le calificaba de mucho más atrasado en términos de capacidad tecnológica y de potencia industrial, se arriesga seriamente a ganar la guerra. En particular, Todd insiste en la dificultad del aparato estadounidense para alimentar un relanzamiento militar-industrial a la altura del desafío, relacionándolo con la desmaterialización de una economía que desde hace décadas produce más dinero que máquinas y un sistema educativo que, en consecuencia, premia los planes de estudios de ciencias económicas en detrimento de los de ciencias y tecnología (el 23% de los jóvenes rusos estudian ingeniería frente al 7,2% de los estadounidenses, por no hablar del abismal desfase con China, que está a punto de superarles en el campo de las tecnologías avanzadas).
¿Es posible que Estados Unidos haya cometido el error tan clamoroso de subestimar el potencial del enemigo y sus propias dificultades internas? ¿Y es posible que Europa se haya dejado implicar en un conflicto que no sólo le está costando caro, sino que es descaradamente contrario a sus intereses geopolíticos? ¿Tiene razón Mearsheimer2 al describir un Occidente enloquecido, incapaz de comprender al otro desde sí mismo –cuando ni siquiera de admitir su existencia–, obnubilado por la ilusión de que representa a la totalidad del mundo? Todd no adopta este punto de vista y, para explicar lo arcano, desplaza el discurso, como se anticipó más arriba, al terreno del análisis antropológico.
Según Todd, la debacle occidental se explica esencialmente por la desaparición de la fe religiosa (y de esa versión secularizada de la misma que son las ideologías políticas). De hecho, siguiendo la lección clásica de Max Weber3, sostiene que la supremacía industrial, tecnológica y comercial de Occidente se fundó en la ética protestante y sus versiones secularizadas. El protestantismo, junto con el judaísmo, no sólo promovió la empresa industrial y comercial, sino que también estimuló el estudio y fomentó un alto nivel intelectual de las élites dirigentes. La otra cara de la moneda fue (y sigue siendo) la incapacidad de comprender y apreciar las culturas de las demás naciones del mundo: el protestantismo engendró pueblos, escribe Todd, que, a fuerza de leer demasiado la Biblia, acabaron creyéndose elegidos por Dios. A medida que la fe se fue debilitando desde su vitalidad original hasta el conformismo con los valores secularizados, implosionando finalmente en el actual «grado cero» de la religión, este proceso ha generado cinismo, amoralidad y un descenso del nivel intelectual de las élites, hasta el punto de que el imperio neoconservador de las barras y estrellas parece «desprovisto de centro y proyecto, un organismo esencialmente militar dirigido por un grupo sin cultura cuyos únicos valores son el poder y la violencia».
Sería espontáneo objetar que el proceso en cuestión debe remontarse a su vez a las causas que lo provocaron, y en este sentido la evolución del capitalismo tardío (neoliberalismo, globalización y financiarización) y su impacto en las relaciones sociales son los primeros sospechosos. Pero Todd considera que ambos procesos –socioeconómico y cultural– son mutuamente autónomos y paralelos y, en ocasiones, invierte el nexo causal concediendo la primacía al segundo. Por ejemplo, sostiene que la desaparición de la moral social y del sentimiento colectivo, unida a la extinción de la fe religiosa, son los factores que, más que ningún otro, han favorecido el debilitamiento de los Estados-nación, hasta el punto de transformar los países occidentales en un espacio tan desprovisto de connotaciones reconocibles como unificado por los principios y valores del neoliberalismo (aunque no subraya lo suficiente que esto se aplica a las élites cosmopolitas occidentales, y no a sus respectivas poblaciones).
Incluso al investigar el alineamiento europeo, tanto más paradójico cuanto que la guerra ha intensificado la explotación sistémica de la periferia europea por el centro estadounidense (véanse los efectos devastadores –sobre todo para Alemania– del ataque al gasoducto del Mar Báltico y el bloqueo del comercio con Rusia), Todd mezcla argumentos materiales y culturales, favoreciendo estos últimos. Por un lado, afirma que Europa, una vez colonizada por el mecanismo de la globalización financiera, ya no es capaz de desentenderse de las directrices de Washington; por otro, sostiene que el proyecto europeo, en la medida en que parece vaciado de sentido social e histórico (y aquí también la causa fundamental sería el debilitamiento de las creencias y los ideales religiosos), necesitaba un enemigo exterior para recomponerse. Luego habla de la toma del eje Londres-Varsovia-Kiev por el eje Berlín-París a la cabeza de una Europa militarizada, y aquí también se centra en la «rusofobia» que comparten Inglaterra y los países de Europa del Este. En el caso de Inglaterra, se trataría de una reactualización imaginaria del antiguo conflicto imperial con Rusia, asociada a la eliminación de su propia insignificancia económica y militar, resultado de décadas de desindustrialización, déficit comercial y privatizaciones. En el caso de los países de Europa del Este, Todd pone en cuestión la «deuda inconsciente y reprimida» que alimentaría el resentimiento de las clases medias que se desarrollaron precisamente a causa de la ocupación soviética y la formación de élites educadas que se derivó de ella.
Por razones de espacio, omitiré tanto el análisis de Todd sobre la conversión beligerante de los países escandinavos como su intento de explicar por qué Ucrania, en la fase inicial del conflicto, demostró ser más capaz de lo esperado de plantar cara a Rusia, lo que llevó a Estados Unidos y a Europa a engañarse sobre la posibilidad de lograr la victoria militar. En su lugar, acudo a su valoración de las razones por las que el resto del mundo se puso de facto del lado de Rusia, permitiéndole absorber el impacto de las sanciones. Los argumentos de Todd no siempre son coherentes y lineales, sin embargo creo que se puede extraer un núcleo esencial en tres puntos.
Uno. Rusia, China y el grupo BRICS se han comprometido a construir una alternativa productiva, financiera, comercial y prospectivamente monetaria a la zona del dólar. Varios factores contribuyen al atractivo de esta alternativa para muchas otras naciones del Este y del Sur, pero Todd insiste especialmente en el hecho de que todos los países en cuestión son, a diferencia de los del bloque occidental, Estados-nación, lo que les hace pensar en términos de realismo estratégico y no compartir la mentalidad «post-imperial» euroamericana. En consecuencia, habiendo tomado nota del evidente debilitamiento hegemónico estadounidense, tienden a reposicionarse en el nuevo contexto multipolar para explotar sus oportunidades económicas y políticas.
Dos. Rusia (y prospectivamente China) comparten con el mundo poscolonial una serie de elementos culturales que los occidentales consideran «atrasados», ni toleran la pretensión de Occidente de exportar sus principios supuestamente «universales», como los valores «políticamente correctos» sobre la homosexualidad, el feminismo, el laicismo del Estado, etc. En particular, dado que sus confesiones religiosas no han sufrido procesos de aniquilación total similares a los ocurridos en Occidente, reivindican estos espacios de diversidad cultural (Todd cita el ejemplo del Islam, que no sólo enfrenta a Occidente con los países musulmanes, sino también con el resto del mundo, donde la islamofobia está menos extendida o ausente).
Tres. El tercer tema es, en mi opinión, el más interesante (volveré sobre él en breve). Todos nos hemos preguntado por las razones de las similitudes entre el anticomunismo posterior a la Segunda Guerra Mundial y la rusofobia actual, ahora desprovista de justificación ideológica (la de la defensa de la democracia, escribe Todd, aunque explotada propagandísticamente, parece vacía de sentido, ya que Occidente es más oligárquico que la «democracia autoritaria» rusa). Pues bien, Todd sostiene que la continuidad del antagonismo entre Oriente y Occidente (pero también entre el Sur y el Norte globales) consiste en que sólo en nuestros países se han disuelto completamente los lazos comunitarios por los procesos de atomización individualista desencadenados por el desarrollo capitalista. Por el contrario, el comunitarismo de origen campesino que había favorecido el auge del comunismo en Rusia4 (por no hablar de China) sobrevivió de algún modo al hundimiento del sistema soviético gracias a la diversidad de las estructuras familiares en comparación con las occidentales. Esta oposición es aún más válida para la gran mayoría de los países del Sur global, al igual que la anotación de Todd de que los intereses populares occidentales divergen de los de las respectivas élites y convergen objetivamente con los intereses estratégicos de Rusia (de forma análoga a cuando Rusia era socialista).
En primer lugar –incluso sin abrazar la rígida distinción entre factores estructurales (económicos) y superestructurales (culturales) querida por el marxismo ortodoxo, e incluso reconociendo, con Gramsci y Lukács6, el peso «material» de las ideologías en la determinación de los acontecimientos históricos– su punto de vista parece radicalmente idealista: baste mencionar las absurdas afirmaciones «psicologistas» citadas anteriormente, desde aquella según la cual la rusofobia de los países de Europa del Este era el resultado de la «deuda inconsciente y reprimida» de sus clases medias hacia la Unión Soviética, hasta aquella según la cual el vano belicismo británico nacía de sentimientos de nostalgia imperial. La relación causal entre todos los fenómenos analizados por Todd –desde la degradación sociocultural estadounidense hasta el vaciamiento de sentido del proyecto europeo– y los cambios económicos del último medio siglo queda demostrada, como él mismo admite, por el hecho de que estos fenómenos se produjeron en un lapso temporal -desde la crisis de los setenta hasta la de principios de los 2000- que coincide con los procesos de globalización, terciarización y financiarización asociados al giro neoliberal. Esto no significa que las causas culturales fueran marginales, sino que deben analizarse como contribuciones sinérgicas a las mutaciones socioeconómicas.
Un discurso aparte merece la cuestión de la desaparición de las confesiones religiosas, que Todd señala como la razón principal de la decadencia occidental. Es evidente que el proceso de secularización se inicia mucho antes de los fenómenos que aquí comentamos, pero ello no significa que deba concedérsele una prioridad lógica sobre otros vínculos causales. Todd es un weberiano «ortodoxo», en el sentido de que acepta sin reservas –es decir, sin tener en cuenta las críticas que se le hacen– la tesis de Weber que asocia la ética protestante al espíritu del capitalismo, por lo que es comprensible que pueda afirmar que, una vez alcanzado lo que él llama el «grado cero» de la religión, las élites capitalistas posmodernas se han vuelto incapaces de concebir una estrategia coherente. Sin embargo, este punto de vista refleja una visión unidireccional de la historia, que avanzaría irreversiblemente hacia una secularización autodestructiva, en el sentido de que primero reduciría los valores y principios religiosos a meros residuos y luego los eliminaría por completo.
Esta mitología «progresista» típica de la Ilustración burguesa (compartida tanto por quienes ven el progreso, desde la derecha, como una catástrofe, como por quienes desearían, desde la izquierda, acelerar su curso, y por quienes, como Todd, lo ven como un fenómeno «objetivo») impide captar no sólo las contratendencias que operan en el proceso histórico, sino también y sobre todo el hecho de que la secularización es un agente transformador: no aniquila los valores religiosos, sino que los preserva superándolos (véase el concepto hegeliano de aufhebung). La ideología neocon es un ejemplo muy claro de ello: vimos más arriba cómo Todd habla de «pueblos que, a fuerza de leer la Biblia, han llegado a creerse elegidos por Dios»; pues bien, éste es exactamente el caso de esa mezcla de mitología protestante y judía en la que se basa la narrativa del excepcionalismo estadounidense y su misión de «convertir» al resto del mundo. Las confesiones religiosas que alimentan este delirio no están muertas, puestas a cero, sino que han mutado en el dispositivo ideológico que alimenta el sueño imperial más allá y más acá del agotamiento de su capacidad hegemónica. Al fin y al cabo, nada de esto explica por sí solo la voluntad estadounidense de continuar la guerra contra cualquier esperanza razonable de victoria: la cuestión no es tanto, como escribe Todd, el miedo al ridículo que supondría la derrota (un ridículo que EEUU ya ha experimentado en Vietnam, Irak y Afganistán), sino el hecho de que Occidente se vea obligado a defender desesperadamente la hegemonía que le permite seguir viviendo a costa de las naciones que le han arrebatado el monopolio de la producción de riqueza material.
Por último: antes prometí que volvería sobre la cuestión de la relación que Todd establece entre el comunismo y las tradiciones comunitarias, tradiciones que implican una copresencia del igualitarismo y la aceptación de una autoridad central que encarna simbólicamente la comunidad, y que serían a su juicio el rasgo de unión entre Rusia, China y los demás países del frente mundial que se está configurando contra la dominación occidental. También en este caso, el riesgo consiste en considerar estas realidades antropológicas (es decir, culturales en sentido fuerte, en el sentido de que determinan significativamente las relaciones socioeconómicas y las ideologías políticas, y no sólo los valores colectivos e individuales) como «residuales». Se trata de un error en el que ha tropezado incluso el marxismo dogmático, al no poder explicar el hecho de que la revolución socialista sólo triunfara en los países «atrasados» (véase lo que he escrito en otro lugar sobre este tema7). Por eso considero que ésta es la idea más importante contenida en el libro de Todd. Y por la misma razón creo que la formación de una amplia área mundial de pueblos y naciones unidos por una serie de tradiciones que escapan a la homologación por parte de la cultura occidental representa, independientemente de las diferencias ideológicas que la rayan, una formidable oportunidad para el nacimiento de un frente antiimperialista que en el futuro podría asumir valores anticapitalistas (es decir, la apuesta del congreso de Bakú de 1920 y la conferencia de Bandung de 1955 se vuelve a presentar en condiciones históricamente más favorables).
El libro trata también de la creación de una nueva área mundial de pueblos y naciones no homologados por la cultura occidental.
Notas
(1) La socióloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann define así la situación que se produce cuando la inmensa mayoría de la opinión pública comparte una determinada idea, por lo que quienes no la comparten tienden a no expresarla públicamente para evitar la condena moral. Cf. E. Noelle-Neumann, La spirale del silenzio, Meltemi.
(2) Cf. G. Mearsheimer, La grande illusione, Luiss University Press, Roma 2019.
(3) Cf. M. Weber, Sociologia della religione, Volumen I, Primera parte, Edizioni di Comunità, Milán 1982.
(4) Cf. P. Poggio, L’obscina. Comune contadina e rivoluzione in Russia, Jaka Book, Milán 1976.
(5) Véase en particular Limes 2024, nº 4, «Fin de la guerra».
(6) Véase en particular G. Lukacs, Ontologia dell’essere sociale, 4 vols., Meltemi, Milán 2023. He tratado el concepto de ideología como poder material que Lukacs expone en esta obra, y su relación con el concepto gramsciano análogo, tanto en el Prefacio a la edición de Meltemi que acabamos de citar como en el ensayo Ombre rosse, Meltemi, Milano 2022;
(7) Véase C. Formenti, Guerra e rivoluzione, Vol I, Cap. I, La cassetta degli attrezzi, Meltemi, Milán 2023.
Fuente: blog del autor, Per un socialismo del secolo XXI (https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2024_10_06_archive.html)