El derecho a ser lanzado contra la pared
Santiago Alba Rico
La Calle del Medio
Hace dos meses una televisión italiana entrevistó a Terri de Niccoló, una mujer más o menos bella que había participado, a cambio de dinero, en las famosas fiestas del ex primer ministro Silvio Berlusconi como aderezo y estímulo sexual para la firma de acuerdos políticos o empresariales. Sus declaraciones, que no hacen ninguna concesión a la corrección política, revelan el horizonte mental de una época, o de una parte de ella, y de una cultura dominante. Terri no pide disculpas, no se justifica; se siente orgullosa de haber sido llamada por il Cavaliere y de haber participado, en la periferia de su aura, de un poder reservado a unos pocos. “Es preferible vivir un día como un león que cien años como un cordero”, dice, para resumir a continuación las leyes simples que deben decidir las inevitables jerarquías de este mundo: “si eres una mujer guapa y te quieres vender, debes poder hacerlo; si eres fea y das asco, te debes quedar en casa”. En cuanto a la honestidad de los empresarios que utilizan el sexo para lubricar sus negocios y medrar económicamente, Terri no ve nada reprobable en ello. “Si eres honesto”, dice, “nunca llegarás muy lejos; si quieres aumentar tus beneficios tienes que arriesgar el culo. Es la ley del mercado”. Vale la pena citar por extenso su razonamiento: “Cuanto más alto quieras llegar más cadáveres tendrás que dejar en la cuneta. Y es justo que sea así. La ley es la de los que son leones. Si eres un cordero quédate en casa con unos pocos euros al mes. Si quieres ganar 20.000 euros debes bajar al campo de batalla y vender a tu madre”. Terri arremete a continuación contra las feministas y la izquierda en general, puritanos moralistas que “reprimen” el derecho de las mujeres guapas a venderse como instrumentos sexuales de la alta política del capitalismo.
Terri de Niccoló dice que esta ley “es muy antigua” y se remonta a la “primera república”. Terri no es una mujer culta y no sabe que esta ley es, en realidad, mucho más antigua y que hace 2.400 años la exponía en términos muy parecidos Calicles, un aristócrata griego enfurecido con el filósofo Sócrates, quien pretendía defender un concepto universal de justicia. Calicles sostenía con desprecio que el derecho era una tentativa por parte de los “débiles y la multitud” de imponer límites a los poderosos cuando en realidad la única ley fundamentada -y citaba precisamente el ejemplo del león, como la prostituta Terri de Niccoló- era la “ley de la naturaleza”: los fuertes mandan, merecen riqueza y respeto y deciden a discreción la suerte, más o menos severa, de los débiles. “La naturaleza misma”, remata Calicles, “demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, lo demuestra el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más”.
Terri la llama la “ley del mercado” y Calicles la “ley de la naturaleza”. La ley del mercado es, en efecto, la ley de la naturaleza. Y esta ley es precisamente lo contrario de una ley, pues una ley es un “límite” y los leones no aceptan ninguno. A lo largo de la historia ciertas castas, clases o grupos se han rebelado sin cesar contra los límites humanos, apartando de su camino cualquier obstáculo que pudiera frenar su poder e impedirles apropiarse de los cuerpos, las riquezas o el trabajo de los demás. Sin embargo los seres humanos, criaturas siamesas, tienen un pie en el barro, al que están irremediablemente encadenados, pero otro en las estrellas, desde donde pueden contemplar la inhumanidad de su situación y excogitar soluciones colectivas para cambiarla. Contra los inhumanos rebeldes que se rebelan contra los límites en nombre de la naturaleza, imponiendo a su alrededor la miseria y la muerte, millones de personas vienen rebelándose desde hace siglos para imponer límites a la naturaleza en nombre de la humanidad. Es esa rebelión a favor de los límites la que ha generado todo lo que define la dignidad antropológica de nuestra estancia en el mundo: la belleza, la poesía, la razón, la compasión, el derecho. De Espartaco a la revolución cubana, son “los débiles y la multitud”, sí, los que hacen las verdaderas leyes; son los débiles armados los que han acumulado para todos un impresionante legado histórico de derechos -laborales, culturales y políticos- que los poderosos, mientras no sean definitivamente derrotados, tratarán siempre de violar, rodear o utilizar en su favor. Lo harán mientras puedan; lo harán mientras los dejemos. Entre tanto, recordemos que los Derechos Humanos y el Derecho Internacional, impuestos por los pueblos, aceptados a regañadientes por los poderosos, ni tienen fuerza material para imponerse por sí solos ni están hechos para persuadir a los que los violan; están hechos para que los rebeldes que se rebelan a favor de los límites -la belleza, la justicia, la razón- no olviden nunca por qué están luchando ni de qué lado están el verdadero derecho y la verdadera ley.
No hay ningún orden económico más “natural” que el capitalismo; ninguno más libre de “límites” que el Mercado. Pero la historia de la humanidad, ¿no consiste precisamente en luchar contra la naturaleza? ¿Tendremos que dejar de inventar vacunas porque las enfermedades son naturales? ¿Tendremos que renunciar a volar porque el cuerpo humano está condenado naturalmente a arrastrarse? ¿Tendremos que dejar de inventar caricias porque es más antigua y natural la violación? La medicina, el avión, la escritura, el amor, ¿no son conquistas humanas contra la naturaleza y por eso mismo derechos ya de los que la humanidad debe disfrutar imperativamente?
El orden “natural” del mercado pervierte entre otras cosas el concepto mismo de “derecho” en la medida en que establece como criterio superior, al que estarían subordinados todos los demás, el “derecho de vender y comprar” y, por lo tanto, el de “venderme y comprarte”. Así se explica la naturalidad con que se acepta que el dolor o la ruina de la mayoría sea una fuente de regocijo para otros, como lo demuestran las recientes declaraciones a la BBC de Alessio Rastani, broker de la City londinense: “Soy un operador financiero, a mí no me preocupa la crisis. Si veo una oportunidad para ganar dinero, voy a por ella. Nosotros, los brokers, no nos preocupamos de cómo arreglar la economía o de cómo arreglar esta situación. Nuestro trabajo es ganar dinero con esto. Personalmente, he estado soñando con este momento desde hace tres años. Tengo que confesarlo, yo me voy a la cama cada noche soñando con una recesión, soñando con un momento como éste”. ¿Se puede ser más claro? Un poco más y de la manera más disparatada.
Hace unos días leí en un diario español una noticia cuyo titular era el siguiente: “Proponen restaurar en Florida el derecho a lanzar enanos contra una pared”. Y enseguida aclaraba su contenido: “Un congresista estatal quiere recuperar el derecho al lanzamiento de los enanos, como espectáculo y deporte, para combatir el desempleo de la región”. Lo singular y lo terrible es que la propuesta del político estadounidense no reivindicaba sólo el derecho de los empresarios y sus clientes a lanzar enanos contra la pared, con la humillación y lesiones consecuentes, sino sobre todo el derecho de los enanos a ser lanzados, humillados y quebrados. ¡El derecho de los enanos a hacerse pedazos contra un muro!
Mientras millones de personas luchan desde hace siglos para mantener y profundizar el camino de la humanidad, el mercado capitalista retrocede a sustratos cada vez más naturales, llevando a su expresión más radical la “ley de la naturaleza” defendida por Calicles hace 2.400 años: el derecho de los leones a devorar a los corderos y el derecho ahora de los corderos a ser devorados por los leones.