El PCE en (la) transición
Juan Andrade
(Publicado en Mundo Obrero)
La denominada Transición a la democracia ha sido uno de los periodos más intensos de la historia del PCE y un momento clave en su configuración actual, pues no en vano buena parte de sus militantes y dirigentes de hoy accedieron al partido o se formaron activamente en ese periodo de cambio político. La memoria del PCE sobre la transición es una memoria ambivalente, atravesada de al menos dos sensaciones contrarias: la de haber contribuido de manera determinante a la democratización del país y la de haberse desgarrado en ese empeño. La gran pregunta a propósito de su intervención en la transición es cómo fue posible que el partido iniciara el proceso siendo la fuerza política más numerosa y activa en la lucha contra la dictadura y lo terminara roto por dentro y con unos resultados electorales catastróficos en las elecciones de 1982.
La fortaleza alcanzada por el PCE a comienzos de los años 70 arrancó del acierto que supuso la aprobación de la Política de Reconciliación Nacional en 1956, en virtud de la cual decidió abandonar la lucha armada y aprovechar los resquicios legales del Régimen para generar una oposición pacifica de masas en varios frentes paralelos: mediante una política de atracción de los intelectuales y los sectores progresistas del catolicismo, impulsando el movimiento vecinal en los barrios depauperados de las grandes ciudades del país, creando pronto sindicatos democráticos de estudiantes en las universidades y, sobre todo y más importante, arrancando el originalísimo movimiento de las Comisiones Obreras de las entrañas del Sindicato Vertical. El caso es que fue el impulso y la implicación en estos potentes movimientos sociales lo que permitió al PCE hacerse con la hegemonía del antifranquismo y lo que permitió a sus cuadros abandonar los soterrados ambientes clandestinos para constituirse en referentes públicos de reconocido prestigio en la lucha contra la dictadura.
Desde esta posición hegemónica el PCE intentó imponer, por la vía de la movilización social y el acuerdo con otras fuerzas políticas, una ruptura democrática con la dictadura, pero a finales de 1976 se puso de manifiesto un hecho crucial para entender el giro partido y la transición en su conjunto: que la oposición democrática tenía el respaldo social necesario para bloquear una dictadura que seguía manteniendo indemne su aparato represivo pero no así para tumbarla. El caso es que ante esa circunstancia el PCE concluyó que no quedaba más remedio que sumarse al proyecto reformista de Adolfo Suárez planteando, de manera un tanto ingenua y autocomplaciente, que gracias a su concurso este proyecto reformista impuesto desde el poder se podría reconducir hacia los objetivos rupturistas deseados por la oposición, como si los medios no comprometieran los fines y como si con ello no cambiara la propia posición del partido, que en virtud del fracaso de la ruptura dejó de ser el eje de la oposición en la clandestinidad para tener que negociar su propia legalización en unos términos bastante desfavorables.
La fortaleza del PCE obligó al gobierno a legalizar el partido en abril de 1977, a condición de que aceptara la Monarquía y se comprometiera a contener la movilización para apaciguar a los involucionistas. El saldo de las negociaciones pareció en principio favorable para el PCE, pues había logrado imponer su legalización; pero en realidad resultó más beneficioso para el gobierno, que integraba en el futuro sistema a un PCE en cierta medida desarmado, es decir, con su perfil ideológico desdibujado al renunciar a su republicanismo y con el compromiso impuesto de no utilizar hasta sus últimas consecuencias su principal activo, su capacidad de movilización social. La legalización del PCE fue uno de los acontecimientos más decisivos y peculiares de la transición, en el cual cada una de las partes dio a su contraria aquello de lo que adolecía. Este acontecimiento fue un intercambio de legalidad por legitimidad. El gobierno concedió al PCE la legalidad procedente del Estado postfranquista, mientras que el PCE transfirió al gobierno la legitimidad procedente de la lucha por la democracia, y esta legitimación fue tremenda en tanto que procedente de su principal antagonista ideológico. Que la Monarquía saliera fortalecida de la transición se debió en cierta medida al reconocimiento, e incluso a los halagos, de que fue objeto por buena parte de la izquierda, pues a nadie se le escapa que una institución se legitima más intensamente cuando el reconocimiento a su autoridad procede, aunque sea circunstancialmente, de sus antagonistas ideológicos.
Después de la legalización el PCE concurrió a las primeras legislativas de 1977 con la esperanza de rentabilizar electoralmente su hegemonía en la lucha contra dictadura, pero apenas obtuvo un 9.3 % de los votos. La dirección pensó entonces que estos discretos resultados se debieron fundamentalmente al peso de la imagen autoritaria y prosoviética que la propaganda franquista le había confeccionado, y aprobó una nueva línea orientada a romper esa imagen a golpe de gestos moderados, ya fuera participando de manera entusiasta en la dinámica el consenso con el apoyo a la Constitución y a los Pactos de la Moncloa, ya fuera desterrando señas de identidad ideológicas como el leninismo en 1978. Esta propuesta, concebida como un golpe de efecto mediático en clave electoral, no la hizo Santiago Carrillo en el vacío, sino dentro de una rica tradición de reformulaciones ideológicas que terminó cristalizando, no sólo pero sí fundamentalmente, en lo que se dio en llamar el eurocomunismo.
El eurocomunismo fue un intento de diseñar una estrategia progresiva, pacífica, nacional, democrática e institucional al socialismo para los países del capitalismo avanzado que defendía la conveniencia de respetar las instituciones liberal-parlamentarias en la transición al socialismo y en la propia sociedad socialista. De igual modo se caracterizó por su oposición más o menos abierta al modelo del denominado Socialismo Real. No obstante, y más allá de esta autorepresentación, el eurocomunismo fue otras cosas. El eurocomunismo respondió en buena medida a la necesidad de renovación estratégica que tenían los partidos comunistas occidentales a la altura de la década de los setenta, toda vez que la vieja retórica de la ortodoxia marxista-leninista no conducía muy lejos. Pero lejos de funcionar como una estrategia de largo alcance funcionó sobre todo como un instrumento legitimador del tacticismo cotidiano del partido y sobre todo como un recurso propagandístico con el que proyectar una imagen más amable en los términos que le reclamaban sus adversarios. Visto con perspectiva, da la sensación de que en la práctica el eurocomunismo vino a ser una renuncia a la transformación radical de la sociedad en un momento en el que estos proyectos de transformación resultaban extraordinariamente complicados en un contexto marcado por el reparto de áreas de influencia de la Guerra Fría, pero una renuncia sublimada sin embargo en una estrategia retórica y especulativa de transición al socialismo que sirvió además para justificar una línea política real muy pragmática y para desarrollarla sin demasiada mala conciencia.
El caso es que el escenario político que siguió a las segundas elecciones generales de 1979, caracterizado por el fin del consenso, echó por tierra la Política de Concentración Democrática del PCE, una línea política que pretendía llevar el consenso hasta su última expresión: hasta la formación de un gobierno de concentración nacional donde estuvieran representados los comunistas y desde donde hacer ostentación de su sentido de Estado. Y si esto fue así en lo que se refiere a la línea política, en lo relativo a su vida interna el PCE sufrió a partir de 1980 una crisis desgarradora que se expresó en varios conflictos: el crisis del PSUC, la ruptura del EPK y el movimiento de contestación interna de los llamados Eurorrenovadores. El trasfondo de esta crisis orgánica fue la insatisfacción generalizada entre la mayoría de la militancia. Esta insatisfacción se debió a las frustraciones que generaron unos resultados electorales que no rindieron justicia a la contribución del partido a la lucha democrática. Se debió también a la constatación del declive orgánico que venía sufriendo el partido como consecuencia de una orientación política que pasó a primar el trabajo institucional por encima del trabajo de base en los movimientos sociales. Se debió igualmente a la acentuación de ese declive orgánico por efecto de la disolución de buena parte de la estructura organizativa sectorial que el partido había construido con esfuerzo durante años para agrupar a los militantes en sus lugares de trabajo y según su perfil profesional, y que tan funcional había sido para la atracción de nuevos militantes y el desarrollo de su acción política. Por otra parte, también se debió a la incapacidad del partido para dar cauce ya en la democracia a las potencialidades de muchos de sus militantes, habida cuenta de los pocos cargos institucionales conquistados. Se debió también a la falta de democracia interna resultante en buena medida del choque entre una dirección procedente en buena medida del exilio que seguía practicando el dirigismo y el consignismo de antaño y una generación de activistas que venía practicando formas más flexibles y participativas de funcionamiento. Y se debió, especialmente, a la exasperación de una militancia fundamentalmente obrera que estaba sufriendo los estragos de la crisis económica.
Lo importante es que estas frustraciones enconaron las diferencias ideológicas internas, que eran muchas debido a las diferencias generacionales, formativas y socioprofesionales de sus militantes. El caso es que esta pluralidad ideológica había venido regulándose gracias a la cohesión que imponía la lucha contra la dictadura. Pero el nuevo contexto de la democracia disolvió este elemento de cohesión, y la diversidad ideológica se tornó conflictiva sobre todo cuando la dirección intentó oficializar el eurocomunismo a marchas forzadas. El caso es que esta propuesta de oficialización del eurocomunismo convenció a muy pocos: para los llamados renovadores y verdaderos eurocomunistas resultaba insuficiente, para los sectores más ortodoxos era poco menos que una traición socialdemócrata y para otros sectores críticos y heterodoxos apenas era más que un eslogan publicitario. El caso es que los conflictos entre todas estas familias, y de todas ellas con la dirección, se saldaron con escisiones, transfuguismos y expulsiones, y con esa imagen de partido cainita el PCE concurrió a las elecciones del 82 obteniendo unos resultados catastróficos. En este desenlace tampoco hay que despreciar al atracción electoral de un PSOE que se visualizaba como alternativa posible de gobierno empujado por un importante respaldo internacional, por el desmoronamiento de la UCD, por la poderosa memoria del papel del partido en la historia de España y por un discurso ambiguo y elusivo basado en la modernización y europeización del país.
Apuntadas varias de las causas que propiciaron la crisis que desgarró al PCE cabe señalar algunas de las contradicciones más severas y de las limitaciones de largo alcance que sufrió durante este periodo. De estas contradicciones una de las más lacerantes fue la de su incapacidad de rentabilizar de puertas adentro sus avances logrados de puertas afuera. Sirva al respecto como ejemplo el caso de su relación con los intelectuales. El PCE fue a principios de la transición el partido más influyente de la intelectualidad democrática pero no supo enriquecerse intelectualmente con su aportación por razones que tienen que ver con su complicada trayectoria histórica y con la supeditación más tarde de la labor de sus intelectuales a los imperativos de la inmediatez y el politicismo.
En otro sentido la transición trajo consigo una cierta virtualización de la política, por la cual la política se desplazó en cierta medida de la lucha social al debate mediático, lo que fue especialmente perjudicial para un partido que había arraigado su capacidad de influencia en la lucha social y que no contó en la transición con el respaldo de ningún grupo mediático. En este sentido lo que llama la atención es que la dirección del PCE se empecinara en proyectar una serie de cambios de imagen que generaban tensiones internas y en ocasionas hipotecaban su capacidad de maniobra, cuando además estos cambios, con independencia de su autenticidad o no, eran insistentemente desacreditados por los medios.
Finalmente, hay que tener en cuenta que la transición se desarrolló en un contexto de crisis estructural del capitalismo. Esta crisis económica internacional y la salida neoliberal que se le dio sacudieron los cimientos sobre los que descansaban los partidos comunistas, pues trajo consigo cambios tremendos en las formas de organización del trabajo y en la composición sociológica y cultural de la clase obrera. Semejantes cambios exigían una revisión en profundidad de la práctica comunista que no se pudo, o no se supo, acometer.
La historia del PCE en la transición es una historia dramática. La historia de un partido tan fiero contra la dictadura como desconcertado tras su reemplazo.
Juan Andrade Blanco es miembro de la Sección de Historia de la FIM, profesor en la Universidad de Extremadura y autor del libro recientemente publicado El PCE y el PSOE en [la] transición, Madrid, Siglo XXI, 2012