Liberar el cuerpo, liberarse del cuerpo
Santiago Alba Rico
Publicado en la revista La Madeja
Todo orden económico y social se proporciona a sí mismo un lugar físico ideal a través del cual expresa sus valores y sus principios. En la Grecia clásica ese espacio era la Plaza; en el medioevo cristiano era la Catedral; en el capitalismo es el Pasillo. Lo que caracteriza al pasillo es que por él sólo se puede circular y que la circulación misma convierte todas las cosas en mercancías. En el Pasillo no hay objetos sino imágenes de objetos. Esas imágenes o mercancías tienen algunos rasgos esenciales y comunes: no duran lo bastante para que nos conciernan; pueden (deben) ser reemplazadas por otras enseguida y por lo tanto nunca perecen; no incluyen ninguna referencia exterior o íntima más allá de su pura y fugitiva comparecencia en el Pasillo.
Los objetos, al otro lado, se caracterizan por todo lo contrario: se yerguen en el espacio con la suficiente consistencia como para ser mirados o utilizados; cuentan una historia, aunque sólo sea la de su propia construcción o genealogía, y llega un momento, tras muchos remiendos y parches, en que no pueden ser ni reparados ni reemplazados: sencillamente se mueren.
Hay toda una tradición legítima de liberación sexual que pasa por la deslegitimación de los objetos o la sublevación contra ellos. Nos negamos a ser tratados como objetos cuando en realidad deberíamos reivindicar, al mismo tiempo, nuestro derecho inalienable a ser tratados como objetos valiosos y frágiles. Pues los seres humanos somos también objetos; es decir, objetos de atención y de cuidado, es decir, cuerpos. Los cuerpos son objetos porque cumplen precisamente todas las condiciones que hemos asociado a su definición. 1. Son interesantes, en el sentido de que -como en el caso del amor- interesan a la mirada y a las manos, frente a las cuales -miradas y manos- se mantienen detenidos o retenidos: sólo se puede acariciar, alimentar o curar un cuerpo inmóvil. 2. Cuentan una historia, la de su propia estancia en el mundo, reflejada en la biografía física que llamamos envejecimiento, o también la de su capacidad para reproducirse: un embarazo, por ejemplo, es un relato más o menos largo que dura en torno a 9 meses, un período demasiado denso si lo medimos en el tiempo del Pasillo. 3. Por mucho que los cuidemos, los atendamos y los reparemos, los cuerpos finalmente son improrrogables e insustituibles: se mueren.
Pues bien, el Pasillo, que ha abolido las cosas, trata también de abolir permanentemente los cuerpos. Podemos pensar, mientras corremos a nuestra vez por el pasadizo, que una cultura que rinde culto a la juventud y al deseo es una cultura que ha liberado los cuerpos. Pero la juventud es solo un estado que no se puede mantener sin renunciar a la madurez; y el deseo es sólo un fluido indiscriminado para el que todo objeto es en realidad un obstáculo. El Pasillo, poblado de imágenes de inmarcesible juventud, combate sin parar la aparición de los cuerpos, sugiriendo a través de la publicidad -que es publicidad no de un producto o de una marca sino de un régimen de vida y de un orden de clasificación jerárquica del mundo- sugiriendo, digo, la ilusión de un sujeto autodefinido que se proporciona sus propios contenidos y que, por tanto, no es afectado ni desde el interior ni desde el exterior por ninguna fuerza biológica o social: no huele, no enferma, no envejece y no muere. “Mi cuerpo es mío” es una justa, justiciera reclamación frente a la pretensión ajena de dominio, pero al mismo tiempo se trata de un espejismo: mi cuerpo es suyo , del cuerpo, y es también de la sociedad que lo define, lo moldea, lo activa, lo inscribe, en fin, en una determinada red de comparecencias y de ausencias. El Pasillo, negación de las cosas, abolición fracasada de los cuerpos, ofrece toda una serie de adminículos y procedimientos mediante los cuales se alimenta la ilusión de una permanente regeneración del sujeto, a imagen y semejanza no de Dios sino de las mercancías. Si consumes esta marca, si usas esta crema, si vas a este gimnasio, si ingieres estas pastillas, si te operas en este hospital, serás como la mercancía misma: no envejecerás nunca y, aún más, no morirás.
El cuerpo -la comparecencia repentina del cuerpo y sus huellas- es el fracaso del sistema. ¿Dónde aparecen los cuerpos? Contra el muro , el límite inesperado de ese Pasillo que se concibe a sí mismo sin trabas, siempre líquido, en continuo movimiento, perpetuum mobile de pronto interrumpido por un chirrido, por una piedrecita, por la sombra del tiempo. ¿Quiénes tienen cuerpo? Los inmigrantes, los pobres, los enfermos, los viejos, los muertos. ¿Merecen por ello cuidados y atenciones o al menos compasión? Al contrario, todo en nuestra sociedad, forjada en los valores del Pasillo, está organizada para que los cuerpos, como las demás cosas, produzcan rechazo o asco y permanezcan, por tanto, lejos de la vista, excusados y ocultos, vergonzosos, pecaminosos, fuente fatal de contaminación en el recinto puro de las mercancías. No es extraño que en nuestras ciudades, cada vez con más frecuencia, sean precisamente los inmigrantes los que cuidan a nuestros enfermos y nuestros viejos. Cuerpos que se ocupan de cuerpos: ese es el sentido más banal y radical del amor, prohibido en nuestro mundo por la emancipación del deseo de toda atadura terrestre.
Liberación del cuerpo puede querer decir dos cosas: el proceso por el cual el capitalismo intenta liberarse de los cuerpos en el Pasillo de las mercancías; y el proceso por el cual el cuerpo recupera un papel central como objeto insuperable (de atenciones y cuidados). Liberarse del cuerpo es reclamar nuestro derecho a ser mercancías; es decir, nuestro derecho, al mismo tiempo, a la inmortalidad propia y a la destrucción de los otros. Frente a esta paradoja fatal, liberar el cuerpo es, al contrario, afirmar el derecho a mirarse, a cuidarse, a vivir un relato, a envejecer sin vergüenza y a morirse sin dramas. Este dilema -entre liberar el cuerpo o liberarse de él- es la más radical e insoslayable decisión política de nuestras vidas.
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